CUARESMA. MIÉRCOLES DE CENIZA


1. CONVERSIÓN Y PENITENCIA


I. Comienza la Cuaresma, tiempo de penitencia y de renovación interior para preparar la Pascua del Señor 1. La liturgia de la Iglesia nos invita sin cesar a purificar nuestra alma y a recomenzar de nuevo.

Dice el Señor Todopoderoso: Convertíos a mí de todo corazón: con ayuno, con llanto, con luto. Rasgad los corazones, no las vestiduras, convertíos al Señor Dios nuestro, porque es compasivo y m isericordioso. .. 2, leemos en la primera lectura de la Misa de hoy. Y, en el momento de la imposición de la ceniza sobre nuestras cabezas, el sacerdote nos recuerda las palabras del Génesis, después del pecado original: Memento horno, quia pulvis es... Acuérdate, hombre, de que eres polvo y en polvo te has de convertir 3.

Memento homo... Acuérdate... Y, sin embargo, a veces olvidamos que sin el Señor no somos nada. «De la grandeza del hombre no queda, sin Dios, más que este montoncito de polvo, en un plato, a un extremo del altar, en este Miércoles de Ceniza, con el que la Iglesia nos marca en la frente como con nuestra propia substancia» 4.

Quiere el Señor que nos despeguemos de las cosas de la tierra para volvernos a El, y que dejemos el pecado, que envejece y mata, y retornemos a la Fuente de la Vida y de la alegría: «Jesucristo mismo es la gracia más sublime de toda la Cuaresma. Es El mismo quien se presenta ante nosotros en la sencillez admirable del Evangelio» 5.

Volver el corazón a Dios, convertirnos, significa estar dispuestos a poner todos los medios para vivir como El espera que vivamos, ser sinceros con nosotros mismos, no intentar servir a dos señores 6, amar a Dios con toda el alma y alejar de nuestra vida cualquier pecado deliberado. Y eso, en medio de las circunstancias de trabajo, salud, familia, etc., propias de cada cual.

Jesús busca en nosotros un corazón contrito, conocedor de sus faltas y pecados y dispuesto a eliminarlos. Os acordaréis de vuestros malos caminos, de vuestros días que no fueron buenos...'. El Señor desea un dolor sincero de los pecados, que se manifestará ante todo en la Confesión sacramental, y también en pequeñas obras de mortificación y penitencia hechas por amor: «Convertirse quiere decir para nosotros buscar de nuevo el perdón y la fuerza de Dios en el Sacramento de la reconciliación y así volver a empezar siempre, avanzar cada día» 8.

Para fomentar nuestra contrición la Iglesia nos propone, en la liturgia del día de hoy, el Salmo en que el Rey David expresó su arrepentimiento, y con el que tantos santos han suplicado perdón al Señor. También nos ayuda a nosotros en estos momentos de oración: Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa, le decimos a Jesús.

Lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Contra ti, contra ti solo pequé.

Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu.

Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso. Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza.

El Señor nos atenderá si en el día de hoy le repetimos de corazón, a modo de jaculatoria: Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme.
 

II. La verdadera conversión se manifiesta en la conducta. Los deseos de mejorar se han de expresar en nuestro trabajo o estudio, en el comportamiento con la familia, en las pequeñas mortificaciones ofrecidas al Señor, que hacen más grata la convivencia a nuestro alrededor y más eficaz el trabajo; y además en la preparación y cuidado de la Confesión frecuente.

El Señor también nos pide hoy una mortificación un poco más especial, que ofrecemos con alegría: la abstinencia y el ayuno, que «fortifica el espíritu, mortificando la carne y su sensualidad; eleva el alma a Dios; abate la concupiscencia, dando fuerzas para vencer y amortiguar sus pasiones, y dispone al corazón para que no busque otra cosa distinta de agradar a Dios en todo» 9.

Durante la Cuaresma, nos pide la Iglesia esas muestras de penitencia (la abstinencia de carne a partir de los 14 años, y el ayuno entre los 18 y los 59 cumplidos), que nos acercan al Señor y dan al alma una especial alegría; también, la limosna que, ofrecida con corazón misericordioso, desea llevar un poco de consuelo al que está pasando una necesidad o contribuir según nuestros medios en una obra apostólica para bien de las almas. «Todos los cristianos pueden ejercitarse en la limosna, no sólo los ricos y pudientes, sino incluso los de posición media y aun los pobres; de este modo, quienes son desiguales por su capacidad de hacer limosna son semejantes en el amor y afecto con que la hacen» 10.

