ANTOLOGÍA EXEGÉTICA DEL PADRENUESTRO
* * * * *
Santificado sea tu Nombre
I. TERTULIANO
(De orat., lll, 1-4)
·TERTULIANO/PATER PATER/TERTULIANO
El nombre de «Dios Padre» no había sido revelado a nadie.
Incluso quien (Moisés) preguntó cuál era, escuchó otro nombre1. A
nosotros nos fue revelado en el Hijo. Pues antes del Hijo no existe
el nombre del Padre: «Yo he venido, dijo, en nombre de mi
Padre»2. Y de nuevo: «¡Padre, glorifica tu nombre!»3. Más
claramente: «He manifestado tu nombre a los hombres»4.
Pedimos, pues, que sea santificado (su nombre), no en el sentido
de que convenga a los hombres desear bien a Dios, como si él
fuese otro hombre a quien podemos desearle algo, que le faltaria,
si no se lo deseamos. Es ciertamente justo que Dios sea
bendecido en todo lugar y tiempo, a causa del reconocimiento de
sus beneficios, que siempre le debe todo hombre. Y este papel
desempeña la bendición. Por lo demás, ¿cómo no será por sí
mismo santo y santificado el nombre de Dios, siendo él quien
santifica a los demás? A él grita incesantemente el circunstante
coro de los ángeles: «santo, santo, santo»5. De ahí que también
nosotros, futuros (si lo merecemos) compañeros de los ángeles,
aprendamos ya aquí aquella celeste alabanza a Dios así como el
deber de la gloria futura. Esto, por cuanto se refiere a la alabanza
tributada a Dios. Relacionado con nuestra petición, cuando
decimos: «santificado sea tu nombre» pedimos que sea santificado
en nosotros, que estamos en él, así como en todos los demás
hombres, a quienes espera aún la gracia de Dios. Y esto, a fin de
que mediante este precepto aprendamos a orar por todos, incluso
por nuestros enemigos. De ahí que al decir: «sea santificado tu
nombre», sin añadir «en nosotros», decimos «en todos».
II. SAN CIPRIANO
(Sobre la oración dominical, 12)
·CIPRIANO/PATER PATER/CIPRIANO
A continuación rezamos: «sea santificado tu nombre». No quiere
decir que deseemos para Dios que sea santificado su nombre por
nuestras oraciones, sino que pedimos al Señor que su nombre sea
santificado en nosotros. Por lo demás, ¿por quién va a ser
santificado Dios, que es el que santifica? Mas como él mismo dijo:
«Sed santos, puesto que yo también lo soy»6, pedimos y rogamos
que los que hemos sido justificados en el bautismo perseveremos
en la justificación que comenzamos. Y esto es lo que pedimos
todos los días, pues nos es necesaria una justificación cotidiana
para que, los que cada día pecamos, nos purifiquemos de
nuestros pecados con cotidiana justificación. Y el apóstol nos
pregona en qué consiste esta justificación con las siguientes
palabras: «Ni los fornicadores, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni
los entregados a la molicie, ni los sodomitas, ni los ladrones, ni los
defraudadores, ni los embriagos, ni los detractores, ni los raptores,
alcanzarán el reino de Dios. Esto fuisteis efectivamente, pero ya
habéis sido purificados y justificados, y consagrados en el nombre
de nuestro Señor Jesucristo y en el Espiritu de nuestro Dios»7.
Dice que estamos consagrados en nombre de nuestro señor
Jesucristo y en el Espiritu de nuestro Dios. Esta consagración es la
que pedimos que persevere en nosotros. Y porque el Señor y Juez
nuestro conmina, al que había curado y dado la vida, a que no
peque en adelante para que no le suceda algo peor, por eso le
rogamos con continuas oraciones, Esto pedimos día y noche:
conservar la santificación y vida que nos viene de su gracia y
protección.
III. ORIGENES
(Sobre la oración, XXIV, 1-5)
·ORIGENES/PATER PATER/ORIGENES
Estas palabras pueden dar a entender o que todavía no se ha
obtenido para sí aquello por lo que se ora, o que se debe pedir la
conservación de algo que no es permanente. Es claro, en todo
caso, que según Mateo y Lucas somos invitados a decir
«santificado sea tu nombre» como si realmente todavía no hubiera
sido santificado el nombre de Dios, como si no lo estuviera ya. Y
preguntará alguien: ¿cómo es esto posible? Consideremos
detenidamente qué se entiende por nombre de Dios y veamos
cómo se ha de santificar ese nombre.
El nombre es una denominación compendiosa, que manifiesta
una cualidad propia de la cosa designada. Por ejemplo, hay unas
ciertas cualidades especificas del apóstol Pablo: unas afectan a su
alma, otras a su mente —capacitándola para contemplar
determinadas realidades—, otras, en fin, afectan propiamente a su
cuerpo. Lo que es propio de estas cualidades y no puede convenir
a ninguna otra persona—porque no hay ningún otro hombre que
no difiera algo de Pablo—esto se expresa con el nombre de Pablo.
Y cuando aquellas cualidades propias, como si se mudaran en los
hombres, se cambian lógicamente, según vemos en la Escritura,
también los nombres. Y así, cambiada la cualidad de Abram, fue
llamado Abrahán; y, cambiada la cualidad de Simón se llamó
Pedro; e igualmente, cambiada la cualidad de Saulo, perseguidor
de Cristo, fue llamado Pablo.
Mas en Dios, que es invariable e inmutable, siempre es uno e
idéntico su nombre: «el que es». Este es el nombre con que se le
designa en el Exodo8, si es que se puede hablar aquí de nombre
en el sentido estricto. Cuando pensamos algo sobre Dios, todos
nos formamos una cierta idea de él, pero no todos sabemos lo que
es en realidad—porque son pocos (y si vale la expresión, menos
que pocos) los que pueden comprender plenamente sus
propiedades—. Por eso se nos enseña, con razón, que tratemos
de obtener una idea acertada de Dios a través de sus propiedades
de creador, de providente, de juez, considerando cuándo elige y
cuándo abandona, cuándo acepta y cuándo rechaza, cuándo
otorga premio y cuándo castigo, según los merecimientos.
En ésta y semejantes facetas se manifiestan, por así decirlo, las
cualidades divinas que, a mi entender, se expresan en la Sagrada
Escritura bajo el nombre de Dios. Asi en el Exodo se dice: «No
tomarás el nombre de Dios en vano»9; y en el Deuteronomio:
«Caiga a gotas como la lluvia mi doctrina, como el rocio mi
discurso; como la llovizna sobre la hierba y como las gotas de la
lluvia sobre el césped: porque invoqué el nombre del Señor»10; y
en los salmos: «Recordarán tu nombre por generaciones y
generaciones»11. Porque también el que aplica el nombre de Dios
a cosas que no conviene, toma el nombre del Señor Dios en vano.
Mas si alguien puede expresar ideas, que a modo de lluvia
produzcan fertilidad en las almas de los que escuchan, y siembran
palabras de consuelo semejantes al rocío, y derrama sobre los
oyentes una llovizna útil y eficaz de palabras para su sólida
edificación, esto lo puede en el nombre de Dios, cuya ayuda
invoca por saber que necesariamente ha de ser él quien lleve a
término todos estos buenos efectos. Y todo el que penetra las
realidades divinas más bien está recordando que aprendiendo,
aunque al parecer sea instruido por alguien en los misterios de la
religión o piense que él mismo los esté investigando.
Lo que hasta aquí se ha dicho conviene que lo considere el que
ora, mas también urge que pida sea santificado el nombre de Dio.
Efectivamente, dice el salmista: «Ensalcemos a una su nombre»12.
Con esto nos ordena el Padre, que con suma concordia, con un
mismo ánimo, con un mismo parecer lleguemos a obtener una idea
verdadera y sublime de las propiedades divinas. Se ensalza
efectivamente a una el nombre de Dios cuando aquél, que ha
participado de la emanación de la divinidad por haber sido acogido
por Dios y haber superado de tal forma a los enemigos que no les
haya sido posible alegrarse de su daño, alaba la misma virtud
divina de la que ha sido hecho participe; como el salmo declara
con estas palabras: «Te enalteceré, Señor, porque me has
acogido, y no has alegrado a los enemigos por mi daño»13. Exalta
también a Dios quien le dedica una morada en sí mismo; pues el
titulo del mismo salmo reza así: «Canto para la dedicación de la
casa de David».
IV. SAN CIRILO DE JERUSALÉN
(Cateq. XXIIII, 12)
·CIRILO-DE-J/PATER PATER/CIRILO-DE-J
Lo digamos o no lo digamos, santo es por naturaleza el nombre
de Dios. Pero ya que en los que pecan es profanado, según
aquello: «Por vosotros es blasfemado mi nombre todo el día entre
las gentes»14, suplicamos que en nosotros sea santificado el
nombre de Dios. No porque comience a ser santo lo que antes no
lo era, porque en nosotros, santificados y haciendo obras dignas
de la santidad, se hace santo.
V. SAN GREGORIO NISENO
De orat. dom., lll (PG 44, 1151B-1156B)
·GREGORIO-NISA/PATER PATER/GREGORIO-NISA
¿Qué relación tiene esta petición con mis necesidades?, podría
preguntar alguien, que hace penitencia de sus pecados o invoca el
auxilio de Dios para escapar de ellos, teniendo siempre ante la
vista al tentador [...]. Y quien, mediante el auxilio divino, desee huir
y evitar estas tentaciones, ¿qué palabras usaría con más
propiedad sino las de David: «Líbrame del odio de mis
perseguidores»15, «retírense mis enemigos»16, «préstanos
socorro en la aflicción»17, y semejantes peticiones, mediante las
cuales se impetra la ayuda de Dios contra los adversarios? Pero,
¿qué dice el modelo de oración? «Santificado sea tu nombre». No
porque yo no diga esto deja de ser santo el nombre de Dios [...],
pues es siempre santo [...] y tiene todo lo que se necesita para la
santificación [...]. Quizá con esta súplica el Verbo intenta decir que,
siendo la naturaleza humana débil para la adquisición de algún
bien, nada podemos obtener de lo que ardientemente deseamos,
sin que el bien sea realizado en nosotros por el auxilio divino; y el
primero de todos los bienes es que el nombre de Dios sea
glorificado a través de mi vida. La Escritura condena a aquellos por
quienes es blasfemado el nombre de Dios: «¡Ay de aquellos, a
causa de los cuales mi nombre es blasfemado entre los
gentiles!»18. Es decir, quienes aún no creyeron la palabra de la
verdad observan la vida de los que han recibido el misterio de la
fe. Cuando, pues, se es creyente de nombre, contradiciendo a
éste con la vida [...], los paganos atribuyen esto no a la voluntad
de quienes se portan mal, sino al misterio, que se supone enseña
estas cosas, pues—piensan—quien fue iniciado en los misterios
divinos no deberla estar sometido a [...] tales vicios, si no les fuere
licito pecar [...]. Opino, por tanto, que se debe pedir y suplicar,
ante todo, que el nombre de Dios no sea injuriado a causa de mi
vida, sino que sea glorificado y santificado. «Sea
santificado—dice—en mí el nombre de tu señorío», invocado por
mi, «a fin que los hombres vean las obras buenas y glorifiquen al
Padre celeste»19. ¿Quién seria tan estúpido que, viendo la vida
pura [...] de los creyentes en Dios, no glorifique el nombre
invocado por tal vida? Quien ora: «santificado sea tu nombre», no
pide otra cosa que ser irreprensible, justo, piadoso [...]. Pues no de
otro modo puede Dios ser glorificado por el hombre, sino
testificando su virtud que la potencia divina es la causa de sus
bienes.
