CREER EN DIOS PADRE
V
PASAR DE SIERVOS A HIJOS
Jn 15,14-15 expresa bien la novedad del evangelio: «Ya no os
llamaré siervos, porque un siervo no sabe lo que hace su amo. Os
diré amigos porque os he dado a conocer todo lo que aprendí de
mi Padre». Poco antes Jesús se ha identificado con la vid de la que
sus seguidores son los sarmientos. Él no es sólo la cepa, sino la
totalidad en que los sarmientos reciben la savia o vida común. Una
elocuente alegoría para presentar el encuentro de la gracia o
amor, que la teología escolástica definía como amistad: «Los
amantes, los amigos, tienen dos deseos; uno, amarse hasta el
punto de entrar uno en el otro y formar un solo ser; el otro, amarse
tanto que aun estando cada uno en una punta del globo, su unión
no sufra por ello merma alguna» 1.
MORAL/CRA-PELAGIANA: En la práctica de la moral cristiana se
han acentuado tres aspectos que deben ser integrados. En la
Iglesia católica occidental, quizás por la obsesión pelagiana de
ganarse el cielo con las propias manos, durante los últimos siglos
ha prevalecido una moral preceptiva: el cumplimiento de leyes y
preceptos impuestos desde fuera garantizaba la salvación
concedida por los méritos adquiridos. La Reforma protestante
insistió en la dimensión indicativa —el evangelio anuncia que Dios
mismo nos salva en Jesucristo y suscita en nosotros la confianza—,
aunque se fue al otro extremo negando el papel decisivo de la
libertad personal y de las obras como prueba de esa fe. La
tradición oriental destaca bien «la divinización» de la persona por
la gracia, con el peligro de olvidar un poco la dimensión real de la
existencia humana y la transformación del mundo que conlleva
actuar como «el Padre misericordioso».
No es suficiente ni sería verdadera una moral indicativa, una fe
que no se traduzca en obras; pero tampoco unas obras que no
sean versión histórica de la fe. No hay cristianismo, como no hay
vida humana, sin ascesis; pero una ascesis que no sea fruto del
amor o de la mística no es cristiana. Jesús proclama que ya está
llegando el reino de Dios—indicativo—; por consiguiente, y como
fruto de esa buena noticia, brota espontáneamente la conversión.
Sólo el que descubre la perla preciosa o el tesoro escondido, «con
gran alegría» va y vende todo lo que tiene para conseguir aquello
que ha descubierto. Cuando Jesús transmite a sus discípulos «el
conocimiento», la experiencia que tiene del Padre, les da el
principio para que actúen por sí mismos, desde dentro, y con
libertad: «Ya no os llamo siervos, sino amigos». Si el árbol bueno
da buenos frutos, los hombres y mujeres que reciban el Espíritu de
Jesús seguirán también sus pasos: «haciendo el bien y curando a
todos los oprimidos por el diablo» 2.
1. «No estamos bajo la Ley sino bajo la gracia»
Es el evangelio que San Pablo vivió con especial intensidad.
Dios no actúa en favor nuestro desde fuera, dictándonos leyes que
se nos imponen sin más y reprimen nuestras libres decisiones.
Siendo más íntimo a nosotros que nosotros mismos, desde dentro
ilumina, sugiere, suscita, apoya, sana y perfecciona nuestra
libertad. Según la teología tradicional, hay una gracia «sanante» y
una gracia «elevante». El Creador nunca abandona su obra, y
Jesucristo es la proclamación histórica y única de este
acompañamiento eficaz. Aquel hombre vivió y murió apasionado
por la sanación y perfeccionamiento de la humanidad «porque Dios
estaba en él» potenciando su misma libertad humana y
garantizando la verdad de su empeño. En Jesucristo se abre para
todos un camino de salvación o realización humana plena: «Nos ha
liberado para que vivamos en libertad»; no como esclavos bajo el
palo del amo, sino como hijos con el Padre que nos arropa con su
amor. Alcanzados y motivados por esa fuerza misteriosa que
llamamos Espíritu, y que es Dios mismo actuando en nosotros y
ayudándonos a ser cada día más libres 3.