El desprendimiento de lo material, la mortificación y la abstinencia purifican nuestros pecados y nos ayudan a encontrar al Señor en nuestro quehacer ordinario. Porque «quien a Dios busca queriendo continuar con sus gustos, lo busca de noche y, de noche, no lo encontrará» 11. La fuente de esta mortificación estará principalmente en la labor diaria: en el orden, en la puntualidad al comenzar el trabajo, en la intensidad con que lo realizamos, etcétera; en la convivencia con los demás encontraremos ocasiones de mortificar nuestro egoísmo y de contribuir a crear un clima más grato en nuestro entorno. «Y la mejor mortificación es la que combate —en pequeños detalles, durante todo el día—, la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida. Mortificaciones que no mortifiquen a los demás, que nos vuelvan más delicados, más comprensivos, más abiertos a todos. Tú no serás mortificado si eres susceptible, si estás pendiente sólo de tus egoísmos, si avasallas a los otros, si no sabes privarte de lo superfluo y, a veces, de lo necesario; si te entristeces, cuando las cosas no salen según las habías previsto. En cambio, eres mortificado si sabes hacerte todo para todos, para ganar a todos (1 Cor 9, 22)» 12. Cada uno debe hacerse un plan concreto de mortificaciones que ofrecer al Señor diariamente en esta Cuaresma.
 

III. No podemos dejar pasar este día sin fomentar en nuestra alma un deseo profundo y eficaz de volver una vez más, como el hijo pródigo, para estar más cerca del Señor. San Pablo, en la segunda lectura de la Misa, nos dice que éste es un tiempo excelente que debemos aprovechar para una conversión: Os exhortamos, dice, a no echar en saco roto la gracia de Dios (...). Mirad: ahora es el tiempo de la gracia; ahora es el día de la salvación 13. Y el Señor nos repite a cada uno, en la intimidad del corazón: Convertíos. Volved a Mí de todo corazón.

Ahora se nos presenta un tiempo en el cual este recomenzar de nuevo en Cristo va a estar sostenido por una particular gracia de Dios, propia del tiempo litúrgico que hemos comenzado. Por eso, el mensaje de la Cuaresma está lleno de alegría y de esperanza, aunque sea un mensaje de penitencia y de mortificación.

«Cuando uno de nosotros reconoce que está triste, debe pensar: es que no estoy suficientemente cerca de Cristo. Cuando uno de nosotros reconoce en su vida, por ejemplo, la inclinación al mal humor, al mal genio, tiene que pensar eso; no echar la culpa a las cosas de alrededor, que es una manera de equivocarnos, es una manera de desorientar la búsqueda» 14. A veces, cierta apatía o tristeza espiritual puede estar motivada por el cansancio, por la enfermedad..., pero más frecuentemente se fragua por la falta de generosidad en lo que el Señor nos pide, en la poca lucha por mortificar los sentidos, en no preocuparse por los demás. En definitiva, por un estado de tibieza.

Junto a Cristo encontramos siempre el remedio a una posible tibieza y las fuerzas para vencer en aquellos defectos que de otra manera nos resultarían insuperables. «Cuando alguien diga: `Yo tengo una pereza irremediable, yo no soy tenaz, yo no puedo terminar las cosas que emprendo', debería pensar (hoy): `Yo no estoy lo suficientemente cerca de Cristo'.

»Por eso, aquello que cada uno de nosotros reconozca en su vida como defecto, como dolencia, debería ser inmediatamente referido a este examen íntimo y directo: `No tengo yo perseverancia, no estoy cerca de Cristo; no tengo alegría, no estoy cerca de Cristo'. Voy a dejar ya de pensar que la culpa es del trabajo, que la culpa es de la familia, de los padres o de los hijos... No. La culpa íntima es de que yo no estoy cerca de Cristo. Y Cristo me está diciendo: ¡Vuélvete! Volveos a Mí de todo corazón!'.

»(...) Tiempo para que cada uno se sienta urgido por Jesucristo. Para que los que alguna vez nos sentimos inclinados a aplazar esta decisión sepamos que ha llegado el momento. Para que los que tengan pesimismo, pensando que sus defectos no tienen remedio, sepan que ha llegado el momento. Comienza la Cuaresma; mirémosla como un tiempo de cambio y de esperanza» 15.

1. Cfr. CONO. VAT. 11, Const. Sacrosanctum Concilium, 109. — 2 Joel 2, 12. 3 Gén 3, 19. — 4 J. LECLERQ, Siguiendo el año litúrgico, Madrid 1957, p. 117.— 5 JUAN PABLO 11, Homilía Miércoles de Ceniza, 28-1I-1979. — 6 Cfr. Mt 6, 24. — 7 Ez 36, 31-32. — 6 JUAN PABLO II, Carta Novo incipiente, 8-IV-1979. — 9 SAN FRANCISCO DE SALES, Sermón sobre el ayuno. — 10 SAN LEÓN MAGNO, Liturgia de las Horas. Segunda lectura del Jueves después de Ceniza. — tl SAN JUAN DE LA CRUZ, Cántico espiritual, 3, 3. — 12 J. ESCRIVA DE BALAGUER, Es Cristo que pasa, 9. — 13 Segunda lectura de la Misa. 2 Cor 5, 20-6, 2. — IJ A. Me GARCÍA DORRONSORO, Tiempo para creer, p. 118. 15 Ibídem.

