CLAMAN A DIOS DÍA Y NOCHE
Si hubiera de escoger unas palabras que expresen mejor el secreto de mi vida, escogería
las de Jesús en la parábola de la viuda importuna: ¿Y no hará justicia Dios a sus elegidos,
que claman a él díá y noche? En estas palabras reconozco del modo mejor mi rostro, en el
sentido en que Lamartine escribe: "Mi corazón tiene su secreto, mi alma tiene su misterio".
La oración habrá sido verdaderamente el secreto de mi vida. Mas, al afirmarlo, he de
apresurarme a añadir que esta oración habrá sido también el misterio de mi alma. Con esto
lo he dicho todo, pero no he dicho nada. Sé por experiencia que la oración lo ha sido todo
para mí, que ha sido la fuente de mis mayores alegrías; jamás he sido tan feliz como
rezando. En la oración también se disipan todos mis sufrimientos. Sin ella, no sé dónde
estaría; puede que incluso hubiera perdido la cabeza. A este respecto, jamás repetiré
suficientemente que la oración lo ha sido todo para mí. Ha sido realmente la vida de mi vida.
Al mismo tiempo me veo obligado a reconocer que la oración ha sido un misterio para mí.
Ninguna palabra, ninguna idea, ninguna imagen podrá traducir lo que ocurre en mi corazón
cuando recibo la visita de la gracia de la oración; no soy ya el mismo hombre. En cambio,
cuando no está, sé bien quién soy. Ni siquiera puedo decir que es la forma de mi oración;
sólo sé que está allí por la alegría que derrama en mi corazón. Y también esto es un gran
misterio para mí; porque puedo preparar mi oración o incluso preverla, pero en el momento
en que me pongo a rezar, no sé nunca lo que será. Por eso el fondo de mi oración es desde
siempre la intercesión y la súplica—ya lo he dicho y volveré sobre ello—; pero un buen día
esta intercesión deja sitio a una oración de abandono, de adoración, de acción de gracias y
de pura entrega en las manos del Padre.
Todo esto está siempre en función de los acontecimientos o de las necesidades de mi
vida. Así, cuando me enteré hace unos diez años de que el doctor me aconsejaba una
pequeña quimioterapia, no me lo esperaba en absoluto, tanto menos que los diferentes
exámenes de escáner no habían descubierto nada anormal. Me aconsejaba aquel
tratamiento para mayor seguridad. Debo confesar que fue un choque para mí, y en seguida
pensé que debía recibir la unción de los enfermos.
Normalmente mi oración hubiera podido verse perturbada o incluso resultar imposible.
Sin llegar hasta ahí, hubiera podido tomar la forma de la intercesión para escapar a aquel
peligro. Con gran sorpresa de mi parte, la oración estaba presente en mi espíritu apenas
me ponía a rezar. Era incapaz de suplicar; o, más bien, mis ojos permanecían abiertos a
ese Padre lleno de misericordia, del que procede todo bien perfecto, en un sentido le daba
gracias, pero al mismo tiempo sabía que él nos escucha más allá, mucho más allá de lo que
podamos pedirle o incluso imaginar en virtud del poder que obra en él.
No puedo menos de tener las manos abiertas para aceptar lo que el Padre quiera darme,
y la oración que espontáneamente afloraba a mis labios era la oración de abandono del
padre de Foucauld. Esta oración moraba en mí en cada instante, y apenas disponía de un
instante libre, sentía el deseo de orar de esta manera.
Clamamos día y noche y él responde al instante
Ahí reconocí que Dios me había creado realmente para la oración y que nada podría
detener esta oración en mi corazón, ni siquiera la muerte. Puede que esto parezca
pretencioso, y hasta un poco orgulloso; no obstante, es la verdad. Tengo la certeza de que
seguiré rezando después de mi muerte hasta el día en que Cristo vuelva, a fin de que
encuentre aún fe en la tierra. Tengo también la certeza de que a cuantos vayan a orar junto
a mí o que se acuerden de mí en la oración les obtendré la gracia de la súplica y el don de
la oración, y ello a pesar de mis numerosos pecados y de mis múltiples debilidades. Para
esto no cuento con mis méritos, pues no tengo ninguno ni quiero tenerlos; sencillamente,
durante mi existencia el Señor me ha otorgado la gracia de la oración gratuitamente, y
muchos me han dicho que sentían que esta gracia se les infundía a través o por mediación
de mis libros. Estoy persuadido de que proseguiré esta misión de rezar allá arriba.
He recibido esta vocación a la oración en la fe pura y desnuda. Para guiarme y
sostenerme en este camino no he podido contar más que con esa pequeña llama que ardía
en mi corazón y que jamás se ha extinguido, ni siquiera en las peores tormentas. He debido
vivir esta vocación solo, a menudo en medio de la incomprensión, pues muchos pensaban
que hubiera sido más útil realizando un ministerio habitual; mas yo no podía hacer otra
cosa, pues hubiera traicionado la voz que susurraba en mí. Cuando deje este mundo,
algunos se preguntarán qué es lo que he hecho, tanto más que he querido rodear esta
vocación de la oración de silencio y discreción. Realmente he intentado vivir escondido con
Cristo en Dios y tener mi conversación en los cielos. Hoy no lamento haberme entregado
totalmente a la oración; simplemente lamento no haber llegado hasta el final de esta
vocación. Pero nunca es demasiado tarde para acometerlo con la gracia del Espíritu Santo
y la ayuda de la Virgen santa.
Me resulta difícil escribir cuando no estoy en la gracia de la oración, cosa que resulta
más rara en este momento. Sin embargo, lo necesitaré, pues es la única realidad que me
permite vivir esta prueba en paz. Pero tengo el firme convencimiento de que ese es mi lazo
espiritual, aunque parezca extraño y ajeno a quienes me rodean.
He creído llegado el momento de solicitar el sacramento de los enfermos. El miércoles 14
de noviembre, mi amigo Jean-Pierre, después de haberme confesado, me lo ha
administrado. Había rezado mucho el texto de Santiago: ¿Está enfermo alguno de
vosotros? que llame a los presbíteros de la Iglesia para que recen por él y lo unjan con
aceite en nombre del Señor. La oración hecha con fe salvará al enfermo (5,13-15). Todo el
resto del texto insiste mucho en el poder de la fe, y la oración me reconfortó realmente
aquel día. Jean-Pierre me invitó a rezar como acción de gracias el texto de Mateo 25 a la
luz del texto de Santiago.
