11. María, la creyente


A la luz de Pascua y de la asunción, podemos fiarnos de san Lucas cuando nos hablaba de los acontecimientos de la vida de Cristo, y también de la fe y de la oración de María. Ha ""investigado diligentemente todo desde los orígenes" (Lc. 1,3). Va a componer un relato de los acontecimientos según lo que le han transmitido los testigos oculares y los servidores de la Palabro, para que se den cuenta de la seguridad de las enseñanzas recibidas (Lc. 1,1-4). Sin duda interrogó mucho a los testigos oculares como la Virgen, san Juan y los apóstoles, y en su Evangelio, da un gran espacio a los relatos de la infancia y a la Virgen María.

Miremos más cerca qómo presenta a. la Virgen María en la anunciación, en la visitación o en el nacimiento de Jesús.Su relato va inmerso en un clima de alegría. En Lucas, el Evangelio se abre y se cierra con la visión de la "gran alegría": alegría del nacimiento de Jesús (Navidad) y alegría del nacimiento de la Iglesia, en el don del Espíritu (Pentecostés). Es la alegría de la salvación que Dios trae al mundo, en el nacimiento de su Hijo y en el nacimiento de la Iglesia.

Vamos a abordar primero este misterio de la alegría en María. Para Lucas, la alegría de María encuentra su fuente en el Altísimo que la ha mirado con misericordia y ternura; la ha revestido de su gracia para hacer de ella la madre de su Hijo. Es el mismo sentido de la oración de María en el Magnificat: alaba a Dios, le bendice y le da gracias por haber querido mirar a su humilde sierva. Pero comprendemos que María ha seducido al Altísimo, no a causa de sus cualidades, sino porque era pequeña. No podemos separar las maravillas de Dios en María de su actitud profunda de pobreza, humildad y. confianza.

Después, nos acercamos a este misterio, tan bienexpresado por la liturgia: "He agradado al Altísimo, porque era pequeña".

Veremos enseguida que en María la humildad se traduce en confianza en Dios. Además, hay un parentesco profundo entre la humildad y la confianza, pues las dos suponen que se mira a Dios y a su poder, antes de mirarse a uno mismo. Decir que María era humilde o que se fiaba de Dios, es prácticamente lo mismo, pues es afirmar que daba preferencia permanente a un pensamiento distinto del suyo. Se trata siempre de abandonar el país de sus evidencias, para entrar en el mundo de la utopía divina.

Nos queda finalmente (capítulo 12) abordar la cuestión alrededor de la cual damos vueltas desde el comienzo de esta parte, es decir la oración de María. Lucas nos hace entrar en esta oración explícita brindándonos el Magníficat, que está tejido de reminiscencias bíblicas. María ha derramado su oración en la oración de su pueblo, pero Lucas nos va a abrir otras perspectivas sobre una oración de María, más profunda e interior. Lucas repetirá dos veces que María conservaba con cuidado todas estas cosas, las meditaba en su corazón (Lc. 2,19 y 51.), dejándonos entender así que. habitada por la plenitud del Espíritu, había encontrado la oración oculta en el fondo del corazón. A este nivel profundo, acogía la Palabra de Dios para rumiarla y filtrarla a través de esta misma Palabra, es decir el nombre de Jesús en todos los acontecimientos de su vida.

 

Alégrate, María

Hay una antífona del Magníficat en el común de la Virgen que resume muy bien las maravillas de Dios en María, subrayando la parte activa que ha puesto para seducir al Altísimo. Todas las articulaciones de este texto tienen su peso y necesitan ser meditadas en la oración; constituyen además el itinerario de nuestra exposición:

Alegraos conmigo, todos los que amáis al Señor: en mi pequeñez he agradado al Altísimo, y he engendrado en mi seno al Dios hecho hombre 1.

De este modo, María nos invita a compartir su alegría. Cuando nos acercamos a ella, podemos tener el deseo de alabar a Dios, por las maravillas que ha obrado en María o el de suplicarle por nosotros y por nuestros hermanos, pero lo más importante es acercarnos a ella con un corazón de discípulo para escucharla. La primera palabra que nos dice es ésta: "¡Alégrate conmigo!" ¿Cómo podría decirnos otra, si  la primera palabra que Dios le ha dirigido por el ángel Gabriel es: "Alégrate, llena de gracia, el Señor es contigo" (Lc. 1,28)

Si creemos a Lucas, el primer efecto de esta palabra en María fue de turbación, pues no comprendía lo que significaba aquello: "Ella se conturbó por estas palabras, y discurría que significaría aquel saludo" (Lc. 1.29). En María la fuente de la alegría no viene de un optimismo beato o de un buen natural, viene de más arriba y de más lejos. Por eso se conturbó (la palabra es más fuerte que la empleada para Zacarías unos versículos antes) pues la palabra del ángel deja entrever a María una vocación singular.

"Que mi gozo esté en vosotros"

María no comprende porque es profundamente humilde, está tan fascinada por el Altísimo que no tiene tiempo ni deseo de mirarse a sí misma. No conoce ese repliegue de la mirada que trata de buscar aun en las mejores acciones el papel que nosotros representamos. El centro de María está únicamente en Dios. Y por eso vive en el gozo. La alegría de María es la suya, es la alegría de Dios en ella.

