Poema del buen amor


Iniciamos el comentario del profeta Oseas. En el capítulo 2, verso 4, 
da comienzo la historia de un pleito contradictorio entre marido y 
mujer, unidos por el vínculo matrimonial. Estamos ante uno de los 
poemas indudablemente más importantes del AT, que además creó un 
símbolo fecundísimo que penetró con fuerza en el NT y ha sido 
utilizado por muchos autores. Los teólogos parecen haberse olvidado 
un poco de él.
El tema es profundamente humano. Es el simbolismo de un marido 
apasionadamente enamorado de su mujer y traicionado por ella. El 
marido siente los tirones del amor desgarrado, que es dolor profundo y 
al mismo tiempo humillación patente. No pudiendo soportar esa 
situación, el marido humillado quiere quitarse la espina y arrancar el 
dolor para no sufrir más; pero, como el dolor nace del amor, el remedio 
será desarraigar el amor. Si lo logra, ya no sentirá el dolor. Y así 
intenta hacerlo, primeramente por el método del olvido, pero fracasa 
en su intento: no puede olvidar; el recuerdo de la figura amada le 
acompaña a todas partes. Cambia luego de táctica y ensaya el método 
del insulto verbal para ver si los términos del desprecio pueden 
arrancar el amor; y fracasa nuevamente. Porque todas estas tentativas 
son expresiones impotentes de un amor despachado y no sirven más 
que para hacer más presente e intensificar el amor. Nuevamente 
insiste retirándole los dones, impidiéndole el acceso a los amantes, 
pero también este recurso fracasa. Ya no le queda más. Ha hecho 
todo lo posible, pero el amor lo puede todo, es más fuerte que él, y le 
vence en lugar de ser vencido. La única posibilidad que le queda es 
comenzar un proceso de reconquista, cortejándola e intentando 
recuperar el amor perdido.
Es útil recordar aquí los versos del Cantar de los Cantares:

« ... porque es fuerte el amor como la muerte, 
es cruel la pasión como el abismo; 
es centella de fuego, llamarada divina; 
las aguas torrenciales no podrán apagar el amor 
ni anegarlo los ríos» (8, 6-7).

Éste es el esquema del marido ultrajado, del amor no 
correspondido; el poema de un amor mal pagado y, sin embargo, más 
fuerte que la muerte; de una pasión más áspera y dura que el 
abismo.
No sabemos si se trata de una experiencia humana y real del 
profeta Oseas o si nos encontrarnos frente a una ficción poética y 
lírica; pero el resultado no se altera. Hay autores que piensan que la 
historia es la experiencia personal del profeta, y algunos datos del libro 
parecen apoyar esta opinión. De no ser así, nos encontraríamos ante 
un caso en que el poeta utilizó un simbolismo profundamente humano: 
si no es su propio caso, es el caso de otros muchos; y él, como poeta, 
es capaz de recrear en su fantasía y con gran intensidad esa 
experiencia humana.
A-D/OSEAS: Podemos suponer que se trata de una experiencia real 
del profeta. El es un hombre perdidamente enamorado de su esposa, 
la cual le traiciona y engaña. El se debate en esa angustiosa lucha de 
dolor y sufrimiento hasta que un día, de repente y desde arriba, se le 
ilumina su dolor y descubre, reflejado en él, otro dolor más intenso, 
como un cielo muy alto que se refleja en un pozo muy profundo. El 
pozo es su dolor, y lo que en él se refleja es un cielo. En esta 
experiencia suya descubre Oseas un débil reflejo de lo que es la 
realidad de otro esposo que ama a pesar de todo, que no sabe 
no-amar, que no puede desentenderse del amor: es el amor de Dios a 
su pueblo. Con estos elementos y a partir de su experiencia, iluminada 
por la revelación de una realidad más alta, elabora el poeta su poema 
con riqueza de detalles en su desarrollo.
Hay un tercer factor, que es la correspondencia de elementos. 
Yahvé es el esposo, y el pueblo o comunidad es la esposa; los 
amantes son los ídolos. Interviene también el elemento tierra, el 
territorio, porque se da correspondencia entre la comunidad, como 
femenina y fecunda, y la tierra fecunda. Lo hemos indicado al hablar 
de las visiones míticas. Aquí aparece en toda su claridad, y 
reaparecerá en nuevos textos. Por lo tanto, al contrapunto de la 
experiencia humana y la realidad divina se suma una tercera voz, 
también en contrapunto, que es la voz de la tierra con sus frutos, 
referida a la mujer con sus hijos. Dentro de esta correspondencia de 
voces, el juego metafórico puede hacer que unas pasen a ocupar el 
lugar de las otras y aplicar a la mujer cosas que pertenecen a la tierra, 
o a la inversa. Si en las relaciones matrimoniales la mujer da los hijos 
al marido, éste da a la mujer los dones y frutos de la tierra en 
intercambio mutuo.
Otro dato importante es el ambiente religioso en que se compone el 
poema, ambiente de culto a los baales, dioses locales de la fertilidad. 
Es una realidad que se encontraron los israelitas al entrar en la tierra 
de Canaán, frente a Yahvé, Dios de la historia traído por ellos. Los 
israelitas se establecieron como población sedentaria, y convertidos 
en agricultores, practicaron cierto sincretismo religioso: por una parte, 
Yahvé como aglutinante de la unidad étnica ligada a los recuerdos 
históricos; por otra, los baales que protegen en los asuntos agrícolas. 
Un baal es el señor de cada lugar que controla el ciclo de las 
estaciones y asegura las cosechas.
Surge así en el pueblo un sincretismo religioso que permite alternar 
el culto a Yahvé y a los baales. Yahvé es el Señor de la historia, 
reconocido como tal en las fiestas nacionales, y los baales son los 
señores del lugar, invocados a veces en formas femeninas como 
Astarté, Astarot, etc.
Esta simbiosis religiosa es intolerable en la legislación de Israel. 
Dios no admite rivales ni frente a sí ni junto a sí. Dios quiere ser el 
Señor exclusivo de su pueblo; y si el pueblo admite otras divinidades, 
está quebrantando gravemente el primer mandamiento, que exige 
lealtad exclusiva; está faltando a su fidelidad a Dios repartiéndola con 
otras divinidades. Es una infidelidad en sus relaciones con Dios y 
puede considerarse como un adulterio. Se puede expresar en términos 
de juramento de vasallaje quebrantado y, dando un paso más y 
utilizando la metáfora conyugal, se puede hablar de infidelidad.
Fue una realidad contra la que tuvieron que emplearse a fondo los 
profetas. Fue un gran problema, una pesadilla constante, porque el 
pueblo sencillo y agrícola no lograba desprenderse de esa 
superstición popular de diosecillos y amuletos. No se logró extirpar 
hasta el destierro. Esto es muy importante, porque es en este clima 
mental donde nace el poema estableciendo esta identificación: los 
baales son los amantes; el Señor es el esposo, con derechos 
inalienables de fidelidad. Y entra en juego el elemento «castigo de 
Dios». Como los israelitas buscan la fertilidad de sus campos en los 
baales, Dios demuestra que es el verdadero señor de la fertilidad 
negándoles las lluvias, permitiendo epidemias... para hacer ver al 
pueblo que sus baales no dan ni pueden dar nada. Al retirarles sus 
dones, les obligará a comprender que Yahvé es no sólo el Dios de la 
historia, sino también el de la fertilidad.
Este aspecto detecta un clima en el que surge la intuición genial. 
Suministra también muchos datos para el futuro desarrollo y la 
comprensión del gran poema.
Con estos datos se podría leer el texto en toda su riqueza y 
expresividad. Pero debemos apurar más aún otros elementos 
particulares, porque el poema tiene un amplio desarrollo, lo cual nos 
obliga a fijarnos en las diversas secciones y en la composición.
El poema está dividido en forma de díptico, en dos grandes 
cuadros, cada uno de los cuales tiene, a su vez, diversas escenas o 
planos. El corte está en el verso 16. Es también un corte violento, dato 
importante para captar la construcción de todo el poema.
Un dato interesante es el proceso formal, que de alguna manera 
contradice esta construcción que hemos expuesto; y consiste en que 
en la primera parte leemos dos veces la fórmula hebrea «por tanto», 
«pues bien». Los versos 8 y 11 comienzan con esa fórmula: pues bien, 
voy a vallar el camino (v. 8); por eso, i.e., pues bien -en hebreo es la 
misma partícula (v. 1l). En el verso 16 la partícula «por tanto» podría 
sustituirse por «pues bien». Pero el tercero es completamente 
incongruente, no responde de ninguna manera a los anteriores, sino 
que es lo contrario: se crea un movimiento; uno se deja llevar por él y, 
cuando llega al tercero, se encuentra con que ese movimiento se 
invierte inesperadamente.
La primera parte es un pleito: el marido va a poner pleito a su 
mujer, y lo hace por medio de procuradores. Hacerlo él mismo 
personalmente le da vergüenza, y envía a sus hijos para que entablen 
el pleito con la esposa. Podemos optar por una división de este primer 
cuadro del díptico: primero desde el verso 4-6; y luego del 7-9 y del 
10-15.

