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PADECIÓ BAJO PONCIO PILATO
FUE CRUCIFICADO,
MUERTO Y SEPULTADO

 

1. PADECIÓ

La pasión de Cristo nos coloca ante Dios. Es una pasión querida por Dios. En su plan salvífico «el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitado...». Ese es el pensar de Dios, que Pedro -y demás apóstoles (Mc 9,32)- «no entiende» (Mc 8,31.33). Pero Jesús, por tres veces, les anuncia su pasión:

Iban de camino a Jerusalén, y Jesús marchaba delante de ellos; ellos estaban sorprendidos y le seguían con miedo. Tomó otra vez a los doce y comenzó a decirles lo que iba a suceder: Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, y se burlarán de El, le escupirán, le azotarán y le matarán, y a los tres días resucitará. (Mc 10,32-34p).

Lucas añadirá los insultos y salivazos... Todo ello para dar cumplimiento a lo anunciado por los profetas (Lc 18,31). Cristo va a la pasión siguiendo los designios del Padre, en obediencia a la voluntad del Padre: «Cristo, siendo Hijo, aprendió por experiencia, en sus padecimientos, a obedecer. Habiendo llegado así hasta la plena consumación, se convirtió en causa de salvación para todos los que le obedecen» (Heb 5,8- 10).

En su sangre se sella la alianza del creyente y Dios Padre: «Tomando una copa y, dadas las gracias, se la dio y bebieron todos de ella. Y les dijo: Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos» (Mc 14,23-24). «Tomó luego una copa y, dadas las gracias, se la dio diciendo: Bebed todos de ella, porque ésta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados» (Mt 26,27-28; Lc 22,20).

Esto es lo que Pablo ha recibido de la tradición eclesial, que se remonta al mismo Señor:

Porque yo recibí del Señor lo que os he transmitido: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado... después de cenar, tomó la copa, diciendo: Esta copa es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebáis, hacedlo en memoria mía. Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga. (1 Cor 11,23-26).

En todos estos textos aparecen las palabras, grávidas de significado, «por vosotros», «por muchos», que expresan la entrega de Cristo a la pasión en rescate nuestro1. Marcos, en su relato de la pasión nos presenta a Jesús como el justo que sufre sin culpa la persecución de los hombres. En el salmo 22 Jesús encuentra el ritual de su ofrenda al Padre por los hombres. El es el Siervo de Yavé, tan desfigurado que no parecía hombre, sin apariencia ni presencia, despreciable y desecho de los hombres, varón de dolores y sabedor de dolencias, ante quien se vuelve el rostro. Carga sobre sí nuestros sufrimientos y dolores, azotado, herido de Dios y humillado. Herido, ciertamente, por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas, soportando El el castigo que nos trae la paz, pues con sus cardenales hemos sido nosotros curados. El tomó el pecado de muchos e intercedió por los pecadores (Is 52,13-53,12). Pedro presenta la pasión de Cristo a los cristianos, como huellas luminosas por donde caminar:

Pues para esto habéis sido llamados, ya que también Cristo sufrió por nosotros, dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas. El no cometió pecado ni encontraron engaño en su boca; cuando le insultaban, no devolvía el insulto; en su pasión no profería amenazas; al contrario, se ponía en manos del que juzga con justicia. Cargado con nuestros pecados subió al madero, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus heridas nos han curado. (1Pe 2,21-24)

En su pasión aparece el amor insondable de Dios, que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por nosotros (Rom 8,32.39; Jn 3,16), para reconciliar en El al mundo consigo (2 Cor 5,18-19). Para esto vino el Hijo al mundo: «Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos» (Mc 10,45). Cada cristiano puede decir con Pablo: El Hijo de Dios «me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20):

Los cristianos provienen de Jesucristo, que gustó la muerte en cruz según el gran designio salvífico de Dios... El misterio del cordero, ordenado sacrificar por Dios como Pascua (Ex 12,1-11), era figura de Cristo, con cuya sangre quienes creen en El ungen sus casas, es decir, a sí mismos...

Y el mismo Dios, que prohibió a Moisés hacer imágenes, le mandó, sin embargo, fabricar la serpiente de bronce y la puso como signo por el que se curaban quienes habían sido mordidos por las serpientes. Con ello, anunciaba Dios un gran misterio: la destrucción del poder de la serpiente -autora de la transgresión de Adán- y, a la vez, la salvación de quienes creen en Quien por este signo era figurado, es decir, en Aquel que iba a ser crucificado para librarnos de las mordeduras de la serpiente: idolatrías y demás iniquidades2.

La hora de la pasión es la hora de Cristo, la hora señalada por el Padre para la salvación de los hombres en la pasión de su Hijo:

Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en El, sino que tengan vida eterna (Jn 3,16).

El que no perdonó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros (Rom 8,31).

Siendo la hora del Padre, es la hora de la glorificación del Hijo y de la salvación de los hombres (Jn 12,23.27-28). La pasión es la hora de pasar de este mundo al Padre y del amor a los hombres hasta el extremo (Jn 13,1). Por ello, la hora también de la glorificación del Padre en el Hijo (Jn 17,1). Con la entrega de su Hijo a la humanidad, Dios se manifiesta plenamente como Dios: Amor en plenitud. No cabe un amor mayor:

Cree, pues, que bajo Poncio Pilato fue crucificado y sepultado el Hijo de Dios. «Nadie tiene un amor más grande, que el que da la vida por los amigos» (Jn 15,13). ¿De veras es el amor más grande?

Si preguntamos al Apóstol, nos responderá: «Cristo murió por los impíos», y añade: «Cuando éramos sus enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo» (Rom 5,6-10). Luego en Cristo hallamos un amor mayor, pues dio la vida por sus enemigos, no por sus amigos.

¡No te ruborice, pues, la ignominia de la Cruz! ¡Todo un Dios no vaciló en tomarla por ti! «Préciate, como el Apóstol, de no saber más que a Jesucristo y éste crucificado» (1 Cor 2,2)3.

