VOLVER AL PADRENUESTRO


DOLORES ALEIXANDRE
Pastoral. Madrid


El Padrenuestro es como un río. Hemos crecido inmersos en él y 
es tan originante en nuestra experiencia cristiana como el agua de 
nuestro Bautismo. Los recuerdos de nuestra infancia están 
salpicados de padrenuestros (así, en plural y con minúscula), 
porque entonces predominaba, sobre todo, la cantidad: tres 
padrenuestros eran una penitencia razonable en nuestras 
confesiones; en el rosario estaban convenientemente señalizados 
por las bolas más gordas, que permitían un descanso entre las 
avemarías; los de la visita al Santísimo eran cinco, acompañados 
por "vivas" a Jesús Sacramentado, y estaba también aquel "por las 
intenciones del Sumo Pontífice" que nos abría, por fin, las 
compuertas de la indulgencia plenaria.
No era tiempo de entenderlo, sino de familiarizarnos con él y de 
incorporarlo a nuestras primeras experiencias orantes. Era el 
tiempo de sentirlo confusamente como una fuerza que nos 
vinculaba con los demás cristianos cuando lo rezábamos en alta 
voz en la misa de los domingos.
De mayores tenemos que guardar todo eso como un tesoro, 
pero tenemos que saber también bucear más hondo y remontar su 
corriente hacia arriba, hasta dar con las fuentes de donde nace. 
Que nadie se asuste: no voy a ponerme a hablar de sus 
antecedentes rabínicos, ni a comparar las versiones de Mateo y 
Lucas, ni a intentar una nueva explicación de aquello del epiousion 
de la cuarta petición. Lo del H2O es importante y está muy bien 
estar enterados, pero sólo sabemos de verdad lo que es el agua 
cuando bebemos en una fuente después de una caminata o 
cuando nos zambullimos en el mar en una mañana de verano. 
Buscando río arriba, he ido encontrando algunas de esas fuentes 
del Padrenuestro que me llevan a hacer hoy algunas afirmaciones, 
con algo de timidez y mucho de convencimiento: el Padrenuestro 
nace de la insatisfacción, del atrevimiento, de la despreocupación y 
de la compasión. 

El Padrenuestro nace de la insatisfacción 
PATER/INSATISFACCION INSATISFACCION: Resulta un poco 
abrupto empezar así; es como si, al ir a franquear una puerta, nos 
encontráramos con un letrero colgado: "Satisfechos, abstenerse". 
Pero es el evangelio mismo el que podría llevar ese aviso en su 
primera página, y sus palabras, que nos atraviesan el alma como 
una espada de doble filo, revelan si en nuestras actitudes últimas 
ante Dios estamos hambrientos o saciados, si nos habita el deseo o 
la indiferencia. 
BUSQUEDA/INSATI: Es Lucas quien aborda de una manera más 
provocadora el tema de los satisfechos y los saciados: el Señor los 
despide con las manos vacías (1,53); Jesús les dedica una 
anti-bienaventuranza que es una verdadera declaración de 
desdicha (6,25); el rico que había almacenado bienes para muchos 
años o el de la parábola de Lázaro comían, bebían y se daban la 
buena vida, pero terminan de una manera desastrosa (12,19; 
16,23); el tesoro que parecía asegurar la vida queda ridiculizado, 
porque hasta las polillas pueden destruirlo (12,34). Los sabios y 
entendidos tampoco quedan mejor parados que los ricos (10,21) 
frente a esa turba de insatisfechos que son desde siempre los 
hambrientos, los pobres, los ignorantes de solemnidad, toda esa 
gente que anda inquieta buscando, pidiendo y llamando a las 
puertas. El evangelista los presenta con una simpatía que no 
puede ser calificada más que como descaradamente tendenciosa. 
Las experiencias de mayor ternura y de mayor alegría las viven 
personajes heridos por una ausencia, por una pérdida que los ha 
dinamizado hacia la búsqueda. Si el hijo o la oveja o la moneda 
recobran tanto valor, es porque el hueco que dejaron al perderse 
hizo caer en la cuenta a los que los tenían junto a ellos de cuánto 
los querían y cuánto significaban en sus vidas. 
