¿Qué valor tienen los mártires en una sociedad secular?
 

Por monseñor Julian Porteous


CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 3 junio 2004 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de monseñor Julian Porteous, profesor de teología y obispo auxiliar de Sydney (Australia), pronunciada en la videconferencia mundial sobre «El martirio y los nuevos mártires» organizada por la Congregación vaticana para el Clero (www.clerus.org) el pasado 28 de mayo.


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¿Qué valor tienen los mártires en una sociedad secular?
S.E. Julian Porteous
Sydney



En toda consideración de los temas cristianos en los tiempos actuales, debemos aceptar el hecho de la secularización del pensamiento y de la visión del mundo que impregna la cultura contemporánea. El cardenal Walter Kasper ha señalado la contribución de la fe judeocristiana a la hora de «distinguir claramente y sin ambages entre Dios, el Creador, y el mundo en cuanto creación».

La naturaleza secular de la creación es un bien que implica a todas las personas humanas y por tanto a la sociedad humana. Los primeros capítulos del Génesis demuestran la sublime dignidad de las personas humanas a las que «Dios no da solamente a sus criaturas la existencia, les da también la dignidad de actuar por si mismas, de ser causas y principios unas de otras, y de cooperar así en la realización de su designio». El Génesis sigue relatando la acción de gracias que surge espontáneamente en el corazón humano puesto que el hombre participa en la construcción de la sociedad humana. Abel, el hombre justo, recoge el fruto de su afán y lo ofrece como acción de gracias a su Creador. Su trabajo y su vida están cargados de sentido porque está orientado hacia el Creador.

Pese a que es esencial comenzar por reconocer la bondad de la naturaleza secular de la creación, una antropología correcta exige también que atemperemos esta afirmación con el reconocimiento del misterio del pecado. Caín ofrece su sacrificio con un corazón diferente. Ha apartado sus ojos del centro de su vida, su Creador. Perdiendo de vista a su Creador, Caín, humanidad caída, se pierde de vista a sí mismo. Surge el drama de la ruptura entre fe y moralidad. Muchas personas viven hoy «como si Dios no existiese».

En 1882 Fredrick Nietzche plantea proféticamente en La Gaya Ciencia las cuestiones de cómo debe vivir la sociedad esta moralidad sin fe en un mundo secular en el que «Dios ha muerto»:

¿Qué hicimos cuando desencadenamos la tierra de su sol? ¿Hacia dónde caminará ahora? ¿Hacia dónde iremos nosotros? ¿Lejos de todos los soles? ¿No nos caemos continuamente? ¿Hacia delante, hacia atrás, hacia los lados, hacia todas partes? ¿Acaso hay todavía un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita? ¿No nos roza el soplo del espacio vacío? ¿No hace más frío? ¿No viene de continuo la noche y cada vez más noche?

Al haber matado el misterio de Dios en el hombre, éste descubre sin sospecharlo que al hacerlo ha matado también el misterio de su propia humanidad. Se enfrenta a la falta de sentido, el nihilismo, no sólo del mundo, sino también de su propio yo. Sin embargo, el hombre ha sido creado con una inmortalidad que está impresa en su propia carne. Es éste el tremendo grito de Ireneo en respuesta a los gnósticos: Caro capax dei; ¡carne con capacidad para Dios! El hombre aborrece el vacío. Incluso si la fe y la moral se han quebrado el hombre busca construir una nueva moral para vivir sin sentido en su mundo secular; pero sin un sistema de fe se enfrenta constantemente con los planteamientos de Nietzche que hemos mencionado anteriormente. La moral sin el sustrato de la fe está condenada a terminar en pragmatismo, relativismo y en un inevitable nihilismo.

Este es el problema pastoral que el Papa Juan Pablo considera que es al que se enfrenta la Iglesia de hoy: «Esta separación [de fe y moralidad] constituye una de las preocupaciones pastorales más agudas de la Iglesia en el presente proceso de secularismo, en el cual muchos hombres piensan y viven como si Dios no existiera. Nos encontramos ante una mentalidad que abarca —a menudo de manera profunda, vasta y capilar— las actitudes y los comportamientos de los mismos cristianos, cuya fe se debilita y pierde la propia originalidad de nuevo criterio de interpretación y actuación para la existencia personal, familiar y social».