Después de que Jesús ha hablado de su gozo, sabemos lo que es la alegría de Dios, refractada y recogida en un corazón de hombre. Jesús ha reflejado en su corazón el gozo del Padre: "Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado"' (Jn. 15,11). Sabemos también que este gozo es esencialmente ternura, amor, felicidad y dulzura infinita. ""Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os podrá quitar vuestra alegría" n. 16,22). Así es la alegría de Dios que está en el corazón de María. Si queremos conocer esta alegría de Dios, tenemos que volvernos hacia Cristo y pedirle que nos la dé. Nunca desearemos bastante la alegría y el amor. Cuando leo algunos libros o cuando oigo hablar de la alegría me parece de una insulsez que, lo confieso, no me inspira mucho. Lo mismo sucede con el amor; se invita a los cristianos a tener alegría, hacer esfuerzos para ser alegres, como si se pudiese conseguir estar alegre por medio de la autosugestión. No se conquista la alegría, se la mendiga cada día. se le pide a Jesús que nos la dé. Y cuando penetra en nuestro corazón, comprendemos la locura de haberla pedido pues, algunos días, la alegría nos oprime de tal manera que podríamos morir como se muere de amor.

Como dice el Padre Molinié, ""se está crucificado por la alegría"".

La misma alegría de Cristo llevaba consigo la invasión de su ser por la alegría del cielo: pues es el amor de Dios el que fue crucificado en su persona, y este amor es esencialmente alegría, dicha, dulzura infinita... Los sufrimientos del cielo no penetran nunca hasta la región más íntima del alma, aquella donde reina la paz de Dios. Esta región no está por ello preservada del sufrimiento: está sencillamente más allá del sufrimiento... como Dios mismo. Esto no significa que Cristo haya sufrido menos. Sufría al contrario más, padeciendo la lucha entre la dulzura divina y las tinieblas del infierno: así es en el fondo la cruz. El sufrimiento es un misterio espiritual, aumenta con la sensibilidad: cuanto más saboreaba Cristo la felicidad de Dios, tanto más sufría en su corazón la desgracia de los hombres que rechazaban un amor tal 2.

Morir de alegría

Sospechamos la alegría misteriosa que invadía a Cristo y que es al mismo tiempo la alegría de Dios. Es esto lo que nos permite decir que Dios, se da un cierto sufrimiento, en la medida en que él es el amor mismo y desea que este amor se derrame en todos los hombres. Podemos sufrir y morir de demasiado amor. Cuando el ángel invita a María a alegrarse. es esta alegría de Cristo la que Dios quiere derramar en su corazón. Como Jesús y María, los santos saben algo de esto; sigue `diciendo el Padre Molinié:

Los santos sufren tanto más cuánto más felices son, se puede decir que están crucificados por la alegría y que mueren de alegría... Los santos sufren de alegría, la alegría les hace daño por que están en prisión. Son los torrentes del Amor de la Trinidad, que quisieran derramarse y son retenidos por el pecado del mundo y del individuo mism 3

Basta contemplar el icono de la Virgen de la ternura de Wladimir para sospechar cómo María ha sido crucificada por el amor y por tanto por la alegría. El rostro de María es grave, impregnado de cierta tristeza y sin embargo irradia una alegría apacible y serena. Se siente que la alegría está crucificada en ella por la pasión de Jesús, y que un abismo de tristeza cohabita al lado de un abismo de alegría fundados en un gran sentimiento de paz. Es el mismo sentido de las palabras de Simeón a María, cuando Jesús es presentado en el Templo: "Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción —¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!—, a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones". (Lc. 2,34-35).

Al pie de la cruz, María sufre y llora, porque es la única capaz de valorar el precio del pecado, pero está también alegre, porque siente en ella el poder de la resurrección. Silvano expresa muy bien este sufrimiento glorioso de María:

¡Qué grande debía ser el dolor de la Madre de Dios cuando estaba en pie ante la cruz! Es que su amor era inmensamente grande, y sabemos muy bien que el que más ama sufre también más. Según su naturaleza humana, la Madre de Dios no podía soportar tal dolor, pero se abandonaba a la voluntad de Dios y, reconfortada por el Espíritu Santo, recibía la fuerza para sobrellevar su dolor. Por eso se ha convertido para todo el pueblo en el consuelo ante el dolor 4.

En María, la fuente de la alegría, es la presencia de Dios. De pronto, descubre en el centro de su ser la presencia del amor trinitario, comprende que Dios se ha inclinado sobre su humilde sierva y la ha revestido de su ternura y de su misericordia. Entonces se siente invadida de la alegría y de la paz de Dios en lo más hondo de su corazón aunque en las regiones intermedias puede estar inquieta y turbada.

Desde el momento en que Dios la toca, posee la alegría en el fondo de su corazón, aunque no lo sienta en las potencias inferiores. Se puede decir que es lo propio del encuentro con Dios; en cuanto un hombre es rozado por Dios, se ve envuelto en paz y alegría, pero es un "cero" para la experiencia sensible; esta alegría es tan profunda que se confunde con el silencio; es la alegría no sentida. En el momento en que el hombre quiere traducir esta alegría en palabras u objetos, diciendo lo que constituye su alegría, dejará el mundo trascendente para abordar el mundo de los fenómenos. Así la alegría puede habitar en nosotros a un nivel tan profundo que no la sintamos y que se traduzca únicamente en silencio.

En el terreno cristiano, hay que ir aun más lejos y afirmar que nuestra alegría encuentra su fuente en nuestra debilidad. Habitualmente la debilidad, sea espiritual o moral, engendra en nosotros tristeza y desaliento. Pablo ve las cosas de una manera totalmente distinta, y nos propone utilizar nuestra miseria como una vía para experimentar el poder de Dios. El único medio de encontrar a Dios es ofrecerle nuestra miseria y nuestra pobreza. Pablo nos invita a alegrarnos (es un verbo eminentemente activo) de lo que nos aflige: "Por tanto, con sumó gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazca en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo; pues, cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte". (2 Cor. 12,9-10).

