ANTOLOGÍA EXEGÉTICA DEL PADRENUESTRO

* * * * *

Venga tu reinado



I. TERTULIANO
(De orat., V. 1-4)
·TERTULIANO/PATER PATER/TERTULIANO

«Venga tu reinado» se relaciona con «hágase tu voluntad», es 
decir, en nosotros. Pues ¿cuándo no reina Dios, «en cuya mano 
está el corazón de todos los reyes»?1 Pero cualquiera cosa que 
nos deseamos lo referimos a él, y le atribuimos lo que de él 
esperamos. Así, pues, si la realización del reino del Señor se 
relaciona con la voluntad de Dios y a nuestro final, ¿cómo es que 
algunos piden un reino prolongado en este mundo, siendo así que 
el reino de Dios—cuya venida suplicamos—tiende a la 
consumación del mundo? Pedimos reinar cuanto antes y no servir 
más tiempo. Y, aunque no se nos ordenase pedir la venida del 
reino, lo habríamos hecho apremiados por realizar nuestra 
esperanza. Las almas de los mártires claman al Señor bajo el altar: 
«¿Hasta cuándo, Señor, no vengarás nuestra sangre contra los 
habitantes de la tierra?»2. Pues sólo al final de los tiempos tendrá 
lugar su venganza. «¡Qué venga cuanto antes tu reino, Señor!», 
es objeto del deseo de los cristianos, de la confusión de las 
naciones (paganas), del gozo de los ángeles, aquello por lo que 
sufrimos y, sobre todo, por lo que oramos. 


II. SAN CIPRIANO
(Sobre la oración dominical, 13)
·CIPRIANO/PATER PATER/CIPRIANO

Pedimos en esta súplica que se nos haga presente el reino de 
Dios, como pedimos que su nombre sea santificado en nosotros. 
Pues ¿cuándo deja de reinar Dios o cuándo empieza en él lo que 
siempre fue y no deja de ser? Pedimos que venga nuestro reino, 
que Dios nos ha prometido, logrado a fuerza de la sangre de la 
pasión de Cristo, de modo que los que primero hemos servido en 
el mundo, reinemos después bajo el trono de Cristo, como él 
promete cuando dice: «Venid, benditos de mi Padre, recibid el 
reino que os está aparejado desde el origen del mundo»3. 
Es cierto, hermanos amadisimos, que puede entenderse por el 
reino de Dios el mismo Cristo, el reino que todos los días pedimos 
venga y que deseamos llegue cuanto antes a nosotros. En efecto, 
siendo él la resurrección, porque en él resucitamos, por eso 
podemos entender que él es el reino de Dios, porque en él hemos 
de reinar. Con razón pedimos el reino de Dios, es decir, el reino del 
cielo, porque hay también un reino terrenal. Mas el que ha 
renunciado al mundo es superior a los honores y al reino del 
mundo. Y por eso el que hace entrega de sí a Dios y a Cristo, 
desea el reino del cielo, no el de la tierra. 
Pero es necesario orar y suplicar sin intermisión, para no quedar 
excluidos del reino del cielo, como fueron excluidos los judíos, a 
quienes se les había prometido, según lo manifiesta y declara el 
Señor: «Muchos vendrán de oriente y occidente y se sentarán con 
Abrahán, Isaac y Jacob en el reino de los cielos; en cambio, los 
naturales del reino serán expulsados a las tinieblas de fuera; allí 
habrá llanto y rechinamiento de dientes»4. Nos declara que los 
judíos eran primero los hijos del reino, mientras perseveraban 
siendo hijos de Dios. Mas luego que dejaron de tenerle por Padre, 
cesaron también en el reino. Y por eso los cristianos, que en la 
oración llamamos a Dios Padre, rogamos también que nos llegue el 
reino de Dios. 


III. ORÍGENES
(Sobre la oración, XXV 1-3)
·ORIGENES/PATER PATER/ORIGENES

«Si el reino de Dios—según las palabras del Señor y Salvador 
nuestro—no viene ostensiblemente; y si no podrá decirse: helo 
aquí o allí, sino que el reino de Dios está dentro de nosotros»5, 
«porque lo tenemos enteramente cerca de nosotros, en nuestra 
boca, en nuestro corazón»6, sin duda el que suplica que venga el 
reino de Dios lógicamente está orando por el reino divino, que 
tiene dentro de sí, para que surja y dé fruto y se perfeccione. 
Porque en cada uno de los santos reina Dios, y cada santo 
obedece las leyes espirituales de Dios, que habita en él como en 
una ciudad bien gobernada. Presente está en él el Padre, y reina 
juntamente el Ungido (Cristo) del Padre en aquella alma perfecta, 
según lo que se ha mencionado poco ha: «Vendremos a él y en él 
haremos morada»7. Y pienso que se llama reino de Dios al estado 
feliz de la parte superior del alma y a los ordenados y sabios 
pensamientos; y reino de Cristo, bien a las palabras que se 
pronuncian para la salud de los oyentes, bien a las obras de 
justicia y de las demás virtudes. Porque el Hijo de Dios es el Logos 
y la Justicia. Por el contrario, «el príncipe de este siglo» ejerce 
tiranía sobre todos los pecadores; pues todo pecador en el 
presente siglo es esclavizado fieramente, al no entregarse 
voluntariamente a «quien se entregó por nuestros pecados, para 
librarnos de este siglo malo, conforme a la voluntad de nuestro 
Dios y Padre»8 [...]. Quien soporta la tiranía del «príncipe de este 
siglo», por la libre aceptación del pecado, está bajo el reino del 
pecado. Por lo cual san Pablo nos llama la atención, para que no 
nos sometamos ya más al pecado, que pretende señorearse sobre 
nosotros, y nos amonesta con estas palabras: «¿Que no reine, 
pues, el pecado en nuestro cuerpo mortal, obedeciendo a sus 
concupiscencias!»9. 
Pero alguien puede proponer la siguiente dificultad a las dos 
peticiones «santificado sea tu nombre» y «venga tu reino»: si el 
que ora lo hace precisamente para ser escuchado, y alguna vez 
realmente lo consigue, es evidente que entonces el nombre de 
Dios se habrá santificado por lo que a él respecta, y que el reino 
de Dios le habrá llegado; una vez conseguido esto ¿cómo va a ser 
razonable que continúe pidiendo por lo que tiene, como si no lo 
tuviera, repitiendo «santificado sea tu nombre» y «venga tu 
reino»? Si esto es así, será conveniente omitir en este caso ambas 
peticiones. 
A esto hay que responder, que lo mismo que quien pide en la 
oración un «conocimiento adecuado de la ciencia y de la 
sabiduría», será siempre razonable que lo pida, pues aunque su 
oído capte continuamente muchas nociones de sabiduría y de 
ciencia, su inteligencia, conoce, no obstante, de un modo limitado 
lo que al presente pudiera captar [...]; del mismo modo el reino de 
Dios no puede [...] estar presente en uno de manera perfecta, 
hasta que venga lo que es perfecto10 en la ciencia y en la 
sabiduría, y así en las demás virtudes. Y recorremos el camino de 
la perfección, si «dando al olvido lo que ya queda atrás, nos 
lanzamos en persecución de lo que tenemos delante»11; y el reino 
de Dios, que está en nosotros, avanzando nosotros 
continuamente, llegará al sumo cuando se cumpla lo que dice el 
apóstol: «Que Cristo, una vez sometidos a si todos sus enemigos, 
entregue a Dios Padre el reino, para que sea Dios todo en todas 
las cosas»12 Por tanto, orando sin cesar con una disposición de 
ánimo divinizada por el Logos, debemos decir a nuestro Padre que 
está en los cielos: «santificado sea tu nombre, venga tu reino». 
Aún tenemos que hacer una aclaración sobre el reino de Dios: 
así como no hay «consorcio entre la justicia y la iniquidad, ni 
comunidad entre la luz y las tinieblas, ni concordia entre Cristo y 
Belial»13, así tampoco puede coexistir el reino de Dios con el reino 
del pecado, Luego, si queremos que Dios reine en nosotros, «de 
ningún modo debe reinar el pecado en nuestro cuerpo mortal»14, 
ni debemos prestar oídos a los preceptos de quien incita a nuestra 
alma a las obras de la carne y a cosas contrarias a Dios; antes 
debemos mortificar nuestros «miembros terrenos»15, para que 
demos frutos en el Espiritu; para que en nosotros, como en un 
paraíso espiritual, se pasee Dios, y sea él solo el que reine en 
nosotros con su Cristo sentado en nosotros a la diestra de la virtud 
espiritual, que deseamos recibir; y permanezca sentado hasta que 
todos sus enemigos, que están en nosotros, se conviertan en 
«escabel de sus pies»16 y se desvanezcan en nosotros todo su 
principado, su potestad y su virtud. Porque estas cosas pueden 
ocurrir en cada uno de nosotros, «llegando a destruir el último 
enemigo que es la muerte»17, al punto de que diga Cristo en 
nosotros: «¿Dónde está, muerte, tu aguijón? ¿Dónde está, muerte, 
tu victoria?»18. Y se revista ya así nuestro cuerpo «corruptible» de 
aquella santidad e «incorruptibilidad», que hay en la castidad y en 
toda pureza, y nuestro cuerpo «mortal», liberado de la muerte, se 
revista de la «inmortalidad»19 paterna, para que, reinando Dios en 
nosotros, nos encontremos ya entre los bienes de regeneración y 
resurrección. 


IV. SAN CIRILO DE JERUSALÉN
(Cateq. XXIII, 13) 
·CIRILO-DE-J/PATER PATER/CIRILO-DE-J

Es propio de un alma pura decir confiadamente: «venga tu 
reino». Porque el que ha oído a Pablo, que dice: «No reine el 
pecado en vuestro cuerpo mortal»20, sino que se ha purificado a 
sí mismo, de obra, de pensamiento y de palabra, éste dirá a Dios: 
«Venga tu reino». 


V. SAN GREGORIO NISENO
(De orat. domin., lll (PG 44, 1 ISSB- 1162A))
·GREGORIO-NISA/PATER PATER/GREGORIO-NISA

Sigue la petición, que suplica por la venida del reino de Dios. 
¿Acaso puede devenir ahora rey del universo aquél que siempre 
es rey, que es siempre él mismo e incapaz de cambio, que en nada 
mejor puede trasmutarse? ¿Qué desea, pues, esa petición? Su 
respuesta la conocen sólo quienes, por revelación del Espiritu de 
verdad, conocen los misterios ocultos. 
He aquí nuestra interpretación: existe una verdadera y perfecta 
potestad, que preside y gobierna todo, gobernando no violenta y 
dictatorialmente a sus súbditos; pues propio de la virtud es ser libre 
de todo temor y dominio, para elegir voluntariamente el bien [...]. 
Pero, puesto que la naturaleza humana inducida por engaño, fue 
imposibilitada para discernir el bien e, inclinando nuestro libre 
albedrío a lo opuesto, el mal invadió la vida del hombre y la 
sometió al dominio mortal de vicios o pasiones [...], por eso 
precisamente pedimos que «venga el reino de Dios» a nosotros. 
No podríamos escapar a la perversa potestad de la corrupción, en 
efecto, si no ocupase su puesto en nosotros el imperio de aquella 
fuerza vivificante. Esto significa, pues, la súplica por la venida del 
reino de Dios a nosotros: que sea exento de la corrupción, libre de 
la muerte, desligado de los lazos del pecado; que la muerte no 
reine ya sobre mí, ni la tiranía de la malicia y del vicio me domine, 
ni prevalezca sobre mí el enemigo, ni me subyugue mediante el 
pecado; sino que «venga tu reino» sobre mí, para que de mí se 
alejen y, más aún, sean aniquilados los vicios y afectos, que hasta 
el presente me dominan [...]. Si, pues, viniese a nosotros el reino 
de Dios, serían ciertamente destruidos cuantos nos subyugan y 
tiranizan. Pues «las tinieblas» no soportan la presencia de «la luz» 
[...] y «la muerte» se desvirtúa, cuando reina «la vida» [...]. 
«Venga tu reino». Dulce petición, por la que suplicamos a Dios 
que se aniquile el frente enemigo, triunfe la carne sobre el espíritu, 
no sea ya el cuerpo prisión y fortaleza enemiga del alma [...], 
desaparezca el dolor, la tristeza, el llanto, suplantados por la vida, 
la paz y la alegría. 
Quizá (el evangelista) Lucas nos explica mejor el sentido de esa 
petición, insinuando que, quien pide «venga su reino», implora el 
auxilio del Espíritu santo. Pues en lugar de: «venga tu reino», dice 
en su evangelio: «venga sobre nosotros su santo Espiritu y nos 
purifique»21. ¿Qué pueden decir a estas palabras sobre el Espiritu 
santo hombres insolentes [...], rebajando al puesto de criatura 
súbdita el Espiritu22, de quien es el reino y, por tanto, no súbdito ni 
criatura? [...]. Propio del Espiritu santo, como atestigua la locución 
evangélica, es purificar y perdonar los pecados [...] a aquellos en 
quienes estuviere [...]. ¡Venga, pues, sobre nosotros el Espiritu 
santo, para que nos purifique y nos haga capaces de entender los 
tan sublimes como divinos misterios, que nos han sido revelados 
por la oración del Salvador! [...] 


VI. SAN AMBROSIO
(Los sacramentos, V 4, 22)
·AMBROSIO/PATER PATER/AMBROSIO

«Venga tu reino». ¡Cómo si el reino de Dios no fuera eterno! El 
mismo Jesús dice: «Yo he venido para esto»23; y tú dices al Padre: 
«venga tu reino», como si no hubiese venido todavía. Mas el reino 
de Dios vino cuando conseguisteis su gracia. Pues él mismo dice: 
«El reino de Dios está entre vosotros».24 


VII. TEODORO DE MOPSUESTIA
(Hom. XI, 11) 
·TEODORO-MOP/PATER PATER/TEODORO-MOP

«Venga tu reino». Es excelente que (el Señor) haya añadido 
esta petición. Quienes, por adopción filial, han sido llamados al 
reino del cielo y esperan estar en el cielo con Cristo -puesto que 
«seremos arrebatados sobre las nubes en el aire al encuentro de 
nuestro Señor y estaremos así siempre con él»25- , éstos deben 
tener pensamientos dignos de este reino y realizar acciones 
correspondientes a la vida del cielo, menospreciar las cosas de la 
tierra y estimarlas en tan poca cosa, que uno se avergüence 
entretenerse y ocuparse de ellas. Pues quien ha sido instalado en 
la corte regia, pudiendo en cualquier instante ver y conversar con 
el rey, no le conviene circular por los mercados, mesones y 
semejantes lugares, sino tratar con quienes habitualmente viven en 
la corte. Tampoco, pues, a nosotros, llamados al reino de los 
cielos, nos es permitido abandonar las costumbres de «arriba» y lo 
que conviene a tal vida, para entregarnos al trajín de este mundo 
[...]. ¡No se compaginaría esto, en efecto, con una conducta digna 
de la nobleza de nuestro Padre! 


VIII. SAN JUAN CRISÓSTOMO
(Homilías sobre san Mateo, XIX, 5)
·JUAN-CRISO/PATER PATER/JUAN-CRISO

También ésta es palabra de hijo bien nacido, que no se apega a 
lo visible ni tiene por cosa grande nada de lo presente, sino que se 
apresura por llegar a su Padre y anhela los bienes venideros. 
Todo lo cual sólo puede venir de una buena conciencia y de un 
alma desprendida de las cosas de la tierra. Esto, por lo menos, es 
lo que día a día anhelaba Pablo, y por ello decia «Y nosotros 
mismos, que poseemos las primicias del Espiritu, gemimos, 
esperando la adopción de los hijos de Dios y la redención de 
nuestro cuerpo»26. El que tiene, en efecto, este amor, ni se deja 
hinchar por los bienes de esta vida, ni abatir por los males, sino 
que, como si viviera ya en los cielos, está igualmente libre de uno y 
otro extremo. 


IX. SAN AGUSTIN
1) Serm. Mont., II, IV 20; 2) Serm. 56, 6; 3) Serm. 57, 5; 4) Serm. 
58, 3.
·AGUSTIN/PATER PATER/AGUSTIN

1) El día de juicio, según enseña el mismo Señor en el evangelio, 
habrá de ser después que el evangelio hubiere sido predicado a 
todas las gentes, el cual suceso pertenece a la santificación del 
nombre de Dios. Pues el decir aquí también de igual manera 
«venga tu reino» no significa que Dios no esté reinando. Mas 
acaso defienda alguno que se dijo venga a la tierra, como si Dios 
en verdad no reinase ahora también en la tierra y no hubiera 
reinado siempre en ella desde la creación del mundo. En 
consecuencia, «venga» significa que se manifieste a los hombres. 
Porque al modo que la luz, aunque presente, está ausente para los 
ciegos y para aquellos que cierran los ojos, así el reino de Dios, 
aunque es permanente en la tierra, sin embargo está ausente para 
los que no le conocen. Pero a nadie será permitido ignorar el reino 
de Dios, cuando su Hijo unigénito venga del cielo, no sólo de una 
manera espiritual, sino también visible [...], a juzgar a los vivos y a 
los muertos27. Después de cuyo juicio, esto es, después que se 
haya hecho la separación entre los justos y los pecadores, de tal 
forma habitará Dios en los justos, que no será necesario que sean 
enseñados por algún hombre, sino que, como está escrito, «serán 
todos enseñados por Dios»28; después se completará por todos 
los lados la vida bienaventurada eternamente en los santos, y 
como ahora los ángeles celestiales, muy santos y muy 
bienaventurados, son sabios y felices iluminándolos Dios sólo; 
porque esto mismo prometió también Dios a los suyos diciendo: 
«Porque después de la resurrección serán como ángeles de Dios 
en el cielo»29. 