«Pleitead con vuestra madre, pleitead, 
que ella no es mi mujer ni yo soy su marido, 
para que se quite de la cara sus fornicaciones 
y sus adulterios de entre los pechos; 
si no, la dejaré desnuda y en cueros, 
como el día en que nació; 
la convertiré en estepa, 
la transformaré en tierra yerma, 
la mataré de sed. 
De sus hijos no me compadeceré, 
porque son hijos bastardos» (/Os/02/04-06).

Este es el comienzo del poema, en forma jurídica de declaración de 
divorcio, ruptura del matrimonio. Es una acción judicial. No es un pleito 
de reconciliación, al menos por ahora, sino un pleito bilateral en el que 
se va a llegar al rechazo, quedando claro que la culpable es ella. 
Existen datos, hay pruebas evidentes de que la culpable es ella, y el 
marido ultrajado va a tomar contra ella la decisión última de romper. 
Pero, en vez de presentarse él personalmente al pleito, encarga el 
asunto a sus hijos, para que sean ellos los que le representen. La 
primera fórmula es ya una fórmula jurídica: todo ha terminado, todo 
está roto: ella no es mi mujer ni yo soy su marido. Es la fórmula 
contraria a la fórmula matrimonial: ésta es mi mujer y yo soy su marido. 
Aquí sucede lo contrario. Y entonces preguntamos: si todo ha 
terminado jurídicamente, ¿por qué envía a sus hijos? ¿Qué le importa 
que ella acabe o no con las fornicaciones y adulterios? Si todo ha 
terminado, nada de lo que haga ella le afecta directamente a él. Los 
hijos pueden notificar la declaración de divorcio, lo más breve posible, 
y nada más. Y si todo está roto y todo ha acabado, ¿qué significan 
esas amenazas?
Sorprendemos al principio ya esta incoherencia: quiere y no quiere. 
Envía a los hijos para ver si ellos logran lo que él no ha logrado. Los 
hijos pueden conmover a esa mujer, que se ha olvidado del amor 
primero para entregarse a los amantes. Por eso añade una petición: 
que se quite las fornicaciones y adulterios. Y luego una amenaza: si no 
lo hace... Pero esta amenaza es condicional y significa que no todo ha 
terminado. La amenaza introduce el tema de la tierra y el castigo de 
las adúlteras a pública vergüenza. Es el tema de contenido humano. 
Con la exposición a pública vergüenza queda una mujer deshonrada, y 
este hecho puede facilitar al marido el verse libre de ella.
Como elemento correlativo entra también el tema de la desnudez de 
la tierra. La tierra se viste de mieses y se adorna con frutos, pero 
queda desnuda al verse privada de ellos. Con este despojo se siente 
la tierra pobre, triste, seca hasta morir de sed. Lo que en la tierra 
sucede metafóricamente se da en la mujer deshonrada de manera 
real. Hay una superstición, especie de contrapunto de diversas voces, 
entre la mujer deshonrada y la tierra seca.
¿Qué significa en el poema todo eso de dejarla desnuda, 
convertirla en estepa y no compadecerse de sus hijos? Es la 
correspondencia entre la comunidad y los miembros de esa 
comunidad. Si hablamos de una comunidad podemos expresarnos en 
términos de madre, y a los miembros de esa comunidad podemos 
designarlos como hijos de esa madre. Si la madre es adúltera, los hijos 
son bastardos. Hay, por tanto, una incoherencia lógica, pero no 
poética: los hijos que van a pleitear con la madre son hijos bastardos, 
producto de una mezcla de amores cuyos amantes son los baales.
El desarrollo que viene en la segunda parte evidencia que no todo 
ha terminado:

«Sí, su madre se ha prostituido, 
se ha deshonrado la que los engendró.
Se decía: Me voy con mis amantes, 
que me dan mi pan y mi agua, 
mi lana y mi lino, mi vino y mi aceite.
Pues bien, voy a vallar su camino con zarzales 
y le voy a poner delante una barrera 
para que no encuentre sus senderos.
Perseguirá a sus amantes y no los alcanzará, 
los buscará y no los encontrará, 
y dirá: Voy a volver a mi primer marido, 
porque entonces me iba mejor que ahora» (/Os/02/07-09).

