CREER EN DIOS PADRE
VI
ORAR EN LA CONFIANZA DE HIJOS
De la imagen que se tenga de Dios con quien se dialoga en la
oración, dependerá el talante con que se ore. Por eso los grandes
maestros espirituales elaboran su propia oración que dejan a los
seguidores; y así los discípulos piden a Jesús que les ensene a
orar como el Bautista lo hizo con sus adeptos. Y Jesús les dijo:
cuando oréis decid «Padre Nuestro»; expresión de confianza total
que responde a la buena noticia o evangelio sobre Dios.
Jesús de Nazaret fue un hombre contemplativo que descubrió y
gustó la presencia benevolente y activa de Dios en los surcos de
nuestra tierra. En ese clima brotaron los tiempos fuertes de oración,
cuando «se retiraba» y «pasaba noches enteras» en oración
dejándose alcanzar y transformar por la cercanía del «Abba». En
esos tiempos fuertes celebraba y «re-creaba» esa intimidad con
Dios que le permitió vivir y morir por amor a los demás. La oración
de Jesús fue de acción de gracias, alabanza, petición; pero siempre
en y desde la confianza. Teresa de Avila gustó esa novedad
evangélica cuando escribió: «No es otra cosa oración mental, sino
tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con
quien sabemos nos ama» 1.
Mt 11,25 tiene visos de responder a la oración pronunciada por
el mismo Jesús: «Te bendigo, Padre, señor del cielo y de la tierra,
porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las
has revelado a los pequeños; sí, Padre, pues tal ha sido tu
beneplácito». Experimenta que Dios es amor gratuito, «Abba»; pero
no abstracto: tiene un proyecto, un querer sobre nuestro mundo, y
se pone al lado de «los sencillos», que no pueden, ni saben, ni
tienen. Ello quiere decir que un trato amistoso con ese Dios, Padre
«nuestro», no puede ser ajeno al empeño histórico por realizar su
proyecto y rehabilitar a los más débiles.
Con esta introducción, ya podemos adentrarnos en la
peculiaridad de la oración cristiana.
1. Dejarse alcanzar por Dios
Según la fe cristiana, Dios está con nosotros y de nuestra parte
antes de que le invoquemos, cada uno es imagen o presencia de
Dios, y todas las personas que pueblan la tierra son rostros
irrepetibles del único Creador. Pero frecuentemente nos alejamos
de estas verdades que determinan nuestra condición humana. El
pecado no es más que separar la mirada de esa presencia
benevolente. Por eso necesitamos tener los ojos y el corazón
abiertos a esa cercanía en medio de las dificultades y tropiezos del
camino. La oración es fruto de la fe y nos sitúa en la ruta de la
esperanza. En la oración recuperamos nuestra verdad de hijos y
hermanos. Es el punto de partida y el recurso imprescindible para
modelar nuestra existencia conforme al evangelio.
a) El Espíritu ora en nosotros
Si Dios «a todo da vida y aliento», si «en él existimos, nos
movemos y actuamos»; si está más íntimo y activo en nosotros que
nosotros mismos, basta con tomar conciencia y actuar conforme a
lo percibido. Nuestro Creador nos sustenta en cada momento por y
con amor; nuestra historia se fragua en un dinamismo de gracia,
que despunta en el impulso de vida, en el ansia de ternura, en los
anhelos irreductibles de justicia y fraternidad. Cuando caemos en
la cuenta de este amor que gratuitamente nos precede, nos
fundamenta y nos anima, espontáneamente nos dejamos trabajar y
amasar por su fuerza y su calor. En esto consiste la oración: dejar
espacio libre a esa presencia de amor que unas veces trae gozo y
otras ausencia que anhela y busca. En la oración abrimos la puerta
para que el Dios del amor sea el único señor en nuestra vida; para
gustar la presencia bcnevolente y silenciosa del «Abba» en todas
las personas, en todos los acontecimientos y en nosotros mismos.
Más aún, en la oración, Dios mismo actúa en nosotros haciéndonos
comprender nuestra condición de criaturas amadas, perdonadas y
acompañadas: «El Espíritu mismo viene en ayuda de nuestra
flaqueza, pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como
conviene; mas el Espiritu mismo intercede por nosotros con
gemidos inefables», permitiéndonos orar en la confianza de hijos
(Rm 8,26).
