CREER EN DIOS PADRE
I
PADRE: «INFINITA TERNURA DE AMOR»
No fue ingenuo el autor de las parábolas evangélicas. Conocía
bien las aristas del corazón humano: astucia del administrador
infiel que, amenazado con el despido, trata de asegurar su
porvenir congraciándose con los deudores del amo, incapacidad
de la tierra para dar fruto, dureza de corazón en muchos.
Experimentó la incomprensión de la gente, la persecución infligida
por los religiosos dogmáticos, el abandono y traición de sus
mismos discípulos. A pesar de todo siguió esperando hasta sufrir
el martirio mirando confiadamente al porvenir. Estaba convencido
de que, siempre y en cualquier caso, todos los acontecimientos
discurrían en los brazos del «Abba», Padre. Participando la
experiencia teologal de Jesús, los verdaderos cristianos como
Teresa de Lisieux gustaron la cercanía de Dios «como infinita
ternura de amor».
1. Un símbolo de la realidad divina
Más que una entrega de verdades formales, la revelación es
autocomunicación de Dios a las personas y a los pueblos, según la
condición humana y la evolución de las culturas. La historia del
pueblo donde se escribió la Biblia es un lugar privilegiado en que
va emergiendo poco a poco la paternidad de Dios en los cauces
marcados por la alianza y la promesa. Esa historia se hilvana como
un dinamismo progresivo por etapas. En el origen está la
inclinación gratuita de Dios que toma la iniciativa: «Cuando Israel
era niño, yo le amé.... yo enseñé a andar a Efraín y lo llevé en mis
brazos...; con cuerdas de ternura, con lazos de amor los atraía; fui
para ellos como quien alza un niño hasta sus mejillas y se inclina
hasta él para darle de comer». Al crecer el niño tiene capacidad de
amar, puede y debe responder impulsado por el mismo don
gratuito; surge así la ética del cumplimiento: hay deberes del
pueblo para con Dios. Pero ante el peligro de caer en la rutina,
viene una llamada urgente a la interiorización: «escucha, Israel»,
hay que dejarse alcanzar por el querer de Dios para dar una
respuesta personalizada. Finalmente, se organiza el culto como
expresión del don recibido e interiorizado en la vida de las
personas y del pueblo 2.
a) Buena noticia sobre Dios
Al final de la historia bíblica y como meta que a todo da sentido,
Jesús de Nazaret gusta y proclama la cercanía benovolente de
Dios en favor nuestro. Emplea el símbolo «Padre», «Abba». Papá
y mamá es lo primero que aprende a decir un niño. «Padre» viene
a ser la expresión de confianza sin límites que tiene un niño
agarrado a la mano de su papá. Los judíos conocían ese
significado familiar del término, y lo consideraban irreverente para
nombrar o dirigirse al «Dios Altísimo». La percepción de Dios que
Jesús gustaba, iba más allá de la divinidad justiciera presentada
por el Bautista, que seguía dando prioridad a los ayunos y
prácticas ascéticas. Jesús en cambio respiraba la buena noticia:
Dios es amor gratuito y, porque nos ama incondicionalmente, actúa
ya en nuestro mundo para llevarlo a la plenitud de vida. Ésa fue la
novedad que no entendieron los judíos ortodoxos. El reino que
llega por intervención gratuita de Dios, es como el vino nuevo en
proceso de fermentación que no soportan los pellejos ya gastados.
Como la tela nueva, que, al zurcirla con la vieja, ésta se deshace 3.
b) Presencia deficiente de la realidad
Padre, como Hijo y Espíritu, es un símbolo; pero hay que
puntualizar bien qué contenido damos a ese término. Un símbolo
es, por ejemplo, el abrazo de una madre a su hijo que vuelve a
casa tras larga ausencia fuera de la misma; en ese gesto la madre
manifiesta y ofrece algo de su intimidad. Por eso, «símbolo» no se
opone a realidad sino que más bien es presencia o manifestación
deficiente de la misma. Cuando decimos que «Padre» es un
símbolo de Dios, expresamos algo de la realidad divina pero de
modo deficiente. Diríamos que nos aproxima un poco a esa
realidad, nos ofrece un eco de la misma, «un conocimiento
imperfecto», y suscita en nosotros el anhelo de un encuentro con
la realidad tal como es.
Como todo símbolo, «padre» para nombrar a Dios tiene también
sus limitaciones.
D/MADRE: En el ámbito cultural judío donde Jesús vivió y habló,
evocaba la figura del que transmite la vida con amor y acompaña
con solicitud al hijo a la hora de buscar su puesto en la sociedad. Y
así este calificativo suscita sentimientos de gratitud y confianza que
nos inspira quien está siempre dispuesto a prestarnos ayuda
desinteresadamente. Pero ya saliendo al paso de cualquier
experiencia negativa que uno pueda tener de su propio padre,
Jesús puntualiza que Dios es mucho mejor que el mejor de los
progenitores: «Si vosotros siendo malos, sabéis dar cosas buenas
a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu
Santo a los que se lo pidan!» (Lc 11,13). Precisamente por esa
limitación cultural del término, es válido y puede ser elocuente
llamar a Dios «madre». De hecho los profetas presentan a Dios
con los sentimientos y conducta maternos: «Efraín es para mí un
hijo querido, un niño predilecto; cada vez que le amenazo vuelvo a
pensar en él; mis entrañas se conmueven y me lleno de ternura
hacia él» (Jer 31,20); «¿acaso olvida una mujer a su niño de
pecho y no se apiada del fruto de sus entrañas?; pues aunque ella
se olvide, yo no te olvido» (Is 49,15); «como una madre consuela a
su hijo, así os consolaré yo» (Is 66,13). Según el evangelio, Dios
alimenta a las aves y viste a los lirios del campo; alimentar y vestir
a los niños es en nuestra cultura tarea preferentemente de la
madre (Mt 6,28).
