CULTO Y JUSTICIA


Nuestro proyecto consiste en hacer un corte transversal y oblicuo 
en la obra de diversos profetas para tener una idea concreta sobre 
algunos aspectos de la predicación profética. Quiere servir de 
introducción en el sentido etimológico de «meterse dentro». Queremos 
introducirnos, meternos dentro, tirarnos al agua para aprender a nadar 
en ese mar inagotable, casi sin orillas, de la literatura profética.
Seguiremos el texto de nuestra traducción de la Nueva Biblia 
Española en su adaptación para Latinoamérica -vocablos y 
expresiones no comunes en nuestro idioma-, sin que pueda 
garantizarles un chileno puro. Acepten mi castellano paladino: « ... 
román paladino en que suele home fablar a su vecino», como escribía 
Gonzalo de Berceo.
Empezamos, no por el orden cronológico, sino por el orden en que 
aparecen en la Biblia. El primer profeta es Isaías. El libro de Isaías, 
como bloque y en conjunto, es probablemente el libro más importante 
de todo el AT. Insisto en subrayar «como bloque»; y, dentro de este 
bloque, en la riqueza y variedad enorme de contenidos, y su 
diferenciación del mensaje profético. Puede haber otros momentos 
más asequibles e impresionantes en otros profetas; pero, considerado 
en bloque o como grupo, el libro de Isaías no tiene parangón.
Comenzamos por la primera parte, atribuida a Isaías Primero, el jefe 
y el que da el nombre al resto de la dinastía, porque en ese libro hay 
material de diversos autores. Lo más importante pertenece a Isaías 
Primero, y luego viene el gran bloque de Isaías Segundo, que 
trataremos aparte. Les recomiendo tener siempre a mano una Biblia, 
aunque no todas coincidan por razones estilísticas o exegéticas. Yo 
seguiré la nuestra, la Nueva Biblia Española, que ofrece una 
traducción muy elaborada en los aspectos exegético y literario.
Comenzamos por el segundo oráculo del capítulo primero. Todo el 
capítulo es como un frontispicio o pórtico. Porque el libro de Isaías no 
lo publicó él. Isaías, como los antiguos profetas, era un predicador 
ambulante, un pregonero oral que proclamaba y repetía sus oráculos 
desde las esquinas de las calles, en las plazas o a las puertas de la 
ciudad. Luego se fijó por escrito ese mensaje. Si el mensaje tiene que 
tener valor jurídico o ser fehaciente para el futuro, lo hace el mismo 
profeta. En otros casos son los discípulos quienes lo recogen y 
escriben, porque saben el texto de memoria, y probablemente han 
proclamado y repetido ellos mismos las palabras del profeta. Esos 
textos escritos pasan a la posteridad adaptados con retoques y 
adiciones hasta formar grupos, libros pequeños, y finalmente el libro 
grande de Isaías como ensamblaje de piezas menores y heterogéneas. 
Esto significa que el llamado libro de Isaías no es obra suya. Isaías es 
el autor de una serie de oráculos y poemas en la primera parte, desde 
el capítulo primero hasta el 39: una serie. El material del profeta no 
llega probablemente a la mitad de su totalidad. El preparador del libro 
de Isaías colocó al principio un par de oráculos entre los más 
significativos de la predicación del profeta o de sus discípulos. De esta 
manera, entrando por el primer capítulo de Isaías se tiene ya una 
visión de conjunto, como cuando una puerta o balcón se abre sobre un 
patio de columnas con galerías de habitaciones en la parte inferior y 
superior de la balaustrada.
/Is/01/10-20: En este intento hacemos una selección. Comenzamos 
por el capítulo primero, vv.10-20. Importa mucho leerlo como una 
unidad. Lo digo, porque hay traducciones que lo presentan dividido, 
rompiendo y deformando así su sentido. Tampoco la liturgia nos ha 
dado el texto unitario completo, sino que lo ha cortado de una manera 
inesperada y para mí inexplicable.
Escuchamos el texto entero:

«Oíd la palabra del Señor, príncipes de Sodoma; 
escucha la enseñanza de nuestro Dios,
pueblo de Gomorra.
¿Qué importa el número de vuestros sacrificios?, dice el Señor.
Estoy harto de holocaustos de cameros, 
de grasa de cebones; 
la sangre de novillos, corderos 
y machos cabríos no me agrada. 
¿Por qué entráis a visitarme? 
¿Quién pide algo de vuestras manos 
cuando pisáis mis atrios? 
No me traigáis más dones vacíos, más incienso execrable.
Novilunios, sábados, asambleas... no los aguanto.
Vuestras solemnidades y fiestas las detesto; 
se me han vuelto una carga que no soporto más. 
cuando extendéis las manos, cierro los ojos; 
aunque multipliquéis las plegarias, no os escucharé: 
vuestras manos están llenas de sangre.
Lavaos, purificaos, 
apartad de mi vista vuestras malas acciones. 
cesad de obrar mal, 
aprended a obrar bien; 
buscad el derecho, 
enderezad al oprimido, 
defended al huérfano, 
proteged a la viuda. 
Entonces, venid, y litigaremos, dice el Señor. 
Aunque vuestros pecados sean como púrpura, 
blanquearán como la nieve; 
aunque sean rojos como escarlata, 
quedarán como lana.
Si sabéis obedecer, 
lo sabroso de la tierra comeréis; 
si rehusáis y os rebeláis, 
la espada os comerá. 
Lo ha dicho el Señor».

Éste es el oráculo, una unidad con el tema central de la tensión y 
resolución del enfrentamiento entre culto y justicia social. Es falso decir 
simplemente que el tema es el culto. Es falso y deformante afirmar que 
los profetas van contra el culto. El profeta no habla aquí del culto en 
solitario, sino en su relación con la justicia social, cosa muy distinta. Un 
corte arbitrario del texto, con separación de la segunda parte, haría 
aparecer al profeta hablando del culto y contra el culto. Pero eso es 
destrozar la criatura y analizar sus piezas separadas destruyendo la 
unidad literaria en cuanto organismo poético.
Este tema de la relación y tensión entre culto y justicia social está 
tratado en un lenguaje retórico, apasionadamente intenso. Se recoge 
primero el tema del culto por enumeración, se va pasando revista a las 
diversas expresiones litúrgicas del culto del pueblo en Israel -en esta 
época los judíos del reino meridional- y se va dando a cada una su 
calificación correspondiente en un crescendo de violencia con palabra 
apasionada. Y cuando el profeta llega al clímax de la inutilidad de ese 
culto, apoyado en el soporte de una grave injusticia social, 
desencadena una catarata de imperativos que reivindican las 
exigencias de Dios: lo que Dios quiere es la práctica del bien. Practicar 
el bien y evitar el mal consiste, concretamente, en la práctica de la 
justicia social. Y más que un desarrollo enumerativo, el profeta lo 
concentra en dos momentos representativos de la totalidad. Tras una 
invitación urgente, expresada en el apremio de los imperativos, viene la 
peroración: Dios invita al pueblo a un pleito bilateral y contradictorio 
entre ambos. Van a ponerse a discutir para ver quién tiene y quién no 
tiene razón. Dios ofrece al pueblo el perdón s¡ se convierte y 
enmienda, pero le amenaza si rechaza este oráculo. La peroración y el 
exordio forman el marco de un contenido. Ya en el exordio dirige el 
predicador su violencia contra la comunidad entera, pero separando a 
jefes y pueblo. Importa mucho oir el título que da Dios a los jefes de 
Judá y al pueblo de Israel. Dice así:

«Oíd la palabra del Señor, príncipes de Sodoma; 
escucha la enseñanza de nuestro Dios, pueblo de Gomorra».