En otros momentos, esta alegría hervirá en el corazón de María en júbilo. No podrá ya contenerla, y gritará al rostro de Dios en el Magnificat: "Mi espíritu se alegra en Dios mi salvador" (Lc. 1,47). En Jesús como en María, la alegría es siempre fuente de alabanza y de bendición: "En aquel momento, se llenó de gozo Jesús en el Espíritu Santo, y dijo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra. por que has ocultado estas cosa a sabios y prudentes, y se las has revelado a pequeños»" (Lc. 10,21). Bendecir al Padre, es sencillamente decir bien de él (bene = bien; dicere = decir); es otra manera de afirmar: "Soy feliz porque existes. Tú eres toda mi alegría".

María no salta de alegría en sí misma, sino en Dios su Salvador, pues ella vive en él `y de él. Su mirada se dirige a Dios, y por eso se libera de sí misma, y de todas las inquietudes y complicaciones de la vida. Ha salido totalmente de sí para encontrar su alegría en Dios. Esto es el verdadero éxtasis y la definición misma del amor: no estar ya en uno mismo, sino volcado en otro, y morar en él. Pienso que la Virgen experimentó ese sentimiento de disolución que la arrancaba de sí misma para hacerle morar en Dios. En esto consistía toda su oración, su conversación con Dios; en una palabra, estaba volcada en Dios 5.

 

Agradó al Altísimo porque era muy pequeña.

Volvamos un momento al saludo que el ángel dirige a María: "Alégrate, llena de gracia, el Señor es contigo" (Lc. 1,28). Si María se turba, es porque se descubre sencillamente sumergida en el amor de Dios, y porque podría decir como santa Angela de Foligno: "He sido introducida en el amor de Dios y he sido hecha el no-amor, pues he perdido el poco amor que arrastraba hasta ahora".

No sé si os ha sucedido ya el estar ante alguien que siente por vosotros una pasión devoradora; pues bien, esto da miedo, pues el amor es peligroso. Sólo cuando Dios declara su amor demasiado grande. es a la vez plenamente respetuoso. Su amor es devorador, pero él no devora al que ama; es el mismo Dios el devorado por su amor. Se deja disolver en el otro. Es el que ama el poseído por el otro. Así se explica que pueda haber sufrimiento en Dios, no por causa de una carencia o de una frustración, sino por su amor demasiado grande que no es reconocido. Es lo que hacía exclamar a san Francisco de Asís: "El amor no es amado".

Llena de gracia.

Este amor demasiado grande de Dios es lo que explica la turbación de María. Se ve como una obra del amor de la Santísima Trinidad, que la ha mirado a causa de su humildad: "Porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas ,las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso". (Lc. 1,48-49). Cuando Dios pronuncia una palabra, obra eficazmente sobre la realidad, es decir que su palabra realiza lo que dice. Igualmente. cuando Dios mira a una criatura con toda la intensidad de su ternura y de su misericordia, la llena de su Espíritu Santo y la reviste de su gracia. En otras palabras, la envuelve en las entrañas de su misericordia.

A nivel humano, se sabe muy bien que el amor es capaz de arrancar un ser de la trivialidad de su existencia para transformarlo. Nos ocurre a veces decir que está desconocida a una joven que se ha echado novio. Con mucha mayor razón cuando se trata del amor gratuito de Dios que nos recrea por dentro y nos reviste de su gracia. Al escuchar al ángel, María ha respirado el aire del país trinitario de donde viene y a donde va. Se llena de gracia y se convierte según las hermosas palabras de san Pedro en ""partícipe de la naturaleza divina" (2 Pe. 1,4).

Es admitida por gracia en la daníza trinitaria, pues se ha bañado en un agua profunda y luminosa, la de la verdad del Dios-Amor. Ha sido recuperada y remodelada por las "dos manos" (san Ireneo) y el rostro trinitario de Cristo se ha hecho carne en ella: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios".(Lc. 1,35)

Para emplear una expresión de Jesús, en el fondo de ella. en lo hondo de su corazón, hay un vestigio del "seno del Padre". En una palabra. ella es la primera a quien se dirige la palabra de Cristo: "Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él". (Jn. 14,23).

No olvidemos nunca que María fue salvada por la sangre de Cristo, como los otros miembros de la familia humana y lo fue antes de contraer el pecado; por eso conocía su precio mucho mejor que nosotros. Así se expresa la liturgia:

Señor, tú has preparado a tu Hijo una morada digna de él por la concepción inmaculada de la Virgen María, puesto que la has preservado por una gracia proveniente de la muerte de tu Hijo...

Retengamos bien la palabra: María ha sido preservada del pecado. Cuando Teresa de Lisieux reflexiona sobre el hecho de que ella no ha conocido el pecado, se impresionará por la palabra de Jesús: "Al que menos se le perdona, ama menos". ¿Qué hacer, puesto que ella no pertenece a la categoría de los grandes pecadores, y sin embargo quiere amar mucho? Encontrará esta admirable respuesta: "Dios me ha perdonado mucho más que a los pecadores... puesto que me ha preservado", lo cual constituye el colmo de la curación y del perdón.

Esto es exactamente lo que sentía María: a ella es a quien Dios ha perdonado más, es ella la que ha costado más a Jesucristo. María es una perdonada, más que María Magdalena: cuando se miraban la una a la otra, se miraban como dos perdonadas que se comprenden, pues se veían liberadas del mismo abismo. Una y otra han derramado las mismas lágrimas sobre los pecados de María Magdalena: pues la contrición de esta última no contemplaba sus faltas, contemplaba el corazón de Cristo herido por sus culpas; y la compasión de María miraba al mismo corazón de Cristo, derramaba las mismas lágrimas que María Magdalena, porque el amor no es amado6.