Padre, madre, esposo y otros símbolos que sugieran amor
gratuito, ternura, entrega incondicional pueden ser mediaciones
válidas para evocar esa ternura inabarcable de Dios. El símbolo
nos da la realidad pero de modo deficiente. Porque a Dios le
conocemos «como a un desconocido», el símbolo «padre» para
designar la realidad divina, deja en nosotros el reclamo de «un
conocimiento perfecto» y abre siempre a la búsqueda de una
realidad siempre mayor. No hay verdadera fe sin esperanza.
c) Plenitud de la revelación
La paternidad de Dios pujaba ya en la revelación bíblica.
Cuando el pueblo estaba esclavizado en Egipto, atisbó el nombre o
la realidad de Dios: «El que Soy», el que acompaño a la
humanidad mientras va de camino; el que, oyendo los gemidos de
las personas y de los pueblos, se deja impactar y promueve la
liberación (Éx 3,6.14). A lo largo de su historia el pueblo interpretó
esa liberación según contextos y necesidades; como defensor de
los pobres y también como guerrero invencible al frente de las
fuerzas armadas para defender al pueblo agredido. Pero la verdad
de Dios liberador y fuente de todas sus liberaciones radican en la
paternidad divina. Es la buena nueva de Jesucristo. Cuando sus
discípulos le pidieron una oración que los identificase, no les
enseñó métodos para orar; más bien les mostró el espíritu de
confianza en que debían proceder: «Padre Nuestro». Con todas
sus limitaciones, el símbolo «padre» sugiere que Dios es Alguien,
fuente de vida y de amor, en quien siempre se puede confiar.
Según las parábolas evangélicas, acompaña siempre con su
afecto inquebrantable y espera sin tregua el regreso del hijo
pródigo que se alejó de su amor abandonando la casa paterna;
como al buen samaritano, «se le revuelven las entrañas» viendo a
una persona expoliada en el camino; es el acreedor que, movido a
compasión, perdona todas las deudas.
En esa novedad acababa y encontraba su perfeccionamiento la
revelación bíblica: un proceso de autocomunicación divina en la
finitud del tiempo y de la cultura, por el que la humanidad descubre
que Dios no es el terrible que se impone desde arriba por la
fuerza, sino el compañero, el padre, la madre, el esposo de la
humanidad. Es admirable no por su poder sino por su amor
gratuito e incondicional. Así lo proclama el evangelio de Jesús y lo
dice bien la Carta a los Hebreos: «Vosotros no os habéis acercado
a la oscura nube, ni a las tinieblas ni a la tempestad, ni a la
trompeta vibrante ni al resonar de aquellas trompetas» que
anunciaban la presencia poderosa de Yahvé en el Sinaí, sino «a
Jesús el mediador de la Nueva Alianza», presencia de Dios en
actitud de amor eficaz en favor nuestro. La mediación de Cristo no
es ritual, sino existencial; es su forma de vivir y actuar: «Pasó
haciendo el bien y curando a los oprimidos por el demonio».
Sirviendo con amor a los demás, reveló que Dios es Padre (Hch
10,38).
2. «Hemos conocido y creído en el amor»
Así describe 1 Jn 4,16 la experiencia o fe cristiana. En ella
gustamos ese amor gratuito de Dios, que San Juan designa con el
término griego «ágape»: un amor que se da incondicionalmente sin
retorno, irracional en cierto modo. Como el amor de una madre,
que, ocurra lo que ocurra, siempre se pone al lado de su hijo. Dios
nos ama e infunde vida en nosotros incluso cuando somos
pecadores; es la novedad apasionante que celebra Pablo
convencido de que nadie ni nada puede separarnos de este amor
que continuamente nos envuelve y vivifica 4.
El amor humano siempre conlleva una dimensión erótica. Dada
nuestra indigencia creatural, tenemos mil carencias y vivimos
sometidos a la necesidad. Lógicamente siempre buscamos
satisfacción, y vamos madurando con el paso del «eros» al
«ágape». Pero Dios es amor totalmente gratuito; su esencia es el
amor que siempre da vida y es afirmación del otro. Ello quiere decir
que nos ama para que seamos nosotros mismos: felices y libres,
cada uno con nuestra singularidad. Según el evangelio, Dios
quiere «vida en plenitud para todos»; y la vida humana incluye
felicidad o bienestar económico, psicológico y social, libertad para
tomar decisiones, seguridad de ser amados y útiles en la vida.
a) «Quien ama, conoce a Dios»
En una sociedad cada vez más organizada de modo secular, las
pruebas racionales o afectivas sobre la existencia de Dios apenas
tienen garra; no valen ya posturas apologéticas y defensivas
propias del siglo pasado; la presencia de Dios en el mundo y en
las personas es tan silenciosa como real. Por ser real, a todos da
impulso de vida; pero por ser gratuita tampoco se impone a nadie
por la fuerza. Sin embargo «quien ama, conoce a Dios», y como el
amor es constitutivo esencial de todos los humanos, a todos Dios
se revela de algún modo.