VI. SAN AMBROSIO
(Los sacramentos, V 4, 21)
·AMBROSIO/PATER PATER/AMBROSIO
¿Qué quiere decir «santificado»? ¿Acaso desear que sea
santificado aquél que dijo: «Sed santos, como yo soy santo»?20
¡Cómo si nuestra petición pudiera añadir algo a su santidad! Nada
de eso. Más bien (pedimos) que sea santificado en nosotros, para
que también a nosotros llegue su santidad.
VII. TEODORO DE MOPSUESTIA
(Hom Xl, 10)
·TEODORO-MOP/PATER PATER/TEODORO-MOP
[...] Ante todo haced lo que procurará alabanza a Dios, vuestro
Padre. Pues lo que Jesús dice en otra parte—«brille de tal forma
vuestra luz ante los hombres que, viendo vuestras obras buenas,
glorifiquen a vuestro Padre celeste»21—es lo que dice en el
«santificado sea tu nombre». Lo que significa: es preciso que
hagáis tales obras, que el nombre de Dios sea alabado por todos,
mientras que vosotros admiráis su misericordia y gracia
abundantemente derramada sobre vosotros, y que no fue vano
haber hecho de vosotros hijos suyos, dándoos
misericordiosamente el Espiritu a fin que crezcáis y progreséis,
corrigiéndoos y transformándoos en quienes recibieron el don de
llamar Padre a Dios. Pues del mismo modo que, si hacemos lo
contrario, seremos causa de blasfemia contra Dios—es decir, que
los extraños (a nuestra fe), viéndonos ocupados en obras malas
dirán que somos indignos de ser hijos de Dios—, si nos
comportamos bien corroboraremos que somos hijos de Dios y
dignos de la nobleza de nuestro Padre, porque estamos bien
educados y llevando una vida digna de él. Para evitar que se diga
aquello y a fin que brote de labios de todos la alabanza al Dios,
que os ha elevado a tal grandeza, esforzaos por realizar actos que
produzcan tal resultado.
VIII. SAN JUAN CRISÓSTOMO
(Homilías sobre san Mateo, XIX, 4)
·JUAN-CRISO/PATER PATER/JUAN-CRISO
Una vez, pues, que nos ha recordado el Señor esta nobleza, y el
don que del cielo se nos ha hecho, y la igualdad con nuestros
hermanos, y la caridad, y nos ha arrancado de la tierra, y nos ha
elevado, como quien dice, a los cielos, veamos qué es lo que
seguidamente nos manda pedir en nuestra oración. A la verdad,
esta sola palabra, «Padre», debiera bastar para enseñarnos toda
virtud. Porque quien ha dado a Dios este nombre de Padre y le ha
llamado Padre común de todos, justo fuera que se mostrara tal en
su manera de vida, que no desdijera de tan alta nobleza y que su
fervor corriera parejo con la grandeza del don recibido. Mas no se
contentó el Señor con eso, sino que añade otra petición, diciendo:
«santificado sea tu nombre». Petición digna de quien ha llamado a
Dios Padre: no pedir nada antes que la gloria de Dios, tenerlo todo
por secundario en parangón con su alabanza. Porque «santificado
sea» vale tanto como «glorificado sea». Cierto que Dios tiene su
propia gloria cumplida y que, además, permanece para siempre.
Sin embargo, Cristo nos manda pedir en la oración que sea
también glorificado por nuestra vida. Que es lo mismo que antes
había dicho: «Brille vuestra luz delante de los hombres, para que
vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que
está en los cielos»22. Y lo mismo los serafines, que le glorificaban,
decían así: «santo, santo, santo...»23. Es decir, que «santificado»
vale por «glorificado». Concédenos—viene a decir el Señor—que
vivamos con tal pureza, que todos te glorifiquen por nosotros. Obra
de consumada filosofía: ¡que nuestra vida sea tan intachable en
todo, que cuantos la miren refieran la gloria de ello al Señor!
IX. SAN AGUSTIN
(1. Serm. Mont., II V 19; 2. Serm. 56 5; 3. Serm. 57, 4)
·AGUSTIN/PATER PATER/AGUSTIN
1) Veamos ya qué cosas han de pedirse; puesto que se ha dicho
quién es aquél a quien se pide y dónde mora, lo primero de todo lo
que se pide es lo siguiente: «santificado sea tu nombre». Lo cual
no se pide así como si no fuera santo su nombre, sino para que
sea venerado como santo por todos los hombres; es decir, que
sea Dios conocido por todos ellos de tal manera que no tengan
cosa alguna por más santa y a que teman más ofender. Ni
tampoco por haberse dicho: «Dios es conocido en Judea, en Israel
es grande su nombre»24, se ha de entender así como si Dios
fuera menor en un lugar y mayor en otro; sino que allí es grande
su nombre, donde se pronuncia con el respeto debido a la
grandeza de su majestad. Así, pues, se dice que es santo su
nombre, allí donde con veneración y temor de ofenderle se le
nombra. Y esto es lo que ahora se practica, mientras que el
evangelio, dándole a conocer en diversas naciones, hace respetar
el nombre de Dios único por la predicación de su Hijo.
2) ¿Por qué pedir la santificación del nombre de Dios? ¿No es
santo ya? Y si lo es, ¿a qué pedirlo? ¿No parece, además, que,
pidiendo la santificación del nombre divino, ruegas a Dios por Dios
y no por ti? Pero, si bien lo entiendes, verás cómo también ruegas
por ti. ¿Qué pides, en efecto? Que lo santo en si sea santificado
en ti. ¿Qué significa «santificado sea»? Sea tenido por santo, no
en poco aprecio. Luego ya ves que, al desearlo, deseas un bien
que te afecta: menospreciar el nombre de Dios sería malo para ti, y
en modo alguno para Dios.
3) Pedimos que sea santificado en nosotros el nombre de Dios,
pues no siempre lo es: ¿cuándo se santifica el nombre de Dios en
nosotros, sino cuando nos hace santos? No hemos sido santos, y
por este santo nombre nos santificamos, por este santo nombre,
que es siempre santo, como es santo el que lo lleva. No rogamos
por Dios al pedir esto, sino que rogamos por nosotros. Ningún bien
pedimos para Dios, a quien ningún mal puede amenazar, sino que
deseamos el bien para nosotros, para que en nosotros sea
santificado su santo nombre.
X. SANTA TERESA DE JESUS
(Camino de perfección, cap. 30)
·TEREJ/PATER PATER/TEREJ
[...] Como vio su majestad que no podíamos santificar ni alabar,
ni engrandecer, ni glorificar este nombre santo del Padre eterno
conforme a lo poquito que podemos nosotros, de manera que se
hiciese como es razón, si no nos proveía su majestad con darnos
acá su reino, y así lo puso el buen Jesús lo uno cabe lo otro25 [...].
XI. CATECISMO ROMANO
(IV, II 1-9)
PATER/CATECISMO-ROMANO
Cristo, nuestro señor y maestro, nos dejó señalado en el
padrenuestro el orden riguroso con que debemos presentar
nuestras peticiones ante Dios. Siendo la oración mensajera e
intérprete de nuestros sentimientos de hijos hacia el Padre, el
orden de nuestras peticiones será razonable en la medida en que
éstas se conformen con el orden de las cosas que deben desearse
y amarse. Y, ante todo, el amor del cristiano debe centrarse con
toda la fuerza del corazón en Dios, único y supremo bien por sí
mismo. El debe ser amado primero con un amor singular, superior
a todo otro posible amor; debe ser amado con un amor único.
Todas las cosas de la tierra y todas las criaturas que puedan
merecernos el nombre de «buenas» deben estar subordinadas a
este supremo bien, de quien proceden todos los demás bienes.
Justamente, pues, puso el Señor a la cabeza de las peticiones
del padrenuestro la búsqueda de este supremo bien. Antes que las
mismas cosas necesarias para nosotros o para nuestros prójimos,
hemos de buscar y pedir la gloria y el honor de Dios. Este orden
debe constituir nuestro supremo anhelo de criaturas y de hijos,
porque en esto está el único y verdadero orden de nuestro amor:
amar a Dios antes que a nosotros mismos, y buscar sus cosas
antes que las nuestras. Y puesto que sólo puede desearse y, por
consiguiente, pedirse aquello de que se carece, ¿qué cosas podrá
desear el hombre y pedir para Dios? Dios tiene la plenitud del ser;
y en modo alguno puede ser aumentada o perfeccionada su
naturaleza divina, que posee de manera inefable todas las
perfecciones. Es evidente, pues, que sólo podemos desear y pedir
para Dios cosas que estén fuera de su esencia: su glorificación
externa. Deseamos y pedimos que su nombre sea más conocido y
se difunda entre las gentes; que se extienda su reino y que las
almas y los pueblos se sometan cada día más a su divina voluntad.
Tres cosas—nombre, reino y obediencia—totalmente extrínsecas a
la íntima esencia de Dios; de manera que a cada una de estas tres
peticiones pueden aplicarse y unirse perfectamente las palabras
añadidas en el padrenuestro únicamente a la última «así en la
tierra como en el cielo».
