INTRODUCCIÓN

 

1. LA IGLESIA SE EDIFICA SOBRE LA FE APOSTOLICA

El Credo, que hoy recitamos en la Iglesia está en sintonía con los dos venerados Símbolos de la Iglesia antigua: el Símbolo de los Concilios de Nicea y Constantinopla y el Símbolo Apostólico. En él resuena la palabra viva de la Escritura en el eco o testimonio de la Tradición viviente de la Iglesia.

Los Credos, como símbolos de la fe cristiana, son documentos de la Iglesia, anteriores incluso al mismo Nuevo Testamento. En sus breves fórmulas, procedentes de contextos litúrgicos, catequéticos o misionales recogen la síntesis de la fe. Son, pues, expresión de la vida de la comunidad, antes incluso de la formulación escrita de sus artículos1.

La salvación, que Dios Padre ofrece en la Iglesia a los hombres por su Hijo Jesucristo en el Espíritu Santo, es el misterio primordial que, como hilo conductor, unifica la profesión de fe de los cristianos de todos los tiempos y lugares.

La Iglesia no puede atestiguar y confesar una fe distinta de la que le ha sido transmitida de una vez para siempre. En la tradición de la fe de los Apóstoles, fundamento de la vida cristiana, nada se puede cambiar; es preciso «combatir por la fe que ha sido transmitida a los santos de una vez para siempre» (Cfr. Jds 3.5.20; 1Cor 11,2; 2 Tes 2,15; 1 Tim 6,20). Así la Iglesia se mantiene «edificada sobre el cimiento de los Apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo» (Ef 2,20).

Como escriben varios padres de la Iglesia, -recogiendo la leyenda que dice que los apóstoles, antes de separarse para evangelizar a todo el mundo, redactaron el «breviario de la fe» como «pauta de su predicación», proclamando cada uno un artículo-, el Credo es la «fórmula sucinta de la fe cristiana»2, «un inagotable tesoro en breves palabras» (Teodoro de M.), «la breve pero grande norma de nuestra fe» (S. Agustín) o «la síntesis de la fe católica»3. Pues los apóstoles, «recogiendo testimonios de todas las Escrituras Sagradas, formaron este único y breve edificio de la fe», de modo que «en el Símbolo está consignada para los fieles la fe católica» (S. Ildefonso)4.

En el siglo IV nos encontramos ya con un texto seguido, sin el esquema de preguntas y respuestas. Hacia el siglo V, y quizá ya en el IV, nace la leyenda sobre el origen apostólico del texto y pronto se concretiza esta leyenda diciendo que los doce artículos, en los que se divide el Credo, proceden de cada uno de los doce apóstoles. Esta leyenda responde a una verdad, pues el Credo apostólico representa el auténtico eco de la fe de la Iglesia primitiva que, por su parte, es fiel reflejo del Nuevo Testamento.

Los apóstoles son los primeros testigos del Evangelio; lo recibieron directamente de Cristo y fueron enviados por El a todo el mundo. Por eso, la Iglesia se edifica sobre el fundamento de la fe apostólica. El Vaticano II ha resaltado la actualidad vivificante de la tradición:

La predicación apostólica se ha de conservar por transmisión continua hasta el fin del tiempo. Por eso, los apóstoles, al transmitir lo que recibieron, avisan a los fieles que conserven las tradiciones aprendidas de palabra o por carta (2 Tes 2,15) y que combatan por la fe ya recibida (Jds 3)... Así la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree.

Esta Tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo, es decir, crece la comprensión de las palabras e instituciones transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian repasándolas en su corazón (Lc 2,19.51)... La Iglesia, de este modo, camina a través de los siglos, hacia la plenitud de la verdad, hasta que se cumplan en ella plenamente las palabras de Dios... Así, Dios, que habló en otros tiempos, sigue conversando siempre con la Esposa de su Hijo amado; así, el Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo entero, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la palabra de Cristo5.

Ante la confusión y aturdimiento de tantas ideologías y teologías, es preciso volver a las fuentes de la fe, donde la verdad nace limpia, como fundamento de la identidad del cristiano en el mundo y origen perenne de la comunidad eclesial. Volver a los fundamentos de nuestra fe, al Símbolo apostólico, dejándolo resonar en nuestro interior, iluminará nuestra vida; interiorizándolo, haciéndolo nuestro, hará que nosotros y a través de nosotros siga hablando y salvando a nuestra generación y pase a la siguiente generación.