2) «Venga tu reino». ¿A quién se lo decimos? Y si no hacemos 
esta petición, ¿dejará por eso de venir el reino divino? Mas el 
reino, de que se habla en este lugar, es el reino que ha de seguir 
tras el fin de los siglos. Porque Dios reinará siempre y, obedecido 
por todas las criaturas, jamás está sin imperio. El reino, por ende, 
que tú deseas, es aquél del que está escrito en el evangelio: 
«Venid, benditos de mi Padre, a recibir el reino que os está 
aparejado desde el principio del mundo»30. He ahí el reino al que 
nos referimos al decir: «venga a nosotros tu reino». Pedimos, a la 
vez, se establezca dicho reino entre nosotros, y nosotros tengamos 
un puesto en él. Porque vendrá sin falta, mas, ¿seríate de 
provecho alguno, si hubieras de hallarte a la izquierda?31. Luego 
también ahora deseas un bien para ti y eres tú a favor de quien 
ruegas. Eso que deseas, eso que solicitas en la oración, no es sino 
vivir de forma que pertenezcas al número de los santos, a quienes 
se ha de dar el reino de Dios. Luego es la gracia de vivir bien, lo 
que pides al decir: «venga a nosotros tu reino», es decir: que 
nosotros formemos parte de tu reino, que venga también para 
nosotros, lo que ha de venir para los santos y justos. 

3) Pidamos o no pidamos esto, el reino vendrá, porque es 
sempiterno. ¿Cuándo no ha reinado Dios? ¿Cuándo empezó a 
reinar? Un reinado que no ha tenido principio, tampoco tendrá fin. 
Para que sepáis que al pedir esto no rogamos por Dios, sino por 
nosotros (pues no decimos «venga tu reino» en el sentido de que 
empiece Dios a reinar), os dirá que seremos nosotros su reino, si, 
creyendo en él, aprovechamos en él. Todos los fieles, redimidos 
con la sangre del Unigénito, serán el reino de Dios. Vendrá ese 
reino cuando llegue la hora de la resurrección de los muertos, 
porque entonces vendrá él a separar los buenos de los malos, 
según tiene prometido. A los que ponga a la derecha les dirá: 
«Venid, benditos de mi Padre, y tomad posesión del reino»32. Esto 
es lo que deseamos y pedimos al decir «venga tu reino». Si 
fuéramos reprobados, el reino vendrá también, mas no para 
nosotros; pero si tenemos entonces la suerte de pertenecer a los 
miembros del Hijo unigénito, vendrá para nosotros el reino, sin que 
se haga esperar mucho. ¿Por ventura faltan por pasar tantos 
siglos como han pasado ya? El apóstol san Juan dice: «Hijitos, ¡ya 
estamos en la hora novisima!»33. Sin embargo, la hora última 
parece que se alarga por el gran anhelo de que llegue día tan 
grande; es una hora de muchos años. Sea, sin embargo, para 
vosotros como si vigilarais en el sueño, para que os levantéis y 
reinéis34. Vigilemos ahora y esperemos el sueño de la muerte, 
para resucitar después y empezar a reinar por los siglos de los 
siglos. 

4) Deseamos también que venga su reino. Y su reino ha de 
venir, aunque nosotros no queramos. Pero desear y orar para que 
venga su reino, no es otra cosa que desear ser dignos de él, no 
para nosotros. Es indudable que no vendrá para muchos lo que 
necesariamente ha de venir. Vendrá para aquellos a quienes se 
diga: «Venid, benditos de mi Padre, a poseer el reino que os tengo 
preparado desde el principio del mundo»35. No vendrá para 
aquellos otros, a quienes se ha de decir: «Apartaos de mí malditos 
y marchad al fuego eterno»36. Luego, cuando decimos «venga tu 
reino», pedimos que venga para nosotros. Y ¿qué quiere decir 
esto? Que nos encuentre buenos. Esto es lo que pedimos: ¡que 
nos haga buenos! ¡Entonces será cuando venga el reino para 
nosotros! 


X. SANTA TERESA DE JESÚS
(Camino de perfección, cap. 30-31)
·TEREJ/PATER PATER/TEREJ

«Santificado sea tu nombre, venga en nosotros tu reino». [...] 
Como vio su majestad que no podíamos santificar ni alabar, ni 
engrandecer, ni glorificar este nombre santo del Padre eterno, 
conforme a lo poquito que podemos nosotros, de manera que se 
hiciese como es razón, si no nos proveía su majestad con darnos 
acá su reino, y así lo puso el buen Jesús lo uno cabe lo otro. 
Porque entendamos, hijas, esto que pedimos, y lo que nos importa 
(ORA/PERSE/TEREJ) importunar por ello, y hacer cuanto 
pudiéramos para contentar a quien nos lo ha de dar, os quiero 
decir aquí lo que yo entiendo [...]. 
Ahora, pues, el gran bien que me parece a mí hay en el reino del 
cielo, con otros muchos, es ya no tener cuenta con cosa de la 
tierra sino un sosiego y gloria en sí mismos, un alegrarse que se 
alegren todos: una paz perpetua, una satisfacción grande en sí 
mismos, que les viene de ver que todos santifican y alaban al 
Señor, y bendicen su nombre y no ofende nadie. 
Todos le aman, y la misma alma no entiende en otra cosa sino 
en amarle, ni puede dejarle de amar, porque le conoce. Y así le 
amaríamos acá, aunque no en esta perfección, ni en un ser; mas 
muy de otra manera le amaríamos de lo que le amamos, si le 
conociésemos. 
Parece que voy a decir que hemos de ser ángeles para pedir 
esta petición y rezar bien vocalmente. Bien lo quisiera nuestro 
divino Maestro, pues tan alta petición nos manda pedir; y a buen 
seguro, que no nos dice pidamos cosas imposibles; que posible 
sería, con el favor de Dios, venir un alma puesta en este destierro, 
aunque no en la perfección que están salidas de esta cárcel, 
porque andamos en mar y vamos este camino; mas hay ratos que, 
de cansados de andar, los pone el Señor en un sosiego de las 
potencias y quietud del alma, que, como por señas, les da claro a 
entender a qué sabe lo que se da a los que el Señor lleva a su 
reino; y a los que se les da acá como le pedimos, les da prendas 
para que por ellas tengan gran esperanza de ir a gozar 
perpetuamente lo que acá les da a sorbos. 
Si no dijereis que trato de contemplación, venía aquí bien en 
esta petición hablar un poco de principio de pura contemplación, 
que los que la tienen la llaman oración de quietud; mas, como digo, 
trato de oración vocal, parece no viene lo uno con lo otro a quien 
no lo supiere y yo sé que viene [...], porque sé que muchas 
personas, rezando vocalmente, como ya queda dicho, las levanta 
Dios, sin entender ellas cómo, a subida contemplación [...]. 
Pues todavía quiero, hijas, declarar, como lo he oído platicar, o 
el Señor ha querido dármelo a entender, por ventura para que os 
lo diga, esta oración de quietud, adonde a mi me parece comienza 
el Señor, como he dicho, a dar a entender que oye nuestra 
petición, y comienza ya a darnos su reino aquí, para que de veras 
le alabemos y santifiquemos su nombre, y procuremos lo hagan 
todos. 
Es ya cosa sobrenatural y que no la podemos procurar nosotros 
por diligencias que hagamos; porque es un ponerse el alma en 
paz, o ponerla el Señor con su presencia, por mejor decir, como 
hizo el justo Simeón, porque todas las potencias se sosiegan. 
Entiende el alma, por una manera muy fuera de entender con los 
sentidos exteriores, que está ya junto cabe su Dios, que, con 
poquito más, llegara a estar hecha de una misma cosa con él por 
unión. Esto no es porque lo ve con los ojos del cuerpo ni del alma. 
Tampoco no veía el justo Simeón más del glorioso niño pobrecito; 
que en lo que llevaba envuelto y la poca gente con él, que iban en 
la procesión, más pudiera juzgarle por hijo de gente pobre, que por 
hijo del Padre celestial; mas dióselo el mismo Niño a entender. Y 
así lo entiende acá el alma, aunque no con esa claridad, porque 
aun ella no entiende cómo lo entiende, más de que se ve en el 
reino (al menos cabe el Rey que se le ha de dar), y parece que la 
misma alma está con acatamiento, aun para no osar pedir. Es 
como un amortecimiento interior y exteriormente, que no quema el 
hombre exterior (digo el cuerpo, porque mejor me entendáis), que 
no se querría bullir, sino como quien ha llegado casi al fin del 
camino, descansa para poder mejor tornar a caminar, que allí se le 
doblan las fuerzas para ello. 
Siéntese grandísimo deleite en el cuerpo, y grande satisfacción 
en el alma. Está tan contenta de solo verse cabe la fuente, que 
aun sin beber está ya harta; no le parece hay más que desear; las 
potencias sosegadas, que no querrían bullirse; todo parece le 
estorba a amar, aunque no tan perdidas, porque pueden pensar 
en cabe quién están, que las dos están libres. La voluntad es aquí 
la cautiva, y si alguna pena puede tener estando así, es de ver que 
ha de tornar a tener libertad. El entendimiento no querría entender 
más de una cosa, ni la memoria ocuparse en más; aquí ven que 
ésta sola es necesaria, y todas las demás la turban. El cuerpo no 
querrían se menease, porque les parece han de perder aquella 
paz, y así, no se osan bullir, dales pena el hablar; en decir «Padre 
nuestro» una vez, se les pasará una hora. Están tan cerca, que 
ven que se entienden por señas. Están en el palacio cabe su Rey, 
y ven que las comienza a dar aquí su reino; no parece están en el 
mundo, ni le querrían ver ni oír, sino a su Dios; no les da pena 
nada, ni parece se la ha de dar. En fin, lo que dura con la 
satisfacción y deleite que en sí tienen, están tan embebidas y 
absortas, que no se acuerdan que hay más que desear, sino que 
de buena gana dirían con san Pedro: «Señor, ¡hagamos aquí tres 
moradas!». 
Algunas veces, en esta oración de quietud hace Dios otra 
merced bien dificultosa de entender, si no hay gran experiencia; 
mas si hay alguna, luego lo entenderéis la que lo tuviere, y daros 
ha mucha consolación saber que es, y creo muchas veces hace 
Dios esta merced junto con estotra. Cuando es grande y por 
mucho tiempo esta quietud, paréceme a mí que si la voluntad no 
estuviese asida a algo, que no podría durar tanto en aquella paz; 
porque acaece andar un día o dos que nos vemos con esta 
satisfacción y no nos entendemos, digo los que la tienen, y 
verdaderamente ven que no están enterados en lo que hacen, sino 
que les falta lo mejor, que es la voluntad, que, a mi parecer, está 
unida con Dios, y deja las otras potencias libres para que 
entiendan en cosas de su servicio. Y para esto tienen entonces 
mucha más habilidad; mas para tratar cosas del mundo están 
torpes y como embobadas a veces. 
Es gran merced esta a quien el Señor la hace, porque vida 
activa y contemplativa es junta. De todo sirven entonces al Señor 
juntamente, porque la voluntad estáse en su obra sin saber cómo 
obra, y en su contemplación; las otras dos potencias sirven en lo 
que Marta; así que ella y María andan juntas. Yo sé de una 
persona que la ponía el Señor aquí muchas veces, y no se sabía 
entender, y preguntólo a un gran contemplativo y dijo que era muy 
posible, que a él le acaecía. Así que pienso que, pues el alma está 
tan satisfecha en esta oración de quietud, que lo más continuo 
debe estar unida la potencia de la voluntad con el que solo puede 
satisfacerla. 
Paréceme será bien dar aquí algunos avisos para las que de 
vosotras, hermanas, el Señor ha llegado aquí, por sola su bondad, 
que sé que son algunas. El primero es que como se ven en aquel 
contento y no saben cómo les vino, al menos ven que no le pueden 
ellas por si alcanzar, dales esta tentación, que les parece podrán 
detenerle, y aun resolgar no querrían. Y es bobería, que así como 
no podemos hacer que amanezca, tampoco podemos que deje de 
anochecer; no es ya obra nuestra, que es sobrenatural y cosa muy 
sin poderla nosotros adquirir. Con lo que más detendremos esta 
merced es con entender claro que no podemos quitar ni poner en 
ella, sino recibirla, como indignisimos de merecerla, con 
hacinamiento de gracias; y éstas no con muchas palabras, sino 
con un alzar los ojos con el publicano. 
Bien es procurar más soledad para dar lugar al Señor y dejar a 
su majestad que obre como es cosa suya; y cuanto más, una 
palabra de rato en rato suave, como quien da un soplo en la vela, 
cuando viere que se ha muerto, para tornarla a encender; mas si 
está ardiendo, no sirve de más de matarla, a mi parecer. Digo que 
sea suave el soplo, porque por concertar muchas palabras con el 
entendimiento no ocupe la voluntad. 
Y notad mucho, amigas, este aviso que ahora quiero decir, 
porque os veréis muchas veces que no os podáis valer con esotras 
dos potencias. Que acaece estar el alma con grandísima quietud, y 
andar el entendimiento tan remontado, que no parece es en su 
casa aquello que pasa; y así lo parece entonces, que no está sino 
como en casa ajena por huésped, y, buscando otras posadas a 
donde estar, que aquélla no le contenta, porque sabe poco estar 
en su ser. Por ventura es solo el mío, y no deben ser así otros. 
Conmigo hablo, que algunas veces me deseo morir, de que no 
puedo remediar esta variedad del entendimiento. Otras parece 
hace asiento en su casa, y acompaña a la voluntad, que cuando 
todas tres potencias se conciertan, es una gloria; como dos 
casados, que si se aman, que el uno quiere lo que el otro: mas si 
uno es mal casado, ya se ve el desasosiego que da a su mujer. Asi 
que la voluntad, cuando se ve en esta quietud, no haga caso del 
entendimiento más que de un loco; porque si le quiere traer 
consigo, forzado se ha de ocupar e inquietar algo. Y en este punto 
de oración todo será trabajar y no ganar más, sino perder lo que le 
da el Señor sin ningún trabajo suyo. 
Y advertid mucho a esta comparación, que me parece cuadra 
mucho. Está el alma como un niño que aún mama, cuando está a 
los pechos de su madre, y ella, sin que él paladee, échale la leche 
en la boca para regalarle. Asi es acá, que sin trabajo del 
entendimiento está amando la voluntad, y quiere el Señor que, sin 
pensarlo, entienda que está con él, y que sólo trague la leche que 
su majestad le pone en la boca y goce de aquella suavidad, que 
conozca le está el Señor haciendo aquella merced, y se goce de 
gozarla; mas no que quiera entender cómo la goza, y qué es lo que 
goza, sino descuidase entonces de sí, que quien está cabe ella, no 
se descuidará de ver lo que le conviene. Porque si va a pelear con 
el entendimiento para darle parte, trayéndole consigo, no puede a 
todo; forzado dejará caer la leche en la boca, y pierde aquel 
mantenimiento divino. 
En esto diferencia esta oración, de cuando está toda el alma 
unida con Dios, porque entonces aún sólo este tragar el 
mantenimiento no hace; dentro de si, sin entender cómo, le pone el 
Señor. Aquí parece que quiere trabaje un poquito, aunque es con 
tanto descanso, que casi no se siente. Quien la atormenta es el 
entendimiento, lo que no hace cuando es unión de todas tres 
potencias, porque las suspende el que las crió, porque como con 
el gozo que da, todas las ocupa sin saber ellas cómo, ni poderlo 
entender. Así que, como digo, en sintiendo en si esta oración (que 
es un contento quieto y grande de la voluntad, sin saberse 
determinar de qué es señaladamente, aunque bien se determina 
que es diferentisimo de los contentos de acá, y que no bastada 
señorear el mundo con todos los contentos de él para sentir en si 
el alma aquella satisfacción, que es en lo interior de la voluntad; 
que otros contentos de la vida paréceme a mi que los goza lo 
exterior de la voluntad, como la corteza de ella, digamos); pues 
cuando se viere en este tan subido grado de oración (que es, 
como he dicho ya, muy conocidamente sobrenatural), si el 
entendimiento (o pensamiento, por más declararme), a los mayores 
desatinos del mundo se fuere, riase de él y déjele para necio, y 
estése en su quietud, que él irá y vendrá; que aquí es señora y 
poderosa la voluntad; ella se le traerá sin que os ocupéis. Y si 
quiere a fuerza de brazos traerle, pierde la fortaleza que tiene para 
contra él, que viene de comer y admitir aquel divino 
sustentamiento, y ni el uno ni el otro ganarán nada, sino perderán 
entrambos. Dicen que «quien mucho quiere apretar junto, lo pierde 
todo», así me parece será aquí. La experiencia dará esto a 
entender, que quien no la tuviere, no me espanto le parezca muy 
oscuro esto, y cosa no necesaria. Mas ya he dicho que con poca 
que haya, lo entenderá y se podrá aprovechar de ello, y alabará al 
Señor, porque fue servido se acertase a decir aquí. 
Ahora, pues, concluyamos con que puesta el alma en esta 
oración, ya parece le ha concedido el Padre eterno su petición de 
darle acá su reino. ¡Oh dichosa demanda, que tanto bien en ella 
pedimos sin entenderlo! ¡Dichosa manera de pedir! Por eso quiero 
yo, hermanas, que miremos cómo rezamos esta oración del 
Paternoster y todas las demás vocales; porque hecha por Dios 
esta merced, descuidarnos hemos de las cosas del mundo, porque 
llegando el Señor de él, todo lo echa fuera. No digo que todos los 
que la tuvieran, por fuerza están desasidos del todo del mundo; al 
menos querría que entiendan lo que les falta, y se humillen y 
procuren irse desasiendo del todo, porque si no, quedarse ha 
aquí. Y alma a quien Dios le da tales prendas, es señal que la 
quiere para muchos; si no es por su culpa, irá muy adelante. 
Mas si ve que poniéndola el reino del cielo en su casa no torna a 
la tierra, no sólo no la mostrará los secretos que hay en su reino, 
mas serán pocas veces las que le haga este favor y breve espacio 
[...]. 