En la pasión Cristo lleva a cumplimiento todas las figuras del amor apasionado de Dios por los hombres:

Ya el Señor había dispuesto previamente y prefigurado sus sufrimiento en los patriarcas y en los profetas y en todo el pueblo...Si quieres que el misterio del Señor se te esclarezca, dirige tu mirada a Abel, similarmente matado; a Isaac, similarmente atado; a José, vendido; a Moisés, abandonado; a David perseguido; a los profetas, similarmente sufrientes a causa de Cristo; dirige tu mirada hacia la oveja inmolada en Egipto, hacia Quien hirió a Egipto y salvó a Israel por la sangre... ¡Con su espíritu inmortal mató a la muerte homicida! El es, en efecto, quien por haber sido conducido como un cordero e inmolado como una oveja (Is 23,7), nos libró de la servidumbre del mundo -como de la tierra de Egipto-, nos desató los lazos de la esclavitud del demonio -como de la mano del Faraón-, y selló nuestras almas con su propio espíritu y los miembros de nuestro cuerpo con su propia sangre. El es quien cubrió la muerte de vergüenza y quien enlutó al diablo, como Moisés al Faraón... El es la Pascua de nuestra salvación. El es quien soporta mucho en muchos:

Quien fue matado en Abel; atado en Isaac; siervo en Jacob; vendido en José; abandonado en Moisés; inmolado en el cordero; perseguido en David y deshonrado en los profetas... El es quien fue colgado en un madero, sepultado en la tierra. El es el cordero sin voz y degollado -nacido de María, la inocente cordera-, el elegido del rebaño, el arrastrado a la inmolación, el sacrificado al atardecer, el sepultado al anochecer. El es quien fue muerto en Jerusalén, porque curó a los cojos, limpió a los leprosos, llevó a la luz a los ciegos, resucitó a los muertos: ¡Por eso padeció!4.

 

2. FUE CRUCIFICADO

La cruz es la expresión de ese amor radical que se da plenamente, acontecimiento que es lo que hace y que hace lo que es; expresión de una vida que es ser para los demás.

Ya en el Nuevo Testamento, la cruz es considerada como el signo de salvación cristiana. Desde entonces la cruz es el símbolo cristiano por excelencia. Marcado con la cruz en el bautismo, el cristiano levanta la cruz en todo tiempo y lugar, como símbolo de su pertenencia a Cristo crucificado. La cruz, como confiesa Pablo, es el compendio, la fórmula abreviada de todo el Evangelio, símbolo auténtico de la vida cristiana, de modo que el cristiano no quiere «conocer cosa alguna sino a Jesucristo, y éste crucificado» (1 Cor 2,2):

Gloria de la Iglesia católica es toda acción de Cristo. ¡Pero la gloria de las glorias es la Cruz!, como decía Pablo: «¡En cuanto a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo!» (Gál 6,14)... La brillante corona de la cruz iluminó a los que estaban ciegos por la incredulidad, libró a los que estaban prisioneros del pecado y redimió a todos los hombres ...Pues, si por la culpa de un solo hombre reinó la muerte en el mundo, ¿cómo no iba a reinar la vida por la justicia de uno? (Rom 5,12-21; 1 Cor 15,21-49). Y si entonces nuestros padres fueron arrojados del paraíso por haber comido del árbol, ¿no entrarán ahora más fácilmente en el paraíso los creyentes, por medio del Árbol de Jesús?... Y si en tiempos de Moisés el cordero alejó al Exterminador (Ex 12,23), ¿no nos librará con más razón del pecado «el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo»? (Jn 1,29).

No nos avergoncemos, pues, de confesar al Crucificado. Que nuestros dedos graben su sello en la frente, como gesto de confianza. Y la señal de la cruz acompañe todo: sobre el pan que comemos y la bebida que bebemos, al entrar y al salir, antes de dormir, acostados y al levantarnos, al caminar y al reposar. La fuerza de la Cruz viene de Dios y es gratuita. Es señal de los fieles y terror de los demonios. Con ella los venció Cristo «exhibiéndolos públicamente, al incorporarlos a su cortejo triunfal» (Col 2,15). Por eso, cuando ven la Cruz recuerdan al Crucificado y temen a Quien «quebrantó la cabeza del dragón» (Sal 74,14). No desprecies, pues, tu sello por ser gratuito.

Toma la Cruz, más bien, como fundamento inconmovible y construye sobre ella el edificio de la fe5.

Este es también el escándalo del cristianismo. La cruz es signo de salvación y signo de contradicción, piedra de escándalo. Ante ella se define quienes están con Cristo y quienes contra Cristo. A cada paso nos encontramos con la cruz en la vida, como piedra, en que nos apoyamos, o como piedra, que nos aplasta: Cristo crucificado es la señal de contradicción, «puesto para caída y elevación de muchos» (Lc 2,34). Ante la cruz quedan al descubierto las intenciones del corazón (Lc 2, 35; Mt 2,1ss). Es inevitable «mirar al que traspasaron» (Jn 19, 37), «como escándalo y necedad» o «como fuerza y sabiduría de Dios»:

Pues la predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas para los que se salvan -para nosotros- es fuerza de Dios...Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres (1 Cor 1,17-25).

La cruz es la manifestación suprema de un Amor que se despoja de sí mismo hasta el extremo. Es, pues, la expresión plena de la vida. Para el Evangelio de Juan, crucifixión, exaltación, elevación y glorificación aparecen unidos, como una única realidad inseparable (Jn 3,14; 12,34). En el momento de su muerte en cruz, Jesús pronuncia la palabra victoriosa: «Todo está cumplido» (Jn 19,30):

Cuando Cristo nuestro Señor hubo cumplido todo esto por nosotros, avanzó hacia la muerte y la recibió por medio de la Cruz. No en secreto. Su muerte fue manifiesta y conocida de todos, porque a todo el mundo debía ser proclamada por los bienaventurados apóstoles la resurrección de nuestro Señor (Lc 24,46-48p)....Convenía que su muerte fuera manifestada a todo el mundo, pues su resurrección era la abolición de la muerte (2 Tim 1,10)6.