Según la revelación bíblica, Dios es «el que viene»
continuamente; no hay situación en que no podamos encontrarnos
con él si somos capaces de abrir los ojos y orientar bien nuestra
mirada. Es el encuentro que avivamos en la oración. Contando las
gracias que Dios le ha concedido, Teresa de Jesús escribe: «Para
estas mercedes tan grandes que Dios me ha hecho, es la puerta la
oración. Cerrada ésta, no sé cómo las hará; porque aunque quiera
entrar a regalarse con un alma y regalarla, no hay por dónde; que
la quiere sola, limpia, con ganas de recibirle»2.
Esta visión evangélica -Dios en y con nosotros- choca con otro
esquema: «Dios en el otro mundo y nosotros en este valle de
lágrimas». Porque Dios ya está presente y activo en nuestros
éxitos, podemos darle gracias; porque inesperadamente abre
porvenir en fenómenos y acontecimientos de nuestro entorno
creacional y de nuestra historia, podemos celebrar sus
intervenciones con admiración y alabanza; porque sabemos que
siempre nos acompaña y está de nuestra parte, podemos pedir
confiadamente. En quien se siente agraciado, la gratitud y la
petición confiada brotan espontaneamente.
b) Superar el narcisismo
Narcisismo evoca el viejo mito de Narciso y significa la
incapacidad de amar a nadie fuera de sí mismo. Nuestra época,
donde han caído los grandes proyectos utópicos, se presta
fácilmente a este intimismo narcisista. Nos constituimos en centro
absoluto y vivimos obsesionados por nuestra seguridad. Nos
curvamos sobre nuestro «yo», acotamos bien nuestro terreno,
intentamos vivir como si Dios no existiera, y miramos a los otros
como siervos a utilizar o enemigos a destruir.
Antropológicamente la oración cristiana es aceptar y dejarnos
acoger por esta presencia de amor gratuito y encarnado en
nosotros mismos y en los demás. Salir de nuestra propia tierra,
dejando que irrumpan en nuestra vida Dios y los otros. Todo lo
contrario a la oración del fariseo que, según la parábola
evangélica, fue al templo para orar buscando protagonismo,
tratando de manipular a Dios y despreciando al prójimo; le faltaba
confianza y le sobraba soberbia; su presunción no dejaba espacio
a la esperanza. Bien distinta fue la conducta del publicano;
aceptaba que Dios era su Centro, y esperaba confiadamente: «Oh
Dios, ten compasión de mí». Ese Centro es un dinamismo de
comunión en que las personas divinas se afirman, se dan y se
reciben mutuamente; en la simbólica trinitaria confesamos que Dios
es amor gratuito en dinamismo comunitario. En la oración salimos
de nuestro campo y entramos en ese dinamismo que nos permite
mirar y aceptar a los otros, a los diferentes, no como enemigos que
debemos someter o eliminar, sino como imágenes de Dios
convocados a la existencia para que mutuamente nos amemos y
todos alcancemos la plenitud de vida.
2. En el compromiso de fraternidad
En la oración nos encontramos con nuestro Centro que es Dios
Padre de todos, Hijo que participa los sentimientos del Padre, y
Espíritu que transforma nuestro corazón de piedra en corazón de
carne y nos hace receptivos a los demás incondicionalmente.
Cuando nos dejamos llevar por la mirada del Padre, la conducta del
Hijo y los impulsos del Espíritu, es inevitable un compromiso
histórico en el proyecto de fraternidad que los evangelios sinópticos
llaman «reino de Dios»: lo que acontece en las personas y en las
sociedades humanas cuando abandonan las idolatrías y dejan que
Dios, Padre o amor en favor de todos, sea su único señor.