Profundos creyentes como fueron Agustín y Tomás de Aquino
gustaron también esa novedad evangélica y la expusieron
magistralmente. Aunque los mismos discípulos hayan distorsionado
a veces su doctrina, debemos celebrar la finas intuiciones de
Agustín: el cristiano es libre cuando, transformado por la gracia,
encuentra su satisfacción mayor realizando aquello que constituye
su verdad más profunda; «nadie hace bien actuando sólo por
obligación, incluso haciendo el bien cuando actúa» 4.
/St/01/25 ESCLAVO/LIBRE LIBRE/ESCLAVO: En la misma
experiencia cristiana, Tomás de Aquino escribió: «Hombre libre es
el que hace lo que quiere en contraposición al siervo que hace lo
que su amo le manda; es libre quien es señor de sí, y siervo el que
está sujeto a su señor. El siervo no tiene voluntad propia; cuando
es perfecto, adivina la voluntad de su señor, y está dispuesto a
negar incluso lo que le hace persona. Uno es libre cuando el
principio de acción está en él. Por tanto quien evita un mal no
porque así lo ve, sino por mandato del señor, no es libre; lo es en
cambio cuando no hace el mal por convicción propia. El niño no
roba porque su mamá se lo prohibe, mientras el diabético no come
dulce porque sabe que le hace daño. Gracias al Espíritu Santo que
interiormente nos perfecciona, podemos realizar la voluntad de
Dios no como voluntad de otro sino de nosotros mismos. Somos
libres no porque nos sometamos a la ley divina, sino porque,
gracias al hábito bueno infundido por el Espíritu, nos vemos
inclinados a realizar el bien que prescribe la ley divina»5.
HABITO-BUENO /2Co/03/17: Para quienes no estén
acostumbrados a este lenguaje, «hábito bueno» significa un nuevo
ser que perfecciona nuestra condición humana y nos capacita para
actuar virtuosamente, con espontaneidad, satisfacción y destreza.
La gracia es un hábito bueno que cualifica y promueve a la
persona humana; quienes son alcanzados por ella se sienten
agraciados, viven agradecidos y son agradables para los demás.
El comentario de Santo Tomás expresa muy bien la novedad de la
moral evangélica, donde la gracia es la inspiración y el clima para
interpretar de modo adecuado el valor y la función de normas y
cumplimientos.
La visión de Agustín y de Tomás corresponde a la experiencia
que vivieron místicos cristianos como Juan de la Cruz:
«A zaga de tu huella las jóvenes discurren el camino al toque de
centella al adobado vino, emisiones de bálsamo divino. PPP
En la interior bodega
de mi Amado bebí, y cuando salía
por toda aquesta vega,
ya cosa no sabía;
y el ganado perdí que antes seguía.
Allí me dio su pecho,
allí me enseñó ciencia muy sabrosa;
y yo le di de hecho
a mí, sin dejar cosa:
allí le prometí de ser su Esposa.
Mi alma se ha empleado,
y todo mi caudal en su servicio;
ya no guardo ganado,
ni ya tengo otro oficio,
que ya sólo en amar es mi ejercicio 6.
Otra santa carmelita, Teresa de Lisieux, manifiesta que ella con
su hermana Celina vivió el encuentro de gracia donde Dios ama
primero, que ve descrito en los versos que preceden: «Sí,
seguíamos ligeras las huellas de Jesús. Las centellas de amor que
él sembraba a manos llenas en nuestras almas, el vino delicioso y
fuerte que nos daba a beber hacían desaparecer a nuestros ojos
las cosas pasajeras, y en nuestros labios brotaban aspiraciones de
amor inspiradas por él» 7.
