SANTIFICADO SEA TU NOMBRE


¡Padre, santificado sea tu Nombre! 
En el Evangelio de Lucas el Padrenuestro se abre con la exclamación en forma de 
invocación y de deseo: "¡Padre, santificado sea tu Nombre!". Es el primer deseo que brota 
agradecido del corazón de quien se sabe hijo de Dios. El deseo de que Dios sea reconocido 
como grande y glorioso es el grito de quien, en su nada, se siente agraciado con el don de 
la filiación divina. Que Dios Padre sea glorificado es el íntimo anhelo del cristiano, renacido 
como niño pequeño de las entrañas misericordiosas de Dios: "¡Él es mi Dios y yo lo 
ensalzaré!". O simplemente: ¡Es mi Padre! "¡Santificado sea tu Nombre!". Este deseo es el 
alma de toda la oración. 

Después de habernos puesto en presencia de Dios nuestro Padre, el Espíritu filial hace 
surgir de nuestros corazones siete peticiones... Las primeras nos atraen hacia la Gloria 
del Padre, nos llevan lacia Él: tu Nombre, tu Reino, tu voluntad. Lo propio del amor es 
pensar primeramente en Aquel que amamos. CEC 2803

"Cuando oréis, no seáis como los paganos, que creen que serán oídos por sus muchas 
palabras" (Mt 6,7). La súplica filial deja todo en manos del Padre: "Abba, Padre, todo te es 
posible" (Mc 14,36). "Padre, santificado sea tu nombre". Este deseo de la glorificación de 
Dios brota del corazón casi sin palabras; ni siquiera lo pide propiamente, sino que se limita 
a dejar salir por los labios el deseo escondido en el alma. 

Entre las palabras de la revelación hay una, singular, que es la revelación de su Nombre. 
Dios confía su Nombre a los que creen en Él; se revela a ellos en su misterio personal. El don 
del Nombre pertenece al orden de la confidencia y la intimidad. "El nombre del Señor es 
santo". Por eso el hombre no puede usar mal de él. Lo debe guardar en un silencio de 
adoración amorosa (Za 2,17). No lo empleará en sus propias palabras, sino para bendecirlo, 
alabarlo y glorificarlo (Sal 29,2; 96,2; 113,1-2). CEC 2143 

El que ha conocido a Dios, sobre quien ha sido invocado su nombre, y que no ha sido 
defraudado al confiar en su nombre, en todas sus actuaciones, exclama: "No a nosotros, 
Yahveh, sino a tu nombre sea dada la gloria" (Sal 115,1). La "gloria" o el "nombre" de Dios 
no son más que la manifestación de Dios: "Desde el Occidente se verá su nombre, y su 
gloria desde Levante" (Is 59,19). La santificación del nombre es la santificación de Dios: "En 
el último día Dios será único y único su nombre" (Za 14,9). 
"Santificar" equivale a "engrandecer", como hace María en el Magnificat: "Mi alma 
engrandece—exalta, ensalza—al Señor" (Lc 1,46). Otro verbo equivalente es "glorificar", 
como pide Jesús: "Padre, glorifica tu Nombre" (/Jn/12/28). Es la exclamación de Jesús, 
deseando que el Padre haga manifiesto su poder. Lo que pedimos, pues, es que se haga 
patente la santidad de Dios, su gloria y grandeza. Que Dios sea Dios. Dios mismo ha de 
santificar su nombre, manifestarse como santo, revelar su gloria, haciéndola resplandecer 
en el mundo, según lo anunciado por el profeta: "Yo santificaré mi gran nombre" (Ez 
36,23).
La santidad de Dios no es más que su omnipotencia manifestada al exterior en la gloria 
y, por eso, la gloria es la manifestación propia de la divinidad. Nombre y gloria van juntos (Is 
59,19; 30,2). "Glorifica tu nombre" es una expresión que aparece en la Escritura 
constantemente (Da 3,43;Jn 12,28) y que significa: muéstrate como eres, es decir, santo. 
Su nombre, como su gloria (Is 6,3), es, en cierto modo, el aspecto exterior de su santidad: 
revela al mundo su divinidad. Santificar a Dios es alabarlo (Lc 1,46), reconocer y celebrar 
sus prodigios. Santificar a Dios es glorificarle por sus obras. 
Esta es la oración de Jesús: "Padre, glorifica tu nombre", que se puede completar con la 
otra: `'Padre, glorifica a tu Hijo" La gloria de Dios es el hombre vivo. María, experimentando 
en ella la actuación del Padre, proclama: "Porque ha hecho en mí cosas grandes, ¡santo es 
su nombre!" (Lc 1,49). La santidad del nombre de Dios se ha manifestado precisamente en 
esas "cosas grandes" hechas con la "esclava del Señor". En María, el Padre de Jesús 
"santifica su nombre", haciéndola madre de su Hijo. En ella se ha cumplido plenamente lo 
que ya hacia al salmista: "Ha enviado la redención a su pueblo, ha fijado para siempre su 
alianza, santo es su nombre" (Sal 111, 9; 99,1-3). Nosotros no podemos santificar el 
Nombre de Dios sino dejándolo entrar en nuestra vida con su acción santificante: "Padre, 
glorifica a tu Hijo, para que el Hijo te glorifique a ti". 
Las dos primeras peticiones: "Santificado sea tu nombre, venga tu reino" enlazan con la 
oración judía (el Qaddish) con que concluía la liturgia sinagogal, seguramente familiar a 
Jesús desde su infancia: "Glorificado y santificado sea su gran nombre en el mundo, creado 
por Él según su voluntad; y haga Él dominar su reinado en nuestra vida, en nuestros días, 
en la vida de toda la estirpe de Israel, ahora y siempre". 
Máximo el Confesor comprende la secuencia "Padre", "Nombre" y "Reino" como un 
movimiento trinitario: El Padre santifica su Nombre en la glorificación del Hijo y hace que 
llegue el Reino efundiendo el Espíritu Santo en nuestros corazones. 
Dios ha santificado su nombre en el momento de la venida y, sobre todo, al fin de la vida 
de su Hijo (Jn 12,28; 13,31; 17,1.4.6), quien se ha santificado a sí mismo, es decir, se ha 
entregado por los hombres (Jn 17,19). En esta petición del Padrenuestro se expresa todo el 
deseo de la cristiandad primitiva de ver el triunfo del Señor de la gloria: que Dios sea Dios y 
reconocido como Dios por todos. 
"Gloria a Dios en lo más alto de los cielos", a Dios que muestra su santidad en la gloria. Y 
la gloria de Dios incluye la fidelidad de los hombres, objeto de su predilección (Lc 2,14). Es 
lo que suplicamos al Padre: que "santifique su nombre" en nosotros, redimiéndonos de la 
esclavitud del pecado (Lc 4,18; 1,77) y liberándonos de la tiranía del diablo (Lc 13,16; Hch 
10,38), y cantaremos también nosotros con el salmista: "Yo no confío en mi arco, ni mi 
espada me da la victoria; tú nos das la victoria sobre el enemigo. En Dios todo el día nos 
gloriamos, celebrando su nombre si cesar" (Sal 44,7-9). El nombre de Dios es santificado 
en la liturgia celeste (Ap 15,4) como lo es también en las asambleas litúrgicas de las 
comunidades cristianas (Hb 13,15). 
Cuando llegue a su consumación el Reino de Dios, se le aclamará con la plena 
santificación de su nombre: "Santo, santo, santo, Señor; Dios todopoderoso, el que era, el 
que es y el que viene" (Ap 4,8). Todos entonces se arrojarán a los pies del Rey de reyes y 
dirán: "Te damos gracias, Señor todopoderoso, el que es y el que era, porque has 
recobrado tu gran poder y has comenzado a reinar" (Ap 11,7). Pero ya, mientras 
peregrinamos por la tierra, deseamos la glorificación de su nombre: "Los que no tenemos 
aquí ciudad permanente, sino que andamos buscando la del futuro, ofrezcamos sin cesar a 
Dios, por medio de Jesús, un sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de los labios que 
celebran su nombre" (Hb 13, 14-15). 
Pidiendo la santificación del nombre del Padre,—dice san Agustín a los competentes—, 
no pides que sea santificado en sí el nombre de quien es ya y siempre santo, sino que sea 
santificado en ti, pues es el nombre de Dios el que nos santifica. Lo que deseamos y 
pedimos es que en nosotros sea santificado su santo nombre mediante la perseverancia en 
el don recibido de la santificación bautismal y, a la vez, que sea venerado como santo por 
todos los hombres, siendo Dios conocido por todos ellos como lo más santo: 