Pero siempre vuelvo al texto de Lucas 18. Se encuentra en el pasaje de la parábola del
juez injusto. Quisiera que en el reverso de mi recordatorio grabasen estas palabras—es lo
único que pido a los míos—: ¿Y no hará Dios justicia a sus elegidos, que claman a él día y
noche? ¿Les va a hacer esperar? Yo os digo que les hará justicia prontamente. Pero el
hijo del hombre, cuando venga, ¿encontrará fe en la tierra? (/Lc/18/07-08). Ahí reconozco
verdaderamente mi rostro como quien al menos ha deseado clamar a Dios día y noche.
Naturalmente, no lo he conseguido a causa de la debilidad de mi carne; pero justamente a
causa de esta debilidad era absolutamente necesaria semejante oración. En este terreno
hay que ser desmedido en los deseos, pero realista y sensato en su realización, pues hay
que desear siempre lo imposible para justificar las palabras de Cristo: Lo que es imposible
a los hombres es posible a Dios. Creo y estoy seguro de que quienes hayan deseado
clamar a Dios día y noche lo obtendrán sin tardar; incluso ya lo han obtenido, porque se
obtiene todo lo que se pide en la oración, y con mayor razón cuando se pide la gracia y el
don de la oración. Justamente para obtener esto, esta oración incesante, hay que pedir a
Dios día y noche. Consideremos más de cerca este texto.
Es evidente que quienes claman a Dios día y noche son inmediatamente escuchados. Iba
a decir que la respuesta está inscrita en la petición misma. Como dice Jesús: Son
escuchados prontamente, sin tardar (versículo 8). Incluso antes de que llamen yo
responderé, y estando aún hablando serán escuchados, dice el profeta Isaías (65,24). Por
lo demás, el tiempo, entre Dios y nosotros no se mide en términos similares: Un día es ante
Dios como mil años y mil años como un día (2Pe 3,8). No estamos en la misma onda.
Nosotros clamamos día y noche en la duración y en el tiempo; él responde en el instante,
que es equivalentemente la eternidad. Ahí está la prueba y el combate de la oración. Por
eso Dios quiere que oremos sin cesar y sin desfallecer nunca. Él escoge hombres que
hagan efectiva y real esta oración, para los cuales la oración es lo único necesario, la
actividad única. Ellos inscriben esta duración de la oración en su carne y en el tiempo que
el Señor les da de vida. Ello equivale a decir que viven como todo el mundo; pero apenas
disponen de un momento libre, se sumergen en la oración día y noche. Si hay que orar
siempre sin cansarse, no es tanto para obtener lo que ya hemos recibido como para
mantener la llama, igual que el aceite alimenta la lámpara. Padre, te doy gracias porque
siempre me escuchas. Mas, como la oración es ejercicio de fe, sé que al mismo tiempo
debo siempre suplicar. La oración es paciencia del amor, por parte de Dios como por parte
del hombre; es exceso de fe, y por tanto de oración. Pero el hijo del hombre, cuando
venga, ¿encontrará fe en la tierra? (v. 8).
Si hay hombres que emplean su vida en rezar, es para mantener viva y activa esa fe que
Jesús desea encontrar en el corazón de todos los suyos. Para comprender esto, hay que
remontarse al corazón de la Trinidad y entender que Jesús, en cuanto hombre, ha sido el
primero en orar sin cesar y sin desfallecer. Él es nuestro modelo, el gran suplicante, nuestro
único intercesor ante el Padre (Heb 7,25). En el corazón de los Tres, el Hijo es sin cesar
colmado por el Padre; está en estado perpetuo de escucha por su parte, porque él está en
estado perpetuo de súplica por el suyo. Y en medio de la tierra, Jesús no dejó de proseguir
esta oración, esperándolo todo de su Padre, el ser como el obrar, y devolviéndole sin cesar
toda la gloria y todo el gozo. Suplicaba siempre en el tiempo y era escuchado a cada
instante. Por eso podía decir: Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sé que
siempre me escuchas. ¿No era él el hijo, en quien estaba todo el amor y toda la alegría del
Padre? Suplicaba día y noche, y era escuchado en el instante mismo en que se alzaba su
plegaria. No sólo eso; Jesús suplicó durante toda su vida terrestre a causa de la debilidad
de su carne; pero suplicó en el corazón mismo de la Trinidad como Verbo, ya que el Padre
era más grande que él y se lo daba todo.
Su oración era una respiración permanente; pedía el amor al Padre (por tanto, al Espíritu
Santo), y al instante mismo el Padre escuchaba su petición, concediéndole el Espíritu. Su
oración tenía la densidad de un instante, lo cual me permite decir que la respuesta estaba
incluida en la petición. Por eso su oración era al mismo tiempo súplica y acción de gracias.
Esto nos resulta difícil de comprender porque vivimos en el tiempo y no vemos llegar lo que
habíamos pedido, mientras que Jesús nos asegura que el Padre nos escucha siempre.
Para nosotros, la oración está ligada al tiempo, y por tanto a la perseverancia.
Cuando no vemos que ocurra algo es cuando más tentados nos sentimos a bajar los
brazos. Sólo la fe puede mantenernos; por eso la cuestión que atormenta a Cristo es
precisamente esta: ¿encontrará fe cuando vuelva a la tierra? ¿Encontrará hombres que se
mantengan y perseveren lo suficiente en la oración para creer que han sido ya
escuchados? La prueba de la fe perseverante autentifica la cualidad de la oración. Como
en el perdón de las ofensas, al que la oración está ligada, se perdona una, dos, diez,
setenta veces; pero un buen día se corre peligro de cesar. Por eso he sentido siempre
admiración ante las palabras de Karl Rahner en Servidores de Cristo. Me parecen la mejor
definición de lo que es un hombre de oración: "Debemos ser hombres de Dios y, para
decirlo más sencillamente, hombres de oración con el suficiente valor para arrojarnos en
ese misterio de silencio que se llama Dios sin recibir aparentemente otra respuesta que la
fuerza de seguir creyendo, esperando, amando y, por tanto, orando".