En la cruz de Cristo, el mundo -con sus poderes y su Príncipe- han sido juzgados, condenados y echados fuera (Jn 12,31; 16,8-11). La cruz pone al descubierto el pecado y revela el amor. Por la cruz, Dios «destituyendo por medio de Cristo a los principados y potestades, los ofreció en espectáculo público y los llevó cautivos en su cortejo» (Col 2,15). La liturgia invitará a los cristianos a: «Mirar el árbol de la Cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo»:

Adán, por las mordeduras del dragón apóstata (Gén 3,1-7), es decir, del diablo, pereció, arrastrándonos a todos al mal. Pero hemos sido salvados de un modo maravilloso: Mirando a la serpiente de bronce (Nu 21,9; Jn 3,14-15), es decir, a Cristo. ¿Cómo siendo El bueno por naturaleza pudo hacerse serpiente? Porque tomó nuestra carne, haciéndose como nosotros, que somos malos, como está escrito: «Se hizo a semejanza de la carne de pecado» (Rom 8,3) y también: «Fue contado entre los malhechores» (Is 53,12). Cristo es, pues, serpiente como a semejanza de pecado, porque se hizo hombre...

La serpiente de bronce era, pues, figura de Cristo exaltado en la Cruz gloriosa, como El mismo dijo a los judíos: «Cuando exaltéis al Hijo del hombre, entonces conoceréis que soy yo» (Jn 8,28). Que aquella figura se relaciona con este misterio, lo puedes aprender también de El, cuando dijo: «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así debe ser exaltado el Hijo del hombres (Jn 3,14). Por lo demás, la serpiente era de bronce a causa de la sonoridad y armonía del kerigma divino y evangélico: ¡No hay nadie sin haber oído los oráculos de Cristo, divulgados por todo el orbe, ante quien «toda rodilla se doble y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre (Filp 2,10s)7.

Esta salvación, que nos engendra a la nueva vida, no se nos comunica sino bajo la forma de cruz. Sólo por la cruz seguimos a Cristo: «El que quiera venir conmigo, niéguese a si mismo, tome su cruz y me siga» (Mc 8,34). El bautismo nos incorporó a la muerte de Cristo, para seguirle con la cruz hasta la gloria, donde El está con sus llagas gloriosas (Rom 6,3-8):

Llevamos siempre y por todas partes en nuestro cuerpo el morir de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Pues, mientras vivimos, continuamente somos entregados a la muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. De modo que la muerte actúa en nosotros y en vosotros, la vida. (2 Coi 4,10-12)

El primero en levantar, como Vencedor, el trofeo de la Cruz es Cristo. Después se lo entrega a los mártires, para que a su vez lo levanten ellos. Quien lleva la cruz, sigue a Cristo, como está escrito: «Toma tu cruz y sígueme» (Mc 8,34p)8.

Ante todo se ha de saber que la Cruz era un triunfo, -el insigne trofeo del triunfo-, pues el trofeo es el signo del enemigo vencido: «el Príncipe de este mundo» (Jn 12,31; 14,30; 16,11; 2 Cor 4,4)..., que enseñó a los hombres a desobedecer a Dios. De aquí que se escribiese contra nosotros la nota de cargo de nuestros pecados, retenida por él y sus potencias (Ef 6,12; 2,2). Cristo se la arrebató, privándolas del poder que tenían sobre nosotros. Así «canceló la nota de cargo que había contra nosotros y, clavándola en su Cruz, exhibió públicamente a los principados y potestades, triunfando de ellos en sí mismo» (Col 2,14-15) y, luego, transfirió ese poder a los hombres, como El mismo dijo a sus discípulos: «Os he dado poder de pisar sobre serpientes y escorpiones, y sobre toda fuerza del enemigos (Lc 10,19). ¡Los que usaron mal del poder recibido fueron así sometidos por la Cruz de Cristo a los que en un tiempo les estaban sometidos!9.

Esta visión bíblica de la cruz supone una revolución en relación a todas las religiones no cristianas. En la religiosidad natural, la expiación significa el restablecimiento de la relación con Dios, rota por la culpa, mediante sacrificios y ofrendas de los hombres. La expiación nace de la conciencia del hombre de su propia culpa y del deseo de borrar el sentimiento de culpa, de superar la culpa mediante acciones expiatorias ofrecidas a la divinidad. La obra expiatoria con la que los hombres quieren pagar a la divinidad y aplacarla ocupa el centro de las religiones.

El Nuevo testamento nos ofrece una visión completamente distinta. No es el hombre quien se acerca a Dios y le ofrece un don para restablecer el equilibrio roto. Es Dios quien se acerca a los hombres para dispensarles un don. El «derecho violado», si querernos hablar así, se restablece por la iniciativa del amor de Dios, que por su misericordia justifica al impío y vivifica a los muertos. Su justicia es gracia, que hace justos a los pecadores. En Cristo «Dios reconcilia el mundo consigo mismo» (2 Cor 5,19). Dios no espera a que los pecadores vayan a El y paguen por su culpa. El sale a su encuentro y los reconcilia:

«Nuestro hombre viejo fue crucificado con El» (Rom 6,6). Si El no hubiese sido crucificado el mundo no habría sido redimido. La pena de su crucifixión es nuestra salvación... Por quienes claman «¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!» (Jn 19,6; Mc 15,13; Lc 23,21), ruega al Padre: «¡Padre, perdónalos, pues no saben lo que hacen!» (Lc 23,34). Entre ellos estaba aquel frenético, antes Saulo y luego Pablo, primero soberbio y humilde después. Pero ¿qué le hizo el Médico? Derribó a un soberbio y levantó un creyente (He 9,1-8); derribó a un perseguidor y levantó a un apóstol (He 9,18-22)... En la Cruz hizo de un ladrón un confesor: Ved redimido a quien el diablo había hecho homicida. El ladrón confiesa (Lc 23,42s), cuando Pedro se turbaba; aquel reconoció cuando éste negó (Mt 26,69-75p). Pero ¿acaso porque el Señor adquirió a quien robaba, perdió a Pedro que negaba? ¡No! Obraba un misterio: mostró en Pedro que nadie puede presumir de justo, significando en el ladrón que no perece ningún impío convertido. ¡Tema el bueno, para no perecer por la soberbia! ¡No desespere el malvado por su mucha maldad! Gran precio ha sido dado por nosotros, pues hemos sido redimidos por la Sangre de Cristo! (1 Pe 1,18s)10.

Este es el misterio inaudito de la cruz. La reconciliación no parte de abajo hacia arriba, sino de arriba hacia abajo. No es la obra de reconciliación que el hombre ofrece al Dios airado, sino la expresión del amor entrañable de Dios que se vacía de sí mismo para salvar al hombre. Es su acercamiento a nosotros. La acción del hombre -el culto- es acción de gracias: Eucaristía (Heb 13,15). Es, en vez de ofrenda de dones, aceptación del don de Dios.

La carta a los Hebreos, relacionando la muerte de Jesús con la fiesta judía de Yom Kipur, nos dice que todo intento del hombre por reconciliarse con Dios mediante ritos y sacrificios, -de los que las religiones están llenas-, son ineficaces e inútiles (7,18), ya que Dios no busca toros ni machos cabríos, sino al hombre, como dicen ya los salmos:

 

No aceptaré un becerro de tu casa, 
ni un cabrito de tus rebaños; 
pues las fieras de la selva son mías, 
y hay miles de bestias en mis montes; 
en mi mano están todas las aves del cielo 
y todos los animales del campo.

Si tuviera hambre no te lo diría a ti; 
pues el orbe y cuanto lo llena es mío. 
¿Como yo acaso la carne de los toros? 
¿Bebo acaso la sangre de los carneros? 
Ofrece a Dios sacrificios de alabanza
cumple tus votos al Altísimo 
e invócame el día del peligro: 
yo te libraré, y tú me darás gloria. (Sal 50,9-15)

Por ello, Cristo, entrando en la presencia de Dios, no en un templo construido por manos humanas, sino en el cielo, con su muerte no ofreció cosas ni sangre de animales, sino que se ofreció a sí mismo (Heb 9,11 s). Jesucristo es víctima y sacerdote, realizando así la verdadera y definitiva liturgia de la reconciliación.

El culto cristiano no es otra cosa que la aceptación agradecida y exultante del amor absoluto, hasta el extremo (Jn 13,1), de Cristo, entregado a la muerte de cruz por nosotros. Nuestros intentos de justificación por nosotros mismos, con nuestras ofrendas y sacrificios, no son, en el fondo, más que excusas, que nos distancian de Dios y de los demás. Adán quiso justificarse, excusándose, echando la culpa a otro: a Eva y a Dios simultáneamente: «La mujer que Tú me diste por compañera, me dio del fruto...» (Gén 3,12). A Dios, en cambio, le agrada la confesión del propio pecado y la aceptación gratuita del amor de Cristo hacia nosotros, en lugar de la autojustificación que acusa. Acepta unirnos a El, haciendo nuestra su entrega a la cruz, para romper el protocolo de acusación contra nosotros (Sal 51,18-19; Filp 3,18-19; Col 2,14):

¡De aquí que no lloramos con gemidos los sufrimientos de Cristo, sino que los celebramos con alabanza continua! El Señor fue sepultado, a fin de que la tierra recibiese la bendición de su cuerpo, para consolación de los sepultados. Fue crucificado a fin de que como por un leño vino la muerte, por él nos fuese devuelta la vida. La muerte muere con la muerte. El infierno es destruido por la vida destrozada. Y por la semilla de aquel cuerpo sepultado en tierra, la sementera de los cuerpos humanos surge como mies viva"

Reco'giendo una idea de Jean Danielou, podemos decir que «entre el mundo pagano de la religiones y la fe cristiana no hay más que un paso: la cruz de Cristo. Para incorporar un pagano al cristianismo no hay otro camino que la tontería de la predicación de la cruz de Cristo, testimoniada por el apóstol «que lleva siempre en su cuerpo el morir de Jesús» (2Cor 4,10). Este morir -amor al mundo enemigo y extraño a este amor crucificado- es la pasión de Cristo, de la que nos llama a participar, distendidos con El en la cruz, hasta el Padre y hasta el último hombre, uniendo en un mismo punto el amor a Dios y a los hombres»12.

Lo que cuenta no es el dolor. ¿Cómo podría Dios complacerse en los tormentos de una criatura o de su propio Hijo? Lo que cuenta es la amplitud del amor. Sólo el amor da sentido al dolor. Si no fuese así, dirá J. Ratzinger, los verdugos serían los auténticos sacerdotes; quienes provocan los sufrimientos serían quienes habrían ofrecido el sacrificio. Pero no es esta la visión bíblica de la cruz. Es Cristo, y no sus verdugos, el Sacerdote, que con su amor unió los extremos separados del mundo: Dios y los hombres y éstos entre sí (Ef 2,11-22).

La cruz es revelación de esta distancia, salvada por el amor. Nos revela cómo es Dios y cómo son los hombres. Cristo, el Justo e inocente, manifestación del amor de Dios, crucificado por los hombres, deja al descubierto quién es el hombre: el que no soporta al justo, el que escarnece, azota y atormenta a quien le ama. Como injusto, el hombre necesita la injusticia de los demás para sentirse disculpado (Sab 2,10-20; Jr 11, 18-19; 15,10-11). El justo le da fastidio, porque con su vida es una denuncia de la propia maldad (Jn 8,39-47). El Justo crucificado es el espejo del hombre.