¿Por qué pedir la santificación del nombre de Dios? ¿No es santo ya? Y si lo es ¿por qué 
pedirlo? ¿No parece además que pidiendo la santificación del nombre ruegas a Dios por Dios 
y no por ti? ¿Qué pides en efecto? Que lo santo en si sea santificado en ti. ¿Qué significa 
santificado sea? Que sea tenido por santo. Luego ya ves que, al desearlo, deseas un bien que 
te afecta. ¿Cuándo se santifica el nombre de Dios en nosotros sino cuando nos hace santos? 
No hemos sido santos, y por este santo nombre nos santificamos. No rogamos, pues, por Dios, 
sino que rogamos por nosotros, para que en nosotros sea santificado su santo nombre. 


Dios tiene nombre 
D/NOMBRE: Cuando pedimos: "Santificado sea tu nombre", pedimos que sea santificado 
el nombre que acabamos de darle en la invocación inicial: Padre nuestro que estás en los 
cielos. La oración nos sitúa ante el Dios que tiene un Nombre. Es un Dios personal, un 
"Tú", con quien nos comunicamos. Es el Dios de la Alianza, el Dios que se acerca al 
hombre para crear la comunión, atándose al hombre con lazos de amor. 
Nombrar algo significa, en alguna manera, tomar posesión de ello, darle un destino. Dios 
llama a un pastor y le da el nombre de Abraham, con lo que queda constituido en "padre de 
multitudes". Imponer un nombre a alguien es como darle un nombramiento. "Dame, te lo 
suplico, a conocer tu nombre" (Gén 32,30), ruega insistentemente Jacob, en la lucha 
nocturna con Dios, a orillas del Yabboq. "Dime tu nombre". Dios, el inasible, se resiste a dar 
a conocer su nombre. Pero en la revelación de la zarza ardiente Dios dará a conocer su 
nombre: Yahveh. 
Entre los muchos nombres que Dios recibe en la Escritura, existe uno privilegiado: es el 
nombre de Yahveh. "Este es para siempre mi nombre". Yahveh: "Yo soy el que seré". El 
Dios de la alianza es el Dios que se define por la fidelidad: "Conoceréis que yo soy 
Yahveh". Conoceréis mi nombre en los acontecimientos de la historia. Tras la larga historia 
de salvación de Israel, san Juan podrá darnos el resumen: "El que es, el que era, el que 
viene". Dios es el que irrumpe en la vida de los hombres con sus venidas constantes, 
siempre iguales y siempre nuevas: siempre salvadoras. La Escritura no es más que esa 
historia de salvación: Yahveh nuestro Dios, nos sacó de Egipto, nos hizo pasar el mar Rojo, 
nos llevó al Sinaí, nos condujo hasta la tierra prometida, vivió entre nosotros, nos castigó 
por nuestros pecados con el exilio a Babilonia, de donde nos rescató, devolviéndonos a 
nuestra tierra. La fe de Israel en Yahveh se confiesa mediante verbos de acción y no con 
sustantivos o adjetivos superlativos. El nombre de Dios es un nombre con una larga 
historia. Se da a conocer en los hechos de la vida. Conocen a Dios "aquellos sobre los 
cuales su nombre es invocado". O como proclama el salmista: "En ti confíen los que 
conocen tu nombre" (Sal 9,11). "La esperanza está en el nombre—señala san Bernardo—, 
y el objeto de la esperanza en el rostro". 
Israel sabe, pues, que su Dios tiene un nombre propio, con el que puede y quiere ser 
invocado: "Así dirás a los israelitas: Yahveh, el Dios de vuestros padres, el Dios de 
Abraham, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob, me ha enviado a vosotros. Este es mi Nombre 
para siempre, por él seré invocado de generación en generación" (/Ex/03/15). Yahveh es 
celoso de su Nombre (Ex 34,14). No permitirá que Israel invoque el nombre de otros dioses: 
"ni se oiga en vuestra boca" (Ex 23,13)1. 
Dios ha usado gracia con Israel revelándole su Nombre antes de mandar a Moisés a 
salvar a su pueblo de la esclavitud de Egipto (Ex 3,13-15). Con este Nombre Moisés podrá 
presentarse ante el Faraón y ante los israelitas. Le acompaña el cayado, la fuerza 
prodigiosa de Dios. "¿No soy yo Yahveh? Así, pues, vete, que yo estaré contigo?" (Ex 
4,11-12): 