Si admitimos que la voz de Dios-Amor ya tiene su eco en la
conciencia de todos que por distintos caminos lo buscan «a
tientas», todos tienen su verdad y nadie debe ser reprimido ni
oprimido por sus convicciones. Tiene aquí especial vigencia la
regla de oro dictada por el Concilio: «La verdad no se impone sino
por la fuerza de la misma verdad, que penetra con suavidad y
firmeza a la vez en las almas» (DH 1; TMA 35). Porque nadie tiene
el monopolio de la verdad sobre Dios, quien sin embargo de algún
modo a todos se revela, los cristianos hoy debemos actuar como
Pablo en el areópago de Atenas: escuchar, acoger esos latidos de
Dios-Espíritu que palpitan en la cultura, para entender mejor y
ofrecer la novedad evangélica. Con frecuencia no lo saben, pero
nuestros contemporáneos ansían el encuentro con Dios que sea
ternura y gratuidad. Los cristianos que «hemos conocido el amor»,
podemos ofrecer la buena noticia de que ya se ha hecho y se está
haciendo realidad este profundo anhelo, porque Dios es Padre.
b) Acabar con algunos malentendidos
Es condición necesaria para ofrecer esa buena noticia. Pero
entre los mismos cristianos no resulta fácil el paso de ver a la
divinidad como déspota omnipotente y juez insobornable, a vivir su
presencia como padre; abandonar la condición de siervos bajo el
miedo, para gustar la condición de hijos acompañados por el amor.
Este paso implica revisión de algunas reacciones y conductas que
se dan a veces y son bien opuestas a la novedad evangélica.
No sabe uno por qué hay una cierta enemistad entre Diosy
placer humano. Parece que vinculamos a Dios mejor con el
sufrimiento. Algunos incluso creen que envía enfermedades y
desgracias como justo castigo por nuestros pecados. No faltan
cristianos que concretan la voluntad de Dios en la «vida eterna»,
entendida como «un más allá» de liberación total que nada tiene
que ver con las liberaciones intrahistóricas de carácter psíquico,
económico, político y cultural. Pero estas visiones no responden a
la novedad evangélica sobre Dios: quiere la vida y la felicidad para
todos; y ese querer sólo se hace real en la singularidad de cada
persona y en una organización social con sus propias liberaciones
parciales.
La historia moderna se ha caracterizado por el reclamo de
libertad. El individuo ha salido a escena, quiere representar su
papel y decir su propia palabra sin dejarse silenciar ni atosigar por
las instituciones. Esa demanda justa en principio, ha coincidido con
un rechazo de Dios y de la religión, percibidos como rivales y
opresores de la libertad humana. Sin embargo el evangelio es
anuncio de libertad y de liberación. Luego ha fallado algo en la
comprensión de la libertad humana o en la percepción de Dios que
nos entrega el evangelio. Porque un amor gratuito busca la
libertad del ser amado, Dios no quiere personas atadas, prefiere
que actuemos con libertad, aunque nos equivoquemos, a que
seamos y actuemos como esclavos de preceptos y cumplimientos
sin amor. En esta perspectiva es impensable que Dios haya
marcado una programación previa e inmutable de nuestra
existencia cuyos cauces no podamos traspasar; ser libres significa
posibilidad de organizar nuestra existencia como nos plazca,
corriendo el riesgo del error y del fracaso. Los cristianos todavía
tenemos pendiente un diálogo serio con este signo del Espíritu, el
reclamo de libertad surgido en la época moderna. Entablaremos un
diálogo fecundo no despreciando ni mucho menos reprimiendo ese
reclamo de libertad, sino más bien ofreciendo una conducta de
auténtica libertad evangélica.
1 Jn 4,18 es consecuencia lógica de la fe o experiencia cristiana:
«En el amor no hay lugar para el temor». Si Dios es más bueno
que nuestro padre y nuestra madre, las personas que más nos
han querido y nos quieren, ¿por qué ir por el mundo atemorizados
por una espada invisible? El miedo a una divinidad poderosa y
aterradora, nada tiene que ver con el temor a ser insensibles e
ingratos con un amor que se nos regala y hace verdadera nuestra
existencia. El Dios revelado en Jesucristo no genera en nosotros la
culpabilidad, más bien nos libera de la misma; no quiere la muerte
del pecador sino que se convierta y viva; nunca nos condena, si
bien, como una madre, lamenta los fracasos de sus hijos. Es una
pena que frecuentemente los mismos cristianos ante la palabra
«Dios» reaccionemos como ante la divinidad terrible que brama
desde el Olimpo y truena desde el Sinaí. Como si no conociéramos
«la bondad de Dios y su amor a los hombres», que se han
manifestado en Jesucristo.
