Presente y futuro del Reino de Dios
RD/PRESENTE-FUTURO
Hay una curiosa tensión entre las palabras de Jesús que hablan del
Reino de Dios, como si hubiera irrumpido ya en el momento presente, y
aquellas otras que parecen considerarlo un acontecimiento futuro.
¿Cómo conciliar, por ejemplo, el «ha llegado a vosotros el Reino de
Dios» (Lc 11, 20) con la petición «Padre, venga tu Reino» (Lc 11, 2)?
El verbo phthanein, en aoristo (ephthasen) sólo puede significar «ha
llegado», pero ¿para qué pedir que venga lo que ya ha llegado? Y en
cuanto a las frecuentes exhortaciones a la vigilancia y a la paciencia
(Lc 12, 35-40; Mt 25, 1-13; etc. ), ¿para qué haría falta la paciencia si
ya hubiera llegado lo que se espera?
Algunos han propuesto explicaciones psicológicas. Jesús sabría que
el Reino, aunque próximo, todavía no había llegado; pero su
entusiasmo le hacía hablar a veces como si lo estuviera viendo «Para
él -dice Bousset- ya no había distancia entre el presente y el futuro;
presente y futuro, ideal y realidad, están conjugados»40. Según otros,
en Jesús habría oscilaciones de ánimo, y lo mismo veía el Reino ya
presente que infinitamente alejado41.
También se han propuesto explicaciones de tipo biográfico. Esas
afirmaciones contradictorias de Jesús corresponderían a diferentes
momentos de su vida. Según Wernle, cuando comenzó su actividad, el
Reino estaba aún lejos y hablaba de él en futuro; pero, conforme iba
transcurriendo el tiempo, empezó a presentarlo como presente42. En
cambio, Weiss considera que son los anuncios en presente los que
corresponden al comienzo de la predicación, y los del futuro a la
decepción que vino después43.
Han tenido más importancia las teorías que vamos a ver a
continuación y que atribuyen a la comunidad primitiva -no a Jesús- esas
aparentes contradicciones.
En primer lugar está la escuela de la escatología consecuente,
llamada así por considerar que el Reino de Dios es una realidad total y
absolutamente futura. El autor más popular de esta escuela fue el
escriturista, músico, médico y misionero en África Central, Albert
Schweitzer (1875-1965). En su opinión, la predicación de Jesús se
caracteriza por un dualismo absoluto entre dos eones: viejo-nuevo,
terreno- celestial, natural-sobrenatural, satánico-divino,
temporal-eterno. Entre el mundo actual y el futuro no hay continuidad
sino ruptura:
«Todas las representaciones de un Reino en evolución (...) han sido
agregadas al pensamiento de Jesús por nuestra conciencia moderna
(...) pero el Reino de Dios sólo se establecerá a continuación de una
catástrofe cósmica, por medio de la cual el mal sera totalmente
vencido»44.
En cuanto a los logia referentes a la presencia actual del Reino,
Schweitzer los considera en bloque, y sin necesidad de analizarlos de
uno en uno, como «no provenientes de Jesús, sino de la primera
comunidad»45.
La escatología consecuente tendría un par de consecuencias
importantes para nuestro tema: en primer lugar, que, si el Reino de
Dios es totalmente futuro, sería inútil buscar hoy cualquier tipo de
presencia suya en la historia.
Y en segundo lugar, que, si el Reino de Dios sólo aparecerá tras la
destrucción del mundo actual, obviamente nada podemos hacer los
hombres por él.
De hecho, se ha acusado a esta escuela de predicar una
«escatología sin compromisos»46, lo cual no sería cierto tomado al pie
de la letra -y la vida misma de Schweitzer es la mejor prueba de ello47-,
pero sí es cierto en cuanto que propugna una «ética interina»
(interimsethik)48 que carece de cualquier relación con la construcción
del Reino de Dios, y así se priva a los hombres de la motivación
fundamental para comprometerse. Teilhard de Chardin lo vio muy
claramente:
«Si yo creyera que estas cosas se marchitan para siempre, ¿les
habría dado vida jamás? Cuanto más me analizo, más descubro esta
verdad psicológica: que ningún hombre levanta al dedo meñique para
la menor obra sin que le mueva la convicción, más o menos oscura, de
que está trabajando infinitesimalmente (al menos de modo indirecto)
para la edificación de algo Definitivo, es decir, tu misma obra Dios
mío»49.
En el extremo opuesto se sitúa la escuela de la escatología
realizada (realized eschatology), llamada así porque sostiene que el
ésjaton ha tenido lugar ya, y nada sustancialmente distinto hay que
esperar del futuro. Fue propuesta por Christian Harold Dodd en un libro
-Las parábolas del Reino- publicado en 1935:
«La idea mantenida en este libro (...) no es que el Reino de Dios
vaya a venir en breve, sino que constituye un hecho presente, no
porque sea una tendencia hacia la justicia siempre presente en el
mundo, sino porque ahora ha sucedido algo que jamás había sucedido
antes»50.
Ahora son los logia que hablan del Reino en futuro los que «no
pueden» proceder de Jesús, sino de la primera comunidad, que, debido
sin duda a la influencia de la apocalíptica judía, malinterpretó las
enseñanzas del Maestros51. Para Dodd, únicamente el Cuarto
Evangelio y las deuteropaulinas captaron correctamente el
pensamiento del Señor: La vida eterna se posee ya ahora por la fe (Jn
3, 15-16.36; 5, 21.24.40; 17, 3...), el «juicio» ocurre hoy (3, 18; 12, 31),
etc.