Queda ahí reflejada la actitud de la esposa en función de estímulo y 
unas medidas del esposo como respuesta para conquistarla de nuevo. 
La esposa ha llegado al punto de atribuir a los baales, sus amantes, 
todo cuanto posee: mi pan, mi vino, mi lana, mi trigo, mi aceite: todo es 
mío como don de los amantes. En esta expresión hay dos aspectos: 
primero, el atribuir sus posesiones a los falsos dioses; segundo, el 
carácter venal del amor. Le interesan los dones más que los amantes. 
¿Ama realmente? ¿Ha abandonado al marido por otro amor o por 
unos regalos? Su proceder es interesado y erróneo. Si el marido logra 
cortarle el acceso a los amantes, puede encontrarse ella sola y pobre. 
Entonces quizá piense en volver con el marido. Es una táctica 
amorosa: «Voy a vallar sus caminos... para que no encuentre a sus 
amantes». Es la misma fórmula que se lee en los Cantares: «lo busqué 
y no lo encontré» (3, l). Como la infiel se muestra interesada, el marido 
piensa en ganarla por interés. No volverá ella por amor pleno, pero es 
una posibilidad de no perderla. Ella pensará: voy a volver con mi 
primer marido, porque entonces me iba mejor que ahora; entonces 
tenía algo, ahora no me queda nada. Será por interés, pero al marido 
le basta con que vuelva.
Pero no vuelve. Si la primera táctica ha fallado, habrá que ensayar 
la otra táctica, más violenta, del castigo: 

«Ella no comprendía que era yo quien le daba 
el trigo y el vino y el aceite, 
y oro y plata en abundancia. 
Por eso le quitaré otra vez 
mi trigo en su tiempo y mi vino en su sazón; 
recobraré mi lana y mi lino, 
con que cubría su desnudez» (/Os/02/10-11).

Según la legislación del Éxodo, el marido tiene que dar habitación, 
alimento y vestido a su mujer. Retirarle esos dones es un castigo para 
que comprenda que son del marido y no de los amantes. Dios sigue 
siendo el esposo, los baales son los amantes. Al castigo de retirarle 
los dones sigue una consecuencia afrentosa: exponerla a pública 
vergüenza, despojada de la lana y el lino con que se cubría. Hasta sus 
amantes se burlarán de ella:

«Pondré fin a sus alegrías, sus fiestas, 
sus novilunios, sus sábados 
y todas sus solemnidades.
Arrasaré su vid y su higuera, de las que decía:
son mi paga, me las dieron mis amantes.
Las reduciré a matorrales 
y las devorarán las alimañas.
La tomaré cuentas de cuando 
ofrecía incienso a los baales 
y se endomingaba con aretes y gargantillas 
para ir con sus amantes, olvidándose de mí 
-oráculo del Señor» (/Os/02/13-15).

El castigo ha sido aplicado progresivamente en dos tiempos, 
quitándole todos los bienes y dejando ver su desnudez. Han 
intervenido el elemento «tierra» -arrasaré su vid y su higuera- y el 
elemento «fiestas» .
Las fiestas marcan y celebran en Israel el fruto del trabajo y el fin de 
las cosechas, sobre todo la fiesta de las semanas (Pentecostés) y la 
fiesta de las chozas, como colofón de la vendimia. Son fiestas de tipo 
agrario en las que se celebra el gozo de la cosecha y se dan gracias 
por los dones en alegría compartida. Son días de cita y de encuentros. 
Si a la esposa infiel se le retiran sus dones y sus fiestas, todo habrá 
acabado para ella: el lujo, la exhibición provocativa, la alegría... Si no 
ha vuelto al encontrar vallados los caminos hacia sus amantes, quizá 
lo haga al verse privada de todo.
Mirando hacia atrás, no hay más que olvido por parte de ella; y 
donde hay olvido, el amor ha terminado; por parte de él, ha acudido al 
castigo último, que equivale a declarar: le retiro todo, porque ella no es 
mi esposa ni yo soy su esposo Todo ha terminado.
Aquí podría poner punto final el poeta a su poema. Lógicamente, 
aquí debería terminar; pero la lógica del poema no es la lógica del 
amor. Si la esposa infiel logra olvidar, el esposo enamorado no lo 
consigue; si ella no cambia con las tácticas empleadas contra ella, el 
que tendrá que cambiar es él. Tendrá que confesar abiertamente lo 
que oculta y pasar, de un amor despachado, a un amor comprensivo y 
generoso como en los comienzos del primer amor. No puede seguir 
rechazando con despecho un amor olvidadizo ni vengarse de un amor 
infiel. A la vista del fracaso de sus tentativas, tendrá que inventar otras 
nuevas de signo contrario para reconquistar el primer amor. Se 
encargará de hacerlo él mismo personalmente en lugar de 
encomendarlo a los hijos; a las amenazas seguirán los requiebros y, 
en vez de pleitear, preferirá cortejar solícito. Si ella no cambia, tiene 
que cambiar él. Pero lo que cambia es únicamente su táctica, porque 
lo que él descubre y tiene que confesarse a sí mismo es que no sabe 
ni puede dejar de amar. Por eso emprende algo radicalmente nuevo: 
¡Voy a ganármela otra vez! Voy a renovar las tácticas para enamorar 
empleadas en los años jóvenes del primer amor según este proceso: 
él y ella, llamada y respuesta (16-17); ella y él, dándole el título de 
esposo (20-22); alianza con los animales y boda nueva, ciclo de 
fertilidad y nombre de los hijos (23-25).

«Por tanto, mira, voy a seducirla 
llevándomela al desierto y hablándole al corazón.
Allí le daré sus viñas, 
y el Valle de la Desgracia 
será Paso de la Esperanza. 
Allí me responderá como en su juventud, 
como cuando salió de Egipto» (/Os/02/16-17) 

Va a comenzar la tarea ingeniosa de seducirla, en el sentido de 
cortejaría y ganarla por amor. La va a llevar al desierto, lugar de 
soledad y del primer amor. Y allí, en la soledad sin testigos, provocará 
añoranzas de lugares y de fiestas. Puede ser que quede, latente y 
vivo, un rescoldo de amor que se avivará a la brisa del recuerdo, hasta 
prender en llamarada nueva.
El desierto es también un lugar de soledad. No habrá dones, 
porque no se trata inicialmente de fomentar un matrimonio de interés. 
Se trata de provocar el amor a la persona y no a los dones, en 
intercambio dialéctico de amor. Tomará la iniciativa el esposo 
hablando al corazón en soledad. Los dones vendrán después, y el 
Valle de la Desgracia se convertirá en el Paso de la Esperanza. ¿A 
qué alude esta expresión concreta?
En el capítulo 7 del libro de Josué se habla de un personaje 
llamado Acán que robó los dones consagrados a Dios, provocando 
con ello la derrota de Israel. Fue condenado a morir lapidado. Dio su 
nombre al Valle de Acor o de la Desgracia. Sucedió poco después de 
la conquista de Jericó. Con la renovación, el Valle de la Desgracia se 
va a convertir en Paso de la Esperanza. Se expresa en el texto hebreo 
esta transformación por un juego de palabras imposible de traducir en 
paralelo a otras lenguas actuales. «Desgracia» y «esterilidad» son 
palabras de sonidos afines en hebreo, y la palabra «esperanza» 
suena casi como «alberca». Viene a expresar la esperanza de que el 
valle árido y estéril se transformará en puerto de alberca que riega y 
fecundiza. Lo medular de la alusión consiste en la vuelta a lo antiguo 
mediante la transformación que se espera. Con esa conversación en 
la soledad va a llegar al corazón de la esposa, y ella responderá como 
en su juventud, cuando salió de Egipto. Ya está en marcha el diálogo 
de amor, que es nuevo, pero es como el amor primero. Porque, 
cuando salió de Egipto, tuvo lugar el encuentro del Sinaí y el 
compromiso mutuo. Con esta nueva táctica, que renuncia a la 
venganza y al despecho para utilizar el amor generoso que perdona, 
va a conseguir vencer. Es su primera victoria.