2. La vocación cristiana: «llegar a ser hijos»
Esos testimonios que acabamos de transcribir reflejan bien que
la peculiaridad evangélica tiene su versión histórica en la
experiencia de Dios como Padre, que nos transforma en su amor y
nos vuelve a los demás con rostro y obras de hermanos. Sin esta
mística el cristianismo pierde su auténtica fisonomía que se inspira
en una impresión nueva de Dios, no como poder que se impone
sino como amor que seduce y perfecciona todo lo verdaderamente
humano. Como en el bautismo de Jesús, en el bautismo de cada
cristiano también escuchamos la voz del Padre que nos dice: «tú
eres mi hijo». Y esa filiación es obra del Espíritu, Dios mismo
autocomunicándose y actuando en nuestro corazón. Es el nuevo
nacimiento de la gracia. Los bautizados nacen «de nuevo», «de lo
alto». Son como «niños recién nacidos» y dispuestos a rechazar
«todo engaño, hipocresía, envidias y toda clase de
maledicencias». Todo el esfuerzo moral del bautizado a lo largo de
su existencia se sitúa en el interior y como fruto de su bautismo 8.
Hay vida cristiana y se alcanza la novedad evangélica cuando se
gusta la cercanía de Dios como Padre más que como juez; o
cuando la justicia de Dios se percibe como misericordia. Pero esa
novedad se vive históricamente como proceso de llegar a ser hijos.
a) Dos esquemas en pugna
HIJOS-DE-D/LBT-DIFAL PARA/HIJO-PRODIGO /Lc/15/11-32:
Para hombres y mujeres, que nacemos marcados por muchas
alienaciones, no resulta fácil abandonar nuestra condición de
siervos y esclavos, para vivir y actuar como hijos; salir de las
seguridades que nos da el cumplimiento legal de lo mandado, y
pasar a la confianza que nos inspira el amor gratuito de Dios. La
parábola evangélica del hijo pródigo es muy elocuente. Hay un
joven, el hijo menor, que ve a su padre como un tirano y decide
romper con él: «Dame la parte de la herencia que me
corresponde». Con todo lo suyo, «se alejó» del amor del padre, y
en su alejamiento sometió a la creación en la mentira: «Despilfarró
toda su fortuna viviendo como un libertino». El que pretendía ser
libre acabó siendo esclavo; no podía satisfacer sus anhelos de
bienestar ni siquiera «con las algarrobas que comían los puercos»,
esas idolatrías del tener, del poder y del gozar inmediato en un
mundo separado del padre y de su amor gratuito; en aquel ámbito
cultural judío, «puerco» era sinónimo de impuro.
Pero en un momento de insatisfacción, el joven recuerda y se da
cuenta de que su padre no es un tirano, pues trata bien a los
criados que trabajan en su casa. Y animado por esta confianza, se
levanta de su postración y se pone en camino para encontrar un
amor y un perdón que echa de menos. Pero sigue discurriendo en
el esquema de siervo-amo; «iré a mi Padre y le diré: pequé contra
el cielo y contra ti; ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame
como a uno de tus jornaleros».
Con el mismo esquema funciona también el hijo mayor que ha
quedado en casa, y siempre ha sido un fiel cumplidor de lo
mandado: «Hace tantos años que te sirvo y jamás dejé de cumplir
una orden tuya». Vive como siervo, no como hijo; por eso es
incapaz de aceptar al hermano y alegrarse por su retorno a casa.
Le ocurre como al fariseo Simón, que cumplía las observancias
legales meticulosamente, pero no tenía sensibilidad para descubrir
en una prostituta los sentimientos de amor y el deseo por
recuperar su dignidad humana. O como a los trabajadores durante
toda la jornada, que no podían comprender la generosidad del
dueño de la viña cuando pagó salario completo también a los
tardíos. La lógica del «siervo-amo», «esclavo-dueño», se rompe
con un gesto que sólo puede tener su inspiración en el corazón
paterno: «Estando el hijo todavía lejos, le vio el padre y conmovido
corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente». Aunque el hijo
se alejó del padre, éste nunca lo abandonó y lo acompañó
siempre, hasta que el hijo descubrió su presencia de amor.