Para el objeto de nuestro trabajo merece la pena señalar que Dodd
«se limita a afirmar la presencia del Reino de Dios en la tierra. No
profundiza en la esencia de este Reino»52; y no es de extrañar, porque
si el futuro no va a aportar nada nuevo, el Reino ya presente parece
bien poca cosa. No quedará mas remedio que cerrar los ojos ante las
actuales indignidades de la existencia, refugiarnos en la intimidad de
nosotros mismos y contentarnos con que Dios reine en esos pequeños
espacios; con lo cual -y aunque sea por motivos contrarios a los de la
escatología consecuente- también así desembocaríamos en una
«escatología sin compromisos»
13. «Ya», pero «todavía no» YA/TODAVIA-NO
La escatología consecuente y la escatología realizada son tan
contrarias que, si pretendieran dialogar, se destruirían las dos a la vez.
Cada una de ellas se ve obligada a negar globalmente la historicidad
de los logia que dan vida a la otra, y ambas lo hacen sin aportar
razones de crítica interna, sino tan sólo apriorismos dogmáticos.
La honestidad intelectual exige admitir que Jesús, conscientemente,
unas veces habló en presente del Reino de Dios y otras veces en
futuro; y no podemos contentarnos con afirmar que se trata de dos
series de enunciados paralelos y mutuamente incompatibles, como ha
hecho Conzelmann53, sino que debemos intentar armonizarlos.
Una forma de hacerlo sería considerar que la dimensión de presente
y la dimensión de futuro están en tensión dialéctica; pero -como dice
Schnackenburg -«la dialéctica no parece ser el método apropiado para
pensar bíblicamente; más bien, partiendo del Antiguo Testamento, la
relación entre promesa, cumplimiento y consumación muestra el recto
camino»54; es decir, el Reino de Dios ya está presente entre nosotros,
aunque todavía no haya alcanzado su plenitud. Por eso Jesús habla
unas veces en presente y otras en futuro.
Joachim Jeremías ha propuesto llamar a este modelo «escatología
que se realiza»55; fórmula, por cierto, que no parece disgustar a Dodd:
incluso le gustaría traducirla al inglés, pero no puede56.
La verdad es que, antes de que en el siglo XX fueran defendidas la
escatología consecuente y la escatología realizada, todo el mundo
consideraba evidente la «escatología que se realiza». En el fondo, los
tres estadios clásicos de la obra de Dios fueron siempre, creatio,
reformatio y consummatio57. Como dice el Concilio Vaticano II
haciéndose eco de esa tradición, «el Reino está ya misteriosamente
presente en nuestra tierra; cuando venga el Señor, se consumará su
perfección»58.
Hoy es frecuente llamar «Reino de Cristo» al tiempo comprendido
entre el ya y el todavía no, reservando el nombre de «Reino de Dios»
para el estadio de plenitud. El apoyo clásico para esta distinción es la
Primera Carta a los Corintios:
«Al final, después de haber destruido todo Principado, Dominación y
Potestad, Cristo entregará a Dios Padre el Reino. Porque debe él
reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies. El último
enemigo en ser destruido sera la Muerte (...) Cuando hayan sido
sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a
Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que Dios sea todo en
todo» (I Cor 15, 24-28; cfr. Ap 20, 4ss.).
En nuestra opinión, esa distinción terminológica tiene el peligro de
dar a entender que estamos ante dos realidades independientes, y no
ante dos momentos de la misma realidad. De hecho, recuerda la
armonización que el judaísmo hizo de las dos esperanzas
veterotestamentarias afirmando primero el triunfo del Mesías sobre los
enemigos de Israel y después el Reino de Dios trascendente.
Por eso en este trabajo evitaremos la distinción «reino de Cristo» -
«Reino de Dios». Al fin y al cabo, también en el corpus paulino se llama
«reino de Dios» al estadio actual (cfr. 1 Cor 4, 20; Rom 14, 17) y «reino
de Cristo» al estadio de plenitud (cfr. 2 Tim 4, 1). Reservaremos, desde
luego, la expresión «Reino de Dios» para la plenitud que esperamos,
pero a la situación presente, como dijimos más arriba, preferimos
llamarla «reinado de Dios» en vez de «Reino de Dios».
A la luz de esta distinción entre el ya y el todavía no debemos ver no
solamente el Reino de Dios, sino al mismo Cristo. Decíamos hace poco
que, para cualquier judío, ver al Hijo del hombre encadenado ante un
procurador romano tenía que resultar sencillamente grotesco. Y, sin
embargo, el Jesús terreno era el Hijo del hombre, nada más que con
una apariencia tan humilde como el Reino que traía: «no tiene dónde
reclinar la cabeza» (Mt 8, 20), parece «un comilón y un borracho, amigo
de publicanos y pecadores» (Mt 11, 19), desconoce «aquel día y hora»
(Mc 13, 32)...
Ese mismo Jesús será visto con la apariencia majestuosa que
describió Daniel (7, 13-14), pero sólo cuando también el Reino haya
alcanzado la plenitud anunciada: Entonces «verán al Hijo del hombre
que viene entre nubes con gran poder y gloria» (Mc 13, 26).
Con palabras de Ruiz de la Peña, «la venida del Hijo del hombre,
profetizada por Daniel, se desdobla en dos etapas; conoce una
manifestación kenótica ('el Hijo del hombre ha venido...') y conocerá
una manifestación mayestática ('el Hijo del hombre vendrá...')»59.