Todos necesitamos sentirnos útiles en la vida; ser valorados y
estimados por los otros; si perdemos la «autoestima», nuestra
existencia ya no tiene sentido. Hay en nuestra sociedad, anónima y
sin hogar, muchas personas que no se sienten amadas, y hasta no
se creen amables; no encuentran razones para seguir viviendo; la
depresión es enfermedad de moda, y en el llamado «cuarto
mundo» muchos pierden la propia estima y la confianza en sí
mismos. La buena noticia de que Alguien nos ama siempre y sin
condiciones, puede significar en este contexto una liberación de
tantas marginaciones e impulso para seguir viviendo: la existencia
de cada uno procede arropada por un amor activo y permanente;
«Hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados» (Mt 10,30).
c) Frente al ateísmo y la increencia
Muchos de nuestros contemporáneos no han podido creer en
una divinidad celosa, contraria y rival de la persona y de la
sociedad humanas; por eso se han hecho ateos. Es la reacción
normal si pensamos que la divinidad es peor que nosotros. Sin
duda es preferible que los hombres no crean en Dios ni en la
religión, a que crean en un Dios y en una religión que generan
miedo a castigos más allá de la muerte, mientras desprecian,
humillan y reprimen a las personas en esta vida.
Por eso viene bien formular aquí el interrogante que Juan Pablo
II plantea en el umbral del tercer milenio: «¿Qué parte de
responsabilidad deben reconocer también los cristianos, frente a la
desbordante irreligiosidad, por no haber manifestado el genuino
rostro de Dios, a causa de los defectos de su vida religiosa, moral
y social?» (TMA 36). Mirando al presente y al futuro de nuestra
responsabilidad, los cristianos debemos vivir y manifestar a los
demás la paternidad de Dios que tan intensamente vivió Teresa de
Jesús: «Siendo Padre, nos ha de sufrir las ofensas por grandes
que sean; si nos tornamos a él como el hijo pródigoh hartos de
perdonar; hanos de consolar en nuestros trabajos, hartos de
sustentar como debe hacer un tan buen padre, que forzado ha de
ser mejor que todos los padres del mundo, porque en él no puede
haber sino el bien cumplido» 5.
3. Misericordia entrañable
Según el profeta Os 11,9, Dios lamenta la infidelidad del pueblo,
amenaza y llama de mil modos a la conversión. A pesar de que su
pueblo no responde, en sus sentimientos de padre y madre no hay
espacio para la justicia vindicativa: «No dejaré correr el ardor de mi
ira, no volveré a destruir a Efraín, porque yo soy Dios, no hombre;
en medio de ti yo soy el Santo y no me complazco en destruir». La
misericordia es atributo propio de Dios: «a través de ella —decía
Teresa de Lisieux—contemplo y adoro las demás perfecciones
divinas; todas se me presentan radiantes de amor, hasta la justicia,
y tal vez ella más que ninguna otra, me parecen revestidas de
amor» 6. Propio de Dios, su identidad, es compadecerse, hacerse
cargo y cargar con la miseria de la humanidad para que ésta se
ponga en pie y supere todas sus alienaciones.
«El que soy», el liberador del pueblo sometido en Egipto, es
«Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia
y lealtad, misericordioso hasta la milésima generación, que
perdona culpa, delito y pecado» 7. Pero la misericordia como
atributo de Dios se encarna y se personifica en Jesucristo; «él
mismo es en cierto sentido la misericordia». Siempre actuó
«movido a compasión» y pasó por el mundo haciendo el bien,
liberando a las personas de la enfermedad y de los miedos. En
estos sentimientos y en estas «obras» de liberación, «Dios se hace
concretamente visible como Padre rico en misericordia» (DM 2).
a) En qué consiste la perfección divina
Mt 5,48 transmite la invitación de Jesús: «Sed perfectos como
vuestro Padre celestial es perfecto». Y discurriendo según la
filosofía griega, traduciríamos perfección por alejamiento de todo lo
terreno y transitorio, una realidad trascendente e intocable para
nosotros; Dios sería el infinitamente poderoso y justo. Pero la
versión de Lc 6,36 da otra interpretación: «Sed misericordiosos
como vuestro Padre es misericordioso». Quiere decir que Dios es
perfecto en el amor que sale de sí mismo, y se pone gratuitamente
junto al otro apoyándolo para que salga de su miseria y de sus
carencias.
Ese amor de quien se da en gratuidad es la verdad íntima de
Dios a la que nos aproximamos con la simbólica trinitaria: las
personas divinas se constituyen por una relación o comunicación
en que mutuamente se afirman. Mirando a la creación y a la
humanidad, la perfección de Dios se manifiesta en
autocomunicación que da vida y aliento a todas sus criaturas. Y en
esta perspectiva tiene novedad el evangelio de Jesucristo: las
parábolas evangélicas del hijo pródigo, de la oveja perdida y del
siervo sin entrañas de misericordia denotan la experiencia que
Jesús tenía de Dios, padre que corre para abrazar al hijo
humillado, pastor que busca incansablemente a la oveja que se ha
extraviado, y acreedor que, impactado por la miseria de los
deudores, perdona todo lo que le deben. Dios es misericordioso
por esencia, y todos los demás atributos deben ser leídos en clave
de misericordia.
b) Para interpretar la dimensión mortificante
CRUZ/SENTIDO: En la existencia humana son inevitables la
limitación y el sufrimiento; si queremos llevar a cabo una tarea de
modo coherente, debemos renunciar a muchas cosas que nos
gustan. Sacrificio, mortificación y ascesis pertenecen no sólo al
lenguaje sino también a la condición de la vida humana. Y el
cristianismo no quita la cruz, pero encuentra en ella a Jesucristo y
descubre un sentido nuevo. Es la fe de la comunidad cristiana: «El
cuerpo del bautizado se hace carne del Crucificado», cuyo martirio
fue manifestación del amor y victoria sobre la muerte 8.