 

CUARESMA. JUEVES DESPUÉS DE CENIZA


2. LA CRUZ DE CADA DÍA

1. Ayer comenzó la Cuaresma y hoy nos recuerda el Evangelio de la Misa que para seguir a Cristo es preciso llevar la propia Cruz: También les decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame 1.

El Señor se dirige a todos y habla de la Cruz de cada día. Estas palabras de Jesús conservan hoy su más pleno valor. Son palabras dichas a todos los hombres que quieren seguirle, pues no existe un Cristianismo sin Cruz, para cristianos flojos y blandos, sin sentido del sacrificio. Las palabras del Señor expresan una condición imprescindible: el que no toma su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo 2. «Un Cristianismo del que se pretendiera arrancar la cruz de la mortificación voluntaria y la penitencia, so pretexto de que esas prácticas son residuos oscurantistas, medievalismos impropios de una época humanista, ese Cristianismo desvirtuado lo sería tan sólo de nombre; ni conservaría la doctrina del Evangelio ni serviría para encaminar en pos de Cristo los pasos de los hombres» 3. Sería un Cristianismo sin Redención, sin Salvación.

Uno de los síntomas más claros de que la tibieza ha entrado en un alma es precisamente el abandono de la Cruz, de la pequeña mortificación, de todo aquello que de alguna manera suponga sacrificio y abnegación.

Por otra parte, huir de la Cruz es alejarse de la santidad y de la alegría; porque uno de los frutos del alma mortificada es precisamente la capacidad de relacionarse con Dios y con los demás, y también una profunda paz, aun en medio de la tribulación y de dificultades externas. La persona que abandona la mortificación queda atrapada por los sentidos y se hace incapaz de un pensamiento sobrenatural.

Sin espíritu de sacrificio y de mortificación no hay progreso en la vida interior. Dice San Juan de la Cruz que si hay pocos que llegan a un alto estado en unión con Dios se debe a que muchos no quieren sujetarse «a mayor desconsuelo y mortificación» 4. Y escribe el mismo santo: «Y jamás, si quiere llegar a poseer a Cristo, le busque sin la cruz» 5.

No olvidemos, pues, que la mortificación está muy relacionada con la alegría, y que cuando el corazón se purifica se torna más humilde para tratar a Dios y a los demás. «Esta es la gran paradoja que lleva consigo la mortificación cristiana. Aparentemente, el aceptar y, más, el buscar el sufrimiento parece que debiera hacer de los buenos cristianos, en la práctica, los seres más tristes, los hombres que `peor lo pasan'.

»La realidad es bien distinta. La mortificación sólo produce tristeza cuando sobra egoísmo y falta generosidad y amor de Dios. El sacrificio lleva siempre consigo la alegría en medio del dolor, el gozo de cumplir la voluntad de Dios, de amarle con esfuerzo. Los buenos cristianos viven quasi tristes, semper autem gaudentes (1 Cor 8, 10): como si estuvieran tristes, pero en realidad siempre alegres»6.
 

II. «La cruz cada día. Nulla dies sine cruce!, ningún día sin Cruz: ninguna jornada, en la que no carguemos con la cruz del Señor, en la que no aceptemos su yugo (...).

»El camino de nuestra santificación personal pasa, cotidianamente, por la Cruz: no es desgraciado ese camino, porque Cristo mismo nos ayuda y con El no cabe la tristeza. In laetitia, nulla dies sine cruce!, me gusta repetir; con el alma traspasada de alegría, ningún día sin Cruz»'.

La Cruz del Señor, con la que hemos de cargar cada día, no es ciertamente la que producen nuestros egoísmos, envidias, pereza, etc., no son los conflictos que producen nuestro hombre viejo y nuestro amar desordenado. Esto no es del Señor, no santifica.

En alguna ocasión, encontraremos la Cruz en una gran dificultad, en una enfermedad grave y dolorosa, en un desastre económico, en la muerte de un ser querido: «(...) no olvidéis que estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que El permita que saboteemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza, y tolera también que nos llamen locos y que nos tomen por necios.

»Es la hora de amar la mortificación pasiva, que viene —oculta o descarada e insolente— cuando no la esperamos»8. El Señor nos dará las fuerzas necesarias para llevar con garbo esa Cruz y nos llenará de gracias y frutos inimaginables. Comprenderemos que Dios bendice de muchas maneras, y frecuentemente, a sus amigos, haciéndonos partícipes de su Cruz y corredentores con El.