Al saberse perdonada. María experimentó con todos los hombres la solidaridad en el pecado, y por eso puede interceder eficazmente por nosotros en la gran oración de Jesús: "Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores". ,

Al ver a su Hijo morir en la cruz, comprendió el salario del pecado, pero al mismo tiempo se conmovió por la misericordia de Dios, seducido por la miseria del hombre. Lo vivió hasta en su carne; su corazón traspasado por la espada no es más que la señal y el eco de lo que Dios dice a menudo en la Biblia, a propósito de su misericordia: "Al ver la miseria, se han conmovido mis entrañas".

Es el misterio oculto desde el principio, del que habla san Pablo (Ef. 3,9) y que se nos revela en la insondable riqueza de Cristo. Es el misterio del enfrentamiento entre la dulzura de Dios y la dureza de los hombres, la contemplación de nuestra miseria a través de los ojos de la misericordia de Dios. El grito de Jesús sobre la cruz resuena en cada momento en el corazón de María que invitándonos a la oración, desea que nuestro corazón sea traspasado por la dulzura desarmante de Dios. Cuando un hombre sospecha la profundidad de este misterio en María, está amenazado por el virus de la misericordia, que le dará un corazón lleno de ternura, primero para con Dios y luego para con sus hermanos. Pienso que es esta la compasión de María, que siempre ha seducido el corazón de los santos.  

¿Quién sospecha que Dios puede sufrir, no por falta o frustración, sino que se conmueve en sus entrañas de Padre por el rechazo del hombre que no acepta su amor? Jesús quiso reflejar este sufrimiento de Dios: "Al entrar en este mundo, (Cristo) dice: Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: He aquí que vengo -pues de mí está escrito en el rollo del libro— a hacer. oh Dios, tu voluntad". (Heb. 10,5-7).

Del mismo modo, cuando María pronuncia el "hágase en mí según tu palabra". es la criatura que consiente totalmente al amor del Padre y refleja su sufrimiento ante el rechazo de los hombres.

La humildad de María.

Es preciso tener cuidado al traducir el texto latino, a fin de captar la intención profunda de la liturgia. Hay una conjunción (cum = porque) que explica la razón profunda de la seducción ejercida por María sobre Dios. Tomemos el texto latino: "Cum essem parvula, ego placui Altissimo", "He agradado al Altísimo, porque era muy pequeña". Esta es la razón prófunda de la atracción ejercida por María sobre el corazón de Dios. Muchos traducen el cum por como y entonces pierde fuerza.

¿Por qué Dios ha amado a María? Respondemos inmediatamente; por su pobreza, humildad y confianza. Dios no ha amado a María porque era la Madre de su Hijo, ni por su Inmaculada Concepción, ni por su asunción. La ha amado porque era muy pequeña. Hay que comprender bien esta humildad de María, que no es moral ni mucho menos sentimental; es la humildad de reconocerse criatura y por tanto de estar en segundo lugar. Así, cuando hablamos de pequeñez, no pensamos en la miseria moral, sino en el hecho de que el ser de María está marcado de no= ser. Dios puede decidir si María existirá o no, pero si existe, es una criatura con toda la indigencia que esto lleva consigo. En otras palabras, María debe recibirse y aceptarse de Dios, y es esto lo que le da un rostro propio, que le permite dialogar con Dios.

Dios ha concedido a la Virgen los dones que la liturgia enumera y celebra, pero ninguno está en el origen del encanto que ejerce sobre el corazón de Dios. Porque Dios la ha amado la ha colmado y no al revés. El ángel dirá con toda claridad en la anunciación: "No temas, María, porque has hallado gracia ante Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quién pondrás por nombre Jesús". (Lc. 1,30). La maternidad divina y la Inmaculada Concepción que la prepara son el fruto de este amor de Dios, y no su explicación. Tal vez tenemos demasiada tendencia a considerar los dones que Dios ha hecho a María, sin remontarnos hasta el que los da.

Sin embargo queda por decir que, si bien el amor de Dios es gratuito, no es por ello arbitrario. Dios da sus dones a quien quiere y cuando quiere, pero hay algo que le ha agradado en la Virgen -como en cada criatura- y que ha provocado su amor. Como dice también el Padre Molinié:

Este amor enfoca realmente desde el origen un rostro distinto del de los Tres, un rostro amado en su misma distinción, y por consiguiente en su misma pobreza, pues sólo esta pobreza le distingue de los Tres.

María ha sabido entenderse con Dios, porque ha podido ofrecerle lo único que él deseaba: su pequeñez. Y por eso ha sido llena del amor de la Trinidad. Este rostro humilde y pobre es lo que María ha ofrecido a Dios y lo que ha permitido a Dios decirle "tú" y entablar con ella un diálogo. No es ese poco de amor que podemos dar a Dios lo que le interesa sino tan sólo nuestra miseria y nuestra pobreza: "Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada" (Lc. 1,52-53). Para acoger las grandes aguas del amor trinitario, hay que aumentar cada vez más la capacidad. En el fondo, no podemos unirnos a Dios más que en forma de vacío.

Para gritar a Dios, hay que estar sumergido por las olas y comprender que solo él es el dueño de lo imposible. Mientras podemos echar mano de nuestros recursos; de nuestra voluntad o de nuestros allegados, la verdadera oración no es .posible, no puede todavía brotar de lo profundo de nuestra miseria. Hay que haber tocado un punto sin retorno para gritar a Dios.

