LECTURA CREYENTE Y ORACIÓN

-El Dios insondable

Son hoy muchos los que sostienen que Dios ha muerto definitivamente. O que le conceden el beneficio de la duda sobre su existencia a condición de que se mantenga alejado de este mundo. No faltan incluso los espíritus generosos que creen con ello hacerle un favor: mejor un Dios lejano o inexistente que un Dios vivo a cuya cuenta haya que cargar este mundo abominable.

Por reacción a esta defenestración de Dios, corren otros el peligro de trivializarlo. Dios amigo, compañero, sentado a nuestra mesa, un Dios barato al alcance incluso de quienes no quieren hacer esfuerzo alguno para alcanzarle. También éstos creen hacer un favor a Dios: ¿Qué diferencia hay entre un Dios lejano e inasequible y ningún Dios? Sólo un Dios «nuestro» es el Dios verdadero .

Importa, pues, tener clara la contestación a una pregunta que es hoy tan actual como en el tiempo del salmista: «¿Dónde está tu Dios?» (/sal/042/11).

La primera respuesta es que Dios «habita en una luz inaccesible» (1 Tm 6,16), que «los cielos y los cielos de los cielos no pueden contenerle» (1 R 8,27), que es el «misterio oculto desde los siglos y desde las generaciones» (Col 1,26), a quien «nadie ha visto jamás» (Jn 1,17).

D/TRASCENDENCIA D/COLEGA TRASCENDENCIA/D

Afirmar la radical trascendencia de Dios es la condición primera de nuestra confesión de creyentes. Hoy el insensato no dice únicamente: no hay Dios (Ps 14,1). Dice también: Dios es como tú y como yo, uno más entre nosotros. Un «colega», nos atreveríamos a decir con terminología posmoderna.

Es cierto que este misterio inaccesible ha sido ahora revelado a sus santos (Col 1,26) pero de modo tal que su trascendencia quede a salvo.

De manera que Dios sólo puede desvelarse si se revela, sólo puede ser conocido si se da a conocer y es accesible con la condición de permanecer inaccesible. «¿Para qué quieres saber cómo me llamo?», así contesta Dios cuando Jacob quiere perforar su ámbito inescrutable (/Gn/32/30). Que le baste a Jacob con saber que será allí mismo bendecido. «Aparta de mí, que soy un pobre pecador» (/Lc/05/08). He aquí la reacción del creyente que piensa haber percibido demasiado cerca el rostro de Dios.

Si Dios es, pues, el misterio insondable, su revelación sólo puede hacerse en lo que no es El mismo.

De modo que para llegar a lo que no se ve hemos de ir por lo que se ve y para alcanzar lo inaccesible hemos de volvernos a lo accesible.

-Dios en la historia HT/RV-D:

La tradición judía y la cristiana nos dicen que Dios se ha revelado en la historia y que en ella hemos de encontrarle. Importa recalcarlo frente a quienes buscan a Dios en la sabiduría de las ideas, frente a los que le otean en la naturaleza o frente a quienes saltan hacia Dios sin pasar por el puente de los hechos. Olvidan unos que las ideas sólo son tales si ayudan a vivir, soslayan otros que la naturaleza está al servicio de los hombres y en definitiva que Dios mismo se definió como el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (Ex/03/06).

En el principio era la palabra pero la palabra fue tomando carne hasta que definitivamente habitó entre nosotros hecha historia humana (Jn/01/14). Desde Abraham hasta ahora mismo, la historia del cristianismo es la de todos aquéllos que han ido encontrando a Dios en los avatares tan ambiguos de la historia de los hombres .

Dios en la historia, ¿Y qué es la historia? La historia no es lo que pasa ni tampoco lo que les pasa a los hombres sino lo que los hombres hacen con lo que les pasa. La historia es lo que se hace, lo que se construye, dinamizado todo por la categoría del futuro. Es, pues, a la vez proyecto y tarea concreta.

Esta entrega de Dios al hacer y deshacer de los hombres es para muchos una fuente permanente de escándalo. ¿De la historia humana puede salir algo bueno? Nosotros decimos: de la historia ha salido Dios y en la historia se halla la posibilidad de nuestro encuentro con El.

-La lectura creyente de la realidad REALIDAD/LECTURA-CRA:

La expresión «lectura creyente» se ha ido acuñando en el marco de los movimientos especializados de la Acción Católica. No es de extrañar.

Los movimientos han estructurado su vivencia y su pedagogía sobre la acción. Si se quiere decir así, han desarrollado una espiritualidad de la acción en la historia. En años pasados era inevitable que el acento recayera sobre el compromiso como respuesta al desafío de una historia que se veía ante todo como posibilidad de transformación. Cada vez más, sin embargo, se ha ido desplazando hacia lo que la historia tiene de presencia y se ha visto que convenía hacer aquéllo sin olvidar esto.

Y aquí se encuentra el lugar de la lectura creyente. Si estamos en camino hacia el cumplimiento del reino (y de ahí el sentido de la acción) el reino está ya entre nosotros. En ese ya pero todavía-no encuentra su papel la lectura creyente, que es precisamente lectura de lo que se está produciendo en medio de un proceso en curso. «Mirad que estoy haciendo una obra nueva. Ya está saliendo a la luz ¿no la notáis?» (Is/43/19).