Cuando pedimos que «sea santificado su nombre» deseamos
que crezca la santidad y gloria del nombre de Dios. Esto no
significa que el nombre divino pueda ser santificado en la tierra del
mismo modo que en el cielo, ya que la glorificación terrena en
modo alguno puede llegar a igualar la glorificación que Dios recibe
en los cielos. Cristo pretendió significar con estas palabras
únicamente que debe ser igual el espíritu e impulso de esta doble
glorificación: el amor.
Es cierto que el nombre de Dios no necesita por sí ser
santificado siendo ya por esencia «santo y terrible»26, como es
santo el mismo Dios por esencia. Por consiguiente, ni a Dios ni a
su santo nombre puede añadírsele santidad alguna, que no posea
ya desde toda la eternidad. Pedimos, sin embargo, que «sea
santificado el nombre de Dios», para significar que deben los
hombres honrarlo y exaltarlo con alabanzas y plegarias, a imitación
de la gloria que recibe de los santos en el cielo; que deben cesar
de ofenderle con ultrajes y blasfemias; que el honor y culto de Dios
deben estar constantemente en los labios, en la mente y en el
corazón de todos los hombres, traduciéndose en respetuosa
veneración y en expresiones de alabanza al Dios sublime santo y
glorioso. Pedimos que se actúe también en la tierra aquel
magnífico y armónico concierto de alabanzas, con que el cielo
exalta a Dios en su gloria27, de forma que todos los
hombres—comulgando en idéntico cántico de fe y caridad
cristianas—conozcan a Dios, le adoren y le sirvan, reconociendo
en el nombre del «Padre, que está en los cielos», la fuente de toda
santidad, de toda grandeza, de toda fuerza posible en la vida de
aquí abajo.
San Pablo afirma que «la iglesia fue purificada, mediante el
lavado del agua, con la palabra»28; esto es, «en el nombre del
Padre y del Hijo y del Espiritu santo>>29, en el cual fuimos
bautizados y santificados. No hay, pues, redención ni salvación
posible para aquél sobre el cual no haya sido invocado el nombre
de Dios. Esto pedimos también cuando rezamos «santificado sea
tu nombre»: que la humanidad entera, arrancada de las tinieblas
del paganismo, sea iluminada con el esplendor de la verdad divina
y reconozca el poder del nombre del verdadero Dios, alcanzando
en él su santidad; y que en el nombre del la trinidad
santísima—mediante la recepción del bautismo—obtenga la
redención y la salvación.
Y hemos de pensar también, al repetir estas palabras, en
aquélla que, por el desorden del pecado, perdieron la santidad e
inocencia bautismal, recayendo bajo el yugo del espíritu del mal30.
Deseamos y pedimos que en ellos se restablezca la alabanza del
nombre de Dios, de manera que, mediante una sincera conversión
y confesión de sus culpas, restauren en sus almas el primitivo y
espléndido templo de inocencia y santidad.
Pedimos, además, a Dios que infunda su luz en todas las
mentes; para que los hombres tengan conciencia de que «todo
buen don y toda dádiva perfecta viene de arriba, desciende del
Padre de las luces»31. Todo don [. . .] desciende de Dios; todo,
por consiguiente, debe referirse a él y servirle [...].
Notemos, por último, que estas palabras: «santificado sea tu
nombre», incluyen un reconocimiento de la función y misión
sobrenatural de la iglesia, la esposa de Cristo. Porque sólo en ella
ha estableció Dios los medios de expiación y purificación de los
pecados y la fuente inagotable de la gracia: los sacramentos
saludables y santificadores, por los que, como por divinos
acueductos, derrama Dios sobre nosotros la mística fecundidad de
la inocencia. Sólo a la iglesia y a cuantos abriga en su seno y
regazo pertenece la invocación de aquel nombre divino «el único
one nos ha sido dado bajo el cielo, entre los hombres, por el cual
podamos ser salvos»32,
Es obligación del cristiano, hijo de Dios, alabar el santísimo
nombre de su Padre, no sólo con ruido de palabras, sino también,
y sobre todo, con el esplendor de una auténtica vida y conducta
cristiana. Es tristisimo e inexplicable que clamemos con los labios:
«santificado sea tu nombre», cuando no tenemos inconveniente en
mancharlo y afearlo en la realidad práctica de nuestros hechos. Y
no pocas veces semejantes divorcios de palabra y vida son causa
de maldiciones y blasfemias en quienes nos contemplan. Ya en su
tiempo el apóstol Pablo tuvo que protestar enérgicamente: «Por
causa vuestra es blasfemado entre los gentiles el nombre de
Dios»33 [...].
Son muchos los que juzgan de la verdad de la religión y de su
autor por la vida de los cristianos. Según esto, quienes de verdad
profesan la fe y saben conformar sus vidas con ella, ejercen el
mejor de los apostolados, excitando en los demás el deseo afectivo
de glorificar el nombre del Padre celestial. El mismo Cristo nos
mandó explícitamente provocar, con la bondad y el esplendor de
nuestras vidas, las alabanzas y bendiciones de Dios: «Asi ha de
lucir vuestra luz ante los hombres, para que, viendo vuestras
buenas obras, glorifiquen a vuestro Padre, que está en los
cielos»34. Y san Pedro escribe: «Observar entre los gentiles una
conducta ejemplar, a fin de que, en lo mismo por lo que os
afrentan como malhechores, considerando vuestras buenas obras,
glorifiquen a Dios en el día de la visitación»35.
XII. D. BONHOEFFER
(O. c., 177)
·BONHOEFFER/PATER PATER/BONHOEFFER
El nombre paternal de Dios, tal como es revelado en Jesucristo a
los que le siguen, debe ser tenido por santo entre los discípulos;
porque en este nombre se contiene todo el evangelio. ¡No permita
Dios que su santo evangelio sea oscurecido y alterado por una
falsa doctrina o una vida impura! Que se digne manifestar
continuamente su santo nombre a los discípulos, en Jesucristo.
Que conduzca a todos los predicadores a la predicación pura del
evangelio, que nos hace felices. Que se oponga a los seductores y
convierta a los enemigos de su nombre.
XIII. R. GUARDINI
(O. c., 311-328)
·GUARDINI/PATER PATER/GUARDINI
1. El nombre de Dios
Con esto entramos en pleno misterio de la revelación; pues
¿tiene Dios un nombre [...], que no le haya dado el hombre, sino
con el cual él se llame a si mismo? En el segundo relato de la
creación se cuenta cómo Dios creó al hombre y, al sentir éste la
soledad, el Señor le presentó los animales, para que se hiciera
evidente si el hombre podia tener alguna comunidad con ellos36.
Entonces se dice: «El hombre dio nombres a todos los
cuadrúpedos, a todos los pájaros del aire y a todos los animales
del campo; pero para Adán no se encontró ayuda de su
especie»37. El hombre acepta y reconoce la índole peculiar de los
seres vivos, y la expresa en el nombre. Al comprender lo que es el
animal, comprende lo que es él mismo; y que es diferente de todo
animal. Entonces Dios, con la sustancia vital del hombre, crea a la
mujer, de la misma naturaleza que él, y así se desarrolla entre ellos
la comunidad del ser humano en igual rango. Es decir, al nombrar
tiene lugar una visión y una comprensión, pero también una
distinción [...].
Cuando Dios creó al hombre, «le creó a su imagen y
semejanza»38. Con eso se designa el nombre esencial del
hombre: es aquél que es imagen y semejanza de Dios. Y a su vez
también se indica el nombre de Dios: él es modelo, prototipo. Lo
que puede y debe ser el hombre, le está dado; su medida está por
encima de él. Lo que es Dios, lo es por sí mismo: es señor de su
naturaleza.
Así queda establecida la distinción en que se sitúa la base de la
verdad de la existencia. Todo cuanto se pueda decir sobre el
hombre por la experiencia de la vida, por la filosofía y la sabiduría,
es sólo verdadero si entra en esta frase: Dios es prototipo, Señor
por su ser, por ser señor del ser; el hombre es imagen, recibe su
esencia y, por tanto, es señor sólo por gracia. Si esa verdad
básica queda perdida al margen de lo que se afirme sobre el
hombre y sobre Dios, entonces, por más ciencia y sabiduría que
todo esto contenga, resbala a lo innominado y se extienden la
confusión y la deformación.
Y así vemos también cómo precisamente en este punto se apoya
la tentación. Dios ha elevado ante el hombre un signo de su altura:
el árbol, de cuyo fruto no debe comer39. Este árbol expresa que
Dios tiene derecho a dar órdenes y el hombre, por su parte, tiene
la obligación de observarlas. Con eso se decidirá si está o no en
su nombre, en su verdad, esto es, en su igualdad de semejanza a
Dios. Pero el tentador dice: «¿semejanza? ¡Oh, no! Dios sabe
exactamente que sois lo mismo que él; también vosotros sois
prototipos; sólo que no debéis saberlo para que le sigáis
sometidos; ¡rebelaos contra Dios!; entonces os daréis cuenta de
que sois iguales a él... »40. ¿Reconocemos el acento de estas
palabras y esa voluntad tan temiblemente conocida, que hoy se
abre paso en la filosofía y en la literatura, en la prensa y en
política?... Pero los hombres hacen lo que les persuade a hacer
«el embustero original»41; y el fruto es la «muerte»42, con todo el
espanto de su significación.
Entonces empieza la amarga historia del hombre, que ya no
sabe de su nombre, porque ha traicionado a ese Nombre en que
está cimentado el suyo. Y entonces da vueltas preguntando:
¿quién soy yo?, y no recibe respuesta. Pues, ¡hay que ver qué es
todo lo que se le responde! ¡Qué tonterías, qué contradicciones,
qué arrogancia!
YO-SOY/YAHVE: Sin embargo, Dios no deja caer al hombre. Ya
el hecho de que en ese primer terrible tropiezo no quedara
aniquilado fue gracia y comienzo de la redención. Y luego, tras
interminable aguardar en lejanía y tiniebla, llega el tiempo
señalado y Dios llama al hombre. Es el acontecimiento con que
empieza la historia externa de la redención: la vocación de
Moisés43. Este apacentaba sus rebaños en la soledad desértica
del Horeb. En ese silencio [...] tiene Moisés una visión: ve arder
una zarza sin que se queme, y entre las llamas le habla esa
misteriosa figura, que mencionan sólo los primeros libros de la
Escritura: el «ángel del Señor», enviado de Dios, y a la vez—no se
sabe cómo—él mismo. Este le ordena sacar de Egipto al
esclavizado Israel. Moisés se asusta de la tarea, pero acepta la
orden; y para poder presentarse al pueblo, pregunta cómo se
llama el que le habla [...]. Dios dijo entonces a Moisés: «Yo soy el
que soy». Y añadió: «Hablarás así a los hijos de Israel: <yo soy>
me ha enviado a vosotros»44.