Para orar como Dios quiere, habría que entrar en la piel de Job, que ruge su sufrimiento al rostro de Dios. El Evangelio es muy discreto sobre la súplica de María:, pertenece a esa categoría de pobres que, por pudor no gritan su miseria; se contenta con acercarla, desvelarla y desplegarla ante Dios. Así actúa en Caná con Jesús; no pide nada, pero le expone las necesidades de aquella pobre gente: "No tienen vino" (Jn. 2,3). Hay días en los que no se puede gritar la miseria, de tal manera nos oprime; entonces hay que aceptar desplegarla ante Dios para ofrecérsela e incluso buscar la dimensión más profunda de esta miseria. Ahí es donde nos espera y nos cita Dios; ahí es también donde, a la vez, encontraremos su misericordia. Se oculta allí y en ninguna otra parte.

También podemos gritar a Dios esta miseria profunda. Los Padres antiguos, como san Juan Clímaco, nos invitan a orar con llanto y lágrimas, como se dice de Jesús en la Carta a los hebreos, El Evangelio no nos dice nada de esta oración de la Virgen, pero sabemos que había asimilado toda la oración judía, y por tanto los salmos de súplica, tan numerosos en la Biblia. Sabemos también que no siempre comprendió los hechos y los gestos de Jesús, que conoció la angustia (Lc. 2,48) y que al pie de la cruz, una espada de dolor le atravesó el corazón. Cómo no pensar que se unió a la oración de Cristo: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?".

Ante Dios, María ha sido pobre, ha tenido necesidad de él y ha orado. Tenemos ahí toda la pedagogía de Dios en la Biblia. El Padre sabe que tenernos necesidad de todo esto (Mt. 6,8), pero él tiene necesidad de nuestra súplica para darnos la alegría de una "conversación" con él. Entonces puede llenarnos y saciarnos (Lc. 1,53). Los ricos no tienen necesidad de orar a Dios, pueden orarse a sí mismos para conseguir todo lo que necesitan, y por eso son despedidos con las manos vacías. Cuando oramos a Dios, le damos limosna, pues la única cosa que podemos darles nuestra necesidad, nuestra miseria y nuestra súplica; entonces le damos alegría. Dios se maravilla siempre y se deja seducir por el niño en oración: "Está cerca de los que le invocan en verdad", pero rechaza a los ricos y a los orgullosos arrebujados en su suficiencia. Si sospechamos de este género de oración, es que no hemos descubierto nunca la profundidad de nuestra miseria, ni la profundidad de la misericordia de Dios.

 

"Feliz la que ha creído (Lc. 1,45).

El hombre no se justifica por las obras de la ley sino solo por la fe en Jesucristo" (Gál. 2,16). Sin duda hay que haber alcanzado una gran madurez espiritual, para comprender que la fe en el poder de la resurrección que obra en nosotros es el gran problema de nuestra existencia. Yo diría finalmente que la fe es el único problema de la vida, ni siquiera es un problema, sino una prueba. Pablo hablará de la victoria de la fe que debe pasar por un fracaso, la derrota de la autosantificación. Hay que haber sufrido muchos fracasos para tocar el fondo de nuestra radical pobreza y volvernos únicamente hacía Dios con absoluta confianza. La pasividad cristiana reside en el hecho de que no se puede hacer más, porque no se puede ya más de agotamiento y fatiga.

Hombres de poca fe

Cuando uno se encuentra así hundido, se experimenta el deseo de contemplar despacio a esos hombres y mujeres de la Biblia, esos ""mayores" de los que nos habla la Carta a los hebreos (1 1,2), que enraizaron su vida y su fe en Dios y en su palabra. Pertenecen a esa nube de testigos que arrojan el peso de sus pecados para correr la prueba, fijos los ojos en Jesús, el iniciador de la fe (Heb. 12,2). Comprendemos que nuestra fe descanse, se funde y se enraice en la fe de Abraham, de Moisés, de los apóstoles y de la Virgen, como en su medio vital y nutricio.

Todos esos episodios del Evangelio en los que se trata de la fe del centurión, de la cananea, del leproso, adquieren relieve. Experimentamos que la pobreza de nuestra fe, que no tiene ni siquiera el tamaño del grano de mostaza (Mt. 17,20) no permite a Dios, el, dueño de lo imposible, hacer maravillas en nosotros. Cuando nos invade el miedo por nuestra debilidad o por el carácter intolerable de los acontecimientos, oímos a Jesús que nos dice como a Pedro: 'Por qué estáis con miedo, hombres de poca fe?" (Mt. 8,26), estáis amenazados por la incredulidad, y os dejáis ganar por el miedo y las preocupaciones (Mt. 14,31; 16,8; 17,20),

Algunos personajes del Evangelio ejercen de pronto sobre nosotros un atractivo irresistible, pues no discuten con Cristo, ni le impugnan planteándole falsos problemas. Están de entrada a nivel de su corazón y de sus intenciones, y por eso le miran y le escuchan con corazón de discípulo. Son hombres de "grandes ojos", que escudriñan en la noche el rostro de su muy amado Señor. No se impugna a Cristo, no se discute con él, sino que se trata de adivinar las intenciones de su corazón. Mientras estemos obligados a hablar para mantener contacto con él, se puede presumir con toda seguridad que nuestra relación permanece todavía muy superficial. La Virgen y san Juan hablaban poco y no impugnaban jamás las palabras de Jesús: ""Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado antes al sepulcro; vió y creyó" (Jn. 20,8). En la fe, Juan sabe leer las señales de la resurrección de Jesús.

La fe de María

Lo mismo ocurre con la fe de la Virgen. Su prima Isabel la proclama "bienaventurada" porque ha creído (Lc. 1.45). Desde la anunciación en que acepta sin reservas la Palabra de Dios que se realiza en ella, hasta la cruz en que se somete con todo su ser al misterio de la "hora"", María se une al "sí" de Jesús en lo más profundo de su corazón. Al decir: "Hágase en mí según tu palabra" (Lc. 1,38), renuncia a decidir libremente, y deja definitivamente a Dios que disponga de ella; es la obediencia de la fe de la que habla san Pablo (Rom. 1,5). Participa de verdad y crea un espacio libre para la semilla de Dios, conformándose a esta semilla. El fiar de María es la más alta expresión de su fe consciente, de su libertad.