Por tanto, di a los hijos de Israel: Yo soy Yahveh: Yo os libertaré de los duros trabajos de los 
egipcios, os liberaré de su esclavitud y os salvaré con brazo tenso y castigos grandes. Yo os 
haré mi pueblo y seré vuestro Dios; y sabréis que yo soy Yahveh vuestro Dios, que os sacaré 
de la esclavitud de Egipto y os introduciré en la tierra que he jurado dar a Abraham, a Isaac y a 
Jacob, y os la daré en herencia. Yo, Yahveh (Ex 6,6-8). 

Luego, en la renovación de la alianza, Dios revelará un nuevo aspecto de su Nombre, al 
dar a Moisés las nuevas tablas de la ley. Dios, al pronunciar su Nombre, se revela a sí 
mismo, mostrando su gloria, según la súplica de Moíses: "Déjame ver, por favor, tu gloria" 
(Ex 33,18). La gloria de Dios es el esplendor de su presencia (Ex 24,16), que en la plenitud 
de los tiempos brillará plenamente en el rostro de Cristo (Jn 1,14, 11,40; 2 Cor 4,4.6). Ver a 
Dios es participar de su gloria. Sólo Cristo ha visto así, cara a cara, a Dios y, al final de los 
tiempos, en la bienaventuranza del cielo, lo verán los discípulos de Cristo (Mt 5,8; 1Cor 
13,12). Moisés sólo consigue ver las espaldas de Dios: 

Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad y pronunciaré mi nombre de Yahveh delante de ti; 
pues hago gracia a quien hago gracia y tengo misericordia con quien tengo misericordia. Pero 
mi rostro no podrás verlo; porque no puede verme el hombre y seguir viviendo. Mira, hay un 
lugar junto a mí; tú te colocarás sobre la peña. Y al pasar mi gloria, te pondré en una hendidura 
de la peña y te cubriré con mi mano hasta que yo haya pasado. Luego apartaré mi mano, para 
que veas mis espaldas; pero mi rostro no se puede ver (Ex 33,19-23). 

Con las dos tablas nuevas, iguales a las primeras, Moisés sube al monte, para que Dios 
escriba en ellas las palabras que había en las primeras, que Moisés rompió. En el monte 
Moisés invocó el nombre de Yahveh. Y Yahveh pasó por delante de él, no dejándose ver, 
pero sí dejando oír su nombre: "Yahveh, Yahveh, Dios misericordioso y clemente, tardo a la 
cólera y rico en amor y fidelidad, que mantiene su amor por millares, que perdona la 
iniquidad, la rebeldía y el pecado, pero no los deja impunes" (Ex 34,1-7). 
El nombre de Yahveh expresa y hace presente la misericordia, la clemencia, el amor y la 
fidelidad de Dios. Moisés, pues, le suplicará: "Si en verdad he hallado gracia a tus ojos, oh 
Señor, dígnate venir en medio de nosotros, aunque sea un pueblo de dura cerviz; perdona 
nuestra iniquidad y nuestro pecado, y recíbenos por heredad tuya". Dios acoge la súplica 
de Moisés y renueva la alianza; acepta cobijar a su pueblo bajo sus alas, cubrirlo con la 
nube de su presencia, salvarlo con el poder de su Nombre (Cfr. Ex 34,8ss). 

A su pueblo Israel Dios se reveló, dándole a conocer su Nombre. El nombre expresa la 
esencia, la intimidad de la persona y el sentido de su vida. Dios tiene un nombre. No es una 
fuerza anónima. Comunicar su Nombre es darse a conocer a los otros. Es, en cierta manera, 
comunicarse a sí mismo, haciéndose accesible, capaz de ser más íntimamente conocido y de 
ser invocado personalmente. [CEC 203] 

Jesús, presentándose como Hijo de Dios, revela que el nombre que expresa más 
profundamente el ser de Dios es el de Padre (Jn 17,6.26). Dios es Padre: Jesús es su Hijo 
(Mt 11,25ss), pero su paternidad se extiende a todos los que creen en su Hijo (Jn 20,17). 
Así Jesucristo, revelación plena de Dios, nos ha dado a conocer el santo Nombre de Dios y 
nos ha invitado a dirigirnos a Él, llamándole por su nombre: Padre (Mc 14,36; Rm 8,15; Gá 
4,6). El respeto del nombre de Dios no se opone a la invocación de Dios. El temor 
exagerado puede llevar a ver a Dios distante, inaccesible, indiferente al hombre. En 
Jesucristo, Dios se manifiesta cercano, como Padre. Jesucristo nos impulsa a la osadía de 
invocarle con la misma ternura y confianza de un niño pequeño en relación con su padre. 
EMMANUEL/YAHVEH : En Jesucristo, Dios sigue actuando 
como Yahveh, como el que está, como Emmanuel, Dios con nosotros. Jesús, con su vida y 
sus palabras, nos dio a conocer a Dios, nos reveló su nombre verdadero y propio: Padre: 
"Yo les he dado a conocer tu Nombre" (/Jn/17/26). Pero, para dirigirnos a Dios y llamarle 
Padre, necesitamos recibir el Espíritu de hijos, el Espíritu Santo: "En efecto, todos los que 
son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de 
esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que 
nos hace exclamar: iAbba, Padre!" (Rm 8,14-15). O, como dice la carta a los Gálatas, es el 
mismo Espíritu del Hijo quien clama en nuestros corazones: ¡Abba, Padre! (Gál 4,6). 