En el fondo, cuanto más se avanza en la vida de oración, más se penetra en el misterio
del silencio de Dios. Uno mismo se ve reducido al silencio; no se sabe ya lo que hay que
decir, e incluso pedir. Sin embargo, se está convencido en lo más hondo de uno mismo de
que la oración es la única cosa importante, la única a la que vale la pena consagrarle la
vida.
Nadamos verdaderamente en el misterio. La gran cuestión es entonces la perseverancia:
Todos los cabellos de vuestra cabeza están contados... Con vuestra perseverancia
salvaréis vuestras vidas. Es el momento de creer en estas palabras, porque la
quimioterapia me está dejando sin pelo. Hay que tener sentido del humor en la vida de
oración.
De vez en cuando el Señor se encarga de recordarnos nuestra poca fe y nuestro miedo a
la oración: Hombre de poca fe... ¡Hombre de oración! Y entonces comprendemos nuestro
verdadero pecado. La fe es el único combate de la vida: seguir creyendo que el Padre nos
escucha y nos atiende cuando no se ve ningún resultado.
Entonces es cuando se recurre a la fe de la Iglesia. Pienso en esta hermosa plegaria de
la eucaristía justamente antes de pedir la paz: No mires nuestros pecados, sino la fe de tu
Iglesia, y, conforme a tu palabra, concédenos la paz. Yo añado siempre: "Danos la alegría,
la confianza en la oración". Cuando la oración resulta ardua e imposible, se acoge uno a la
oración de la Iglesia, pues sabemos que la Iglesia es la depositaria de esta oración
poderosa e incesante. Pienso en la oración de los monjes, los ermitaños y de todos esos
hombres de oración ignorados que se dedican a arrancarle a Dios la salvación de sus
hermanos; de esos viejos amigos de Dios, de que habla san Juan de la Cruz. Entonces es
cuando le saco gusto a mi breviario, como partícipe de esa oración. Esta oración de la
Iglesia me remite, por supuesto, a la oración de Cristo glorioso, nuestro único intercesor
(Heb 7,25). Si yo no sé rezar, al menos él reza por mí. Además está la oración del Espíritu
en nuestros corazones. Me gusta invocar al Espíritu, pues él penetra el fondo del corazón,
conoce todos mis deseos y formula al Padre una oración y una petición que responden a
los designios de Dios. Él sabe orar; sabe lo que es preciso pedir. Y luego, naturalmente,
está la Virgen santísima. Jamás he recurrido tanto a ella como en estos momentos. Cada
noche me despierto hacia medianoche para rezar los misterios gozosos. Creo que el
Espíritu Santo y la Virgen son mis dos grandes intercesores orantes. También hay otros
santos a los que quiero y que han sido orantes: san José, santa Teresa de Lisieux, san
Juan María Vianney, san Benito José Labre. Me gusta también conservar imágenes,
recuerdos o fotos de los que me han dejado, y a los que mendigo la oración. Son
numerosos. Sin hablar de la oración de todos los santos del cielo y de la tierra. Oro también
por las almas más abandonadas del purgatorio, que son muy poderosas en su intercesión.
En cierto modo soy un pobre, y voy buscando oración entre quienes gozan de algún crédito
delante de Dios.
Luego, en ciertos momentos, sin saber por qué, con frecuencia después de haber tocado
fondo nuestra incredulidad, brota la oración en nosotros; primero, como una centella
insignificante bajo el rescoldo; pero el corazón se reanima. Entonces comenzamos a
suplicar, y la oración puede convertirse en llamarada. Los padres del desierto hablaban de
columnas de fuego para designar a los hombres de mucha oración. Se miraba a los diez
dedos de Arsenio como diez antorchas ardientes; y él decía: "Tú también puedes
convertirte en fuego". Entonces, cuando nos visita esta oración, todos los miedos, los
sufrimientos y las angustias se desvanecen. Unicamente la oración lo remedia todo. Escribo
esto hoy para que, a ser posible, se convenzan de ello todos los hombres de la tierra.
¿Será preciso que uno muera para hacérselo comprender a todos sus hermanos? En la
vida como en la muerte pertenezco a Jesús, y le pido que dé a todos los hombres esta
gracia de la oración, en primer lugar a los que me es difícil ayudar con la palabra.
Creo que Dios revela a los hombres de oración el momento en que va a llamarles a él.
Sobre este punto no puede cogerte a traición, sino que procede con una infinita dulzura
haciéndote sospechar la sed que tiene de ti. Tu sed de él no es más que la refracción en un
corazón humano limitado de su deseo infinito, sin límites, de unirse a ti. Comprenderás esto
a medida que llegues al límite de tu sed de orar, que no hará más que aumentar con esa
misma sed del rostro. Llega un momento en el que el hombre está de tal manera absorto en
la oración que él mismo se lanza al corazón de los Tres. Así es como hay que interpretar las
palabras de Felipe Neri, cuando dice que Dios revela a las almas de oración el momento de
la vuelta a él.
"El mismo espíritu a uno le concede el don de la fe" (lCor 12,9)
Hace aproximadamente un mes que no escribo nada; pero es que han sido las fiestas de
fin de año, con los paquetes de cartas de felicitación y la respuesta que suponen. Además
he tenido la quimioterapia—acaban de concluir las sesiones—; estoy muy cansado, sobre
todo después de la segunda sesión. Está también el hecho de haber adoptado un género
literario bastante particular, pues he acometido un trabajo objetivo sobre la oración día y
noche, incluyendo a la vez notas autobiográficas, debido a la etapa bastante misteriosa de
mi existencia en este momento. Realmente no tengo la menor idea de la hora en que el
Señor me llamará; por lo demás, Jesús nos ha prevenido que eso depende únicamente del
Padre, si bien, a pesar de todo, tengo la sensación de que me oriento hacia la partida.
Lo que me mueve a reanudar "la escritura" es que no cuento con otro medio para entrar
en comunicación con los demás, ya que el tumor presiona de tal manera sobre mis cuerdas
vocales que ya no tengo voz, sobre todo al cabo de la jornada.
Otro acontecimiento ha venido a invitarme a proseguir estas notas. Acabo de recibir una
memoria redactada por Cristina Richir, de la universidad de Lovaina, para obtener la
licenciatura en ciencias religiosas, que versa sobre la evolución de mi "teología espiritual",
sobre el conjunto de mi obra escrita. La memoria se titula: Jean Lafrance. Una andadura:
De sor Isabel de la Trinidad a Siluán. Memoria presentada por Cristina Richir para la
obtención del grado de licenciada en ciencias religiosas.