Así es, nombrado expresamente por él, el nombre de Dios: «el
yo-soy». Nombre misterioso, intranquilizador; pero que si lo
observamos con exactitud, hace patente lo que acabamos de
considerar.
Ante todo, constituye un rechazo de todo nombre, que pudiera
ser tomado por parte de la tierra. Y también, además convierte en
nombre el modo de ser de Dios: el hecho de que está en su
esencia y su poder por su propio derecho. Esta elevación y poder
no tienen lugar [...] en el ámbito de las ideas, sino [...] con
referencia a Moisés y a la historia sagrada, que empieza entonces.
Dios, pues, se llama «Yahvé»: «el que está aquí y puede». La
Biblia griega traduce ese nombre por Kyrios; la latina por Dominus;
nosotros decimos «el Señor». El nombre de Dios expresa su
esencia: él es el que es en absoluto, pero como tal está aquí y
llama. Precisamente por eso también el hombre es llamado de
modo nuevo. No es un ente natural, sino que está en la historia
desde su comienzo, pues ya ha sido creado en la llamada. Así Dios
es para todo hombre: «el que está aquí»; y le indica su lugar, esto
es, «ante Dios». En ese lugar debe ponerse el hombre, siempre
como de modo nuevo, en constante obediencia del ser creado, y
de ese modo se realiza. Dios es Señor por una plenitud de
poderío, que no requiere ninguna legitimación..Por su lado, el
hombre sólo es legítimo por parte de Dios, en ser como en
derecho. Ese es su nombre, y cae en la confusión cuando lo
abandona. Entonces surge la salvaje criatura, que exige
autonomía y [...] trata de obtenerla a la fuerza, mediante la mentira
violencia, tanto si es el individuo como si es el Estado quien lo
hace. ¿Y no parece algunas veces la historia como la cadena de
fatalidades por donde lleva al hombre su voluntad de ser señor por
sí mismo, mientras que sólo lo es por concesión, porque Dios le ha
puesto el mundo en la mano, debiendo dar cuenta de todo lo que
haga con él?
Moisés es una de las mayores figuras de la historia; sólo la
aversión a la revelación ha hecho que no llegue a serlo así en la
conciencia común. Saca de Egipto al pueblo de Israel. En el Sinaí
le da la ley y constitución que recibe de Dios. Por la familiaridad
que se le concede, ruega después que Dios le manifieste quién es,
para quedar edificado en lo más íntimo. Así se dice: «Entonces
bajó el Señor en la nube. Moisés se puso ante él y gritó el nombre
del Señor. El Señor pasó ante él y gritó: <¡El Señor es Dios de
misericordia y bondad, magnánimo, rico en paciencia y fidelidad!
Conserva la paciencia hasta la milésima generación; perdona
culpa, impiedad y pecado; pero nunca deja nada sin castigar, pues
hasta la tercera y cuarta generación castiga la culpa de los padres
en los hijos y los nietos>»45 [...]. Dios castiga el mal hasta la
tercera y cuarta generación, pero corresponde a la fidelidad con
paciencia hasta la milésima generación. Una vez más se manifiesta
la soberanía de Dios; pero ahora como soberanía de la gracia [... ].
Que Dios sea realmente el Señor de la gracia, a pesar de la
opacidad y crueldad de la existencia, nos lo dice él mismo. En esa
palabra podemos hacer pie y recordarle: ¡Señor, tú has dicho que
es así: muestra tu gracia en nosotros! Y en ese nombre de
Dios—«Señor de la gracia»—se hace aún más evidente el nombre
del hombre: es aquél que vive por la gracia de Dios.
El Génesis empieza con las palabras: «En el principio Dios creó
el cielo y la tierra»46. Otro libro de la Escritura empieza con las
palabras [...]: «En el principio existía la Palabra, y la Palabra
estaba en Dios, y la Palabra era Dios»47. Esta frase habla del
misterio de la interioridad de Dios, y dice que ahí hay vida de
suprema riqueza, conocimiento, amor y fecundidad [...]. De ese
misterio llega hasta nosotros uno. Se hace hombre, y se manifiesta
como el Hijo de Dios. Así, Dios se manifiesta como «el Padre »; tal
como entonces Jesús habla casi siempre del Padre, «Padre suyo y
nuestro»: Padre de una nueva vida, que él nos da, si entramos en
comunidad de fe con Jesús [...].
Así, por tanto, es el nombre de Dios: el que existe en prototipo;
el Señor de sí mismo y del mundo; el Señor de la gracia y Padre de
la nueva vida. Y, por nuestra parte, los hombres tenemos nuestro
nombre en el de Dios: somos los que existen como imagen de
Dios, los que están en su llamada, los que viven de su gracia, los
que son sus hijos e hijas. Esa es nuestra verdad. Expresa que
nuestro nombre está unido al nombre de Dios. Sólo estamos
seguros de nuestra esencia cuando sabemos de él.
Pero miremos a la historia y veamos cómo el hombre contesta a
la pregunta sobre sí mismo en cuanto aparta la vista de Dios. Uno
dice: el hombre es materia diferenciada; el otro: es señor
autónomo de su existencia; otro: es idéntico con lo absoluto; otro:
el hombre es de tal manera, que en cada momento determina su
ser con perfecta libertad; otro: no es sino una función de la
sociedad, un instrumento del Estado... ¿No les da horror de ese
caos? Pero un caos que no resulta análogo a esa confusión
fecunda que reina al principio de toda cuestión nueva, para luego
aclararse paulatinamente por el pensamiento; sino un caos malo,
destructor, que vuelve a establecerse una y otra vez. Quizá incluso
se debe decir que crece constantemente. En todo caso, es mayor
en la edad moderna, con todo el progreso de la ciencia exacta,
que en la edad media, pues ésta no había pensado tan mortíferas
contradicciones sobre el hombre.
Pero ¿por qué hoy el hombre es tan desconocido para sí mismo,
a pesar de todo el progreso? ¡Porque ha perdido en gran medida
la clave de la esencia del hombre! La ley de nuestra verdad dice
que el hombre sólo se conoce desde encima de él, desde Dios,
porque sólo existe por Dios. Tras de toda afirmación falsa sobre el
hombre hay una afirmación falsa sobre Dios. Pero la idea torcida
del hombre ha producido siempre también una relación torcida de
la vida. Ha llevado a que el hombre divinizara o degradara al
hombre, que le mimara o le maltratara [...]. Porque ha perdido el
punto de apoyo, del que pende su esencia: el nombre del Dios
vivo, porque de este modo ha caído en una falta de verdad y de
razón, de la que no le saca ninguna filosofía ni ninguna política.
Así comprendemos que la primera petición del «padrenuestro»
clame a Dios para que su nombre permanezca santificado y a
salvo entre nosotros.
2. La santificación del nombre de Dios
[...] Todavía merece consideración especial el hecho de que,
entre las siete peticiones que abarcan nuestra existencia temporal
y eterna, se ponga en el comienzo la petición de que sea
santificado el nombre de Dios. Esto nos recuerda que nuestra vida
está condicionada hasta lo más profundo por nuestra relación con
Dios. En el mismo sermón de la montaña, donde está también «el
padrenuestro», habla Jesús de la providencia, y dice: «Buscad
antes que nada el reino (de Dios) y su justicia, y todo se os dará
por añadidura»48. De qué es ese «reino», ya nos ocuparemos con
detalle; aquí es importante esa ordenación de que se habla, y que
ha de dar medida y relación a toda búsqueda y afán: ¡antes que
nada el reino de Dios, luego todo lo demás! Y precisamente
porque se busca primero su reino, queda garantizado lo demás.
Esa ordenación aparece también en la estructura del
«padrenuestro». Por eso todos tenemos ocasión de examinarnos
ahí, a ver si la suerte que experimente el nombre sagrado es para
nosotros realmente objeto de la primera y más despierta
preocupación. . . ¿Y nos atrevemos entonces a plantear en serio
esta pregunta? ¿No tenemos que limitarla inmediatamente, de
modo vergonzoso, a ver si aquí experimentamos en absoluto
alguna preocupación auténtica?
Así, pues, el nombre de Dios nos está revelado, y lo podemos
nombrar. Nos indica la situación de nuestra experiencia, pues por
él nos penetramos de nuestra propia esencia. Si nombramos a
Dios como es debido, nos nombramos a nosotros mismos. Por eso
hemos de saber y reconocer una y otra vez, como verdad básica
de toda existencia, que él es prototipo y creador, y nosotros, en
cambio, seres creados; él es el Señor por esencia; nosotros, en
cambio, seres a quienes se llama y que obedecen; él es el Señor
de la bondad; nosotros, en cambio, vivimos por su gracia; él es el
Padre, y nosotros somos, en cambio, en la comunidad de Cristo
hijos e hijas suyos y, por tanto, hermanos entre nosotros. Situarse
con corazón puro en esta ordenación es lo que llama la Escritura el
«temor de Dios», diciendo que es «el hombre entero»49. En
cuanto la realizamos, llegamos a ser realmente nosotros mismos;
en cuanto nos desviamos de ella, corrompemos nuestra esencia y
perdemos nuestro sentido.
Cuando queremos hablar a Dios sabemos, pues, cómo hemos
de nombrarle... Pero [...] ¿cómo me atrevo a dirigir la palabra a
Dios, a llamarle «tú»? ¿No es irreverencia? Más aún, ¿tiene algún
sentido en absoluto semejante modo de hablar? ¿hay alguien que
escuche? Y si hay alguien ahí, ¿es realmente él? Toda invocación
es una llamada y toda llamada entabla relaciones, ¿con quién
entablo relaciones en esa intima apertura indefensa, que se llama
«rezar»? Pensemos en el intranquilizador pasaje de las
Confesiones de san Agustín, cuando ruega a Dios que se le
manifieste para saber a quién llama, pues «podría ser que uno
llamara a otro del que cree, cuando llama en la ignorancia»50. Y,
verdaderamente, aquí ya habría ocasión para temer y observar,
pues ¡a cuántas cosas han llamado los hombres, afirmando que
llamaban a Dios! Pero por habernos dados Jesús la oración, y no
sólo diciendo: «así podéis rezar», sino «así habéis de rezarla, ya
ha respondido a esta pregunta, que puede ser una pregunta del
afán de veracidad, pero también una pregunta de la debilidad o de
la pereza o de la huida. Con eso ha dicho: «Cuando pronuncias
estas palabras estás en la verdad; cuando llamas a este nombre,
llamas al Dios vivo tu Padre; y lo que entonces te atiende es su
amor».