 

2. EL CREDO: SÍMBOLO DE LA FE DE LA IGLESIA

El Credo, compendio de la fe cristiana, es la espina dorsal del cristiano. Y, como Símbolo de la fe, el Credo permite al cristiano sentirse miembro de la comunidad creyente.

Símbolo (del griego symbállein = juntar, unir) es lo que une y crea la comunión; es justo lo contrario de diablo (del griego diabállein = separar, dividir) que es el que separa y rompe la comunión.

El Credo es la confesión singular de la fe eclesial en el misterio de Dios Padre, revelado por Jesucristo, y testimoniada al creyente por el Espíritu Santo en la Iglesia. El Credo es confesado en primera persona del singular. Pero esta primera persona del singular presupone una comunidad, como atestiguan las expresiones «nuestro Señor», «santa Iglesia católica», «comunión de los santos». El cristiano, en su profesión de fe, no confiesa su propia fe o sus ideas, sino la fe de la Iglesia: fe que ha recibido de la comunidad que se la transmitió (la redditio supone la traditio), fe que le une a la comunidad y que profesa ante y con la comunidad eclesial. Lo personal y lo comunitario quedan inseparablemente vinculados.

Cada cristiano recita en singular el Credo incluso dentro de la asamblea litúrgica; pues ninguna acción es tan personal como ésta. Pero el creyente lo recita en la Iglesia y a través de ella; su fe participa de la fe de la Iglesia, que le permite -por muy grande que sea su miseria- confesar la fe total de la Iglesia, pues él es hombre de la comunidad católica.

La fe, pues, sin dejar de ser personal, existe sólo en cuanto diálogo, audición, respuesta; es decir, nunca como algo tan original que nazca del puro interior del hombre, ni tan individual que no provenga de una participación en la misma Palabra, aceptada en el seno de la comunidad. La fe de la Iglesia es el fruto de la acción del Espíritu, desde la fe de María y de los Doce, hasta la profesión de fe que un cristiano hace hoy.

La unidad de la Iglesia en la fe es una exigencia constante en el Nuevo Testamento:

Esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz. Un solo cuerpo y un solo Espíritu, como una sola es la esperanza de la vocación a la que habéis sido convocados. Un Señor, una fe, un bautismo, un Dios, Padre de todo, que lo transciende todo (Ef 4,3-6).

Al no ser la fe fruto de mis pensamientos, viniéndome de fuera, no es algo de que dispongo y cambio a mi gusto. La fidelidad a lo recibido y a la Iglesia, que lo trasmite, es esencial a la fe. «La confesión de fe en la recitación del Símbolo, dirá H. de Lubac, significa y realiza el vínculo de comunión personal y público con todos los creyentes»6. Si se ha podido decir que «una teología sin Iglesia no pasa de ser ciencia-ficción», mucho más vale esto para la profesión de la fe.

Cuando se afirma que el hombre es bautizado en la fe de la Iglesia, lo que se quiere significar es que el sentido del gesto bautismal no se inventa en aquel momento, sino que su significación es la que le ha dado Cristo, como ha sido recibido y es aceptado por la Iglesia.

El cristiano, por tanto, no puede profesar el Credo si no se reconoce unido a todos los que con él confiesan la fe de la Iglesia. Esto significa que no se puede creer sin amar7.

 

3. FE Y CONVERSION

Las fórmulas del Credo son un resumen de las principales verdades de la fe de la Iglesia. Pero no se trata de conocimiento abstracto, sino de la experiencia del misterio de Dios revelado en la creación del cielo y de la tierra, manifestado en la salvación histórica de Jesucristo y comunicado -actualizado e interiorizado- por el Espíritu Santo en la Iglesia. En el acto de fe, el creyente no se adhiere con su inteligencia a una fórmula conceptual, sino que se adhiere con toda su persona a la realidad misma de lo creído. Sólo así el Credo es confessio fidei, manifestación del propio ser cristiano ante sí mismo y ante los demás, y reconocimiento agradecido ante Dios por esa fe. Se trata de «entrar en ese yo del Credo y transformar el yo esquemático de la fórmula en carne y hueso del yo personal»8.