Esto es brutal. Porque Sodoma y Gomorra representan, para un 
oído israelita, el pecado y la rebeldía contra Dios, el delito contra la 
hospitalidad, delito especialmente grave de injusticia en aquellos 
tiempos. Son las ciudades malditas de la Pentápolis, destruidas por un 
incendio divino que no dejó ni rastro de dichas ciudades. Mencionar 
Sodoma y Gomorra a los israelitas es recordarles su delito de 
injusticia y su definitivo castigo por el fuego. Es lo que hace el profeta 
con audacia. Se dirige a los jefes de Judá llamándoles «príncipes de 
Sodoma», como si fueran apóstatas, como si fueran los cabecillas de 
esa población maldita, puesto que están haciendo lo mismo que 
hicieron ellos, con el agravante de enmascarar sus maldades con una 
capa de religiosidad. ¿Y el pueblo? ¿Es el pueblo mejor que los jefes? 
¡No! El pueblo es pueblo de Gomorra. Sodoma y Gomorra van unidas, 
porque el pueblo sigue la línea de sus jefes, dócil y obediente a las 
directrices oficiales.
Este es el exordio, duro y agresivo, como para cerrar las puertas de 
un portazo y marcharse dejando al predicador con la palabra en la 
boca: ¡A palabras necias, oídos sordos! ¡Nos veremos en otra 
ocasión!
Pero el pueblo no puede marcharse. Tiene que esperar, quedarse y 
escuchar la palabra de Dios, que se le dirige en un cuerpo unitario de 
discurso articulado en dos secciones. ¿Qué sucede en las prácticas 
del culto? En lo referente al culto, este pueblo es más que ejemplar. 
Hacen exhibiciones de piedad y parecen estar en permanente 
concurso compitiendo en devoción. El pueblo cumple con espíritu de 
devoción maravillosa todas las festividades señaladas en el calendario: 
las fiestas anuales o las de principio de mes, las del fin de semana, las 
de la mañana o la tarde, los sacrificios de toda clase de animales... 
Todo lo cumple con fidelidad y exactitud. Atendiendo a esas prácticas, 
parecen merecer los honores de un altar. Pero sucede que todo eso ni 
basta ni vale. No vale nada, porque está viciado en su raíz hasta el 
punto de convertirse en lo contrario: el culto se convierte en anticulto. 
Los sacrificios carecen de valor. «Sacrificios» significa aquí toda clase 
de sacrificios en su sentido genérico. «¿Qué me importa el número de 
sus sacrificios?» Y enumera a continuación: «Estoy harto de 
holocaustos de carneros, de grasa de cebones, la sangre de novillos, 
corderos y machos cabríos no me agrada». Habla, en primer lugar, de 
los holocaustos. Recordamos que los holocaustos eran sacrificios 
totales -holo-causto- en los que la víctima se quemaba toda entera en 
honor de la divinidad. Había, en cambio, otros sacrificios de comunión 
en los que participaba el pueblo, de cuyas víctimas se apartaba la 
sangre y la grasa para el Señor. La sangre se consideraba como 
portadora y sede de la vida, por eso se derramaba junto al altar: 
ofrecer la sangre es ofrecer la vida. La grasa es parte escogida que se 
quemaba en honor del Señor. La carne asada se repartía entre los 
comensales del festín sagrado. Por eso dice: estoy harto de 
holocaustos y de otro tipo de sacrificios... Un sacrificio tiene que 
cumplir una serie de normas, pero lo que le hace realmente válido es la 
aceptación por parte del Señor. Si a Dios le agrada, será válido; si a 
Dios no le agrada, será inválido. En la primera frase se afirma: No me 
agrada ni la sangre ni el holocausto entero. Por lo tanto, son sacrificios 
inválidos, no cuentan para nada. «Cuando entran a visitarme y pisan 
mis atrios ¿quién exige algo de sus manos?» 
Había otro tipo de ofrendas que no eran sacrificios en el sentido 
técnico de la palabra: eran las ofrendas sagradas. El pueblo iba al 
templo en determinadas ocasiones, y no lo hacía con las manos 
vacías. Llevaban harina, aceite, diversos dones. También era 
costumbre en Oriente llevar dones cuando se iba a visitar a un 
soberano. Es natural. Los pobres llevaban regalos humildes, pero 
nadie iba con las manos vacías. El pueblo que desde diversas 
poblaciones viene al templo a visitar al Señor trae una ofrenda. Pero 
Dios protesta como soberano: ¿Y quién se lo ha pedido? No hace falta 
que vengan con tributos para verme a mí. «No me traigan más dones 
vacíos, más incienso execrable». La fuerza retórica, poética, está en 
los adjetivos. Es como quien presenta un regalo en una caja bien 
envuelta en papel dorado con lazo y rizos. Se corta el lazo, se rompe el 
papel, se abre la caja y... ¡está vacía! ¿Es esto un regalo o una 
grosera burla? Lo que presenta el pueblo al Señor, ¿es un regalo o 
una burla?
¿Y el incienso? No se puede idealizar la forma de los sacrificios. La 
sangre y los excrementos, unido a los mugidos de los animales, en una 
especie de matadero público, tenía que ser un espectáculo poco 
atractivo y poético. Para matar otros olores se quemaba incienso, que 
tenía una función sagrada. En las mismas ofrendas se ponían unos 
granos que se quemaban, ascendiendo el humo hacia Dios como 
aroma de aplacamiento. Pero también a ese incienso sagrado lo 
declara execrable Dios. Porque todo eso no sólo no vale nada, sino 
que se convierte en lo contrario de lo que pretende ser: el culto se 
convierte en anticulto. Presentar un don vacío es un insulto; quemar un 
incienso execrable es una profanación. Estos actos de devoción y culto 
del pueblo son anticulto y farsa, son una profanación que Dios no 
puede aceptar. Ni novilunios -fiesta de la luna nueva- ni sábados 
-fiesta del fin de semana- ni asambleas -nombre genérico-. Van unidas 
las reuniones, las fiestas litúrgicas y los crímenes. Dios no puede 
aguantar eso, porque, si lo aguantara, sería como echar su bendición 
sobre los crímenes. Nadie puede engañarse pensando que está 
cometiendo delitos, injuriando, ofendiendo y perjudicando, pero que 
basta con ir al templo y solicitar la bendición de Dios. ¡Demasiado fácil! 
El Dios de Israel no acepta esa actitud, no puede aceptarla. Lo único 
que puede hacer es denunciar, desenmascarar: «Sus solemnidades y 
fiestas las detesto, se me han vuelto una carga que no soporto más».
Viene luego una parte más personal en la liturgia, en cuanto que el 
hombre participa más directamente en ella. No es un animal vicario que 
se sacrifica y se quema, cuya vida y sangre se ofrece al Señor por 
medio de otro; tampoco es un don del que uno se desprende y lo 
entrega; es algo más íntimo y directamente personal: es la palabra y el 
gesto, las plegarias y salmos recitados en el templo; las plegarias que 
acompañan a los sacrificios, o el gesto corporal que acompaña al don, 
como el levantar las manos hacia el santuario desde el atrio del templo. 
El templo era un edificio cerrado con una tapia, separada de él por un 
atrio intermedio. En el atrio había un altar al aire libre, luego un edificio 
a la parte oriental. En el edificio había un nártex, luego una nave, y al 
fondo el camarín o Sancta Sanctorum, donde no entraban más que los 
levitas y, el último, el Sumo Sacerdote. El pueblo participaba en las 
plegarias desde el atrio mirando hacia el templo y de rodillas o en 
gesto de postración, con la frente en el suelo, en señal de vasallaje y 
adoración, o de pie levantando las manos hacia el santuario.
HOMICIDIO/SENTIDO-AT: Dios, que penetra hasta el corazón, ve 
esas manos ensangrentadas, no con sangre de sacrificios ofrecidos al 
Señor, sino con sangre humana del prójimo estrujado y explotado. 
¿Podrá aceptar ese culto? ¿Podrá callar y dar su bendición sobre esas 
manos ensangrentadas con sangre humana e inocente? No se trata de 