Por tanto, la primera petición dice que Dios conceda que su
nombre sea santificado. Pero ¿qué significa esto? Si preguntamos
a la Escritura en qué consiste la propiedad, que determina todo lo
que pertenece a Dios, lo más intransigentemente suyo, y el aroma
de su proximidad, entonces responde: la santidad.
[...] La santidad de Dios significa, ante todo, que no se puede
unir con él nada que sea común, bajo, vulgar. Más aún, significa
que Dios no es «mundano», sino diverso de todo lo que se llama
mundo, misteriosamente elevado o inabordable. Ningún concepto
le expresa. Ningún poder puede poner la mano sobre él. En cuanto
toca a su criatura, la bruma. La santidad de Dios significa, además,
que en él no hay nada mal, ninguna mentira, ninguna injusticia,
ninguna violencia, ninguna impureza, sino que Dios es bueno. Pero
el bien no es una ley, que esté por encima de él y a la cual él le dé
satisfacción del modo más pleno, sino que es él mismo. Quien
habla del bien habla de él. Por eso el Señor replicó al muchacho
que le quería honrar: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es
bueno, sino sólo Dios»52. Esa bondad no es en él solamente
intención, sino realidad; no sólo pretender y esforzarse, sino ver.
Bondad y realidad son en él una sola cosa, y de esa unidad surge
un fulgor: es la santidad.
Recordemos las palabras en el sanctus de la misa: «santo, santo
santo, Señor Dios de los ejércitos». Proceden de la visión, por la
cual fue llamado el profeta Isaías: allí aparece «el Señor, sentado
en un alto y sublime trono, y las orlas (de su manto) llenan el
templo»; le rodean serafines, seres poderosos; cada cual,
misteriosamente, con seis alas; estremecidos con el escalofrío de
su altura, ocultan su rostro y proclaman la santidad de Dios: «la
tierra entera está llena de su gloria»; el estremecimiento alcanza a
la piedra y al edificio, y «tiemblan los cimientos del umbral del
templo»; sobre el profeta cae el espanto del hombre culpable ante
la presencia del Dios santo: «Entonces dije: ¡ay de mi, estoy
perdido!, pues soy un hombre con labios impuros y vivo entre un
pueblo de labios impuros; porque mis ojos han visto al Rey, al
Señor de los ejércitos»53. ¡Qué imagen! Resplandece la santidad
en que se identifican bondad y realidad, intención y poder. Ese
resplandor es la gloria de Dios, terrible para el ser que se sabe
culpable.
La primera petición ruega a Dios que su santidad sea
conservada con honor. Pero hemos de ser exactos, pues dice aún
más: que el nombre de Dios, esto es, él mismo, sea «santificado».
Para entenderlo, debemos partir de lo que forma en general el
cimiento de nuestra fe.
¿Cuál había de ser la consecuencia propia de la santidad de
Dios, que es soberanía? Pues que permaneciera en esa «luz
inaccesible», a la cual, como dice san Pablo, «nadie tiene
acceso»54. Y, sin embargo, la realidad es que Dios ha venido a
nosotros, en virtud de una decisión, que escapa a nuestro juicio
[...]. No sólo Dios está «en todas partes» y, por tanto, también
entre nosotros; no sólo existe «siempre» y, por tanto, también en
nuestro tiempo. Eso sólo no seria aquello por lo que da gracias
nuestra fe con tal asombro y, a la vez, con tan hondo acuerdo.
Pues si decimos sólo: «Dios está aquí», entonces su
sobreespacialidad trasciende inmediatamente sobre ese «aquí» y
se escapa a lo desconocido. Y, asimismo, cuando decimos: «está
ahora entre nosotros», ese «ahora» se deshace ante su majestad,
y en su eternidad se nos escapa a nosotros, seres sujetos al
tiempo. Pero Dios hace algo más que eso, algo misteriosamente
diferente: atraviesa, si así puede decirse, la frontera que nos
separa de él y está aquí «entre nosotros». Comunica su existencia
y «habita entre nosotros». La entera historia del pueblo elegido
gira en torno de ese hecho inaudito: que Dios está en su centro y
habita en medio de él, y le guía, y lucha en sus batallas. Esto se
expresa en el sagrado tabernáculo y luego en el templo, pues eran
morada de Dios en un sentido expreso.
Si esto se toma en serio, en seguida surge la pregunta: ¿cómo
puede soportar un pueblo la conciencia de que el Dios vivo habite
en medio de él, casi diríamos «corporalmente»? ¿No acechan ahí
dos grandes peligros: uno, que no aguante más esa terrible
presencia y se vaya a la irresponsabilidad del paganismo; otro,
que intente poner mano en ese misterio y abusar de él en forma de
magia? En ambos sentidos se deshonraría a Dios; y la Escritura
dice que, en efecto, ha ocurrido así. Por eso tal presencia se
rodea de una protección, que es la ley. Los libros Exodo, Números,
Levítico y Deuteronomio muestran cómo al principio la
manifestación, que Dios hace de su propia voluntad, proclama el
núcleo de la ley; luego los jefes y jueces del pueblo siguen
desarrollándola y ordenan prescripción tras prescripción. Se ha
tratado de explicar esa ley desde los puntos de vista más diversos:
politico, sociológico, higiénico. Seguramente mucho de esto
responde a la realidad, pero su base auténtica no está ahí, sino
que todas las prohibiciones y mandatos habían de recordar a los
creyentes, una y otra vez, que Dios habitaba entre ellos. A cada
paso habían de encontrarse una prescripción, que les sacara con
sobresalto del olvido y de la obviedad, haciéndoles pensar en
aquello tan inaudito, que les estaba no sólo concedido, sino
impuesto. La ley había de ser una muralla sagrada en torno de
Dios, que le protegiera a él y a los hombres alrededor de él; cada
una de sus prescripciones, a su vez, había de ser como una puerta
que llevara hacia él.
Asi Dios era santificado por la ley. La palabra «santificado» o
«sagrado», en el lenguaje del antiguo testamento, significa que lo
profano se mantenía lejos de él y de lo suyo; que estaba rodeado
de temor y respeto, pero también que, con eso mismo, quedaba
protegido el hombre del fulgor de lo santo, que le destruiría si se
acercaba demasiado. Pensemos en aquel hecho, que [...] nos
hace sentirnos tan extraños: cuando sacaban el arca de la alianza
de la tierra de los filisteos, al amenazar caerse del carro, uno que
no tenía autoridad para tocarla, quiso sujetarla, y «la ira del Señor
se inflamó» y «le golpeó»55. Así decia la ley al creyente, una y
otra vez: «¡Guardaos, en medio de vosotros vive Dios!». Y no sólo
de ese modo, por decirlo así, repartido e igualado, que es la
omnipresencia, sino en ese sentido especial, de ejercicio de poder,
que empezó en el Sinaí: «¡Practicad el respeto santificador!...».
Pero cuando luego el creyente se echaba atrás con temor ante el
Dios inabordable, entonces percibía su gracia. En la medida en
que realizaba esa distinción se daba cuenta de esa proximidad,
que otorgaba vida. Siempre que se guardaba de usar lo santo, lo
santo le bendecía. Y como el mismo Dios es su nombre, también
era santificado el nombre del Horeb, «Yahvé», que significa «el
que es». Su denominación quedó rodeada de limites cada más
estrechos, hasta que no se pronunció ya en absoluto, apareciendo
perífrasis en su lugar.
En el nuevo testamento desaparece la ley. El nombre de Dios se
profundiza en el del Padre. Pero en la oración, que ha de ser para
los suyos la forma de trato con Dios, Jesús asume esa exigencia
básica de la antigua piedad. Por eso la primera petición exhorta al
cristiano a tener en su corazón la preocupación por el santo
nombre: a que, por su fe y su amor y toda su disposición interior,
santifique el nombre del Padre en él mismo y en su ambiente. Más
aún, la petición dice que el tener tal actitud interior no significa
ninguna obviedad religiosa, que surja de la dispoción del hombre
de buen natural; sino que es gracia. Es la gracia de la piedad, en
absoluto; pues el Señor nos enseña a rezar por ella. Y no
habríamos de ver en la santificación de Dios solamente una
obligación que se nos impone, sino algo muy grande que se nos
confía. Pero aquél que nos lo confía nos da comprensión y fuerza
de ánimo, para satisfacer a su confianza.
Y aquí hemos de penetrar de nuevo más hondamente en las
palabras del Señor, para alcanzar su pleno sentido. Pues no se
dice: «concédenos que seamos capaces de santificar tu nombre»;
sino: «que sea santificado, que se cumpla el misterio de la
santificación». Es decir, en el fondo, el santificar no es un acto del
hombre, sino de Dios mismo. El es el que se santifica en el
hombre. Se manifiesta al hombre como el santo por esencia, y
hace que éste se incline «en el estremecimiento de la adoración».
Ahi se le hace visible: «sólo Dios es Dios, yo he sido creado; sólo
él es santo, yo soy pecador». Esa evidencia sitúa al hombre en la
verdad de su existencia. Es el fundamento de la existencia
redimida. Y el Señor nos enseña a rezar por ello, antes que por
todo lo demás.
Pero ¡qué cotidianamente necesaria es también la ayuda de
Dios, para que su nombre permanezca santificado! Tengamos
presente cómo se habla de él; cómo hablan los filósofos [...], los
poetas y politicos, escritores y palabreros de toda especie. ¿Qué
sentiríamos, si se hablara de una persona a quien amáramos,
como se habla de Dios? Y aun prescindiendo de negaciones y
blasfemias, que se hacen cada vez más desvergonzadas, el
nombre de Dios se ha convertido en una mera sílaba de
acentuación. Si alguien dice algo a otro, éste puede dar por
respuesta: «¡Dios mio!» o «¡por Dios!». ¿No es eso una constante
deshonra?