Hay en la historia de los profetas bíblicos, después de la
monarquía que dejó al pueblo judío sumido en la desigualdad
social, una dura crítica contra un culto que los potentados de
Jerusalén ofrecían en el templo, mientras sus manos estaban
manchadas en sangre por la explotación de los pobres; al
verdadero Dios le resultan insoportables la oración personal o
litúrgica con la injusticia. Y en la misma línea Jesús de Nazaret
reacciona: «misericordia quiero y no sacrificios»; «no todo el que
dice Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos sino el que
haga la voluntad de mi Padre celestial». Y esta voluntad es la
llegada del reino: que todos tengan vida «en plenitud» (Mt 12,7;
7,21; Jn 10,10). Cuando nuestra oración no genera en nosotros
sentimientos de misericordia y compromiso histórico por hacer
justicia levantando a los excluidos, somos tuertos, vemos sólo con
un ojo, cojeamos de un pie y andamos defectuosamente. No hemos
entendido que nuestro encuentro de gracia con Dios está mediado
por el servicio a los hermanos.
3. «Pedid y recibiréis»
Recientemente se ha despertado entre los cristianos mayor
sensibilidad ante la oración para dar gracias y alabar a Dios; por la
fe gustamos el amor gratuito del Padre que nos sostiene, y apoya
incondicionalmente a toda su creación; en lo más cotidiano v
efímero podemos celebrar «sus maravillas». Con una visión
creyente, todo es gratuito, cada persona es un regalo y cada
instante de nuestra vida es fruto del aliento divino. Confesar esta
gratuidad y proclamar la bondad del Creador en sus obras es
buena noticia para una sociedad en que sólo cuentan las
relaciones comerciales.
a) Objeciones contra la oración de petición
«La oración de petición», que para muchos cristianos y durante
mucho tiempo ha ocupado el primer puesto en la práctica oracional,
sufre hoy una cierta crisis por dos capítulos.
ORA-PETICION/CRISIS PETICION/OBJECIONES: En primer
lugar, desde la percepción evangélica sobre Dios: si quiere la vida
en plenitud para todos, si desea que nuestro gozo sea completo,
está siempre a nuestro lado y sigue amándonos aunque seamos
malos, ¿para qué pedirle nada, si ya sabe lo que necesitamos?
Generalmente acudimos a él desde las mil carencias anejas a
nuestra condición de criaturas; pero si somos de esta condición,
Dios mismo tiene que soportar el mal, aunque nos acompañe y
ayude a vencerlo: está siempre con nosotros, a nuestro lado y en
favor nuestro antes de que le invoquemos; no necesita ser inducido
a dar porque su esencia es amor que se autocomunica; entonces
¿para qué pedirle?
Por otra parte, ha cambiado la visión del mundo. Cuando en una
cultura agraria se pensaba que Dios movía directamente y desde el
cielo todos los hilos, era natural rezar a Santa Bárbara para que
con su intervención cediese la tormenta. Hoy los cristianos
seguimos confesando que Dios a todo da vida y aliento no desde
fuera sino desde dentro, como fundamento que a todo da
consistencia. Por eso su cercanía no se reduce a intervenciones
puntuales y extraordinarias que dejen fuera de juego a las causas
segundas; creemos más en los milagros que gratuitamente realiza
manteniéndonos en la existencia incluso cuando somos pecadores
y transformando los sentimientos de las personas. En esta visión
parece que tiene poco sentido pedir intervenciones directas y
extraordinarias de Dios.
Según los evangelios, en la oración de Jesús la acción de gracias
ocupó puesto relevante. Sin embargo también oró pidiendo al
Padre que le librase de la cruz; e invitó a que sus discípulos pidan
insistentemente: «Pedid y recibiréis; todo lo que pidáis con fe en la
oración lo recibiréis». Y para que no haya dudas, el evangelista
Lucas trae la parábola del amigo inoportuno que una y otra vez
llama a la puerta; y la constancia de la viuda en pedir al juez que
haga justicia 3.
¿Qué sentido puede tener la petición a un Dios que «sabe lo que
necesitamos antes de pedírselo» y no necesita ser motivado para
ponerse a favor nuestro?
b) Dos textos elocuentes
Son dos reflexiones que hizo Tomás de Aquino, para quien la
teología debe ser «orada».