«Porque Cristo ha venido, la escatología neotestamentaria es
presentista; porque Cristo ha de venir, es a la vez futurista»60.
14. El fin del mundo MUNDO/FIN:
¿Qué ocurrirá con nuestro mundo cuando, por fin, tenga lugar el
tránsito de un eón al otro?
El fin de nuestro mundo ha sido considerado siempre, y en las más
diversas culturas, como un dato cierto61. Sin embargo, recientemente
se ha puesto en duda, incluso dentro de la teología cató1ica62, que la
historia vaya a tener un final. Existiría «último día» para cada individuo,
pero no para el mundo y la historia, que estarían sometidos a un
crecimiento indefinido.
Se trata de un problema sobre el que la ciencia actual no aporta
demasiada luz63.
Ciertamente, se han desarrollado numerosas hipótesis. Igual que le
ocurre a cualquier ser humano, la vida podría desaparecer un día de
nuestro Planeta como consecuencia de algún accidente, o bien por
«enfermedad», o bien por «vejez».
El accidente cósmico es lo menos probable. Ya Laplace demostró, a
partir de las leyes de la mecánica celeste, lo que llamó la Estabilidad
del Sistema Solar: No cabe que ningún astro se desvíe
apreciablemente de su órbita y choque con otro. Tampoco parece fácil
que seamos barridos por la cola de un cometa, que, como es sabido,
está compuesta por gases tóxicos (nitrógeno, cianógeno, óxido de
carbono, hidrocarburos diversos), porque, cuando el cometa pasa
cerca de un planeta, éste ejerce una acción repulsiva sobre la cola. Así
ocurrió la noche del 18 al 19 de mayo de 1910, cuando numerosos
astrólogos habían predicho ya el fin del mundo como consecuencia de
que la Tierra debería haber atravesado la cola del célebre cometa
Halley.
En cambio, la muerte por «enfermedad» -es decir, porque se
deteriore algún órgano importante- resulta más probable. Podríamos
quedarnos sin agua o sin atmósfera, como ha ocurrido a la Luna y a
Marte. Los ecologistas han denunciado muchos más peligros.
Y más probable aún resulta la muerte por «envejecimiento». La luz y
el calor del Sol proceden, como es sabido, de reacciones nucleares
internas similares a las que tienen lugar en la bomba de hidrógeno.
Pues bien, después de varios miles de millones de años, a lo largo de
los cuales irá creciendo progresivamente la cantidad de calor emanado,
la temperatura de la Tierra podría elevarse hasta trescientos grados
centígrados, lo que haría imposible cualquier vida vegetal o animal.
Tras ese paroxismo de calor, el Sol -que para entonces habrá agotado
sus reservas de hidrógeno- se irá apagando lentamente y se convertirá
en una estrella de las conocidas como «enanas blancas». También
entonces la vida se haría imposible sobre la Tierra (si es que no
hubiera desaparecido con anterioridad), nada más que debido al frío,
en vez de al calor.
Recordemos que también la termodinámica clásica (principio de
Carnot y postulado de Clausius) predecía el aumento constante de la
entropía y, por consiguiente, la marcha inexorable del universo hacia
un estado final de equilibrio térmico y reposo absoluto.
Sin embargo, la física moderna ha demostrado que el futuro de los
sistemas materiales es físicamente indeterminable. Debemos, pues,
seguir reflexionando sin otras armas que las teológicas, dejando claro,
naturalmente, que nuestra reflexión no servirá para responder un
interrogante científico. La autonomía de las ciencias es un dato
definitivamente adquirido64.
Desde luego, el Nuevo Testamento afirma que habrá un término final
de la historia (1 Cor 15, 24; Mc 13, 7; Mt 13, 40 49; 24, 3.14; 28, 20....),
pero eso solo no resulta concluyente, porque podría tratarse de un
dato puramente cultural, como la creación del mundo en siete días. Ya
dijimos que todos los pueblos han dado por supuesto que el mundo
llegará algún día a su fin.
En nuestra opinión, un progreso indefinido sería incompatible con la
noción de «Reino de Dios». Si la historia estuviera siempre en camino
hacia una plenitud que nunca llega, sería absurdo hablar de «todavía
no». Como dice Alfaro, sería un «todavía no» indefinido, o mejor, un
«siempre-todavía-no»65. Más aún, suprimir el término de un proceso
equivaldría a suprimir el proceso mismo, porque lo que permite hablar
de «proceso» no es el alejamiento del punto de partida, sino la
aproximación al punto de llegada. Si no existiera la absoluta perfección,
no existiría tampoco la noción de perfeccionamiento.
Como es sabido, finis, en latín, significa a la vez fin (final) y meta
(objetivo). Cuando hablamos del finis mundi coinciden ambos
significados, el finis-final y el finis-meta.
15. La nueva tierra TIERRA-NUEVA:
La historia, pues, tendrá que alcanzar alguna vez su momento último
para que pueda llegar el Reino de Dios. Pero ¿qué relación habrá
entre los dos eones?
Ya vimos que la escuela de la escatología consecuente defendía una
ruptura radical entre este mundo y el Reino de Dios. Sólo cuando no
quede ni rastro del primero podrá aparecer el segundo. (Más adelante
la teología dialéctica defendería una ruptura igual de radical.
Recordemos la lucha apasionada de Karl Barth durante su primera
época contra «los alegres guioncitos» colocados entre la historia y el
Reino de Dios: el mundo nuevo enlaza con el viejo -decía-, pero «como
la tangente con el circulo: sin tocarlo»66).