Creer es aceptar, mediante la conversión, el evangelio de la salvación de Dios, proclamado y realizado en Jesucristo. Para los Hechos, al describirnos la primera comunidad, los cristianos son los creyentes (He 2,44; 4,32; 5,14). Ser creyente es sinónimo de cristiano. Aunque suponga la aceptación de las verdades creídas, ser creyente es mucho más que eso; significa aceptar una forma de vida, o mejor, entrar en una nueva forma de ser. Por eso, la fe supone la conversión, un nuevo nacimiento, una recreación o regeneración. La fe es, pues, principio de vida. No se cree con la mente o con el corazón, se cree con todo el ser.

Israel expresó su fe en Credos históricos (Dt 6,20-24; 26,5 9; Jos 24,2-13) y sálmicos (Sal 78; 105; 136...), confesando entre las naciones y ante todas las gentes al Dios que ha creado el cielo y la tierra, libró a su Pueblo de Egipto y lo condujo a la Tierra prometida. Esta confesión de fe en el Dios uno, y único digno de ser amado con toda la mente, con todo el corazón y con todas las fuerzas, es la oración del Shemá, recitado por la mañana y por la tarde.

Jesús, fiel israelita, proclamó esa misma confesión de fe en el único Dios (Mc 12,28-29p; Mt 6,24; Jn 17,3), pero revelándonos que 'el Señor del cielo y de la tierra' es el Padre (Mt 11,25p). Pedro -y con él los doce añadirán, por revelación del Padre, la confesión de fe en «Jesús como Mesías e Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). La comunidad cristiana hará suya esta profesión de fe, completándola con la confesión de fe en el Espíritu Santo, que ha recibido y experimentado en su mismo nacer como Iglesia y en la misión de su vida9.

La fe presta al hombre unos ojos nuevos, que le permiten ver lo invisible y penetrar en lo inefable. La iluminación de la fe permite a la mirada del creyente ver símbolos donde el hombre natural sólo ve fenómenos; para el creyente las cosas creadas reflejan la realidad invisible de Dios Creador y la historia se hace resplandor de su presencia salvadora (Heb 11).

La fe cristiana está íntimamente ligada a la fe de Israel; las confesiones de fe del Nuevo Testamento hunden sus raíces en los Credos del Antiguo Testamento. «Yavé es nuestro Dios», es la síntesis de todas las profesiones de fe del pueblo de Dios. Dios es uno y no hay otro y El es nuestro Dios: el reconocimiento de Dios supone entrar en alianza con El. No cabe una confesión de fe sin implicar en ella la propia existencia.

La confesión de fe en Dios es adoración y alabanza en respuesta a su acción salvadora. Por eso, al confesar y ensalzar a Yavé como Dios, se proclaman siempre sus hechos salvíficos realizados en la historia y, entre ellos, el haber sacado a su pueblo de Egipto, como fundamento mismo de la existencia del pueblo. La fórmula: «Dios, el que te sacó de Egipto» nos sale a cada paso en el Antiguo Testamento. En el Nuevo Testamento nos encontraremos con la fórmula correspondiente, igualmente repetida continuamente: «Dios, el que resucitó a Jesucristo». Ambas fórmulas son expresión de la fe como fundamento en Dios de la existencia del pueblo de Dios y de la Iglesia10.

A esta confesión fundamental sigue la proclamación de los demás hechos salvíficos. El Credo no es ideológico, sino histórico; sus artículos de fe están formados por la cadena de actos salvíficos desde Abraham hasta el don de la Tierra:

Mi padre era un arameo errante que bajó a Egipto y vivió allí como forastero siendo pocos aún, pero se hizo una nación grande, fuerte y numerosa. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron dura servidumbre. Nosotros clamamos a Yavé, Dios de nuestros padres, y Yavé escuchó nuestra voz; vio nuestra miseria, nuestras penalidades y nuestra opresión, y Yavé nos sacó de Egipto con mano fuerte y tenso brazo en medio de gran terror, señales y prodigios. Nos trajo aquí y nos dio esta tierra, tierra que mana leche y miel. (Dt 26,5-9).

Este Credo histórico es proclamado por el israelita en toda acción de gracias por los frutos de la Tierra. Y es la profesión de fe de la comunidad en la asamblea litúrgica (Sal 106; 136), ampliado en forma de letanía, que recorre los hechos salvíficos de la historia. Estos Credos orales y litúrgicos son más antiguos que todas las tradiciones escritas de la Escritura.

