CREER EN DIOS PADRE


II

TODOPODEROSO EN EL AMOR



D/PADRE/AMOR-PODER: Los cristianos creemos que nuestra 
realidad mundana y los acontecimientos de nuestra historia no son 
fragmentos aislados y resultado de un azar inconsistente. Nos 
resulta insoportable que el amor y el compromiso desinteresado 
por una sociedad más feliz para todos, sean como un fuego 
artificial que termina con la muerte. La fe, luz gratuitamente 
recibida, no tiene argumentos racionales que convenzan; pero 
responde a un postulado de amor al mundo y a la humanidad; hay 
en ellos valores y verdades que no pueden fenecer. Al confesar 
que Dios es Padre, afirmamos y celebramos que el misterio fontal 
del mundo, que da sentido y razón de ser a todo, es el Amor, 
Alguien que siempre nos ama y en quien siempre podemos confiar. 



1. La sombra oscura del mal 

Creemos en Dios «Padre»; y esta novedad debe modelar todos 
los demás atributos divinos, incluida la omnipotencia. El 
cuestionamiento de la misma viene hoy desde dos flancos. Uno es 
tan antiguo como la humanidad: Si Dios es bueno por esencia y 
por otra parte se supone que todo lo puede, ¿cómo guarda 
silencio y no interviene para acabar con los muchos males que 
desfiguran la faz de nuestra tierra y siembran tantos sufrimientos 
inútiles? El segundo interrogante responde más bien a la visión y 
mentalidad de la época moderna: vamos viendo mejor que los 
fenómenos perceptibles de la naturaleza se inscriben en un 
dinamismo de causas y efectos que tienen explicación sin 
necesidad de acudir a fundamentos sobrenaturales. Los científicos 
dan distintas explicaciones sobre el origen del mundo y en ellas 
para nada entra Dios. Si no interviene para evitar tantos males y si 
no es necesario para justificar los fenómenos naturales, ¿a qué se 
reduce la omnipotencia divina? 
Como claves para situar debidamente los dos interrogantes y 
otros similares que puedan surgir, valgan unas reflexiones. 


2. Aceptemos con realismo el problema

Frecuentemente la difícil articulación entre omnipotencia divina y 
paternidad de Dios ha desembocado en el ateísmo. Muchos 
cristianos, sensibles a la paternidad de Dios, prefieren dejar a un 
lado su omnipotencia, e incluso se contentan diciendo que así es 
mejor porque la divinidad aparece solidaria con los pobres o sin 
poder. Pero, critican algunos, en todo caso no es omnipotente, 
porque no puede salvar a quienes ama. Y si esta imposibilidad es 
tan palpable, ¿tiene sentido fiarnos de un Dios que no podrá dar la 
plenitud de vida ni a nosotros ni a nuestros seres queridos? Nos 
consolamos diciendo que tiene poder para resucitar a los muertos; 
pero ¿dónde tenemos hoy las señales históricas que garanticen 
ese poder? Porque si no encontramos alguna huella de Dios 
liberador en nuestra historia, lo más lógico será concluir que no 
existe. 


3. Mirando a la muerte de Jesús

En el «Credo» confesamos todopoderoso al Creador del mundo 
que es el «Padre» de Jesús. Este le invocó simultáneamente como 
«Padre, señor del cielo y de la tierra», y «a quien todo es posible» 
(Mt 11,25; Mc 14,36). Lo que más desconcierta es ver cómo, 
siendo Jesús inocente y habiendo tenido como pasión de su vida 
llevar a cabo la voluntad de Dios, éste guarda silencio mientras el 
Hijo muere crucificado. 

Según los evangelios, ante su inminente martirio, Jesús comenzó 
a sentir desolación: «Mi alma está triste hasta el punto de morir». 
En la convicción de que todo es posible al Padre que le ama, pide 
que le dispense del fracaso: «Que pase de mí este cáliz». Pero 
parece que Dios no le escucha, y su agonía fue «noche oscura», 
supuso una dura crisis en aquel hombre que, «siendo Hijo, con lo 
que padeció aprendió a obedecer» (Heb 5,8). Ante la situación tan 
desconcertante, nada tiene de extraño que los discípulos cayeran 
en un «profundo sopor»; no podían entender el silencio sepulcral 
de Dios en aquel trance. Jesús superó la crisis definitiva, y se 
entregó voluntariamente al martirio: «Ha llegado la hora». Su 
decisión fue probada en un proceso donde sufrió la humillación y 
experimentó la traición de los más cercanos. Después de tres 
horas clavado en una cruz, gritó en medio del dolor: «Dios mío, 
Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (15,34). 