Por eso los evangelistas no tienen necesidad de relatarnos ninguna aparición de Cristo a María. Para los apóstoles y discípulos, Jesús aparece siempre fuera, para conducirlos inmediatamente a lo más profundo de su corazón donde el Espíritu enciende el fuego. Es el corazón ardiente de los discípulos de Emaús. Cristo glorioso vive en María por el poder de su Espíritu, por tanto no necesita que se le aparezca porque está en ella. María es el prototipo del creyente, del testigo de la fe que, no cuenta en absoluto consigo mismo, echa raíces únicamente en la Palabra de Dios y experimenta la presencia del resucitado en el calor y la alegría derramada en el corazón (Lc. 24,32).

La fe dinámica de María oscila entre la adhesión a la palabra del Señor de lo imposible, y la presencia del resucitado en lo más profundo de sí misma. Así, desde la anunciación hasta la asunción, María creció en la fe. Su vida de fe se engasta entre estas dos frases de Jesús, una en el momento en que alguien le felicitaba: "«¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!». Pero el dijo: «Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan»" (Lc. 11,27-28) y, otra a propósito de Tomás: Has creído porque me has visto. Dichosos los que aun no viendo creen" (Jn. 20,29).

De este modo Jesús proclama la grandeza de la fe de su madre. Lucas la había presentado como la creyente (1,45), meditando en su corazón el acontecimiento Jesús (2,19). A Tomás, Jesús le dice que la fe no descansa ya sobre la vista, sino sobre el testimonio de aquellos que han visto. Por esta fe los creyentes entran en profunda comunión con Cristo resucitado: ""No ruego sólo por estos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí"" (Jn. 17,20) Por eso la fe de María en la anunciación descansa sobre el testimonio de la palabra uniéndose a la fe de los que han creído sin haber visto.

A lo largo de su peregrinación terrestre, el creyente debe esforzarse en contemplar el dinamismo de la fe de María, que es el modelo de la fuente de su propia fe. El que contempla la fe de la Virgen se convierte como ella en un ser pobre, que no" cuenta para nada consigo mismo, sino únicamente con el poder de la palabra, es decir con la fuerza del Espíritu, pues sabe que en María todo es gracia. En la encíclica Marialis cultus, el Papa Pablo VI afirma que el Espíritu trabaja, no sólo en la santidad original de María y en la encarnación, sino también en su fe:

Adentrándose en la doctrina sobre el Paráclito, vieron (los Padres) que de él brotó, como de un manantial, la plenitud de la gracia (cfr. Lc. 1,28) y la. abundancia de dones que la adornaban: de ahí que atribuyeron al Espíritu la fe, la esperanza y la caridad que animaron el corazón de la Virgen, la fuerza que sostuvo su adhesión a la volundad de Dios, el vigor que la sostuvo durante su "compasión" a los pies de la cruz.

Acérquemonos con sencillez al misterio de la fe de Maríade Nazaret y miremos cómo se sitúa en su relación con Dios, sometiéndose libremente a él, que se revela como fiel; esto corresponde a la respuesta de María al ángel: ""Hágase en mí según tu palabra" (Lc. 1,38). Para utilizar una expresión muy querida para Pablo, es "la obediencia de la fe" (Rom. 1,5). Ahora quisiera, precisar con sencillez, lo que significa la palabra confianza, a fin de no reducir la fe de María a una simple adhesión intelectual de las proposiciones sobre Dios.

Nota sobre la confianza

En vez de recitar fe, esperanza y caridad, preferimos hablar de confianza, como síntesis de toda la vida teologal de María. En la Biblia, no se diferencian estas tres realidades sino que se habla de la fe, englobando la actitud del hombre que se fía del amor y del poder de Dios, y lo espera todo de él. "Dichoso el hombre que pone su confianza en Dios", se lee continuamente en los salmos. La confianza y el abandono fluyen en el ""lecho" de la esperanza, dice Conrado de Mester. Es una disposición para pasar del "todavía no" a "lo que venga". La confianza de María, es su esperanza en virtud de su fe en la misericordia de Dios. Se apoya en el poder y el amor de Dios con la misma firmeza que sobre una roca. Para María creer o tener confianza, es fiarse de Dios, es apostar a su bondad, contar con su amor para con ella. Por eso la confianza está en la base de su vida de fe, y de ella se deriva la orientación dinámica hacia el porvenir.. Rahner define así la confianza:

¿Qué significa el término confianza? No quiero dar una definición desde el punto de vista ético, filosófico o teológico. Pero creo que fiarse de uno, es dar crédito a lo que es y a lo que hace, es abrirse a él y ponerse a su disposición, sin estar seguro de que sea digno de confianza. Tener confianza, es fiarse de alguien sin contrapartida. La confianza no tendría ninguna razón de ser si pudiésemos estar absolutamente seguros del otro, tener la garantía de que no nos defraudará... que corresponderá a la confianza que le damos. La confianza nos lleva a medirnos con el otro... Es como el amor. La confianza es una forma del amor... Se espera que la utopía del amor es el porvenir auténtico que acabará por imponerse. Se entrega a la caridad que consigue la inverosímil hazaña de arrancar al hombre de sí mismo. La confianza es el don que uno hace de sí mismo: se corre un riesgo en la fe y en la esperanza y no se tiene ninguna garantía 7.