sangre de un homicidio estrictamente dicho. Pero en Israel el término 
«homicidio» se extiende a cualquier explotación del prójimo o atentado 
a la plenitud de su vida. No es solamente homicidio destruir totalmente 
la vida, sino disminuir su calidad haciendo que sea una vida 
arrastrada, dura, áspera e inhumana. Un atentado contra la calidad de 
la vida es un atentado sangriento. Y ese pueblo devoto va con sus 
jefes al templo y levanta sus manos en oración a Dios. Y Dios ve ese 
bosque de manos ensangrentadas que más parecen lanzas; ese 
pueblo se parece a Sodoma y Gomorra. El texto se corta violentamente 
y se produce una cascada de imperativos:
«Lávense, purifíquense, aparten de mi vista sus malas acciones, 
cesen de obrar el mal, aprendan a obrar bien, busquen el derecho, 
enderecen al oprimido, defiendan al huérfano, protejan a la viuda». 
Parece como si Dios tuviera prisa y urgencia y no pudiera contenerse. 
A la serie de sacrificios inútiles se opone la serie de las cosas que Dios 
quiere. Hay que explicar de qué se trata.
Naturalmente, lo primero que se hace necesario es una purificación. 
No se trata de abluciones rituales en los barreños denominados lamar. 
Lo que primeramente urge es lavar las manos de la sangre de la 
injusticia social que llevan pegada. «¡Lávense, purifíquense, aparten 
de mi vista sus malas acciones, cesen de obrar el mal, aprendan a 
obrar el bien!» ¿Y en qué consiste obrar el bien? Lo resume en pocas 
palabras: obrar el bien consiste en buscar y respetar el derecho de 
todos y de cada uno. En Israel significa, especialmente, el derecho de 
los débiles y pobres, de los humildes que tienen derechos pero 
carecen de medios para hacerlos valer. Por eso son los «desvalidos». 
Los poderosos tiene medios para defender sus derechos; los pobres 
no. Hacer el bien consiste en defender los derechos del desvalido, del 
oprimido, para que se enderece y pueda caminar con la frente alta de 
la dignidad humana.
VIUDA-HUERFANO HUERFANO-VIUDA: En Israel hay dos 
categorías sociales que encarnan al desvalido: las viudas y los 
huérfanos. Como categoría sociológica, viuda es la que no tiene ni 
marido ni hijos que la sustenten y apoyen. Son desvalidas, indigentes. 
Y en la categoría sociológica de los huérfanos no se entra por el mero 
hecho de haber perdido al padre, porque pueden haberse heredado 
los bienes y el apellido. Huérfano es el que no tiene ni padre ni nadie 
que se cuide de él. Es un indigente y desvalido.
A veces se añade una tercera categoría, formada por los 
inmigrantes, los que vienen al país para poder trabajar, porque en el 
suyo no hay trabajo. Son ciudadanos de segunda categoría, sin 
igualdad de derechos legales, expuestos siempre a la explotación y al 
abuso. Y todavía se habla a veces en la Biblia de una cuarta categoría 
de desvalidos: los levitas, que, por no poseer tierras, no tienen 
independencia económica. Por tanto, si se habla de cuatro categorías, 
hay que entender a las viudas, huérfanos, emigrantes y levitas. Más 
frecuente es que se hable de dos: los huérfanos y las viudas. San 
Pablo y Santiago siguen empleando en sus cartas el lenguaje del AT. 
Es fundamental entenderlo en el sentido sociológico de Israel, porque 
puede haber un huérfano ricachón y una viuda que es un gran partido. 
En Israel no se entiende así.
El cambio que Dios quiere es un cambio de conducta en la práctica 
de la justicia social, del respeto al derecho de los que no pueden 
hacerlo valer. Sin ese cambio radical, el culto tributado a Dios se 
convierte en insulto. Tanto en la teología del Antiguo como en la del 
Nuevo Testamento, la explotación del prójimo y el culto verdadero son 
inconciliables.
Después de la exposición de este tema llega la peroración. Si el 
pueblo cumple estas exigencias de Dios -anuncia el profeta-, podrá 
presentarse libremente a dialogar con él y exponer su causa, porque 
Dios se hará accesible para una discusión personal o juicio bilateral. 
Es lo que desarrollaremos más ampliamente tomando como base dos 
salmos de la liturgia penitencial. El diálogo con Dios debe establecerse 
sobre una actitud nueva. No puede ser nunca admisible explotar al 
prójimo y ofrecer a Dios un diezmo de lo explotado . Si Dios lo 
aceptara, se haría cómplice de la injusticia. Pero, si el pueblo lava sus 
manchas de injusticia, si se arrepiente y entra por el camino del bien... 
Dios perdonará todo. «Aunque sus pecados sean como púrpura, 
blanquearán como la nieve».
Luego se hace una oferta y una amenaza: si sabéis obedecer, lo 
sabroso de la tierra comeréis (En el original hay un juego de palabras 
entre el to'bu y el tub que hemos procurado reproducir en ese 
saber-sabroso). Yo os daré las bendiciones clásicas de la alianza: es la 
abundancia, lo pingüe de la tierra, la flor de trigo, de miel, frutos... El 
pueblo tendrá abundancia para vivir. Yo refrendo mis bendiciones si 
me obedecéis. Pero, si no queréis obedecer, la espada os comerá 
(También hay aquí un juego entre el comeréis y el seréis comidos). 
Según la fórmula de Israel, la espada es devoradora. En vez de 
prosperidad agrícola, tendréis la maldición de la guerra. La guerra 
arrasa los campos y siega las vidas humanas. Si el pueblo persiste en 
la práctica de la injusticia y en el derramamiento de sangre, a sangre 
morirá.
Así concluye el oráculo. El mensaje está expuesto con vigor y 
claridad. Es un mensaje denso. Parece imposible decir más en menos 
palabras. El profeta es un escritor con garra estilística y maestría 
literaria. Tiene intuición de dónde debe colocar el adjetivo, la 
enumeración in crescendo... un arte literario al servicio del mensaje de 
Dios.
Hacemos ahora una breve digresión, a manera de apartado, para 
recoger el eco del texto de Isaías en la carta de Santiago. Hay que 
traducir e interpretar bien el verso 26 del capítulo primero.
/St/01/26: «Quien se tenga por religioso porque no escatima 
palabras, pero engañándose él mismo, la religión de éste está vacía. 
Religión pura y sin tacha a los ojos de Dios Padre es ésta: mirar por los 
huérfanos y las viudas en sus apuros y no dejarse contaminar por el 
mundo».
Hay aquí dos juicios. Hay un señor que se tiene por religioso y 
bueno y fundamenta esa creencia en una serie de prácticas y 
practiquillas: no escatima palabras, es un gran rezador, practica todas 
las devociones y cree dar con esas prácticas pleno sentido a su vida 
religiosa. Pero Dios no piensa así. No consiste en eso la religión 
verdadera, asegura Santiago. Puede compararse su texto con el de 
Isaías anteriormente comentado: aunque multipliquen las plegarias no 
escucharé. No consiste en movimiento de labios la religión auténtica. 
Los antiguos hablaban de polilogía, y el evangelio alude a los que 
piensan que creen que van a ser escuchados por Dios a fuerza de 
repetir oraciones infladas de palabras. La oración enseñada por Jesús 
en el Pater es breve y completa, completamente opuesta a la polilogía 
o charlatanería devota. Santiago habla de Dios-padre, preocupado de 
sus hijos huérfanos y desvalidos. La verdadera religión consiste en 
imitar la paternidad de Dios. «La verdadera religión, pura y sin mancha 
a los ojos de Dios-padre -lávense, purifíquense, etc.- es ésta: mirar por 
los huérfanos y las viudas en sus apuros, es decir, defender los 
derechos de los que no pueden defenderlos y no contaminarse con el 
mundo». Más tarde, en el capítulo cuarto, explicará que el mundo es el 
principio del egoísmo. En esto consiste la religión verdadera, afirma 
Santiago haciendo eco al mensaje profético de Isaías.
* * * * *
* * *
*