En el encuentro con el Resucitado los primeros cristianos 
entendieron que Dios estaba en el condenado a muerte 
«reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las 
transgresiones de los hombres, sino poniendo en nosotros la 
palabra de reconciliación» (2 Cor 5,19). Pero esta fe, lejos de 
solucionar el problema, lo agrava: ¿Quién es el Dios que está con 
nosotros y guarda silencio en nuestro abandono? 

En el momento de su martirio Jesús dejó a Dios ser Dios: amor 
inabarcable y escondido en su misma cercanía. Y en esa conducta 
de Jesús se revelaron «la fuerza y la sabiduría de Dios» 
manifiestas en la cruz, «escándalo para los judíos y locura para los 
griegos» (/1Co/01/23). Hay un poder económico, político, social, 
cultural o religioso que se interpreta como capacidad de dominio; si 
no se acepta por las buenas, llega la imposición por la fuerza. Pero 
el amor ejerce también un poder. ¡Cuántas veces al sentirse 
amada, una persona experimenta que cambia su vida! Es un amor 
que no se impone por la fuerza, que «nos abandona», nos pone 
en manos de nuestra propia decisión; pero nos trabaja y seduce 
desde dentro, cambiando y perfeccionando nuestro corazón. El 
martirio de Jesús, libremente aceptado, proclama «la fuerza y la 
sabiduría» de Dios encarnada o hecha práctica histórica en la 
humanidad. 

En esa visión creyente tienen sentido algunas frases de Pablo: 
«El que no perdonó a su propio Hijo, antes bien le entregó por 
todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él graciosamente todas las 
cosas?»; «el Hijo de Dios me amó y se entregó a sí mismo por 
mí»1. Sugiere que la omnipotencia de Dios se manifiesta en su 
autocomunicación gratuita; no al margen, ni «junto a» ni «por 
encima de» la humanidad, sino en y desde dentro de la misma. 
Porque Dios estuvo en él como «Abba», Jesús de Nazaret se pudo 
entregar por amor a los demás hasta el martirio. La fuerza y la 
sabiduría de Dios se manifiesta en la pobreza, en la entrega 
incondicional de quienes, alcanzados por el amor, dejan a Dios ser 
único señor en ellos y en los demás. Los evangélicamente pobres 
ya no son «desgraciados» en el sufrimiento, sino testigos de la 
gracia o amor gratuito -. 


4. Tres manifestaciones elocuentes

Ahora se comprende cómo fácilmente resulta equívoco hablar de 
la omnipotencia divina como el atributo abstracto que para 
nosotros evoca un poder sin límites. Cuando lo aplicamos a Dios, 
debemos partir de la historia concreta en que se ha hecho 
realidad; y esa historia tiene un nombre: Jesucristo, primogénito de 
toda la creación, primogénito de los creyentes y primogénito de 
entre los muertos (Col 1,15-18; Heb 12,2). En esas tres fases la 
omnipotencia de Dios está modelada por su paternidad. 

a) «Llama a las cosas que no son para que sean» (Rm 4,17)

San Pablo se refiere a la creación que ha surgido como fruto del 
amor divino: «Dijo Dios» y aparecieron las criaturas que son eco 
de su Palabra, la cual permanece y sigue dando la existencia en 
todos los momentos de la historia. El Creador no es como un 
relojero que fabrica su artefacto, lo pone en marcha y se retira; ni 
como el director del gran teatro que asigna su papel a cada uno, y 
él se sienta en el palco para ver cómo lo representan. Sigue 
siendo fuente de vida que continuamente «sostiene todas las 
cosas y las está dando el ser» (GS 36). 