Así, pues, la consumación escatológica sería pura y simplemente una
creatio ex nikilo después de la aniquilación y negación previa de todo lo
anterior. Como dice gráficamente Congar, «la nave en la que los
hombres se encuentran embarcados está destinada a naufragar; sólo
pasando a otro barco, construido por completo con piezas divinas,
podrán los hombres librarse de perecer»67.
El texto principal en que podría apoyarse la tesis de una ruptura
radical es 2 Pe 3, 7.10: «Los cielos y la tierra presentes están
reservados para el fuego (...). En aquel día, los cielos, con ruido
ensordecedor, se desharán; los elementos, abrasados, se disolverán, y
la tierra y cuanto ella encierra se consumirá». Pero los versos 5-6
relativizan la ruptura, porque la comparan a los cielos nuevos y tierra
nueva que aparecieron tras las aguas del diluvio, los cuales,
obviamente, no fueron una creación de la nada.
En conjunto, el Nuevo Testamento no da pie para pensar en una
destrucción pura y simple del mundo. La creación no espera «morir»,
sino «renacer»: Está sufriendo ya «dolores de parto» (Rom 8, 22)68.
De hecho, el término clásico para designar tanto el mundo actual como
el venidero -«eón (griego aión, que traduce el hebreo holam)- no tenía
primariamente un significado espacial (mundo antiguo-mundo nuevo),
sino temporal (era antigua-era nueva)69. De hecho, los documentos
conciliares hablan siempre de «transformación», «transfiguración»,
«consumación», etc., y no de una nueva creación ex nihilo70.
En realidad, a los individuos y a la creación nos espera un fin
semejante: ambos pasaremos por un momento de discontinuidad que,
en nuestro caso, se llama «muerte», y en el de la creación, «fin del
mundo»; pero que no supone destrucción, sino transformación
plenificadora. La palabra que usan los autores testamentarios no es
néos (que denotaría novedad en el sentido de que lo que no era
empieza a ser), sino kairós (cuya novedad consiste, más bien, en que
lo que era ya empieza a ser de otra forma)". Leonardo Boff lo ha
formulado diciendo que «el Reino de Dios no pretende ser otro mundo,
sino el viejo mundo transformado en nuevo»".
Podríamos hablar, pues, de una continuidad discontinua. Como dice
la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe: debemos afirmar,
por una parte, «la continuidad fundamental existente, en virtud del
Espíritu Santo, entre la vida presente en Cristo y la vida futura (...);
pero, por otra parte, el cristiano debe ser consciente de la ruptura
radical que hay entre la vida presente y la futura»73.
Nos gustaría saber cómo será el mundo tras ese momento de
discontinuidad, pero es igual de imposible que saber cómo serán
nuestros cuerpos después de la resurrección: en ambos casos se trata
de otro orden de realidad sobre la cual carecemos totalmente de
experiencias. Debemos contentarnos con la afirmación de san Ireneo:
«Ni la sustancia ni la esencia de la creación serán aniquiladas; lo que
debe pasar es su forma temporal»74. Si alguien me pidiera resumir en
una sola frase este apartado, creo que lo haría así: no habrá
consumación en la historia, pero si será la consumación de la historia.
16. La parusía PARUSIA/QUÉ-ES
El término con el que designamos la aparición de Jesús en el «último
día» para inaugurar el nuevo eón -parusía- procede del vocabulario
helenista, y significa la entrada oficial y triunfal de un rey en una
ciudad.
Habitualmente hablamos de «Segunda venida», pero más que una
venida de Cristo al mundo es una ida del mundo y de la humanidad a la
existencia gloriosa del Señor resucitado. Como dice Rahner, «Cristo
'regresa' en cuanto que todos llegan a él»".
Pinsk explica con una imagen sencilla por qué -siendo irrevocable la
unión de la humanidad de Cristo con el mundo material- acabaremos
todos en el eón que él inauguró al resucitar: «Si asimos con la mano y
levantamos por un punto un lienzo cuyos extremos no están al alcance
de nuestra mano, sólo dicho punto es asido directamente; pero, por
estar unidos con él, se levantan a su respectiva distancia los últimos
extremos del lienzo»76.
La cuestión de si Jesús esperaba la parusía y, por tanto, la plenitud
del Reino de Dios para un futuro próximo y bien delimitado
cronológicamente, es uno de los problemas más difíciles y delicados
con los que se enfrentan los exegetas neotestamentarios y la teología
misma. De hecho, las tres veces que el Magisterio se ha pronunciado
sobre la ciencia de Cristo ha tenido que aludir a este asunto77.
Por una parte, están ciertas afirmaciones claras sobre la proximidad
del momento: «Yo os aseguro que no pasará esta generación hasta
que esto suceda» (Mc 13, 30 y par.); «yo os aseguro que entre los aquí
presentes hay algunos que no gustarán la muerte hasta que vean venir
con poder el Reino de Dios (Mc 9, 1 y par.); «cuando os persigan en
una ciudad, huid a otra (...) no acabaréis de recorrer las ciudades de
Israel antes que venga el Hijo del hombre» (Mt 10, 23).