Sin embargo, lo normal será que encontremos la Cruz de cada día en pequeñas contrariedades que se atraviesan en el trabajo, en la convivencia: puede ser un imprevisto con el que no contábamos, el carácter difícil de una persona con la que necesariamente hemos de convivir, planes que debemos cambiar a última hora, instrumentos de trabajo que se estropean cuando más necesarios eran, molestias producidas por el frío o el calor o el ruido, incomprensiones, una leve enfermedad que nos disminuye la capacidad de trabajo en ese día...

Hemos de recibir estas contrariedades diarias con ánimo grande, ofreciéndolas al Señor con espíritu de reparación; sin quejarnos, pues la queja frecuentemente señala el rechazo de la Cruz. Estas mortificaciones, que llegan sin esperarlas, pueden ayudarnos, si las recibimos bien, a crecer en el espíritu de penitencia que tanto necesitamos, y a mejorar en la virtud de la paciencia, en caridad, en comprensión: es decir, en santidad. Si las recibiéramos con mal espíritu podrían sernos motivo de rebeldía, de impaciencia o de desaliento. Muchos cristianos han perdido la alegría al final de la jornada, no por grandes contrariedades, sino por no haber sabido santificar el cansancio propio del trabajo, ni las pequeñas dificultades que han ido surgiendo durante el día. La Cruz —pequeña o grande— aceptada, produce paz y gozo en medio del dolor y está cargada de méritos para la vida eterna; cuando no se acepta la Cruz, el alma queda desilusionada o con una íntima rebeldía, que sale enseguida al exterior en forma de tristeza y de mal humor. «Cargar con la Cruz es algo grande, grande... Quiere decir afrontar la vida con coraje, sin blanduras ni vilezas; quiere decir transformar en energía moral las dificultades que nunca faltarán en nuestra existencia; quiere decir comprender el dolor humano, y, por último, saber amar verdaderamente» 9. El cristiano que va por la vida rehuyendo sistemáticamente el sacrificio no encontrará a Dios, no encontrará la felicidad. Rehúye también la propia santidad.
 

III. Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo... Además de aceptar la Cruz que sale a nuestro encuentro, muchas veces sin esperarla, debemos buscar otras pequeñas mortificaciones para mantener vivo el espíritu de penitencia que nos pide el Señor. Para progresar en la vida interior será de gran ayuda tener varias mortificaciones pequeñas fijas, previstas de antemano, para hacerlas cada día.

Estas mortificaciones buscadas por amor a Dios serán valiosísimas para vencer la pereza, el egoísmo que aflora en todo instante, la soberbia, etc. Unas nos facilitarán el trabajo, teniendo en cuenta los detalles, la puntualidad, el orden, la intensidad, el cuidado de los instrumentos que utilizamos; otras estarán orientadas a vivir mejor la caridad, en particular con las personas con quienes convivimos y trabajamos: saber sonreír aunque nos cueste, tener detalles de aprecio hacia los demás, facilitarles su trabajo, atenderlos amablemente, servirles en las pequeñas cosas de la vida corriente, y jamás volcar sobre ellos, si lo tuviéramos, nuestro malhumor; otras mortificaciones están orientadas a vencer la comodidad, a guardar los sentidos internos y externos, a vencer la curiosidad; mortificaciones concretas en la comida, en el cuidado del arreglo personal, etcétera. No es preciso que sean cosas muy grandes, sino que se adquiera el hábito de hacerlas con constancia y por amor a Dios.

Como la tendencia general de la naturaleza humana es la de rehuir lo que suponga esfuerzo, debemos puntualizar mucho en esta materia, para no quedarnos sólo en los buenos deseos. Por eso en ocasiones será muy útil incluso apuntarlas, para repasarlas en el examen o en otros momentos del día y no dejar que se olviden. Recordemos también que las mortificaciones más gratas al Señor son aquellas que hacen referencia a la caridad, al apostolado y al cumplimiento más fiel de nuestro deber.

Digámosle a Jesús, al acabar nuestro diálogo con El, que estamos dispuestos a seguirle, cargando con la Cruz, hoy y todos los días.

1 Lc 9, 23. — 2 Lc 14, 27. — 3 J. OREANDIS, Ocho bienaventuranzas, Pamplona 1982, p. 72.— 4 SAN JUAN DE EA CRUZ, Llama de amor viva, 11, 7. — 5 IDEM, Carta al P. Juan de Santa Ana, 23. — 6 R.M. DE BAL.BÍN, Sacrificio y alegría, Rialp. 22 ed., Madrid 1975, p. 123. — J. EscRivA oE BAI.AGUER, Es Cristo que pasa, 176. — 9 IDEM, Amigos de Dios, 301. — 9 PABLO VI, Alocución 24-111-1967.

 

CUARESMA. VIERNES DESPUÉS DE CENIZA


3. TIEMPO DE PENITENCIA


1. Narra el Evangelio de la Misa 1 que los discípulos de Juan el Bautista le preguntaron a Jesús: ¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos a menudo y, en cambio, tus discípulos no ayunan?