«Misericordia quiero y no sacrificios»
Son palabras de Oseas que introduce /Mt/12/07 en la
controversia de Jesús con los ortodoxos judíos. Mientras
publicanos y pecadores se acercaban para oír a Jesús, los
fariseos y maestros de la Ley murmuraban: «éste anda con
pecadores y come con ellos». Hay unos que se consideran
pecadores, ciegos que quieren ver y enfermos que piden curación;
en sus vidas Jesús irrumpe como misericordia de Dios que libra de
la miseria. Otros en cambio se consideran justos, pero en realidad
son pecadores: murmuran, tienen envidia, se crean una divinidad a
su medida, y, como el reaccionario Jonás, no soportan que la
misericordia de Dios sea universal. El fariseo que sube al templo
para orar, el hermano mayor que protesta porque su padre acoge
al pródigo, y los jornaleros de la viña incapaces de aceptar que su
amo tenga «un corazón generoso», reflejan bien esa mentalidad
de los religiosos sectarios: pretenden asegurar sus privilegios
sociales declamando largas oraciones y ofreciendo sacrificios
rituales, mientras «devoran los bienes de las viudas» y desprecian
a los pobres (Mc 12,40). Como al maestro de la Ley que se acercó
a Jesús con autosuficiencia, a estos fanáticos de la religión
interesa sólo cómo alcanzar «la vida eterna» pues la de aquí ya la
tienen asegurada con su privilegiada posición social. Jesus les dice
que no valen sin más para conseguir esa «vida eterna» los ritos y
los cumplimientos; les pone cara a cara frente al buen samaritano.
En ese contexto hay que leer la posición de Jesús y la frase
«misericordia quiero y no sacrificios». Ya lo sugiere Mc 3,1-6 en la
curación de un paralítico rompiendo el descanso sabático. Los
ortodoxos judíos también creen que Dios es perfecto y quiere la
vida. Pero, a la hora de curar al hombre concreto, vuelven a la
divinidad intocable, cuya gloria y honor quedan satisfechos con
sacrificios rituales. Para Jesús en cambio la experiencia del
verdadero Dios es inseparable de la salvación o liberación de los
hombres; no es posible su verdadera gloria si no conlleva esa
liberación. Por eso decide curar al pobre paralítico transgrediendo
incluso el sacrosanto descanso sabático.
A veces se critica negativamente el sacrificio religioso: como
desahogo al instinto de violencia que llevamos dentro las personas
y fragua en el tejido social, proyectamos ese instinto en el interior
de la divinidad todopoderosa, y en consecuencia ofrecemos
sacrificios para que se incline a favor nuestro. Pero la novedad
evangélica rompe con ese mecanismo: Dios es misericordia, está
más íntimo a nosotros que nosotros mismos, siempre nos
acompaña y está de nuestra parte aun cuando todavía somos
pecadores. Si nos dejamos alcanzar, transformar por ese amor,
nos sentimos aceptados, agraciados y agradecidos; y como
versión histórica de la nueva experiencia, somos agradables,
compasivos y hermanos para los demás. Pero el crecimiento de la
semilla en nosotros es doloroso, la gracia es gratuita pero no
barata; y ese amor comunicativo y fraterno exige sacrificios que
Dios no necesita, pero que nosotros sí necesitamos. El sacrificio es
ineludible cuando entramos de verdad en la lógica del amor
gratuito «que se alimenta de sacrificios, y cuantas más
satisfacciones naturales se niega a sí misma el alma, tanto más
fuerte y desinteresada se hace su ternura»9. Sin embargo, este
sacrificio no es ritual sino existencial: una vida inspirada en el amor
que Dios nos regala, y desgranada en la práctica histórica de ese
amor hacia los demás.
«Entregó a su Hjo»
En el Nuevo Testamento hay una interpretación sacrificial de la
muerte de Jesús; y corremos el peligro de pervertir su verdadero
sentido si discurrimos según el esquema religioso: Dios ofendido
en su honor infinito, exigió como reparación la muerte de
Jesucristo, que, siendo divino y humano, pudo aplacar
satisfactoriamente a Dios representando a la humanidad. Según
esa teoría, la muerte de Jesucristo sería como una gesta de
reparación en justicia conmutativa: «paga lo que debes». Pero
esta interpretación se opone frontalmente al evangelio: «Tanto
amó Dios al mundo que entregó a su Hijo para que todo el que
crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna»; Dios nos ha
mostrado su amor en la muerte de Cristo, «cuando aún éramos
pecadores» (/Jn/03/16; Rm/05/08).
El sacrificio de Jesucristo debe ser interpretado en el dinamismo
del amor. Dios ama primero, y ese amor divino caló tan hondo y
transformó de tal modo la intimidad humana de Jesús, que aquel
hombre fue capaz de vivir y morir por todos apasionada y
sacrificadamente. La vida y la muerte de Jesús son epifanía de la
misericordia divina encarnada en nuestra historia. Y son también la
expresión de la humanidad, que habiendo sido alcanzada por el
amor, es capaz de amar hasta las últimas consecuencias 10.