Pero la cruz revela también a Dios. En el abismo del mal humano, que condena a morir en cruz al Hijo, se manifiesta en toda su plenitud el abismo inagotable del amor del Padre, que entrega al Hijo por nosotros13:

Todo esto se realizó en la Cruz. Su figura se divide en cuatro partes, de modo que a partir del centro, -al que todo el conjunto converge-, se cuentan cuatro prolongaciones; y sabemos que quien se extendió sobre la cruz, es Aquel que abraza y une a Sí el universo, reuniendo mediante su persona a todos los seres en concordia y armonía. Toda la creación le mira y gira en torno a El. Gracias a El permanece compacta en sí misma. Por ello, conocemos a Dios por la audición de la Palabra y mirando a la Cruz. En ella conocemos «la anchura y la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo (Ef 3,18)... ¡Este es el misterio, que sobre la cruz nos ha sido enseñado! (Filp 2,10)14.

El misterio del Hijo del Hombre y del Hijo de Dios nos muestra claramente que es El mismo quien reinando muere y muriendo reina... El lugar de la Cruz es tal que, colocado en el centro de la tierra y erigido en la cumbre del universo, ofrece igualmente a todos los paganos el medio de llegar al conocimiento de Dios (Is 2,2-3). En «el leño de la Cruz» están colgadas la salvación y la vida de todos. A su derecha y a su izquierda fueron crucificados dos ladrones (Mt 27,38), mostrando con ello que todo hombre es llamado al misterio de la pasión del Señor15.

 

3. MUERTO

La muerte en cruz era una maldición. Cristo se hizo maldito para librarnos de la maldición a nosotros, a quienes la ley condenaba a muerte: «Cristo nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose El mismo maldición por nosotros, pues dice la Escritura: Maldito el que está colgado de un madero. Así, en Cristo Jesús, pudo llegar a los gentiles la bendición de Abraham» (Gál 3,13-14):

Pero, ¿por qué sufrió incluso la muerte de cruz? Porque, si el Señor vino a llevar la maldición que pesaba sobre nosotros, ¿cómo se habría hecho maldición sin sufrir la muerte de los malditos? Tal es, en efecto, la muerte en la cruz, como está escrito: «¡Maldito quien cuelga del leño! (Dt 21,23; Gál 3,13). Además, si la muerte del Señor es redención por todos y destruye «el muro de separación» (Ef 2,14) llamando a los gentiles, ¿cómo los habría llamado si no hubiese sido crucificado? Pues sólo en la cruz se muere con las manos extendidas. Convenía, pues, que el Señor sufriese esta muerte y extendiese las manos: con una se atraía al Pueblo antiguo (Rom 10,21; Is 65,2) y con la otra a los paganos, reuniendo así en El a los dos (Ef 2,16), como El mismo dijo: «Cuando haya sido elevado, atraeré a todos a mí» (Jn 12,32)16.

«Era necesario», repite constantemente el Nuevo Testamento, que Cristo sufriera la muerte de malhechor (Lc 24,7.26.44; Mc 8,31). Es lo que Pablo, al convertirse, encuentra ya en las comunidades cristianas como confesión de fe: «Porque os transmití, en primer lugar, lo que yo a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras» (1 Cor 15,3):

Adán, recapitulando en sí a todo hombre, al desobedecer a Dios, murió -y nos dejó en herencia la muerte- el día en que comió, pues Dios le había dicho: «El día que comáis moriréis ciertamente» (Gén 2,17). Recapitulando en sí aquel día, el Señor murió el día anterior al sábado, en el que fue precisamente plasmado el hombre (Gén 1,26-31), para darle con su pasión la segunda creación, que tuvo lugar con su muerte. En efecto, el pecado cometido a causa del árbol (Gén 2,17) fue abolido con el árbol de la Cruz. Obedeciendo a Dios (Filp 2,8; Rom 2,18-19; 5,19; 14,15; 1 Cor 8,11), el Hijo del Hombre fue clavado en el árbol, destruyendo la ciencia del mal e introduciendo en el mundo la ciencia del bien, destruyendo «con la obediencia al Padre hasta la muerte» (Filp2,8) la desobediencia antigua, realizada por Adán en el árbol17.

Jesús muere como el Siervo de Dios, de cuya pasión y muerte dice Isaías que es un sufrimiento inocente, soportado con paciencia, voluntario, querido por Dios, en favor de muchos (Is 53,6-10). Al ser una vida con Dios y de Dios la que se entrega a la muerte, este morir es salvación nuestra:

Pues el Padre, para darnos la vida, envió a su Hijo para que nos redimiera (Jn 3,16;1Jn 4,9-10;Gál 4,4-5). Y este Hijo quiso ser y hacerse hombre, para hacernos hijos de Dios (Jn 1,12; Gál 4,4-6); se humilló, para levantar al pueblo caído por tierra; fue llagado, para curar nuestras llagas (Is 53,5); se redujo a esclavo, para librar a los que estaban en esclavitud (Heb 2,14-15); soportó la muerte, para dar la inmortalidad a los mortales (Rom 5,21; 6,4-11; 8,1-13)... En la pasión y en la señal de la cruz está toda fuerza y poder (Hab 3,3-5; Is 9,5; Ex 16,9-11). Todos los que lleven la frente marcada con esta señal de la cruz se salvarán (Apoc 22,13-14; Ez 9,4-6; Ex 12,13)18.