XI. CATECISMO ROMANO
(IV, III 1-18) 
PATER/CATECISMO-ROMANO

El reino de Dios, que pedimos en esta segunda petición, aparece 
en el evangelio como el objeto al que tiende todo el anuncio de la 
buena nueva. 
J/RD: El Bautista empezó predicando: «¡Arrepentios, porque el 
reino de los cielos está cerca!»37. Jesucristo inicia su predicación 
apostólica afirmando la misma exigencia: «¡Arrepentíos porque se 
acerca el reino de Dios!»38. En el «sermón del monte» cuando nos 
habla de los caminos de la bienaventuranza, su argumento 
fundamental será también el reino de los cielos: «Bienaventurados 
los pobres de espíritu, porque suyo es el reino de los cielos»39. 
Y cuando las turbas quieren detenerle, da de nuevo como razón 
de su partida el anuncio del reino: «Es preciso que anuncie 
también el reino de Dios en otras ciudades, porque para esto he 
sido enviado»40. Más tarde dará como misión a los apóstoles la 
predicación de este reino41; y a aquél que querÍa detenerse para 
sepultar a su padre muerto, le dirá: «¡Deja a los muertos sepultar a 
sus muertos!, ¡tú vete y anuncia el reino de Dios!»42. Después de 
la resurrección, en los cuarenta días que permaneció aún en la 
tierra, no habló con los doce más que del reino de Dios.43 
Todo esto nos dará idea del cuidadoso interés con que debe 
explicarse el valor y necesidad de esta petición. Tanto, que 
Jesucristo quiso, no sólo que la repitiéramos con las demás 
peticiones reunidas del padrenuestro, sino sola y por separado: 
«Buscad, pues, primero el reino y su justicia, y todo lo demás se os 
dará por añadidura».44 
Con su reino pedimos a Dios, en último análisis, todas las cosas 
necesarias para la vida material y espiritual. No merecería nombre 
de rey, quien no se preocupase de las cosas necesarias para el 
bien de su pueblo. Y, si los monarcas terrenos, celosos de la 
prosperidad de sus reinos, se preocupan atentamente del bien de 
sus Estados, ¿cuánto más no se cuidará Dios, rey de reyes, con 
infinita providencia, de la vida y salud de los cristianos? Deseando, 
pues, y pidiendo «el reino de Dios», pedimos todos los bienes 
necesarios para nuestra existencia de peregrinos en el destierro; 
bienes que Dios ha prometido darnos con aquellas palabras llenas 
de bondad: «Todo lo demás se os dará por añadidura». Y, en 
realidad, Dios es rey que provee con infinita generosidad al bien 
del género humano. «Es Yahvé mi pastor; nada me falta».45 
Pero no basta pedir con ardor el reino de Dios. Es preciso añadir 
a nuestra plegaria el uso de todos los medios, que han de 
ayudarnos a encontrar y poseer este reino. Las cinco vírgenes 
fatuas del evangelio supieron pedir con ahinco: «¡Señor, Señor, 
ábrenos!»46; y, sin embargo, fueron justamente excluidas del 
banquete, por no haber hecho lo que debían. Es palabra de Cristo: 
«No todo el que dice: ¡Señor Señor!, entrará en el reino de los 
cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre».47 
Premisa necesaria de esta petición es el deseo y búsqueda del 
reino de los cielos [...], que brota espontáneamente de la 
consideración de nuestro estado de pecadores. Si miramos, en 
efecto, nuestra mísera condición y levantamos los ojos a la 
felicidad y bienes inefables de que rebosa la casa de Dios, nuestro 
Padre, el corazón se encenderá en ardoroso deseo de ser 
admitido en ella. 
Somos desterrados y moradores de una tierra48 infectada de 
demonios que nos asedian terrible e implacablemente49. 
Añádanse a esto las trágicas luchas entre [...] la carne y el 
espíritu50, que maquinan nuestra caída en cada momento, y la 
consiguen, apenas dejamos de apoyarnos en Dios [...]. Semejante 
condición de miseria y de pecado [...]. sólo podía curarse con la 
invocación y actuación del reino de Dios en nuestros corazones. 
En su sentido más obvio y común, el «el reino de Dios» significa 
el poder que tiene el Señor sobre todo el género humano y sobre 
toda la creación, así como la admirable providencia, con que rige y 
gobierna a todas las criaturas51 [...]. Se usa también, y de modo 
especial, «el reino de Dios», para significar el gobierno y 
providencia con que Dios rige y se cuida del hombre en la tierra, 
particularmente de los justos y santos52. Y aunque ya en la vida 
terrena los justos viven sometidos a la ley de Dios, no obstante, 
según explícita afirmación de Cristo, «su reino no es de este 
mundo»53. Es un reino, que no tuvo su principio en el mundo ni 
acabará con él [...]. Cristo fue constituido rey y señor por Dios54; y 
su reino es el reino de [...] «justicia y paz y gozo en el Espíritu 
santo».55 
Reina en nosotros Cristo por las virtudes de la fe, de la 
esperanza y de la caridad, por medio de ellas participamos de su 
reino, nos hacemos de modo singular súbditos de Dios y nos 
consagramos a su culto y veneración. Como san Pablo pudo 
escribir: «Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mi»56, también 
nosotros podemos afirmar: «Reino yo, mas no soy yo el que reino; 
reina en mi Cristo». Llámase «justicia» a este reino, el reino de la 
gracia, porque es fruto de la justicia de Cristo nuestro Señor. El 
mismo dice: «El reino de Dios está dentro de vosotros»57. Porque 
aunque Jesucristo reina por la fe en todos los que pertenecen a la 
iglesia, su reino se actúa de manera especial en quienes, 
animados por la fe, esperanza y caridad, son sus miembros puros, 
santos y vivos, en los que se puede decir que reina la gracia de 
Dios. 
Hay aún otro reino: el de la gloria de Dios. A él se refería Cristo 
en el evangelio: «¡Venid, benditos de mi Padre!, tomad posesión 
del reino preparado para vosotros desde la creación del 
mundo»58. Este es el reino que pedía sobre la cruz el buen ladrón. 
«Jesús, acuérdate de mi cuando llegues a tu reino»59. A este reino 
aludía también san Juan en el evangelio: «Quien no naciera del 
agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de los cielos»60. Y 
san Pablo: «Ningún fornicario, o impuro, o avaro (que es como 
adorador de ídolos) tendrá parte en la heredad del reino de Cristo 
y de Dios»61. Es el reino, anunciado por el Maestro en varias de 
sus parábolas62. 
«El reino de la gracia» precede necesariamente al «reino de la 
gloria», porque es imposible que reine en «el de la gloria» quien no 
hubiera reinado antes en «el de la gracia» de Dios. Cristo nos dijo 
que la gracia es «fuente de agua, que salta hasta la vida 
eterna»63. La gloria, por lo demás, no es más que la gracia 
perfecta y absoluta. Mientras el hombre —durante la vida 
terrena—camina en el cuerpo débil y mortal lejos de la patria, 
tropieza y cae, si rechaza el apoyo de la gracia, pero cuando, 
iluminado por el esplendor de la gloria, entre en la bienaventuranza 
del reino eterno y en la perfección del cielo, desaparecerá todo 
pecado y debilidad, sustituido por la plenitud perfecta de la vida64, 
y después de nuestra final resurrección reinará Dios en el alma y 
en el cuerpo. 
La petición «venga a nos el tu reino» tiene una amplitud de 
intención universal. 
Pedimos en ella que el reino de Cristo—la iglesia—se dilate por 
todas partes; que los infieles y judíos se conviertan a la fe de 
Jesucristo y reciban en sus corazones la revelación del Dios vivo y 
verdadero; que los herejes y cismáticos retornen a la verdadera fe 
y vuelvan a entrar en la comunión de la iglesia, de la que viven 
separados. 
— Pedimos el cumplimiento de las palabras de Isaías [...] «Las 
gentes andarán en tu luz, y los reyes, a la claridad de tu aurora 
[...]; todos se reúnen y vienen a ti...»65. Y puesto que hay muchos 
aún en la misma iglesia que confiesan a Dios con las palabras y le 
niegan con las obrase [...], pedimos también al Padre que venga 
para ellos su reino, para que, ahuyentadas las tinieblas del mal, 
sean iluminados por los rayos de la luz divina y restituidos a su 
antigua dignidad de hijos de Dios [...]. 
— Pedimos, por último, que sólo viva y reine en nosotros Dios; 
que no vuelva a repetirse en nuestras almas la muerte espiritual, 
de que tantas veces fuimos victimas; que sea absorbida ésta por la 
victoria de Cristo nuestro Señor, victorioso de todos los enemigos y 
soberano dominador de todas las cosas67. 
Y para mejor penetrar el espiritu de esta petición y merecer ser 
escuchados por el cielo [...], es necesario, ante todo, que 
penetremos el espíritu y sentido de aquella comparación del 
Maestro: «El reino de Dios es semejante a un tesoro escondido en 
un campo, que quien lo encuentra lo oculta y, lleno de alegría, va, 
vende cuanto tiene y compra aquel campo»68. Quien consiga 
formarse una idea adecuada de los tesoros de Cristo y de su reino, 
despreciará por ellos todas las demás cosas: bienes de fortuna, 
poder, honores y placeres. Todo lo tendrá por estiércol y por nada, 
comparado con aquel sumo y único bien. Los bienaventurados que 
logren conocer y estimar así las cosas no podrán menos de 
exclamar con san Pablo: «Todo lo tengo por daño, a causa del 
sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor 
todo lo sacrifiqué y lo tengo por estiércol, con tal de gozar a 
Cristo»69. Esta es la preciosa margarita de que nos habla el 
evangelio: quien logre obtenerla, aunque sea a precio de todos 
sus bienes terrenos, gozará de la eterna bienaventuranzas [...]. 
Una segunda disposición consistirá en saber estimarnos a 
nosotros mismos en lo que realmente somos: hijos de Adán, 
arrojados del paraíso y desterrados, dignos únicamente —por 
nuestros pecados— del odio de Dios y de la condenación eterna. 
Esta sola consideración bastará para hacernos comprender con 
cuánta humildad y compunción hemos de formular a Dios nuestra 
plegaria. Totalmente desconfiados de nosotros mismos y 
profundamente confundidos, como el publicano del evangelio71, 
nos acogeremos a la bondad y misericordia de Dios, y lo 
atribuiremos todo a su benignidad, agradeciéndole profundamente 
el habernos dado su Espíritu divino, con el cual podemos invocarle: 
«¡Padre!»72.
Debe ir acompañada nuestra petición, al mismo tiempo, de una 
profunda conciencia de lo que hemos de hacer y de lo que hemos 
de evitar, para poder alcanzar el reino que imploramos. Porque el 
Señor nos llamó no para estar ociosos e inertes73, sino para la 
lucha y la conquista: «Desde los días de Juan el Bautista hasta 
ahora sufre violencia el reino de los cielos y los violentos lo 
arrebatan»74; y también: «Si quieres entrar en la vida, guarda los 
mandamientos»75. No basta, pues, pedir el reino de Dios; es 
preciso unir a la plegaria nuestros anhelos y nuestras obras. 
Porque hemos de ser coadjutores y ministros de la gracia de Dios, 
en el camino por donde se llega al cielo [...].


XII. D. BONHOEFFER
(O.c., 177)
·BONHOEFFER/PATER PATER/BONHOEFFER

«Venga tu reino». Los discípulos han experimentado en 
Jesucristo la irrupción del reino de Dios sobre la tierra. Satán es 
vencido aquí, el poder del mundo, del pecado y de la muerte es 
destrozado. El reino de Dios se encuentra aún en medio del 
sufrimiento y del combate. La pequeña comunidad de los que han 
sido llamados toma parte en ellos. Bajo la soberanía de Dios, se 
hallan en una justicia nueva, pero con persecuciones. ¡Quiera Dios 
que el reino de Jesucristo sobre la tierra crezca en su iglesia, que 
se digne poner un rápido fin a los reinos de este mundo, e 
instaurar su reino en el poder y la gloria!


XIII. R. GUARDINI
(O. c., 329-360)
·GUARDINI/PATER PATER/GUARDINI

La segunda petición del padrenuestro dice: «venga a nosotros tu 
reino». Esta palabra, el reino de Dios [...], se encuentra 
presidiendo los primeros años de la infancia del Señor [...]. Los 
magos de oriente preguntaron: «¿Dónde está el rey de los judíos 
que ha nacido? Porque hemos visto su estrella levantarse y 
venimos a adorarle»76. Sugieren esa palabra, el reino, al hablar 
de su soberano [...]. Luego, Jesús anuncia su mensaje, por primera 
vez con estas palabras: «Se ha cumplido el tiempo y se acerca el 
reino de Dios: ¡convertíos y creed en la buena noticia!»77. En el 
tiempo sucesivo predica reiteradamente sobre el reino de Dios con 
símbolos conmovedores (cf. infra). Pero, finalmente, se concentra 
el odio de sus diversos enemigos, y es el reino de Dios la causa 
por la que le acusan [...]. Pilato, el gobernador romano, pregunta 
en el juicio: «¿Eres tú el rey de los judíos?». Jesús se cerciora de 
lo que quiere decir el procónsul, para luego confesar su realeza 
ante la nueva y más apremiante pregunta de éste, pero añadiendo: 
«Mi reino no es de este mundo»... Luego Pilato dice: «entonces, 
¿eres rey?». Y Jesús contesta: «tú lo dices, soy rey. Yo nací y vine 
al mundo para esto, para atestiguar sobre la verdad. Todo el que 
es de la verdad escucha mi voz». Pilato le dijo: «¿Qué es 
verdad?»78. Pilato, hombre experto, ve que este reino y esta 
realeza son de otra índole que lo que entendían los nacionalistas 
de la época; a pesar de eso, cede a la presión y condena a muerte 
a Jesús, como agitador contra el soberano político79. Pero en la 
cruz—testimonio impotente de su inocencia—hace poner el rótulo: 
«Jesús de Nazaret, rey de los judíos»80. ¿Qué es ese reino, por el 
que Jesús fue a la muerte? 