Significado de la ascesis cristiana
ASCESIS/SIGNIFICADO: La huida del mundo como sinónimo de
injusticia e idolatrías homicidas es imperativo permanente para
quienes, siguiendo a Jesucristo, buscan y trabajan para que se
construya la fraternidad en nuestra tierra. Ya es significativo que
los evangelios no presenten a Jesús como un asceta obsesionado
por alcanzar «su salvación»; más bien es presentado como el
hombre que comparte cuanto es y cuanto tiene. Actuó siempre
impulsado por una mística, un apasionamiento: realizar en este
mundo el proyecto del Padre, que todos lleguen a la plenitud de
vida, que mientras van de camino se miren como hermanos y se
sienten juntos en la misma mesa. Cuando trató de ser coherente
con esa mística en el entramado social y religioso, llegó la
incomprensión, la persecución, el abandono y la muerte. Todo
como expresión histórica de la mística. Jesús murió con gran dolor
pero también con profundo gozo; aceptó el sacrificio libremente,
por y con amor.
Con frecuencia y con razón se trae /Mc/08/34 como un texto
fundamental para presentar el seguimiento de Jesús: «Si alguno
quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo y me siga».
Pero se da por supuesto algo previo y más fundamental: haber
sido alcanzados y transformados por la mística o apasionamiento
que respiró Jesús. Sólo el que descubre la perla preciosa o el
tesoro escondido, «con gran alegría» vende todo lo que tiene. Ya
decía un refrán castellano que «un santo triste es un triste santo».
Sólo se puede llevar la cruz sin quedar aplastados por su peso
cuando se reciben energías del amor.
Es verdad que hoy, en nuestra sociedad, el bienestar
individualista narcotiza y deja fuera de juego mortificaciones cuya
utilidad inmediata no se ve; y esta mentalidad lógicamente también
entra en muchos cristianos. Pero la recuperación de la dimensión
ascética no llegará desde fuera por imposición de normas
rigoristas. Porque la verdadera enfermedad es más profunda: se
ha debilitado la mística o experiencia evangélica. Sin ella no será
posible recuperar la mortificación o ascesis que verdaderamente
humanice.
4. Misión de la Iglesia: «Dar testimonio de la misericordia»
Según Juan Pablo II, es una tarea prioritaria para la Iglesia
evangelizadora en nuestro tiempo: «Debe profesar y proclamar la
misericordia divina en toda su verdad» (DM 13). La misericordia es
el amor que reacciona ante la miseria de los otros. Por eso apenas
tiene audiencia en nuestra cultura de la fuerza, de la violencia, y
del goce inmediato a costa de lo que sea y de quien sea. En este
rechazo pueden tener influjo negativo algunas conductas de los
cristianos: paternalismos que hieren la dignidad de los
necesitados, asistencias que descuidan la promoción de los
beneficiarios como sujetos activos en su propia liberación,
donativos a la Iglesia o a los pobres para lavar la mala conciencia
de negocios inmorales. Pero en el fondo está el individualismo
feroz de nuestra cultura que se manifiesta en ese olvido de la
misericordia, como se manifiesta en el abandono de las personas
que ya no son rentables. Sin embargo, los grandes vacíos de esa
misma cultura, como la muerte de tantos pobres que no pueden
sobrevivir, la insatisfacción de potentados que pretenden llenar su
deseo de felicidad acaparando falsas seguridades, y el deterioro
humano en nuestras relaciones sociales, solicitan indirectamente
un cambio «del corazón de piedra al corazón de carne».
En esta situación cultural la comunidad cristiana debe «acoger y
ofrecer la misericordia»11.
a) Acoger la misericordia
La conversión del hijo pródigo se inicia cuando recuerda que su
padre no es un tirano que oprime, sino alguien que mira con amor
y comparte sus bienes con criados que viven y trabajan en su
casa. Aquel hijo se levanta de sus propias cenizas y emprende un
camino de liberación, porque se ha dejado alcanzar por esa
misericordia del padre. I.a comunidad cristiana debe ponerse en
pie y caminar con esa misma inspilraclon.
Una misericordia gratuitamente recibida que permite a los
cristianos ofrecer un rostro agradecido y agradable; sólo el que se
siente amado y aceptado responde con amor y gratitud. Lo que
realmente salva, libera y humaniza, no es el cumplimiento estricto
de unas leyes ni los sacrificios ascéticos con la pretensión de
ganarnos el cielo, sino el amor que gratuitamente nos envuelve y
la correspondencia gozosa por nuestra parte.
Una misericordia que se hace perdón al encontrarse con
nuestras miserias y pecados. Toda la Iglesia y cada uno de sus
miembros necesita de continua purificación, y continuamente
somos perdonados. No debemos mirar a los demás como si
fuéramos los justos y sin mancha. Porque somos los primeros en
experimentar el perdón, nunca seremos capaces de tirar la piedra
contra la mujer adúltera ni contra el criminal más pervertido. Al
gustar el perdón gratuito de Dios, hombres y mujeres recibimos la
facultad de perdonar a los otros (Mt 9,8).
Una misericordia que vibra en presencia del sufrimiento humano;
que se conmueve ante la desgracia de los excluidos socialmente.