En cambio, aquellos convidados rechazaron la invitación, porque 
estaban tan a gusto con su nuevo campo, su boda o su yunta de 
bueyes, y lo tenían todo tan redondo y tan completo que les 
pareció que no necesitaban nada más. Su misma saciedad los 
tenía embotados y los incapacitaba para darse cuenta de lo que 
significaba el banquete que se iban a perder. Es posiblemente esta 
parábola la que mejor nos revela la clave de por qué hay en el 
evangelio tanto rechazo de la satisfacción y de la saciedad: porque 
el hambre, la sed y el deseo son los grandes símbolos que nos 
vinculan al Reino y nos mantienen expectantes y en marcha, y 
cuando los símbolos se desvirtúan, el acceso a la realidad que 
simbolizan se hace casi imposible. 
Lo mismo que la seguridad que da la riqueza se convierte en un 
ídolo, lo mismo que el sueño afloja la tensa espera del esposo que 
está al llegar, la saciedad engaña nuestra hambre y el agua de 
charcos que bebemos en el camino entretiene nuestra sed, y 
llegamos a creer que no hace falta seguir caminando para llegar al 
manantial. 
Podemos vegetar pacíficamente en nuestros pequeños tráficos 
cotidianos como aquella isla del poema de Dámaso Alonso: 
"isla ufana de sus palmeras, de sus celajes y de sus flores, 
llena de dulce vida y de interior isleño, 
.....
pero olvidada, ensimismada en sueños como suaves neblinas, 
quizá sin conocer el ceñidor azul que la circunda, 
su razón de existir, 
lo que le da su ser..." 1 

Y si nunca hemos sospechado que ese mar tiene tempestades y 
estamos más o menos conformes con que las cosas sean como son 
y estén como están; si decimos con frecuencia: 
"total-para-lo-que-se-puede-hacer"; si no nos quema por dentro el 
ansia de que se descubra el revés de la trama de la historia ni se 
nos enciende nunca la chispa del deseo de que el misterio que nos 
envuelve sea reconocido como Abba, entonces presentamos un 
síndrome absolutamente tóxico y nos será difícil rezar con una 
mínima coherencia el Padrenuestro. Porque todo él es clamor 
impaciente de hijos a quienes apremia el deseo de acelerar la hora 
de comer y beber y saciarse juntos en el banquete definitivo, 
alrededor de la gran mesa preparada por el Padre. 
Hasta que llegue ese momento, el Padrenuestro tiene una misión 
mistagógica, y quizá sea suficiente dejarnos educar por él y permitir 
que nuestra pequeña isla satisfecha se vaya dejando anegar por 
las grandes olas de Dios: su Reino, su voluntad, su gran proyecto 
del pan compartido y de la comunión rehecha. 

El Padrenuestro nace del atrevimiento 
PATER/ATREVIMIENTO: Y es la liturgia misma, tan sobria y tan 
enjuta, la que lo afirma así. Siempre me ha parecido casi un milagro 
el que, en medio de la severidad tan gris de sus rúbricas, se nos 
haya conservado ese estallido de color que es la exhortación a la 
audacia que precede al Padrenuestro. Y me parece una maravilla 
precisamente porque el atrevimiento no es una actitud 
característica de nuestra Iglesia y, en general, está considerado 
como algo incómodo que desentona allí donde las cosas están 
ordenadas, clasificadas y convenientemente revestidas de 
dignidad. Suena más o menos a falta de respeto, como si un niño 
se pusiera a hacerle cosquillas a un guardia suizo del Vaticano. 
Desde luego, hay que ser atrevidos para llamar a Dios Abba y 
para expresar en alto peticiones que, de por sí, se nos congelarían 
en la garganta. Si la oración la hubiéramos inventado nosotros, nos 
habría salido menos utópica, más modesta y adecuada a la 
realidad de nuestros sentimientos, de los que no nace tan 
espontáneamente decir: "hágase tu voluntad" o "perdónanos como 
nosotros perdonamos". 