Dios santifica su nombre 
Dios se identifica de tal manera con su Nombre que hablando de él se designa a sí 
mismo (Lv 24,11-16). Este Nombre es amado (Sal 5,12), alabado (Sal 7,18), santificado (Is 
29,23). Nombre temeroso (Dt 28,23), eterno (Sal 135,13). Por "su gran Nombre" (Jos 7,9) o 
"a causa de su Nombre" (Ez 20,9), Dios obra en favor de Israel. Es decir; Dios actúa, 
salvando a Israel, para dar gloria a su Nombre, para ser reconocido como grande y santo. 
Dios "ha hecho habitar en el templo su Nombre' (Dt 12,5). En el templo, que "lleva su 
Nombre" (Jr 7,10.14), el fiel encuentra la presencia de Dios (Ex 34,23). 
La primera petición del Padrenuestro—santificado sea tal Nombre—es un pasivo 
teológico que tiene como sujeto activo al Padre celestial, previamente invocado. Los hijos 
piden al Padre que santifique su nombre en ellos, haciéndoles "luz del mundo", para que 
iluminen a los hombres "con sus obras", de modo que, viéndolas, los demás "glorifiquen a 
su Padre que está en los cielos" (Mt 5,14-16). De este modo Dios será conocido como el 
Padre misericordioso, que "ama incluso a los malvados y a los injustos" (Mt 5,45), "a los 
ingratos y a los perversos" (Lc 6,35). Los hijos, que invocan a Dios como Padre, reflejan en 
la vida la bondad del Padre, "amando a sus enemigos, haciendo el bien y prestando sin 
esperar nada a cambio" (Lc 6,35), manifestándose como lo que son: 'hijos del Altísimo" (Lc 
6,35-36). 
Dios es santo y santifica. Sólo Dios puede santificar; porque sólo El es santo. El hombre 
sólo es santo en cuanto santificado: "Santificados en Jesucristo", "santificados en el 
Espíritu santo", "santos por vocación", por llamamiento. Dios, tres veces santo, santifica su 
nombre revelándose como santo; nosotros, los cristianos, santificamos su nombre cuando 
en nosotros se transparente la santidad de Dios: "Viendo vuestras obras, los hombres 
glorifican a vuestro Padre que está en los cielos". Es el deseo de Dios y la vocación de su 
pueblo: "Yo, Yahveh. No profanéis mi santo nombre, para que yo sea santificado en medio 
de los hijos de Israel. Yo soy Yahveh, el que os santifica a vosotros" (/Lv/22/32). 
San Cipriano se pregunta: 

¿Quién podría santificar a Dios, puesto que es Él mismo quien santifica? Jesús, en oración 
al Padre, le pide: "Padre, glorifica tu nombre" (/Jn/12/28). Así nos enseñó Jesús a santificar el 
nombre de Dios: pidiéndole que Él manifieste en nosotros la santidad de su nombre. Por ello, 
pedimos que permanezca en nosotros la santidad recibida en el bautismo: Pedimos que su 
nombre sea santificado en nosotros. Dado que Él ha dicho: "Sed santos, porque yo soy santo" 
(Lv 19,2), pedimos e imploramos perseverar en lo que hemos comenzado a ser, una vez 
santificados en el bautismo. Y esto lo pedimos cada día, ya que cada día tenemos necesidad 
de santificación. Nosotros, que fallamos todos los días, debemos purificarnos de nuestros 
pecados con una asidua santificación. El Apóstol nos dice que "hemos sido lavados, 
justificados, santificados en el Nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios" 
(lCor 6,9-11). Nos llama santificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de 
nuestro Dios. Oramos para que permanezca en nosotros esta santificación. Pedimos noche y 
día que se conserve en nosotros, con la protección de Dios, la santificación y la vida que 
hemos recibido por su gracia2. 

Invocan a Dios como Padre los hermanos de Cristo, renacidos del agua y del Espíritu. 
Estos han sido elegidos para confesar a Cristo a los que no le conocen. La elección de uno 
es en función de los demás. Los hijos de Dios, que le invocan como Padre, están en el 
mundo, elegidos para santificar el nombre de Dios entre los hombres: "Vosotros sois la luz 
del mundo. No puede ocultarse una ciudad situada en la cima de un monte. Ni tampoco se 
enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que 
alumbre a todos los que están en la casa. Brille así vuestra luz delante de los homdres, 
para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" 
(Mt 5, 14s). Este es el gozo de Pablo al constatar que por su conversión, Dios es 
glorificado: "Cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su 
gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, las Iglesias de Judea, que solamente habían 
oído decir 'el que antes nos perseguía ahora anuncia la buena nueva de la fe que entonces 
quería destruir', glorifican a Dios a causa de mí" (Cfr Gál 1, 15-24). 
Engendrados por Dios Padre, como hijos suyos, mediante la incorporación a su Hijo 
unigénito, el Padre nos cuida con desvelos paternos y hasta maternos (Nm 11,11-12)3. Los 
cuidados del Padre aparecen en la imagen del viñador y la viña. Esto es lo primero. Pero el 
Padre espera recoger frutos de su viña. En los frutos de la viña es glorificado: "Vosotros 
estáis ya limpios gracias a la palabra que os he anunciado. Permaneced en mí, como yo en 
vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en 
la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mi. Yo soy la vid; Vosotros los 
sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ese da mucho fruto; porque separados de 
mi no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el 
sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden. La gloria de mi Padre 
está en que deis mucho fruto y seáis mis discípulos (/Jn/15/01-08). El fruto esperado es el 
amor fraterno hasta dar la vida por los hermanos. 


Jesús, glorificación del Nombre de Dios 
J/NOMBRE: Jesús quiere decir en hebreo "Yahveh salva". Ya en la anunciación el ángel 
Gabriel le dio este nombre que expresa, a la vez, su identidad y su misión (Lc 1,31). 