Afirmando la identidad de la criatura

La realidad creada es distinta del Creador; tiene su propia 
consistencia y está condicionada por la finitud que marca también 
a la libertad humana. En el momento en que Dios decide crear algo 
distinto de sí mismo, su omnipotencia queda limitada por el 
estatuto de las realidades finitas y contingentes. Si crear significa 
llamar «de la nada al ser», conlleva también aceptar lo creado en 
su alteridad: «Dios trae a la existencia este universo consintiendo 
en no dominarlo, aunque podría hacerlo, dejando que en su lugar 
impere, por una parte, la necesidad mecánica asociada a la 
materia, incluida la materia psíquica del alma, y, por otra, la 
autonomía esencial a los procesos pensantes» 3. 

Visión teologal del mundo

Según la fe cristiana, el Creador «a todo da vida y aliento», 
sostiene a todo con su amor (Hch 17,25). Luego en el amor al 
prójimo hacemos nuestro el amor divino que da respiración a todas 
las personas. Tomás de Aquino decía que debemos amar al 
prójimo porque también él está destinado a la felicidad sin 
sombras. Y como todos los vivientes y el universo que es nuestro 
hogar, sólo existen acompañados por el impulso y solicitud del 
Creador, el amor al prójimo se prolonga en el amor a los demás 
vivientes y en el amor al entorno creacional. Si realmente estamos 
recibiendo el ser continuamente y cada instante de nuestra vida es 
fruto de la presencia benevolente de Dios, no hay situación en que 
no podamos encontrarnos personalmente con él, y en su 
presencia experimentar que todos los demás son algo que nos 
incumbe. 

Pero esta dependencia respecto a nuestro Creador, que 
podríamos llamar ontológica o en cuanto al ser, no ata nuestra 
libertad, y podemos actuar libremente como si Dios no existiera. Es 
verdad que a nuestro Padre nada que nos beneficie o perjudique 
puede serle indiferente; como tampoco a una madre le da igual 
que su hijo sea un criminal o un hombre honrado. Pero nos ama 
«aun siendo pecadores» y, al crearnos libres, acepta que cada día 
le sorprendamos en el ejercicio de nuestra libertad. 

Autonomía como «teonomía»

Etimológicamente «autonomía» significa tener en sí mismo la ley 
de la propia conducta, mientras «teonomía» quiere decir que 
recibimos de Dios esa ley, que todos llevamos ya inscrita en 
nuestra conciencia y se perfecciona por la gracia. En la historia de 
la teología fue siempre duro problema conjugar la omnipotencia de 
Dios con la libertad de las personas. Y el problema parece 
insoluble mientras sigamos viendo a Dios y a la persona humana 
como dos magnitudes independientes y estáticas, cerradas en sí 
mismas. Pero la perspectiva cambia si el Todopoderoso es amor 
que gratuitamente se autocomunica, y entendemos la persona 
humana como proyecto que se realiza históricamente y en libertad 
a instancias del amor. 

Si la persona humana puede ser alcanzada, transformada y 
promovida desde dentro por ese Dios-Amor, se vislumbra nueva 
posibilidad. La sugirió ya en el 681el concilio III de Constantinopla: 
la libertad humana de Cristo no fue suplantada ni reprimida por la 
libertad divina; más bien fue potenciada, no por imposición o 
violencia desde fuera, sino por seducción desde dentro. La 
autonomía de Jesús se fundamenta e inspira en su teonomía. La 
omnipotencia de Dios se manifiesta en el acompañamiento 
incondicional a la libertad humana y actuando con amor hasta 
seducir a esa libertad sin forzarla. 

Los milagros de Dios

MIGROS/SIGNIFICADO: Es frecuente la visión del milagro como 
intervención extraordinaria de Dios dejando fuera de juego a las 
causas segundas. Por ahí va la definición de milagro dada por el 
concilio Vaticano I. Si el Creador es causa primera y omnipotente, 
discurriendo en abstracto, ese tipo de intervención milagrosa no 
parece imposible; la apologética de hace años daba gran valor a 
estos milagros que llamaba «sobrenatural en cuanto al modo de 
realizarse». 