Hay todavía un segundo texto en el capítulo primero de Isaías, en 
los vv. 21-26.

«¡Cómo se ha vuelto una ramera la Villa Fiel, 
antes llena de derecho, morada de justicia! 
Tu plata se ha vuelto escoria, 
tu vino está aguado, 
tus jefes son bandidos, socios de ladrones:
todos amigos de sobornos, en busca de regalos; 
no defienden al huérfano, 
no se encargan de la causa de la viuda.
Oráculo del Señor de los ejércitos, el héroe de Israel: 
tomaré satisfacción de mis adversarios, 
venganza de mis enemigos. 
Volveré mi mano contra ti:
te limpiaré de escoria en el crisol, 
separaré de ti la ganga; 
te daré jueces como los antiguos, 
consejeros como los de antaño:
entonces te llamarás Ciudad Justa, Villa Fiel».
/Is/01/21-26

El poema es muy denso también. Como el anterior, tiene por tema la 
justicia; pero esta justicia sociopolítica no se refiere a todo el pueblo 
indiscriminadamente, sino solamente a los líderes, a Jerusalén en 
cuanto capital y sede del gobierno de la nación. Los límites del poema 
están perfectamente definidos por la repetición del elemento 
«Villa-Fiel», y esto define a su vez los límites y el sentido del poema. 
Nos encontramos con una concepción clásica en la literatura de Israel 
que consiste en la concepción de la capital como metrópoli o 
ciudad-madre, como matrona, femenino en sus dos formas de cîr y 
qiria. Los antiguos conciben la capital del país como una concentración 
o representación del país entero. Roma, por ejemplo, representa toda 
Italia. La femineidad se describe a veces en términos de belleza 
atractiva utilizando el término de «doncella» (algunos traductores han 
traducido inexactamente por «hija de Sión». Bat significa doncella, 
muchacha no casada). Otras veces aparece como matrona fecunda 
que engendra y da a luz al pueblo, al que luego recibe en sus brazos y 
en su casa. Es sentido muy frecuente en Israel y tiene una especial 
proyección en la futura concepción eclesio-cristológica donde Cristo es 
el esposo y la Iglesia la esposa. La tradición bíblica de esta concepción 
es muy amplia. El tema se encuentra ya aquí. El pueblo está 
representado por Jerusalén, matrona fecunda; el esposo es el Señor. 
Existe un vínculo de amor y fecundidad entre el Señor esposo y 
Jerusalén esposa. Hubo un tiempo en que la esposa fue fiel, la villa era 
fiel con fidelidad matrimonial. Pero después se ha prostituido. Por eso 
empieza el poema con un grito, a manera de lamentación elegíaca. En 
el original hebreo tiene el primer verso un ritmo característico, apoyado 
en la vocal a al final de cada una de las cinco palabras: 'eka hayeta 
lezona qiria ne'mana (¡Cómo se ha vuelto ramera -o adúltera- la villa 
fiel!) Es un delito grave contra la sacralidad del amor conyugal y contra 
la fidelidad en justicia. La infidelidad o adulterio no consiste en que la 
ciudad ya no ame a Dios o se niegue a darle culto, sino en que la 
ciudad que fue un día sede de la justicia y el derecho se ha convertido 
ahora en morada de criminales. La fidelidad a Dios consiste en la 
práctica y defensa de la justicia y el derecho. Y, si Jerusalén ya no es 
su guardiána y administradora para la ciudad y para todo el reino, está 
ofendiendo al pueblo y a Dios, su marido.
Lo que sucede en la capital y sede del gobierno reviste una especial 
gravedad, por ser la representación del pueblo. Este aspecto se va a 
desarrollar con una profunda intuición teológico, siempre actual. «Tu 
plata se ha vuelto escoria, tu vino está aguado».
La plata es preciosa en sí misma, y es al mismo tiempo medida de 
precio, unidad de medida para cambios comerciales. Pues bien, esa 
plata se ha convertido en escoria, lo precioso se ha vuelto 
despreciable y la norma del precio ha sido destruida. ¿Para qué vale?
El vino desempeña una función humana en la alegría y la amistad, 
pero ha perdido su fuerza; está relacionado también con el amor, pero 
está aguado. ¿Qué ha sucedido? «Tus jefes son unos bandidos 
-saraik sorerim, con juego de palabras-, son socios de ladrones 
llevando a medias su negocio. Es la técnica del sobrecito, el regalo de 
por medio, el reparto de beneficios injustos... ¡y aquí no ha pasado 
nada! Como están corrompidos y se dejan sobornar, no les importa 
nada sistemáticamente ni el huérfano ni la causa de la viuda, porque 
éstos no tienen nada que ofrecer. Es la administración de la injusticia 
por parte de los representantes de la justicia. Ellos son los pilares del 
reino que deberían estar firmes y rectos, pero se doblan y se dejan 
inclinar ante el dinero y el soborno. Jerusalén, esposa fiel del Señor, se 
ha convertido en la garantía de la injusticia. ¿Se cruzará Dios de 
brazos? ¿La abandonará? Va a llamar a la ciudad haciendo intervenir 
todos sus títulos de Señor de los ejércitos, paladín de Israel, que va a 
tomar venganza de sus adversarios. Pero los enemigos de Dios no son 
los poderes militares que amenazan las fronteras de Israel. Los 
enemigos de Dios son los ministros por la gracia de Dios, nombrados 
por el rey, con la aureola de ser los representantes de Judá en 
Jerusalén. Ésos son los que han enemistado con Dios a la ciudad, a la 
que Dios quiere ganar de nuevo. Son hombres corrompidos, sin 
posibilidad ni tiempo ya de conversión. Dios va a actuar extirpando 
toda podredumbre y eliminando de raíz ese cáncer social. «Volveré mi 
mano contra ti para limpiarte de escoria en el crisol y apartar de ti la 
ganga». La plata preciosa se ha vuelto escoria inútil. ¡Hay que 
limpiarla! Y cuando haya eliminado a ese régimen corrompido que está 
sentado en los ministerios y magistraturas de Jerusalén, te daré 
nuevamente jueces como los antiguos, que eran honestos y fieles al 
Señor, consejeros como los de antaño. Entonces Jerusalén volverá a 
ser otra cosa distinta. Tendrá un nombre nuevo y se llamará Ciudad 
Justa, Villafiel. La que era villa fiel se va a llamar Villafiel, porque en 
adelante va a ser fiel al Señor, como administradora y garante de la 
justicia.


Subamos al monte del Señor

Pasemos ahora al capítulo 20 de Isaías, donde encontramos un 
poema muy conocido, uno de los clásicos poemas de Adviento:

«Al final de los tiempos estará firme 
el monte de la casa del Señor, 
en la cima de los montes, 
encumbrado sobre las montañas. 
Hacia él confluirán las naciones, 
caminarán pueblos numerosos.
Dirán: venid, subamos al monte del Señor, 
la casa del Dios de Jacob:
él nos instruirá en sus caminos 
y marcharemos por sus sendas, 
porque de Sión saldrá la ley; 
de Jerusalén, la palabra del Señor.
Él será el árbitro de las naciones, 
el juez de pueblos numerosos. 
De las espadas forjarán arados; 
de las lanzas, podaderas.
No alzará la espada pueblo contra pueblo, 
no se adiestrarán para la guerra.
Ven, casa de Jacob, 
caminemos a la luz del Señor» 
(/Is/20/02-05).