b) Del miedo a la confianza
La existencia cristiana sólo se hace real en la historia, como un
proceso donde se va dando el paso de ser siervos a ser hijos; de
ser esclavos a ser libres; de ser egocéntricos a ser solidarios, del
miedo a la confianza. Si se abstrae de la historia, difícilmente se
puede interpretar bien /Hb/05/04: Jesucristo, «aun siendo Hijo, con
lo que padeció experimentó la obediencia, y llegado a la
perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos
los que le obedecen». Jesús no lo sabía todo desde el principio, su
condición de Hijo no le dispensó, sino que le permitió vivir con mas
intensidad su condición de criatura limitada. Su existencia discurrió
en un proceso que afectó también a su relacióon con Dios, a quien
experimentó siempre como amor gratuito, «Abba», pero en cada
paso del camino también como Alguien siempre nuevo, inesperado
y mayor. En ese proceso Jesús vivió y murió como Hijo en intimidad
y secundando la voluntad del Padre. Como Primogénito de los
creyentes, el proceso que vivió aquel hombre define también al
proceso que debe seguir la existencia de todo cristiano.
Antes nos hemos referido a dos tipos de cristianos. Unos que
viven obsesionados por asegurarse la salvación con sus propios
méritos y tratan de justificarse por sus propias obras. Otros en
cambio realizan esas obras como fruto de sentirse amados e
impulsados desde dentro para hacer el bien «aunque no hubiera
cielo». En los primeros hay una buena dosis de miedo, y en los
segundos no puede faltar el temor, pues la misericordia de Dios
«alcanza a los que le temen» 9. Pero ¿cómo entender ese temor?
TEMOR/SERVIL-FILIAL: Viene al caso la distinción de la teología
escolástica. Hay un «temor servil»: cumplir lo que Dios manda
porque, de no hacerlo, seremos castigados; se llama «servil»
porque es propio del siervo, no del hijo; no está inspirado en la
novedad evangélica. Pero hay también «un temor filial», propio del
hijo que teme disgustar a su padre o a su madre. Un don del
Espíritu que nos permite gustar la cercanía de Dios como Padre o
amor gratuito.
En la tradición y en la enseñanza de la Iglesia Católica no sólo se
reconoce una «contrición perfecta» que responde al amor filial.
También se aceptaba como parcialmente válida la contrición
«imperfecta», o arrepentimiento por miedo al castigo, con tal de
que el pecador confesase y recibiese la absolución. La verdad es
que los teólogos escolásticos se veían en un aprieto para explicar
cómo se daba el paso del temor servil o miedo al amor que es el
único camino de justificación. Pero esa distinción fue ratificada por
el concilio de Trento.
En los cristianos que han gustado de modo especial la filiación,
ese camino del miedo desaparece. Impresiona en este sentido
Santa Teresa de Lisieux: «Era en verdad atrevida. Gracias a que
Dios, que ve el fondo de los corazones, sabía que mi intención era
pura y que por nada del mundo hubiera querido disgustarle.
Obraba con él como una hija que cree que todo le está permitido, y
mira los tesoros de su padre como propios» 10. Hay que tener
miedo; pero «un miedo que sea culminación de la confianza» 11. El
«caminito» de confianza que propone Teresa de Lisieux desmonta
toda presunción de llegar a ser perfectos por sólo el esfuerzo
humano y de conseguir el paraíso por los méritos propios;
desmantela un cristianismo que se reduce a cumplimientos
religiosos, prácticas de piedad o penitencias extraordinarias: «Dios
no tiene necesidad de nuestras obras sino únicamente de nuestro
amor» 12. La perfección es obra de Dios en nosotros cuando
confiamos y dejamos que sea único señor en nuestra existencia;
cuando nuestro vivir y nuestro actuar están inspirados e
impulsados por el amor del Padre. En esta confianza no tienen ya
lugar las categorías de premios y castigos. Como dice un anónimo
creyente del siglo XVI: «Aunque no hubiera cielo yo te amara y
annque no hubiera infierno te temiera».