Pero en la visión de un Creador «en el cual existimos, nos 
movemos y actuamos», Dios no está fuera del mundo ni actúa sólo 
algunas veces para llamar la atención. Lleva en sus brazos al 
mundo, y asoma en todas las personas y en todos los 
acontecimientos. Para la comunidad creyente donde se redactó la 
Biblia, el milagro, «las maravillas de Dios», están en el sol que 
ilumina durante el día, en la luna que alumbra de noche, y en el 
viento que trae las nubes con agua para fertilizar los campos. 
Cuando Abrahán sale de su tierra para buscar un porvenir mejor y 
cuando un pueblo esclavizado se pone en pie para conseguir su 
liberación, el creyente de la Biblia descubre los milagros o 
«maravillas» de Dios. El milagro definitivo de esta intervención es 
el acontecimiento Jesucristo a quien, por la luz de la fe, los 
cristianos confesamos Hijo, autocomunicación de Dios mismo. 

b) «Siendo rico se hizo pobre»

Según nuestra fe, Jesús de Nazaret, en su conducta histórica, es 
«imagen de Dios invisible» (Col 1,15). Y aquel hombre fue 
compasivo, se dejó impactar por toda miseria humana, y manifestó 
su amor, no en el ejercicio del poder que se impone por la fuerza, 
sino actuando siempre «como el que sirve» (Lc 22,27). Se 
compadeció de los socialmente excluidos, de los enfermos, de los 
pecadores y hasta de sus mismos verdugos. Vivió intensamente la 
cercanía del Padre, estaba convencido de su mediación histórica, 
y actuó consecuentemente. En cierta ocasión alguno de sus 
discípulos le pidió que diera un escarmiento enviando un rayo 
mortal contra quienes no le acogían, pero él no aceptó nunca ese 
método de imposición violenta. Al ver la cerrazón de las 
autoridades religiosas judías y la insensibilidad de muchos a su 
mensaje de salvación, se lamentó, pero prefirió morir antes que 
matar. El Nuevo Testamento se refiere a este camino 
desconcertante del poder cuando se deja modelar por el amor: 
«siendo rico, se hizo pobre» (2 Cor 8,9), «pudiendo ser igual a 
Dios, tomó la condición de servidor» (Flp 2,6ós); «en vez del gozo 
que se le ofrecía, soportó la cruz» (Heb 12,2) 4. 

En la lógica del amor

Esa conducta de Jesús nos da la clave para vislumbrar cómo es 
y cómo actúa el Omnipotente: no con la lógica del más fuerte, sino 
con la suavidad y mansedombre de lo débil: «El Hijo del hombre no 
ha venido para ser servido sino para servir y dar su vida como 
rescate por muchos». Su manifestación como Hijo no tiene lugar en 
el ejercicio del poder que domina y reprime a los demás, sino en la 
entrega por amor, haciendo lo posible para que los demás también 
puedan vivir y actuar como personas libres. 

Saliendo continuamente de su propia tierra por amor gratuito y 
sin pedir nada a cambio, aceptando el sufrimiento y la muerte, 
Jesús de Nazaret se reveló como Hijo, autocomunicación de Dios 
mismo «todopoderoso». También aquí la omnipotencia divina 
estuvo modulada por el amor de misericordia. 

Inspiración de vida cristiana

El camino evangélico es bien desconcertante para los que 
funcionan y pretenden realizarse mediante la fuerza del poder que 
se impone y domina. Para esa mentalidad resulta incomprensible la 
conducta evangélica: «Quien quiera salvar su vida, la perderá; 
pero quien pierda su vida por mí y por el evangelio, la salvará». Es 
la traducción histórica de nuestra confesión cristiana sobre la 
Trinidad: el Padre es principio no porque se imponga como 
superior a las otras personas divinas sino por una relación de 
amor donde las tres personas mutuamente se constituyen, afirman 
y plenifican. 

c) «El Dios que da la vida a los muertos»

El poder divino es también sobre la muerte. Pero igualmente 
aquí ese poder ha seguido y está siguiendo el camino del amor. 

El amor más fuerte que la muerte

Ya son bien significativos los argumentos bíblicos que los 
primeros testigos de la resurrección esgrimen: el amor es más 
fuerte que la muerte; y el Dios «protector de Abrahán, Isaac y 
Jacob» que es dueño de la vida, no puede abandonar a Jesús, 
justo y fiel por excelencia, en la oscuridad del sepulcro. Por otra 
parte, si este Jesús pasó la vida teniendo como alimento la 
voluntad del Padre y confiando en su amor, no es posible que su 
intimidad con Dios quede burlada en el fracaso de la cruz 5. 