Como buen Pastor, Cristo «da su vida por las ovejas» (Jn 10,15). «Se entrega a sí mismo como rescate por todos» (1Tim 2, 6), «entregándose El por nuestros pecados, para librarnos de este mundo perverso» (Gál 1,4), que «yace en poder del Maligno» (1Jn 5,19). El, que no conoció pecado, se hizo por nosotros pecado, para que en El fuéramos justicia de Dios (2Cor 5,21). En resumen, «El, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza» (2 Cor 8,9). Este intercambio admirable suscitó la admiración constante de los padres. Según su confesión de fe, Jesucristo, como nuevo Adán, recapituló en sí a todo el género humano y lo unió de nuevo con Dios: «Por su infinito amor, El se hizo lo que somos, para transformarnos en lo que El es» (S. Ireneo).

No sólo buen Pastor, Jesús es también nuestro Cordero pascual inmolado (1 Cor 5,7), «Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29), «rescatándonos de la conducta necia heredada de nuestros padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, Cordero sin defecto ni mancha» (1 Pe 1,18-19; 1 Cor 6,20):

A Jesús le vemos coronado de gloria y honor por haber padecido la muerte, pues por la gracia de Dios gustó la muerte para bien de todos» (Heb 2,9). Isaías, reconociendo al Dios hecho hombre en quien padeció en la carne, dijo: «Fue llevado como oveja al matadero y, como cordero inocente ante quien lo trasquila, no abrió su boca» (Is 53,7)19.

Los cristianos, por ello, han podido cantar:

Digno eres, Cordero degollado, de tomar el libro y abrir sus sellos porque fuiste degollado y compraste para Dios con tu sangre hombres de toda raza, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes sobre la tierra. (Apoc 5,9-10)

Cristo se entrega a sí mismo en ofrenda al Padre por nosotros. Entra en la pasión con miedo y temblor en su cuerpo y en su espíritu, pero con obediencia filial al Padre. Sobre la cruz pide perdón por los que le matan. Y en medio del abandono, también divino, en un grito de confianza entregó su vida a Dios. Así murió. Por ello, su sacrificio es el cumplimiento definitivo de todos los otros sacrificios, que sólo eran prefiguraciones lejanas (Heb 9,9; 10,1) de este único sacrificio, ofrecido una vez para siempre:

Cristo se presentó como sumo Sacerdote de los bienes futuros y entró de una vez para siempre en el Santuario... Y entró no con sangre de machos cabríos y de toros, sino con su propia sangre, obteniendo para nosotros una redención eterna... Para eso es Mediador de una nueva alianza, para que mediante su muerte, ofrecida para remisión de las transgresiones... recibamos la herencia eterna prometida... Pues no entró Cristo en un Santuario levantado por mano de hombre, sino en el Cielo, para comparecer ahora ante la faz de Dios en favor nuestro... Y no necesita ofrecerse muchas veces, -como en los sacrificios antiguos-,sino que ahora, en la plenitud de los tiempos, se ha manifestado de una vez para siempre, para destruir el pecado mediante su propio sacrificio (Heb 9,11-28).

No son sacrificios lo que Dios quiere, sino la entrega filial que hace Jesús en obediencia al Padre:

Por eso Cristo, al entrar en el mundo, dice: No quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo; no te complaciste en holocaustos ni en sacrificios por el pecado; entonces Yo dije: He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad... En virtud de esta voluntad, quedamos nosotros santificados por la oblación del cuerpo de Jesucristo, ofrecida una vez para siempre (Heb 10,5-10).

Todos estos textos nos anuncian el amor salvífico de Dios, que Jesucristo, por su obediencia y entrega, aceptó en nuestro nombre, para reconciliarnos con Dios y romper las barreras que separaban a los hombres entre ellos. «Cristo es nuestra paz» (Ef 2,14). En El quedó definitivamente superado el abismo que, a causa del pecado, separaba al hombre de Dios, a los hombres entre sí y al hombre de sí mismo. La muerte de Cristo ha hecho de la cruz -con sus dos travesaños- el signo de la victoria sobre todos los poderes enemigos de Dios y del hombre.

La muerte de Jesús nos liberó de la esclavitud del pecado (Rom 7; Jn 8,34-36), del diablo (Jn 8,44; 1Jn 3,8), de los poderes del mundo (Gál 4,3; Col 2,20), de la ley (Rom 7,1; Gál 3,13; 4,5) y, sobre todo, de la muerte (Rom 8,2). ¡Asumió la muerte, para matar a la muerte! (1 Cor 15,26.54-57). Cristo obtuvo la victoria derrotando al diablo con las mismas armas con que él nos había vencido:

¿Has visto qué maravillosa victoria? ¿Has visto los resonantes éxitos de la cruz? Aprende cómo se produjo la victoria y aún quedarás más sorprendido. Cristo derrotó al diablo con aquellos mismos medios con los que éste había vencido. Lo venció con sus mismas armas. ¿Cómo? Escucha. Una virgen, un leño y la muerte fueron las contraseñas de nuestra derrota. Virgen era Eva, que todavía no había conocido varón; leño era el árbol y muerte era el castigo de Adán. Pero he aquí de nuevo que una Virgen, un leño y la muerte, los mismos que habían sido los distintivos de nuestra derrota, se convierten en distintivos de nuestra victoria. De hecho el puesto de Eva lo ocupa María; el puesto del leño de la ciencia del bien y del mal, el leño de la cruz; el puesto de la muerte de Adán, la muerte de Cristo. Ve, pues, que fue derrotado con los mismos medios con que había vencido. En torno al árbol el diablo venció a Adán; en torno a la cruz Cristo derrotó al diablo. Aquel leño enviaba a los infiernos, éste reclamaba de allí incluso a los que habían descendido a ellos... Estos son los grandes éxitos de la cruz20.