El ayuno era, entonces y siempre, una muestra más del espíritu de penitencia que Dios pide al hombre. «En el Antiguo Testamento se descubre, cada vez con una riqueza mayor, el sentido religioso de la penitencia, como un acto religioso, personal, que tiene como término el amor y el abandono en Dios» 2. Acompañado de oración, sirve para manifestar la humildad delante de Dios 3: el que ayuna se vuelve hacia el Señor en una actitud de dependencia y de abandono totales. En la Sagrada Escritura vemos ayunar y realizar otras obras de penitencia antes de emprender un quehacer difícil4, para implorar el perdón de una culpa 5, obtener el cese de una calamidad 6, conseguir la gracia necesaria en el cumplimiento de una misión 7, prepararse al encuentro con Dios 8, etcétera.

Juan el Bautista, conocedor de los frutos del ayuno, enseñó a sus discípulos la importancia y la necesidad de esta práctica de penitencia. En esto coincidía con los fariseos piadosos y amantes de la Ley, a quienes les sorprende que Jesús no lo haya inculcado a los Apóstoles. Pero el Señor sale en defensa de los suyos: ¿Acaso los amigos del esposo pueden andar afligidos mientras el esposo está con ellos? 9. El esposo, según los Profetas, es el mismo Dios que manifiesta su amor a los hombres 10.

Cristo declara aquí, una vez más, su divinidad y llama a sus discípulos los amigos del esposo, sus amigos. Están con El y no necesitan ayunar. Sin embargo, cuando les sea arrebatado el esposo, entonces ayunarán. Cuando Jesús no esté visiblemente presente, será necesaria la mortificación para verle con los ojos del alma.

Todo el sentido penitencial del Antiguo Testamento «no era más que sombra de lo que había de venir. La penitencia —exigencia de la vida interior confirmada por la experiencia religiosa de la humariidad y objeto de un precepto especial de la revelación divina— adquiere en Cristo y en la Iglesia dimensiones nuevas, infinitamente más vastas y profundas» 11.

La Iglesia en los primeros tiempos conservó las prácticas penitenciales, en el espíritu definido por Jesús. Los Hechos de los Apóstoles mencionan celebraciones del culto acompañadas de ayuno 12. San Pablo, durante su desbordante labor apostólica, no se contenta con padecer hambre y sed cuando las circunstancias lo exigen, sino que añade repetidos ayunos 13. Y siempre la Iglesia ha permanecido fiel a esta práctica penitencial, determinando en cada época los días en que los fieles deben ayunar y recomendando esta práctica piadosa, con el consejo oportuno de la dirección espiritual.

Pero el ayuno es sólo una de las formas de penitencia. Existen otras formas de mortificación corporal que hemos de practicar, que nos facilitan la conversión y la unión con Dios. Podemos preguntarnos hoy cómo vivimos el sentido penitencial que nuestra Madre la Iglesia desea que tengamos en toda nuestra vida, y de modo singular en este tiempo litúrgico de Cuaresma en que nos encontramos.


II.
Haced penitencia, dice Jesús al comienzo de su vida pública, como había predicado ya el Bautista, y como luego hicieron los Apóstoles en el comienzo de la Iglesia. Tenemos necesidad de ella para nuestra vida de cristianos, y para reparar por tantos pecados propios y ajenos. Sin un verdadero espíritu de penitencia y de conversión sería imposible el trato con Jesucristo, y nos dominaría el pecado. No debemos rehuirla por miedo, por considerarla inútil, por falta de sentido sobrenatural. «¿Tienes miedo a la penitencia?... A la penitencia, que te ayudará a obtener la Vida eterna. —En cambio, por conservar esta pobre vida de ahora, ¿no ves cómo los hombres se someten a las mil torturas de una cruenta operación quirúrgica?» 14. Rehuir la penitencia significaría también rehuir la santidad y quizá, por sus consecuencias, la misma salvación.

Nuestro afán por identificarnos con Cristo nos llevará a aceptar su invitación a padecer con El. La Cuaresma nos prepara a contemplar los acontecimientos de la Pasión y Muerte de Jesús. Sobre todo, los viernes de Cuaresma, que tienen un recuerdo especial del Viernes Santo en que Cristo consumó la Redención, podemos meditar los acontecimientos de aquel día, que han quedado recogidos en la tradicional devoción del Vía Crucis. Por eso aconseja Mons. Escrivá de Balaguer: «El Vía Crucis. —¡Esta sí que es devoción recia y jugosa! Ojalá te habitúes a repasar esos catorce puntos de la Pasión y Muerte del Señor, los viernes. —Yo te aseguro que sacarás fortaleza para toda la semana» 15.