Omnipotencia en el dinamismo del amor

La resurrección de Jesús no debe ser interpretada como un 
milagro extraordinario y aislado de su vida y de su martirio. En toda 
la conducta histórica de aquel hombre estuvo presente y activo el 
Dios de la vida que por amor sigue acompañando a su creación, y 
venciendo la oscuridad de la muerte. Cuando Jesús hacía «obras 
buenas» o signos de liberación, curando enfermos, tocando con su 
mano a los leprosos, rehabilitando a los pobres, o combatiendo a 
los demonios homicidas, el Dueño de la vida pasaba resucitando a 
los muertos. En la hora de su martirio, Jesús de Nazaret se dejó 
alcanzar y transformar por ese amor divino hasta dar su propia 
vida. Se entregó totalmente dejando que Dios se manifestara como 
el Dueño de la vida que vence a la muerte. La resurrección de 
Jesús proclama la presencia eficaz del Dueño de la vida cuando la 
humanidad se deja transformar por su amor. 

Pero la resurrección de Jesús todavía no es el final de la 
historia. Es un acontecimiento que se abre al porvenir, pues Cristo 
resucita como «primogénito de entre los muertos», o «como 
primicias de los que murieron» (Col 1,18; 1 Cor 15,20). El poder de 
Dios sobre la muerte actúa condicionado por la libertad humana 
que sólo madura en los vaivenes de la historia, y ligado al 
dinamismo propio de una creación en proceso. Esa libertad y ese 
proceso creacional sólo tienen lugar en la sucesión del tiempo, que 
ha de ser mediación ineludible para que se logre la victoria total 
sobre la muerte, la presencia del Dios de la vida «en todos y en 
todo»6. 

La confesión cristiana une «Padre» y «Todopoderoso». Sugiere 
que la omnipotencia de Dios sólo tiene su explicación en el amor. 
Por experiencia propia y escucha de otras personas, intuimos que 
también el amor tiene poder; y de hecho hay amores que cambian 
la vida de una persona. Pero ¿hasta dónde llega y cómo se 
manifiesta el poder ejercido por un amor infinito que nosotros no 
podemos controlar? El contenido último de esa fe que une 
omnipotencia y paternidad sólo admite aproximaciones; en esa 
convicción quizás valgan las sugerencias que preceden. Al final 
hay que volver a la confesión de fe que la comunidad cristiana 
celebra en su liturgia: «Oh Dios, que manifiestas especialmente tu 
poder con el perdón y la misericordia»7. Fue también la fe que 
alimentó la reflexión teológica de Tomás de Aquino: «Es propio de 
Dios tener misericordia, y se dice que en ella se manifiesta de 
modo extraordinario su omnipotencia» 8. 

JESÚS ESPEJA
CREER EN DIOS PADRE
BAC 2000. MADRID 1999 Págs. 45-57

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1. Rom 8,32; Gál 2,20. En la misma fe Jn 3,16: «Tanto amó Dios al mundo, 
que le dio a su Hijo único...»; y Heb 9,14: Animado «por el Espíritu 
Eterno, Cristo se ofreció a sí mismo.
2. Pabló acepta y da sentido a sus fracasos en la evangelización: «La 
fuerza de Dios se muestra perfecta en la flaqueza» (2 Co l2,9); «cuando 
estoy débil entonces es cuando estoy fuerte» (2 Cor 12,10). Aquí 
«flaqueza y debilidad» significan entrega incondicional de la persona 
humana, donde se manifiesta Dios como amor. 
3. S. WEIL, A la espera de Dios (Madrid 1993) 98. 
4. Siguiendo esta revelación, en su última encíclica Fides et ratio (n.93), 
Juan Pablo II sugiere un ob- jetivo primario a la reflexión teológica: «la 
comprensión de la kénosis de Dios, verdadero gran misterio para la 
mente humana, a la cual resulta inaceptable que el sufrimiento y la 
muerte puedan expresar el amor que se da sin pedir nada a cambio».
5. Jesús cree en la resurrección de los muertos y contra los saduceos que 
la negaban arguye partiendo de estos argumentos (Mc 12 26s). A ellos 
acude también San Pedro en su discurso de Pentecostés (Hch 2 22-28). 

6. 1 Cor 15,28. Hay relación entre libertad humana y proceso liberador de la 
creación (Rm 8,22 25). 
7. Oración-colecta del domingo XXVI del tiempo ordinario. 
8. Suma Teológica, II-II,30,4.