En Veritatis Splendor el Papa subraya la consecuencia de esta trágica separación de la fe de la moral: la relación entre la libertad y la verdad se convierte en ruptura en el fuero interior de la persona humana. Una vez que «este vínculo esencial entre Verdad, el Bien y la Libertad» queda destruido, el hombre se descubre a sí mismo enfrentado a la dramática posición de Pilatos cuando se pregunta «Qué es la verdad» y actúa como si no existiese esa verdad; se sumerge en una cultura de la muerte y ya no sabe «quién es, de dónde viene y hacia dónde va». Es precisamente en esta experiencia donde el Papa sitúa la misión de la Iglesia para nuestros días y para la salvación del mundo. No hay otra vía que Cristo. La misión de la Iglesia es conducir a la humanidad de vuelta hacia Cristo y así llevar a la humanidad a redescubrir el esplendor de la humanidad.

Es justamente en esta situación de la sociedad secular actual donde se descubre el valor de los mártires. Los mártires se yerguen como testigos de la belleza de la vida vivida según la fe y el bien moral, y por ello, en libertad y según la verdad.

Han habido algunos signos positivos de la aspiración por una vida de fe, bondad y verdad mostrados por los jóvenes en particular. Un ejemplo claro de ello ha sido el cine. En el mundo de lengua inglesa (y más allá de todas las responsabilidades) estos valores eternos se han visto reanimados en los últimos cuatro años a través de la trilogía de Tolkien El Señor de los Anillos estrenada cada año. J. R. R. Tolkien presenta una antropología y teología católicas muy correctas. El mundo de ficción que crea es una historia de salvación. El supremo sacrificio de Gandalf y el arrepentido Boromir reaviva los sentimientos que el joven ha podido experimentar en el pasado rememorando las vidas de los santos y mártires. Ha sido esperanzador ver a tantos jóvenes, incluso a aquellos que no estaban predispuestos a la lectura en la era de los juegos de ordenador, encarar un libro de más de 1.000 páginas con entusiasmo. Esta aspiración de la humanidad, y en particular de los jóvenes, por estos valores espirituales recibió la confirmación de la inesperada respuesta este año con la película La Pasión de Cristo de Mel Gibson. Parece que éste es un tiempo idóneo para la revitalización de la antigua tradición de la Iglesia para presentar y retomar el relato de los Hechos de los Apóstoles.

El tercer domingo de Pascua, 7 de mayo de 2000, el Papa y los líderes cristianos y representantes de otras comunidades cristianas oraron juntos en el sitio donde dieron testimonio los primeros mártires, el Coliseo de Roma, para conmemorar el testimonio de fe en el siglo XX. En aquella ocasión el Papa declaró: «En el siglo y el milenio que acaba de comenzar, el recuerdo de estos hermanos y hermanas nuestros sigue estando vivo. De hecho, ¡que siga siendo fuerte! ¡Transmitámoslo de generación en generación, de modo que de él brote una profunda renovación cristiana! ¡Guardémoslo como un tesoro de inconmensurable valor para los cristianos del nuevo milenio, y que se convierta en levadura para traer a todos los discípulos de Cristo a una total comunión!». Los tiempos que corren parecen apropiados para contarle a esta generación el testimonio de Verdad, Bien y Libertad dado por los mártires del siglo XX y ya del siglo XXI.

El valor de los mártires para la sociedad secular se funda en la convicción de la necesidad de salvación de Jesucristo. Gaudium et Spes ha sentado las bases de la única antropología auténtica en Jesucristo: «En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (n. 22). Para que el hombre y la mujer seglares no pierdan el camino de fe que los reoriente continuamente hacia la fuente y objetivo final, el Creador, revelado en Jesucristo como su Padre.

Una auténtica fe vivida en la verdad es la base para que la humanidad supere en estos días la dicotomía entre verdad y libertad. La lógica de la fe conduce a una vida vivida en la unidad de la verdad y la libertad porque la fe posee un contenido moral. Es precisamente aquí donde el testimonio de los mártires encuentra su valor sublime, como dice el Papa en Veritatis Splendor: «A través de la vida moral la fe llega a ser confesión, no sólo ante Dios, sino también ante los hombres: se convierte en testimonio». El mayor testimonio que se puede dar es el don total de uno mismo. Este es el regalo que cada mártir hace a la humanidad, como testimonio de la verdad de Cristo.