Al leerla he tenido la impresión de conocerme un poco mejor. Mi hermana me ha hecho la
misma observación: "Tengo la impresión de que no te conocía antes de leer esto".
Yo no abrigaba duda alguna de que "todo eso" estaba en mí. Hay que reconocer que el
trabajo, que pretende ser científico (y lo es), ha investigado mi vocabulario, mis citas, mis
fuentes, mis influencias, con cuadros y gráficos impresionantes.
Ha utilizado también una entrevista de una hora y media que tuvo conmigo y un artículo
que le había dado (amén de otros libros) sobre mi paso de la espiritualidad carmelita a la
espiritualidad ignaciana. Creo que ha realzado en exceso el cambio de registro, como si se
hubiera producido un giro de 180 grados. Es una pena, porque lo que afirma sobre los
Ejercicios espirituales de san Ignacio—de suyo justo; no incurre en ningún error—no refleja
lo que yo he querido expresar en Reza a tu Padre en lo secreto, que es, a mi entender, el
libro que mejor refleja mi espiritualidad. Por lo demás, es el libro que ha tenido mayor tirada.
Otra cosa que no ha advertido, si bien insiste mucho en el hecho de que soy un autor
consagrado a la oración, es el puesto que ocupa la súplica en mis escritos. Después de La
oración del corazón, mi pensamiento girará siempre en torno a la súplica, sobre todo por el
encuentro con el querido padre Molinié. Otro libro que es también muy apreciado, y que es
el preferido de algunos, es El poder de la oración; de hecho, es donde me siento mejor.
Incluso el último libro, Dime una palabra, está centrado, en el fondo, en la súplica y la
intercesión. He de reconocer, no obstante, que, al concluir la lectura de la memoria, tengo
que confesar que Cristina Richir se ha percatado a pesar de todo de que la oración era el
leitmotiv de mi obra. Escribe ella así al final: «Creemos poder concluir que en la trama de
su obra está constantemente presente el afán de responder a las preguntas: "¿Cómo orar?"
y sobre todo "¿Cómo orar sin cesar?". En la línea de esta temática es donde descubre él
los autores espirituales que han marcado su andadura» (p. 101).
Y eso es lo que me conduce al aspecto más objetivo de estas páginas. Por lo demás,
nunca es posible separar el pensamiento espiritual de un autor de su vida y de lo concreto
de su existencia. En este sentido, no tengo dificultad alguna en coincidir con lo que afirmo
en este párrafo: El mismo Espíritu a otro le concede la fe.
Es verdad que la oración ha sido la pasión de mi vida; pero debo reconocer que se ha
vuelto cada vez más intercesión y súplica. Creo que el Espíritu ha querido otorgarme este
don de la fe que mueve montañas; pero me apresuro a añadir que si la fe es un don, exige
mi colaboración; y a este respecto he de confesar que no he colaborado como el Espíritu
me lo sugería; sin duda, por no haber dedicado bastante tiempo a la oración, no he llegado
al término de mi fe y no he movido montañas.
Al presente me enfrento no obstante con otra prueba: la de la oración aparentemente no
escuchada. Es del todo evidente que las palabras del evangelio que más me han marcado
se refieren a la oración: las parábolas del amigo y de la viuda importuna. Las palabras que
han cristalizado toda mi vida de oración han sido las de Jesús: Todo lo que pidáis en mi
nombre al Padre os lo concederá, junto con todas las demás afirmaciones que giran en
torno a la oración escuchada. Hoy me veo obligado a admitir que, después de haber pedido
mi curación a todos los santos del cielo, el cielo permanece aparentemente cerrado. Me
apresuro a añadir que en el fondo de mi corazón estoy persuadido de haber sido
escuchado, incluso en el plano de mi enfermedad; de lo contrario, después de dos o tres
años de cáncer, no estaría ya aquí. Con todo hay una prueba: la de permanecer con un
tumor que nada consigue reducir y que me procura muchas otras preocupaciones.
A veces siento ese "silencio aparente" de Dios como una prueba, pues afecta al fondo
mismo de mi vocación a la oración. Puedo decir que no he vivido más que para orar; no
solamente por mí, sino por el mundo entero, y sobre todo por la paz en este momento.
Todos mis hermanos estaban comprendidos en mi oración. Pero cuando veo que
aparentemente nada ocurre y que Dios parece callar, surge en mí un reflejo inconsciente:
¿es que te has engañado? ¿Y si todo eso no fueran más que historias? Exagero al decir
esto; sin embargo, hay algo de mí en esta reacción, que es involuntaria e inconsciente.
Pero ahí es donde mi respuesta no sigue nunca a la impresión. En lugar de abandonar la
oración, me entrego a ella con más fuerza e intensidad, sobre todo en esos momentos en
que se me concede la gracia de la oración. Lo que no quiere decir que durante esos
momentos mi oración no decaiga sin saberlo. Como los apóstoles, corro peligro de
dormirme. Habitualmente, cuando la gracia de la oración se instala en mí, apenas me
despierto por la noche, me pongo a rezar el rosario.
Es esta una prueba que podría resumir así: "¿De qué sirve rezar cuando no se es
escuchado?". Y la prueba se complica cuando alguien me dice—lo que siempre me hace
sonreír, porque sé muy bien que no es cierto—: "Y usted que es un hombre de oración,
¿por qué no es escuchado?". En ese nivel no discuto, sino que intento sumergirme más aún
en mi oración.
¡Qué bien comprendo que Jesús dijera que es preciso orar sin cansarse nunca, sin
desfallecer! La prueba del tiempo es la gran prueba de la oración; pero la señal de que el
Espíritu Santo está ahí es que os impulsa a orar contra viento y marea. Ciertos días me
digo, como el cura de Ars: "Aunque supiera que no hay nada después, seguiría orando y
suplicando". Incluso cuando se acumulan todas las objeciones sobre la oración y me parece
que el cielo me ha olvidado, sigo suplicando. Como la viuda importuna, hay que forzar al
juez por aburrimiento y no bajar jamás los brazos en esta oración, que es la nuestra, pero
también la de Cristo.