Es, sin duda, uno de los grandes poemas del libro de Isaías. No 
sabemos con exactitud si es obra suya o de algún discípulo de tiempos 
posteriores. Canta la esperanza de un tiempo futuro, centrada en el 
monte del templo. Tampoco sabemos cómo se compuso el poema. 
Pero podemos imaginarnos una génesis poética plausible; y, con 
finalidad didáctica, nos es permitido interpretar el poema sobre un 
trascurso costumbrista del Israel antiguo. Lo utilizamos, pues, como 
recurso didáctico: «suponiendo que. imaginando que ... »; y con ese 
fondo de suposiciones llegamos al final, donde el poema se ilumina en 
toda la expresividad de su enorme riqueza.
Imaginamos que el profeta Isaías es un hombre de corte, de origen 
noble y con residencia en la capital. Y suponemos que un día asiste, 
en condición de espectador, a la confluencia de los peregrinos o 
romeros que vienen en masa a celebrar una de las fiestas del 
calendario. El calendario hebreo, ya desarrollado, incluía anualmente 
tres grandes fiestas de romería en las que el pueblo peregrinaba 
masivamente a la capital. La primera era la Pascua, la segunda las 
Semanas -pentecostés: siete semanas-, y la tercera era la fiesta de las 
Chozas, al terminar los trabajos de la cosecha. A más alto nivel, la 
principal era la Pascua, pero la más bullanguera y popular era la de las 
Chozas. Concluidas las faenas del campo, con tiempo bueno sin 
excesivo calor, la gente se divertía al aire libre durante varios días con 
danzas y cánticos, buscando cobijo a la sombra de unos ramos 
entrelazados a manera de chozas. Se conoce más como fiesta de los 
Tabernáculos, pero en realidad era la fiesta de las chozas, la más 
alegre y popular. Desde la terraza de su casa en Jerusalén, o desde el 
templo, contempla el profeta cómo confluyen esos ríos humanos en un 
punto: el templo. Se van acercando las caravanas, los más pobres con 
asnos, los más ricos con mulos, quizá algunos carros; de cerca y de 
lejos: algunos vienen de oriente y han cruzado el Jordán... Luego se 
acercan, se oye rumor de algazara, con voces dialécticas, trajes 
regionales. El profeta contempla el espectáculo variopinto de lenguas y 
colores, saludos y reencuentros. Es un momento feliz. Luego se 
organiza la marcha hacia la montaña del templo, Sión. Y, de repente, 
todo se transfigura en la fantasía poética del profeta. Todo se 
transforma para dar origen a una visión nueva. En vez de los 
personajes de las doce tribus, son ahora pueblos nuevos del Sudán, 
de Nubia y Egipto, Asiria, Babilonia, Fenicia... Hablan lenguas distintas, 
se acercan en caravanas cada vez más cercanas y convergentes. Se 
reúnen y empiezan a subir. Y el templo se transforma. Ya no es el 
templo a ochocientos metros de altura al que están acostumbrados. El 
templo ahora comienza a elevarse hasta convertirse en la cima más 
alta, desde donde se dominan los horizontes del mundo. Esos ríos 
humanos se ponen a trepar, contra la ley de la gravedad, montaña 
arriba. Cuanto más suben, más y más convergen. Y comienzan a 
cantar. ¿Qué ha sucedido? ¿Por qué vienen de los pueblos remotos a 
este monte? El monte se ha convertido en una cima más alta que las 
montañas del Líbano y el Hermón, más que todas las montañas 
imaginables. El profeta lo ve en lontananza de paisaje, que es también 
lontananza de tiempo. Y oye que dicen: ¡vamos a seguir los caminos 
del Señor! ¿Qué ha sucedido?
Todo ese movimiento centrípeto ha sido provocado por ese mismo 
centro. Desde ese centro ha salido una nueva fuerza de atracción, una 
nueva ley de gravedad humana que, salvando las distancias, ha 
incidido en el centro de gravedad de los hombres. Esos hombres han 
sentido la fuerza de atracción que tira de ellos y sienten la necesidad 
de seguirla. Empiezan a caminar. Esa fuerza los lleva hacia el centro 
del mundo futuro, y su caminar es una marcha hacia la historia. Antes 
luchaban atacándose unos a otros; ahora olvidan sus rencillas y 
dedican las armas a usos pacíficos, formando un cinturón en torno a la 
montaña de Sión transfigurada. Es el momento en que el pueblo de 
Jacob inicia su procesión ascensional.
Es lo que ha visto el profeta. ¿Sueño? ¿Oráculo de Dios? Es una 
peregrinación nueva, no en el espacio, sino en el tiempo. Ya no son 
sólo las doce tribus, ahora es toda la gran familia humana de los 
pueblos dispersos. Es peregrinación nueva, porque es libre, no 
impuesta por la violencia. Es el atractivo de la ley y la palabra del 
Señor.
La ley y la palabra, en que Dios se manifiesta, han brotado de 
Jerusalén y han llegado hasta el extremo del mundo. Los hombres han 
sentido su fuerza de atracción y se han puesto en camino por las 
sendas de la historia, que ahora son las sendas del Señor. Porque a 
una senda la define su término. Hablar de la carretera de Palencia o de 
Sevilla, de Arica o de Punta Arenas... es definir una dirección, un 
término al que esas carreteras conducen. Las sendas de la ley y la 
palabra de Dios conducen a él, son portadores de un mensaje al que 
responden los hombres de corazón, siguiendo el atractivo del nuevo 
centro de gravedad. Otras fuerzas tiran del hombre, pero ésta es 
superior a todas, porque nace de dentro, del centro de gravedad 
humana. Trahit sua quemque voluntas et voluptas: a cada uno le atrae 
su deseo y su deleite, comenta S. Agustín.
La ley y la palabra del Señor traen un mensaje de vida humana, civil 
y en paz. A pesar de todos sus egoísmos y mezquindades, hay en el 
fondo del corazón del hombre un deseo de paz y fraternidad. Tras 
unas horas de fiebre de guerra, puede el hombre reflexionar y 
reconocer que su vocación es la paz. El mensaje de Dios es mensaje 
de paz. Los que no están encadenados sienten su atractivo y se dejan 
arrastrar por él. Siguiendo ese atractivo, los caminos del hombre se 
convierten en caminos de Dios, porque Dios está en el punto de 
destino marcando su dirección. Son los caminos de la historia.
Pero sólo puede haber ascenso si hay convergencia, y sólo es 
posible la convergencia cuando hay ascenso. Primero convergen y 
suben a la montaña, formando una unidad. El pueblo de Jacob podrá 
ser el anillo que conduce ahora la procesión hacia el templo; pero para 
ascender hay que converger, para converger hay que ascender.
Este es el destino de la humanidad. El progreso no se llama 
violencia, fuerza destructora de las armas; el progreso se llama paz y 
fraternidad, que es convergencia. Transformar las armas y la energía 
atómica para usos pacíficos es progreso; lo contrario es destrucción. 
Todo el que responde a la llamada de Dios converge, porque siente la 
fraternidad en la unidad de fines pacíficos en que la humanidad 
progresa: la técnica avanza, la medicina descubre, el corazón del 
hombre se hace sensible a lo que está sucediendo a los otros, aunque 
vivan distantes... Esto es progreso; lo contrario es vuelta a las 
cavernas.
Este mensaje viene de Jerusalén, ciudad de paz. Los pueblos lo han 
entendido y aceptado. ¿Cuándo será realidad? El profeta no lo sabe. 
Pero esta peregrinación auténtica de la humanidad se confunde con la 
auténtica historia del hombre en cuanto hombre, no como animal.