«Debemos rezar, no para informar a Dios de nuestras
necesidades, sino para que nosotros mismos nos demos cuenta de
que necesitamos de ayuda divina» 4. Al expresar nuestra
indigencia, reconocemos nuestra verdad de criaturas. También
manifestamos la compasión que sentimos ante los sufrimientos de
los otros que no podemos evitar; la vida humana, desfigurada y
amenazada por tantos males, tiene una dimensión tremendamente
dura. Finalmente, desde nuestras limitaciones existenciales
recurrimos a Dios.
Pero este recurso sólo puede tener sentido en el dinamismo de la
oración cristiana, donde Dios tiene la iniciativa, y nosotros
acogemos responsablemente su cercanía de amor. En la oración
no hacemos peticiones para despertar a Dios y ponerle de nuestra
parte, «sino para suscitar nuestra confianza; ésta se reaviva
considerando su amor por nosotros que siempre quiere nuestro
bien» 5.
c) Expresión de la confianza
Según lo que vemos en la mayoría de los casos, las peticiones
que hacemos en la oración no se cumplen, al menos en su objeto
directo; no desaparece la injusticia en el mundo, ni el hambre que
sufren millones de personas; ni se cura el cáncer que acaba
matando a un ser querido. Quizás por eso algunos sólo piden
«cosas espirituales», o se añade la coletilla «si le conviene».
Y el resultado es todavía más desconcertante porque la oración
de petlción se levanta como gemido inevltable ante los muchos
males que nos destruyen y Dios es por naturaleza fuente de vida e
irreconciliable con el mal. Hay que buscar otra explicación
conectando con lo dicho anteriormente sobre la misericordia divina
y el misterio de iniquidad que con distintas versiones atraviesa
nuestra historia humana.
Adaptándose al ritmo de una creación en proceso de realizarse y
a la condición histórica de la libertad humana, Dios está venciendo
al mal en nosotros y con nosotros. Esa victoria se da siempre que
no sucumbimos a la enfermedad, a la injusticia e incluso a la muerte
por la confianza en Dios, por la salida de nuestra propia tierra, por
el amor gratuito que nos hace libres. La invitación «pedid y
recibiréis» puede ser bien interpretada si la unimos a otra muy
próxima que también trae Mt 6,31: «No andais preocupados
diciendo ¿qué vamos a comer?, ¿qué vamos a beber?, ¿con qué
vamos a vestirnos? Por todas esas cosas se afanan los gentiles,
pues ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo
esto. Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas esas
cosas se os darán por añadidura». El reino de Dios es lo que
sucede en las personas y en los pueblos cuando dejan que Dios
sea su único dueño y señor; a esta salida de la propia seguridad
acogiéndonos al amor que gratuitamente se nos ofrece, llamo fe o
confianza. Al recurrir a Dios ante problemas que continuamente nos
paralizan, confesamos que no estamos solos sino que también
podemos contar con Alguien que nos acompaña y garantiza
nuestra victoria sobre todos los males. Así nuestra oración no es
para cambiar a Dios, sino para que cambiemos nosotros.
Pero en la oración Dios mismo con su gracia nos trabaja y nos
cambia para que vivamos alegres, para no ser desdichados en
medio de la tribulación y abrirnos confiadamente hacia el porvenir.
En este sentido, Teresa de Jesús, maestra en oración, orientaba
bien a quienes pedimos cosas a Dios, y nuestras demandas no
reciben respuesta: «¿Pensáis que está callando? Aunque no le
oímos bien, habla al corazón cuando le pedimos de corazón» 6. Lo
decisivo es que se pida «de corazón», desde la intimidad de la
persona consciente de ser y actuar en brazos del Padre. Cuando
manifestamos nuestras necesidades y nuestros anhelos «más allá
de la prisión del yo», hemos entrado en el espacio donde se
articulan espontáneamente gratitud, alabanza y petición. Cuando
pedimos en ese ámbito de confianza, nuestra oración es eficaz
porque Dios actúa «de tal forma que su gracia, cuando penetra
hasta el fondo de un hombre e ilumina desde allí todo su ser, le
permite, sin violar las leyes de la naturaleza, caminar sobre las
aguas» 7. Cuando Jesús promete: «pedid y recibiréis», añade:
«Vuestro Padre dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan» (Lc
11,13). Según lo que venimos diciendo, nuestra petición siempre
tiene respuesta, pues en ella, si es sincera y humilde, la fuerza de
Dios cambia nuestro corazón para que, a pesar de y en nuestros
males, seamos libres y no esclavos.