Por otra parte, Jesús se negó sistemáticamente a fijar con precisión
el momento. «Habiéndole preguntado los fariseos cuándo llegaría el
Reino de Dios, les respondió: el Reino de Dios viene sin dejarse sentir»
(Lc 17, 20). Frecuentemente encontramos el logion errático de «no
sabéis el día ni la hora» (Mt 25, 13; 24, 42; Mc 13, 33.35; Lc 12, 40),
ilustrado a veces con la imagen del ladrón (Mt 24, 43; Lc 12, 39). Y.
sobre todo, debemos citar aquí su confesión de ignorancia sobre el
particular: «De aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el
cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre» (Mc 13, 32 y par.); palabras tan
incomprensibles para las comunidades cristianas que faltan en varios
códices del primer evangelio (Mt 24, 36) e incluso en la Vulgata misma.
Podemos suponer que Jesús compartía con sus contemporáneos la
convicción de que la parusía estaba cronológicamente muy próxima,
aunque sobre este tema se negó siempre a decir una palabra
autoritativa, porque no reconocía otra autoridad que la del Padre.
17. Vivimos en los últimos días DIAS-ULTIMOS
Igual que Jesús, los primeros cristianos siguieron esperando la
parusía para un tiempo muy próximo. Pablo, por ejemplo, estaba
persuadido de que él todavía viviría cuando llegara (1 Tes 4, 15-17; cfr.
1 Cor 15, 51). Pero no llegó.
Es verdad que podían consolarse unos a otros recordando con
humor que mil años son delante de Dios como un solo día (2 Pe 3, 8);
pero, a pesar de todo, una vez desaparecida la primera generación de
cristianos sin que hubiera vuelto Cristo, empezó a crecer el malestar, tal
como refleja la citada segunda carta de Pedro (indudablemente
pseudonimica):
«Vendrán hombres llenos de sarcasmo, guiados por sus propias
pasiones, que dirán en son de burla: '¿Dónde queda la promesa de su
Venida? Pues desde que murieron los Padres, todo sigue como al
principio de la creación'» (2 Pe 3, 3-4).
También San Clemente Romano se hace eco por aquellos años del
escepticismo reinante: «Eso ya lo oímos en tiempos de nuestros
padres, y henos aquí, llegados a viejos, y nada semejante nos ha
sucedido» (1 Clem 23, 3)78.
Es curioso que cuando, uno tras otro, fueron muriendo los discípulos
que habían convivido con Cristo, es decir, cuando no quedaban ya
posibilidades de que la parusía ocurriera dentro del plazo previsto, los
escritos más tardíos del Nuevo Testamento siguieron sosteniendo que
el acontecimiento era inminente. Tit 2, 12-13 exhorta a los creyentes
para que vivan «aguardando la feliz esperanza y la Manifestación de la
gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo»; 1 Pe 4, 7 sostiene
que «el fin de todas las cosas está cercano»; Heb 10, 25.37 dice que
«se acerca ya el Día (...) y el que ha de venir vendrá sin tardanza».
Sant 5, 7-9 encarece igualmente la paciencia, «porque la Venida del
Señor está cerca»; «el Juez está ya a las puertas». El Apocalipsis
empieza (1, 1) y termina (22, 6) hablando de «lo que ha de suceder
pronto»; etc., etc.
Afirmaban, en definitiva, que nos hallamos en «la última hora» (1 Jn
2, 18), en «los últimos días» (2 Tim 3, 1) o «los últimos tiempos» (1 Tim
4, 1); y esto sólo se puede entender si la idea de ultimidad, superando
las categorías cronológicas, se convierte en categoría teológica.
Me viene a la memoria un fragmento de El nombre de la rosa:
« Los predicadores anunciaban el fin de los tiempos, pero los padres
y los abuelos de Salvatore recordaban que no era la primera vez que
esto sucedía, de modo que concluyeron que los tiempos estaban
siempre a punto de acabar»79.
Pues bien, despojando esa afirmación de su toniquete socarrón,
contiene una profunda verdad. Como dice Albert Nolan80, para los
hebreos «conocer el tiempo» no era cuestión de saber fechas, sino
averiguar de qué clase de tiempo se trataba ¿Era tiempo de llorar o de
reír, tiempo de guerra o de paz? (Qoh 3, 1-8) Equivocar el tiempo en
que uno vivía podía ser desastroso Seguir lamentándose y ayunando
en tiempo de bendición era como sembrar en tiempo de cosecha (cfr.
Zac 7, 1-3). El tiempo occidental viene indicado por relojes y
calendarios; el tiempo bíblico, por los profetas, que eran hombres
encargados de hacer saber al pueblo el significado del tiempo concreto
en que vivía, en función de un nuevo acto divino que estaba a punto de
producirse81.
Pues bien, en este sentido estamos en «los últimos tiempos». David
Flusser dice que «entre todos los judíos de la Antigüedad que
conocemos, Jesús es el único que predicó no sólo que el fin de los
tiempos estaba cerca, sino también que ya había empezado la nueva
época de la salvación»82. Parodiando una famosa frase de Marx83,
podríamos decir que a partir de Cristo ha concluido la prehistoria de la
humanidad y ha comenzado su historia.
Y, desde luego, teológicamente ya no esperamos ningún cambio
esencial antes de la parusía. Tanto Tomás de Aquino como
Buenaventura rechazaron la tesis de Joaquín de Fiore sobre la
aparición de una nueva época en la historia de la salvación -la del
Espíritu Santo- apoyándose en que la plenitud del tiempo se ha
manifestado ya de una vez para siempre en Jesucristo84.
En cuanto el momento exacto de la Parusía, más vale no hacer
cálculos que estarán siempre «más cerca de Nostradamus que de San
Juan»85. Jesús fue el primero en prevenirnos contra esa curiosidad.