Con esta devoción contemplaremos la Humanidad Santísima de Cristo, que se nos revela sufriendo como hombre en su carne sin perder la majestad de Dios. Acompañando a Jesús por la Vía Dolorosa, podremos revivir aquellos momentos centrales de la Redención del mundo y contemplar a Jesús condenado a muerte que carga con la Cruz (2~ estación) y emprende un camino que también nosotros debemos seguir. Cada vez que Jesús cae al suelo por el peso del madero, hemos de espantarnos, porque son nuestros pecados —los pecados de todos los hombres— los que agobian a Dios; y los deseos de conversión acudirán a nuestro corazón: «La Cruz hiende, destroza con su peso los hombros del Señor (...). El cuerpo extenuado de Jesús se tambalea ya bajo la Cruz enorme. De su Corazón amorosísimo llega apenas un aliento de vida a sus miembros llagados (...). Tú y yo no podemos decir nada: ahora ya sabemos por qué pesa tanto la Cruz de Jesús. Y lloramos nuestras miserias y también la ingratitud tremenda del corazón humano. Del fondo del alma nace un acto de contrición verdadera, que nos saca de la postración del pecado. Jesús ha caído para que nosotros nos levantemos: una vez y siempre» 16.

La contemplación de esos sufrimientos de Jesús, y las mortificaciones voluntarias que hagamos deseando unirnos al afán redentor de Cristo, aumentarán también nuestro espíritu apostólico en esta Cuaresma. El dio su Vida para acercar los hombres a Dios.
 

III. La fuente de las mortificaciones que nos pide el Señor está casi siempre en la tarea cotidiana. Muchas nacen con el día: levantarnos a la hora prevista, venciendo la pereza en este primer momento; la puntualidad; el trabajo bien acabado en los detalles; las molestias del calor o del frío; sonreír, aunque estemos cansados o sin ganas; sobriedad en la comida y bebida; orden y cuidado en las cosas que tenemos y usamos; rendir el propio juicio... Pero para eso es preciso, ante todo, seguir este consejo: «Si de veras deseas ser alma penitente —penitente y alegre—, debes defender, por encima de todo, tus tiempos diarios de oración —de oración íntima, generosa, prolongada—, y has de procurar que esos tiempos no sean a salto de mata, sino a hora fija, siempre que te resulte posible. No cedas en estos detalles.

»Sé esclavo de este culto cotidiano a Dios, y te aseguro que te sentirás constantemente alegre» 17.

Además de las mortificaciones llamadas pasivas, que se presentan sin buscarlas, las mortificaciones que nos proponemos y buscamos se llaman activas. Entre éstas, tienen especial importancia para el progreso interior y para lograr la pureza de corazón las mortificaciones que hacen referencia a nuestros sentidos internos: mortificación de la imaginación, evitando el monólogo interior en el que se desborda la fantasía, y procurando convertirlo en diálogo con Dios, presente en nuestra alma en gracia; también, cuando tendemos a dar muchas vueltas en nuestro interior a un suceso en el que parece que hemos quedado mal, a una pequeña injuria (probablemente hecha sin mala intención) que, si no cortamos a tiempo, el amor propio y la soberbia van haciendo cada vez mayor hasta quitarnos la paz y la presencia de Dios. Mortificación de la memoria, evitando recuerdos inútiles, que nos hacen perder el tiempo 18 y quizá nos podrían acarrear otras tentaciones más importantes. Mortificación de la inteligencia, para tenerla puesta en aquello que es nuestro deber en ese momento 19; también, en muchas ocasiones, rindiendo el juicio, para vivir mejor la humildad y la caridad con los demás. En definitiva, se trata de apartar de nosotros hábitos internos que veríamos mal en un hombre de Dios 20, en una mujer de Dios. Decidámonos a acompañar de cerca al Señor en estos días, contemplando su Humanidad Santísima en las escenas del Vía Crucis: ver cómo voluntariamente recorre el camino del dolor por nosotros.

1 Mt 9, 14-15. — 2 PABLO VI, Const. Paenitemini, 17-11-1966. — 3 Cfr. Lev 16,29-31.—4 Cfr. Jue 20, 26; Est 4, 16.—51 Re 21, 27.—6Jdt4,9-13. -7Hech 13,2.—8Ex34,28;Dan9,3.—9Mt9,15.—10Cfr. 1s54,5.  11 PABLO VI, Const. Paenitemini, 17-11-1966. — 12 Cfr. Hech 13, 2 ss. — 13 Cfr. 2 Cor 6, 5; 11, 27. — 14 J. EscnivA DE BALAGUER, Camino, n. 224. 15 Ibídem, n. 556. — 16 IDEM, Vía Crucis, 111. — 17 IDEM, Surco, n. 994. 18 Cfr. IDEM, Camino, n..13. — '9 Cfr. Ibídem, n. 815. — zo Cfr. IDEM, Ca-mino, n. 938.