Generalmente los mortales, también los cristianos, pedimos a
Dios cuando nuestras posibilidades chocan con la limitación, bien
para resolver problemas que nosotros no podemos solucionar, o
bien para que intervenga rompiendo las leyes que implica nuestra
finitud. Pero deberíamos ser capaces de pedir también cuando
gustamos momentos de felicidad o logramos metas admirables en
nuestro esfuerzo por conocer y promover la creación. En cualquier
caso seguimos siendo criaturas anhelantes de plenitud, y cuando
nos abrimos confiadamente a nuestro Creador, ya nos estamos
plenificando porque vivimos la cercanía benovolente y permanente
de Dios en nuestra existencia. Cuando pedimos «santificado sea tu
nombre», expresamos el deseo de que todos acojan la verdad de
Dios tal como se ha manifestado en la revelación bíblica y sobre
todo en Jesucristo: El que acompaña siempre a la humanidad en su
historia. Cuando decimos «venga tu reino» avivamos en nosotros el
anhelo de que Dios sea único señor en nuestra vida. Todas las
peticiones del «Padrenuestro» son la expresión de una confianza
sin limites, y sólo en ese clima pueden ser bien interpretadas.
Todas ellas son expresiones de quienes tratan de «hacerse como
niños», vivir como hijos que se fian de sus padres (Mt 18,2; 7,9-11).
En la tradición católica siempre ha sido recomendada la petición
en favor de los otros, vivos y difuntos. ¿Qué justificación y sentido
puede tener esa oración? Parece que la tradición sigue siendo
válida si ambientamos la plegaria en el dinamismo del amor y de la
confianza tanto en el que pide como en el beneficiario de lo que se
pide. En el fondo hay un supuesto: la solidaridad entre todos los
mortales y en la comunidad cristiana; la perfección de uno
repercute positivamente en favor de los demás, como el pecado
desfigura también a la comunidad entera. Cuando uno pide, se
abre confiadamente al amor gratuito de Dios; aviva su fe o
confianza, se perfecciona dejando que la gracia lo transforme, y
esa perfección tiene su efecto positivo en los otros miembros de la
misma humanidad y de la misma comunidad cristiana; en cada uno
de sus miembros crece todo el organismo vivo. Sin embargo esta
repercusión benéfica no se hace real sin la cooperación libre de los
beneficiarios que no se cierran a la comunicación gratuita de Dios.
Por eso la moral neoescolástica decía que la oración sólo es
infalible cuando uno ora de verdad por sí mismo, pues sólo
entonces hay garantías de apertura y confianza; lógicamente, se
decía, no tiene sentido rezar por los condenados definitivamente.
4. María de Nazaret, creyente y orante
La Iglesia es un dinamismo vivo del Espíritu que actúa en
personas de carne y hueso. A estas personas que se dejan
alcanzar por la fuerza de lo alto debemos acudir para saber qué es
la Iglesia. Entre estas personas, María de Nazaret, «primera
redimida y fruto más espléndido de la redención», es miembro
eminente de la comunidad cristiana, modelo de fe que se plasma y
expresa en la oración.
a) «Hija predilecta del Padre»
Con razón la Iglesia «venera con amor especial a la
bienaventurada Madre de Dios». Pero antes de ser celebrada con
devoción, María fue sujeto de fe, vivió el encuentro interpersonal
con ese Dios cercano y escondido, en la grata sensación de
sentirse amada, pero también en la oscuridad, en la búsqueda y en
el conflicto. «Llena de gracia» y «pobre del Señor» definen bien las
dos coordenadas que hacen posible y mantienen vivo el encuentro
que llamamos fe.