1. El reino de Dios en el antiguo testamento
RD/AT /Gn/01/27-28: La primera noticia del reino está en el 
relato sobre el origen de todas las cosas [...]. Allí se dice: «Y Dios 
creó al hombre como su imagen. A imagen suya le creó. Le hizo 
hombre y mujer; y... les dijo: creced y multiplicaos, y llenad la tierra. 
Dominadlos y reinad sobre los peces del mar, sobre los pájaros del 
cielo y sobre todos los seres vivos que se arrastran por la 
tierra»81. 
RD/COMPROMISO CSO/RD: Dios es el primero y eterno, la 
síntesis de todo ser y sentido. El hace al hombre su imagen y 
semejanza, y esa igualdad de semejanza la establece el texto 
sagrado como semejanza de soberanía: Dios es soberano por 
esencia, el hombre ha de serlo por gracia. Dios entrega a su 
criatura lo que sólo le pertenece a él: el mundo. Ha de ser reino del 
hombre, y la forma de ese reino es el paraíso. Aquí no se trata de 
leyendas, ni de un país infantil del más primitivo desarrollo histórico 
[...], sino de algo serio y real. Es el mundo, entregado a la 
responsabilidad del hombre. Así, haciéndolo reino del hombre, al 
vivir en pura obediencia respecto a Dios, el hombre había de 
convertirlo en reino de Dios [...]. 
En esa sagrada posibilidad se mete «el sublevados desde el 
origen», y logra arrastrar al hombre en su propia rebelión. Le 
persuade de lo que será desde entonces el mensaje de la 
incredulidad a través de los tiempos: «el hombre sólo puede 
hacerse realmente señor del mundo y de sí mismo si rehúsa la 
obediencia a Dios». Entonces el mundo se hará reino del hombre, 
no reino de Dios. Por una insensatez, que no comprendemos cómo 
pudo llegar a ser posible, el hombre le hace caso y se rebela 
contra Dios. En la terrible venganza de la desnudez, que se ha 
hecho culpable, el hombre reconoce que le han engañado. ¡Pero 
el reino ya está destruido! 
Sigue ese largo y sombrío tiempo, del que sabemos tan poco. 
Pero [...] Dios abre un nuevo comienzo. Su decisión elige a [...] 
Moisés, se le revela como señor de todo poder y le envia a sacar 
de Egipto («la casa de servidumbre») al pueblo de Israel, pues de 
nuevo ha de llegar a haber reino sagrado. Eso ocurre así [...]: 
«Cuando Israel salió de Egipto [...], Judá se hizo su santuario e 
Israel su reino»82. En el Sinaí establece con él la misteriosa 
alianza: ha de ser «su pueblo, y él ha de ser su Dios»83. Un pacto 
como hasta entonces no se había realizado, y que desde entonces 
no se ha vuelto a realizar más. Por Moisés da Dios a su pueblo 
constitución y orden de vida; pero ahí no se habla de ningún jefe 
supremo. Nadie está en ese puesto donde, en la vida de los demás 
pueblos de la antigüedad, estaba el rey. Pues Dios quiere ser él 
mismo el rey de este pueblo. El mismo quiere guiarlo. Las gestas 
de este pueblo han de ser «gestas de Dios» [...]. Lo que aparece 
en otros lugares por instinto propio y osadia, por atrevimiento 
politico y decisión bélica, aquí ha de brotar de la inmediata 
indicación de Dios. De ahí debía surgir precisamente el reinado del 
Señor en el mundo. Una vez y otra habían de venir de él hombres, 
caudillos, profetas, legisladores, jueces y sabios diciendo: «¡Así 
habla el Señor!». [...] El pueblo había de creerles, había de confiar 
en ellos y obedecerles. Y la realización de esto tan inaudito 
maduraria en una grandeza santa [...]: el reino de Dios como forma 
de historia. 
/1S/08/01-14 [...] El antiguo testamento nos muestra cómo Dios 
se esfuerza [...] por elevar su reino; «se esfuerza», digo, pues no 
llega a cumplimiento. [...] Samuel—el último de la serie de los 
jueces y el primero de la de los grande profetas—había 
envejecido; y [...] se acercaron a él los ancianos diciendo: «Pon un 
rey sobre nosotros, para que nos rija, como es uso en todos los 
pueblos»84. La significación de la propuesta [...] es que ya no 
quieren, bajo la dirección inmediata de Dios, seguir en el misterio 
del servicio directo a su reino. Este modo de pertenecer a Dios se 
les hace pesado; ¡quieren vivir «como todos los pueblos»! Samuel 
queda espantado y se queja ante Dios; entonces responde el 
Señor [...]: «¡Haz su voluntad en todo lo que te pidan; pues no es a 
ti a quien han rechazado, sino a mi, para que no sea ya rey sobre 
ellos!»85. Esta es la primera conmoción, diríamos radical, que 
experimenta el reino de Dios en la historia del antiguo testamento. 
Pero Dios acepta la decisión de los hombres y guarda fidelidad a 
los infieles. Así, en lo sucesivo, el rey será su representante. 
Dios elige para esto a Saúl. Es un hombre heroico, de naturaleza 
grandiosa, pero insumiso y violento. Y falta en la primera prueba. 
En efecto, el pueblo está en lucha con su enemigo tradicional, los 
filisteos, y se presenta una batalla decisiva86. Samuel está 
ausente y ha mandado decir a Saúl que no debe empezar el 
ataque hasta que él vuelva trayendo la victima para el sacrificio 
-¡una de las situaciones en que la orientación divina parece 
ponerse en contradicción con la razón inmediata y el hombre ha de 
decidirse!-; así, pues, Saúl sigue su juicio militar y ofrece el 
sacrificio él mismo, para poder ordenar el ataque87. Entonces 
aparece el profeta y habla así al rey: «Has obrado como un 
insensato. Si hubieras seguido el mandato que te había mandado 
el Señor, tu Dios, el Señor habría confirmado para siempre tu 
soberanía sobre Israel. Pero así tu soberanía no durará; el Señor 
ya ha elegido un hombre conforme a su corazón, y le pondrá como 
príncipe sobre su pueblo; porque tú no has seguido lo que te ha 
mandado el Señor»88. 
Ese hombre se llama David. El tiempo de su mando estuvo lleno 
de guerra y violencia; sin embargo, él guardó fidelidad a Dios. Su 
hijo—¡hijo de la culpa de David contra el matrimonio del general 
Urías!—es Salomón. Dios le concedió su benevolencia, le cubrió 
con todos los dones de la prosperidad y le concedió edificar el 
templo. Pero en su vejez Salomón fue desviado a la idolatría por 
sus mujeres. Y Dios le dijo: «Porque te has portado así y no has 
observado mi alianza y mis leyes, que te había dado, te voy a 
quitar el reino»89. 
El reino se divide en dos partes: reino del norte y reino del sur. Y 
empieza la terrible historia de las dos dinastías de Israel y Judá. 
Ocurre una caída tras otra. Se levanta la figura de un fiel; pero 
pronto le sigue otra vez un rebelde, y lo aniquila todo. Hasta que, 
por fin, los babilonios conquistan las dos capitales—Samaria y 
Jerusalén—, arrasan el país y llevan al pueblo al cautiverio. 
Apareciendo en esta situación cada vez más ensombrecida, en 
que ya no se puede reconocer el reino de Dios, los profetas 
anuncian una figura misteriosa: un soberano, que estará 
entregado a Dios en pura obediencia y que, con ella, guiará al 
pueblo: el Mesías. «Aquí está mi siervo, que yo sostengo; mi 
elegido, el que prefiere mi alma. En él pongo mi espiritu; a los 
pueblos paganos les manifestaré la verdad. No grita ni eleva su 
voz; no se hace oir por las calles. No rompe la caña resquebrajada 
ni apaga la mecha humeante. Fielmente lleva la verdad. No se 
cansará ni se fatigará hasta que se establezca la verdad por la 
tierra, pues las islas esperan su mandato»90. [...] Estas palabras 
—y otras muchas— dan noticia del eterno soberano, que un día 
establecerá el reino de la verdad y la justicia, y por el cual será rey 
el mismo Dios. De él llegará a todo el mundo su santo influjo [...]. 
Más aún, las mismas cosas han de ser arrebatadas y 
transformadas. En visión misteriosa se manifiesta al profeta una 
situación de nueva existencia, en que Dios lo penetra todo con su 
poder: «Pues voy a crear cielos nuevos y una nueva tierra, en que 
nadie se acordará del pasado, que no volverá a subir al corazón. 
¡No! ¡Júbilo y regocijo eternamente por lo que crearé! Pues 
transformaré a Jerusalén en júbilo y a su pueblo en gozo»91. 
Claro está, el establecimiento de ese reino tampoco será cosa 
de magia. Eso se muestra en el peculiar carácter doble del Mesías. 
Pues de él dice el mismo profeta: «¿Quién creyó nuestro mensaje? 
¿A quién se le desveló el brazo del Señor? El [= el Mesías] crece 
por sí mismo como un brote, como una raíz en tierra árida, sin 
belleza ni esplendor. No atrae nuestras miradas; sin atractivo, 
despojado de todo encanto. Despreciado y abandonado por el 
mundo, varón de dolores, conocido por la enfermedad, 
despreciado como quien se tiene que velar la cara ante nosotros; 
no contamos ya con él. Y, sin embargo, él toma de nosotros los 
dolores, lleva nuestros sufrimientos y parece, como herido por 
Dios, merecer sólo golpes y tormentos. Asi está atravesado por 
nuestra culpa, despedazado por nuestro pecado. El castigo, que 
nos da la paz, está sobre él; y gracias a sus llagas somos curados. 
Como ovejas estábamos errantes, y cada cual seguía su propio 
camino. Y el Señor ha hecho caer sobre él toda nuestra culpa»92. 

En el anuncio del Mesías aparecen dos figuras: el Señor de la 
gloria y de la abundancia de gracia, y también el Siervo de Dios 
herido. [...] Según como el pueblo se sitúe ante el Mesías, así 
podrá obrar ése [...]. Pues aunque la realización del reino de Dios 
es gracia, sin embargo, toda gracia pasa por el corazón del 
hombre. 

2. El reino de Dios en el nuevo testamento
RD/NT: [...] Esta es la situación en que aparece Jesús. Reclama 
para si la profecía de Isaías y se declara el esperado. Eso lo hace 
por primera vez en la sinagoga de su ciudad natal, Nazaret: se 
levanta a hablar, y el ayudante le ofrece el libro enrollado, que 
contiene los escritos de los profetas; lo abre y sus ojos caen sobre 
el pasaje: «El Espiritu del Señor está sobre mi, porque me ungió 
para dar la buena noticia a los pobres; me envió a anunciar a los 
prisioneros la liberación, y a los ciegos que verian otra vez; a llevar 
la libertad a los oprimidos, a anunciar el año de gracia del 
Señor»93; lee en voz alta el pasaje, se sienta y habla: «Hoy se ha 
cumplido esta escritura, que habéis oido»94. 
Otro testimonio sobre si mismo: el Bautista está en la cárcel y 
envía a él discípulos a que le pregunten: «¿Eres tú el que tiene 
que venir, o esperamos a otro?»; Jesús responde: «Id a anunciar a 
Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los inválidos andan, los 
leprosos se limpian y los sordos oyen, y los muertos resucitan y a 
los pobres se les da la buena noticia; ¡y dichoso el que no me toma 
como ocasión de escándalo!»95. Esto es: «los signos, que Isaías 
indica para el Mesías96, han ocurrido: ¡soy yo!» [...]. 
/Mc/01/15: Una y otra vez Jesús habla del reino de Dios, sobre 
todo en sus parábolas. [...] Ya la primera manifestación, al principio 
de su actuación pública, habla de él con una imagen semejante: 
«Se ha cumplido el tiempo y se acerca el reino de Dios: ¡convertíos 
y creed en la buena noticia!»97. El reino de Dios aparece ahí como 
algo que ha venido desde lejos, desde Dios, y ahora está a las 
puertas del mundo y quiere entrar. Pero hay que darle entrada: los 
que están en el mundo, los hombres, son los que deben hacerlo, 
pues en sus corazones está la puerta del mundo. ¿Y cómo? 
Cambiando el sentido de su vida, que mantiene alejado a Dios—la 
mentira, el orgullo, la codicia, el afán de placer, la mentalidad 
terrena—, volviéndose a Dios y abriéndole el corazón. Entonces 
podrá entrar. 
De ese reino habla Jesús. Asi dice a sus discípulos: «No temáis, 
mi pequeño rebaño; porque mi Padre se ha complacido en daros el 
reino»98. Y otra vez a los fariseos: «Se os retirará de vosotros el 
reino de los cielos y se entregará a un pueblo que dé sus 
frutos»99. Es un don; pero el don ha de ser recibido y realizado 
desde dentro. 
Siempre que Jesús habla sobre el reino de Dios se hace 
evidente que exige una decisión. El oyente debe elegir entre él y el 
mundo; más exactamente, entre el reino de Dios y el reino de su 
enemigo. Esta elección tiene diversas formas, cada cual según la 
índole y la situación del individuo, cada cual según la vocación 
especial que Dios le pone delante. Puede significar elección entre 
el reino y los obstáculos terrenales: ventajas, bienes, relaciones 
humanas, posibilidades de poder y de placer. Puede plantearse 
entre el reino y lo que es más querido al hombre: familia, 
propiedad, disposición sobre su propia libertad. Pero en todo caso 
y siempre es alternativa entre la voluntad de Dios y lo que le 
contradice, el mal. Esa decisión debe mantenerse a través de toda 
la vida, cumpliéndola constantemente como por primera vez. Por 
eso dice el Señor: «Ninguno que echa mano al arado y mira atrás 
es bueno para el reino de Dios»100. 
En otras imágenes aparece el reino de Dios como un ámbito 
espiritual, en que se entra y se vive. Así dice Jesús: «Si no... os 
hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos»101. Es 
lugar de la vida y patria del corazón. Por eso expresa la perdición 
que es estar expulsado de él: «allí es llanto y el rechinar de los 
dientes, cuando veáis a Abrahán y a Isaac y a Jacob y a todos los 
profetas en el reino de Dios, pero que a vosotros os echan 
fuera»102. «Estar fuera» es condenación; un concepto que se une 
con el de «tinieblas exteriores» a donde son arrojados el criado 
inútil y el invitado de la boda, que no llevaba el traje nupcia103; 
«dentro», por el contrario, en el reino, es la proximidad de Dios, su 
luz y su calor, condensado en la imagen del banquete de fiesta de 
sus hijos en torno a la santa mesa: «Se parece el reino de los 
cielos a un rey, que hizo las bodas de su hijo»104. 
El reino de Dios es también ordenación diversa de la terrenal. 
Por eso Jesús, a la pregunta de quién es mayor en el reino de los 
cielos, contesta a sus discípulos que, para poder entrar en él, hace 
falta volver la espalda al deseo terrenal de valer, [...] hacerse como 
un niño y tener una confianza en Dios, que parece insensata ante 
la prudencia terrena105 [...]. 
/Mt/13/31-32 par. Dos hermosos símbolos hablan de cómo 
avanza, si así se puede decir, el reino de Dios. Uno es el del grano 
de mostaza. El reino es como ese grano: diminuto, pero lleno de 
fuerza vital, el grano se siembra y crece, haciéndose una planta, 
tan grande, que los pájaros pueden posarse en ella106. Así surge 
el reino de Dios en la tierra de la vida humana. Al principio es 
pequeño; en toda una ciudad quizá sólo uno o dos pertenecen a 
él. Pero es vida, y todo lo vivo empieza como germen, luego crece 
y se hace grande. Si esos pocos primeros crecen y lo toman en 
serio, se despliega la fuerza del germen. Se añaden otros, y surge 
una comunidad: una familia, un grupo, un país creyente. Son 
ámbitos de vida, en que los pájaros del cielo—símbolo antiguo de 
las almas—pueden vivir y habitar. El reino crece cada vez más, 
hasta que penetra con su poder el mundo entero. Pensemos en las 
grandes ideas de las Cartas a los efesios y a los colosenses, en 
que se habla de cómo es asumida la creación107. Es decir, un 
símbolo en el cual el devenir del reino de Dios se pone en 
contraposición a toda acción externa y actividad y organización: en 
silencio, según una ley viva propia, va creciendo, poderoso y 
constante; y si los llamados permanecen en fidelidad a él, ningún 
poder terrenal puede contenerlo. 
/Mt/13/33: El otro símbolo dice algo semejante, pero saca su 
imagen de la vida doméstica: una mujer quiere hacer pan, toma la 
cantidad necesaria de harina y la amasa; luego busca la levadura 
necesaria, la pone en la masa y la trabaja, hasta que todo puede 
fermentar por igual108. De nuevo, una imagen de la actuación 
desde dentro, que avanza en silencio y despacio, pero 
inconteniblemente, invadiéndolo todo. Podemos decir: el reino de 
Dios es disposición interior, es intención. Alguien ha oído en 
alguna ocasión una idea del evangelio: penetra en su corazón y su 
espíritu, y atraviesa sus propios sentimientos, influyendo en ellos, 
en sus costumbres, en su actividad diaria. Esto continúa hasta que, 
por fin, se ha convertido en otro hombre [...]. 
En este aspecto, es importante lo que Jesús contesta a los 
fariseos que le preguntan cómo vendrá el reino de Dios: «El reino 
de Dios no viene de modo que se vea, ni se puede decir: vedlo 
aquí o allí; porque el reino de Dios está dentro de vosotros»109. 
La palabra griega entós puede traducirse por «dentro de»: 
entonces significa actitud del corazón y gracia viva; pero también 
puede traducirse «entre», «en medio de»; y entonces habla de un 
poder, que está preparado por parte de Dios y sólo aguarda la 
voluntad del hombre para hacerse efectivo. En ambos modos de 
expresión, diría el Señor, las cosas del reino de Dios no son de tal 
modo que puedan ser determinadas y controladas exteriormente, 
sino que son intención interior y fuerza vital, que operan por la 
verdad. 
Otros dos símbolos dicen que el reino de Dios es algo precioso: 
ante todo, el del tesoro en el campo: un hombre lleva el arado por 
el campo; de repente, tropieza con algo duro; escarba, encuentra 
un tesoro que se escondió allí—quizá en tiempo de guerra—, y se 
dice: ¡esto tengo que tenerlo yo!; pero él es sólo arrendatario o 
jornalero: el campo no es suyo; entonces vende todo su haber y 
sus bienes, compra el campo y el tesoro110. ¡Ahora es rico!... El 
otro símbolo cuenta de un comerciante en joyas, que busca piezas 
buenas: se ha enterado de que alguien tiene una perla 
extraordinariamente perfecta; pero es muy cara; el precio supera 
su dinero disponible; sin embargo, él presiente una gran ganancia: 
¡vende todo lo que tiene, compra la joya y con eso gana, pues vale 
más de todo lo que ha dado!111. 
Así, dice el Señor, es el reino de Dios: más precioso que todo lo 
que te pueda parecer valioso; ¡considéralo y da el precio! En qué 
consiste ese precio, lo vas viendo en cada ocasión: en una 
ganancia que hubiera sido injusta; en una posición que sólo 
pudiera alcanzarse renegando la fe; en una pasión que amenaza 
destruir una familia... Entonces debes preguntarte: ¿el reino de 
Dios es tan valioso para mi como para que yo esté dispuesto a dar 
ese precio? Quizá ocurre, incluso, que se exige «todo»: salud, 
propiedad, vida; en esta época de violencia puede ocurrir en 
seguida. Entonces se ve si la perla y el tesoro lo valen «todo» para 
ti. 
En el comienzo del sermón de la montaña, en las 
bienaventuranzas, se nos hace evidente qué grande es la riqueza 
de valor del reino de Dios. 
La primera se lo promete a los «pobres en espíritu»; esto es, a 
aquellos que soportan con confianza en Dios la necesidad y la 
privación: para ellos el reino se hará riqueza sobre todas las 
riquezas. De modo análogo, por las otras promesas hemos de 
entender el reino como satisfacción divina de la necesidad terrenal: 
a «los que lloran», como consuelo infinito; a los «bondadosos», 
que no ejercen poder, como la tierra de bendición del Mesías; a 
«los que tienen hambre y sed de justicia», como la razón que les 
dará el eterno Juez; a los «compasivos», como amor desbordado 
de Dios; a los «limpios de corazón», como revelación de su 
abundancia de verdad y gloria; a los «perseguidos por causa de la 
justicia», como reino del amparo dichoso; y a todos los que son 
insultados por el nombre de Cristo, como gozo sin medida. El reino 
de Dios es síntesis de todos estos sentidos. 
Pero [...] el reino de Dios también tiene un enemigo: nos lo dice 
la comparación de la cizaña. Un hombre ha sembrado bien su 
campo, pero en medio de las mieses sale la mala hierba; entonces 
le preguntan los campesinos: «Señor, ¿no sembraste buena 
semilla en tu campo?; pues, ¿cómo tiene cizaña?»112. El reino de 
Dios es buen cultivo en pensamientos y obras; pero en medio de él 
crecen los malos pensamientos, las palabras de odio, la acción 
destructora113. 
El creyente se asombra de que esto sea posible. Pero hay uno 
que odia al reino; aquél que ya lo destruyó en el paraíso y luego, 
una vez y otra, a través de la historia del pueblo elegido. Intentó 
llevar a la caída a Jesús mismo; logró que entre los doce apóstoles 
uno se hiciera traidor, que Pedro renegara de su Maestro, que 
todos huyeran y Jesús tuviera que padecer su terrible muerte en la 
cruz. Y sigue trabajando siempre, y siembra su oscura semilla entre 
las buenas mieses. 
Miren ustedes la vida alrededor. ¿Es tal como debería ser, si 
sólo actuaran en ellas fuerzas buenas? ¿Podría reinar tan terrible 
confusión y haber tanta codicia, tanta mentira, tanto odio, tan frío 
asesinato, si no estuviera actuando un poder que viene de otra 
parte, y que quiere erigir un reino contra Dios? Pues Jesús también 
habla abiertamente del «príncipe de este mundo». Este conoce al 
hombre tan desde el fondo como sólo puede conocer el odio. No 
necesita hacer ningún milagro; sólo necesita aprovechar lo que 
«hay en el hombre», y orientarlo contra el reino de Dios. 
El reino de Dios es un gran misterio único; y en él hay muchos 
misterios. Jesús ha dicho expresamente: «A vosotros se os ha 
dado el secreto del reino de Dios, pero para los de fuera todo se 
les presenta en comparaciones»114. Es difícil comprender por qué 
en él las cosas van como van; por qué quedan desaprovechadas 
buenas posibilidades, y se corrompe lo bueno, y lo bueno y lo malo 
están enredados en una misma cosa. Por eso es tan difícil 
distinguir y ordenar, y el conjunto no se puede poner en claro. 
Pero en la comparación se dice también: los labradores «dijeron: 
¿quieres que vayamos a arrancarla? [la cizaña]. Pero él dijo: no, 
no sea que al arrancarla arranquéis también el trigo. Dejad que 
crezcan las dos cosas juntas hasta la cosecha, y en el momento de 
la cosecha diré a los segadores: recoged primero la cizaña y 
ponedla en gavillas para quemar, y el trigo metedlo en mi 
granero115. Lo que es el reino de Dios trasciende más allá de la 
historia, hacia algo último, que ha de venir un dia: el juicio. 
Separará lo que es bueno y lo que es malo. En los grandes 
sermones sobre el juicio habla Jesús volviendo otra vez a nombrar 
el reino: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria y todos 
sus ángeles con él, entonces se sentará en el trono de su gloria. 
Se reunirán delante de él todos los pueblos y separará unos de 
otros, como el pastor separa las ovejas de los machos cabríos. Y 
pondrá las ovejas a su derecha y los machos cabríos a su 
izquierda. Entonces dirá el rey a los de su derecha: ¡venid los 
benditos de mi Padre, tomad en herencia el reino, que os está 
preparado desde la fundación del mundo!»116. Entonces el reino 
será vida eterna, compañía divina, que dará cumplimiento a todo. 