El nombre de Jesús significa que el nombre mismo de Dios está presente en la persona de 
su Hijo (Hch 5,41; 3Jn 7), hecho hombre para la redención universal y definitiva de los 
pecadores. Es el Nombre divino, el único que trae la salvación (Jn 3,18; Hch 2,21) y de ahora 
en adelante puede ser invocado por todos porque se ha unido a todos los hombres por la 
encarnación (Rm 10,6-13) de tal forma que "no hay bajo el cielo otro Nombre dado a los 
hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Hch 4,12; 9,14; St 2,7). [CEC 432] 

Santificar el Nombre de Dios es reconocerle como el único Dios, "amándole con todo el 
corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas". En la oración sacerdotal Jesús pide al 
Padre que glorifique su Nombre en El: 

Padre ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Yo te he 
glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora, Padre, 
glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado, antes que el mundo fuese. He 
manifestado tu nombre a los hombres, que tú me has dado, tomándolos del mundo. Santifícalos 
en la verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he euviado al mundo. Y por 
ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad. Como tú, 
Padre, en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú 
me has enviado. Yo les he dado a conocer tu Nombre y se lo seguiré dando a conocer, para 
que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos (Cfr. Jn 17,1-26). 

Como el grano de trigo es echado en la tierra para dar mucho fruto, del mismo modo 
Jesús, al llegar la hora de ser sepultado, pide al Padre que "glorifique su nombre" (Jn 12, 
23-28) en su Hijo (Jn 17,1.5), resucitándolo de la muerte. De este modo, será glorificado, lo 
mismo que "se cubrió de gloria" liberando a su pueblo (Ex 15,1.21) y "como manifestó su 
gloria" en la resurrección de Lázaro (Jn 11,9.40). 
Dios, resucitando a Jesús y sentándolo a su derecha, le dio el Nombre que está por 
encima de todo nombre (Filp 2,9; Ef 1,22s). Es el nombre de Dios (Ap 14,1; 22,3s), porque 
participa de su misterio (Ap 19,12). Asi es constituido Kyrios, Señor (Filp 2,10). La fe 
cristiana consiste en "creer que Dios resucitó a Jesús de entre los muertos", en "confesar 
que Jesús es Señor" e "invocar el nombre del Señor" (Rm 10,9-13). Así los primeros 
cristianos se designar como "los que invocan el nombre del Señor"5. Invocar a Jesús como 
Señor supone reconocerlo como Señor en toda la vida, como dice san Gregorio de Nisa: 

En esto consiste la perfección de la vida cristiana: en que, hechos partícipes del nombre de 
Cristo por nuestro apelativo de cristianos, pongamos de manifiesto, con nuestros sentimientos, 
con la oración y con nuestra vida, la virtualidad de este Nombre. 

El bautismo se confiere en el nombre del Señor Jesús6, o en el nombre de Cristo (Gál 3, 
27), de Cristo Jesús (Rm 6,3). El neófito invoca el nombre del Señor (Hch 22,16) o se 
invoca sobre él el nombre del Señor (St 2,7). De este modo, el cristiano se halla, desde el 
momento de su bautismo, bajo el poder del SeñorJesús. Su vida será "creer en el nombre 
del Hijo único de Dios" (Jn 3,17)7, es decir, adherirse a Jesucristo confesándole como Hijo 
de Dios, que es al mismo tiempo confesar a Dios como Padre. 
Como pronunciar el nombre de Yahveh sobre alguien atraía sobre él la protección 
divina8, así es invocado el nombre de Jesús sobre los cristianos, único Nombre en el que 
se halla la salvación (Hch 2,21). En los primeros tiempos de la Iglesia, a los cristianos se les 
designaba como "los que invocan el nombre del Señor" (Hch 9,14.21). Los cristianos se 
reúnen en el nombre de Jesús (Mt 18,20), acogen a los que se presentan en su Nombre 
(Mc 9,37). Dan gracias a Dios en el nombre del Señor Jesucristo (Ef 5,20; Col 3,17), 
viviendo de modo que el nombre de Jesucristo sea glorificado (2Tes 1,11s). En la oración 
se dirigen al Padre en nombre de su Hijo9. Por ello Santiago reprocha a los que ''blasfeman 
el hermoso Nombre que ha sido invocado sobre ellos" (2,7). 
Jesús, como Hijo, pide al Padre que glorifique su Nombre (Jn 12,28) y, al mismo tiempo, 
invita a sus discípulos a pedirle que lo santifique (Mt 6,9). Dios glorifica su Nombre 
manifestando su gloria y su poder (Rm 9,17; Lc 1,49) y glorificando a su Hijo (Jn 17, 
1.5.23). Él quiere que los cristianos lo reconozcan y alaben el nombre de Dios (Hb 13,15) y 
cuiden de que su conducta no lleve a blasfemarlo (Rm 2,24; 2Tm 6,1). 
Jesús—Yahveh salva—glorifica a Dios realizando lo que su nombre significa: el que 
salva (Mt 1,21-25), devolviendo la salud a los enfermos (Hch 3,16) y, sobre todo, 
procurando la salvación eterna a los que creen en él10. Invocando el nombre deJesús, sus 
discípulos curan a los enfermos (Hch 3,6; 9,34), expulsan demonios11 y realizan toda clase 
de milagros (Mt 7,22; Hch 4,30). La evangelización no es otra cosa que anunciar a Cristo 
''predicando en su Nombre la conversión para el perdón de los pecados" (Lc 24,46-47)12. 
Por el nombre de Jesús sufrirán persecución (Mc 13,13), y ello será un motivo de gozo13. 
Pablo, en el camino de Damasco, recibe de Cristo la misión de "llevar su Nombre a los 
gentiles" (Hch 9,15), aunque esto suponga "padecer por mi Nombre" (Hch 9,16). Al anuncio 
del nombre del Señor Jesucristo se consagró totalmente (HCl?! 15,26) hasta estar 
dispuesto a morir por él: "Pues yo estoy dispuesto no sólo a ser atado, sino a morir también 
en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús" (Hch 21,13). 
La santificaciónl del Nombre, en tiempo de Cristo, no significaba solamente el honor y la 
alabanza dada a Dios, sino el testimonio hasta derramar la sangre por su Nombre, hasta el 
don de la vida, hasta el martirio. Jesús ha santificado el Nombre del Padre entrando en la 
cruz. Los apóstoles se sienten gozosos por haber sido "juzgados dignos de sufrir por el 
Nombre" (Hch 5,41). "Por el Nombre se pusieron en camino" (3Jn 7) para la evangelización. 
El Apocalipsis está dirigido a los cristianos que ''sufren por el Nombre" de Jesucristo (2,3), 
al que se adhieren fielmente (2,13), sin renegarlo (3,8). Al vencedor en el combate contra el 
maligno, con la corona de gloria, se le concede "un nombre nuevo", pues Cristo "grabará en 
él el nombre de Dios" (Ap 3,12). 