La iniciativa viene de Dios: eso quiere decir la presencia de los
ángeles y del Espíritu en la anunciación. Pero en su «sí» María se
dejó alcanzar por esa intervención gratuita; acogió la gracia, entró
de lleno en una historia de salvación que tuvo su plenitud en esa
autocomunicación de Dios mismo en la encarnación del Verbo. Con
razón el Vaticano II celebra que esta mujer agraciada es «hija
predilecta del Padre»: en ella ha tenido lugar ese acontecimiento
en que una persona humana se deja modelar por el amor gratuito
de Dios, y así es testigo y portadora de la gracia para los demás 8.
b) «Imagen de la Iglesia»
Como «miembro eminente de la Iglesia», María es para toda la
comunidad cristiana manifestación excelente de Dios-Amor que
gratuitamente sobreviene y es libremente acogido por nosotros. Por
eso debemos celebrar a esta mujer como «signo de la Iglesia»,
comunidad histórica de hombres y mujeres que se dejan alcanzar
por ese amor gratuito, y forman una comunidad visible «de fieles»,
que confían, que dejan a Dios ser único señor en su existencia. La
fe de la comunidad cristiana donde Lucas escribe los primeros
capítulos de su evangelio, nos presenta a María creyente,
acogedora de la Palabra, abierta incondicionalmente al proyecto de
Dios en la historia.
El «Magnificat» es la oración en que María expresa su
percepción de Dios y su intimidad creyente. Compuesto con frases
del Antiguo Testamento, en ese cántico tiene su eco el alma de
todos los pobres y sencillos, todos los justos «desde Abel», que
vivieron siempre a la escucha del Dios cercano y escondido en su
misma cercanía. Según ese himno entrañable, María no se refiere a
una divinidad abstracta; más bien goza su presencia benevolente:
«mi Salvador» (Lc 1,47). Un Dios misericordioso que se deja
impactar por los males y sufrimientos que aquejan a las personas:
«Ha mirado la humillación de su esclava» (Lc 1,48). No es algo
impersonal, sino «el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob», el que
oyó los gemidos de su pueblo esclavizado en Egipto e intervino
para liberarlo, el que lo protegió en su travesía por el desierto, el
que le acompañó hasta llegar a la tierra prometida y el que quiso
permanecer «en medio de su pueblo» para crear una comunidad
«en justicia y en derecho», donde todos puedan convivir
pacíficamente.
En su cántico María celebra que Dios hace realidad su proyecto.
Acompaña en cada instante a su creación y sigue trabajando a
nuestra humanidad con su misericordia que se hace llamada de
conversión para los ricos soberbios, y palabra de confianza para
los pobres hambrientos: «Derribó a los potentados de sus tronos y
exaltó a los humildes» (Lc 1,52). Es el «Dios del reino», símbolo de
la fraternidad. Siendo María la mujer que aceptó con amor ese
proyecto de Dios y «salió de su propia tierra» para que la voluntad
del Padre se hiciera realidad en nuestra historia, con razón la
Iglesia celebra su figura «como imagen purísima de lo que ella, toda
entera, ansía y espera ser» (SC 103).
c) La oración de Maria
Aquella mujer no vio a Dios cara a cara. Tuvo que ir
descubriendo su presencia en los acontecimientos, a veces
desconcertantes, de cada día. Con talante contemplativo, «daba
vueltas en su corazón» sobre lo que veía y oía. En ese clima hizo
muchas veces oración como creyente de la Biblia y abriéndose a la
novedad de Jesucristo. Según Hch 1,14, después de la muerte de
su Hijo, María perseveraba en la oración con los primeros
cristianos.
Las formas de oración más destacadas en el Magnificat son de
alabanza y de acción de gracias. La oración de petición está
resumida en la frase lapidaria: «Aquí está la pobre del Señor,
hágase en mí según tu palabra». Ora no para cambiar a Dios, sino
como expresión de que ella está siendo cambiada por el Espíritu.
Bajo esa fuerza de lo alto, confía, escucha, y deja que la Palabra
de Dios se haga carne, tome cuerpo en la historia y en la
humanidad. En la muerte incomprensible del Hijo, esa petición
silenciosa no cabe ya en palabra, y se plasma en un gesto
simbólico: «Permanecía en pie junto a la cruz» (Jn 19,25). Vivió la
cercanía en la ausencia y en tensión hacia el encuentro. La
confianza es la clave para interpretar la oración de María, que se
manifiesta como acción de gracias, alabanza y petición.