3. La realización del reino de Dios
[...] Con ese reino ha ocurrido algo difícil de expresar. Cuando el 
pueblo elegido rechazó al Mesías, el reino de Dios no pudo 
establecerse como hubiera sido posible. Pero [...] no se echó atrás 
por completo sino que quedó aguardando, en una constante 
posibilidad de su establecimiento, continuamente golpeando a la 
puerta del mundo. Sólo así comprendemos el sentido que tiene 
ahora esta petición. Cuando el Señor se la dio a los suyos, la 
posibilidad de un establecimiento patente estaba todavía ahí, pues 
no se había resuelto aún la decisión. Entonces tal petición clamaba 
por ese gran cumplimiento. Ahora ha pasado esa hora. Se ha 
formado una situación, en que sólo es posible su establecimiento 
en cada ocasión: en esa persona o aquélla; aquí, en este lugar o 
allí; ahora o en otro momento. Pero el ruego clama a Dios para que 
esa venida pueda tener lugar. Y sigue clamando siempre; pues esa 
venida nunca es de tal modo que abarque el conjunto de la 
humanidad, todo el tiempo terrenal y el conjunto de ámbito de la 
tierra, sino siempre incluyendo individuos; y en cada hombre y en 
cada hora de su vida, con cada época de la historia y con cada 
situación de ésta, la alternativa vuelve a plantearse como por 
primera vez. 
[...] El reino de Dios significa que él rija al hombre.¿Cómo 
ocurriría esto? 

a) El habría de regir nuestro pensamiento. Tal seria el caso si el 
pensamiento volviera a él continuamente: si se hiciera centro de la 
corriente del movimiento interior; si ésta partiera de él y volviera a 
él; si la imagen de Dios se hiciera en el pensamiento cada vez más 
rica y más honda, y si el sentimiento de su cercanía se hiciera cada 
vez más fuerte y entrañable.
¿Es ése el caso? Honradamente debemos estar contra nosotros. 
¿No es verdad que pasan días enteros, muchos días, sin que 
pensemos en él en absoluto? Y si lo hacemos, ¿no ocurre porque 
nos hace acordarnos de él una conversación, o una lectura o 
alguna costumbre establecida, por ejemplo, la oración de la 
mañana o de la noche? Si realmente Dios rigiera nuestro 
pensamiento, se elevaría a él por si mismo, con tímida originalidad. 
Entraría en nuestras consideraciones, determinaría nuestra 
opinión sobre personas y cosas, seria la respuesta a muchas 
cuestiones. Nuestro pensamiento estaría a disposición de él, de tal 
modo que él podría hacer presente su verdad constantemente... 
¡Pero no es así!; sino que, en realidad, lo que se levanta por sí 
mismo, lo que se presenta constantemente de nuevo, lo que tiene 
el predominio son las cuestiones de nuestro trabajo, las relaciones 
humanas, los planes, preocupaciones, esperanzas... 

b) El reino de Dios significaría que Dios rigiera nuestra voluntad. 
Entonces, en el transcurso del día, constantemente volveríamos a 
sentirnos amonestados: él quiere esto, eso no lo quiere él. No 
como por un policía invisible que, desde fuera, hiciese entrar su 
palabra en nuestro quehacer, sino al modo de un acuerdo interior. 
Viviríamos de él, con él, desde él y para él. Nuestra acción 
partiría—si el misterio de la gracia puede ser resumido en una 
frase tan osada— de una identificación de nuestra voluntad con la 
suya. Pero una vez más: ¡no es así!; sino que hacemos lo que 
queremos nosotros mismos, lo que quiere nuestra profesión, lo que 
quieren la ventaja y la pasión [...]. 

c) El reino de Dios significaría que Dios rigiera nuestro corazón: 
que él fuera nuestro amor. [...] Pues ¿qué significaría realmente 
amar a Dios? Quizá sería útil preguntar antes si eso es posible en 
absoluto. Amar a una persona, cierto; amar una patria, una idea, 
seguramente; pero ¿a Dios, al invisible e interminable y eterno? 
Evidentemente es posible, pues nos lo dicen personas a las que 
hemos de creer. Dicen que se le puede amar mejor y más que a 
toda criatura. Más aún, lo exige: «con todo nuestro corazón y con 
toda nuestra alma y con toda nuestra inteligencia»117. 
¿Cómo vamos a ser capaces? Para eso deberíamos haberle 
conocido. Deberíamos haber visto cómo es. Su proximidad debería 
habernos tocado de tal modo que saltara la chispa. Debería vivir 
en nosotros, tal como vive en nosotros la imagen de una persona 
querida, a la que se vuelve constantemente el corazón. Y cuando 
todo ello palideciera, como de hecho toda experiencia tiene épocas 
en que palidece, entonces debería haber en nosotros un vacío, 
que nos doliera como la nostalgia de aquella persona en el caso 
de que estuviera lejos... ¿Ocurre así en nosotros con Dios? 
¿Siquiera ocurre de algún modo y, al menos, en medida modesta? 
[...] ¿Cómo puede ocurrir entonces que vivamos sin notar que Dios 
existe, y que existe, no en algún lugar, en lo ideal o metafísico, sino 
aquí, ahora, en cada ocasión donde esté aquél de quien se trata, 
esto es, yo? [...]. 
En vez de eso, ¿a qué aludimos, cuando hablamos de realidad? 
Aludimos a las cosas, las personas, el dinero, el trabajo, la política, 
la ciencia: todo eso es «real» para nosotros. Por el contrario, Dios 
es para nosotros algo invisible, lejano. Quizá una leve voz, un 
fulgor hacia el cual buscamos el camino—¡con cuánto 
trabajo!—cuando rezamos. Pero el reino de Dios significaría que 
fuera lo auténtico en nuestro interior: ¡y entonces sería también 
amor!

d) Y, en fin, dicho de modo completamente realista: el reino de 
Dios significaría que le perteneciéramos, que fuéramos en cuerpo 
y alma propiedad suya. No desde fuera, como el esclavo es 
propiedad de su señor [...], sino tal como el que ama de veras es 
propiedad de la persona amada, por la libertad del corazón [...]. Así 
perteneceríamos a Dios, y ahí sería nuestro. Eso sería «reino», el 
suyo, y por eso precisamente, el nuestro. Y de lo que entonces 
tendría lugar en nosotros, nos dan una idea los escritos de 
aquellos que lo han experimentado. ¡De qué modo completamente 
más diverso ocurre la realidad! Pertenecemos a hombres, y a 
menudo de muy mala manera. Pertenecemos al trabajo, a la 
ocupación, al dinero, a la política. ¿Qué se ha de decir ahí? 
No podemos hacer otra cosa sino elevar una vez y otra el ruego 
de que venga el reino de Dios. Que venga a nosotros, para que se 
haga vivo en nosotros; que nuestra voluntad esté ligada a él; que 
esté en nuestra vida como aquél que realmente existe; que 
percibamos su indecible excelencia. El símbolo de la perla dice que 
el hombre da por ella todo lo que tiene. [...] Roguemos, pues, que 
también nosotros percibamos su belleza, para que el reino de Dios 
se nos haga evidente y nosotros nos hagamos capaces de dar por 
él lo que se pide. Una vez y otra debemos rogar: «¡Señor, haz que 
en mí llegue a haber verdad; y verdad es que tú seas realmente 
existente, y no todo lo demás que es posible; tú, el preciso, y 
ninguna otra cosa sino tú; que tu voluntad sea lo apremiante de la 
existencia, y no el beneficio y el respeto humano y el placer! 
¡Entonces todo se haría diferente! No en el sentido de que se nos 
acercaran otras personas, o que en otras cosas llegaran a nuestra 
posesión, o que nos acontecieran otros destinos. El material de la 
existencia sería el mismo que antes, pero su sentido se 
transformaría. Una pérdida sería una pérdida, y una enfermedad 
dolería; y, sin embargo, todo sería diferente, pues tanto la pérdida 
como la enfermedad quedarían asumidas en un nuevo conjunto de 
sentido. El trabajo que tuviéramos que hacer seguiría siendo tan 
laborioso como ahora. Incluso se haría más difícil, pues lo 
tomaríamos más en serio. Pero tendríamos la conciencia de que se 
desarrollaba ante Dios, y hacia Dios, y con eso adquiriría un nuevo 
valor. 
/Mt/06/23. Más aún, quizá incluso se cambiaría de algún modo el 
transcurso de la vida misma. Pues ¿qué significa «providencia»? 
[...] Jesús ha dicho: «Buscad antes que nada el reino y su justicia, 
y todo se os dará por añadidura»118. Su doctrina de la 
providencia está unida al mensaje del reino; y es importante 
entender en qué sentido es éste el caso [...]. Busca, ante todo, el 
reino de Dios y su justicia, y las cosas en torno a ti irán a parar a tu 
salvación. Tu manera de ver, así como la conducta que de ella 
resulte, ejercerán influjo en el acontecer, y se harán instrumento 
del divino gobierno. De ahí la impresión que producen los 
acontecimientos de la vida de los santos, y que luego la leyenda 
gusta de expresar con el concepto de milagro, aun cuando en cada 
caso aislado no haya tal cosa. Pero alude a algo que es cierto: que 
en la vida del hombre que se entrega entero a Dios, las cosas van 
de modo diverso que en aquél que vive su propia voluntad. Esto 
ocurriría también con nosotros. Nada milagroso en el sentido usual, 
nada sorprendente; y, sin embargo, todo sería diverso. [...] Hemos 
de pedir día tras día, año tras año, mientras Dios dé aliento: ¡reino 
de Dios, ven! ¡ven a mí, a los míos, y a todos nosotros los 
hombres! 


XIV. H. VAN DEN BUSSCHE
(O. c., 81-97)
·BUSSCHE-VAN/PATER PATER/BUSSCHE-VAN

La segunda petición domina toda la oración. En Lucas es casi la 
única, porque la precedente, aunque sea verdadera petición, no 
hace más que preparar esta segunda. En Mateo, esta petición 
central está encuadrada entre otras dos que le dan todo su relieve. 
Las tres últimas, referentes a las necesidades del período 
intermedio, se sitúan en un nivel inferior: «que venga a nosotros tu 
reino, pero mientras tanto, hasta que llegue, ayúdanos en las 
necesidades, danos el pan cotidiano», etc. A diferencia de la 
oración judía, en la que casi siempre se pide la venida del reino 
hacia el fin de la oración, como un don último, Jesús quiere que el 
discípulo pida en primer lugar por el reino. Toda la vida debe ser, 
por lo demás, una «búsqueda», un deseo ardiente del reino; todo 
lo demás se nos dará por añadidura119. 
[...] Esta petición hace eco al punto esencial del mensaje de 
Jesús120. [...] Estadísticamente podemos constatar que el nuevo 
testamento habla 122 veces del reino de Dios, de las cuales 99 en 
los sinópticos y 90 veces en las mismas palabras de Jesús. Por 
consiguiente, podemos decir con seguridad que todas las páginas 
de los sinópticos hablan del reino, y que Jesús mismo volvía sobre 
el tema constantemente. [...] «Reino de Dios» es una mala 
traducción. Sería mucho mejor decir: «el reinado de Dios». Porque 
principalmente indica el ejercicio activo del poder soberano de 
Dios, las intervenciones a través de las cuales establece o 
consolida su dominio real. [...] El reinado de Dios, por tanto, no 
puede identificarse sin más con la iglesia o con el cielo. La iglesia 
es el órgano y el dominio del reinado de Dios, es el nuevo pueblo 
de Dios a quien está destinado el reinado, que heredará121 y a 
quien se dará122. El cielo, a su vez, es el reino en que Dios ya ha 
establecido plenamente su reinado y desde donde quiere 
extenderlo a todo el mundo: «como en el cielo así también en la 
tierra». 