Sin embargo nuestro conocimiento de Dios que tiene lugar en el
amor, «todavía es imperfecto», y con frecuencia no hacemos el mal
por temor servil a ser castigados. Quizás con este sentido realista
pueda ser benignamente interpretada la distinción entre contrición
imperfecta y contrición perfecta. Pero sólo en la medida en que
nuestra existencia y actividades broten del amor gratuito y
procedan en clima de confianza, estamos avanzando por el camino
de la novedad evangélica y de la perfección cristiana.
c) En la relación de hermanos
La parábola del hijo pródigo deja suponer que el hijo menor
aceptó el amor gratuito del padre y participó en la fiesta, en ese
banquete símbolo de la nueva sociedad o reino de Dios. No consta
que participara el hijo mayor, y viendo su actitud de
servidor-esclavo resentido, es más presumible que no asistiera
rechazando así el gesto de amor que le ofrecía el padre;
obsesionado por el trabajo, no tenía sensibilidad para la fiesta
preparada por amor gratuito. Su reacción malhumorada cuadra
bien con aquellos que, según otra parábola, eligieron la seguridad
de sus negocios, y rechazaron la invitación a sentarse con los
pobres y como hermanos en la mesa común de la casa paterna.
Jesús de Nazaret experimentó de tal modo la filiación, gustó tan
intensamente la paternidad de Dios en favor de todos, que vivió y
murió para los demás. Es la regla que debe animar siempre a la
comunidad de sus seguidores: «Amaos unos a otros, como el
Padre me amó, y yo os he amado». Si Dios es Padre de todos,
todos son mis hermanos, y mi experiencia de filiación se prueba en
la fraternidad. No somos hijos y hermanos por separado, sino al
mismo tiempo y en correspondencia vital. Porque todos somos
hermanos, mutuamente nos pertenecemos.
Dados los avances en la técnica, hoy la interdependencia es
signo de nuestro tiempo. Desde la fe cristiana en Dios Padre,
podemos pasar de ver a los otros como extraños cuyos problemas
nada nos afectan, a verlos como hermanos a quienes va ligada
nuestra existencia y con quienes debemos buscar porvenir mejor
para todos. La interdependencia puede madurar en solidaridad, si
tratamos de vivir y actuar como hijos, con los sentimientos y la
práctica de Dios Padre. Así veremos que pertenecemos a los otros
y que ellos nos pertenecen. La existencia programada con esos
sentimientos y en prácticas consecuentes, define la conducta del
cristiano.
3. La moral evangélica
EV/MORAL-ETICA: En el evangelio no hay una ética si con el
término entendemos un conjunto de normas cuyo cumplimiento
garantiza la rectitud moral. Más bien es proclamación de una
buena noticia. El que la descubre, se apasiona de la misma y trata
de ser coherente dictándose las normas y cauces aptos. Según el
evangelio, «no todos comprenden esto»; «quien tenga oídos para
oír que oiga». Cuando se dice, por ejemplo, «si te dan en una
mejilla, pon la otra», se sugiere una forma de actuar en la vida con
un espíritu nuevo; no es una norma; de hecho, cuando un soldado
abofeteó a Jesús poco antes de crucificarlo, Jesús no puso la otra
mejilla sino que reaccionó contra la injusticia cometida. La moral
evangélica tiene su inspiración en el amor y su objetivo es la
libertad de todo lo que impide «ser para los otros». Jesús de
Nazaret superó todas las dificultades e idolatrías que le impedían
servir a los demás, porque su alimento era la voluntad del Padre, o
porque vivía en intimidad única con Dios, que significa «salvación
para los hombres».
a) Una moral inspirada en el amor
Cuando se percibe la novedad evangélica, se comprende que la
conducta existencial del cristiano sólo es auténtica en el dinamismo
del amor: «Creo que si las demás criaturas gozasen de las mismas
gracias que yo, Dios no sería temido por nadie, sino amado hasta
la locura; y amándole —no temiéndole— ningún alma llegaría a
ofenderle» 13. Sin embargo todavía queda entre los mismos
cristianos una moral determinada por el temor servil o miedo a ser
condenados. En el fondo sigue trabajando una percepción
religiosa de la divinidad como juez. Y quizás también aquí debamos
admitir un proceso: iremos dejando el miedo a una divinidad
percibida como juez, en la medida en que la filiación y el amor del
Padre vayan calando en nosotros. Como todo lo humano, la
perfección cristiana está sometida también a la historia. Pero
admitiendo este proceso con todas sus ambigüedades, si creemos
que Dios nos hace justos porque nos ama, la moral evangélica no
puede ser un conjunto de normas cuyo cumplimiento garantiza la
salvación.