Y en la oración de la mañana y de la tarde, el Shemá Israel es la confesión de fe en Yavé como el único Dios y como nuestro Dios. Profesión de fe, liturgia y oración van unidas y llenan la vida del verdadero creyente.

En Heb 11 tenemos el elogio de «una nube de testigos», alabados por su fe en Dios, es decir, por haber `caminado con Dios' (Gen 6,9) en «la obediencia de la fe» (Gen 22,3; Rom 1,5; 6,17s; 10,16; 16,26...). Así Israel es «la Esposa que sube del desierto apoyada en su amado» (Cant 8,5).

Este testimonio de la fe se prolonga y culmina en el Nuevo Testamento en el 'Israel de Dios' (Rom 9,6-8), en los «hijos de Abraham el creyente, que viven de la fe» (Gál 3,7-9.29). Entre estos sobresale María, «la creyente» (Lc 1,45). María es la primera creyente, tipo de todo creyente cristiano, figura de la Iglesia, (LG, n. 63), comunidad de los creyentes. María acoge la Palabra, que se encarna en su seno; conserva y medita en su corazón las cosas y acontecimientos con que Dios la habla, figura del creyente que escucha la palabra, conservándola en un corazón bueno, haciéndola fructificar con abundancia (Cfr. Lc 2,19.51; 8,15). «¡Feliz la que ha creído!» (Lc 1,45)11.

 

4. EL CREDO ESTA VINCULADO AL BAUTISMO

Por su origen y por su uso, el Credo está estrechamente vinculado con la liturgia. Concretamente, con la celebración del bautismo. Los catecúmenos, en formas diversas, hacían la profesión de fe al recibir el bautismo. Estas fórmulas de fe bautismales tenían una estructura trinitaria. En su diversidad, los distintos Credos -apostólico o niceno-contantinopolitano- tienen en común esta estructura trinitaria. El Credo apostólico se elaboró en el transcurso de los siglos II y III, en conexión con el rito bautismal, fiel a las palabras del Resucitado: «Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). El bautismo vincula con la persona de Jesucristo; ahora bien, toda su obra de salvación procede del amor del Padre y culmina con la efusión del Espíritu Santo12.

Por ello al bautizando se le hacían tres preguntas: «¿Crees en Dios, Padre, todopoderoso? ¿Crees en Jesucristo...? ¿Crees en el Espíritu Santo? A cada una de las preguntas el catecúmeno contestaba con credo y se le sumergía en el agua, por tres veces13.

La triple pregunta, con su triple respuesta, se opone a la triple renuncia que la precede: «renuncio a Satanás, a su servicio, a sus obras» (Hipólito, 46). La profesión de la fe es, pues, la expresión de la conversión, del cambio del ser esclavo de Satanás a la libertad de hijo de Dios. En la triple renuncia y en la triple afirmación, unida al triple símbolo de la muerte mediante la inmersión y al triple símbolo de la resurrección a una vida nueva, se revela lo que es la fe: conversión, cambio de la existencia, cambio del ser14.

La fe es el «escudo» del cristiano en su lucha diaria contra el maligno (Ef 6,11-18). Por ello, dirán los santos Padres, que el Credo «es una gran defensa contra la tentación del adversario» (S. Ambrosio), «escudo contra el maligno» (S. Agustín), «remedio contra el veneno de la serpiente» (Quodvuldeus).

La triple confesión de fe bautismal está en contraposición a la triple renuncia a Satanás, a sus obras y a sus seducciones. La ruptura total con Satanás, a quien antes estuvo ligada la vida, con la confesión de fe se hace entrega total al único Dios, reconocido como Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Al renunciar al diablo y a sus ángeles, con sus pompas y vanidades, debéis olvidar lo pasado y, abandonando la vida vieja, emprender una nueva de santas costumbres. (S. Agustín)

El Credo se entrega a los catecúmenos para que «resistan al diablo, firmes en la fe» (1 Pe 5,9). Así el Credo se hace «el viático para todo el tiempo de la vida» (S. Cirilo). «¡Que nadie se olvide del Símbolo!», dirá S. Pedro Crisólogo. Para ello, S. Agustín exhortará a «recitarlo diariamente, al levantarse y al acostarse», protegiéndose con el «Símbolo antes de dormir y antes de comenzar la jornada», «guardando siempre en el corazón lo que se ha aprendido y recitado: rumiándolo en el lecho y meditándolo por las plazas públicas, no olvidándolo al comer y hasta soñando con él»15.