En cambio, el Padrenuestro tiene mucho de ese talante 
desinhibido y casi descarado de esas gentes del evangelio ante las 
que Jesús no oculta su admiración y que a nosotros nos da la 
impresión de que se pasaban de atrevidos: nos parece que la 
cananea estuvo inoportuna con tanta insistencia; que Bartimeo 
daba demasiadas voces; y no digamos nada de aquel que llamaba 
a la puerta de su vecino a medianoche para pedirle un pan para su 
amigo. No nos resulta correcto que la hemorroísa recurriera a los 
empujones para conseguir tocar a Jesús, ni mucho menos que 
cuatro individuos metieran por el tejado la camilla del paralítico. 
Nosotros, gracias a Dios, tenemos otra educación, somos mucho 
más ponderados y discretos y sabemos situarnos en una postura 
equidistante y ecuánime, en ese paraíso dotado de toda clase de 
bienes preternaturales que es el centro, desde el que no nos 
decidimos a dar un paso hacia ninguna parte, no sea que peligre 
ese "patrimonio espiritual de occidente" que llamamos prudencia. 
PRUDENCIA-ECLA FE/ATREVIMIENTO: El lenguaje eclesiástico 
es experto en matices y sutilezas y, gracias a unos cuantos 
adverbios y adjetivos estratégicamente colocados, puede conseguir 
que las afirmaciones más afiladas se vuelvan aterciopeladas y 
redondas.2 
Claro que más vale así, porque cuando alguien se atreve a 
llamar a las cosas y a las situaciones por su nombre, suele durar 
poquísimo en los cargos públicos, en los puestos de gobierno e 
incluso en este mundo. Monseñor Romero decidió salirse de ese 
lenguaje esférico que apunta en todas las direcciones, y así le 
fue... 
Por eso nosotros preferimos adoptar las cualidades del agua, 
que es inodora, incolora e insípida y, encima, tibia. Y eso aunque 
estamos avisados de lo que ocurre con lo tibio cuando va a parar a 
la boca de Dios. 
Menos mal que el Espíritu Santo que anima a la Iglesia es mayor 
que ella y le hace decir cosas casi a pesar de sí misma, como 
pasaba con los profetas. Por eso no deja de empujarnos a la 
audacia y de sacudirnos cada año con el: "conviértete y cree en el 
evangelio", y cada día con el atrevimiento del Padrenuestro. El 
"audemus dicere" que nos lo enmarca es una llamada de alerta, un 
aviso grave: decir "venga tu Reino" y "hágase tu voluntad" no es 
inofensivo ni intrascendente, no es una espera pasiva de que el 
Padre los haga llover del cielo: lo que le estamos pidiendo es que 
nos ponga en la brecha junto a su Hijo, para vivir y trabajar en la 
historia como él.3 
Y ese riesgo que recorre la oración llega hasta el "Amén" con el 
que afirmamos como verdadero lo que acabamos de decir y lo 
reconocemos como válido y seguro y, por eso mismo, vinculante.
Lo que había empezado por un atrevimiento concluye con una 
vinculación, y por eso reproduce, como en maqueta, lo que es el 
proceso mismo de la fe. Y es que tanto el creer como el orar, que 
es su cara consciente, nacen de un riesgo que corremos 
voluntariamente al apoyarnos en una certeza diferente de la que 
nos proporcionan las verificaciones sensibles o los cálculos 
matemáticos. Cuando nos decidimos a creer o a orar, damos 
libremente un primer paso hacia ese Alguien que siempre nos 
precede, pero eso no nos es evidente cuando nos exponemos a su 
exigencia. Y, sin embargo, intuimos oscuramente que, si no nos 
arriesgamos a jugárnoslo todo a un amor, nunca llegaremos a 
saber si ese amor era capaz de sostener el todo de nuestra vida. 
Nunca haremos la experiencia de que Dios es ternura y acogida 
incondicional si no nos lanzamos a llamarle Abba; sólo si nos 
abrevemos a ir más allá de la negatividad de lo real podremos ser 
alcanzados por la certidumbre del Amén de Dios. 