18. Nuestra tarea
PARUSIA/COMPROMISO CSO/PARUSIA CASUALIDAD-HUMANA
CASUALIDAD-DIVINA
Debemos plantear todavía un último tema: ¿Es necesaria la acción
humana para que llegue el Reino de Dios? Y, si la respuesta fuera
afirmativa, ¿podría ocurrir que el famoso «retraso de la parusía» se
deba a nuestra falta de colaboración?
Así parece suponerlo J. P. Miranda: «La demora de la parusía
-escribe-, que tanto problematizó a la exégesis de nuestro siglo, no es
problema de inerrancia, sino problema de infidelidad»86. Y en términos
parecidos se expresa Teilhard: «Para apresurar la parusía debemos
acabar de hacer el Hombre sobre la Tierra»87; «para que venga el
Reino de Dios es necesario que el hombre conquiste el cetro de la
Tierra»88
En cambio, a otros autores les resultan inaceptables semejantes
formulaciones. Schnackenburg denuncio hace veinte años: «Hay
ciertos modos de expresarse, hoy día muy extendidos, que no han
aflorado a los labios de Jesús: por ejemplo, 'edificar el reino de Dios',
'colaborar en él', 'ayudar a conquistarlo', y otras por el estilo»89. Karl
Barth es mucho más duro: «Donde el reino es visto como crecimiento
orgánico o como en construcción (...) no se trata del reino de Dios, sino
de la torre de Babel»90.
Ciertamente nos avisan de un peligro importante. Sería contrario a la
esencia de la soberanía divina el hecho de que pudiera ser
«construida» o fundada por el hombre. El Reinado de Dios,
necesariamente, tiene que ser obra de Dios.
Ya en el Antiguo Testamento aparece claramente afirmado en el
sueño de Daniel (cap. 7): las cuatro bestias que representan los reinos
terrenos emergen de la tierra, pero el Reino de Dios es traído desde
las nubes del cielo por el Hijo del Hombre. También en el Nuevo
Testamento «la Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, baja del cielo, de
junto a Dios» (Ap 21, 2).
Lo malo es que algunos dedujeron de ahí que, si Dios actúa, el
hombre está dispensado de hacerlo. Lutero, por ejemplo, llegó a la
conclusión de que «Dios lo hará todo a pesar de nosotros» («Restat
igitur in peccatis nos manere oportere et in spe misericordiae Dei
gemere pro liberatione ex ipsis»91). Y Bultmann escribe: «La venida de
la soberanía divina es un acontecimiento maravilloso que acontece sin
la intervención del hombre; únicamente actúa Dios»92.
Y esto es lo que no podemos aceptar. Como dice Luis F. Ladaria,
«no tiene por qué la escatología ser una excepción al principio básico
de afirmación de Dios y del hombre, de la gracia y de la libertad»93.
Los te610gos medievales gustaban decir que «cuando Dios trabaja, el
hombre suda»94.
No se trata, por tanto, de preguntarnos si es Dios o el hombre quien
dirige la historia. Ese «o» es ajeno a la Biblia, que exhorta a actitudes
mucho más sintéticas: «Esperar y acelerar la venida del Día de Dios»
(/2P/03/12).
Las «parábolas del crecimiento» (la del sembrador, la de la simiente
que crece por sí sola, la del grano de mostaza y la levadura, etc.) son
fundamentales para entender la causalidad divina y humana en el
crecimiento del Reino de Dios. En algo coinciden todos los exegetas,
cualquiera que sea la escuela escatológica a la que pertenezcan: todas
esas parábolas deben ser comprendidas a partir de la cultura
precientífica de la época, que en tales fenómenos no veía procesos
naturales, sino misteriosos desarrollos producidos por Dios95. Sin
embargo, sabían de sobra -por muy precientífica que fuera su cultura-
que, si ellos se negaban a sembrar o a regar, Dios no podía producir
sus «misteriosos desarrollos». Seguramente se habrían sentido
perfectamente interpretados por aquella expresión de los
sacerdotes-médicos de Epidauro: «Yo lo vendé, Dios lo curó»96.
Rahner explica la synergía existente entre el hombre y Dios mediante
la noción de konstitutiv97: la causalidad divina pertenece a la propia
constitución de la causalidad finita, pero sin ser por eso un elemento
propio de su esencia, quedando de esta manera a salvo la
trascendencia de Dios. Por konstitutiv entiende aquello que, sin
pertenecer a la esencia de un ser, es absolutamente necesario para
que pueda llevar a cabo su existencia concreta.
Así, pues, la acción por la que Dios edifica su Reino no debemos
considerarla «categorial», porque está ontológicamente incluida en la
causalidad humana. Sería categorial sólo en el caso de que interviniera
en determinados momentos de la historia sin la causalidad creatural,
«a-su-lado» y prescindiendo de ella.
En resumen: Ni es legítimo afirmar que se puede prescindir de la
acción humana ni debemos ignorar que la iniciativa procede siempre de
Dios (la causalidad divina es absolutamente necesaria para la
causalidad humana -dijimos-, pero, dado que no pertenece a su
esencia, debemos esperarla como gracia).
Con un juego de palabras acertado escribe Joaquin Losada:
«Jesús anuncia que el Reino de Dios está cerca, porque, según él, y
este es su mensaje, Dios se ha 'movido', valga la palabra, se ha
acercado a los hombres, y el mundo, consecuentemente, (...) se ha
'conmovido'»98.