Dios ha situado todas las cosas en su esencia y en su realidad:
las cosas y las personas. Todo existe solamente porque él lo
mantiene. Si preguntáramos: ¿qué existe?, la primera respuesta
diría: Dios. El existe en absoluto y por si; todo lo que se llama
mundo, sólo por él y ante él. Por eso propiamente él debería
resplandecer a través de todo. Las cosas deberían florecer de él.
En vez de eso, todo está sordo y mudo. ¿Cómo puede ser? ¿No
nos ha invadido alguna vez el asombro de que Dios exista y se
pueda vivir como si no existiera? ¡Qué dura muralla debe ser el
hombre, en toda su mezquindad, que impide a Dios que surja
resplandeciendo!
INCREENCIA/LIBERTAD LBT/INCREDULIDAD: Pero en su
magnanimidad, él ha querido que el hombre sea libre, realmente
libre, es decir, pudiendo hacer lo que quiere, aun contra la sana
voluntad. Dios se ha reservado en si mismo, por decirlo así; ha
dado lugar al hombre, para que pueda decir «si» o «no», con la
confianza del Señor verdaderamente grande, en que el ser puesto
en libertad honrará por su parte al Dios que lo honra de modo tan
alto. Pero el hombre dijo «no»; entonces cayó sobre el mundo tal
oscuridad y penetró en él tal confusión, que el hombre puede vivir,
como si Dios no existiera; y puede inventar filosofías, que ponen
esa negación como base de su sistema; y puede emprender
políticas, que extinguen la fe como condición previa para todo
poder y bienestar... ¡Verdaderamente, es el misterio del mal!
Roguemos a Dios, con gran seriedad, que santifique su nombre
en nosotros y por nosotros, a fin de que ahí surja luz para la fría
mentira, que reina por todas partes. No olvidemos jamás que el
hombre sólo permanece santo y a salvo en la santificación del
nombre de Dios. Siempre que, en el transcurso de la historia, el
nombre de Dios es mal usado u olvidado, se usa mal o se olvida el
nombre del hombre. Una ciencia, salida de sus limites, ve en el
hombre una especie animal más desarrollada; una ciega filosofía
cultural le toma por un ser económico o sociológico; finalmente, ha
venido el totalitarismo y le ha convertido en material, para sus
objetivos de poder. ¡Es muy necesario que pronunciemos esta
petición del «padrenuestro»! [...].
XIV. H. VAN DEN BUSSCHE
(O. c., 67-79)
·BUSSCHE-VAN/PATER PATER/BUSSCHE-VAN
1. El nombre
Para el israelita el nombre designa siempre una función, un
destino; el nombre de un ser no es nunca el resumen de una
definición filosófica, la traducción de una esencia. El oriental,
hombre práctico, no tiene nada de filósofo, y se interesa muy poco
por las esencias de las cosas; por otra parte, pone con frecuencia
en el nombre mucho más de lo que el occidental podría imaginar.
Entre nosotros, por ejemplo, se da tal nombre a un niño por
motivos sentimentales (el abuelo se llamaba así) o simplemente
porque ese nombre suena bien. En el oriente, en cambio, el
nombre tiene un sentido, el valor de bendición para el niño o de
maldición para su enemigo. El nombre le augura un destino
determinado y el oriental cree en la eficacia de este augurio o de
esta maldición. En cierto modo el nombre es decisivo para el
porvenir del individuo. Desde que el hombre puso un nombre a los
animales en el paraíso56, cada uno de ellos—piensa el
israelita—tiene en el mundo creado un papel que cumplir, que
responde a su nombre. Así, por ejemplo, el hombre llamó al caballo
«caballo», no porque era un caballo, sino para que desempeñara
en el mundo el papel de caballo. Esto vale también para los
cambios de nombre de las personas. Esto vale también para los
cambios de Mattanías por el de Sedecias (= Sedeq-Yah: Yahvé es
justo), cuando le instala como rey de Jerusalén por consiguiente,
¡atención!57. La imposición de un nombre se parece mucho a un
«nombramiento». Cuando Simón es llamado Kefa ( piedra),
significa que es constituido Kefa58. El nombre no es, por
consiguiente, un sobrenombre sin valor o un mote; determina el
papel de un hombre en la sociedad.
El nombre de Dios es aquél por el que se revela. Este nombre
expresa lo que es Dios para los que le conocen, para aquellos
«sobre los que su nombre es invocado», es decir, para aquellos
que llevan su nombre. Conocer el nombre de Yahvé es saber lo
que se debe a Yahvé y, por consiguiente, en el fondo es conocerle
como el que da vida a Israel con su presencia protectora. Zacarías
dice que, al fin de los tiempos, «Yahvé será el rey de todo el
universo; en aquel día Yahvé será único, y su nombre únicoi>>59;
es decir, que nadie pensará invocar a otra divinidad. El nombre
expresa, según esto, la significación de Yahvé para los que
invocan su nombre. Además, el nombre propio de Dios expresa su
personalidad íntima, profunda, incognoscible para el hombre [...]:
es inefable. Es trabajo perdido tratar de conocerle, como era una
temeridad por parte de Moisés el pedir a Yahvé que le hiciera ver
su gloria: no puede ver cara a cara la gloria de Yahvé sin morir60,
porque es por la cara por donde se conoce a uno y Dios no revela
nunca el misterio de su personalidad profunda. A la pregunta
indiscreta de Moisés, Yahvé responde: «Yo soy el que soy»61. De
esta manera sustrae en cierto modo el misterio de su ser íntimo a
la curiosidad del hombre, revelándole a la vez lo que es y será
para él. Moisés e Israel deberán contentarse con esta respuesta:
para ellos Yahvé será: «Yo soy». Al darse este nombre, da la
seguridad de que estará con Israel y en su favor. Inmediatamente
después el nombre de Yahvé es para Israel la garantía de su
liberación de Egipto; y para el futuro, la prenda de la protección
permanente de Yahvé [...].
El nombre de Yahvé es, por tanto, el resumen de su acción
salvífica en la historia de Israel. Si el nombre de Yahvé es bueno62
o grande63 o santo64, es porque Yahvé, en su actuación, se ha
mostrado bueno, grande o santo en relación con el pueblo o los
individuos65 [...]. Anunciar el nombre de Yahvé no es sino hacer
conocer su acción salvadora en la historiad [...]. Invocar el nombre
de Yahvé es apelar a su voluntad salvadora. Su nombre es como
el resumen de todo lo que su personalidad obra hacia afuera. Por
esta razón su «nombre grande» se cita juntamente con su «mano
fuerte» y (su) «brazo extendido»67.
2. La santificación de su nombre
SANTIDAD/QUE-ES: El nombre de Yahvé es santo. En su
santidad reside precisamente su más íntima naturaleza. La Biblia
pone en esto la característica de la esencia divina. Sólo Dios es
santo68. Yahvé es el totalmente-distinto, absolutamente superior a
todo lo demás, inaccesible al mundo creado. Su santidad es su
misma divinidad. Cuando jura por su santidad69, jura por sí mismo
(¿por quién sino por sí mismo podría jurar Yahvé?) y, más
exactamente, por su omnipotencia inimaginable. Afirmar que la
santidad de Yahvé es su característica esencial, no es meterse en
problemas metafísicos. El israelita tiene muy buen sentido común,
para saber que su inteligencia es incapaz de encerrar a Dios en
sus conceptos, de expresarle en una definición; se contenta con
hacer suponer lo que es, subrayando el dinamismo ilimitado de su
personalidad: ¿quién podría estar en presencia de Yahvé, el Dios
santo?70. La santidad de Yahvé no es más que su omnipotencia
infinita manifestándose al exterior en la gloria, y por eso la gloria es
la manifestación al exterior en la gloria, y por eso la gloria es la
manifestación propia de la divinidad. Nombre y gloria van juntos:
«Glorifica tu nombre» es una expresión que aparece
constantemente71 y que significa: muéstrate lo que eres, es decir,
santo o divino.
La criatura es santa en la medida en que se sustraiga al mundo
profano y no pertenezca más que a Dios. Los ángeles son los
«santos» de la corte real de Dios, consagrados a su servicio. Israel
debe ser «santo»72, porque Yahvé se lo ha reservado para sí. Por
eso debe observar una serie de prescripciones particulares, por
las que afirma su separación de los pueblos paganos y se
santifica, se reserva para Yahvé. Israel debe considerar al
sacerdote «como santo, porque ofrece el alimento de tu Dios. Será
para ti un ser santo, porque yo soy santo, que os santifico a
vosotros»73. El mobiliario del templo es santo, porque sólo puede
servir para el culto y está sustraído a los usos profanos. En sí
considerado, el concepto de santidad aplicado a una criatura no
implica ningún carácter moral. La santidad es, ante todo, una
noción cultual, litúrgica; significa que una persona o un objeto, por
un conjunto de ritos, es sustraído al uso profano y reservado
exclusivamente al servicio de la divinidad, principalmente en el
culto.
Originariamente la santidad de Yahvé no era más que su
omnipotencia. El Dios de Abrahán (= El-Shaddai) era para el
patriarca el más poderoso de todos los dioses y aún no el Dios
único. Tenía el brazo más fuerte. Incluso en el periodo épico del
Exodo, cuando el monoteísmo aunque todavía no explícito, tomaba
ya un relieve más señalado, Yahvé aún manifestaba su divinidad
principalmente por medio de «su mano fuerte y su brazo
extendido». Sólo posteriormente, cuando el profetismo purificará y
profundizará la idea de Dios, recibirá la omnipotencia de Yahvé un
carácter ético; y es entonces cuando la exigencia de santidad
tomará también para el israelita un aspecto más moral74.
El nombre de Yahvé es santo, porque expresa su santidad o su
divinidad. Su nombre, como su gloria75, es en cierto modo el
aspecto exterior de su santidad; revela al mundo su divinidad. Por
esta razón se citan a veces paralelamente el nombre y la glorua76
[...].
Si el nombre de Dios es santo por definición, ¿cómo puede ser
santificado aún? Santificar es un concepto israelita, capaz de
recibir aplicaciones muy distintas. Santificar significa muchas veces
sustraer una cosa al uso profano, ponerla aparte para el servicio
exclusivo de Dios, por consiguiente, consagrar y también ofrecer.