La Iglesia nos alienta y sostiene en esta aventura del creer y del 
orar, porque ella es "audax pusillanimis", como es también "casta 
meretrix". Y es ahí donde se esconde lo más hermoso y lo más 
grande de su misterio. 

El Padrenuestro nace de la despreocupación 
PATER/DESPREOCUPACION: Porque las preocupaciones tienen 
mala prensa en el evangelio y hay que andar muy atentos para no 
confundirlas con la vigilancia, que está mezclada con ellas como el 
trigo con la cizaña. 
ORA/PREOCUPACIONES PREOCUPACION/ORACION: Cuando 
nos encerramos en nuestro cuarto a orar, las preocupaciones o se 
quedan dentro, o se ponen a golpear la puerta de nuestra 
conciencia y pretenden siempre pasar las primeras y ser atendidas 
en el acto. 
Son ellas las que tejen nuestra versión apócrifa del 
Padrenuestro: si nuestro buen nombre ha quedado maltrecho, si 
nuestros planes están a punto de frustrarse o si algo amenaza 
nuestra santísima voluntad aquí en la tierra, entonces ponemos el 
grito en el cielo. Con lo del pan coincidimos un poco más, pero 
cambiando el "nuestro" por "mío" y recordando más lo que otros 
nos deben que lo que nos
No; las preocupaciones no son un buen humus para que florezca 
la oración y, si no conseguimos distanciarnos de ellas, 
convertiremos el gran árbol del Padrenuestro en un bonsai, más o 
menos artístico, pero enano. 
"No andéis preocupados por vuestra vida", decía Jesús 
(/Lc/12/22); "no toméis nada para el camino" (Lc 9,3); "el que 
pretende poner su vida al seguro la perderá" (Lc 17,33); es inútil 
andar levantándose por la noche, porque "la semilla crece sin que 
se sepa cómo" (Mc 4,24).
Ni siquiera por el Reino hay que preocuparse: hay que buscarlo 
(Lc 12,29-31); el cambio de verbo es significativo, porque nos hace 
ver que la ansiedad es como una sustancia radiactiva que puede 
contaminarlo todo. 
Lo que ocurre es que nosotros confundimos la búsqueda con la 
preocupación, la intensidad con la tensión, y el ser responsables 
con el hacernos los importantes. Nos deslumbran secretamente 
esos personajes que van por la vida "de valiosos", abrumados por 
la trascendencia de sus responsabilidades y protegidos por un 
equipo de defensa y camuflaje que suele constar de agenda a 
tope, rictus de prisa, maletín de documentos y bibliografía en 
alemán. Podrían llevar colgada a la espalda aquella pegatina de: 
"Estamos tan ocupados que no sabemos si vamos o venimos", y 
seguramente hace mucho tiempo que no han probado a 
descalzarse, a jugar a las chapas con un niño, a reírse a 
carcajadas o a comerse por la calle un helado de fresa. 
"Je sis sérieux, moi", decía al Principito el habitante de aquel 
planeta que contabilizaba estrellas sin poder perder un minuto; y se 
diría que en nuestro planeta-Iglesia sobran ejecutivos y 
funcionarios y faltan cantores y poetas. Y eso supone, entre otros 
peligros, que llegue a resultar poco serio el que a alguien le 
interese cómo son por dentro los pétalos de un lirio, quién alimenta 
a los gorriones en invierno o qué siente una mujer después de 
haber parido... A Jesús: le quedaban tiempo y espacio interior para 
ocuparse de. todo eso, que eran para él cosas del Padre. Pero es 
que el lugar que en nosotros se reservan nuestro yo y su séquito, 
en él estaba vacío, como un hogar abierto, iluminado y caliente. 
No sabemos ser como él; pero, si probamos a dejar las puertas 
de: nuestra-vida abiertas, entrarán la gente y sus problemas; si nos 
asomamos a las ventanas, probablemente llegará a nosotros el 
rumor de otros gritos y de otras esperanzas, y entonces nuestras 
pequeñas preocupaciones se Irán quedando arrinconadas y 
olvidadas en el cuarto trastero y, cuando nos pongamos a rezar, 
nuestro yo encontrará su verdadero sitio junto al Tú del Padre y el 
nosotros de la comunidad de hermanos. 