A María la invocamos «Madre de misericordia», porque se dejó
alcanzar y transformar por la misericordia de Dios; y porque realizó
su existencia practicando esos sentimientos. Según el programa de
las Bienaventuranzas, los misericordiosos y los que viven con
espíritu de pobres son los hijos de Dios y los auténticos cristianos.
En María tuvo lugar la encarnación o sacramento de la bondad de
Dios «en favor de todos los hombres» que es Jesucristo. Por eso
ella es también la expresión histórica de este amor misericordioso.
Así parece natural que la comunidad cristiana recupere y celebre
con alegría la figura de esta mujer. Puede ser signo de gracia para
la Iglesia, que, a su vez, debe ser signo para «el hombre y el
mundo contemporáneos que tienen tanta necesidad de misericordia
aunque con frecuencia no lo saben». En el fondo está el evangelio
de Dios como «Padre misericordioso».
E P Í L O G O
En la Carta de Juan Pablo II invitando a celebrar en este último
año de siglo la paternidad de Dios, hay una llamada urgente a la
caridad como versión histórica de haber entendido y experimentado
que «Dios es amor». La conversión cristiana no es empeño
prometeico del hombre que intenta conseguir la salvación con solas
sus propias fuerzas, sino respuesta libre y apasionante a esa
buena noticia de Dios que viene continua y gratuitamente a
nosotros. Esta dimensión es el evangelio que hoy puede generar
esa mística que tanto necesita la comunidad cristiana para superar
las tentaciones de instalación mientras va de camino, para salir de
sus miedos ante una sociedad cada vez más secularizada, y para
ser testigo de la misericordia.
Avalando esta perspectiva, remito a tres testimonios que
resumen bien lo que intenté confesar en este libro.
El primero es de San Pablo, en dos textos:
«Bendito sea Dios, padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos
ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los
cielos, en Cristo, por cuanto nos ha elegido en él, antes de la
fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su
presencia, en el amor, eligiéndonos de antemano para ser sus hjos
adoptivos por medio de Jesucristo [...] en él tenemos por medio de
su sangre la redención, el perdón de los delitos según la riqueza de
su gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e
inteligencia» (Ef 1,3-8).
«Habéis roto con Cristo todos cuantos buscáis la justicia en la
ley, os habéis apartado de la gracia. Pues a nosotros nos mueve el
Espíritu a aguardar por la fe los bienes esperados por la justicia.
Porque en Cristo Jesús ni la circuncisión ni la incircuncisión tienen
valor, sino solamente la fe que actúa por la caridad» (Gál 3,5s).
Juan de la Cruz escribió: «Hace tal obra el amor después que le
conocí, que, si hay bien o mal en mí, todo lo hace de un sabor, y el
alma transforma en sí» 1.
A Teresa de Lisieux le apasionaban todas las vocaciones:
profeta, apóstol, misionero, mártir. Pero al fin encontró el descanso
para su alma: «Comprendí que la Iglesia tenía un corazón y que
ese corazón estaba ardiendo de amor. Comprendí que sólo el amor
era quien ponía en movimiento a los miembros de la Iglesia; y que
si el amor se apagase, los apóstoles no anunciarían ya el
evangelio, y los mártires se negarían a derramar su sangre»2.
Como aproximación a esta fe o experiencia cristiana que han
vivido y hoy viven con intensidad los verdaderos seguidores de
Jesucristo, ha sido redactado este libro.
JESÚS
ESPEJA
CREER EN DIOS PADRE
BAC 2000. MADRID 1999 Págs. 107-124
........................
1. Vida, 8,5.
2. Vida, 8,9.
3. Mt 7,7; 21,22; Lc 11,5-8; 18,1-8.
4. Suma Teo/ógica, Il-II,83,2, sol. 1.
5. II-II,83,9, sol. 5.
6. Camino de perfección, 24,5.
7. S. Weil, o.c., 81.
8. El Vaticano II presenta la figura de María como «Madre del Hijo de Dios,
hija predilecta del Padre y templo del Espírito Santo» (LG 53).
9. Cántico Espintual, 16-18.
10. «Manuscrito dedicado a Sor María del Sgdo. Corazón», en Obras
Completas, p.278.