La confesión de fe culmina en el martirio, el testimonio supremo de la fe. A los primeros cristianos les bastaba cambiar la profesión de fe «Kyrios Christós» por «Kyrios Kaisar» para salvar su vida". La referencia al testimonio de Jesús ante Poncio Pilato suena en la persecución de los cristianos «como una arenga» para permanecer fieles a la profesión de fe (O. Cullmann).

El martirio o «la efusión de la sangre por Cristo es un don concedido a pocos, sin embargo todos deben estar dispuestos a confesar a Cristo delante de los hombres y a seguirle por el camino de la cruz, en medio de las persecuciones, que nunca faltan a la Iglesia» (LG, n. 42). La profesión de fe en la propia historia es parte del testimonio cristiano17.

Cristo, el Mártir por excelencia (Ap 1,5), y los mártires cristianos «sufrieron el destierro y la muerte a causa de la Palabra de Dios y del testimonio de Jesús, pues despreciaron su vida ante la muerte» (He 22,20; Ap 1,9; 2,13; 6,9; 12,11).

El bautismo, al unir al neófito con Cristo, le vincula igualmente con la comunidad de los creyentes. El Credo, como Símbolo, es el signo de esta comunión. El Credo, transmitido a los catecúmenos por los fieles, es devuelto en la profesión bautismal del catecúmeno como signo o credencial de una fe común: distintivo eclesial de unidad y comunión. Es el sello impreso en el corazón de los neófitos como distintivo de su pertenencia a la Iglesia. «En quien lo profesa se reconoce a un fiel cristiano»18, «que se diferencia de los que «naufragaron en la fe» o «se desviaron de ella» (1 Tim 1,19 y 6,10), quedando «descalificados en la fe» (2 Tim 3,8), que «justifica y salva» (Rom 3, 28).

 

5. LA FE VIENE DE LA AUDICIÓN

La profesión de la fe de la Iglesia comienza con la breve palabra creo.

La fe no es nunca una cavilación en la que el yo llega al convencimiento racional de una verdad. Es más bien el resultado de un diálogo, expresión de la audición, de la recepción y de la respuesta a la palabra oída: «La fe viene de la predicación, y la predicación por la Palabra de Cristo» (Rom 10,17). Luego, se puede pensar la fe como re-flexión sobre lo que antes se ha oído y recibido. La fe, al contrario, de la idea, entra en el hombre desde fuera; desde fuera me es anunciada, me interpela, me implica y exige una respuesta. «Es esencial para la fe la doble estructura del `¿crees?'-`creo', la del ser llamado desde fuera y responder a esa llamada»19.

Primeramente, como queda dicho, el catecúmeno hacía su profesión de fe en forma de preguntas y respuestas; a las tres inmersiones correspondían las tres preguntas sobre la fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Más tarde, el Símbolo era explicado al catecúmeno y éste le recitaba al momento de ser bautizado.

En forma indicativa y declaratoria el Credo era transmitido al catecúmeno por la comunidad cristiana (traditio symboli) y luego, después de un tiempo, el catecúmeno le restituía (redditio symboli) proclamándole ante la asamblea litúrgica, como nos lo describe, por ejemplo, San Agustín en las Confesiones (c.2).

El mismo Pablo, que ha recibido el Evangelio directamente del Señor, sin embargo confiesa que la profesión de fe le ha sido transmitida por la comunidad cristiana. Esa fe, que es Símbolo de la unidad, es la que él a su vez transmite. La recepción y transmisión de esta profesión de fe crea la comunidad y la comunión eclesial (1 Cor 15,3ss). La profesión de fe nace claramente desde el interior del ser de la Iglesia. Es la respuesta de la fe a la predicación aceptada. Por eso la confesión de la fe está tan íntimamente vinculada al bautismo y al culto litúrgico de la asamblea cristiana.

La fidelidad de Dios lleva al cristiano a la fidelidad de la fe. Los creyentes son llamados los fieles20. Son fieles porque han cimentado su vida sobre el fundamento sólido del amor de Dios Padre, sobre la roca inconmovible del Señor resucitado, vencedor de la muerte y del pecado, amor y victoria actualizadas e interiorizadas en sus corazones por el testimonio del Espíritu Santo presente en la Iglesia.