La lectura creyente supone, pues, una experiencia activa. No es únicamente una reflexión sobre los sucesos sino el esfuerzo por ver cómo nuestra actividad es -también- una experiencia de Dios porque Cristo ha querido identificarse con ella. En cada una de nuestras acciones «completamos lo que falta a la pasión de Cristo» (Col/01/24) de modo que la muerte de Cristo y su vida se manifiestan en nosotros (2 Cor 4,12).

El encuentro supremo de Dios con la historia de los hombres fue Cristo mismo, aquél en quien Dios se hizo historia y el hombre, Dios. El seguimiento de Cristo nos invita a construir la historia y a hacerla transparente. El hombre no posee la historia, la construye. El hombre no ve a Dios, lo avizora. La lectura creyente sigue a la construcción de la historia de Dios y se propone discernir en ella al Dios de la historia.

-Lectura creyente y oración

La lectura creyente no es únicamente una reflexión. Inevitablemente porta en sí un tirón oracional.

El creyente no es el esotérico que descubre en la realidad significados ocultos. No es tampoco el pensador que exprime de lo real gotas de sabiduría. Es el capaz de ver a Dios donde otros ven sólo casualidad, procesos históricos, ecuaciones económicas. Es el que experimenta la realidad como una gran parábola de Dios, en la que se distingue «el resplandor del evangelio», de la gloria de Cristo, imagen de Dios» (2 Cor 4,4).

Así se explica que no se dé este acercamiento creyente a la historia de los hombres sin terminar en un silencio, en una invocación, en una alabanza, en una petición de perdón. No solamente porque descubrimos que el Señor ha hecho entre nosotros cosas grandes (Lc 1,49) sino porque nos ha dado la posibilidad de descubrirlo. En el camino del encuentro creyente Dios está tanto frente a nosotros como en nosotros mismo. En El nos movemos, existimos y somos (Act 17,28). Como Jacob después de su sueño, vemos asombrados que nuestra historia no es sino la casa de Dios y la puerta del cielo (Gen 28,16). Y caemos también en la cuenta de que lo percibimos gracias a que el Espíritu da testimonio juntamente con nuestro espíritu (Rom 8,16).

Este componente oracional salva a la lectura creyente de convertirse en una ideología. Ninguna actividad humana -y tampoco la religiosa- puede quedar a salvo de la sospecha de estar encubriendo intereses. La realidad tiene muchas lecturas y ¿quién podrá decir que la suya es totalmente inocente? Sólo el limpio de corazón podrá ver a Dios -y no a sí mismo- en el espejo de la realidad. La oración en que termina la lectura creyente busca que el Espíritu «acuda en auxilio de nuestra debilidad» (Rom 8,26). «Dichoso el que lee y los que escuchan esta profecía» de la historia (Ap 1,3).

-La esperanza

El eje vertebral de la lectura creyente es la esperanza. La esperanza es la virtud de la historia, su motor cotidiano. Como decía Péguy: que estos pobres hijos vean cómo marchan hoy las cosas y que crean que mañana irá todo mejor, esto sí que es asombroso. Pero sobre todo la esperanza es el motor de la historia creyente, de tal modo que Pablo pudo definir a los cristianos como «los que tienen esperanza« (1Ts/04/13). Para el cristiano la historia se mueve hacia un futuro absoluto y la esperanza cubre el déficit entre este futuro que esperamos y una realidad que es siempre precaria. Es importante detenerse en esto. Constatando que la realidad casi siempre es oscura, la esperanza no se propone proyectar sobre ella reflejos de color de rosa. Como bien decía Munier, no es una compensación imaginaria para las decepciones de hoy. No quiere enmascarar las sombras ni decir que todo va bien cuando tanto va mal. La esperanza es realista y la lectura creyente lo es también. En su voluntad de realismo no intenta poner entre paréntesis otras lecturas ni quitarles la razón. Por el contrario, supone los análisis económicos, sociológicos, políticos y cuenta con ellos. Los coloca si embargo en el horizonte de la promesa del reino: aunque triunfe, la muerte no triunfará; aunque reine, su reinado no será definitivo. Más aún: de la muerte ha de salir la vida. Esta confianza en el futuro nos ayuda a ir percibiendo globalmente el complejo entramado de los hechos: ¿acaso no era necesario que sufriéramos esto para entrar en su gloria? La dimensión de futuro no es sin embargo la única. La esperanza anuda futuro y presente y ayuda a descubrir que ni siquiera ahora nada podrá privarnos de la experiencia del amor de Dios presente en el mesías Jesús.

Vemos así el presente como plenitud algunas veces, como consuelo en la nostalgia, otras, como luz en la oscuridad en ocasiones. Se transforma entonces en acción de gracias, en petición de ayuda, en silencio contemplativo.

Para quien nunca ha hecho esta experiencia, es una locura o una evasión. Para quien la ha hecho es «poder y sabiduría de Dios» (1 Cor 1,25). Sus frutos de vida son «amor, paz, generosidad, sencillez, dominio de sí» (Gal 5,22). Y también paciencia, constancia, perseverancia, tolerancia, firmeza y un amor apasionado a esta historia humana siempre sufriendo dolores de parto.

C. F. B.
CUADERNOS DE ORACIÓN 1986/039.Pág. 3

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