Sin embargo, la palabra «mártir» ha sufrido un cambio en su significado en las últimas décadas. Muy a menudo en los medios de comunicación se asocia el término con el uso del cuerpo humano como arma como por ejemplo con explosivos pegados al cuerpo o mediante algún vehículo dirigido hacia un punto concreto para que explote. Esto lo lleva a cabo la persona en un acto de libertad y a veces también en el nombre de Dios; pero esta libertad no está en conexión de la Verdad. La verdad fundamental es que Dios es Creador y por ello esencial para la vida. Las diez palabras de Vida, el Decálogo, sigue vigente como ley perenne e inviolable del orden moral. El debilitamiento de la relación entre la fe y la moral conduce a la libertad desarraigada de su relación esencial con la verdad. Pese a que los llamados «mártires» modernos usen sus cuerpos como armas para este sacrificio supremo libremente, no se trata de una libertad auténtica. Es un tipo de libertad que esclaviza a la persona humana en su finalidad y lo envuelve en una actitud fundamental de odio que contribuye solamente con la creación de la cultura de la muerte; mientras que el Papa Juan Pablo indica en Veritatis Splendor que «En virtud de esta adoración llegan a ser libres. Su relación con la verdad y la adoración de Dios se manifiesta en Jesucristo como la raíz más profunda de la libertad» (n. 86).

El mártir cristiano hace que la verdad de la persona humana, actuando con libertad auténtica, brille en todo su misterio, dando testimonio del significado nupcial del cuerpo humano. Jesucristo reveló este significado pleno en la Cruz. En vez de usar su cuerpo como arma, lo entregó como un don. Permitió que su cuerpo pusiese fin a la violencia, el odio y el pecado. Permitió que su cuerpo fuese sacramento de reconciliación para toda la humanidad. Ofreció su cuerpo a la humanidad en un impulso de amor y perdón a los enemigos. La resurrección de su cuerpo revela el más elevado llamado de la humanidad. «El testimonio de Cristo es la fuente, modelo y medio para el testimonio de sus discípulos, que están llamados a caminar por el mismo camino: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame” (Lc 9, 23)» (Veritatis Splendor número 89).

En el capítulo 92 de Veritatis Splendor se describen los tres servicios fundamentales que los mártires hacen a su tiempo.

Primero: «En el martirio, como confirmación de la inviolabilidad del orden moral, resplandecen la santidad de la ley de Dios y a la vez la intangibilidad de la dignidad personal del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios. Es una dignidad que nunca se puede envilecer o contrastar, aunque sea con buenas intenciones, cualesquiera que sean las dificultades. Jesús nos exhorta con la máxima severidad: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida?” (Mc 8, 36)».

Segundo: «El martirio demuestra como ilusorio y falso todo significado humano que se pretendiese atribuir, aunque fuera en condiciones excepcionales, a un acto en sí mismo moralmente malo». Lo desenmascara como a una «violación de la “humanidad” del hombre», tanto el victimario como la víctima. Por ello es que da testimonio de la verdad de que una persona sólo consigue la plenitud de la humanidad trascendiéndose a sí misma. Los mártires cargan en sus cuerpos con la muerte de Jesús de modo que los demás, incluidos los perpetradores de un crimen contra ellas, puedan tener la posibilidad del encuentro con la gracia de la resurrección que obtiene la vida a partir de situaciones de muerte.

Tercero: «El martirio es un signo preclaro de la santidad de la Iglesia… Semejante testimonio tiene un valor extraordinario a fin de que no sólo en la sociedad civil sino incluso dentro de las mismas comunidades eclesiales no se caiga en la crisis más peligrosa que puede afectar al hombre: la confusión del bien y del mal, que hace imposible construir y conservar el orden moral de los individuos y de las comunidades».

Hace casi treinta años el Papa Pablo VI indicó que una de las características de nuestra época era que «el hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan —decíamos recientemente a un grupo de seglares—, o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio». Hemos ya indicado que los jóvenes se ven atraídos por historias que relatan la belleza del espíritu humano que lucha por la verdad y la libertad para conquistar el mal con el bien. No necesitamos referirnos a la ficción para alimentar este anhelo del corazón humano. Dios ha dado testimonio de estos valores trascendentes y perennes en nuestros tiempos. Las diversas situaciones, culturas y lugares en las que los mártires de los siglos XX y XXI han dado su testimonio son emocionantes, como es el caso del testimonio ecuménico de aquellos mártires que conforman la herencia común de los católicos, ortodoxos, anglicanos y protestantes.

El reto para la Iglesia es preservar y volver a narrar los acontecimientos de estos mártires modernos con un lenguaje y unos medios que comprometan a la gente de hoy. Todo esto forma parte de la nueva evangelización que «comporta también el anuncio y la propuesta moral».

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