También aquí el Padrenuestro es mistagógico: atrevernos a 
decir: "Padre, santificado sea tu nombre" y a dejar el cuidado del 
nuestro en sus manos, libera para el Reino toda esa atención y 
energía que dedicamos a intentar asegurarnos y protegernos por 
nuestra cuenta. Porque el secreto de la des-preocupación está en 
la decisión de confiar en que quien se ha hecho cargo de nuestro 
nombre, lo lleva grabado en sus palmas como un tatuaje (Is 49,16). 


El Padrenuestro nace de la com-pasión 
PATER/COMPASION: Desde los tiempos de Pablo andamos los 
cristianos bastante convencidos de que no sabemos pedir como 
conviene; pero la raíz de esa incapacidad es que no sabemos 
sentir como conviene. Por eso nos viene grande el Padrenuestro y 
sospechamos vagamente que no está hecho para nosotros, sino 
para una talla mayor, para unos superhombres verdaderamente 
filiales, fraternos, libres y entregados al Reino y a su justicia. Y en 
realidad, no nos falta algo de razón, porque sólo Jesús sabe 
rezarlo: es él quien fue acostumbrando a Dios a ser invocado como 
Abba desde el tiempo y la historia; sólo él sabía lo que decía al 
pedir que se cumpliera su voluntad y, cuando nos enseñaba a 
desear la llegada del Reino y el pan y el perdón, era consciente de 
lo poco que lo comprendíamos nosotros, a pesar de que nos lo 
había explicado mil veces con nuestras palabras sencillas de cada 
día.
La verdad es que el problema no está en nuestra falta de 
comprensión, sino en nuestra falta de sim-patía/sin-tonía con el 
pathos de Jesús: estamos enfermos de desencanto y apatía, la 
abundancia y la seguridad nos han inmunizado contra el deseo, 
vivimos en un presente diminuto que nos marcan nuestros relojes 
digitales y no somos capaces de desear apasionadamente el futuro 
que nos ha sido prometido. "Fove quod est frigidum", nos hace 
suplicar la Iglesia al Espíritu; y es como pedirle que haga nacer en 
nosotros la pasión misma de la que brotó el Padrenuestro. Porque 
sólo el Espíritu puede poner a nuestra disposición el amor 
torrencial de Jesús, toda esa capacidad suya de ser cercano y 
comprometido con la causa de Dios y del hombre, de afligirse y 
gozar y dejarse afectar por lo que les ocurre, sobre todo, a los más 
pequeños; de abrazar visceralmente, desde las entrañas, los 
sentimientos de los otros; de imaginar y ofrecernos la alternativa 
radical y utópica de la historia según Dios; de creer tercamente en 
la posibilidad de novedad de cada hombre y de cada mujer... 
Todo eso está ahí para nosotros, como un gran fuego que puede 
derretir nuestra indiferencia y nuestra insensibilidad, como un río 
en crecida, capaz de arrastrar nuestros aburrimientos y hastíos, 
nuestras apatías y desánimos. Y sólo necesita que estemos 
dispuestos a esa com-pasión, que aceptemos entrar en el ritmo de 
otro corazón que no es de piedra como el nuestro, que 
con-sintamos en ser invadidos por un amor que es mayor que 
nuestro propio amor. 

Volver al Padrenuestro 
Y para terminar, una convicción que fluye más mansamente que 
las otras: al Padrenuestro hay que volver. Por aquello de las 
sutilezas del lenguaje, decir esto no es exactamente lo mismo que 
decir: "hay que volver al Padrenuestro" porque un imperativo 
categórico no puede alcanzar a eso del volver, que es una de las 
"experiencias fundantes" de nuestro ser creyente. 