Y al destruir la muerte, surgió la vida. Pues del costado de Cristo dormido en la cruz nació la Iglesia21. Por el agua del bautismo el cristiano es injertado en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, muriendo con El, siendo sepultado y resucitado con El (Rom 6,3-5). Y en la sangre de la Eucaristía proclamamos su muerte hasta que El vuelva (1 Cor 11, 26):

Si indagas por qué echó «sangre y agua del costados», y no de otro miembro, descubrirás que con ello se indica a la mujer: como la fuente del pecado y de la muerte provino de la primera mujer, costilla del primer Adán (Gén 2,22), también la fuente de la redención y de la vida mana de la costilla del segundo Adán22.

¡Suba nuestro Esposo al leño de su tálamo! Duerma, muriendo; se abra su costado y nazca la Iglesia Virgen, para que, como Eva fue formada del costado de Adán durmiente, se forme la Iglesia del costado de Cristo crucificado. Pues fue herido su costado y al instante «brotó sangre y agua» (Jn 19,34), los sacramentos gemelos de la Iglesia: el agua, en la que fue purificada la Esposa; la sangre, con la que fue dotada. En esta sangre, los santos mártires, amigos del Esposo, lavaron sus vestidos y los blanquearon (Ap 7,14;22,14); yendo como invitados a las nupcias del Cordero (Ap 19,7- 9),recibieron del Esposo el cáliz, bebiendo y brindando a su salud. Bebieron su sangre, derramando la suya por El... ¡Exulta, Iglesia Esposa, pues si no se hubiera hecho esto con Cristo, tú no habrías sido formada de El! El Vendido te redimió; el Matado te amó y, por que te amó tanto, quiso morir por ti. ¡Oh gran sacramento de este matrimonio!¡Oh que gran misterio el de este Esposo y esta Esposa! Nace la Esposa del Esposo y, apenas nacida, se le une; la Esposa lo desposa, cuando el Esposo muere; el Esposo se une a la Esposa, cuando es separado de los mortales; cuando El es exaltado sobre todos los cielos, entonces ella es fecundada sobre toda la tierra. ¿Qué es esto? ¿Quién es este Esposo, ausente y presente? ¿Quién es este Esposo ausente y latente, a quien la Esposa concibe por la fe y, sin acto matrimonial, diariamente da a luz a sus miembros? ¡Es el Rey de la gloria! (Sal 24,10)23.

 

4. Y SEPULTADO

Al confesar en el Credo la sepultura de Jesucristo -lo mismo que la mención de Poncio Pilato- estamos afirmando la realidad histórica de los acontecimientos. Sus padecimientos son reales, la cruz y la muerte no fueron aparentes. Por ello, la sepultura de Cristo está ya en la confesión de fe que Pablo ha recibido y que, a su vez, él transmite (1Cor 15,4) lo mismo que la muerte y la resurrección. Y San Ignacio de Antioquía, en un texto, ya citado en parte, dice:

Tapaos los oídos cuando alguien venga a hablaros fuera de Jesucristo, que desciende del linaje de David y es hijo de María; que nació verdaderamente y comió y bebió; fue verdaderamente perseguido bajo Poncio Pilato; fue verdaderamente crucificado y murió a la vista de los moradores del cielo, de la tierra y del infierno. En efecto, El fue verdaderamente clavado en la cruz bajo Poncio Pilato (Mt 27,1-66p) y el tetrarca Herodes (He 4,27; Lc 23,1-12), fruto de cuya bienaventurada pasión somos nosotros24.

Su insistencia en el verdaderamente quiere resaltar la realidad humana e histórica de Jesucristo en todos sus acontecimientos. La salvación cristiana sería sólo aparente si la historia de Jesús, con su pasión y muerte, no fueran reales. Esta es la razón de la presencia del nombre de Poncio Pilato en el Credo. «La historia de la salvación de que habla el Credo a modo de resumen se encuentra enraizada en la historia. Al confesar que padeció bajo el poder de Poncio Pilato, se profesa que esos acontecimientos no tuvieron lugar no se sabe dónde ni cuándo sino en un sitio y lugar muy concretos. En la publicidad de la historia Jesús padeció, fue crucificado, murió y fue sepultado»25.

Que padeció bajo Poncio Pilato forma parte de casi todos los Símbolos de la fe antiguos, fieles al testimonio neotestamentario (Mt 27,15-56p; Jn 18,28-19,22; He 4,27; 13,28; 1 Tim 6,13), que nombrando al Procurador atestiguan la realidad histórica de la crucifixión y muerte de Cristo. La redención no es una ideología, sino un acontecimiento salvífico realizado en un lugar y tiempo histórico preciso:

Entre las verdades, que de modo claro han sido transmitidas por la predicación apostólica, figura el que Jesucristo nació y sufrió realmente, no en apariencia, y realmente murió con la muerte común a todos26.

Quienes transmitieron el Símbolo indicaron también con toda precisión el tiempo en que tuvieron lugar estos acontecimientos: «Bajo Poncio Pilato»; y esto para que no vacilase la tradición de los hechos27. Era necesario añadir el nombre del juez, para conocer las fechas28.

Tras haber dicho que «fue crucificado en tiempo de Poncio Pilato», añadieron que «fue sepultado» para enseñar que Cristo no murió simulada o aparentemente, sino que realmente murió de muerte humana. No sin motivo afirma Pablo que fue «sepultado» (1 Cor 15,3-4), sino para probar que realmente, según la ley de los hombres, murió y sufrió la muerte, como conviene a una naturaleza mortal29.

El nacimiento implica la muerte. Quien decidió formar parte de la humanidad, debía atravesar necesariamente los momentos propios de nuestra naturaleza... Aunque quizás expresemos con más exactitud el misterio diciendo que el nacimiento no fue la causa de su muerte, sino al contrario: a causa de la muerte, Dios aceptó el nacimiento. Nació no por la necesidad de vivir corporalmente, sino por el deseo de llamarnos de la muerte a la vida, para lo que se inclinó sobre nuestro cadáver, tendiendo la mano a quien yacía muerto, acercándose a la muerte hasta asumir el estado de cadáver y ofrecer a nuestra naturaleza -por medio del propio cuerpo- el principio de la resurrección30.