Por eso cuando Yahvé santifica a Israel, quiere decir que se lo
reserva como su propiedad exclusiva77. Dios puede también ser
santificado, ya sea que él se santifique a sí mismo, ya sea que el
hombre le santifique. Se santifica a sí mismo cuando afirma su
santidad con las distintas manifestaciones de su omnipotencia,
como en la creación o en la conservación del mundo, pero sobre
todo en el establecimiento, protección y «cambio de suerte» de su
pueblo Israel. Yahvé es llamado «el santo de Israel»78, porque,
aunque santo y, por consiguiente, libre frente a todas las cosas,
compromete, sin embargo, su divinidad en la protección de Israel
[...]. Dios santifica su nombre liberando a Israel del destierro79 [...].
Santificar a Dios es alabarle80, es decir, reconocer y celebrar
sus hazañas. Santificar a Dios es también glorificarle, es decir,
reconocer que Yahvé manifestó su gloria en la creación y en la
historia de la salvación. Santificar a Dios es, sobre todo, confiar
exclusivamente en su omnipotencia protectora81, y serle fiel
observando sus mandamientos, las cláusulas de la alianza82; en
una palabra: es «ser totalmente de Yahvé»83 o «ser santo» (esto
es, enteramente a su servicio), «porque Yahvé es santo»84 y ha
santificado a Israel para sí [...].
/Mt/05/48 MORAL-CRA/DERECHO: Las prescripciones rituales
y morales del antiguo testamento se refieren siempre a Yahvé y
exigen que el hombre sea «perfectamente de Yahvé». La moral de
Israel es teocéntrica, y no está basada en la perfección personal.
Esta perspectiva teocéntrica se halla en el nuevo testamento [...]:
«Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto»85. Esto
evidentemente no significa que el hombre deba imitar la perfección
esencial de Dios, pues es imposible: el hombre nunca podrá
alcanzar la perfección de Dios. Más bien quiere resumir la
superioridad de la justicia cristiana en relación a la justicia judía. La
justicia cristiana la perfecciona y la supera86, porque, como
resultado de las antítesis87, es una moral de la intención y, sobre
todo, no se limita a no hacer mal a los demás. Dios es perfecto,
porque hace más (es más misericordioso)88 de lo que exige la
estricta justicia89. La ética de Dios es la de un don sin límites, de
suerte que la moral cristiana comienza donde se para la estricta
justicia. La moral cristiana no puede reducirse al respeto del
derecho, aunque este derecho haya sido temperado. La moral del
derecho es siempre una moral del mínimum una delimitación de la
frontera inferior del comportamiento humano una determinación de
lo prohibido. La moral cristiana, por el contrario es una moral del
máximum, un ideal mejor a realizar sin descanso porque es una
imitación de la misericordia infinita de Dios. Cuanto Dios más se
santifica, cuanto más manifiesta su divinidad en su bondad (que
realiza, por ejemplo, en la historia de la salvación
neotestamentaria), tanto más el hombre debe santificar a Dios con
una moral elevada.
Dios se ha santificado o ha santificado su nombre en el momento
de la venida y, sobre todo, al fin de la vida de su Hijo90, quien se
ha santificado a sí mismo, es decir, se ha entregado por los
hombres91. A la luz de esta acción santificante de Dios, el
discípulo le pide que acabe su obra y que él «pueda ver la
gloria»92 del Padre en el retorno del Hijo. En esta petición se
expresa todo el deseo de la cristiandad primitiva de ver el triunfo
del Señor de gloria. No pide, en primer término, para gozar ella
misma de la manifestación de la gloria, sino para que Dios sea
Dios y reconocido como tal por cada uno de los individuos. «Gloria
a Dios en lo más alto de los cielos», a Dios que muestra su
santidad en la gloria. Y la gloria de Dios incluye la felicidad de los
hombres, objeto de su predilección93, porque Dios manifiesta
justamente su omnipotencia en su excesiva benevolencia hacia los
hombres. La omnipotencia de Dios es omnipotencia de bondad y
de amor hacia los hombres94. «Padre, muestra plenamente el
carácter divino de tu benevolencia, terminando lo que has
comenzado por la revelación de la gloria de tu Hijo». Es evidente,
que en esta petición el discípulo incluye también el deseo de que
el mayor número posible de hombres pueda experimentar y
reconocer, con gratitud, este acto de la salvación divina; y se
obliga a santificar al Padre con palabras y acciones, entregándose
plenamente a él.
XV. S. SABUGAL
(Cf. Abbá..., 180-81-218-20)
·SABUGAL/PATER PATER/SABUGAL
Tras la invocación inicial, la primera petición—en la redacción
mateana y lucana— suplica al Padre por la santificación de su
nombre95. Ese puesto primordial, con respecto a las demás
súplicas, refleja ya su importancia: ¡Nada debe preocupar tanto a
los hijos de Dios, ninguna cosa debe tomar en su vida tan en serio,
como la santificación del Nombre del Padre! Por lo demás, esa
súplica es, a primera vista, del todo extraña: ¿no es, en sí, santo el
nombre de Dios? Lo es, en efecto. Es santo el Dios96, cuyo
nombre es Santo97, tres veces santo98, es decir, santísimo: «el
santo»99. ¿Qué significado envuelve entonces aquella petición?
a) El evangelista Mateo emplea sólo otras dos veces el verbo
«santificar»100, para designar la sacralización del oro por el
templos101 y de la ofrenda por el altar102. No ayuda, pues, este
significado a la comprensión de aquella súplica. Por lo demás, el
empleo de ese verbo por el evangelista Lucas se limita al texto de
esa petición. El contexto lucano del Magnificat103, sin embargo,
puede arrojar alguna luz: María glorifica al Señor... «porque ha
hecho en mí maravillas, santo es su nombre»104. La santidad del
nombre de Dios, en este contexto, está estrechamente relacionada
con «las maravillas», realizadas por él en su «humilde sierva». En
otra palabras: el nombre de Dios se reveló santo, eligiendo a Maria
para ser madre del Mesías, cumpliendo así definitivamente con
Israel la promesa salvifica hecha a «los padres»105.
Que esta interpretación es objetiva, lo muestra la implícita cita
salmista (= Sal 111, 9) del texto lucano: «... santo es su
nombre»106. En este contexto veterotestamentario, en efecto, el
salmista afirma que la santidad del nombre de Dios107 se
manifiesta en «la redención de su pueblo»108 así como en la
«perpetua consolidación de su alianza»109. Se trata,
evidentemente, de la alianza sinaítica, mediante la cual decidió
Yahvé ser el único Dios110 del pueblo, liberado de la opresión
egipciana y elegido como su «propiedad personal entre todos los
pueblos»111. Dios revela, pues, la santidad de su nombre,
salvando a su pueblo y exigiendo la fidelidad al pacto de ser su
único Dios.
b) Una concepción, por lo demás, común a varios autores del
antiguo testamento. Ya el redactor del Levítico precisa que la
observancia de los preceptos de la alianza es imperativo
necesario, para que «sea santificado en medio de los hijos de
Israel» Yahvé, quien «los santifica, sacándolos de la tierra de
Egipto, para ser su Dios»112. Liberando a su pueblo, reveló, pues,
Dios su santidad; y ésta es reconocida, a su vez, por el pueblo
liberado, mediante aquel reconocimiento de su señorío exclusivo,
que se refleja en la práctica de sus preceptos113. Una concepción
afín traduce Isaías ll: evocando los prodigios de la liberación de
Babilonia o «nuevo éxodo»114, el profeta afirma que, viendo esas
«obras de Dios», el pueblo liberado «santificará su nombre...
temerá al Dios de Israel»115; de la redención realizada por «el
santo de Israel»116 surge, pues, la santificación o glorificación de
su nombre por el pueblo redimido, santificación manifestada en
aquel temor del Señor, que implica la observancia de sus
preceptos como prueba de la fidelidad a la alianza o fe en el único
Dios salvador117. En esta misma Iínea de pensamiento se sitúa el
profeta Ezequiel: Yahvé santifica su nombre, profanado por la
idolatría de Israel, liberando a éste de la cautividad babilónica y
re-conduciéndole a «la tierra», para que reconozcan que él es su
único Dios salvador118. Así lo entendió también la teología y
piedad judaica: Dios «santifico su gran nombre en el mundo»,
liberando a Israel de la Esclavitud de Egipto y, tras conducirle
victoriosamente, introduciéndole en la tierra prometida119; es,
pues, normal que la oración judaica bendiga la santidad de Dios y
de su nombre tras mencionar sus prodigios salvificos120,
equiparando la santificaciónn del nombre de Dios con la
glorificaciónn del mismo y relacionando estrechamente asimismo
esa santificación con la venida de su reino: «Glorificado y
santificado sea su gran nombre en el mundo, creado por él según
su voluntad; haga él dominar su reinado...»121. ¡En la realización
del reinado de Dios es precisamente, santificado (= glorificado) su
Nombre! !
Resumiendo la concepción teológica veterotestamentaria y
judaica sobre la santificación del nombre de Dios, podemos decir:
liberando a Israel de la opresión egipciana, primero, y de la
esclavitud babilónica,. después, Dios se reveló a Israel más
potente que los dioses de sus opresores; segregó su nombre de
entre todos ellos realizando obras salvificas que, ante Israel y ante
los pueblos, le revelaron un Dios inigualable entre todos los
dioses, el único Dios salvador; como tal es reconocido y santificado
por el pueblo, mediante la observancia de sus preceptos; y su
nombre será nuevamente santificado con la venida de su reinado.
c) A la luz de este trasfondo veterotestamentario y judaico
podemos acercanos a la comprensión del significado de la primera
petición: «santificado sea tu nombre». La forma verbal «santificado
sea» es, sin duda, un sustituto semítico del nombre de Dios, un
«pasivo teológico». La súplica pide, pues, al Padre que santifique
su nombre en quien(es) le ruega(n). Y ¿quién sino él puede
hacerlo? Esa santificación, en efecto, tiene lugar, ante todo,
liberando al «nuevo Israel» de los discípulos de Jesús, para
re-establecer en ellos su reinado. Una gesta salvifica que,
superando la capacidad del hombre, está reservada
exclusivamente al poder de Dios. Pues se trata de la liberación
escatalógica, prefigurada por la realizada a raíz del éxodo de
Egipto y del «nuevo éxodo» de Babilonia: la liberación, mediante el
Espíritu de Dios, de la esclavitud del «enemigo» del reino122, es
decir, del diablo123, quien sigue sembrando en el campo del
mundo la cizaña de «los hijos del maligno»124, tiene aún poder en
«este mundo»125 y atenaza a los hombres126 bajo la esclavitud
del pecado127. Los discipulos de Jesús, adoctrinados por el
Maestro, saben bien todo esto. Por eso inician su oración al Padre
suplicándole: «¡Santifica tu nombre, librándonos de la opresión del
verdadero faraón, de la esclavitud del verdadero tirano, para que
reconozcamos en ti al único Dios, que libera y salva!». En esa
liberación divina, que condiciona la venida del reinado de Dios, es,
pues, santificado (= glorificado) el nombre del Padre, en los hijos
que le invocan128.