MORAL-CRA/EV EV/MORAL-CRA: Jesús de Nazaret ante todo y
sobre todo fue alcanzado por el amor del Padre, y vivió apasionado
por construir la fraternidad o «reinado de Dios» en esta tierra. Sólo
ese amor puede ser inspiración y clima de la moral evangélica. Por
eso la moral cristiana no se reduce a mandamientos y preceptos.
El Sermón del Monte y las Bienaventuranzas son el anuncio de una
buena noticia, la invitación a un cambio en una dirección de amor
gratuito e incondicional hacia el «Dios del reino» y hacia los demás
en que Dios está presente. Es verdad que las normas son
necesarias, pero siempre como medios sometidos a la lógica del
amor, y continuamente revisables a la luz de la misma.
Como Jesús de Nazaret centró todos sus empeños y actividades
en la llegada del reino, la fraternidad entre todos, la moral
evangélica está marcada por ese imperativo. No es suficiente «ser
bueno» con actos piadosos y prácticas religiosas. El cristiano es
bueno comprometiéndose de verdad en la llegada del reino de
Dios o comunidad fraterna. Ese objetivo conlleva un compromiso
en la transformación social y un combate contra las fuerzas
malignas e idolatrías que pervierten esa transformación. Jesús de
Nazaret no sólo «pasó haciendo buenas obras», sino también
«curando a todos los oprimidos por el diablo».
Si la inspiración de la moral cristiana es el amor, y su objetivo es
el reino de Dios, la plenitud de vida para todos y el gozo pleno,
¿por qué apenas tiene cabida en la visión de muchos cristianos la
bondad del placer y los momentos de felicidad? Es una cuestión
pendiente, pues generalmente acudimos a Dios sólo en los
momentos de dolor y a veces incluso sacralizamos el sufrimiento.
Ya lo hemos dicho, en la vida del bautizado, como en toda
existencia humana, la cruz, el sufrimiento y la consiguiente ascesis
son factores inevitables y necesarios; como son necesarias
también las normas éticas. Pero en perspectiva evangélica todo
eso humaniza de verdad cuando va inspirado y finalizado por el
amor. San Agustín expresó genialmente la nueva inspiración: «El
que ama, siente lo que digo» 14.
b) «Para que vivamos en libertad»
Con frecuencia la moral cristiana es presentada, practicada y
percibida como represora de la libertad. Para muchos, ser cristiano
significa vivir atado por leyes que limitan la autonomía y la decisión
personales. Otros todavía funcionan con el esquema de «lo puro-lo
impuro», como si las personas pudieran ser contaminadas por
cosas que vienen de fuera. Sin embargo «Cristo nos ha liberado
para que vivamos en libertad» (/Ga/05/01). Es una libertad
inspirada en el amor, como lo sugieren bien las parábolas del
tesoro escondido y de la perla preciosa. Hacemos lo que debemos
hacer porque nos sale de dentro, de un amor que gratuitamente
hemos recibido, nos da un nuevo ser y un nuevo querer. Una
libertad para compartir nuestros recursos, para dejar nuestras
seguridades sociales, para salir de nuestra familia, y para
renunciar a todo protagonismo. Impresionan las vocaciones de los
primeros seguidores de Jesús: «dejándolo todo». Es la versión
existencial de la vocación cristiana: ser libres desde la experiencia
del amor. Es un modo auténtico de ser humanos.