«Estará firme el monte de la casa del Señor, 
en la cima de los montes, encumbrado sobre las montañas».

¿Por su altura prócer? No por méritos orográficos de altura -750- 
800 m.-, sino porque en ese monte está plantado el templo en el que 
está Dios presente, con presencia ascensional que hace subir, crecer 
a la humanidad.
Isaías ve cómo confluyen las naciones, -naharú-nahar significa el 
movimiento de un líquido, confluir: («flumen» es río). Por eso hemos 
hablado de esos ríos que, contra la ley de la gravedad, suben en vez 
de bajar, obedientes a una ley superior a la ley de la naturaleza. 
Confluyen pueblos numerosos en peregrinación humana. El poeta lo 
ve, y oye lo que dicen en la misma lengua: «Subamos al monte del 
Señor; él nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus 
sendas». Es el monte del templo, con su valor simbólico de ascensión 
del hombre histórico; y las sendas son indicación de lo que Dios 
quiere. «Porque de Sión saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra del 
Señor». La ley es la Torá; la palabra, dabar; Yahvé es ley y profecía. 
La ley es la articulación verbal de lo que Dios quiere para el hombre; la 
palabra del Señor es su mensaje para cada caso concreto. Ley y 
profecía parten de Jerusalén. El pueblo escogido no detenta ya el 
monopolio, sino que es cauce por donde esa palabra del Señor llega a 
todos. Los pueblos la han oído y se han puesto en camino por las 
sendas del Señor, que, por el mismo hecho, es reconocido como 
árbitro de las naciones. Y siendo Dios juez, las diferencias y tensiones 
se resuelven pacíficamente por el diálogo y el respeto mutuo, nunca 
por la ley del más fuerte, que es la ley de la selva.
Por eso ya no hacen falta armas ni son necesarias las maniobras 
militares: «De las espadas forjarán arados, de las lanzas podaderas; 
no alzará la espada pueblo contra pueblo; ya no se adiestrarán para la 
guerra».
Y ahora el poeta pregunta al pueblo escogido: ¿qué vais a hacer 
vosotros en esa peregrinación? Os toca, simplemente, encabezar la 
peregrinación que sube la montaña. Doce tribus, doce grupos, 
encabezando los ríos que ascienden, cada uno por su zona.
El poeta despierta de su sueño y anota. ¿Un puro sueño? ¿Tiene 
algo de valor real? ¿Tiene su escrito valor de profecía? ¿Es profeta de 
algo que va a suceder o de una utopía que queda como un ideal? 
¿Son palabras de un quijote de la historia o hay que entenderlas como 
un mensaje de Dios a los hombres para hacerlo realidad?
Pasan los siglos desde la composición de este poema. Y una noche 
de paz llega a este mundo, a nuestra historia y geografía, la palabra 
del Señor en figura humana. «En otro tiempo habló Dios de muchas 
formas a nuestros padres por los profetas; últimamente nos ha hablado 
por un Hijo».
NV/PAZ PAZ/NV: La Palabra de Dios en figura humana entra en la 
historia en un punto concreto de la geografía y la cronología humana, 
trayendo un mensaje del Padre para sus hijos, la humanidad entera. El 
mensaje es un canto de paz a los hombres.
El mensaje de Navidad es paz. Ni fuerza ni ostentación de poder, 
sino fuerza de convicción por la invalidez y sencillez. El hombre se 
amansa frente al indefenso. Frente a un niño necesitado de ayuda se 
apaciguan los contrarios. Es la indefensión la que desarma, no la 
violencia ni el poder. Esta Palabra de Dios cae en el mundo como un 
mensaje, como una divina utopía que es exigencia para los hombres. 
Dios quiere poner en marcha los ríos de la historia encauzados por 
nuevo cauce, y no de golpe o por milagro, sino poniendo convicción en 
ese centro de gravedad por el que el hombre quiere ser hermano de 
los hombres y vivir en paz. Quiere desnudar ese centro de gravedad 
para poder él mismo tocar ese corazón y poner a los pueblos en 
marcha en esa dirección. El mensaje de Navidad, y todo el mensaje de 
Dios-padre, es mensaje de paz y fraternidad.
Nosotros, pueblo cristiano, escogido no para el monopolio, sino para 
la mediación, ¿qué mensaje traemos o hemos traído? ¿Hemos 
exacerbado los nacionalismos que arman o hemos desarmado los 
corazones como condición para la paz? Cruzadas, guerras santas, 
meros lamentos sobre un pasado doloroso... no son compromiso serio 
para la utopía de la paz.
Hay en el NT. una bienaventuranza especial para los pacíficos, que 
no se identifican con los sin cuajo ni energía, sino con los que trabajan 
por la paz. ¿Creemos que esa bienaventuranza pertenece a la esencia 
de la vocación cristiana o preparamos los caminos de la guerra con 
nombres estremecedores de nación o patriotismo? ¿Aceptamos y 
difundimos el mensaje cristiano de la paz? Mirando a otros pueblos de 
tradición no cristiana, quizá nos sorprendemos al encontrar una 
historia más pacífica y mejor comprensión de la convivencia.
Este texto es, por una parte, ideal y sueño gozoso, porque nos 
habla de nuestra vocación humana y lo leemos como palabra de Dios. 
Por otra parte, es una denuncia constante, porque, si nos apellidamos 
cristianos, pueblo mesiánico, tenemos que identificarnos por la fe y la 
esperanza con esa divina utopía. Implica lucha para que esa utopía 
sea cada vez menos utópica y para que los caminos ásperos de la 
humanidad se conviertan en los caminos pacíficos de Dios. La historia 
parece empeñada en desmentir periódicamente este sueño maravilloso 
del profeta. Hay que agarrarse a él y creer y esperar para poder 
luchar, porque la esperanza es colaboración activa. Si no esperamos, 
no lucharemos; y si no luchamos, no tenemos derecho a esperar.
Este es el poema, uno de los momentos estelares del AT, 
incorporado plenamente en el Nuevo. «Subamos al monte del Señor... 
él nos instruirá en sus caminos... caminemos a la luz del Señor». Es 
como un faro en lo alto de la montaña, que gira y dispara haces de luz 
para orientación de toda la humanidad.
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* * *
*