«Aquel día -oráculo del Señor-
me llamarás Esposo mío, 
ya no me llamarás Ídolo mío.
Le apartaré de la boca los nombres de los baales, 
y sus nombres no serán invocados» (/Os/02/18-19).

Continúa el diálogo, y ahora es ella la que habla. Nos encontramos 
con un nuevo juego de palabras que hemos procurado de alguna 
manera reproducir con la expresión antitética «esposo mío y no ídolo 
mío». En el lenguaje amoroso, al menos del castellano antiguo, entre 
los términos más socorridos se usaba el verbo idolatrar. Quedan, por 
tanto, en nuestro idioma vestigios lingüísticos de la expresión hebrea. 
Los términos hebreos de ba'al y îs pueden significar, indistintamente, 
«marido». Porque ba'al significa «señor», aplicado en castellano 
antiguo al esposo, como a la esposa se la llamaba señora. Pero ba'al 
es, además, el dios de la fertilidad. El juego consiste en que la palabra 
ba'al, señor mío, tiene que ser eliminada para evitar el equívoco de 
interpretarla en sentido de «ídolo». San Jerónimo observó y distinguió 
bien este matiz en su bello comentario a los profetas menores. «Ya no 
me llamarás ídolo mío, me llamarás señor».
Sigue el tercer fragmento, que es una alianza con los animales para 
establecer una paz previa a los esponsales:

«Aquel día haré para ellos una alianza 
con las fieras salvajes, 
con las aves del cielo 
y los reptiles de la tierra.
Arco y espada y armas romperé en el país, 
y los haré dormir tranquilos.
Me casaré contigo para siempre, 
me casaré contigo a precio de justicia y derecho, 
de afecto y de cariño. 
Me casaré contigo a precio de fidelidad, 
y conocerás al Señor» (/Os/02/20-22).

Esta alianza de Dios con los animales, en favor de ellos, se refiere a 
todo lo que puede ser salvaje y peligroso. A medida que avanza la 
civilización se retiran los animales peligrosos. Pero la configuración y 
escasa densidad de población en Israel facilitaba este peligro para los 
animales domésticos e incluso para el hombre. Y en paralelo con ese 
peligro está la forma tradicional del hombre como peligro para el 
hombre, que es la guerra. Pero Dios va a establecer un reino de paz 
con los hombres y los animales. Es una preparación para el gran 
momento de la celebración de los esponsales.
Ya no existe entre nosotros la práctica de esa institución con validez 
jurídica. Entre los israelitas la celebración de los esponsales confería 
la mutua pertenencia con validez jurídica. Venía luego la boda con 
derecho a cohabitación, que podía celebrarse años después de los 
esponsales. Es costumbre de la época. Y observa S. Jerónimo que los 
esponsales exigían normalmente el estado de virginidad en la joven, y 
que el esposo tenía derecho a reclamar si comprobaba no ser así. San 
Jerónimo depende de otros autores. Nosotros hemos traducido «me 
casaré contigo», por no tener en castellano el mismo concepto de 
esponsales en cuanto institución jurídica. Puede resultar difícil hacerlo 
comprender; por eso hemos preferido en nuestra traducción el término 
que indica ya la relación plena. En el original se repite tres veces: «me 
casaré contigo para siempre; me casaré contigo a precio de justicia y 
de derecho, de afecto y de cariño; me casaré contigo a precio de 
fidelidad, y conocerás al Señor».
Hemos insistido en que los esponsales eran un acto jurídico: era 
como ceder a la novia mediante la entrega de una dote a sus padres 
por los padres del novio, en especie o en dinero. Hay tribus en África 
donde se sigue practicando este uso ancestral. Lo mismo puede existir 
entre nosotros en forma solapada: existen unos convenios previos en 
los que se acuerda quiénes van a poner la casa, quiénes el ajuar... En 
Israel se hace un contrato con testigos: ella le pertenece a él; y, si 
tiene relaciones con otros, es adúltera.
Especialmente importante es el tema de la dote: él se va a desposar 
con ella y tiene que pagarla. Ha empezado a cortejaría, ella ha dicho 
que sí, y es necesario formalizar el contrato nuevo. ¿Cuál va a ser el 
precio de esta boda? Se pagará primero a precio de justicia y de 
derecho. Son las exigencias del vínculo: yo tengo derecho al amor 
exclusivo y te doy los derechos que puedas tener. A esta cláusula 
jurídica sigue la cláusula del pago a precio de afecto y de cariño, que 
no es jurídico. Los dones provocaron en otra época el interés; ahora 
los dones serán de afecto y de cariño. Este será el gran precio de la 
boda. Y como el afecto puede ser una pasión que se inflama y apaga, 
se añade un tercer pago: a precio de fidelidad estable. Ella es 
completamente de él.
El esposo pone la justicia y el derecho, el afecto y el cariño. Pero 
¿responde ella en los mismos términos? El texto no lo dice. Son los 
autores posteriores quienes lo desarrollan ampliamente. También ella 
tiene que responder con afecto y cariño, respetando el derecho y la 
justicia, guardando la fidelidad. Hecho esto, se añade un verbo, 
ambiguo en su polisemia, que hemos traducido por «conocerás al 
Señor». Es el verbo yada', que significa tratar, conocer y reconocer, y 
puede tener un significado sexual: el hombre conoce a su mujer, y la 
mujer conoce a su marido. Es un verbo utilizado frecuentemente en 
esta acepción. En sentido religioso, se aplica al conocimiento de Dios: 
el hombre tiene que conocer y reconocer al Señor. Es un uso 
frecuente y aparece en Oseas. Estos dos elementos están sonando en 
la misma palabra con posibilidad ambigua. Si, saliendo del tema 
teológico, entramos en un contexto matrimonial, cualquier lector que se 
encuentre con el verbo yada' percibe inmediatamente la doble 
posibilidad. Por eso, otra traducción posible es «te penetrarás del 
Señor, te impregnarás de Dios». Este es el juego permitido al poeta 
israelita, concentrando densidad en este término.
Llegados a este punto, hemos llegado al final: él la ha cortejado, la 
ha ido ganando, le ha ido dando sus dones. Ella, por su parte, 
empieza a responder, aprende, se olvida de los baales, sus amantes, 
para pensar sólo en él. Se celebra el acto jurídico, y luego la unión 
conyugal. Llega entonces, a manera de epílogo, la última pieza, que es 
el ciclo de la fertilidad, anteriormente interrumpido.
Este ciclo empieza por el cielo y desciende hasta los frutos, pero el 
autor lo ve en sentido contrario: los frutos reclaman la tierra-madre, la 
tierra pide lluvia, etc. Hay un engranaje perfecto en esta cadena de 
llamadas y respuestas . Se establece el ciclo de fertilidad de la tierra y, 
paralelamente, el ciclo de fecundidad de la familia y de los hijos, ahora 
ya con nombres legítimos. Es la consecuencia final: al matrimonio 
siguen los hijos y la fertilidad de la tierra:

«Aquel día escucharé -oráculo del Señor-,
escucharé al cielo, éste escuchará a la tierra, 
la tierra escuchará al trigo y al vino y al aceite, 
y éstos escucharán a Yezrael.
Y me la sembraré en el país,
me compadeceré de Incompadecida 
y diré a No-pueblo-mío: Eres mi pueblo, 
y él responderá: Dios mío» (/Os/02/23-25).

Hay en este gran poema de Oseas otros elementos. Interesa ahora 
subrayar que se trata de un gran poema de amor mal pagado, pero 
invencible. Dios no puede ni sabe dejar de amar, el amor le domina. 
Por eso inventa nuevas tácticas para ganarse al hombre como pueda. 
Los Santos Padres hacen notar incluso la humillación de Dios, amante 
que se humilla y pasa por cualquier vergüenza con tal de recobrar el 
amor de ella. Es importante el aspecto de la total gratuidad del amor: 
ella no ha hecho méritos, ella se ha olvidado; pero Dios no se olvida.
Este ejemplar poema de meditación es un pleito de reconciliación, 
un poema del buen amor. Nosotros lo hemos titulado «el buen amor, 
pleito y reconciliación», porque él no necesita reconciliarse, pero 
necesita reconciliarla a ella consigo mismo.
Literariamente, es un poema culminante en todo el AT. Tiene 
además, la nueva función de crear e introducir un símbolo rico y 
humano para hablar de las relaciones de Dios con el hombre. No todo 
se agota en la Alianza. En la literatura profética es, quizá, más 
frecuente y más importante el símbolo conyugal que el símbolo político 
de la Alianza soberano-vasallo. El desarrollo de este tema es 
imprescindible para penetrar en el núcleo de la teología del AT. Aquí 
presentamos un ejemplo importante al comienzo de la profecía, porque 
Oseas es uno de los primeros profetas escritores.
Y pasamos ya al final de la profecía, en el capítulo 14:

«Conviértete, Israel, al Señor tu Dios, 
que tropezaste en tu culpa.
Preparad vuestro discurso y convertíos al Señor; 
decidle: 'Perdona toda nuestra culpa, 
acepta el don que te ofrecemos, 
el fruto de nuestros labios.
Nuestra salvación no está en Asiria, 
ni en montar a caballo; 
no volveremos a llamar dios nuestro 
a las obras de nuestras manos; 
en ti encuentra compasión el huérfano'.
Curaré su apostasía, los querré sin que lo merezcan, 
mi cólera ya se ha apartado de ellos. 
Será rocío para Israel:
florecerá como azucena y arraigará como álamo; 
echará vástagos, tendrá la lozanía del olivo 
y el aroma del Líbano; 
volverán a morar en su sombra, 
revivirán como el trigo, 
florecerán como la vid, 
serán famosos como el vino del Líbano.
Efraín, ¿qué tengo yo que ver con las imágenes? 
Yo contesto y miro. Yo soy abeto frondoso: 
de mí proceden tus frutos» (/Os/14/02-09).

Es parte de un acto penitencial, no de una liturgia penitencial, 
porque no se celebraba litúrgicamente. La denuncia de la culpa se ha 
leído ya en capítulos precedentes. Tras la denuncia viene la invitación 
del profeta a la conversión, y ésta introduce la respuesta del pueblo, 
que es confesión de la culpa, petición de perdón y propósito de 
enmienda. A esa respuesta del pueblo contesta nuevamente Dios 
otorgando el perdón en términos de olvido mirando al pasado, y en 
términos de restauración de cara al futuro. Se expresa con imágenes 
vegetales de fecundidad, frutos, crecimiento... Así está estructurado el 
poema.
En el original hebreo es muy importante el juego del verbo sub 
(volver). Pero «volver» puede significar la infidelidad de quien vuelve 
para marcharse de nuevo, o la fidelidad de quien vuelve para 
permanecer. Hay siempre un cambio de dirección, como cuando Dios 
está airado y cesa en su cólera. Entonces vuelve, da marcha atrás, 
pasa de la cólera al amor. Y hay otro verbo, yaghab, que suena muy 
parecido al anterior y significa «habitar». Puede entenderse también 
como una vuelta a Dios o regresar a la patria para habitar en ella. Es 
imposible detectar esta fuerza expresiva y lúdica de los verbos fuera 
del texto original hebreo. La frase se carga de concentración por la 
repetición de la palabra en sentidos diversos.
LEER-VOZ-ALTA/AG: Hay que señalar otro dato que sólo funciona 
en el original y gusta mucho a los hebreos, más concretamente a los 
profetas. Estos poemas y oráculos se pronunciaban en voz alta. 
Escribir o leer en voz baja es un invento tardío. Todavía S. Agustín 
habla de una visita a S. Ambrosio, a quien encontró en su escritorio 
leyendo un libro. Dice: era muy extraño, porque estaba leyendo, pero 
no se oía nada; pero si lo hacía así Ambrosio, varón tan docto, sus 
razones tendría para ello. Por tanto, Agustín queda extrañado ante el 
hecho de que un hombre esté leyendo en voz baja.
Leer, en el antiguo hebreo, significa gritar, clamar; en la antigüedad 
no se leía en voz baja; de hecho, apenas se leía. No existían libros 
impresos, y la cultura se transmitía oralmente y de manera repetitiva. 
Este hecho desarrollaba una gran sensibilidad acústica para el ritmo, 
la sonoridad ... : factores que significaban mucho. Un asiduo del teatro 
y entendido en sus técnicas valora los detalles de dicción, 
declamación, etc. Pero quien lee en voz baja, sobre todo la poesía, 
desvirtúa notablemente el encanto del lenguaje poético. Equivale a 
leer una partitura musical mentalmente. Sólo el gran creador percibirá 
en su fantasía los sonidos matizados de los diversos instrumentos. Los 
no dotados necesitan la sonoridad de la ejecución por parte de la 
orquesta. La poesía antigua, la hebrea en concreto, era así: ejecución 
de una partitura musical.
Los hebreos disfrutaban especialmente con los juegos de palabras, 
con las alusiones o interpretaciones irónicas o maliciosamente 
equívocas. Se cantan, v.gr., las glorias de Salomón, y se dice que fue 
rey de Salom (la paz), que escribió muchos masalim (proverbios) y que 
tenía un gran sulhan (mesa)... Todas esas palabras forman una 
especie de juego sonoro en torno al nombre de Salomón para cantar 
sus glorias.
El poeta Oseas explota la palabra Efraín, que viene de la raíz para y 
significa fructificar, multiplicarse, semejante al sonido parah (florecer o 
dar fruto; y, aplicado al hombre, tener descendencia).
Aquí, rapá significa curar; y puesto en primera persona, tiene un 
sonido muy semejante. El autor está rizando el rizo con ingeniosos 
juegos de fonemas en torno al término central de Efraín para que al 
final este nombre sea realmente lo que significa: fecundidad. A este 
intento confluyen imágenes vegetales de flores y frutos. Es algo a lo 
que no estamos acostumbrados, pero que en hebreo funciona muy 
bien; y el comentarista, consciente de su papel, tiene que llamar la 
atención sobre estas modalidades lingüísticas. La traducción no puede 
hacerlo, porque el lector moderno no capta estos juegos, incapacitado 
para comprender las cosas que no se llaman más directamente por su 
nombre.
Lo que nosotros interpretamos como un juego psicolingüístico no es 
ningún juego para el poeta. El se guía por el principio omen-nomen: en 
el nombre está inscrito el destino. Si Efraín significa fecundo, tiene que 
ser así. Sólo por la renuncia al destino se pierde el derecho al nombre, 
porque éste se identifica con aquél. Jerusalén significa la ciudad de 
paz: «Si supieras lo que es para tu paz ... » Pero, por no reconocer la 
paz que es su destino, inscrito en su nombre, dejará de ser ciudad. Es 
un hecho repetido. Para ellos no se trata de un puro juego o capricho, 
sino de un análisis del destino inscrito en el nombre.
Por tanto, la primera parte es una consecuencia de la denuncia de 
los pecados: conviértete, Israel, al Señor tu Dios, que tropezaste en tu 
culpa (v. 2). Las culpas han sido denunciadas. Ha llegado el momento 
en que no se puede disimular, y sólo queda reconocer, convertirse y 
volver a Dios, lo cual les permitirá volver a la patria para habitar en 
ella. Dios, por su parte, cambiará de actitud y volverá a ellos. 
«Preparad vuestro discurso y convertíos al Señor; decidle: Perdona 
del todo nuestra culpa; acepta el don que te ofrecemos, el fruto de 
nuestros labios» (v.3).
Hay aquí una confesión pública con petición de perdón. Son los 
elementos clásicos de la conversión. Así lo encontramos en el salmo 
51: 