1. Reino y reinarlo de Dios en el antiguo testamento
Yahvé es el rey de Israel (=realeza teocrática), que lo ha 
liberado de Egipto. El coro final del cántico de Myriam, después del 
paso por el mar Rojo, canta: «¡Yahvé es rey por siempre 
jamás!»123. Esta realeza es exclusiva: Yahvé ha reservado para sí 
este pueblo por alianza y elección. El rey terreno no es más que el 
representante del rey Yahvé124. Esta realeza no sólo incluye el 
poder soberano, sino también [...] la misión de asegurar al pueblo 
la justicia, el bienestar y la protección contra los enemigos. Toda 
apelación a la realeza de Yahvé es una verdadera llamada de 
ayuda, para obtener la salvación125. Esta realeza [...] se levanta 
contra los enemigos de Israel, pero también se levanta contra la 
infidelidad de Israel126. Como estrictamente nacionalista, esta al 
servicio del pueblo de Dios, aunque su radio de acción se extiende 
también por encima de él. 
La realeza teocrática de Yahvé implica su realeza universal (en 
sentido cosmológico). Por ser Yahvé rey del mundo, que creó, por 
eso puede proteger a Israel contra los demás pueblos127. [...] La 
realeza universal de Yahvé está al servicio de su realeza 
teocrática: su poder sobre los demás pueblos es la garantía de su 
protección real hacia Israel. 
Finalmente, Yahvé es rey en sentido escatológico: es el juez 
soberano del juicio final125. La realeza de Yahvé se trasladó al 
porvenir sobre todo a partir del destierro, cuando desapareció el 
rey terreno representante de Dios. Al fin de los tiempos Yahvé 
ejercerá de manera incontestable su reinado sobre el mundo 
entero. «Revelará» su realeza y será adorado por todos. [...] Israel, 
sobre todo y el primero, se aprovechará del reinado de Dios, pues 
sus miembros son «los hijos del reino»129. Jerusalén se convertirá 
en el centro del reino universal de Yahvé130. Los exiliados 
volverán a su tierra131 [...]. A la realeza final de Yahvé se añade, 
aunque no siempre, un representante terreno, que será o el 
Mesías o el Hijo del hombre. El Mesías es el hijo ideal de David, 
que restablecerá el antiguo rito davídico; pero esta vez, de una 
manera total, en función del reinado de Dios132. 
[...] Esa imagen del Mesías se purificará progresivamente [...] 
según el ideal del Siervo paciente133. [...] En Dan 7, 13-14 
aparece, sobre una nube del cielo, una misteriosa figura «como la 
de un Hijo de hombre», que viene a colocarse delante del trono de 
Dios, para de él recibir el reino. Este «Hijo del hombre», al 
principio, simbolizaba probablemente al pueblo elegido; pero esta 
figura fue individualizada muy pronto por la literatura apocalíptica, y 
se convirtió en el jefe escatológico de «los santos del Altísimo», 
concebido como un príncipe trascendente. Antítesis tenebrosa del 
reinado de Dios, la potencia terrestre y el reinado de Satán 
dominan provisionalmente al mundo134. 

2. La venida del reino y la venida de Cristo
El aspecto escatológico del reino se pone aún más de relieve en 
el nuevo testamento. [...] La venida del reino es el cumplimiento 
total de todos los deseos del antiguo testamento y, al mismo 
tiempo, el fin de toda espera. [...] El reinado de Dios es un 
acontecimiento [...], un acto de Dios ante el cual desaparecen las 
ideas de una intervención humana [...]. El reino «no es de este 
mundo»135, es la irrupción de otro mundo en éste. El Padre lo 
da136, lo pone a nuestra disposición137 como una herencia 
divina138 . [...] Este acto de Dios, este acontecimiento, se 
desarrolla en varias fases, que son exactamente las mismas que 
las de la venida de Jesús. Por otra parte, la revelación del reino 
progresa paralelamente a la revelación de la dignidad de Jesús 
como Mesías o Hijo del hombre. 
La vida pública es la fase en que el reino es anunciado en 
parábolas. El mensaje de Jesús consiste en proclamarlo. La venida 
del reino comenzó desde el Bautista139 y Jesús anuncia que ha 
aparecido140 o que ha llegado141. El tiempo se ha cumplido: el 
grande, el único momento ha llegado142. Actualmente el tiempo 
está cargado de un dinamismo divino: el reino penetra con 
violencia143. Es el tiempo de las nupcias144 y de la siega145. La 
palabra de Jesús es la palabra del reino y sus actos son sus 
señales. Los milagros no tienen, en primer término, una 
significación apologética, sino que son signos de los tiempos: 
muestran que el reino ha llegado146. Sobre todo la lucha 
entablada contra Satanás es una señal de su venida. Jesús va a 
atacar a Satán en su propio terreno, el desierto147, desde que es 
constituido Mesías en el momento del bautismo de Juan. Y, desde 
entonces, el reino de Satanás es derribado progresivamente148. 
Pero, aunque realmente presente, el reino no es anunciado hasta 
ahora más que en parábolas: el secreto del plan divino de 
salvación sólo es revelado al pequeño grupo de creyentes, a los 
demás se les propone en parábolas149. El reino de Dios viene sin 
ostentación: aunque ya esté entre ellos en la persona de 
Jesús150, parece que fracasa en gran parte151; es como un 
grano de mostaza152, como un tesoro escondido153, como una 
perla que hay que buscar154, como un puñado de levadura155. 
El reino de Dios entra en una nueva fase con la muerte de 
Jesús. Después de la resurrección, Jesús se entretiene con sus 
discípulos hablándoles «del reino de Dios», probablemente de su 
nueva etapa, la etapa del bautismo-en-el-espíritu, por el cual se 
extiende también a los paganos156. Jesús había ya declarado, en 
vísperas de su pasión, que no bebería más vino antes de que 
llegara el reino157. Desde el primer anuncio de su pasión había 
dicho a sus discípulos que debían tomar parte en sus sufrimientos, 
para obtener la recompensa, cuando «el Hijo del hombre viniera en 
la gloria de su Padre, acompañado de sus santos ángeles»158. 
Este texto alude naturalmente al juicio final. Pero en Mc 9, 1 sigue 
a continuación: «Y les decía: en verdad os digo, que algunos de 
los aquí presentes no probarán la muerte antes de haber visto el 
reino de Dios venida con Poder». [...] Inmediatamente después de 
esto, y en presencia de los tres discípulos predilectos, viene la 
escena de la transfiguración159, que es una manifestación del Hijo 
del hombre precursora de la resurrección160. En definitiva, el reino 
de Dios viene con poder al fin de la vida de Jesús, cuando Jesús 
mismo «es (constituido) Hijo de Dios con poder»161. El reino pasa 
entonces de la fase de las parábolas a la del poder162. Esta 
interpretación está confirmada por el hecho de que el reino de 
Satanás sufre entonces una derrota fundamental163: aunque 
Satán aún no es eliminado del todo164, ya es vencido inicialmente. 

La tercera fase será la de la perfección, cuando el Hijo del 
hombre venga en la gloria de su Padre, rodeado de la corte 
celestial. Puesto que al fin de su vida Jesús ha sido constituido Hijo 
del hombre y Señor, puede establecer cuando quiera el juicio final, 
pero la hora nos es desconocida165. Toda la obra divina de la 
salvación se dirige hacia esta perfección, y el cristiano se 
encamina hacia ella. Entonces Satán166, el Anticristo167 y todas 
las potencias hostiles168 serán aniquiladas; y Dios será todo en 
todos169. 
El cristiano se encuentra ante el «ya» del reino venido con 
poder, y el «aún no» del reino perfecto. El «ya» da la certeza de 
que el «aún no» llegará, y estimula su deseo. «¡Maranatha!: ¡ven, 
Señor nuestro!»170. 

3. Oración teocéntrica
La petición relativa a la venida del reino está totalmente dirigida 
a Dios. Debemos vigilar constantemente para alejar de nosotros la 
tendencia, demasiado humana, de considerar el reino de Dios en 
relación a nosotros. Por eso pensamos muchas veces en el reino 
de Dios en nuestra alma, en el «estado» de gracia. [...] Otras 
veces se piensa en el cielo, como una situación excelente. 
Tampoco es exacto. En todas estas peticiones se trata de Dios, de 
su nombre, de su reino, de su voluntad. El reino es una realidad 
que desborda los intereses personales, incluso espirituales. Sin 
duda alguna la venida del reino significa para el cristiano el acceso 
a la salvación y a la vida, pero nuestra atención debe dirigirse ante 
todo al reino considerado en si mismo, más bien que a la felicidad 
que nos trae. El que no se preocupa más que de si mismo y de su 
«yo» espiritual, corre el riesgo de no tener la fuerza necesaria para 
ser un siervo fiel. 
Sucede también con frecuencia que la segunda petición se 
interpreta en un sentido misionero, como una especie de oración 
por la extensión de la iglesia, el reino actual. Ya se recordó antes 
que el reino de Dios no podía identificarse con la iglesia; y, por otra 
parte, la forma verbal empleada aquí, al aoristo, indica una venida 
del reino realizada de una vez para siempre y de veras. Es 
evidente que si Dios quiere realizarla a través de etapas sucesivas, 
es cosa que no nos interesa. Pero en su petición, el cristiano no 
debe pararse en esta consideración: ¡debe pedir el establecimiento 
definitivo del reino en todas sus dimensiones! 
Mientras vivamos, Dios puede hacerse más «todo» en nosotros; 
el reino nunca está acabado. La segunda petición no es, pues, una 
oración pidiendo la extensión de la iglesia: en cierto sentido pido 
incluso el fin de la iglesia, su absorción en el reino de la gloria del 
Padre. 
Finalmente, cuando el cristiano expresa el deseo de la venida 
del reino, debe ser sincero consigo mismo. Si su oración está 
enteramente orientada a Dios, es preciso que su vida también lo 
esté. Por otra parte, el principio fundamental, que debe guiarle, 
¿no es: «Buscad primero el reino de Dios y lo demás se os dará 
por añadidura»?171. Es esta la metanoia exigida para que el reino 
pueda realizarse en nosotros: y este retorno no significa 
primeramente «cambio de vida» en el sentido moral o penitencia, 
sino conversión, vuelta a Dios, atención a Dios y preocupación por 
su reino172. 


XV. J. JEREMIAS
(O. c., 164-165)
PATER/JEREMIAS-J

Las primeras palabras, que el hijo dice a su Padre celeste, 
suenan: «Santificado sea tu nombre, venga tu reino». Estas dos 
peticiones están no sólo construidas paralelamente, sino que, 
incluso en cuanto al contenido, se corresponden. Enlazan con 
aquella antigua oración judía (el Qaddish), que concluía la liturgia 
sinagogal y que probablemente era familiar a Jesús desde su 
infancia. Su más antigua (posteriormente alargada) forma literaria 
reza así: «¡Glorificado y santificado sea su gran nombre en el 
mundo, que por su voluntad creó! ¡Impere su reinado, enseguida y 
pronto, durante vuestras vidas, en vuestros días, y durante la vida 
de toda la casa de Israel! Y responded a esto: Amén». Este enlace 
con el Qaddish muestra que ambas peticiones están 
indisolublemente unidas [...]: ambas suplican la revelación del 
reinado escatológico de Dios. A toda entronización de un señor 
terrestre acompaña la aclamación con palabras y gestos. Así será, 
cuando Dios introduzca su reinado. Se le vitoreará con la 
santificación de su nombre: «santo, santo, santo, Señor, Dios 
todopoderoso, el que era, el que es y el que ha de venir,173. Y 
todos entonces se arrojarán a los pies del rey de reyes: «Te 
damos gracias, Señor, Dios todopoderoso, el que es y el que era, 
porque has recobrado tu gran poder y has comenzado a 
reinar»174. 
Ambas peticiones [...] piden, pues, la consumación final, la hora 
en la que el profanado y abusado nombre de Dios sea glorificado y 
se revele su reinado, según la promesa: «Voy a mostrar la 
santidad de mi gran nombre, profanado en las naciones—pues 
vosotros lo habéis profanado en ellas—, para que las naciones 
conozcan que yo soy Yahvé—oráculo del Señor—, cuando os 
muestre mi santidad ante ellos»175. Estas súplicas son un grito 
surgido desde el fondo de la necesidad. En un mundo tiranizado 
por el dominio del mal y en el que luchan Cristo y el Anticristo, los 
discípulos de Jesús suplican por la manifestación del reinado de la 
gloria de Dios. 
Ambas súplicas son, a la vez, expresión de certeza absoluta. 
Quien así ora toma en serio la promesa de Dios y, en asegurada 
confianza, se abandona en sus manos. El sabe: «Tú llevarás a 
cumplimiento tu obra gloriosa». Son las mismas palabras, rezadas 
por la comunidad judía en la sinagoga, cuando pronuncia el 
Qaddish. Existe, sin embargo, una gran diferencia: en el Qaddish 
ora por la consumación final una comunidad que está en la tiniebla 
del mundo presente; en el «padrenuestro» reza con las mismas 
palabras una comunidad consciente de que el final ya se ha 
inaugurado, porque Dios ha comenzado ya su gratuita obra 
redentora, una comunidad que ahora solamente anhela la 
manifestación total de lo que le ha sido regalado. 


XVI. S. SABUGAL
(Cf. Abbá , 176-183.220-225)
PATER/SABUGAL-S

La segunda petición suplica al «Padre» por la venida de su 
reinado. La secuencia entre ésta y la petición anterior se refleja 
también en una oración judaica contemporánea al NT: «Glorificado 
y santificado sea su gran nombre en el mundo, creado por él 
según su voluntad; y haga él dominar su reinado en vuestra vida, 
en vuestros dias, en la vida de toda la estirpe de Israel, ahora y 
siempre» (Qaddish). Como aquí, también en aquella súplica Dios 
es el sujeto activo de la venida de su reinado.; «¡Haz venir tu 
reinado!». Por lo demás, en ella se compendia todo el significado 
del padrenuestro, tal como fue pronunciado por Jesús176. ¿Que 
significado envuelve en las redacciones literarias de Mt y Lc? 

1) Al nivel de la redacción mateana, esa súplica reviste un 
particular interés. Constituye, sin duda, el epicentro de todas las 
demás súplicas y peticiones: si la santificación o glorificación del 
nombre del Padre tiene lugar en la liberación, que condiciona y 
acelera la venida de su reinado (cf. supra), ésta se realiza 
precisamente con el cumplimiento de su voluntad (cf. infra), para lo 
que los discípulos necesitan no sólo el don del «pan cotidiano» 
sino también ser preservados de caer en la tentación así como ser 
liberados del «maligno» tentador o «enemigo del reino» (cf. infra). 
Por lo demás, el tema del «reino» y «reinado de Dios» es central 
en la teología de Mateo177. El anuncio de su definitiva cercanía 
inaugura la predicación del Bautista178, de Jesús y de «los 
doce»179. En la concepción teológica del evangelista, toda la 
docente actividad galilaica de Jesús se compendia en su 
predicación de «la buena nueva del reinado»180. Y si los milagros, 
que acompañan a aquélla181, son esencialmente «signos» por el 
inaugurado señorío de Dios así como criterios seguros de su 
dignidad mesiánica182, los exorcismos son asimismo «signos» 
inauguradores tanto de la destrucción del reinado de Satanás 
como de la manifestación del reinado de Dios183. Nada de 
extraño, pues, si ambas clases de signos—milagros y 
exorcismos—acompañan también a la predicación de «los doce» 
sobre la definitiva cercanía del reino184. Pero, ¿qué es «el reino» 
o «reinado de Dios»185, también designado por el evangelista 
como «el reino de los cielos»186, «el reino del Padre»187, «el 
reino de Jesús»188 y, sencillamente, «el reino»?189 