Volvamos otra vez a la pregunta inicial: entonces, cuando
contribuimos a perfeccionar la creación, ¿estamos haciendo avanzar el
Reino de Dios? A la luz de todo lo que acabamos de decir, deberíamos
plantearlo más bien al revés: es el Reinado de Dios ya presente -o sea,
la fuerza de Dios actuando en la historia- lo que va cambiando el
mundo. (A través de los hombres, naturalmente. Nunca más
deberíamos plantear como mutuamente excluyentes la acción humana
y la divina).
Sabemos, además, que entre la presencia actual del Reino y su
manifestación plena existirá un momento de discontinuidad que no
supondrá la desaparición de nuestra obra -esa obra que hemos llevado
a cabo con la gracia de Dios-, sino su transformación y plenificación
definitiva. Lógicamente, esa consumación última sólo Dios puede
llevarla a cabo.
Por tanto, al mejorar el mundo no estamos construyendo el Reino de
Dios, pero sí estamos -con Palabras del Vaticano II -«preparando el
material del Reino de los Cielos»99 o, con la formulación mas poética
de Teilhard, «formando la hostia sobre la cual debe descender el
Fuego divino»100.
«Tan cierto es que nosotros construimos lo que se transformará
-escribía Danielou- como falso pensar que trabajamos para su
transformación»101.
LUIS
GONZALES-CARVAJAL
EL REINO DE DIOS Y NUESTRA HISTORIA
SAL TERRAE.Col. ALCANCE 38
SANTANDER-1986
................................
(40)
BOUSSET, Wilhelm, Jesu Predigt im Gegensatz zum Judentum, Göttingen
1892, p. 63.
(41) Cfr. FEINE, P., Theologie des Neuen Testaments, Leipzig 1950, 8ª ed., p.
73.
(42) WERNLE, P., Jesús, Tubingen 1916, pp. 237 ss.
(43) WEISS, Johannes, Die Predigt Jesús vom Reiche Gottes, Góttingen 1900,
2ª ed., pp. 100 ss.
(44) SCHWEITZER, Albert, El secreto histórico de la vida de Jesús, SigloXX,
Buenos Aires 1967, pp. 50-51.
(45) Ibid., pp. 128, 168-169, etcetera.
(46) DODD, Charles Harold, Las parábolas del Reino, Cristiandad, Madrid
1974, p. 55.
(47) SCHWEITZER, Albert, De mi vida y mi pensamiento, Aymá, Barcelona
1966.
(48) SCHWEITZER, Albert, El secreto histórico de la vida de Jesús, pp. 29 y 47.
(49) TEILHARD DE CHARDIN, Pierre, El medio divino, Taurus-Alianza, Madrid
1972, p. 30.
(50) DODD, C. H., op. cit., p. 170.
(51) Ibid., p. 129.
(52) WOLFZORN, Eugene E., «Teoría escatológica de Charles H. Dodd», en
Selecciones de Teología 3 (1964), p. 296.
(53) CONZELMANN, Hans, El centro del tiempo. La teología de Lucas, Fax,
Madrid 1974.
(54) SCHNACKENBURG, Rudolf, Reino y reinado de Dios, Fax, Madrid 1974, 3ª
ed., p. 103. Me he permitido modificar ligeramente la traduccion castellana; el
original alemán dice: «Verheissung, Erfüllung, Vollendung».
(55) JEREMIAS, Joachim, Las parábolas de Jesús, Ed. Verbo Divino, Estella
(Navarra) 1970, p. 277.
(56) DODD, Charles Harold, Interpretación del Cuarto Evangelio, Cristiandad,
Madrid 1978, p. 446, n. 6.
(57) Cfr., por ejemplo, SAN BERNARDO, «De la gracia y del libre albedrío»,
cap. 14, n. 49, en Obras Completas, II. B. A. C., Madrid 1955, p. 971.
(58) VATICANO II, Gaudium et spes, 39 c.
(59) RUIZ DE LA PEÑA, Juan Luis, El último sentido, Marova, Madrid 1980, p.
59.
(60) RUIZ DE LA PEÑA, Juan Luis, La otra dimensión, Sal Terrae, Santander
1980, 2ª ed., p. 141.
(61) BONILLA, Luis, Mitos y creencias sobre el fin del mundo, Escélicer, Madrid
1967.
(62) Véase la tesis doctoral de GRESHAKE, Gisbert, Auferstehung der Toten.
Ein Beitrag zur gegen- wärtigen theologischen Diskussion über die Zukunft der
Geschichte, Essen 1969.
(63) Una sintesis sobre el particular puede verse en HUMBERT, Pierre, «La fin
du monde et la science», en Lumière et Vie 11 (1953), pp. 13-23.
(64) Cfr. Gaudium et spes, 36 y 59.
(65) ALFARO, Juan, «Y de nuevo vendra, con gloria, a juzgar a los vivos y a los
muertos», en Revista Católica Internacional «Communio» 2 (1980), p. 251.
(66) BARTH, Karl, L'Epître aux Romains, Labor et Fides, Ginebra 1972, p. 38.
(67) CONGAR, Yves-M., Jalones para una teología del laicado, Estela,
Barcelona 1963, 3ª ed., p. 104.
(68) Merece la pena leer a COGUEL, Maurice, «Le caractère et le rôle
d'élément cosmologique dans la sotériologie paulinienne», en Rev. Hist. et
Philos.
Relig. 15 (1935), pp. 335-359.
(69) SASSE, H., «Aion», en (Kittel, Gerhard, ed.) Theologisches Worterbuch
zum Neven Testament, 1, Stuttgart 1933, 197-207.