«Misericordia, Dios mío, por tu bondad, 
por tu inmensa compasión borra ni¡ culpa. 
Lava del todo mi delito...
pues yo reconozco mi culpa».

Lo puede decir cada uno, o puede hacerlo el mediador en nombre 
de todos. Aquí el mediador les va apuntando lo que tienen que decir a 
Dios: perdona nuestra culpa, acepta el fruto de nuestros labios. El 
fruto es Efraín. Va a ser un fruto amargo, fuera de sazón, pero 
necesario. ¿Cuál es el fruto de los labios? No la alabanza, sino la 
confesión.
A la confesión acompaña el propósito de enmienda con cambio de 
conducta. Se expresa en los versos antes citados: «No podrán 
salvarnos ni Asiria ni nuestro poderío militar ni las obras de nuestras 
manos. Sólo en ti encuentra compasión el huérfano».
El delito de Efraín ha consistido en una doble idolatría que le ha 
apartado de Dios haciéndole correr tras los ídolos. Uno de estos ídolos 
es el poderío político-militar, la gran potencia Asiria o el propio ejército. 
En ellos han puesto la confianza, porque Dios queda muy distante en 
el cielo, y lo que cuenta en la tierra es el poder.
El pecado de idolatría es denunciado y fustigado sistemáticamente 
por los profetas. Siguen existiendo los ídolos en diversas formas, 
aunque nos olvidamos de ello. Hay que desenmascararlos y 
denunciarlos. Son el poder político, el poder del dinero, el poder de la 
mentalización o de los usos en boga...
Otra clase de ídolos son las obras de las propias manos, hechura 
de manos humanas, dioses manejables y utilizables: puede ser la 
piedra pulida, la madera tallada chapeada de oro, o cualquier otra 
creación humana que aparta de Dios y pide culto de adoración... Ya 
no volveremos a llamar dioses a las obras de nuestras manos 
colocándolas en un nicho para inclinamos ante ellas y ofrecerles 
víctimas y sacrificios.
La alternativa se encuentra en un verso extraño que algunos 
autores han tachado para soslayar cómodamente la dificultad y que 
dice: En ti encuentra compasión el huérfano.
¿En qué sentido puede ser alternativa? Esos ídolos 
-organizaciones, instituciones, obras manuales- no puede realmente 
salvar a fondo. Son, además, despiadados en exigir e impotentes en 
ayudar. El Dios de Israel, por el contrario, es esencialmente salvador, 
no por méritos o derechos del hombre, sino porque él se compadece 
de los débiles. Salva por pura compasión, no por méritos del hombre ni 
por los dones que reciba.
Por compasión sacó Dios de Egipto a su primogénito. Moisés 
transmite al Faraón esta orden de Dios: te ordeno que dejes salir a mi 
hijo para que me sirva; si te niegas a soltarlo, yo daré muerte a tu hijo 
primogénito (Ex 4,23). Y también en Oseas 1 1, 1: cuando Israel era 
niño, lo amé, y desde Egipto llamé a mi hijo.
Ese primogénito, querido y rico, ha descendido ahora a la categoría 
sociológica de huérfano sin amor. Dios lo ha castigado y se ha 
desentendido de él por un tiempo, y este pueblo huérfano sufre de 
falta de Dios, añora su protección. Israel es un niño amenazado cuya 
vida peligra por culpa propia. Sólo le queda apelar a la compasión. Y 
es precisamente la compasión por el huérfano lo que define a Dios. 
Israel, en otro tiempo hijo primogénito, es ahora un huérfano en la 
historia. ¿A quién puede acudir o qué dones puede dar un huérfano? 
No puede ofrecer nada, fuera de su desgracia. ¿Habrá alguien que se 
apiade de este huérfano? Hay un Dios que es esencialmente 
compasivo del huérfano. El remedio está en él: en ti encuentra 
compasión el huérfano.
Hemos acudido a Asiria, porque nos sentíamos débiles; hemos 
buscado una caballería propia para paliar nuestra debilidad; nos 
hemos fabricado nuestros ídolos en busca de ayuda. Todo ha sido en 
vano. La ayuda necesaria está en un Dios compasivo como el nuestro. 
Renunciamos, pues, a los ídolos para volver a él.
Encontramos aquí todos los datos: arrepentimiento, confesión de la 
culpa, petición de perdón y enmienda. Dios contesta otorgando su 
perdón, aceptando la reconciliación con todo lo que pide el nombre de 
Efraín: producir flores y frutos -pará-peré-, quedar bien instalado y 
arraigado en la tierra, porque Dios va a volver, de la ira y el abandono, 
a la compasión y protección: curaré su apostasía.
La apostasía es una enfermedad que debilita por dentro y hay que 
curarla. Dios va a intervenir en funciones de médico y cirujano, 
desinfectando heridas, regenerando tejidos y restañando sangre. Se 
trata de la misma regeneración que se pide en el salmo 51: «crea en 
mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme», 
expresado aquí en términos de enfermedad y curación. Lo primero que 
hay que curar es la apostasía. Dios curará su apostasía, que es fuga 
de Dios, haciendo que vuelvan a él: los querré sin que lo merezcan (v. 
5). No han hecho méritos, pero el amor de Dios se funda en sí mismo y 
no en los méritos del hombre. Por eso es siempre lícito confiar en él.
Mi cólera ya se ha apartado de ellos (v.5). Es la conversión de Dios, 
que antes se enfrentaba y ahora se vuelve a ellos; pero esta 
absolución general no significa que el proceso haya terminado. Ya no 