Sabemos que nuestra libertad, cuando no es solidaria,
fácilmente degenera en libertinaje individualista; pero Dios ha
puesto a las personas «en manos de su propia decisión». No nos
ha creado para él, sino para que seamos nosotros mismos;
vigorosos, autónomos; siendo verdaderamente libres, le damos
gloria y honor. Prefiere que actuemos con libertad, aunque nos
equivoquemos, a que obedezcamos como esclavos y vayamos por
ahí con cara de sacrificados. Si en nuestra conducta o en nuestra
forma de hablar sugerimos que Dios nos reprime, nos culpabiliza o
echa venablos contra este mundo, los cristianos seremos culpables
del rechazo moderno contra la religión. Cuando las personas
humanas ven que Dios es peor que ellas, es natural que lo dejen
de lado.
Con esta clave y volviendo a la parábola del hijo pródigo,
podemos interpretar con buenos ojos la evolución del mundo
moderno respecto a Dios y a la religión cristiana. Queriendo ser
libre y autónoma, la sociedad moderna «se alejó del Padre». Como
un joven adolescente, pensó que sin esa ruptura no era posible la
emancipación. Pasados ya cuatro siglos en este proceso de
modernidad, el alejamiento de Dios y de la religión no ha
garantizado la libertad ansiada, y hoy las alienaciones de todo tipo
siguen desfigurando a nuestra sociedad. Algunos pueden pensar
que todo el proceso moderno ha sido un rotundo fracaso, y no hay
más remedio que aceptar de nuevo a Dios y la religión. Pero el
fenómeno puede ser interpretado de otro modo: el hombre
moderno ha percibido a Dios y a la religión como elementos
opresores de la libertad humana, y se ha posicionado
negativamente frente a los mismos para defender y afirmar su
autonomía. Y aquí viene la pregunta: ¿De dónde han sacado esa
percepción? Sin duda la conducta y el discurso de quienes
oficialmente somos creyentes, han tenido gran influencia en la
génesis del ateísmo e indiferencia religiosa. Para una buena
evangelización urge hoy hablar más con gestos que con palabras
del «Padre misericordioso», que no destruye nunca la libertad
humana sino que la promueve; que no quiere siervos, sino hijos
que vivan como hermanos.
JESÚS
ESPEJA
CREER EN DIOS PADRE
BAC 2000. MADRID 1999 Págs. 91-106
........................
1. S. Weil, o.c., 80.
2. «Se ha cumplido el plazo, llega ya el reino de Dios: convertíos y
creed en la buena noticia» (Mc 1,15); «si el Espíritu nos da la vida,
sigamos también los pasos del Espíritu» (Gál 5,26). Jesús pasó haciendo
el bien y curando enfermos «porque Dios estaba en él» (Hch 10,38).
3. Rm 6,14; Gal 5,13-14. «Donde está el Espiritu, allí está la libertad»
(2 Co 3,17). Sant 1,25: «La gracia es la ley perfecta que nos hace
libres».
4. Confesiones, I, 12,19.
5. Coment a 2 Cor 3, 17.
6. Cántico espiritual. Canciones entre el alma y el esposo, 16-19.
7. «Manuscrito A», en Obras Completas, p. 141-142.
8. «Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que
clama ¡Abba! Padre» (Ga 4, 6; Rm 8,15). Jn 3,5 habla del nuevo
nacimiento «del agua y de] Espíritu». En una homilía para instruir a los
neófitos, San Pedro dice que han sido «reengendrados para una
esperanza viva y una herencia incorruptible» (1 P 1, 3s); son «los niños
recién nacidos» (2, 2). En su catequesis a los neófitos, Pablo insiste:
«Consideraos como muertos al pecado, y vivos para Dios en Cristo
Jesús» (Rm 6, 11).
9. Lc 1,50. Según Sal 110,10, «El temor de Dios es principieo de
sabiduría», mientras Sal 111,1 rati- fica: «¡Dichoso el hombre que teme a
Dios!».
10. «Manuscrito A», en Obras Completas, p.200)-201.
11. S. Weil, o.c., 136.
12. TERESA Del NIÑO JESÚS, «Carta a Sor María del Sgdo.
Corazón», en Obras Completas, p. 266.
13. TERESITA DEL NIÑO JESÚS, «Manuscrito A», en Obras
Completas, p.257.
14. In Joan. ev., tract, 26,4: PL 35,1608.