(70) Cfr. Gaudium et spes, 39 y 45; Lumen gentium, 48; etcétera.
(71) BEHM, J., «Kairós», en op. cit. en nota 69.
(72) BOFF, Leonardo, Jesucristo el Liberador. Ensayo de cristología crítica
para nuestro tiempo, Sal Terrae, Santander 1985, 3ª ed., p. 67 (tambien en
Jesucristo y la liberación del hombre, Cristiandad, Madrid 1981, p. 86).
(73) SAGRADA CONGREGACION PARA LA DOCTRINA DE LA FE, «Carta sobre
algunas cuestiones refe. rentes a la escatología», en Ecclesia 1944 (28-VI-1979),
p. 938.
(74) IRENEO DE LYON, Adversus haereses, lib. 5, cap. 36, n. 1 (PG 7, 1221
B-C).
(75) RAHNER, Karl, «Iglesia y parusía de Cristo», en Escritos de Teología,
Vl,
Taurus, Madrid 1969, p. 338.
(76) PINSK J., en (E. von Severus, ed.) Die sakramentale Welt, Dusseldorf
1966, p. 33.
(77) Cfr. DUQUOC, Christian, Cristología, pp. 234 ss.
(78) RUIZ BUENO, Daniel (ed.), Padres Apostólicos, B. A. C., Madrid 1967, 2ª
ed., p. 200.
(79) ECO, Umberto, El nombre de la rosa, Lumen, Barcelona 1983, 7ª ed., p.
227.
(80) NOLAN, Albert, ¿Quién es este hombre?, Sal Terrae, Santander 1981, pp.
121 ss.
(81) RAD, Gerhard von, Teología del Antiguo Testamento, II, pp. 148-156.
(82) FLUSSER. David, Jesús en sus palabras y en su tiempo, Cristiandad,
Madrid 1975, p. 107.
(83) MARX, Karl, Contribución a la crítica de la economía politica, Ed. Alberto
Corazón, Madrid 1978, 2, p. 44.
(84) Cfr. RATZINGER, Joseph, Die Geschichtstheologie des heiligen
Bonaventura, Munich 1959; SECKLER, M., Das Heil in der Geschichte.
Geschichtstheologisc,des Denken bei Thomas von Aquin, Munich 1964.
(85) DANIÉLOU, Jean, El misterio de la historia, Dinor, San Sebastián 1963, 3ª
ed., p. 360.
(86) MIRANDA, José Porfirio, El Ser y el Mesías, Sígueme, Salamanca 1973, p.
195.
(87) TEILHARD DE CHARDIN, Pierre, El porvenir del hombre, Taurus, Madrid
1964, p. 319.
(88) TEILHARD DE CHARDIN, Pierre, Escritos del tiempo de la guerra, Taurus,
Madrid 1967, p. 80.
(89) SCHNACKENBURG, Rudolf, Reino y reinado de Dios, p. 74.
(90) Cit. por GOLLWITZER, Helmut, «La revolución del Reino de Dios y la
sociedad», en Selecciones de Teologia 38 (1971), p. 152.
( 91) LUTERO, Martín, D. Martin Luthers Werke. Kritische Gesattausgabe,
Weimar, vol. 56, p. 266.
( 92) BULTMANN, Rudolf, Teología del Nuevo Testamento, p. 42.
(93) LADARIA, Luis F., «Presente y futuro en la escatología cristiana», en
Estudios Eclesiásticos 60 (1985), p. 357.
(94) Véase el capitulo que titulo precisamente asi en GONZALEZ-CARVAJAL,
Luis, Esta es nuestra fe. Teologia para Universitarios, Sal Terrae, Santander 1985
3ª ed., pp. 101-109.
(95) SCHWEITZER, Albert, El secreto mesiánico de la vida de Jesús, Siglo XX,
Buenos Aires, 1967, pp. 55-58; DODD, Charles Harold, Las parábolas del Reino,
Cristiandad, Madrid 1974, p. 171; JEREMIAS, Joachim, Las parábolas de Jesús,
pp. 182-183.
(96) LÉON-DUFOUR, Xavier (ed.), Los milagros de Jesús según el Nuevo
Testamento, Cristiandad, Madrid 1979, p. 101.
(97) RAHNER, Karl, «La unidad de espíritu y materia en la comprensión de la
fe cristiana», en Escritos de Teologia, VI, Taurus, Madrid 1969, pp. 206-208;
«Consideraciones teologicas sobre el monogenismo», en Escritos de Teologia, I,
Taurus, Madrid 1967, 3ª ed., pp. 317-324; «La cristología dentro de una concepción
evolutiva del mundo», en Escritos de Teologia, V, Taurus, Madrid 1964, pp.
188-193; Curso fundamental sobre la fe, Herder, Barcelona 1979, pp. 150-158;
etcétera.
(98) LOSADA, Joaquín, «Vaticano II: Una Iglesia que intenta entenderse en
función del Reino», en Sal Terrae 66 (1978), pp. 381-382.
(99) Gaudium et spes, 38 a.
(100) LUBAC, Henri de, Blondel et Teilhard de Chardin. Correspondance
commentée, Beauchesne, Paris 1965, p. 43. (Existe una traduccion castellana:
Correspondencia comentada de Blondel y Teilhard de Chardin, Hechos y Dichos,
Zaragoza 1968).
(101) DANIÉLOU, Jean, «La historia marxista y la historia sagrada», en
(Fitzsimons y otros) La imagen del hom- bre, Tecnos, Madrid 1966, p. 168.