hay indignación; se ha calmado la cólera; el enfermo está ya curado 
por la conversión, pero necesita todavía un tratamiento de 
recuperación. Esta etapa se describe en términos vegetales.
En los versos 6-9 encontramos coincidencias, no precisamente 
dependencias, con el Cantar de los Cantares. Quizá algunas 
canciones de amor del Cantar eran conocidas antes de Oseas y 
fueron recogidas y adaptadas posteriormente.
Pero, tal como se encuentra hoy, el Cantar parece un texto 
posterior. Por tanto, no se puede hablar de dependencia, aunque son 
evidentes muchas coincidencias. En estos tres versos hay expresiones 
comunes al Cantar: sentarse a la sombra, la tonalidad de las flores, los 
frutos, los perfumes, la palabra «azucena», tantas veces repetida en el 
Cantar... Quien, conociendo el Cantar, lee este pasaje de Oseas, tiene 
inmediatamente la impresión de estar repitiendo algo que le suena y 
ya conoce: imágenes, expresiones... que evocan afinidades. Y cuanto 
más se adentra en la lectura, más insistentes se hacen las 
evocaciones y semejanzas: ¡esto es aquello! Hay una tonalidad de 
amor que lo impregna todo.
Ese amor instaurado se hace fecundo, florido, bello; es aroma y 
perfume. La conversión introduce en un clima nuevo de reconciliación, 
en un nuevo trato de amor. El autor quiere dar una impresión 
cumulativa apelando poéticamente a las cosas más notables: el 
Líbano, los perfumes, la azucena... También el Cantar empieza 
hablando de frutos y de plantas.
«Será rocío para Israel, florecerá como una azucena» (v.6). El rocío 
es fuente de fecundidad. Israel es comparado con la azucena. Un 
autor posterior (s. I ó II a. C.) escribe un relato cuya protagonista se 
llama Sosen (Azucena). En español decimos Susana, y su historia es 
conocida. Esa figura singular de Susana es clave para interpretar 
representativamente a todo el pueblo: es belleza codiciada, es lealtad, 
que encuentra apoyo en este texto.
Las promesas de fecundidad, expresadas en términos vegetales y 
poéticamente cumulativas de este texto, transcrito anteriormente, 
hacen surgir una pregunta sobre el sujeto que hace esas promesas. 
¿Quién habla en este texto? ¿Es Dios? Creemos que se trata más 
bien de un diálogo susceptible de dos formas. La primera sería 
poniendo nombres:

Efraín: Ya no quiero nada con los ídolos.
El Señor: Yo le contesto y le miro.
Efraín: Yo soy un abeto frondoso.
El Señor: Pero tus frutos proceden de mí.

O también, de otra manera, introduciendo una variante:

El Señor: ¿Qué tengo que ver yo con los ídolos? 
Efraín: Yo le miré y respondí: yo soy un abeto frondoso.
El Señor: ¡Pero tus frutos me los debes a mí!

Preferimos la primera forma, en la que Efraín ha vuelto renunciando 
a los ídolos y se siente fértil y feliz. Dios le hace ver de dónde procede 
su fertilidad. Efraín va a verse realizado, lo lleva inscrito en su nombre: 
fructífero; pero ha sido Dios quien lo ha plantado, lo ha hecho arraigar 
y lo ha hecho fecundo con su rocío. El proceso de reconciliación 
desemboca en un diálogo de amor fecundo. Así se hace comprensible 
el final de Oseas en toda su riqueza.
* * * * *
* * *
*


Pasamos a estudiar cursivamente otro poema del mismo libro de 
Oseas. Se trata de un nuevo poema de amor, pero esta vez el amor es 
paternal, complemento del poema del amor conyugal del capítulo 2 
que hemos visto hasta ahora. El esquema es el mismo: el amor por 
encima y a pesar de todo. A los beneficios de Dios ha respondido 
Efraín con desobediencia y rebeldía. No queda más remedio que el 
castigo. Efraín debe marchar a la soledad del desierto, lejos de la 
presencia de Dios. Es una sentencia de condena y castigo.
Pero de repente, una vez dictada la sentencia, hay como un 
movimiento de reflexión en Dios que se arrepiente y piensa: ¡No 
puedo! ¡El amor me vence! Sucede como cuando los padres gritan 
amenazantes al hijo travieso, pero se ven súbitamente desarmados 
por un simple «pucherito» del pequeño. Así ha quedado desarmado 
Dios. Cambia el poema, vuelve el amor y tiene lugar la conversión. 
Vuelve Efraín, y Dios le recibe. Aparece la figura del león como 
amenaza, pero él, miedo y esperanza, supera el miedo y vuelve 
esperanzado a Dios.
Esta es la estructura del poema del amor paterno. Lo importante en 
él es la quiebra central:

«Cuando Israel era niño, lo amé, 
y desde Egipto llamé a mi hijo» (11, 1).

La infancia de Israel son los años de Egipto. Pero ya en la niñez era 
amado como hijo por Dios, que lo sacó de allí. El texto citado 
pertenece al Éxodo, donde Dios llama a Israel su «primogénito». Su 
primogénito, escogido históricamente como «el pueblo» para la nueva 
etapa histórica de la revelación. Estando Israel allí, como un niño en 
un país remoto, sometido a opresión, sufriendo el aislamiento y 
marginación del emigrante, Dios lo llamó para sacarlo de allí y hacerlo 
venir a la tierra prometida. Todo fue obra del amor de Dios. Pero él se 
mostró rebelde y arisco:

«Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí:
ofrecían sacrificios a los baales 
y quemaban ofrendas a los ídolos» (/Os/11/02).