La obediencia de /a fe

En el núcleo de la noción de confianza, está la fe, fiarse. Se dice fácilmente "tengo fe" en alguien, para significar que tenemos confianza en él. Se habla también de entregarse, abandonarse, abrirse al otro. Todas estas expresiones hacen de la confianza un movimiento dinámico y no una temerosa seguridad. Es la forma más elevada de la actividad libre, que entronca con el deseo y la atención (S. Weil); en una palabra, es una mirada puesta únicamente en el otro. Así, se podría definir al creyente como un ser descentrado de sí mismo y sobrecentrado en Dios. Veamos como la Virgen vive este doble movimiento.

1 — "Exaltó a los humildes" (Lc. 1,52).

Para comprender cómo la Virgen está únicamente centrada en Dios y descentrada de sí misma. os propongo un pequeño trabajo: distribuir en dos columnas el Magníficat; cada versículo sigue un doble movimiento: por un lado una mirada sobre la bondad, la fuerza y el amor de Dios en el corazón de María y en la historia de Israel; por otro, una toma de conciencia de su pobreza de su nada y de, su hambre de Dios, en una palabra su humildad.

Por un lado, aparece el Dios amor, dulzura, poder y misericordia, y por otro, el hombre humilde, que no se fía de su pensamiento orgulloso, las potencias extranjeras y los jarretes de los caballos. ¡Maldito el hombre que busca su consuelo en las riquezas! A propósito del Magníficat, se podría volver a la imagen del puente de la esperanza. María experimentó que entre el Dios amor y su pequeñez, había un abismo.

Hay que tender un puente por encima de este abismo. Sobre las dos orillas, se han colocado sólidos cimientos y se levantan los pilares. Sobre nuestra orilla, la humildad, por la cual el hombre finito acepta humildemente su imperfección y su impotencia. Sobre la orilla de Dios infinito, el pilar es la misericordia en la que el hombre cree. Lo mismo que la humildad la fe en el amor misericordioso de Dios es una condición esencial de la esperanza. No se puede esperar en alguien sin creer en su bondad. Sobre estos pilares se tiende entonces el puente de la confianza amorosa y el hombre puede llegar hasta Dios. O más exactamente, Dios mismo se lanza sobre este puente, toma al hombre y le lleva a la otra orilla 8.

Miremos cómo se realiza este movimiento de confianza en María en la anunciación. El ángel le anuncia que va a dar a luz a un niño que llevará el nombre de Jesús; María no comprende puesto que es virgen: "¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?" (Lc. 1,34). Así la fe de María es puesta a prueba. Es necesario que su confianza no se conforme con su situación actual, que no sucumba a las tentaciones de temor o de irresolución que, a cada momento, corren el peligro de hacerle tomar la esperanza por una autopía. Al no ver cómo la palabra de Dios puede realizarse en el plano humano, María debe interrumpir sus pesamientos, descentrarse de sí misma para apoyarse únicamente en Dios. Está en la situación de Sara, de Ana, la madre de Samuel y de Isabel, para las que no existe esperanza humana de llegar a ser madres. Pero para Dios no hay nada imposible y puede hacer de mujeres estériles las madres de sus profetas. Cuando María escucha la palabra del ángel "nada hay imposible para Dios'", consiente y se pone en sus manos y aun va más lejos al pedir que esa palabra se cumpla en ella.

De este modo la confianza de María no es vivida como una absoluta seguridad respecto del porvenir. Da, es verdad, "la gozosa satisfacción de la esperanza" (Heb. 3,6). que se verá combatida por nuestras dudas sobre las promesas todavía no realizadas por Dios. Es la actitud de Sara que se echa a reír (y por tanto a dudar) cuando se le anuncia el nacimiento de su hijo. Para que se levante la esperanza en el corazón humano, es preciso a menudo que nazca de la desesperación. Dios quita todos los medios humanos para que el hombre se fíe únicamente de él, si no se vería tentado a creer que debe su victoria á sus propias fuerzas o a las alianzas extranjeras. La confianza consiste a menudo en esperar "contra toda esperanza" (Rom. 4,18). Por eso la confianza está en la base de la vida y nos orienta hacia el porvenir, es esencialmente dinámica.

También la confianza nos eleva por encima de nosotros mismos, rompe los límites del presente y de lo inmediato; es salida de sí, impulso y abandono. Para fiarse, es preciso despegarse del hoy y de nosotros mismos, hay que creer que ninguna situación es irremediable, que ningún complejo es definitivo. Es una lucha del hombre nuevo que queremos llegar a ser, con el hombre viejo que somos todavía, y que no nos gusta dejar de ser. En el fondo, fiarse es tender hacia un amor más elevado, hacia un amor de Dios por encima de nosotros, que no poseemos completamente. Fiarse de Dios, es apartarse por amor de Dios, descentrarse de sí para sobrecentrarse en él. Lo que se reduce a decir con la Virgen:

2 — ""Ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso" (Lc. 1,49)

Habría que volver a leer aquí todo el capítulo 11 de la Carta a los hebreos del que ya hemos hablado, y que adquiere todavía un relieve más sorprendente, para comprender el carácter exorbitante de la fe en el corazón de María. Le hace abandonar su patria, para que tienda con todas sus fuerzas hacia la ciudad que el mismo Dios ha construido para ella. Del mismo modo, le arranca de sus seguridades y de sus evidencias para hacerle poner su mirada en Dios, el autor de las promesas (Heb. 11,8-11). Estos testigos se reconocen: "confesándose extraños y forasteros sobre la tierra. Los que tal dicen, claramente dan a entender que van en busca de una patria; pues si hubiesen pensado en la tierra de la que habían salido, habrían tenido ocasión de retornara ella. Más bien aspiran a una mejor, a la celestial. Por eso Dios no se avergüenza de ellos, de ser llamado Dios suyo, pues les tiene preparada una ciudad...(Heb. 11.13-16)

Estos hambres no se instalan nunca allí donde están, pues superan todo lo que viven hoy, van sin cesar más allá de todo lo que poseen. Son libres en la situación en la que se encuentran, pues aspiran a algo mejor. Es una actitud de apertura, de acogida y de paso. Abraham es libre frente a su hijo, que sin embargo ha recibido la promesa: "Pensaba que poderoso era Dios aun para resucitar de entre los muertos. Por eso le recobró para que Isaac fuera también figura" (Heb. 11,19).