Dios escucha los gemidos del pobre que no tiene defensor; se
hace presente como amor en su miseria. Por eso cuando los
cristianos hacemos nuestra la causa del pobre y optamos por
ayudarle a que salga de su postración, acogemos la misericordia
de Dios. Lo entendieron bien hace unos años la Iglesia
latinoamericana y su teología inspiradas y movidas por la
compasión ante las mayorías empobrecidas. Tanto para la
comunidad cristiana como para la reflexión teológica, la
indiferencia u olvido de los pobres será una «cardioesclerosis»
mortal, porque impide acoger la micerircordia entrañable de Dios.
b) Ofrecer la misericordia
En la época moderna estamos consiguiendo «la mayoria de
edad»: cada vez más hombres y mujeres pensamos por nuestra
cuenta y queremos tomar nuestras propias decisiones; Dios y la
religión cuentan poco. Hemos proclamado los derechos
individuales y buscamos una organización social democrática como
si Dios no existiera. Hemos dado pasos gigantescos en el dominio
de la creación, y hemos proclamado los derechos de los individuos
y las instituciones. Pero ahora nos encontramos un poco perdidos.
En la canalización de nuestro progreso técnico algo está fallando
porque la creaclon se vuelve contra nosotros y no sabemos bien
cómo relacionarnos con ella. Estamos promoviendo la singularidad
y libertad de las personas, pero el individualismo hace imposible la
necesaria solidaridad. Nos estamos aislando de Dios, de la
creación y de los demás, con peligro de ahogarnos en una soledad
insoportable. Hay ya muchos síntomas de asfixia. En el fondo, «el
hombre y el mundo contemporáneo tienen una gran necesidad de
misericordia, aunque con frecuencia no lo saben». Aquí está la
principal tarea evangelizadora de la Iglesia: ofrecer esta dimensión
imprescindible para oxigenar nuestro clima social (DM 2).
Una mirada limpia y una opción ineludible
Hay que mirar al mundo y a todos los miembros de la humanidad
«con el corazón», con los ojos de Dios que siempre ama y espera.
El Vaticano II dispensó al mundo moderno esta mirada del buen
samaritano. Y esa forma de mirar no es mera estrategia para una
evangelización eficaz; es más bien algo normal si realmente
creemos que la creación y la humanidad están «fundamentadas y
acompañadas por el amor del Creador y liberadas por Cristo» (GS
2). En esa humanidad el Espíritu siembra cada día los sentimientos
de misericordia y hay prácticas eficaces de la compasión antes de
que la Iglesia llegue. También aquí es tarea de la comunidad
cristiana escuchar, fortalecer y ampliar el horizonte de lo que ya
está naciendo.
Una consecuencia de esta mirada limpia es la opción por la
causa de los pobres que siempre tiene lugar dentro de una
estructura social conflictiva. No es justa la causa de quienes
mantienen o no hacen nada por eliminar las estructuras y
mecanismos perversos que generan la pobreza y la marginación
en los más débiles. Y sí es justa la causa de quienes, ofendidos y
humillados en ese conflicto, piden la satisfacción de sus derechos
humanos más elementales. Cuando la Iglesia se inclina
inequívocamente por la causa de estos últimos, excluyendo al
mismo tiempo el odio y la venganza, actúa con la misericordia y
con la justicia de Dios, defensor de los pobres, que sin embargo da
respiración y hace salir el sol también para los potentados cegados
por sus riquezas.
Una práctica coherente
Todavía hoy es actual la constatación de Pablo VI en 1975: «El
hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan
testimonio que a los que enseñan; y si escuchan a los que
enseñan, es porque dan testimonio» (EN 41).
—En la forma de mirar al mundo y en el compromiso histórico
por la causa de los pobres logra credibilidad el discurso cristiano
sobre Dios. El reconocimiento del mundo, de sus verdades y de
sus valores, fue pauta en los documentos del Vaticano II. Quedan
atrás las reticencias y reservas del magisterio eclesial ante los
movimientos modernos de liberación y ante las primeras
declaraciones sobre derechos humanos; para una justa
interpretación de sus posiciones hay que tener en cuenta el
momento histórico y la envoltura ideológica en que surgieron esos
reclamos. Con sus llamadas de atención y con la práctica de
muchos cristianos, hoy la Iglesia trata de secundar e ir más allá de
los imperativos marcados en la Declaración Universal de 1948,
pues según nuestra fe todas las personas son imagen de Dios y
en consecuencia sus derechos humanos tienen algo de divino. La
defensa de los mismos y el compromiso por la justicia son
exigencia del evangelio, como expresamente declaró el Sínodo de
1971.
Difícilmente creerán que los cristianos tenemos sentimientos de
misericordia si, arte los cambios y emancipaciones de la sociedad
moderna respecto a la religión, tomamos actitudes malhumoradas
o dogmatistas, en vez de celebrar la consistencia del mundo que
tiene sus verdades, sus valores y sus éticas seculares. Acogida,
diálogo, paciencia y tolerancia bien entendida, pueden ser hoy
expresiones de misericordia. El dogmatismo y el fanatismo religioso
paradójicamente tienen algo de común con el relativismo: no
aceptan que la verdad objetiva esté ya en la historia, si bien todos
andamos todavía buscando la verdad completa. Los dogmatistas y
fanáticos creen que ellos solos tienen toda la verdad en sus
cabezas y en sus formulaciones, mientras el relativismo niega que
haya verdades objetivas y sostiene que igual da una conducta que
otra.