Hay palabras del evangelio que recrean en nosotros la gracia y la confianza en la
oración. Esas palabras en apariencia banales, escritas por los evangelistas como a la
vuelta del camino y evocando el comportamiento de Jesús, surten en mí un efecto que no
puedo describir y me sumergen en abismos de oración en los que no comprendo
absolutamente nada, pero que me mantienen en la vigilancia de la oración. Voy a citar dos,
tomados sencillamente de la liturgia del día de la presente semana. Las primeras, a
propósito de la tempestad calmada: Y una vez que la despidió (a la gente), se fue al monte
a orar. Más adelante, camina sobre el mar y dice a los apóstoles: Tranquilizaos, soy yo, no
tengáis miedo (Mc 6,46.50). Las segundas, las encuentro en el evangelio de hoy. Jesús
acaba de curar al leproso (¡y sólo Dios sabe lo que esos milagros me interpelan!). Lucas
dice a continuación que las muchedumbres acuden a Jesús para oírle y curarse de sus
enfermedades. Y añade subrayándolo: Pero él se retiraba a los lugares solitarios para orar
(Lc 5,16).
No puedo expresar lo que estas palabras realizan y suscitan en mí. Quisiera, como la
hemorroísa del evangelio, acercarme a Jesús y tocar la orla de su vestido: "Estoy en
contacto con Jesús, el único hombre que ha sabido orar bien en la tierra". Ni siquiera siento
deseos de conocer el contenido de su oración, sino que entonces surge un gran amor a
Jesús en mi corazón y sé mejor aún que este amor es recíproco y que, teniéndolo todo en
común con él, él me mantiene en su oración. Ante ese "Jesús en oración", todas las
objeciones sobre la oración se derriten como la nieve bajo la acción del sol y son barridas.
Me percato también de que el Espíritu Santo me ha otorgado la gracia de las gracias al
llamarme a consagrar mi vida a la oración. Lo mismo que el amor, creo que esto no puede
morir en la vida de un hombre, aunque experimente la muerte física. La oración es
verdaderamente la vida eterna..., la eternidad prendida en el corazón del tiempo. Entonces
encuentro a todos los santos, a todos los grandes orantes del cielo y de la tierra. Con gran
frecuencia me encuentro pidiendo al padre de Saint-Seine, que poseía este don de la
oración, que lo comparta conmigo.
"Nos escucha en todo lo que le pedimos" (1Jn 05, 15)
ORA/ATENDIDA-SIEMPRE: Cada día trae unas palabras que me infunden paz y
refuerzan mi deseo de orar: Esta es la seguridad que tenemos en Dios que si pedimos
algo según su voluntad, nos escucha. Y si sabemos que nos escucha en todo lo que le
pedimos, sabemos también que poseemos ya lo que le hemos pedido (/1Jn/05/14-15). Se
siente que Juan ha recogido esta enseñanza de los mismos labios de Jesús la tarde de la
cena, cuando Jesús invita a sus apóstoles a pedirlo todo al Padre en su nombre,
asegurándoles que serán escuchados. ¿Creemos de veras en estas palabras? Los hechos
vienen a desmentir de tal manera esta afirmación, que experimentamos un cierto cansancio,
un verdadero desaliento, y nos decimos: "¿A qué pedir?". Y luego está inmediatamente la
condición que pone Juan para que nuestras peticiones sean escuchadas: han de ser
conformes a la voluntad de Dios. ¿Quién sabe si lo que pido corresponde a la voluntad de
Dios? En la agonía, Jesús no fue escuchado cuando pidió que se alejara de él el cáliz; pero
siguió orando y suplicando toda la noche. Cada vez (en tres ocasiones, según Marcos) que
encuentra a sus apóstoles durmiendo, les reprocha no haber podido velar una hora con él.
No hemos de hacernos la pregunta de si lo que pedimos está conforme con la voluntad de
Dios, porque en ese momento el gusanillo de la duda penetra en el fruto de nuestra
petición, y ese fruto no puede madurar y coger fuerza. No puede convertirse en el grano
que crece y hace estallar la roca más dura.
¿Qué hacer, entonces? Hay que proseguir, pues Cristo nos dice que todo lo que pidamos
al Padre lo obtendremos. Juan añade aquí: Sabemos que nos escucha en todo lo que le
pedimos. Hay que pedirle todo a Dios, y dejarle el trabajo de distribuir. El hecho de
permanecer, de perseverar sin desfallecer, es la señal de que Dios quiere escucharnos,
pues Dios no hace desear y esperar nada que no quiera dar. Hay que insistir también en
ese todo, sabiendo que Dios quiere darnos mucho más de lo que nos atrevemos a pedir e
incluso esperar. Como decía san Alfonso de Ligorio con cierto humor, es preferible pedirle
diez gracias que una, dos o tres.
Me pregunto si no es esta la razón por la que muchos cristianos y hombres de Iglesia
insisten tan poco en esta oración de petición. Se diría que tienen miedo de que los
desmientan los hechos. Aunque la Iglesia experimenta hoy una renovación de la oración,
todavía no ha descubierto plenamente el filón de la súplica. Es preciso que la guerra llame
realmente a nuestra puerta para oír a los obispos hablar de intercesión, cuando tal debiera
ser la actitud normal del cristiano. Basta leer a san Pablo para ver hasta qué punto orar por
los jefes de Estado, por los hermanos en la fe e incluso por los pecadores (san Juan invita
a rezar por el pecado que no conduce a la muerte) era habitual en la Iglesia primitiva.
Apenas surgía una persecución, acontecía una calamidad o algunos hermanos sufrían en
sus cuerpos y en sus almas, se recurría a la oración; era algo obvio. Nosotros desdeñamos
esta oración—excepto quizá la gente sencilla, que acuden instintivamente a rezar a santa
Rita—.
En la Iglesia actual, a muchos sacerdotes les resultaría sospechoso que alguien quisiera
consagrarse únicamente a esta oración de súplica si se atreviera a manifestarlo a su
párroco, mientras que en Oriente, e incluso en Rusia, esto se considera totalmente normal y
se estimula. Sin embargo, son esos hombres y esas mujeres los que sostienen el mundo e
impiden que se precipite en el abismo.
Evidentemente tal vocación está oculta en la secreta mirada del Padre. A los ojos del
mundo parece una locura, o mejor una pérdida de tiempo; no abundan hoy mucho los
"locos en Cristo".