En este verso se concentra toda la historia, todo el espíritu de 
rebeldía e idolatría del pueblo de Israel. Apenas pactada la Alianza del 
Sinaí, ya se hicieron -a espaldas de Moisés y en contra de Dios- un 
becerro de madera, chapeada con oro, al que rindieron culto. Era la 
infancia del pueblo, y era ya un presagio. Dios se acercó a ellos, les 
propuso la alianza; ellos dijeron que sí, pero inmediatamente negaron 
lo prometido y empezaron a dar culto a los ídolos. Esa ha sido toda su 
historia: prevaricación, infidelidad, idolatría.
«Yo enseñé a andar a Efraín y lo llevé en mis brazos a través del 
desierto» (v.3). Es un pensamiento expresado en el Éxodo con otra 
metáfora: os llevé en alas de águila y os traje a mí (19,4). Dios se 
presenta como un padre o madre que entrena a su hijo en los 
primeros pasos, ocupación que cumple con amor y sin cansancio. 
Israel es un niño que no sabe andar. Dios lo toma en sus brazos para 
que inicie sus primeros pasos inseguros y lo deja solo para que ande 
ante la tutela expectante de sus brazos. Así ha sido Dios con Israel, 
pero ellos no se han dado cuenta de esa tutela paternal y providente.

«Con correas de amor los atraía, con cuerdas de cariño. 
Fui para ellos como quien levanta 
una criatura a las mejillas; 
me inclinaba y les daba de comer» (/Os/11/04-11).

Nos hallamos frente a la duda del significado de esas «cuerdas». 
Puede tratarse de cuerdas humanas empleadas para proteger al 
hombre; o cuerdas con las que se sujeta y dirige a las bestias. Lo 
importante es la ecuación. Al ganado hay que sujetarlo y manejarlo 
con cuerdas. Al hombre se le lleva con las sogas del amor, y Dios ha 
empleado con él las sogas del cariño.
También la segunda parte encierra dificultad ya en su misma 
traducción: ¿se trata de levantar a una criatura hasta las mejillas para 
besarla o de aligerar a un animal levantando el yugo que pesa sobre 
su cerviz? El término 'ol-'ul puede generar esa confusión. Pero aliviar 
de un peso que molesta puede equivaler al cariño manifestado en un 
beso. Nosotros hemos preferido esto último, dentro del marco de un 
padre que cuida de su hijo, al que besa en la mejilla o se inclina para 
darle de comer.
Dios se ha preocupado de alimentar al Israel-niño, primero a lo 
largo del desierto, y después en la tierra prometida. Pero el pueblo no 
ha sabido responder con lealtad. ¿Qué recurso le queda? Si no basta 
un castigo paternal, tendrá que llegar a la ruptura:

«Pues volverá Egipto, asirio sea su rey, 
porque no quisieron convertirse» (11,5).

«Irá girando la espada por sus ciudades 
y destruirá sus cerrojos» (11,6).

Esos cerrojos son las puertas de las murallas que abren paso al 
enemigo invasor.

«Por sus maquinaciones devorará a mi pueblo, 
propenso a la apostasía.
Aunque invoquen a su Dios, 
tampoco los levantará» (11, 7).

Hay también una gran dificultad en la interpretación de este verso 
en su original. Si no logramos nada con este hijo rebelde, la única 
solución será mandarle a Egipto para que invoque allí a los dioses que 
él se ha escogido. Pero será inútil: esos ídolos no pueden hacer nada. 
La legislación del Deuteronomio contempla un remedio para con los 
hijos levantiscos, rebeldes: que los padres los entreguen a la 
asamblea, y sea ésta la que decida. Esta es la medida que adopta 
Dios con Efraín, el hijo incorregible. Pero ¿podrá Dios desentenderse 
de su hijo, por rebelde que sea?

«¿Cómo podré dejarte, Efraín; entregarte a ti, Israel? 
¿Cómo dejarte como a Admá; tratarte como a Seboín? 
Me da un vuelco el corazón, 
se me conmueven todas las entrañas» (11,8).

Admá y Seboín son dos de las ciudades de Pentápolis, junto con 
Gomorra, Sodoma y Segor. Dios no puede tratar a su pueblo como a 
esas ciudades malditas. A causa de su rebeldía, ha decidido 
abandonarlo; pero luego se interrumpe para decir que no puede, 
porque se le conmueven las entrañas y le da un vuelco el corazón.
Es una traducción fiel al original en una fórmula expresiva. El verbo 
hapak significa cambiar de posición. Si se dice de un carro, significará 
volcarlo; pero, si se aplica a una ciudad, equivaldrá a arrasarla. Hemos 
encontrado la misma expresión anteriormente, hablando de Jonás: la 
ciudad dará un vuelco, será arrasada. Pero Dios no puede hacer eso, 
porque ama con toda la fuerza del amor paterno. No puede abandonar 
a Efraín; y no por méritos de él, sino porque es su hijo:

«No volveré a destruir a Efraín, 
que soy Dios y no hombre» (11,9).

Los hombres se cansan. Los hombres, además, pueden vengarse; 
pero Dios está por encima de los hombres y tiene una infinita 
capacidad de amar. Su santidad se manifiesta en el amor sin límites, 
que es también perdón ilimitado.

«Irán detrás del Señor, que rugirá como león; 
sí, rugirá, y vendrán temblando sus hijos 
desde occidente; 
desde Egipto vendrán temblando como pájaros, 
desde Asiria como palomas, 
y los haré habitar en sus casas» (11,9-11).

La voz del Señor es como rugido de león; ellos la han oído y 
tiemblan, sin poder escapar; ese rugido les atrae, y ellos vuelven. Sus 
sentimientos quedan polarizados: por una parte, tiemblan ante el 
Padre, a quien han ofendido; pero, saben, por otra parte, quién es él, 
y a él vuelven confiados, aunque tiemblen. En todo ser humano existe 
esa dualidad que puede impulsarle a alejarse de Dios o a volver a él.
La imagen del león aparece en el libro de Oseas; pero es ya una 
imagen conocida que evoca poder y fortaleza; y referida a Dios, no 
asusta, sino que atrae. Como resultado de esta conversión, «los haré 
habitar en sus casas» (v.11). La vuelta ha sido un proceso de 
intimidación primero, de esperanza y arrepentimiento después. Los 
profetas alternan admirablemente en su enseñanza el amor conyugal y 
el amor paternal de Dios.

LUIS ALONSO SCHÖKEL
MENSAJES DE LOS PROFETAS
MEDITACIONES BÍBLICAS
SAL-TERRAE. SANTANDER-1991. Págs. 115-141