En cuanto a la opción de los cristianos por la causa de los
pobres, debemos celebrar las muchas obras de beneficencia que
han realizado y están realizando no sólo personas sino también
instituciones y colectivos de la Iglesia. Parece sin embargo que la
misión evangelizadora peculiar de la comunidad cristiana no es
tanto ni sólo practicar la beneficencia, sino ser signo palpable de la
pobreza evangélica como único camino de humanización. Hacer
real dentro de la historia la primera bienaventuranza formulada por
Mt 5,3: «Felices los que se disponen a vivir con espíritu de pobres
porque ellos son ya el reino de Dios».
—Ya dentro de la comunidad cristiana, la misericordia debe ser
inspiración permanente.
Urge recuperar en primer lugar el significado teológico del
«sacramento de la penitencia», como celebración de la
misericordia. Sabemos que hay siete momentos en que la Iglesia,
esa comunidad de vida animada por el Espíritu, se pone al lado de
las personas y entra en contacto con ellas ofreciéndolas su
realidad última de gracia. Uno de ellos es el sacramento de la
penitencia: cuando las personas quieren cambiar de vida, salir del
«pecado mortal» según la expresión del concilio de Trento, «la
comunidad de los santos» se ofrece para que los penitentes logren
realizar su proyecto de cambio. En la celebración sacramental de
la penitencia se manifiesta e irrumpe la misericordia de Dios
encarnada en Jesucristo y en la comunidad cristiana. Además de
otras causas, las deformaciones en la interpretación y en la
práctica de este sacramento han provocado en muchos cristianos
el abandono del mismo. Sólo cuando esa práctica muestre la
misericordia entrañable de Jesucristo en forma de comunidad, este
sacramento dejará de ser una obligación cada vez más penosa y
será solicitado como singular oportunidad de gracia.
La Iglesia es visible y necesita una organización con su
normativa. A veces sin embargo se acentúan de tal modo la
organización visible y la normatividad, que se olvida el carácter
referencial de lo visible: la Iglesia no está en función de sí misma
sino del reino de Dios, cuya ley fundamental es la misericordia (SC
2). No es fácil articular legislación canónica y exigencias de la
misericordia; por eso tampoco valen críticas despiadadas contra
los hermanos a quienes toca directamente la responsabilidad en
esa delicada tarea de gobierno intracclesial. Pero en todo caso, la
concreción y aplicación de las normas canónicas sólo son
evangélicas cuando van inspiradas y acompañadas por la
misericordia.
JESÚS
ESPEJA
CREER EN DIOS PADRE
BAC 2000. MADRID 1999 Págs. 19-43
........................
1. «Manuscrito dedicado a la Reverenda Madre Inés de Jesús» en Obras
completas (Burgos 1964) 229 (en adelante Manuscrito A).
2. Os 11,1-4. Don, respuesta ética, interionzación y culto son distintas
etapas de la alianza que van explicitando los documentos o tradiciones
yahvista, elohista, deuteronómica y sacerdotal.
3. Esa novedad explica que Jesús abandonase la escuela del Bautista. Eran
dos figuras con talante bien distinto: mientras el Bautista era un hombre
muy austero -ni comía ni bebía-, Jesús fue acusado de «comilón y
borracho» (Mt 11,18s). Inspirada en una percepción de Dios como amor
gratuito en favor de los hombres, la conducta de Jesús desmantelaba un
esquema religioso montado sobre prácticas rituales para honrar a la
divinidad (Mc 2,23-28; 3,1-6).
4. «Dios nos ha mostrado su amor haciendo morir a Cristo por nosotros
cuando aún éramos pecadores» (Rm 5,8); «estoy seguro de que ni
muerte ni vida, ni ángeles, ni otras fuerzas sobrenaturales, ni lo presente
ni lo futuro ni poderes de cualquier clase, ni lo de arriba ni lo de abajo ni
cualquier otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en
Cristo Jesús Señor nuestro» (Rm 8,38-39).
5. Camino de perfección, 27, 2.
6. «Manuscrito A», en Obras Completas, p. 257.
7. Ex 34,6-7. Es el atributos de Dios que cantan los salmos: «El Señor es
clemente y misericordioso, lento a la ira y rico en piedad; el Señor es
bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas» (Sal 145,8-9);
«como un padre siente ternura por sus hijos, así siente el Señor ternura
por sus fieles» (Sal 103,13); «el Señor guarda a los peregrinos, sustenta
al huérfano y a la viuda» (Sal 146,9); «está cerca de los atribulados y
salva a los abatidos» (Sal 34,19).
8. La frase entre comillas es de San León Magno hablando a los neófitos:
Serm. 63,6: Pl. 54,357.
9. «Manuscrito A», en Obras Completas, p. 343.
10. En el s. XIII fue genial la explicación dada por Tomás de Aquino: la
muerte de Jesús ante todo y sobre todo es manifestación de la
misericordia divina; nos tiene sentido la pretensión de aplacar a Dios en
justicia conmutativa. Más bien la misericordia divina fructifica en la que
podemos llamar «justicia distributiva» que tirene lugar cuando a cada uno
se da lo suyo. Como es propio de la humanidad decidir e intervenir
libremente, el amor gratuito de Dios asumió y promovió la libertad
humana de Jesús que aceptó vivir y morir por amor a los demás (Suma
Teolóogica, III, 46,1 sol 3).
11. Es el titulo que Juan Mª Uriarte, Obispo de Zamora dio a su Carta para
Cuaresma de 1995. Merece ser meditada por su inspiración evangélica y
su orientación evangelizadora.