Me pregunto si no se debe a eso que Cristo se pregunte justamente: ¿encontrará aún la
fe cuando venga a la tierra? Obsérvese que hace esta pregunta al término de la parábola
de la viuda importuna (Lc 18,1-8), que se relaciona con los elegidos que claman a Dios día
y noche. Creo que es esa fe lo que Jesús quiere encontrar en nuestros corazones a su
vuelta. Por eso nos invita a velar y a orar. ¡Lo que daría por encontrar un hombre al que
Cristo pudiera decirle, como al centurión del evangelio!: ¡Jamás he encontrado semejante
fe en Israel! Pero también aquí somos referidos a la petición, porque únicamente Cristo
puede darnos la fe que desea encontrar en nuestro corazón a su vuelta: "Señor, soy
hombre de poca fe; ven en mi ayuda y aumenta mi fe".
Creo poder decir que encuentro mi alegría en la oración y que sin ella hace tiempo que
hubiera perdido la paz del alma y la fuerza para vivir. Esta oración está ahí, presente en mí,
y también fuera de mí, pues a menudo me coloca cerca de Cristo, en el Espíritu o bajo la
mirada del Padre. Está ahí de una manera permanente. No basta consagrar momentos a la
oración, y luego, tranquilamente, dedicarnos a lo que nos agrade. Hay una llamada a volver
a la oración apenas se dispone de un momento libre. Pero hay que añadir que esta oración
pasa por períodos de infidelidad, debidos sobre todo a la inestabilidad, al deseo de
abreviar, de agitación. Apenas he recuperado la calma, reaparece la llamada a volver a la
oración.
Esta oración permanente se sitúa siempre en un doble nivel; en un nivel interior o de
"altura", cuando estoy fuera de mí junto al Padre y a Cristo, simple estado de presencia, de
atención de amor y, sobre todo, de súplica; pero hay otro nivel más exterior, el que
llamaríamos el soporte material, que está constituido por el rosario, los salmos o la oración
de Jesús. Sin embargo, estos dos niveles no siempre se comunican. Cabe, por ejemplo,
que rece el rosario y que mi corazón quede absorto en estas palabras del evangelio: Jesús
se retiraba para orar a solas. Igualmente la oración por el mundo—en este momento por la
paz—está siempre ahí sin que se vea nunca empañada por lo que ocurre fuera o dentro.
Es verdaderamente la gracia de las gracias, pues en este momento no poseo otra cosa,
por encontrarme privado de la voz y de cualquier actividad exterior. Lo repito una vez más:
realizo la vocación de ermitaño entrevista y deseada hacia los dieciocho años, y que en
aquel momento era para mí un sueño totalmente irrealizable. Dios escucha siempre un
deseo verdadero que él pone en el corazón, aunque sea en buena parte un sueño.
"Tú estás siempre conmigo"
Creo que estas palabras son lo último que cabe decir de la oración, sobre todo de la
oración de petición. Son las palabras del padre al hijo mayor de la parábola del hijo pródigo:
Tú, hijo mio, estás siempre conmigo (/Lc/15/31). Son exactamente las palabras de Jesús a
su Padre en san Juan: Yo estoy en ti y tú en mi (Jn 17,21). Cristo no está nunca solo; está
siempre con el Padre (Jn 16,32). Es la última palabra de la oración.
Ello me permite afirmar que la oración es siempre escuchada; o, mejor, toda petición que
dirijo a Dios tiene como meta última elevarme, porque la oración me ha agrandado, me ha
hecho ver desde más arriba, más grande, elevándome a un plano superior. Ninguna
oración me deja jamás intacto, porque me acerca a Cristo, y por lo mismo al Padre.
Los Padres expresarán esta verdad más o menos de la misma manera. El que es tenido
en toda la tradición monástica por el gran maestro de la oración, que ha formado a cientos
de monjes en la oración incesante, es muy claro al respecto. Todavía hoy su libro La escala
es el manual clásico en la formación básica del monje, lo mismo entre los atónitas que entre
los coptos de Egipto. En el grado 28 aborda esta cuestión. Para él no se trata de probar
que toda oración es escuchada; es algo obvio, puesto que ha recibido estas palabras de la
boca del Maestro en el evangelio. Su finalidad es más pedagógica; quiere apoyar la labor
del monje que se entrega a la oración incesante y animarle a no bajar los brazos. Por eso le
dice: no te inquietes por el resultado de tu oración, sino ten en cuenta que esta oración te
ha acercado al Señor y te ha unido a él. Estas son sus palabras:
"No digas, después de haber perseverado largo tiempo en la oración, que no has llegado
a nada, porque has obtenido ya un resultado. ¿Qué bien más grande, en efecto, que unirse
al Señor y perseverar sin descanso en esta unión con él (JUAN CLÍMACO, La escala
santa).
A la postre, poco importa que obtengamos lo que hemos pedido; lo esencial es que nos
hemos vuelto al Padre para invocarle, suplicarle o darle gracias..., en una palabra, lo
esencial es el lazo de relación que se establece entre Dios y nosotros y nos hace presentes
a él. Satisfacemos el último deseo de Jesús en el evangelio respecto a nosotros: que
permanezcamos en el amor del Padre. El Padre sabe perfectamente lo que necesitamos,
pues conoce el fondo de nuestro corazón. Además su Espíritu, que sondea el fondo de los
corazones, hace una oración que corresponde a los deseos mismos del Padre.
Mencionemos de paso la importancia de invocar al Espíritu cuando oramos, a fin de que ore
él en nosotros según el deseo del Padre. Quizá es lo único valioso que podemos hacer:
"Padre, en nombre de Jesús, concédeme tu Espíritu"; el resto no depende ya de nosotros,
sino del Espíritu. Por supuesto, el deseo de entrar en relación con el Padre depende
también de nosotros (deseo suscitado por el Espíritu); ahí se establece el lazo que nos
hace pensar, vivir y que nos une a Dios en cada instante. Esta intuición le hacía decir a
Teresa de Lisieux que no permanecía nunca tres minutos sin pensar en Dios.
Tal es el parecer de san Juan Clímaco, el cual dice que la oración nos "hace perseverar
sin descanso en esta unión con él" (Dios). Así la oración de petición es como un "ardid de
amor" de Dios, el cual desea que vivamos sin cesar en su compañía, como él ha querido
vivir en compañía nuestra (Emanuel: Dios con nosotros). Poco importa lo que hagamos; lo
esencial es estar con Dios. Ultimamente esta compañía se identifica con el silencio de
atención y de amor. Y eso tiene lugar cada vez que deseamos encontrar la oración.