No profanar el nombre de Dios 
"Al pedir que sea santificado su nombre—dice Casiano— atestiguamos que su gloria es 
todo nuestro gozo y afán, implicando también que Dios es santificado por nuestra 
perfección". Y san Cirilo de Alejandría dice: "Al Santo de los Santos pedimos que sea 
santificado su nombre en nosotros y en todo el mundo". 
La primera petición del Padrenuestro: "Santificado sea tu Nombre", es la forma positiva 
del segundo mandamiento, como ya lo formuló Isaías: "Viendo a sus hijos, obra de mis 
manos, santificarán mi nombre" (Is 29,23). Es lo contrario de "tomar el nombre de Dios en 
vano", que hace que por "nuestra culpa el nombre de Dios sea blasfemado entre las 
gentes". Por ello, ya en la Ley de santidad se condena la falta de respeto al "santo nombre 
de Yahveh" (Lv 20,3; 22,2): "No profanéis mi santo Nombre, para que yo sea santificado en 
medio de los israelitas. Yo soy Yahveh, el que os santifica" (22,32). 
Con la alianza del Sinaí, Israel es "el pueblo de Dios", llamado a ser "nación santa", 
porque lleva el nombre de Dios: "Sed santos, porque yo, Yahveh, vuestro Dios, soy santo" 
(Lv 19,2). Pero el pueblo se separó de Dios y "profanó su Nombre entre las naciones" (Ez 
20,36). Pero, en la plenitud de los tiempos, el Nombre de Dios Santo se nos reveló en 
Jesucristo, que ora al Padre por sus discípulos: "Y por ellos me santifico a mi mismo, para 
que ellos también sean santificados en la verdad" (Jn 1 7, 19). 
El hombre puede, evidentemente, usar el nombre de Dios. Dios mismo ha dado a conocer 
su Nombre, para que el hombre le invoque por su Nombre. "Invocar el nombre de Yahveh" 
es darle culto. El nombre de Yahveh se grita en la oración (Is 12,14), con él se le llama (Sal 
28,1; 99,6), se le bendice, alaba y glorifica (Sal 29,2; 96,2; 113,1-2). A diferencia de las 
imágenes, no se prohibe usar el nombre de Dios. El nombre de Dios puede ser usado, pero 
"no se debe pronunciar en vano". El conocimiento del nombre de Dios, no pone a Dios a 
disposición del hombre, para el interés o capricho del hombre. El nombre de Dios no pone a 
Dios a disposición del hombre para que abuse de él, tentando a Dios. Esto no sería ya 
servir a Dios, sino servirse de Dios. 

Pedir a Dios que su Nombre sea santificado nos implica en "el benévolo designio que Él se 
propuso de antemano" para que nosotros seamos "santos e inmaculados en su presencia, en 
el amor" (Ef 1,9.4). [CEC 2807] 

Por ello los creyentes, que invocan el nombre de Dios y le niegan en su vida, son una de 
las causas de que el nombre de Dios sea profanado o negado: 

También los creyentes tienen su parte de responsabilidad. Porque el ateísmo considerado 
en su total integridad no es un fenómeno originario sino un fenómeno derivado de varias 
causas entre las que se debe contar también la reacción critica contra las religiones y 
ciertamente en algunas zonas del mundo sobre todo contra la religión cristiana. Por lo cual en 
esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes en cuanto que 
con el descuido de la educación religiosa o con la exposición inadecuada de la doctrina o 
incluso con los defectos de su vida religiosa moral y social, han velado, más bien que 
revelado, el genuino rostro de Dios. [GS, n. 19] 

El segundo mandamiento también manda al creyente que respete el misterio de Dios, sin 
pretender encerrarlo en unos conceptos o en unos ritos. Toda palabra sobre Dios siempre 
vela más que revela el ser de Dios. Cada vez que pronunciamos su santo Nombre es 
necesario reconocer que Dios es más grande y distinto de lo que podemos decir o imaginar 
de Él: "Porque no son mis pensamientos vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son 
mis caminos—oraculo de Yahveh—. Porque cuanto distan los cielos de la tierra, así distan 
mis caminos de los vuestros" (Is 55,8-9). 
Sin embargo, el no tomar el nombre de Dios en vano, no tiene por qué contundirse con el 
distanciamiento de Dios. Dios mismo, en el Decálogo, manifiesta su cercanía y ternura, 
como se trasluce en el uso del posesivo: "Yo soy tu Dios, el que te libera". Esta forma de 
presentarse Dios está pidiendo la respuesta del hombre: "Dios mio, tú eres mi Dios". San 
Cipriano dice: 

¡Cuán benigno ha sido el Señor, rico en bondad y misericordia para con nosotros! Ha 
querido que, al orar, pudiéramos llamarle Padre y que, del mismo modo que Cristo es su Hijo, 
nosotros también seamos llamados hijos suyos. Ninguno de nosotros se hubiera atrevido a 
decir esta palabra en la oración, si Él no nos lo hubiera concedido. Debemos recordar, pues, y 
saber que si llamamos Padre a Dios, también debemos vivir como hijos suyos para que, del 
mismo modo que nos alegramos de tenerle por Padre, también El se complazca en tenernos 
por hijos. Vivamos como templos de Dios (1Co 5,16) para que aparezca claro ante todos que 
Él habita en nosotros; que nuestras acciones no sean contrarias al espiritu. El mismo Señor ha 
dicho: "Honraré a los que me honran y despreciaré a los que me desprecian" (1Sm 2,30). Y el 
Apóstol ha escrito: "Ya no os pertenecéis a vosotros mismos, porque habéis sido comprados 
a gran precio. Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo" (1Cor 6,19-20)". 