El Hijo de Dios no tuvo otra razón para nacer que la de poder ser clavado en la cruz. En el seno de la Virgen, en efecto, tomó la carne mortal, en la que realizó la economía de la pasión. Así, pues, si Cristo murió y fue sepultado, no fue esto una necesidad de su propia condición, sino redención de nuestra esclavitud; pues el Verbo se hizo carne para tomar del seno de la Virgen una naturaleza pasible... Por su poder se hizo humilde; por su poder se hizo pasible; por su poder se hizo mortal: para destruir el imperio del pecado y de la muerte31.

Jesús de Nazaret es un personaje histórico; No se pierde en las brumas de la mitología y de la leyenda. Jesús es un hombre de Israel, encuadrado en la historia de Israel, en un momento determinado (Lc 2,1; 3,1). El Evangelio nos da su historia; no es simplemente un sistema ideológico:

Jesús sufrió realmente por todos nosotros. ¡La cruz no fue una apariencia, pues entonces apariencia habría sido la redención! ¡Su muerte no fue una fantasía, pues en ese caso mera fábula hubiera sido la salvación! Sí, la pasión de Cristo fue real: realmente fue crucificado, sin que nos avergoncemos de ello ni lo neguemos, antes bien nos gloriamos en decirlo. ¡Confieso la Cruz, porque me consta la resurrección!

Si Jesús hubiera quedado colgado en ella, tal vez no la confesara, pero habiendo seguido la Resurrección a la Cruz, no me avergüenzo de confesarla32.

Todo en el cristianismo remite a una historia, a unos acontecimientos. Y por ser acontecimientos desde Dios para nuestra salvación se anuncian como buena noticia, y por ser únicos e irrepetibles se anuncian con autoridad, interpelando al corazón del que escucha, confesándolos con el testimonio del apóstol que los anuncia:

Confesar que Cristo fue crucificado significa decir que « estoy crucificado con Cristo» (Gál 2,19). Y también que «lejos de mí gloriarme sino es en la cruz de mi Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo» (Gál 6,14). Porque «en cuanto al morir, de una vez murió al pecado» (Rom 6,10) y yo «estoy configurado a su muerte» (Filp 3,10). Así, su sepultura se extiende a los que se han configurado a su muerte «porque junto con El hemos sido sepultados por el bautismo» (Rom 6,4), destruyendo el cuerpo de pecado, pues el que está muerto está libre del pecado, para vivir una vida nueva: «muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom 6,1-11)33.

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1. H. U. VON BALTHASAR, El misterio pascual, en Mysterium Salutis III/2, p. 143-265. A VANHOYE-I.DE LA POTTERIE-Ch. DUQUOC, La Passion selon les quatre Évangile, París 1981; R. BLAZQUEZ, Dios entregó a Jesús a la muerte, Communio 2 (1980) 18-29.

2. SAN JUSTINO, Dialogo 40,1-5;90,2-5;94,1-2;97,1-4.

3. SAN AGUSTIN, Sermo 215,5.

4. MELITON DE SARDES, Homilía sobre la Pascua 57-96.

5. SAN CIRILO DE JERUSALEN, Catequesis XIII.

6. TEODORO DE MOPSUESTIA, Homilia VI 11-VII 2.

7. SAN CIRILO DE ALEJANDRIA, Epistola 55.

8. SAN AMBROSIO, Expositio Ev. secundum Lucam X 29-62.

9. RUFINO DE AQUILEIA, Expositio Symboh 12-26.

10. SAN QUODVULTDEUS, Sermo I de Symbolo VI 4-20 y todo el V.

11. SAN MAXIMO TAUMATURGO, Homilia 83;SAN PEDRO CRISOLOGO, Sermo 57 y 59.

12. Cfr. J. DANIELOU, El misterio de la historia, San Sebastián 1963,440ss. 

13. Cfr. J. RATZINGER, O.c., p. 244-256.

14. SAN GREGORIO NISENO, Oratione Catech. 32,1-11. Cfr. J. DANIELOU, Le symbolisme cosmique de la Croix, La Maison Dieu 75 (1963) 23-36. 

15. SAN AMBROSIO, Expositio Ev. secundum Lucam X 97ss.

16. SAN ATANASIO, De Incarnatione Verbi 8-25.

17. SAN IRENEO, Adversus Haereses III 5,3;16,9;18,2-6.

18. SAN CIPRIANO, Los ídolos 13-14; Sobre las buenas obras 1; Testimonios II 13-23.

19 SAN CIRILO DE ALEJANDRIA, Epístola 55.

20. SAN JUAN CRISOSTOMO, De Coemeterio et de Cruce 2.

21. SAN AGUSTIN, Enarr. in Ps. 138,2.

22. RUFINO DE AQUILEIA, Expositio Symboli 12-26.

23. SAN QUODVULTDEUS, Sermo I de Symbolo VI 4-20.

24. SAN IGNACIO, A los Tralianos IX,1-2; SAN JUSTINO, 1 Apología 61,13. 

25. J. N. KELLY Primitivos Credos cristianos, Salamanca 1980, p. 182.

26. ORIGENES, Contra Celso, I, 54-55.

27. RUFINO DE AQUILEIA, Expos. Symboli 12-26. 

28. SAN AGUSTIN, De Fide et Symbolo V, 11. 

29. TEODORO DE MOPSUESTIA, Homilía VII, 2. 

30. SAN GREGORIO NISENO, Orat. Catech., 32,1-11. 

31. SAN LEON MAGNO, Homilía 48,1;67,5...

32. SAN CIRILO DE JERUSALEN, Catequesis XIII, 4. 

33. ORIGENES, Contra Celso II, 68.

EMILIANO JIMÉNEZ
EL CREDO, SÍMBOLO DE LA FE DE LA IGLESIA
Ediciones EGA, Bilbao 1992, págs. 83-100