RD/QUE-ES
a) «El reinado de Dios», como se deduce del contexto literario de 
la súplica, es ante todo el señorío de Dios sobre el hombre, su 
perfecto reinado sobre la vida humana: «como en el cielo, también 
sobre la tierra»190. Ese señorío, que presupone la santificación 
del nombre de Dios mediante la liberación de la tiranía o reinado 
del maligno191, se realiza en el cumplimiento de «la voluntad del 
Padre»192 o búsqueda primordial de «la justicia del reinado de 
Dios»193. Incompatible con aquel señorío exclusivo de Dios sobre 
el hombre es, pues, cualquier otro dominio sobre él, el servicio de 
éste a cualquier otro señor o ídolo: «Nadie puede servir a dos 
señores»194. Del todo incompatible con el exclusivo dominio de 
Dios sobre el hombre o servicio de éste a Aquél es, por tanto, su 
servicio al principal señor o ídolo de este mundo: «No podéis servir 
a Dios y al dinero»195. De ahí el necesario abandono a la 
providencia del Padre, como eficaz antídoto del angustioso afán 
por la seguridad material del «mañana»196, buscando «primero el 
reinado (de Dios), es decir, su justicia» o el cumplimiento de su 
voluntad (cf. supra), en la seguridad de que el Padre «dará todo lo 
demás por añadidura»197. 
CV/RD RD/CV: Con ello afirma Jesús que Dios puede reinar sólo 
en quienes ponen en él toda su seguridad, porque todo lo esperan 
de su providencia. De éstos, que son «pobres de espíritu» 
porque—vaciados de la riqueza de si mismos—han llegado a ser 
«como niños» ante Dios, de éstos «es el reinado de los cielos»198. 
Lo que significa: la aceptación del reinado de Dios exige un previo 
cambio radical, un giro existencial, por el que el hombre de 
orgullosamente rico deviene espiritualmente mendicante199, de 
soberbiamente adulto deviene humildemente niño200, de señor 
esclavizado deviene siervo libre de Rey-Dios o hijo del Padre. 
Aquél reinado divino, por tanto, sólo es posible mediante la previa 
conversión del hombre. De ahí la exhortación inicial tanto de 
precursor Juan como del mesías Jesús: «¡Convertíos, porque se 
ha acercado definitivamente el reinado de Dios!». /Mt/03/02; 
/Mt/04/17 
Pero esa conversión—precisa Jesús—no basta. A ella deberá 
seguir la no fácil pero necesaria autoviolencia o lucha contra los 
propios enemigos, que se resisten a dejar su dominio, para que 
sólo Dios reine. Pues, «el reinado de Dios sufre violencia, y lo 
conquistarán (sólo) los violentos»202: los que se autocombaten, 
entrando «por la puerta estrecha» y siguiendo «el angosto 
camino» del cumplimiento de «la voluntad del Padre», manifestada 
por Jesús en el Sermón de la Montaña203, anteponiendo204 y 
prefiriendo205 a todo su reinado, renunciando a cuanto poseen y 
negándose a sí mismos para—tomando su propia cruz— seguir a 
Jesús206. «El angosto camino» del cumplimiento de «la voluntad 
del Padre», en la práctica del Sermón de la Montaña, conduce, 
pues, a «la puerta estrecha» del ingreso «en el Reino», mediante 
la autorrenuncia y la cruz: ¡Las dos condiciones necesarias para 
seguir a Jesús y entrar en el Reino del Padre! 
La petición por la venida del reinado de Dios suplica, pues, al 
Padre ante todo el don de la conversión: llegar a ser como niños y 
espiritualmente mendicantes, para poder reconocer su reinado 
único en nosotros, su señorío exclusivo sobre nuestra vida. Aquella 
petición ruega también al Padre que nos agracie con el don de 
comprender el inapreciable valor de ese reinado divino207, para 
anteponer a todo su búsqueda y abandonar en los brazos de su 
providencia el afán por el incógnito «mañana». Esa petición 
envuelve asimismo la súplica por la gracia de la santa y valiente 
autoviolencia, que supone renunciar a ser señores de cuanto 
tenemos y somos, tomar nuestra cruz y seguir a Cristo, para 
aceptar siempre y dondequiera la voluntad de Dios sobre nuestra 
vida, su señorío sobre nuestra historia: «¡venga tu reinado!». 

b) «El reino de los cielos», asegura Jesús, es ya propiedad aquí 
en la tierra de los discípulos de Jesús, que han aceptado ser 
«pobres de espíritu» o espiritualmente mendicantes, y son 
perseguidos «a causa de la justicia»: por cumplir la voluntad del 
Padre208. El señorío de Dios se realiza, en efecto, en la 
comunidad de esos «violentos», los cuales «lo arrebatan»209 
llegando a ser «como niños»210 y dejándolo todo, para seguir a 
Jesús211. Nada de extraño, pues, si aquel Reino se relaciona 
estrechamente con la comunidad escatológica del nuevo y 
verdadero Israel: la iglesia212. Esta es ya su inaugurada 
realización en «el campo» del mundo, donde crece «la buena 
semilla» de «los hijos del reino» junto a «la cizaña de los hijos del 
maligno», y en cuya red se recogen «peces de todas clases», 
buenos y malos213, debiendo convivir ambos hasta la separación 
finale214. En el reino de esa comunidad no entrarán, sin embargo, 
los «hipócritas escribas y fariseos», quienes «cierran a los 
hombres» sus puertas e «impiden entrar a los que están entrando» 
en ella215. ¡Intentan destruirla! Pero no lo lograrán. Porque Jesús 
la edificó sobre la sólida roca de Pedro216, a quien ha prometido 
(y dio) «las llaves del reino de los cielos»: el vicario y 
plenipotenciario poder de otorgar y negar el ingreso en la iglesia, 
siendo confirmado por Dios cuanto prohiba y permita en ella217. 
La petición por la venida del reinado suplica, pues, al Padre el don 
de perseverar siendo hasta el fin trigo, sin devenir cizaña: «hijos 
del reino» sin llegar a ser «hijos del maligno»; aquella petición 
ruega también al Padre por la extensión y consolidación de la 
iglesia en la tierra, por el ingreso en ella no sólo de «las ovejas 
perdidas de la casa de Israel»218, sino también de «todos los 
pueblos», llamados todos ellos a ser «discípulos de Jesús», 
mediante el bautismo y la observancia «de todo cuanto» él «ha 
mandado»219: «¡venga tu reinado!». 

c) La comunidad escatológica de la iglesia, donde se inaugura 
en la tierra el reinado de Dios, encontrará su consumación en el 
celeste «reino del Padre». Allí beberá Jesús con sus discípulos «el 
vino nuevo» de la salvación mesiánica, plenamente realizada con 
su muerte y resurrección220.Y allí, tras la siega o juicio final, que 
separará la cizaña del trigo, «los hijos del maligno» de «los hijos 
del reino», brillarán estos como el sol221. Pues si «todos son 
llamados» a entrar en el inaugurado reino terrestre de la iglesia, 
«pocos son los escogidos» para el ingreso definitivo en el reino 
celeste222. Este ingreso, en efecto, está reservado a «los hijos del 
reino»223; es decir, a quienes crean en Jesús224; a quienes «se 
han vuelto como niños»225 cumpliendo con infantil espiritu «la 
voluntad del Padre»226, mediante una fidelidad a la misma 
(=justicia) «superior a la de los escribas y fariseos»227; a quienes, 
soslayando «la ancha entrada» y «el espacioso camino, que lleva 
a la perdición», entran por «el estrecho ingreso» y siguen «la 
angosta senda, que lleva a la vida»228; a quienes perseveran en 
esa senda, esperando vigilantes el incógnito momento de la venida 
del Hijo del hombre229 con «las lámparas encendidas»230 de «las 
buenas obras»231, producidas con los «talentos» gratuitamente 
recibidos232 y manifestadas en las exigencias del «sermón de la 
montaña»233 así como las prácticas de la misericordia para con 
los «hermanos» o discípulos de Jesús234. La petición por la 
venida del reinado suplica, pues, también al Padre el don de 
realizar esos condicionamientos del ingreso definitivo en el Reino 
celeste, la gracia de formar parte de sus elegidos: «¡venga tu 
reinado!». 

2) También, en el contexto de la redacción lucana, la súplica por 
la venida del reinado del Padre es como el centro focal de todas 
las demás súplicas y peticiones: aquella venida, en la que 
precisamente es santificado (=glorificado) el nombre del Padre (cf. 
supra), sólo es posible mediante el «pan cotidiano» del maná 
eucarístico y del Espíritu santo (cf. infra), necesitando asimismo 
para ello los discípulos no sólo el «perdón de los pecados» sino 
también «ser preservados de sucumbir en la prueba» del diabólico 
tentador (cf. infra). Por lo demás, el tema del reino o reinado de 
Dios reviste, en el contexto de la doble obra lucana, un significado 
teológico denso235. El anuncio del «reino de Dios»—así lo 
designa casi constantemente Lucas—caracteriza tanto al «tiempo 
de Jesús» como al «tiempo de la iglesia», señalando la linea 
divisoria de estos dos períodos histórico-salvíficos respecto del 
previo «tiempo de Israel»: este último—«la ley y los 
profetas»—llegó «hasta Juan», y «desde entonces comienza a ser 
anunciada la buena noticia del reino de Dios»236. Por Jesús 
primero. Esa fue su misión237: realizada a lo largo de su vida 
pública238 y prolongada «durante cuarenta días» tras su 
resurrección239. Aquel anuncio fue también objeto de la reiterada 
misión, impuesta por él a sus discípulos240. Y resume asimismo, 
durante el «tiempo de la iglesia», la predicación de los primeros 
evangelizadores cristianos241. Se trata, pues, de una concepción 
central en el contexto de la teología de Lucas. ¿Qué significa 
exactamente? ¿Cuál es el contenido del «reino de Dios», por cuya 
venida suplica el discípulo de Jesús? 

a) Presupuesto fundamental de aquel anuncio y esta súplica es 
la concepción lucana, según la cual antes de la venida de Jesús 
«todos los reinos de la tierra» estaban bajo el dominio del 
diablo242. Y el hombre no escapaba a esta tiranía: también éste 
yacía sometido al «reinado de Satanás» y sustraído, por tanto, al 
«reinado de Dios»243. La proclamación de éste implica, pues, la 
liberación de aquél. Así lo afirma Jesús: su misión de predicar el 
reinado de Dios244 se identifica con la de «proclamar a los 
cautivos de liberación» (aphesin) y... poner en libertad (aphesei) a 
los oprimidos»245. Una liberación —precisémoslo—radical de lo 
que en lo profundo esclaviza realmente al hombre: del pecado246. 
Y también de quien es su maligno autor: Jesús, precisa Lucas, 
«pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el 
diablo»247. Lo hizo, por lo demás, en la lucha que, mediante sus 
exorcismos, libró como «más fuerte» contra el «fuerte y bien 
armado» enemigo del reino, expulsando a éste del hombre 
mediante «el dedo de Dios» o el Espíritu santo, para inaugurar el 
«reinado de Dios»248. Signos de aquella liberación son también 
las curaciones de enfermedades249. Por eso acompañan éstas a 
la predicación del reino250. Exorcismos y curaciones inauguran, 
por tanto, el dominio de Dios sobre «todos los reinos de la tierra», 
lo hacen visible y cercano en la presencia de su inaugurador: «el 
reinado de Dios está ya entre vosotros»251. Dios reina, en efecto, 
sobre la vida de quienes, aceptando el mensaje de su Enviado y 
siguiéndole, aceptan su señorío, soslayando aquella tiranía así 
como el peligro de servir a las riquezas252 o a sí mismos: sobre los 
pobres253 y sobre quienes se han hecho comq niños254. La 
petición al Padre por la venida de su reinado suplica, pues, la 
liberación de la esclavitud del pecado (=egoísmo, avaricia. envidia, 
odio...) y de la tiranía de su autor diabólico; la liberación también 
del servicio a las riquezas y demás ídolos de este mundo así como 
del culto a sí mismo; la liberación de cuanto impide realmente al 
hombre aceptar el señorío exclusivo de Dios sobre su vida y 
realizan así su condición de criatura en libre sumisión al Creador; 
la orientación de todas las realidades terrestres (familia y sociedad, 
cultura y deporte, trabajo y progreso, política...) hacia Dios, a la luz 
del mensaje dé Jesús: «¡venga tu reinado!». 

b) No es ése, sin embargo, el único significado del «reino» o 
«reinado de Dios» en la concepción teológica de Lucas. Un nuevo 
aspecto de la misma ofrece la promesa de Jesús a sus discípulos: 
algunos de ellos «no gustarán la muerte, hasta que vean el 
reinado de Dios»255 (/Lc/09/27 par). Una promesa, por lo demás, 
formulada por el evangelista en neta contraposición a la previa 
sentencia de Jesús sobre la venida final del Hijo del hombre256. 
Aquella no se refiere, pues, a la plena manifestación parusíaca del 
reinado de Dios: éste—asegura Jesús— será visto por «algunos 
(discípulos) aquí presentes». ¿Cuándo exactamente? La respuesta 
nos la ofrece el inmediatamente siguiente relato sobre la 
transfiguración257, presenciada efectivamente por algunos (=tres) 
discípulos258 e interpretada por Lucas como anticipo de la 
resurrección y ascensión de Jesús259. Ahora bien, si, en la 
concepción teológica de Lucas, las resurrecciones de los muertos 
realizadas por Jesús constituyen uno de los signos que inauguran 
el reinado de Dios260 y manifiestan la dignidad profético-mesiánica 
del Señor261 resucitado262, la resurrección de Jesús cumple la 
promesa hecha por Dios a David263 sobre la consolidación eterna 
de su reino264, inaugurando su ascensión el dominio y señorío 
sobre todos sus enemigos265. Los discípulos que, a raíz de su 
transfiguración, vieron anticipadamente la gloria del Señor 
resucitado266, vieron ya no sólo la inauguración del eterno 
reinado davídico, mediante su victoria sobre la muerte, sino 
también el comienzo de su dominio universal, mediante su 
ascensión o constitución a la dignidad de único «Señor y 
Mesías»267: vieron «el reinado de Dios». En la oración al Padre 
por la venida de su reinado, los discípulos piden, pues, también 
que acelere la victoria del Señor resucitado sobre la muerte, sobre 
toda realidad o evento de sufrimiento y de «muerte», poniendo a 
todos los enemigos del reino bajo el dominio de Quien por El fue 
constituido Señor y Salvador, único Rey: «¡venga tu reinado!».

c) Finalmente, «el reinado de Dios» encuentra su consumación 
en la gloria celeste, a donde, tras su pasión y muerte, entró el 
Señor resucitado268. El ingreso en él, difícil—¡no imposible!—a los 
ricos269, está reservado a quienes «se hacen la violencia»270 de 
devenir como un niño271, de «esforzarse por entrar a través de la 
puerta estrecha»272, que supone posponer todas posesiones y 
afectos273 y llevar la propia cruz274, para seguir a Jesús275. 
También al nivel de la redacción lucana, por tanto, la autorrenuncia 
y la cruz condicionan aquel seguimiento de Cristo, que asegura el 
ingreso en el Reino. Quien no se autorrenuncie y rechace o 
deponga su cruz, se aleja de Cristo y se autoexcluye del Reino del 
Padre. Pues no hay duda: «Es preciso pasar por muchas 
tribulaciones para entrar en el reino de Dios»276. El verdadero 
discípulo de Jesús sabe bien todo esto. También es plenamente 
consciente de su impotencia para realizarlo. Por eso «ora siempre 
y sin desfallecer»277 al Padre, suplicándole su ayuda: «¡venga tu 
reinado!». 

Resumiendo: La súplica por la venida del reinado del Padre es 
central en las redacciones literarias de los dos evangelistas. 
Supone ciertamente que esa venida es un don del Padre celeste. 
Exige, sin embargo, la colaboración de sus hijos. Ante todo, 
mediante la conversión personal o liberación del pecado y de todos 
los ídolos o señores de este mundo, para servir al único Dios o 
aceptar su reinado. Este, por lo demás, es esencialmente 
dinámico: inaugurado por Jesús en la iglesia, como su principio y 
germen, alcanzará su plenitud con la venida parusíaca del Señor. 
Esa inauguración se actúa en cada hombre a raíz del bautismo, 
cuando, liberado del pecado y del «enemigo del reino» mediante la 
fuerza del Espiritu santo, se somete al señorío de Dios y de Cristo, 
obedeciendo a quienes le representan en la iglesia278, 
determinando luego el grado de esa obediente sumisión el 
crecimiento del reino en él. Por eso suplica diariamente al Padre: 
«¡venga tu reinado!». Pero no lo hace sólo por él. La suya es una 
súplica universal. Pues quien así ora es miembro de una iglesia, 
que, por haberle encomendado Jesús la misión de «hacer 
discípulos suyos a todas las gentes» y ser sus testigos «hasta los 
confines de la tierra»279, «existe para evangelizar»280. Es, pues, 
esencialmente «la comunidad evangelizadora»281 del reinado de 
Dios282, encargada de «anunciar e inaugurarlo en todos los 
pueblos»283 y culturas284. Lo que le impone el difícil pero 
necesario equilibrio de «estar en el mundo» sin «ser del 
mundo»285, de secularizarse sin secularismarse286, fiel a su 
misión de salar la tierra e iluminar el mundo287: impregnarle «con 
el espiritu de Cristo»288 para «consagrarlo a Dios»289. Esto 
significa: quien «es del mundo» o se ha secularismado, en el 
servicio a sus ídolos, no puede evangelizar al mundo; tampoco 
forma parte de la iglesia evangelizadora y, por tanto, se 
autoexcluye del reino. Anunciarle «en el mundo» y a los hombres 
es imperativo—«¡ay de mi si no evangelizase!»290 de todo 
cristiano291, quien asegurará la fecundidad de su empeño 
apostólico, pues sólo «Dios hace crecer» la semilla de la 
Palabra292—, si lo precede y acompaña con la insistente súplica: 
«¡venga tu reinado!». 