No es ése, sin embargo, el único ni el principal significado de la
primera súplica del Padrenuestro. En las dos redacciones
evangélicas, ésta sigue inmediatamente a la invocación inicial:
«Padre» (Lc), «Padre nuestro que estás en los cielos» (Mt).
Aquélla está, pues, intimamente relacionada con ésta. Lo que
significa: el Nombre, por cuya santificación suplican los hijos
invocantes, no es el de Dios en general sino, más bien, un Nombre
muy concreto, el por ellos invocado: «¡Padre!». El primordial ruego
al Padre, para que él santifique su Nombre paterno, significa
entonces, con toda probabilidad, esto: que él devenga más
intensamente Padre de sus hijos, acrecentando en ellos el ya
otorgado don de su filiación divina; o también: que quienes le
suplican devengan más intensamente hijos suyos o participen con
siempre mayor medida de su naturaleza divina, amando más
perfectamente a sus enemigos como el Padre ama a los suyos,
para poder invocarle con siempre mayor propiedad: «¡Padre
nuestro!». Asi es santificado el Nombre del Padre invocado en los
hijos que le invocan.
No sólo en ellos. Al nivel de la redacción mateana, la
comparación: «como en el cielo, también sobre la tierra» se refiere
probablemente a las tres primeras súplicas129. En la primera de
ellas suplican los hijos, por tanto, la glorificación del nombre del
Padre «sobre la tierra», como lo hacen los ángeles y los santos
«en el cielo»130. Ahora bien, éstos le glorifican, pregonando la
santidad suprema de Dios131, manifestada en su fidelidad132 o
amor. Un amor, precisa Jesús, no sólo para con los «buenos» y
«justos» sino también para con los «malos» e «injustos»133. Con
las «buenas obras» de ese amor, precisamente, deben los hijos de
Dios iluminar al mundo, para que, viéndolas, «los hombres (¡todos
los hombres!) glorifiquen a su Padre celeste»134, reconociendo en
él al Padre «bueno con los ingratos y perversos»135, al Padre que
ama a los pecadores y se alegra entrañablemente por su
conversión136. ¡Nada glorifica tanto al Nombre del Padre como las
obras de sus hijos, que manifiestan al mundo entenebrecido por el
pecado la luz de su misericordioso amor paterno! Pues es éste el
único amor, que hace «retornar» al «hijo pródigo» a la «casa»
paterna: ¡El único amor que convierte al pecador y lo conduce o
devuelve a la Iglesia!
SANTOS
SABUGAL
EL PADRENUESTRO EN LA INTERPRETACIÓN
CATEQUÉTICA ANTIGUA Y MODERNA
SIGUEME. SALAMANCA 1997 Págs. 101-130
........................
1. Cf. EX 3, 1314.
2. Jn 5, 43.
3. Jn 12, 28.
4. Jn 17, 6.
5. Is 6, 3; Ap 4, 8.
6. Lv 19, 2.
7. 1 Co 6, 9-11.
8. Ex 3, 14.
9. Ex 20 7.
10. Dt 32, 2.
11. Sal 44, 18.
12. Sal 33.4.
13. Sal 29, 3.
14. Rom 2, 24; cf. 1s 52, 5.
15. Sal 34, 16.
16. Sal 55, 10.
17. Sal 59, 13.
18. Is 52, 5 = Rom 2, 24.
19. Mt 5, 16.
20. Lv 19, 2.
21. Mt 5, 16.
22. Mt 5, 16.
23. Is 6, 3.
24. Sal 75, 2.
25. La santa explica, pues, esta petición junto con la siguiente.
26. Sal 110, 9.
27. Sal 83. 5; cf. Ap 4, 8.
28. Ef 5, 26.
29. Mt 28, 19.
30. Cf. Mt 12, 43-45 = Lc 11, 24-26.
31. Sant 1, 17.
32. Hech 4, 12.
33. Rom 2, 24.
34. Mt 5, 16.
35. 1 Pe 2, 12.
36. Cf. Gén 2. 7.18-19.
37. Gén 2, 20.
38. Gn 1, 26.
39. Gn 2, 16-17.
40. Cf. Gn 3, 1-5.
41. Jn 8, 44.
42. Rom 6, 23a; cf. Gn 2, 17.
43. Cf. Ex 3, 1-4, 17.
44. /Ex/03/13-14.
45. Ex 34, 5-7.
46. Gn 1, 1.
47. Jn 1, 1-2.
48. Mt 6, 33.
49. Ecl 12, 13.
50. San Agustín, Conf. 17, 1.
51. Mt 6, 9a = Lc 11, 2a.
52. Mc 10, 18.
53. Is 6. 1-5.
54. 1 Tm 6, 16.
55. 1 Cro 11, 10.
56. Gn 2, 19-20.
57. 2 Re 24, 17.
58. Jn 1, 47.
59. Zac 14, 9.
60. Ex 33, 18-23.
61. Ex 3, 14.
62. Sal 52, 11; 54, 8.
63. 2 Cro 6, 32.
64. Sal 103, 1-2.
65. Cf. Sal 111, 9; Lc 1, 49.
66. Cf. ls 12,4.
67. 2 Cro 6, 32.
68. Cf. Ap 15, 4.
69. Am 4, 2.
70. 1 Sam 6, 20; cf. Sal 99, 3.5.9; 11, 9.
71. Cf. por ejemplo Dan 3, 43; Jn 12, 28.
72. Lev 19.
73. Lev 21, 8.74. Cf. Is 5, 16.
75. Is 6,3.
76 Cf. Is 59, 19; 30, 2.
77 Santificar = consagrar; Ex 31, 13; Lev 20, 8, etc.
78. Is 10, 17; Jer 15, 5, etc.
79. Ex 20, 41; 36, 23-24; Is 12, 6.
80. Lc 1, 46.
81. Cf. Núm 20, 12; Dt 32, 52; Is 29, 33.
82. Lev 22, 31-32.
83, Dt 18, 13.
84. Lev 19, 2.
84. Lev 19, 2.
85. Mt 5, 48.
86. Mt 5, 17.20.
87. Mt 5, 21-42.
88. Lc 6, 36.
89. Mt 5, 45-47.
90. Jn 12, 28; 13, 31; 17, 1.4.6.
91. Jn 17, 19.
92. Jn 17, 29.
93. Lc 2, 14.
94. Tit 3, 4.
95. Mt 6, 2c = Lc 11, 2b.
96. Lev 22, 32; Am 4, 2; Is 5, 16; Ez 39, 25; Sal 111, 9.
97. Lev 11, 44; 19, 2; Am 2, 7; ICrón 16, 10.35; Sal 33, 21; 103, 1.
98. Is 5, 16.
99. Os 11, 9; Hab 3, 3; cf. Is 1, 4; 5, 24; 17, 7; 41, 14; Sal 71, 22.
100. Mt 23, 17-19.
101. Mt 23, 17.
102. Mt 23, 19.
103. Lc 1, 46-55.
104. Lc 1, 49.
105. Lc 1, 26-38.43.54-55.
106. Lc 1, 49b = Sal 111, 9.
107. Sal 111, 9c.
108. Sal 111, 9a.
109. Sal 111, 9b.
110. Cf. Ex 20, 2-3 = Dt 5, 6-7.
111. Ex 19, 5; cf. Dt 10, 15.
112. Lev 22, 31-33.
113. Cf. Lev 11, 45.
114. Cf. Is 29, 18-21 = 35, 5-6.
115. Is 29, 23; cf. también ICrón 16, 35; Sal 33, 20- 22.
116. Is 41 14; cf. Jer 51, 5; Sal 71, 22 s, etc.
117. Cf. Dt 6, 2.4.12-13; Is 17, 7-8.
118. Ez 36, 22-23; 38, 16.23; 39, 25-28; 20, 41; 28, 25.
11l9. Sifré Dt, 30b.
120. Oración. Shemoné Esré, 2-3.
121. Oración. Qaddish.
122. Cf. Mt 12, 28 = Lc 11, 20.
123. Cf. Mt 13, 25.39.
124. Mt 13, 25. 38b-39a.
125. Cf. Lc 4, 6 = Mt 4. 8b-9a.
126. Cf. Lc 13, 16.
127. Cf. Jn 8, 31-36.
128. «En nosotros», precisan los comentarios de Tertuliano, san Cipriano, san
Cirilo Jer., san Ambro- sio y San Agustín. La variante lucana ef'hemas
(=D): <<Sobre (=en) nosotros» (cf. C. H. Chase, o. c., 35) no refleja
necesariamente la adaptación del padrenuestro al rito bautismal, en
ocasión del cual era invocado sobre los catecúmenos «el hermoso
nombre» (Sant 2, 7; Hermas, Vis. VIII 1.6; IX 14), pues no se trata del
nombre de Dios sino del «Señor Jesús»: cf. Hech 2, 38; 10, 48; 22, 16.
Así contra: F. H. Chase, o. c., 35 s; A. R. Leaney, The Gospel according
to St. Luke, London 2, 1966, 64. Los mencionados comentarios
patrísticos silencien cualquiera interpretación bautismal, mostrando más
bien que aquella variante se debe a una nota marginal (introducida luego
en el texto), con la que el escriba interpretó el significado de la petición:
«la santificación del nombre de Dios» no en él (¡pues es santísimo!) sino
en nosotros.
129. Cf. supra, 31s. Así también Orígenes (cf. infra) y el Catecismo romano: cf.
supra.
130. Es también la interpretación de Tertuliano y del Catecismo romano: cf.
supra.
131. Cf. Is 6, 2-3 (=Ap 4, 8).
132. Cf. Is 5, 16.
133. Cf. Mt 5, 45.
134. Mt 5, 14.16 (cf. supra). En esta línea se sitúa la interpretación de Teodoro
M., san Juan Crisós- tomo y el Catecismo romano: cf. supra.
135. Lc 6, 35b.
136. Cf. Lc 15, 11-32.