CR/SAL: La Iglesia, sin ser del mundo, está en el mundo. El cristiano está, pues, llamado 
a encarnarse en el mundo, sin hacerse mundano; no puede separarse del mundo, pero 
tampoco identificarse con él. Sirve al mundo como la sal, diluyéndose en los alimentos, pero 
sin perder su sabor; sino manifestando constantemente su originalidad propia, esa novedad 
permanente e inefable que da sabor y sentido a todo. 
La Iglesia, familia de los santificados, es un poder de santificación. Al mismo tiempo que 
congrega a sus miembros, convoca a los que están fuera de ella. Es una grey reunida en 
torno a Cristo, el buen Pastor, pero es también un aprisco abierto a los alejados, por 
quienes el buen Pastor ha dado la vida. Es el hospital adonde son conducidos los hallados 
por el samaritano medio muertos al borde del camino, pero es también el samaritano que 
diariamente recorre los caminos que empalman Jerusalén con Jericó. Es una comunidad de 
hermanos y, al mismo tiempo, una madre fecunda que alumbra incesantemente nuevos 
hijos. 
Como dice san Pedro Crisólogo: 

Pedimos a Dios santificar su Nombre porque Él salva y santifica a toda la creación por 
medio de la santidad... Se trata del Nombre que da la salvación al mundo perdido, pero 
nosotros pedimos que este nombre de Dios sea santificado en nosotros por nuestra vida. 
Porque si nosotros vivimos bien, el Nombre divino es bendecido; pero si vivimos mal, es 
blasfemado, según las palabras del Apóstol: "el nombre de Dios, por vuestra causa es 
blasfemado entre las naciones" (Rm 2,24)14. 

Está prohibido también tomar el nombre de Dios en vano. El verbo hebreo sàw' en 
múltiples textos significa "usar inútilmente"15. Está, pues, prohibido tomar el Nombre 
ritualísticamente, en forma puramente formal. Jesús, en el Evangelio, aplicado a si mismo, 
hará una traducción del segundo mandamiento, diciendo: "No todo el que me diga: 'Señor, 
Señor', entrará en el Reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial" 
(Mt 7,21). 
El abuso del nombre de Dios consiste, en su significado último, en el nombrar a Dios y no 
seguirle en la vida, decir "Señor, Señor" y no hacer su voluntad. Se nombra a Dios sin 
reconocerlo como Dios. Se pronuncia su Nombre sin aceptar a Dios como Dios. Se honra a 
Dios con los labios, "pero el corazón está lejos de Él". Se vacía de contenido el nombre de 
Dios siempre que se le nombra sin dejarse implicar en lo que su Nombre significa. Jesús 
invita a sus discípulos a dar gloria al nombre de Dios, diciéndoles: "Brille así vuestra luz 
delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre 
que está en los cielos" (Mt 5,16; 1Pe 2,12). Y san Pablo lo comentará ampliamente: 

No son justos delante de Dios, los que oyen la ley, sino los que la cumplen... Si tú que te 
glorías en Dios, que conoces su voluntad, que disciernes lo mejor, amaestrado por la ley, y te 
jactas de ser guía de ciegos, luz de los que andan en las tinieblas, educador de ignorantes, 
maestro de niños, porque posees en la ley la expresión misma de la ciencia y de la verdad .., 
pues bien, tú que instruyes a los otros ¡a ti mismo no te instruyes! Predicas: ¡no robar!, y 
¡robas! Prohibes el adulterio, y ¡adulteras! Aborreces los ídolos, y ¡saqueas sus templos! Tú 
que te glorías en la ley, transgrediéndola, deshonras a Dios. Porque, como dice la Escritura, el 
nombre de Dios, por vuestra causa, es blasfemado entre las naciones (Rm 2,12-24)16. 

Se abusa del nombre de Dios, cuando se le usa "mágicamente", es decir, buscando el 
propio interés17. Tomar el nombre de Dios en vano significa llamarse creyente y no 
ponerse a su disposición, sino ponerle a Él al propio servicio, con fines pseudo religiosos o 
profanos. "Hablan de ti pérfidamente, abusando de tu Nombre" (Sal 139,20). El Dios de la 
libertad se transforma en el dios personal, para uso y consumo personal, interesado. Es 
hacer de Dios un amuleto mágico. 
El hombre abusa del nombre de Dios cuando lo utiliza para encubrir sus propios 
intereses. Y, en consecuencia, cuando se sirve del nombre de Dios para dañar la vida y la 
libertad de otros hombres. En el Padrenuestro, a la petición "santificado sea tu Nombre", 
sigue la petición "hágase tu voluntad". Invocar a Dios como Padre es desear que se cumpla 
su voluntad y que su Nombre sea santificado. Nunca servirse de Dios para que se haga u 
otros hagan la propia voluntad. Según san Pedro Crisólogo, "rogamos para merecer tener 
en nuestras almas tanta santidad como santo es el nombre de nuestro Dios". 
Rogamos que sea santificado su nombre "en nosotros para perseverar en la santificación 
inicial del bautismo", dice san Cromacio de Aquileya. Y, al pedir la santificación del nombre 
de Dios, rogamos que sea santificado en nosotros mediante la justicia, la fe y la gracia del 
Espíritu Santo. Como dice en una homilía san Gregorio de Nisa:

La Escritura condena a aquellos por quienes es blasfemado el nombre de Dios: "¡Ay de 
aquellos, a causa de los cuales mi nombre es blasfemado entre los gentiles" (Is 52,5; Rom 
2,24). Es decir, quienes aún no creyeron la palabra de la verdad observan la vida de los que 
han recibido el misterio de la fe. Cuando, pues, se es creyente de nombre, contradiciendo a 
éste con la vida, los paganos atribuyen esto no a la voluntad de quienes se portan mal, sino al 
misterio, que se supone enseña tales cosas, pues—piensan—quien fue iniciado en los 
misterios divinos no debería estar sometido a tales vicios, si no les es lícito pecar. Opino, por 
tanto, que se debe pedir y suplicar, ante todo, que el nombre de Dios no sea injuriado a causa 
de mi vida, sino que sea glorificado y santificado. "Sea santificado—dice—en mi tu señorío" 
invocado por mí, "a fin de que los hombres vean las obras buenas y glorifiquen al Padre 
celeste" (Mt 5,16). Quien ora: "Santificado sea tu nombre", no pide otra cosa que ser 
irreprensible, justo, piadoso..., pues no de otro modo puede Dios ser glorificado por el hombre, 
sino testificando su virtud que la potencia divina es la causa de sus bienes. 