Todos estos hombres contemplan lo invisible: "Por la fe, (Moisés) salió de Egipto sin temer la ira del rey; se mantuvo firme como si viera al invisible" (Heb. 11,27).

El hombre de fe es un "vidente", recibe los ojos de la fe para fijarlos sin cesar en Cristo, y por eso él deja todo para correr con aguante la prueba que se le propone (Heb. 12.1-2). Sin embargo los hombres de los que habla el autor aunque hayan tenido la fe, no han recibido el testimonio de la resurrección de Jesús (Heb. 11,39-40). Así María es como una bisagra entre los que han visto desde fuera la promesa y los que han creido desde dentro, en la fe de la Pascua.

María modelo de la unión con Jesús

En este sentido, María es modelo de la unión con Jesús, es la criatura nueva en quien Cristo renueva su misterio. A ella se aplican en primer lugar las palabras de Pablo: "Y, vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gál. 2,20).

No es tan sólo una mirada exterior lanzada sobre Cristo, sino una identificación con él en su muerte gloriosa (Rom. 6.1-4). Pablo dice allí, que nuestro hombre viejo ha sido crucificado con Cristo para que sea destruido nuestro cuerpo de pecado: De golpe, María ha sido esta criatura nueva. creada y casi modelada por el Espíritu Santo. En nosotros, la fe encontrará también muchas resistencia, pues es el combate del hombre nuevo contra el hombre viejo. Miremos desde más cerca esta lucha.

El bautismo ha hecho de nosotros criaturas nuevas, pero cuando el infinito de Dios se nos presenta y tratamos de perdernos en él por la confianza, nuestro ser carnal no nos sigue. El hombre no consigue disolverse con facilidad en lo infinito del amor. Todo acercamiento a Dios provoca en él un efecto de pánico irresistible, de contracción y a veces de rebelión. El amor de Dios no puede penetrar más que en pequeñas dosis, pues le cuesta mucho soportar la invasión excesiva de la vida trinitaria. Es como un estómago que ha estado mucho tiempo vacío, al que hay que realimentar por etapas, o como los ojos acostumbrados a la oscuridad de las grutas, que no pueden soportar la luz demasiado fuerte del sol.

En cambio. María no oponía ninguna resistencia a esta invasión de Dios, y por eso él puede llenarla de gracia. Por cualquier parte por donde Dios la toca, la encuentra siempre disponible y flexible. En nosotros se da una lucha muy dolorosa entre la vida divina y la "vida de pecado", de la que habla san Pablo. Somos incapaces, por lo que san Pablo llama "cuerpo de muerte", de hacer los actos de confianza que el amor nos invita a depositar de una manera más apremiante: la caridad de Dios nos urge.

De este modo, podemos tener ganas de decir, como María "fiar" a la voluntad de Dios (unas ganas devoradoras, que vienen del Espíritu Santo), y ser incapaces de dejar salir ese ,"sí"", porque nuestro corazón es enemigo de Dios a pesar de nosotros, y de momento, no podemos nada. La vida trinitaria nos hace dignos de la visión cara a cara; sin embargo. no somos capaces de hacer frente al huracán del Espíritu Santo; no podemos soportar que la vida trinitaria se precipite en nosotros sin medida y sin haber sido purificados.

No es culpa de Dios ni tampoco nuestra: "El bien que quiero, no lo hago'". Nuestros deseos no tienen límite pues vienen de Dios y se lanzan hacia él, pero nuestra carne no puede seguir, por, su pecado. Si no sabemos orar, es por nuestro cuerpo de muerte, del hombre viejo que vive todavía en nosotros.

Pensad en la Virgen; dice "fíat" porque su esperanza no se apoya más que en la ayuda de Dios, al que nada es imposible. Debería ser sencillo para nosotros hacer un acto de confianza de unión con Jesús, puesto que esta virtud habita: en nosotros. Pero estamos muy equivocados y no sospechamos hasta qué punto nuestra confianza es impura y recurre poco a la verdadera esperanza. Antes de que lleguemos a apoyarnos únicamente en Dios para merecer el cielo, pasará todavía mucha agua bajo el puente de la esperanza. Nos apoyamos en nuestros esfuerzos, nuestras virtudes, el ambiente que nos rodea; cuando todo esto se derrumba y estamos a merced del menor remolino (como Pedro andando sobre las aguas), vemos lo que vale nuestra confianza. María podía tener miedo de los acontecimientos que no comprendía, pero no tenía miedo de Aquel que guía los acontecimientos, pues sabía en quien había depositado su fe (2 Tim. 1,12).
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1 Prieres du temps présents, pág. 1044. Antífona del Magníficat (en el común de la Virgen).

2 MOLINIE. M.D.: Ob. cit., pág. 211.

3 Ibídem, págs. 212-213.

4 SILVANO: Ob. cit., pág. 46.Dichosa la que ha creído

5 En francés: converser avec Dieu = versé en lui.

6 MOLINIE. M.D.: Ob. cit., pág. 201.

7 RAHNER. K.: Curso fundamenta/ sobre /a fe,'Herder, Barcelona, 1978.

8 MESTER. C. de: Les maitu vides, Cerf, Paris, 1972, pág. 141.