 

CUARESMA. SÁBADO DESPUÉS DE CENIZA


4. SALVAR LO PERDIDO

1. El Evangelio de la Misa 1 nos narra la vocación de Mateo: su llamada por el Señor y la pronta respuesta del recaudador de tributos. El, dejándolo todo, se levantó y lo siguió.

El nuevo apóstol quiso mostrar su agradecimiento a Jesús con un convite que San Lucas califica de grande. Estaban sentados a la mesa gran número de recaudadores y otros. Allí estaban todos sus amigos.

Los fariseos se escandalizaron. Les preguntaban a los discípulos: ¿cómo es que coméis y bebéis con publicanos y con pecadores? Los publicanos eran considerados como pecadores, por los beneficios desorbitados que podían obtener en su profesión y por las relaciones que mantenían con los gentiles.

Jesús replicó a los fariseos con estas consoladoras palabras: No necesitan de médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores para que se conviertan 2.

Jesús viene a ofrecer su reino a todos los hombres, su misión es universal. «El diálogo de salvación no quedó condicionado por los méritos de aquellos a quienes se dirigía, se abrió para todos los hombres sin discriminación alguna...» 3.

Jesús viene para todos, pues todos andamos enfermos y somos pecadores; nadie es bueno, sino uno, Dios 4. Todos debemos acudir a la misericordia y al perdón de Dios para tener vida 5 y alcanzar la salvación. La humanidad no está dividida en dos bloques: quienes ya están justificados por sus fuerzas, y los pecadores. Todos necesitamos, cada día, del Señor. Quienes piensan que no tienen necesidad de Dios no alcanzan la salud, siguen en su muerte o en su enfermedad.

Las palabras del Señor que se nos presenta como Médico nos mueven a pedir perdón con humildad y confianza por nuestros pecados y también por los de aquellas personas que parecen querer seguir viviendo alejados de Dios. Le decimos hoy, con Santa Teresa: «¡Oh qué recia cosa os pido, verdadero Dios mío: que queráis a quien no os quiere, que abráis a quien no os llama, que deis salud a quien gusta de estar enfermo y anda procurando la enfermedad! Vos decís, Señor mío, que venís a buscar a los pecadores. Estos, Señor, son los verdaderos pecadores. No miréis nuestra ceguedad, mi Dios, sino la mucha sangre que derramó vuestro Hijo por nosotros; resplandezca vuestra misericordia en tan crecida maldad; mirad, Señor, que somos hechura vuestra» 6. Si acudimos así a Jesús, con humildad, siempre tendrá misericordia de nosotros y de aquellos a quienes procuramos acercar a El.
 

II. En el Antiguo Testamento se describe al Mesías como al pastor que había de venir para cuidar con solicitud sus ovejas, acudiendo a sanar a las heridas y enfermas Ha venido a buscar lo que estaba perdido, a llamar a los pecadores, a dar su vida como rescate por muchos 8. Fue El, según se había profetizado, quien soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores, y en sus llagas hemos sido curados 9.

Cristo es el remedio de nuestros males: todos andamos un poco enfermos y por eso tenemos necesidad de Cristo. «Es Médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo del alma» 10. Debemos ir a El como el enfermo va al médico, diciendo la verdad de lo que le pasa, con deseos de curarse. «Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es la hipocresía, el orgullo que lleva a disimular los propios pecados. Con el Médico es imprescindible una sinceridad absoluta, explicar enteramente la verdad y decir: Domine, si vis, potes me mundare (Mt 8, 2), Señor, si quieres —y Tú quieres siempre—, puedes curarme. Tú conoces mi flaqueza; siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus. Señor, Tú, que has curado a tantas almas, haz que, al tenerte en mi pecho o al contemplarte en el Sagrario, te reconozca como Médico divino» 11.

Unas veces, el Señor actuará directamente en nuestra alma: Quiero, sé limpio 12, sigue adelante, sé más humilde, no te preocupes. En otras ocasiones, y siempre que haya un pecado grave, el Señor dice: Id y mostraos a los sacerdotes 13, al sacramento de la Penitencia, donde el alma encuentra siempre la medicina oportuna.

«Reflexionando sobre la función de este sacramento —dice el Papa Juan Pablo II—, la conciencia de la Iglesia descubre en él, además del carácter de juicio..., un carácter terapéutico o medicinal. Y esto se relaciona con el hecho de que es frecuente en el Evangelio la presentación de Cristo como Médico, mientras su obra redentora es llamada a menudo, desde la antigüedad cristiana, medicina salutis. `Yo quiero curar, no acusar' —decía San Agustín refiriéndose a la práctica pastoral penitencial— y, gracias a la medicina de la Confesión, la experiencia del pecado no degenera en desesperación» 14. Termina en una gran paz, en una inmensa alegría.