Es algo que repetirán casi todos los comentarios patrísticos del Padrenuestro. Dice san Juan Crisóstomo: 

En verdad, la sola palabra Padre debiera bastar para enseñarnos toda virtud. Porque quien 
ha dado a Dios este nombre de Padre, justo fuera que se mostrara tal en su vida que no 
desdijera de tan alta nobleza y que su fervor corriera parejo con la grandeza del don recibido. 
Mas no se contentó el Señor con eso, sino que añade otra petición, diciendo: Santificado sea 
tu nombre. Petición digna de quien ha llamado a Dios Padre: no pedir nada antes que la gloria 
de Dios, tenerlo todo por secundario en paragón con su alabanza. Porque santificado sea es 
lo mismo que alabado sea. Cierto que Dios tiene su propia gloria cumplida y que, además, 
permanece para siempre. Sin embargo, Cristo nos manda pedir en la oración que sea 
también glorificado por nuestra vida. Concédenos—viene a decir—que vivamos con tal pureza 
que todos te glorifiquen por nosotros. ¡Que nuestra vida sea tan intachable en todo que cuantos 
la miren refieran la gloria de ello al Señor! 

Hoy, nuestra sociedad, aparte del uso en vano del nombre de Dios, frecuentemente peca 
por el lado opuesto, prescinde del nombre de Dios, o lo que es lo mismo, prescinde de 
Dios. Porque Dios es santo, no podemos abusar de Él, "fiarnos de su perdón para añadir 
culpas a culpas" (Eclo 5,5). Ni podemos tampoco silenciar el nombre de Dios para que no 
suene en el mundo. Eso es profanarlo con el silencio. Con la petición del Padrenuestro, en 
el fondo le recordamos a Dios la palabra dada por el profeta: "Yo mostraré la santidad de mi 
nombre glorioso, profanado por vosotros" (Ez 36,23). Que todos lo reconozcan: "Confiesen 
tal nombre grande y terrible: El es santo" (Sal 99,3). 
Cristo, como buen Pastor, conoce a cada una de sus ovejas por su nombre (Jn 10,3). Los 
nombres de los elegidos están inscritos en el cielo (Lc 10,20), en el libro de la vida (Flp 4,5; 
Ap 3,5; 13,8; 17,8). Entrando en la gloria, reciben un nombre nuevo e inefable (Ap 2,17); 
participando de la existencia de Dios, llevarán el nombre del Padre y el de su Hijo (Ap 3,12; 
14,1) Dios los llamará sus hijos (Mt 5,9), pues lo serán en realidad (1Jn 3,1). Desde el 
bautismo el cristiano quedó santificado por la invocación del nombre de Jesús sobre él. Con 
ese nombre, recibido de Dios en la Iglesia, cada cristiano es conocido personalmente por 
Dios (Is 43,1;Jn 10,3). En el Reino de los cielos, cada uno llevará marcado en su frente el 
nombre del Cordero y el nombre de su Padre (Ap 14,1). Tertuliano dice a los catecúmenos: 

Si Dios santifica a todos, su Nombre siempre es santo y está santificado en sí mismo. La 
asamblea de los ángeles le canta constantemente: ¡Santo, Santo, Santo! (ls 6,3; Ap 4,8). Así 
que, también nosotros, destinados a vivir como los ángeles, si queremos hacernos dignos de 
ello, aprendamos ya en la tierra esa voz suya celestial, que alaba a Dios, pues ese será 
nuestro servicio en la gloria futura. 

EMILIANO JIMÉNEZ HERNÁNDEZ
PADRENUESTRO
FE, ORACIÓN Y VIDA
Caparrós Editores. Madrid 1996. Págs. 83-108

........................
1. Cfr. CEC 203-227.
2. Citado en CEC 2813. 
3. Entre los cuidados del Padre ocupa un lugar importante la educación de sus hijos, que incluye la 
corrección (Hb 12,5-11). El castigo es expresión del amor paterno: "A los que amo yo los reprendo 
y castigo" (Ap 3,19).
4. Mc 12,28.31.44; 9,43-48; Mt 5,48; 6,1-6.16.24.
5. Hch 9,14.21; 2,21; Jn 3,5; 1Cor 1,2; 2Tim 2,22...
6. Hch 8,16; 19,5; 1Co 6,11.
7. Cfr. 1,12; 2,23; 20,30; 1Jn 3,23; 5,5. 10.13. 
8. Am 9,12; Is 43,7; Jr 14,9
9. Jn 14,13-16; 15,16; 16,23-24.26. 
10. Hch 4,7-12; 5,31; 13,23,
11. Mc 9,38; 16,17; Lc 10, 17; Hch 16,18; 19,13. 
12. Hch 4, 17-18; 5,28.40; 8, 12; 10,43... 
13. Mt 5,11; Jn 15,21; 1Pe 4,13-16.
14. Citado en CEC 2814.
15. Cfr. Sal 60,13; 108, 13; 127, 1; Jr 2,30; 4,30; 6,29; 46,11; Mt 3, 14...
16. Is 52,5; Ez 37,20-23; St 2, 7; 2Pe 2,2
17. Cfr, el culto vano dado a los ídolos, condenado por los profetas, que usan el término sàw': Os 12, 
12; Jr 18, 15; Jon 2,9; Sal 31,7. Las artes mágicas, como el culto al ídolo (vano), suponen una pro- 
fanación del nombre de Dios, al dejar la confianza en Yahveh para ponerla en lo que no tiene 
consistencia (Cfr CEC 2149). 
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