La fidelidad a la fe de la Iglesia es, por tanto, un don del Espíritu de Jesús al verdadero creyente. El cristianismo es, fundamentalmente, una realidad dada en el doble sentido de la palabra: existente con anterioridad a cada uno de nosotros y donada gratuitamente; sólo cabe el rechazo o la acogida agradecida y custodiada en fidelidad.

 

6. DE LA TRADITIO A LA REDDITIO SYMBOLI

El Credo, consignado en la traditio Symboli es «el tesoro de la vida», que el catecúmeno debe «aprender de memoria, sin escribirlo en pergaminos, sino esculpiéndolo en el corazón para no olvidarlo y, también, para que este sacramento de la fe no sea divulgado públicamente ni llegue al infiel el arcano de la fe»21.

El Credo, como profesión pública de la fe, engendra la salvación: «Si confiesas con la boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios le resucitó de entre los muertos, serás salvo. Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para conseguir la salvación» (Rom 10,9-10):

El Símbolo levanta en vosotros el edificio de la fe, necesaria para salvaros. Se os ofrece en pocas palabras para que lo aprendáis de memoria y lo confeséis con la boca... El Símbolo es la carta de fundación de nuestra comunidad, y en quien lo profesa se reconoce a un fiel cristiano21.

Si un hombre llega a la fe mediante la predicación del Evangelio, esta fe no puede quedarse encerrada en el corazón (Jn 12, 42ss), sino que se debe manifestar en una confesión pública ante Dios, ante la comunidad y ante los hombres (1 Tim 6,12-14). Por ello, como repetirá el Evangelio: «Por todo el que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos. Pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos» Mt 10,32-33; Lc 12,8-9; 9,26; Mc 8,38):

La fe percibida por el oído debe ser creída en el corazón y confesada con la boca para obtener la salvación 21.

El Credo es la fe que predica la Iglesia a todos los hombres, para que «invocando el nombre del Señor se salven». «Pues, ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique?» (Rom 10,13ss).

El creyente no puede olvidar la memoria de Jesús ni callar su fe en Dios. El recuerdo agradecido en el amor se manifiesta en testimonio para el mundo, en esperanza viva de salvación para todos los hombres. «¡Ay de mí si no anunciara el Evangelio!» (1 Cor, 9,16), grita Pablo. Y S. Agustín, en oración al Padre, dirá: «¡Ay de los que callan sobre Ti» (Confesiones I, 4,4). Quien ama necesita comprender y hablar de aquel a quien ama; hacer memoria y cantar al amado.

No basta, pues, creer; es necesario confesar la fe. No basta la fe interior del corazón; es necesaria la confesión pública con la boca. La fe suscitada «en el corazón» del creyente, mediante la audición de la Palabra predicada por el «enviado» o recibida en la «traditio» de la Iglesia, debe traducirse en la confesión exterior por la palabra de la «redditio», haciéndose así testigo y mensajero de la fe ante los hombres. El creyente se hace confesor de la fe: «¡Creemos, por eso hablamos!» (2 Cor 4,13).

 

7. CATEQUESIS SOBRE EL CREDO

La primera y la última palabra del Credo -creo y amén- abrazan todo el contenido que encierran entre ellas: expresan la entrega del creyente al fundamento que le sostiene y le permite permanecer firme y confiadamente en Dios Padre, gracias a Jesucristo, mediante el Espíritu Santo, presente en la Iglesia, que le ha gestado a la fe, que ha recibido y confiesa fielmente.

Pero hoy, para «conservar la fe» (1 Tim 1,19), es preciso una fe adulta, «cristianos firmes en lo esencial y humildemente felices en su fe»24. Estos cristianos, «alimentados con las palabras de la fe» (1Tim 4,6), «sólidamente cimentados en ella» (Col 1,23), se «mantendrán firmes en la fe profesada» (Heb 4,14), y «combatiendo el buen combate de la fe, conquistarán la vida eterna a la que han sido llamados y de la que hicieron solemne profesión delante de muchos testigos» (1 Tim 6, 12), como el mismo Cristo ante Poncio Pilato (v. 13).