Contamos siempre con el aliento y la ayuda del Señor para volver y recomenzar. El es quien dirige la lucha, y «un jefe en el campo de batalla estima más al soldado que, después de haber huido, vuelve y ataca con ardor al enemigo, que al que nunca volvió la espalda, pero tampoco llevó nunca a cabo una acción valerosa» 15. No sólo se santifica el que nunca cae sino el que siempre se levanta. Lo malo no es tener defectos —porque defectos tenemos todos—, sino pactar con ellos, no luchar. Y Cristo nos cura como Médico y luego nos ayuda a luchar.


III. Si alguna vez nos sintiéramos especialmente desanimados por alguna enfermedad espiritual que nos pareciera incurable, no olvidemos estas consoladoras palabras de Jesús:
Los sanos no necesitan médico, sino los enfermos. Todo tiene remedio. El está siempre muy cerca de nosotros, pero especialmente en esos momentos, por muy grande que haya sido la falta, aunque sean muchas las miserias. Basta ser sincero de verdad.

No lo olvidemos tampoco si alguna vez en nuestro apostolado personal nos pareciera que alguien tiene una enfermedad del alma sin aparente solución. Sí la hay; siempre. Quizá el Señor espera de nosotros más oración y mortificación, más comprensión y cariño.

«Se curarán todas tus enfermedades —dice San Agustín—. `Pero es que son muchas', dirás. Más poderoso es el Médico. Para el Todopoderoso no hay enfermedad insanable; tú déjate sólo curar, ponte en sus manos» 16.

Debemos llegarnos a Él como aquellas gentes sencillas que le rodeaban. Como acudían los ciegos, los cojos, los paralíticos..., que deseaban ardientemente su curación. Sólo aquel que se sabe y se siente manchado experimenta la necesidad profunda de quedar limpio; solamente quien es consciente de sus heridas y de sus llagas experimenta la urgencia de ser curado. Hemos de sentir la inquietud por curar aquellos puntos que nuestro examen de conciencia general o particular nos enseña que deben ser sanados.

Mateo dejó aquel día su antigua vida para recomenzar otra nueva junto 'a Cristo. Hoy podemos hacer nuestra esta oración de San Ambrosio: «También yo como él quiero dejar mi antigua vida y no seguir a otro más que a ti, Señor, que curas mis heridas. ¿Quién podrá separarme del amor a Dios que se manifiesta en ti?... Estoy atado a la fe, clavado en ella; estoy atado por "los santos vínculos del amor. Todos tus mandamientos serán como un cauterio que tendré siempre ádherido a mi cuerpo...; la medicina escuece, pero aleja la infección de la llaga. Corta, pues, Señor Jesús, la podredumbre de mis pecados. Mientras me tienes unido con los vínculos del amor, corta cuanto esté infecto. Ven pronto a sajar las pasiones escondidas, secretas y múltiples; saja la herida, no sea que la enfermedad se propague a todo el cuerpo...

»He hallado un médico que habita en el Cielo, pero que distribuye sus medicinas en la tierra. Sólo El puede curar mis heridas, porque no las padece; sólo El puede quitar del corazón la pena y del alma el temor, porque conoce las cosas más íntimas» 17.

Muchos de los amigos de Mateo que estuvieron con Jesús en aquel banquete se sentirían acogidos y comprendidos por el trato amable del Señor. Tendría con ellos, sin duda, singulares muestras de amistad. Más tarde, se convertirían a Él de todo corazón y aceptarían plenamente su doctrina, que les obligaba a cambiar de vida en muchos puntos. Formarían parte de la primitiva comunidad de cristianos en Palestina. Los amigos de Mateo encontraron al Maestro en un banquete. Jesús aprovechó siempre cualquier circunstancia para llevar a las gentes a la salvación. También en esto debemos imitarle en nuestro apostolado personal.

1 Lc 5, 27-32. 2 Le 5, 31-32. 3 PAei.o VI, Enc. Ecclesiam suam, 6-8-1964. — 4 Mc 10, 18. — 5 Cfr. in 10, 28. — 6 SANTA TERESA, Exclamaciones, 8. 7 Cfr. 1s 61, 1 ss; Ez 34, 16 ss. — 6 Cfr. Lc 19, 10. Y /s 53, 4 ss. — 10 J. ESCRIVA DE BAEAGUER, Es Cristo que pasa, 93. — 11 IBÍDEM. — 12 Ml 8, 3. 13 Lc 17, 14. — 14 JUAN PABLO II, Exhort. Apost. Reconciliatio et Paenitentia, 2-12-1984, 31, II. 15 SAN GREGORIO MAGNO, Homilías sobre los Evangelios, 4, 4. — 16 SAN AGUSTiN, Comentario al Salmo 102. — 17 SAN AMBRO-slo, Comentario al Evangelio según San Lucas, 5, 27.