Cuanto más avanzo, menos deseo pedir—lo que no quiere decir que no tenga el deseo
de suplicar—; pero no sé muy bien lo que debo pedir. Tengo la impresión de experimentar
lo que sentía Teresa de Ávila unos años antes de su muerte; le parecía que había perdido
todos sus grandes deseos de amar a Dios y que sólo parecía vivir para beber, comer y
dormir. Tengo la impresión de sentir eso. Ya no sé bien qué decir en la oración. En todo
caso, hay palabras que queman los labios y que no se osa pronunciar. Por ejemplo, yo no
me atrevería ya a decir que amo a Dios o a Cristo; hasta tal punto me rebasa el amor que
no sé ya bien lo que es. Lo que puedo decir de verdad, dada mi pobreza, mi pecado y
también mi miseria física, es: Jesús, ten compasión de mi, pecador; pero me pregunto
también a qué profundidad de verdad digo eso. Entonces prefiero callarme o decir: "Santa
María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra
muerte". Pero nada ni nadie, ni ningún peligro, como diría san Pablo, podria separarme del
amor de Dios que se manifiesta en Cristo Jesús.
Es la oración en estado puro, que no puede entrar en ninguna definición, y a la postre se
confunde con el silencio. Pero no es posible engañarse sobre la naturaleza de este estado,
porque hay un fondo de conciencia de estar con Dios que brota en todo el ser, incluido el
cuerpo, mediante un gozo y una paz indecibles. Esto es posible en todos los estados, en
todas las conversaciones y en las actividades más absorbentes. Lo curioso es que
frecuentemente se es más consciente de este estado fuera de los momentos de oración
que en el instante mismo en que se reza.
El que vive esta oración interior es como una catedral sumida en el fondo del océano.
Exteriormente, no se ve nada. El esplendor está todo él oculto en lo más íntimo del corazón.
Otra comparación que puede también darnos una idea de este estado es la de un inmenso
campo de trigo cubierto de nieve. Exteriormente, el destello de la blancura; dentro, el grano
diminuto que muere para que surja el germen que hará nacer las futuras mieses. En esta
vía unitiva el misterio está en que la sensibilidad no siente nada; no así la afectividad
profunda sobre la que se refleja este estado.
La fe pura y desnuda le hace decir a san Juan de la Cruz que ella es el órgano más
seguro para alcanzar (tocar) a Dios. Este camino de fe por encima de lo sensible constituye
uno de los aspectos que más ponen a prueba nuestra vida cristiana, y en particular nuestra
oración. Con frecuencia necesitamos hacernos violencia para prolongar nuestra oración; lo
que no quiere decir que no amemos a Cristo, sino que estamos hechos de pobre materia
humana, a la que le cuesta prescindir de lo sensible y superarlo. El que permanezcamos
fieles a pesar de ello prueba, por el contrario, que intentamos amar de veras: El que me
ama, dice Jesús, hace mi voluntad (Jn 14,21).
Tocamos ahí el verdadero fin de la oración: el amor. La
oración no es un fin en sí misma. Lo que define a un discípulo de Cristo es el amor y el
deseo de hacer la voluntad del Padre, y no solamente la oración continua. Como no
tenemos el amor, debemos mendigarlo a cada instante. Por eso Jesús nos invita a orar sin
desfallecer. Todo esto es un misterio; y uno se da cuenta de ello cuanto más avanza en la
vida de oración. Lo que se refleja en nuestra conciencia es que nosotros somos el no amor,
y que en lugar de ascender por una escalera que nos uniría cada vez más a Dios,
descendemos los escalones de nuestra pobreza y de nuestra miseria. Es la verificación de
las palabras de Cristo: El que se ensalza será humillado, y el que se humilla será
ensalzado. Todo eso no es fácil de soportar; incluso es muy doloroso.
"Un dios escondido"
Sí, en ti hay un Dios escondido, el Dios de Israel, el salvador (Is 45,15). Quizá sea esta
la experiencia más profunda de Dios que podemos tener en la tierra, sobre todo si hemos
consagrado toda nuestra vida a buscar su rostro. Lleno de dolores por su artritis, monseñor
Ancel confesaba al final de su vida que no sabía orar (al padre de Saint-Gaudens); pero se
apresuraba a añadir: "Quizá esta impotencia sea la verdadera oración". Cuántas veces nos
vemos obligados a confesar: "No entiendo nada de nada", y a decir con san Gregorio
Nacianceno: "Ten compasión, tú, que estás más allá de todo. ¿No es eso todo lo que se
puede contar de ti?". Anne Philippe escribía a propósito de su marido Gérard: "Cada uno de
nosotros puede terminar la frase comenzada por el otro. Y tú eres, y nosotros somos
misterio" (Le temps d'un soupir, Julliard, 62).
Cuanto más avanzamos en el conocimiento de un ser, más descubrimos que es misterio.
¿Qué decir entonces de Dios?
Todo lo que yo pensaba y decía de él queda reducido a migajas, y me veo obligado a
reconocer, como Job, con la boca en el polvo: Sólo te conocía de oídas pero en el fondo no
sabía nada de ti. Con un deje de humor, el padre Molinié respondía a alguien que le
interrogaba sobre su vida espiritual, mientras le llevaba a casa en coche: "Después de las
nueve de la noche, no sé nada de Dios". En el fondo, no sabemos nada de Dios, y todas
nuestras construcciones sobre él se vienen abajo como un castillo de naipes o unos
andamios que se tambalean. Sobre esto se podrían escribir páginas y páginas, y sólo
estaríamos en el umbral del misterio.
Pero cuando ese misterio se vuelve pesado, y hasta insoportable, es cuando toca a las
cuestiones existenciales de la vida y la muerte. Mientras se discute de la
incomprehensibilidad de Dios como filósofo o también como teólogo, puede pasar; pero
cuando tenemos que habérnoslas con cuestiones vitales, entonces hay que escoger entre
la rebeldía y el abandono, la desesperación o la adoración. Hay que maldecir o bendecir,
hay que blasfemar o alabar.