Cambiamos ahora de estilo y tono para abordar el resto del capítulo 
segundo de Isaías. El texto se compone de dos piezas, denuncia 
profética de dos delitos emparentados que excluyen igualmente a 
Dios.
El primero es el afán de poseer: más cosas, más servicios, más 
ídolos y adivinos... Se llama codicia, crece con lo que se posee y se 
erige en rival de Dios. El evangelio repetirá que no podemos tener por 
divinidades simultáneas a Dios y a Mammón.
El segundo es la arrogancia: figurar y dominar, sobresalir y parecer 
más. Lleva al hombre a adorarse a sí mismo prescindiendo de Dios.
Son dos actitudes radicales del hombre en su doble dimensión de 
individuo y miembro de la colectividad. Hay hombres desprendidos 
como individuos, y codiciosos como miembros del colectivo; o sencillos 
como individuos, pero orgullosos como miembros de la colectividad. 
Pero posesión y orgullo son, igualmente, dos fuerzas rivales de Dios.
Estas dos partes del poema tienen un desarrollo completamente 
distinto del que hemos visto hasta ahora. Existe un mínimo parentesco 
en el procedimiento de la enumeración, que aquí es más vital y 
vibrante.
La primera parte, vv.6-8, es una breve y sencilla denuncia de la 
acumulación de bienes y servicios de un pueblo que ya no confía en 
Dios. El v.9 sirve de empalme y preparación de la segunda parte. El 
autor opera con dos factores poéticos: la enumeración ordenada y el 
uso de series de estribillos como éstos: «Será doblegado el mortal, 
será humillado el hombre y no podrá levantarse». O también: «Métete 
en las rocas, escóndete en el polvo, meteos en las cuevas de las 
rocas, en las grietas de la tierra ... » Y luego: «Ante el Señor terrible, 
ante su majestad sublime, cuando se levante el Señor, sólo él será 
ensalzado». Su repetición y mezcla va dando sensación de continuidad 
y, al mismo tiempo, de progreso.
La parte que llamamos enumerativa es una serie binaria de 
realidades con valor simbólico, v.gr., montes y colinas, cedros y 
encinas, torres y murallas... siempre realidades altas como símbolo. Es 
como un juego con las fichas de dominó. Se las pone en pie por 
parejas, luego se da un golpe y se derrumban todas en serie. El poeta 
eleva por parejas consecutivas realidades altas frente a Dios; luego 
viene el soplo divino y allana todo lo que se yergue altivo. Al final 
queda ensalzado sólo Dios; Deus semper maior: él, el único 
verdaderamente alto y grande.
Se habla aquí de la arrogancia viciosa; no se habla de la dignidad 
humana del hombre vertical ni del sentido del progreso para realización 
del hombre. Se habla del afán desmedido de poseer y de la 
divinización del poder; no se habla de la adquisición de lo necesario 
para el desarrollo de la vida. Y se trata con estilo poético y calidad 
simbólica. Cambiando los símbolos, podría quedar intacto el contenido: 
la victoria de Dios sobre esos vicios radicales.
Merece una aclaración la referencia a los topos y murciélagos. El 
hombre se refugia en las grutas de las rocas, y allí se encuentra con 
esos habitantes de la oscuridad, topos y murciélagos, animales 
impuros, compañía del hombre fugitivo de Dios. Esas cuevas son lo 
hondo de la tierra, expresión poética de todo lo que conduce al reino 
de la muerte distanciándose de la altura de Dios.
La lectura del poema puede tener un primer efecto didáctico; pero, 
ante todo, debe tener un efecto arrollador: hacer al hombre sentirse 
pequeño frente a la grandeza de Dios, tener una experiencia de Dios:

«Has desechado a tu pueblo, a la casa de Jacob, 
porque está llena de adivinos de Oriente, 
de agoreros filisteos, 
y han pactado con extraños.
Su país está lleno de plata y oro, 
y sus tesoros no tienen número; 
su país está lleno de caballos, 
y sus carros no tienen número; 
su país está lleno de ídolos, 
y se postran ante las obras de sus manos, 
que fabricaron sus dedos.
Pues será doblegado el mortal, 
será doblegado el hombre 
y no podrá levantarse.
Métete en las peñas, escóndete en el polvo, 
ante el Señor terrible, ante su majestad sublime.
Los ojos orgullosos serán humillados, 
será doblegada la arrogancia humana; 
sólo el Señor será ensalzado aquel día, 
que es el día del Señor de los ejércitos: 
contra todo lo orgulloso y arrogante, 
contra todo lo empinado y engreído; 
contra todos los cedros del Líbano, 
contra todas las encinas de Basán; 
contra todos los montes elevados, 
contra todas las colinas encumbradas; 
contra todas las altas torres, 
contra todas las murallas inexpugnables; 
contra todas las naves de Tarsis; 
contra todos los navíos opulentos: 
será doblegado el orgullo del mortal, 
será humillada la arrogancia del hombre; 
sólo el Señor será ensalzado aquel día, 
y los ídolos pasarán sin remedio. 
Se meterán en las cuevas de las rocas, 
en las grietas de la tierra,
ante el Señor terrible, 
ante su majestad sublime, 
cuando se levante aterrando la tierra» (vv. 1-19).

Un buen ejemplo de lo que es la palabra poética de Isaías. Más que 
de pensar o de discurrir, se trata de exponerse a esa palabra de Dios y 
bajar la cabeza ante él. Al reconocer que sólo Dios tiene que ser 
ensalzado, recupera el hombre para sí su propia estatura y dignidad. 
Oráculo profético.
También enseña cómo se ha de escuchar esa palabra en su calidad 
poética, que es parte del mensaje. Porque el mensaje no es sólo una 
enseñanza teórica, sino una interpretación, algo que debe conmover.
* * * * *
* * *
*

En el capítulo 11 encontramos un poema mesiánico anunciado por 
contraste en dos versos del capítulo 10. Se habla de un bosque talado, 
cuyas ramas están desgajadas. Luego, en este panorama de 
destrucción vegetal, aparece la imagen de un tocón tronchado del que 
brota un pequeño retoño. El poema empieza en el capítulo 11, pero es 
útil leer antes los versos que lo preparan al final del capítulo anterior:

«Mirad, el Señor de los ejércitos 
desgajará el ramaje con el hacha, 
derribará los troncos corpulentos, 
abatirá los ramos altos; 
cortará con el hierro la espesura del bosque, 
y el Líbano caerá con su esplendor» (10,33-34). 
«Pero retoñará el tocón de Jesé,
y de su raíz brotará un vástago. 
Sobre él se posará el espíritu del Señor, 
espíritu de prudencia y sabiduría, 
espíritu de consejo y valentía,
espíritu de conocimiento y respeto del Señor.
No juzgará por apariencias 
ni sentenciará sólo de oídas;
juzgará a los pobres con justicia, 
con rectitud a los desamparados.
Ejecutará al violento con la vara de su boca, 
y al malvado con el aliento de sus labios.
La justicia será cinturón de sus lomos; 
la lealtad, cinturón de sus caderas.
Habitará el lobo con el cordero, 
la pantera se tumbará con el cabrito, 
el novillo y el león pacerán juntos:
un muchacho pequeño los pastorea. 
La vaca pastará con el oso, 
sus crías se tumbarán juntas; 
el león comerá paja como el buey. 
El niño jugará en la hura del áspid, 
la criatura meterá la mano 
en el escondrijo de la serpiente.
No harán daño ni estrago 
por todo mi Monte Santo, 
porque está lleno el país 
del conocimiento del Señor, 
como las aguas colman el mar» (/Is/11/01-09).