En nuestro mundo secularizado, pluralista y técnico «el ateísmo es uno de los fenómenos más graves». Y, como reconoce el Concilio, «en la génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los mismos creyentes, en cuanto que, con el descuido de la formación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios» (GS, n. 20).

Por ello, conocer la fe que profesamos y vivir en conformidad con la fe profesada es la respuesta necesaria para una nueva evangelización de nuestro mundo:

El remedio del ateísmo hay que buscarlo en la exposición adecuada de la doctrina y en la integridad de vida de la Iglesia y de sus miembros. A la Iglesia toca hacer presentes y como visibles a Dios Padre y a su Hijo encarnado con la continua renovación y purificación propias, bajo la guía del Espíritu Santo. Esto se logra principalmente con el testimonio de una fe viva y adulta, educada para poder percibir con lucidez las dificultades y poderlas vencer. Numerosos mártires dieron y dan preclaro testimonio de esta fe, la cual debe manifestar su fecundidad imbuyendo toda la vida de los creyentes (GS,n.21).

La confesión de la fe ofrece, hoy como ayer, sentido y esperanza a la vida; la memoria proclamada de la fidelidad de Dios es la garantía de la vida eterna esperada. Vivir en concordancia de corazón y de vida con la fe creída y proclamada es ya un anticipo de esa vida. «Si no creéis -si no os apoyáis en mí-,leemos en el profeta Isaías, no tendréis apoyo» (Is 7,9), no subsistiréis. La raíz 'mn (amén) expresa la idea de solidez, firmeza, fundamento; de aquí su significado de confiar, fiarse, abandonarse a alguien, creer en él. La fe es un agarrarse a Dios, en quien el hombre halla un firme apoyo para toda su vida presente y futura. La fe es un permanecer en pie confiadamente sobre la roca de la palabra de Dios.

La fe no es un «interrogante», sino una certeza y seguridad; no es «un salto en el vacío» o «en el abismo infinito», sino el apoyo firme en la fidelidad salvadora de Dios, que es fiel, roca firme; quien ha experimentado su amor eterno y fiel puede darle crédito con su amén. La palabra hemunáh (fe) proviene de la raíz verbal amán (ser firme, seguro, fiable). El creyente en Dios es quien se apoya totalmente en él, confiando plenamente en su fidelidad (émeth). Dios es fiel, es la roca, su fidelidad dura por siempre (Dt, 32,4; Is 26,4; Sal 100,5; 89,2-3.25.34; 98,3; 117...).

Dios, al revelarse en Cristo encarnado, proyecta una luz que clarifica el misterio del hombre. Conocer y profesar la fe en Dios da, por ello, certeza y seguridad al hombre, desvelándole el sentido último de su existencia: la «vida eterna», como concluye el Credo.

Trasmitir la fe a las nuevas generaciones y testimoniar su identidad creyente en una sociedad, que ha borrado de ella las huellas de Dios, es la misión del cristiano.

«La catequesis ha sido considerada siempre por la Iglesia como una de sus tareas más importantes». Y hoy, como repite constantemente Juan Pablo II, es necesaria una «catequesis permanente» de los adultos, pues han de «ser reiniciados a una fe adulta quienes, por diversas circunstancias, fueron insuficientemente o nunca educados en la fe y, en cuanto tales, son verdaderos catecúmenos»15.

Es la misión encomendada por el Señor Resucitado: «Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,19-20).

La Iglesia cumple el encargo del Señor en la evangelización, por la que los hombres son llevados a la fe, y en la catequesis, por la que la fe incipiente se fortalece y madura, conduciendo a los creyentes a profundizar en el conocimiento y en la vivencia del misterio de Jesucristo, para que vivan como cristianos en el mundo.

Con estas páginas quisiera ayudar a penetrar en el sentido de esa confesión original de la fe, que es el Credo apostólico, para que los creyentes de hoy, «iluminados los ojos del corazón, descubran la esperanza a que han sido llamados, la gloria que les está reservada como herencia, la soberana grandeza de su poder, eficazmente desplegada por Dios en Cristo, al resucitarlo de entre los muertos y sentarlo a su derecha en los cielos, constituyéndolo Cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo» Cfr. Ef 1,1523). La fe, como experiencia de amor, lleva en su entraña el deseo de comprensión: «Porque cuando digo Credo, razón me parece será que entienda y sepa lo que creo»26.