Lo que quiere expresar es que, normalmente, y salvo esas 
excepciones de trayectoria en flecha, propia de niños angélicos y 
jóvenes purísimos, que también los hay, la vivencia más común de 
ese pueblo de a pie que somos los demás es la de hacer camino 
con los vaivenes de un carromato desvencijado. Y la de necesitar 
volver al hogar del que nos habíamos alejado para sentirnos, otra 
vez, dentro de ese hueco acogedor del Padre que nos estaba 
esperando y hundirnos en él como en un útero que nos recrea y 
nos hace nacer de nuevo. 
Al que sabe de eso, también la oración se le convierte en un 
"cántico nuevo", porque ahora brota del corazón de alguien a quien 
"se le ha perdonado mucho" (Lc 7,47). 
La historia de muchos de nosotros está marcada por las huellas 
de habernos marchado a tierras lejanas y haber dejado atrás el 
Padrenuestro. Nos hemos gastado la herencia en "hacernos un 
nombre" (cf. Gen 11,4) para llevarlo entre las manos como la 
estatuilla de oro de un "Oscar"; pero, a la larga, resulta incómodo 
llevar siempre las manos ocupadas en protegerlo y, además, con el 
paso del tiempo, se ha oxidado y todos se han dado cuenta de que 
era de pura hojalata. Hemos traficado y batallado por nuestra 
propia perfección o por afirmarnos a fuerza de saber, poder o 
tener, y al final, ese pequeño reino se nos ha quedado tan estrecho 
y oscuro como un patio de vecindad. Hemos probado a qué sabe el 
pan que se busca con ansiedad o que se retiene con avidez, y el 
estómago se nos ha quedado vacío. Hemos hecho sesiones de 
dinámica de grupo y nos sabemos de memoria toda la teoría de las 
relaciones humanas, pero seguimos fallando en eso de dejar a los 
otros abierto el futuro, en ese antiguo gesto de perdonar. Hemos 
caído en casi todas las tentaciones, porque no nos pareció 
necesario aceptar humildemente que solos no éramos capaces de 
vencerlas. 
Hemos probado a repetir mantras, a poner la mente en alfa, a 
sentarnos, con indecibles penurias, en la postura de loto... Pero 
tenemos que reconocer que aún no hemos aprendido a orar. 
Y ese momento puede ser precisamente aquél en que la gracia 
nos dé alcance porque nos sentimos empujados de nuevo hacia el 
Padrenuestro. 
Volvemos con los pies llenos de polvo y de cicatrices, con las 
manos y la mochila vacías y el corazón mucho más silencioso. 
Las palabras del Padrenuestro siguen ahí para nosotros, 
esperándonos como los muros familiares de la casa paterna o el río 
de nuestra infancia. 
Podemos volver a pedir a Jesús desde lo hondo de nuestra 
pobreza: "Enséñanos a orar...". Y él volverá a respondernos, como 
si fuera la primera vez: "Cuando oréis, decid: Padre nuestro...".
Alguien nos pondrá entonces un vestido de fiesta, un anillo y 
unas sandalias nuevas. Y entraremos en casa para comenzar el 
banquete.

DOLORES ALEIXANDRE
SAL TERRAE 1987/06. Págs. 437-446)

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1. DAMASO ALONSO, Hijos de la ira (Madrid 1979). 
2. Así, la opción por los pobres "no puede ser exclusiva ni excluyente", 
porque además, pobres son los pobres, pero también son pobres los ricos, 
de puro ricos que son. Los votos de los obispos para nombrar a su 
presidente no son ni de derechas ni de izquierdas, ni conservadores ni 
progresistas. Las mujeres debemos tener responsabilidad y participación en 
la vida de la Iglesia. pero, aclaran los documentos oficiales: "según su 
naturaleza peculiar y su cometido propio", y el determinar en qué consiste 
nuestra peculiaridad corresponde, naturalmente, a los varones, según la 
"venerable tradición". (Y una se va al diccionario a mirar "opción", "pobres", 
"voto", "participación" y "venerable", por si se ha confundido de palabras...).
3. JON SOBRINO, "La oración de Jesús y del cristianos': Noticias Obreras 9 
(1985).