SANTOS SABUGAL
EL PADRENUESTRO EN LA INTERPRETACIÓN
CATEQUÉTICA ANTIGUA Y MODERNA

SIGUEME. SALAMANCA 1997. Págs. 131-177

........................
1. Prov 21, 1. 
2. Ap 6, 10. 
3. Mt 25, 34
4. Mt. 8, 11-12.
5. Lc17,20-21
6. Dt 30, 14.
7. Jn 14, 23. 
8. Ga 1, 4. 
9. Rom 6, 12. 
10. Cf. 1 Cor 13, 10. 
11. Flp 3, 13.
12. 1 Cor 15, 24-28. 
13. 2 Cor 6, 14-15. 
14. Rom 1, 12. 
15. Col 3,5. 
16. Sal 109, 1. 
17. 1 Cor 15, 26. 
18. 1 Cor 15,55. 
19. 1 Cor 15, 53-54. 
20. Rom 6, 12.
21. Forma textual de origen incierto. 
22. Alusión al macedonianismo = herejIa (siglo IV), que negó la divinidad del 
Espiritu santo: Cf. DThC, IX, col. 1464-1478; LThK, VI, col. 1313-1314. 
23. Jn 18, 37. 
24. Lc 17. 21. 
25. 1 Tes 4, 17.
26. Rom 8, 22. 
27. Cf. Retractaciones I 19, 8. 
28. Is 54, 13 = Jn 6, 45.
29. Mt 22, 30.
30. Mt 25, 34.
31. Cf. Mt 25, 41-46.
32. Mt 25, 34.
33. 1 Jn 2, 18.
34. Cf. 1 Tes 5, 6-10. 
35. Mt 25, 34. 
36. Mt 25, 41. 
37. Mt 3, 2. 
38. Mt 4, 17. 
39. Mt 5, 3. 
40. Lc 4, 43. 
41. Cf. Mt 10, 7. 
42. Lc 9, 60. 
43. Cf. Hech 1, 3. 
44. Mt 6, 33.
45. Sal 22, 1.
46. Mt 25, 12.
47. Mt 7, 21.
48. Cf. Heb 11, 13.
49. Cf. Ef 6, 11-12.
50. Cf. Mt 26, 41; Rom 7, 18; Gal 5, 17.
51. Cf. Sal 94, 4; Est 13, 9-11.
52. Cf. Sal 22, 1; Is 33, 22.
53. In 18, 36.
54. Cf. Sal 2, 6. 
55. Rom 14, 17.
55. Rom 14, 17.
56. Ga 12. 20.
57. Lc 17, 21.
58. Mt 25, 24.
59. Lc 23, 42.
60. Jn 3,5. 
61. Ef 5, 5. 
62. Cf. Mt 13, 24.31.33.44, etc. 
63. Jn 4, 14. 
64. Cf. 1 Cor 13, 10.
65. Is 54, 2-5; 60, 3-4.
66. Cf. Tit 1, 16.
67. Cf. 1 Cor 15, 23-24.54; Col 2, 15.
68. Mt 13, 44.
69. Flp 3, 8.
70. Cf. Mt 13, 45-46.
71. Cf. Lc 18, 13.
72. Rom 8, 15.
73. Cf. Mt 20, 7.
74. Mt 11, 12.
75. Mt 19, 17.
76. Mt 2, 2. 
77. Mc 1, 15.
78. Jn 18, 33-38.
79. Jn 19, 1-16.
80. Jn 19, 19.
81. Gén 1, 27-28.
82. Sal 114, 1-2. 
83. Ex 19, 5-6.
84. 1 Sam 8, 1-5.
85. 1 Sam 8, 6-7.
86. 1 Sam 13, 5-7.
87. 1 Sam 13, 8-9.
88. 1 Sam 13, 13-14.
89. 1 Re 11, 11.
90. Is 42, 1-4; cf. 60, 17-19. 
91. Is 65, 17-19. 
92. Is 53, 1-6.
93. Is 61, 1-2.
94. Lc 4, 16-21.
95. Mt 11, 2-6 = Lc 7. 18-23.
96. Cf. Is 26, 19; 19, 18: 35, 5-6; 61, 1.
97. Mc 1, 15.
98. Lc 12,32.
99. Mt 21, 43.
100. Lc 9, 62.
101. Mt 18, 3.
102. Lc 13, 28.
103. Mt 25, 30; 22, 13.
104. Mt 22, 2.
105. Cf. Mt 18, 1-4; 6, 31-32.
106. Cf. Mt 13, 31-32 par.
107. Cf. Ef 1. 3-14: Col 1, 13-20. 
108. Cf. Mt 13, 33. 
109. Lc 17, 20-21.
110. Cf. Mt 13, 44. 
111. Cf. Mt 13. 45. 
112. Cf. Mt 13, 24-30.
113. Cf. Mt 13, 36-43. 
114. Mc 4, 11. 
115. Mt 13, 28-30.
116. Mt 25, 31-34.
117. Mt 22, 36-37.
118. Mt 6, 23.
119. Mt 6, 33. 
120. Mc 1, 15.
121. Mt 25, 31.
122. Mt 21, 43; Lc 12, 32.
123. Ex 15, 18.
124. Cf. Jue 8, 23; 1 Sam 8, 10.
125. Cf. Sal 44, 4-6; 1s 41, 21, etc.
126. Cf. Mt 22, 2-4.
127. Cf. Is 6, 4-5; Jer 10, 7.10; Mal 1, 14; Sal 22, 29; 93; 103, etc.
128. Cf. Sal 96-99.
129. Mt 8, 11; cf. 22, 1-13; Lc 22, 30.
130. Cf. Is 24, 23.
131. Cf. Abd 21.
132. Cf. Is 11, 1-9.
133. Cf. Is 52, 13-53, 12; Zac 9, 9-10.
134. Cf. Lc 4, 5; Ef 2, 2.
135. Jn 18, 36.
136. Mt 21, 43; Lc 12, 32.
137. Lc 22, 29.
138. Mt 25, 34; Gál 5, 21.
139. Mt 3,2; 11, 12.
140. Mt 4, 17; Mc 1, 15; Lc 10, 9.11.
141. Cf. Mt 12, 28; Lc 11, 20,
142. Mc 1, 15.
143. Mt 11, 12; Lc 16, 16.
144. Mc 2, 19.
145. Mt 9, 37-38.
146. Cf. Mt 8, 17; 11, 4-5; Lc 7, 22; 10, 23-24; 12, 55-56; 17, 21.
147. Mc 1, 8-13 par.
148. Cf. Mc 3, 22-30; Lc 10, 18; 11, 20.
149. Mc 4, 11-12.
150. Lc 17, 20.
151. Mc 4,2-9.
152. Mc 4, 30-32.
153. Mt 13, 14.
154. Mt 13, 46.
155. Lc 13, 21.
156. Cf. Hech 1, 4.5.8.
157. Cf. Lc 22, 18: compárese Mt 26, 29; Mc 14, 25.
158. Cf. Mc 8, 31-38 par.
159. Mc 9, 2-8 par.
160. Cf. Mc 9, 9-10 par.
161. Rom 1, 4.
162. Cf. 1 Cor 4, 20.
163. Cf. Jn 12, 31; 14, 30; 16, 11; 1 Cor 2, 8.
164. Cf. 2 Cor 4, 4; Ef 2, 2.
165. Mc 13, 32 par.
166. Ap 20, 2.
167. 1 Tes 2, 9.
168. 1 Cor 15, 24.
169. 1 Cor 15, 28.
170. 1 Cor 16, 22, Ap 22, 20.
171. Lc 12, 31; Mt 6, 33. 
172. Mc 1, 15. 
173. Ap 4, 8. 
174. Ap 11, 7. 
175. Ez 36, 23.
176. Cf. supra. 
177. Cf. W. Trilling, o. c., 210-224; S. Sabugal, Abbá... 176-178 (bibliog.). 
178. Cf. Mt 3, 2.
179. Cf. Mt 4, 17; 10, 7.
180. Asi lo muestra la inclusión literaria de Mt 4, 23 y 9, 35.
181. Cf. Mt 4, 23-24; 9, 35.
182. Mt 4, 23b; 9, 35b; 11, 2-6.
183. Cf. Mt 12, 25-28.
184. Cf. Mt 10, 1.7.
185. Mt 12, 28; 21, 31-43.
186. Más frecuentemente: Mt 5, 3.10.19.20; 7, 21; 8, 11; 10, 7; 11, 11.12; 
13,11.24.31.44.45.47.52; 16, 19; 18, 1 3.4.23; 19, 12.14.23.24; 20, 1; 22, 
2; 23, 13; 25, 1.
187. Mt 13, 43; 26, 29; cf. 6, 10. 
188. Mt 13, 41; 16, 28; 20, 21. 
189. Mt 4, 23; 6, 33; 9, 35; 13, 19.38; 24, 14; 25, 34. 
190. Esa comparación se refiere a las tres primeras súplicas. no sólo a la 
tercera (cf. supra), relacio- nándose, por tanto, con la que ruega por «la 
venida del Reino». Asi también H. van den Bussche, o. c., 83. 
191. Mt 12, 25-28. 
192. Mt 7, 21. 
193. Mt 6, 33. El vocablo «justicia» traduce en Mt «el cumplimiento de la 
voluntad de Dios»: cf. Mt 5, 20; 7, 21. 
194. Mt 6, 24a.
195. Mt 6, 24c.
196. Mt 6, 25-31.
197. Mt 6, 33.
198. Mt 5, 3; 19, 14.
199. Mt 19, 16-27.
200. Mt 18, 4.
201. Mt3, 2;4, 17.
202. Mt 11, 12.
203. Cf. Mt 5, 20-7.21
204. Mt 6, 33a.
205. Cf. Mt 13, 44-46.
206. Mt 16, 24-26; 19, 16-29.
207. Mt 13, 4446.
208. Cf. Mt 5, 1b-3.10.
209. Mt 11, 12.
210. Mt 18, 14.
211. Mt 19, 23-29.
212. I/RD RD/I: Cf. Mt 16, 18-19; 23 13. «Reino» e «iglesia» no se identifican 
totalmente, sin embargo, pues ésta es el nuevo «pueblo», a quien ha sido 
dado «el reino de Dios» (Mt 21, 43), siendo la inaugurada fase terrestre 
del reino de Dios. Sobre la relación reino de Dios-iglesia en Mt: cf. W. 
Trilling, o. c., 209-236; A. Kretzer, o. c., 225-260. 
213. Mt 13, 24-38; cf. también 13, 47-48. El concilio Vaticano II se sitúa en 
esta linea, al afirmar que «Jesús dio comienzo a la iglesia predicando la 
buena nueva, es decir, la llegada del reino de Dios», constituyendo 
aquélla «en la tierra el germen y principio de ese reino» (LG, 15), el cual, 
por tanto, «está ya misteriosamente presente en nuestra tierra», siendo 
«consumada su perfección cuando venga el Señor...» (GS, IV 39). 
214. Mt 13, 40-43.49-50.
215. Mt 23, 14-15.
216. Mt 16, 18.
217. Mt 16, 19.
218. Mt 10, 6.
219. Mt 28, 19-20. Obediente a ese mandato del Señor (Mt 28, 19-20), «la 
iglesia ora y trabaja para que la totalidad del mundo se integre en el 
pueblo de Dios», a fin de que «en Cristo... se rinda al creador universal y 
Padre todo honor y gloria» (LG, II 17). En aquel precepto se enraiza, por 
tanto, la universal vocación misionera o evangelizadora de la iglesia: cf. 
GD, I 5; Pablo VI, Evangelii nuntiandi, I 15; Juan Pablo II, Catechesi 
tradendae, II 10.
220. Mt 26, 29.
221. Mt 13, 43.
222. Mt 22, 14.
223. Mt 13, 38a.43.48.
224. Mt 8, 5-11.
225. Mt 18, 3.
226. Mt 7, 21.
227. Mt 5, 20.
228. Mt 7, 13-14.
229. Mt 24, 27.36.42-51.
230. Cf. Mt 25, 1-13.
231. Mt 5, 16.
232. Cf. Mt 25, 14-30.
233. Cf. Mt 5, 21-7, 12.
234. Mt 25, 33-40; cf. 12, 49 s.
235. Cf. S. Sabugal, Abbá..., 220-223 (bibliog.). 
236. Lc 16, 16.
237. Lc 4, 43.
238. Cf. Lc 8, 1; 9, 11; 11, 14-22; 13, 18-21; 14, 15-24.
239. Hech 1, 3.
240. Lc 9, 2; 10, 9.
241. Cf. Hech 8, 12; 14, 22; 19, 8; 20, 25; 28, 23.38.
242. Cf. Lc 4, 5-6.
243. Cf. Lc 11, 14-20.
244. Lc 4, 43.
245. Lc 4, 18.
246. Aphesis (Lc 4, 18) tiene constantemente en la doble obra lucana (Lc + 
Hech) el significado de: «perdón de los pecados»: cf. Lc 1, 77; 3, 3; 24, 
47; Hech 2, 38; 5, 31; 10, 43; 13, 38; 26, 18. 
247. Hech 10, 38.
248. Lc 11, 20-22. De la equivalencia: «el dedo de Dios» (Lc 11, 20)= el 
Espiritu de Dios (par. Mt 12, 28), implícita en Hech 10, 48, se hace eco 
ya la literatura veterotestamentaria: cf. Ez 8, 1.3 (=mano) + 11, 5 
(=espíritu); ICrón 28, 12 (=mano). La variante lucana a la súplica por la 
venida del reino: «venga sobre nosotros tu Espiritu santo y nos purifique» 
(cf. C. H. Chase, o. c., 30-32; W. Os, O. c., 112-117), se sitúa en la linea 
de la concepción teológica de Lucas: la venida del reino de Dios está 
condicionada por la previa expulsión del «enemigo» del reino 
(=punficación) mediante el Espiritu santo (cf supra). Aquella variante no 
es, sin embargo, el texto de Lucas. 
249. Cf. Hech 10, 38. 
250. Lc 9, 2.6.11 s; 10, 9.11b; cf. 7, 19-22; cf. 7, 19-22. 
251. Lc 17, 21. Jesús mismo, en su persona y obras, es la presencialización 
del reino de Dios. Asi lo entendió Tertuliano al afirmar que «por reino de 
Dios puede entenderse el mismo Cristo» (cf. supra); y en esta linea se 
sitúa quien calificó a Jesús como «el autorreino»: Origenes In Math. XIV 7 
(a Mt 18, 23), GCS 40, 289. 
252. Cf. Lc 18, 18-26. 
253. Cf. Lc 6, 20. 
254. Cf. Lc 18, 16; 12, 32. 
255. Lc 9, 27 par.
256. Lc 9, 26. 
257. Lc 9, 28-36. 
258. Pedro, Santiago y Juan: Lc 9, 28. 
259. Los «dos varones» (Lc 9, 30), testigos de la resurrección y ascensión de 
Jesús (Lc 24, 4; Hech 1, 10), «hablaban de su éxodo (=muerte, 
resurrección y ascensión), que debía cumplirse en Jerusalén» (Lc 8, 31: 
cf. 9, 51; 13, 31-33; 24, 44-54; Hech 1, 3-4.911), mientras «Pedro y sus 
compañeros vieron» la gloria del Señor resucitado (Lc 9, 32: cf. 24, 26), 
hasta que «los cubrió con su sombra» la nube (Lc 9, 34a), que más tarde 
les ocultaría al Señor «elevado en su presencia» (Hech I, 9). 
260. Cf. Lc 7, 14-15.22 = Is 26, 19.
261. Cf. Lc 7, 16.19-22.
262. Cf. Lc 7, 13; 24, 3.34.
263. Cf. 2Sam 7, 12-16.
264. Hech 2, 30-32; 13, 32-37.
265. Cf. Hech 2, 33-36.
266. Lc 9, 32; cf. 24, 26.
267. Hech 2, 36.
268. Lc 24, 26.
269. Lc 18, 24-27.
270. Lc 16, 16b.
271. Lc 18, 37.
272. Lc 13, 23-24.
273. Cf. Lc 14, 16-20.24-33.
274. Lc 14, 27.
275. Lc 14, 27-33.
276. Hech 14, 22.
277. Lc 18, 1.
278. Cf. Mt 10, 40 = 18, 5.
279. Mt 28, 19, Hech 1, 8.
280. Pablo Vl, Evangelli nuntiandi, 1 14. 
281. S. Sabugal, La embajada mesiánica de Juan Bautista, Madrid 1980, 
236-248. 
282. Ese debe ser, ante todo, el contenido de la evangelización: cf. S. 
Sabugal, o. c., 253-259. 
283. LG, 15.
284. Pablo Vl, o. c., II 20.
285. Cf. Jn 17, 11.14.16.
286. Cf. S. Sabugal, ¿Liberación y secularización? Intento de una respuesta 
bíblica, Barcelona 1978, 331-362: 348 s. 
287. Mt 5, 13-16: cf. LG, II 9; GD, 1; II 11.
288. LG, IV 36.
289. LG, IV 34; cf. IV 31; GS IV 43.
290. ICor 9, 16.
291. LG, III 23; IV 31-36; PO, II 4; AA, I 3; II 7; GD, I 5-6; Pablo Vl, o. c., Vl 
59-60.66-73.
292. ICor 3, 6-7.