Como dice San Juan de la Cruz: «Desde el mismo instante en que Dios nos envió a su Hijo, que es su única palabra, nos lo ha revelado todo». No se puede añadir o quitar nada. Pero la profesión de fe «no dibuja una línea sino un círculo; las frases se siguen unas a otras y la última integra de nuevo en la primera a todos los miembros intermedios: mediante su acción creadora, que se continúa en Cristo como redención y en el Espíritu como santificación, lleva el Padre a su seno a aquellos que El quiere hacer sus hijos en Jesús y en el Espíritu» (Garrone). Una línea puede prolongarse siempre; un círculo no. A un círculo no se le puede añadir nada sin romperlo o sin deformar su estructura perfecta. En el conocimiento del Credo se avanza por profundización y no por adición. El Espíritu, por quien es la única palabra del Padre en su seno y en la encarnación, puede producir siempre nuevos frutos. No sólo asegura su duración eterna, sino que además la hace fértil y la da actualidad perenne.

Pero, sabiendo que la fe es don de Dios, ruego, con Pablo, al Padre «para que nos conceda, según la riqueza de su gloria, que seamos fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior, que Cristo habite por la fe en nuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podamos comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que nos vayamos llenando hasta la total plenitud de Dios» (Ef 3,14-19).

EMILIANO JIMÉNEZ
EL CREDO, SÍMBOLO DE LA FE DE LA IGLESIA
Ediciones EGA, Bilbao 1992, págs. 11-2
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1. O. CULLMANN, Las primeras confesiones de fe cristiana, en La fe y el culto en la Iglesia primitiva, Madrid 1971, p. 63-122; J. COLLANTES, La fe de la Iglesia católica, Madrid 1983. Y por supuesto las obras clásicas de KATTENBUSCH, el Símbolo Apostólico, Leipzig 1900, y KELLY, Primitivos Credos cristianos, Salamanca 1980.

2. S. AGUSTIN, Sermón 58.

3. S. AGUSTIN, De Fide et Symbolo, 1,1.

4. Cfr. S. SABUGAL, Credo. La fe de la Iglesia, Zamora 1986, donde pueden encontrarse muchos más textos de los Padres, con su referencia bibliográfica.

5. Dei Verbum, n. 8.

6. H. DE LUBAC, La fe cristiana, Madrid 1970.

7. H. U. von BALTHASAR, Sólo el amor es digno de fe, Salamanca 1971.

8. J. RATZINGER, Introducción al cristianismo, Salamanca 1982, p, 30.

9. X. PICAZA, Las confesiones de fe en la Biblia. Sus formas y significado, Communio 2 (1979) 7-19.

10. Cfr. Ex 20,2; Jos 24,16ss; 1 Re 18,39; Sal 81,11...; Rom 4,24; 8,11; 2 Cor 4,14; Gál 1,1; Ef 1,20; Col 2,12; 1 Tes 1,10; 1 Pe 1,21.

11. J. ALFARO, María, la bienaventurada porque ha creído, Roma 1982; B. HARING, María prototipo de la fe, Barcelona 1983.

12. I. OÑATIBIA, Símbolos de la fe y celebración litúrgica, Phase 13 (1973) 9-22.

13. Cfr. Sacramentarium Gelasianum o la Tradicción Apostólica, n. 48 de Hipólito.

14. J. RATZINGER, o.c., p. 64.

15. Sermo ad Cath. de Symbolo 1.

16. Cfr. El martirio de Policarpo, VII 2; IX 3.

17. LG, n. 35; Evangeli Nuntiandi, n. 41.

18. S. AGUSTIN, Sermón 214.

19. J. RATZINGER, o.c., p. 67.

20. He 2,44; 4,32; 5,14; 22,19; 1 Tes 1,7; 2,10.13; 2 Tes 1,10; Gál 3,22; 1 Cor 1,21; 14,22; Ef 1,19; 1 Pe 2,7...

21. Cfr. S. CIRILO, Cat. Mistagógicas.

22. S. AGUSTIN, De Fide et Symbolo y Sermones 212-216.

23. S. PEDRO CRISOLOGO, Sermones 56-59.

24. Catechesi Tradendae, n. 61.

25. Catechesi Tradendae, 43-44.

26. SANTA TERESA DE JESUS, Camino de perfección, 24,2.