Una composición armónica y serena. El paralelismo procede, con 
sorprendente regularidad, por grupos. Lo más bello es la conjunción 
de sus elementos. Allí están el viento y el agua, lo vegetal y lo animal; 
y, ocupando el centro, hay un personaje que va a gobernar con 
equidad y justicia. Advertimos una realidad política en el sentido de 
convivencia social con un jefe carismático por guía. Esa realidad tiene 
por fondo un escenario de plantas y animales, de viento y agua. Si se 
quiere entrar en el sentido del poema hay que analizar esos 
componentes, primero los cósmicos.
El viento es el soplo de Dios, los cuatro vientos o rosa de los 
vientos, en expresión más moderna. El número cuaternario es totalidad 
cósmica humana, mientras el tres expresa la totalidad divina. Esos 
cuatro vientos son al mismo tiempo el aliento o espíritu del Señor 
-spiritus, soplo-, que se cruzan y llegan a un punto en que se posan. El 
viento pasa sin posarse; si se posa, ya no es viento. Pero aquí esos 
vientos se cruzan y se posan en plenitud de espíritu, de carisma y don. 
El asiento de los vientos es un retoño. El poeta marca ese cruce de los 
vientos con ritmo poético de acentos: cuatro-tres-tres-cuatro, con una 
rima de a-b-b-a. Es un cruce. Son los vientos-carismas del Señor. En 
castellano tenemos que jugar con varias palabras -viento, aliento, 
espíritu-; en hebreo, una sola palabra (ruh) lo sugiere todo.
Ese espíritu se articula en tres binas. La primera es de sensatez e 
inteligencia. Sensatez, en hebreo, es más que el puro saber teórico de 
muchas cosas: sabiduría, en hebreo, es más que el puro saber teórico 
de muchas cosas: sabiduría. Incluye al mismo tiempo un conocimiento 
teórico y un espíritu práctico.
La segunda bina se refiere a las dotes de gobernante: valor para 
defender a su pueblo en la guerra y prudencia para saber aconsejar 
en la paz: espíritu de valor y prudencia.
La tercera bina se refiere a sus relaciones con Dios, hechas de 
conocimiento familiar y respeto, no de temor. En el AT, la actitud del 
hombre frente a Dios es de respeto y no de miedo, salvo en algunos 
casos como el de la arrogancia, antes comentado. El hombre que trata 
con Dios desde su puesto no teme a Dios, aunque sí le respeta. 
Aquello del «santo temor de Dios» tiene confirmación en muy pocos 
casos en el AT. El respeto y reverencia sí, y ese es el fin para que ha 
sido creado el hombre. Un niño no debe tener nunca miedo de su 
padre aunque le deba siempre respeto. El respeto se alía bien con el 
amor, pero no con el miedo, porque «donde hay miedo no hay amor 
perfecto». Las relaciones con Dios se polarizan en las actitudes de 
conocimiento familiar y en el respeto desde el puesto que le 
corresponde.
Los cuatro vientos soplan en plenitud de carismas, que son 
sensatez, inteligencia, valor, prudencia, conocimiento y respeto del 
Señor. Todo desde el puesto que le corresponde.
Los cuatro vientos soplan en plenitud de carismas, que son 
sensatez, inteligencia, valor, prudencia, conocimiento y respeto del 
Señor. Todo esto corresponde al viento, ¿Y al agua?
El agua es plenitud. Una mirada al mar se llena de inmensidad. El 
mar siempre está lleno, lo mismo en marea baja que en alta. El mar da 
sensación unitaria de plenitud. El autor utiliza el elemento agua como 
elemento cósmico y símbolo de plenitud. Lo que el agua va a llenar, 
hasta desbordar, es el conocimiento de Dios. Todo el mundo va a 
conocer a Dios, y ese conocimiento va a ser como un mar lleno que 
inunda toda la tierra en calma y serenidad.
Además del viento y del agua como símbolos, encontramos también 
un elemento vegetal: ramas desgajadas, árboles tronchados, cedros 
derribados a golpe de hacha, encinas muertas... En medio de ese 
panorama de desolación y de muerte surge un tocón al que, «con las 
lluvias de abril y el sol de mayo, algunas hojas verdes le han salido». 
Parece desafiar al viento. Es tierno y frágil, pero en esa varita de hojas 
verdes se concentra toda la vitalidad del árbol robusto. Es el tronco de 
Jesé, familia de David. Lo han cortado, pero tiene las raíces en tierra y 
va a brotar la vida.
Esta visión vegetal tiene algo de ternura infantil -yoneq, en hebreo, 
se aplica también al bebé-. En ese tronco cortado y en esa ramita 
vigorosa está la vida como garantía de Dios de que tendrá un 
descendiente. El elemento vegetal tiene la calidad de ternura que 
inspira lo frágil, y ha sido precisamente esa ramita la que ha atraído la 
plenitud de los vientos.
En otra parte está el mundo de los animales, dividido en dos grupos: 
los domésticos y los salvajes. El poeta los va llamando uno por uno y 
los mete en su verso como en una nueva arca. Allí conviven todos en 
paz. Los domésticos siguen pacíficos, y los salvajes se hacen 
domésticos. Es un fenómeno extraño, desacostumbrado, porque están 
emparejados y jugando los depredadores con los domésticos. Incluso 
la serpiente, la más dañina desde el paraíso, se ha vuelto inofensiva. 
Ha nacido la paz entre ellos y, al domesticarse, se han humanizado y 
viven fraternalmente en familia. Ya se puede nombrar a la serpiente sin 
necesidad de tocar madera, y se la puede tocar a ella misma, porque 
ha perdido el veneno. Un niño juega con ella. ¿Qué ha pasado?
De la misma manera que en lo vegetal, aparece aquí, 
sorprendentemente, la figura infantil. Con los animales adultos 
aparecen juntamente sus crías, que nacen ya con un instinto nuevo: 
las crías se tumban con las crías, todas mansas, domesticadas. Lo 
infantil en este sector es un niño. Lo humano interviene en calidad de 
infantil.
En este extraño parque zoológico no es necesario poner vallas. El 
tigre se pasea mansamente y juega con el cordero, van juntos el 
novillo y el león, el lobo y el cordero, la pantera y el cabrito... Todo se 
ha vuelto manso . ¿No será la presencia del niño la que está 
transformándolo todo? Es la presencia infantil la que impone esta 
serenidad pacífica. En esa figura reconocen y aceptan todos un poder 
especial: «No harán daño ni estrago por todo mi Monte Santo».
Del carisma pacificador de ese niño en el reino animal se pasa a 
describir la figura del gobernante en su función de establecer la 
convivencia pacífica en la sociedad de los hombres. Ese retoño de 
David recibe todos los carismas para ejercer un gobierno justo. La 
actividad principal en Israel consistía en allanar pleitos y distribuir 
derechos. La actividad de ese personaje, con carismas de gobierno, se 
describe así:

«No juzgará por apariencias 
ni sentenciará sólo de oídas; 
juzgará a los pobres con justicia, 
con rectitud a los desamparados. 
Ejecutará al violento con la vara de su boca, 
y al malvado con el aliento de sus labios» (11,3-4).

Es una descripción realista. Porque, si existen oprimidos, es porque 
hay opresores; y si existen desvalidos, es porque hay gente que no 
respeta sus derechos. El nuevo gobernante tendrá que actuar 
enérgicamente contra los pertinaces en la injusticia y opresión, pero no 
con afán de destruir, sino de salvar. Porque sólo sentenciando podrá 
salvar. Hay, pues, que eliminar esos animales feroces reacios a 
dejarse domesticar. Y las medidas empleadas contra ellos no son 
expresión de violencia, sino ejercicio del derecho: aplicará la justicia 
para salvar.
Luego aparece la descripción. Los monarcas orientales, como los 
magistrados de nuestros días, acostumbran ponerse las insignias de 
su autoridad: una banda cruzada, un fajín... ¿Qué es lo que ciñe este 
personaje? «Se terciará como banda la justicia y se ceñirá como fajín 
la verdad». Quiere decir que no habrá trampa ni deformación de los 
hechos, porque triunfará siempre la justicia y la verdad. Esa situación 
de justicia es la que va a establecer la paz entre los animales y, en un 
contexto cósmico, la del agua y el viento.
Surge un sucesor descendiente del tronco de Jesé y de la familia de 
David. Aún es débil y pequeño, pero recibe la plenitud de dones 
divinos para instaurar el reino de la justicia y la verdad entre los 
hombres, y el de la paz entre los animales. Porque posee en plenitud el 
conocimiento de Dios y lo comunica: de su plenitud todos hemos 
recibido. Y cuando el Señor es conocido y reconocido, todo se 
transforma.
Este texto tiene una intención mesiánica de futuro y es uno de los 
clásicos de la liturgia de Navidad. El Niño que nos ha nacido es 
descendiente de David y viene a implantar el reino del Padre, que es 
reino de justicia, de verdad y de paz.
Este poema debe ser leído dejándose ganar por la sugestión de los 
símbolos: los del viento y del agua, el de las plantas, el de la paz 
animal; y, en medio de todo, la figura del niño que va a traer a la tierra 
el reino del Padre: «Saldrá un renuevo del tocón de Jesé y sobre él se 
posará el espíritu del Señor ... »

LUIS ALONSO SCHÖKEL
MENSAJES DE LOS PROFETAS
MEDITACIONES BÍBLICAS
SAL-TERRAE. SANTANDER-1991. Págs. 11-40