"Sí, digámoslo, gritémoslo claramente: ¿cómo se las arregla uno para
rezar después de lo que ha pasado? ¿Cómo puede el hombre volverse a
Dios cuando sus caminos nos parecen más oscuros, su rostro más
eclipsado y su gracia más oculta que nunca?
"Que no nos vengan con que Dios no intervenía para nada. Esta idea es
lo contrario de todo lo que simboliza el judaísmo. Dios toma parte en el
destino del hombre, en el bien tanto como en el mal. Quien le bendice por
Jerusalén pero no le interroga sobre Treblinka es pura y simplemente un
hipócrita. Dios se proclama el origen de todos nuestros actos y de su
desenlace también. Es a la vez pregunta y respuesta. He ahí el lazo: lo
mismo que no se concibe Auschwitz con Dios, no se lo concibe sin Dios. De
ahí la pregunta: ¿debemos servirle o rehusar servirle? Orar como si nada
existiera; ¿pero no sería eso entonces cobardía? ¿Es eso lo que Dios le
pide al hombre: ser cobarde?
Henos aquí de nuevo en el fondo del problema que nos preocupa... en la
medida en que nos interesa" (Elia WIESEL, Parole d'étranger).
Creo, sin embargo, que hay lugar para otra actitud: la de Job frente a los teólogos que
intentaban probarle que estaba equivocado. En otros términos, es preferible protestar
confiando en Dios que callarse resignándose y guardando rencor. Prácticamente Job le
dice a Dios: "No sé lo que me ocurre; no he hecho más que sevirte, y el infierno se
desploma sobre mi cabeza". Entonces hace como Jesús en la cruz, y dice: Dios, mio, ¿por
qué me has abandonado? Y Dios responde a Job con su gran discurso sobre la maravilla
de la creación: ¿Puedes explicarme quién ha hecho el cielo y las constelaciones, quién
dirige los astros y hace caer la escarcha, la lluvia y la nieve? Entonces Job se ve obligado
a caer rostro en tierra y a proclamar muy alto que todo eso le supera. En una palabra,
adora.
Adoración/misterio
En Sabiduría de un pobre, Clara le explica a Francisco que hay situaciones que nos
superan porque son tan ingentes que sólo es posible adorar: "Supongamos que una de las
hermanas de esta comunidad viene a acusarse de haber roto algún objeto a causa de una
torpeza o de falta de atención; sin duda le haría una observación y le impondría una
penitencia, como es la costumbre. Pero si viniera a decirme que ha pegado fuego al
monasterio y que está ardiendo todo o casi todo, creo que en ese momento no sabría qué
decirle. Me encontraría ante un hecho que me supera. La destrucción del monasterio es
realmente un asunto demasiado grave para no sentirme profundamente turbada. Lo que
Dios mismo ha edificado no podría depender de la voluntad o del capricho de una criatura.
Es mucho más sólido...".
"¡Ah, si tuviera siquiera fe como un grano de mostaza de grande!", suspiró Francisco (p.
61). Era el momento en que veía que la orden se degradaba y perdía su fervor primitivo.
Clara añade a propósito de la fe: "Le diríais a esa montaña: 'Quítate de ahí', y la montaña
desaparecería". En el capítulo siguiente (8), Eloi Leclerc pone en boca de Francisco esta
expresión: "¡Si supiéramos adorar!"; y algo más adelante encontramos una de las páginas
más hermosas que se han podido escribir sobre la pureza de corazón y sobre la adoración.
Creo que la adoración es el único remedio cuando las pruebas son tan enormes que no
comprendemos absolutamente nada. A la postre, la súplica debe ceder el paso al silencio
de la adoración. Hay días en que hemos suplicado tanto y con tanta fuerza, pidiendo al
Espíritu Santo que nos dé la fe que Jesús espera de nosotros y que mueve montañas que
hay que ponerse a bendecir, a alabar y sobre todo a adorar.
"Hermano León, créeme, repuso Francisco; no te preocupes tanto de la
pureza de tu alma. Vuelve la mirada a Dios. Admírale. Regocíjate de que él
sea todo santidad. Dale gracias por él mismo. Eso es, hermanito tener el
corazón puro".
"Y cuando te hayas vuelto así a Dios, sobre todo no vuelvas a ti. No te
preguntes dónde estás con Dios. La tristeza de no ser perfecto y de
descubrirse pecador es también un sentimiento humano, demasiado
humano. Debes elevar tu mirada más alto, siempre más alto. Existe Dios, la
inmensidad de Dios, y su inalterable esplendor. El corazón puro es el que no
cesa de adorar al Señor vivo y verdadero. Se interesa profundamente por la
vida misma de Dios y es capaz en medio de todas sus miserias de vibrar por
la eterna inocencia y el gozo eterno de Dios. Semejante corazón está a la
vez desprendido y colmado. Le basta que Dios sea Dios. Y en eso mismo
encuentra su paz, todo su placer. Y Dios mismo es entonces toda su
santidad".
"Dios, sin embargo, reclama nuestro esfuerzo y nuestra fidelidad", observó
el hermano León.
"Sí, no hay duda, respondió Francisco. Pero la santidad no es una
realización de sí mismo, ni una plenitud que uno se da. Es primeramente un
vacío que se descubre y se acepta, y que Dios viene a colmar en la medida
en que uno se abre a su plenitud".
"Mira; nuestra nada, si se la acepta, se convierte en el espacio libre en el
que Dios puede todavía crear. El Señor no deja que nadie le arrebate su
gloria. Él es el Señor, el Unico, el solo Santo. Pero él coge al pobre por la
mano, le saca de su cieno y hace que se siente entre los príncipes de su
pueblo a fin de que vea su gloria. Dios se convierte entonces en el cielo de
su alma".
"Contemplar la gloria de Dios, hermano León, descubrir que Dios es Dios,
eternamente Dios, más allá de lo que nosotros somos o podemos ser, es
regocijarse plenamente de lo que él es, extasiarse ante su eterna juventud y
darle gracias por él mismo, por su indefectible misericordia; tal es la
exigencia más profunda de este amor que el Espíritu del Señor no cesa de
difundir en nuestros corazones. Eso es tener el corazón puro".
"Pero esta pureza no se obtiene a fuerza de puños y de esfuerzos".
"¿Qué hacer?", preguntó León.
"Sencillamente, no hay que guardar nada de sí mismo. Barrerlo todo.
Incluso esta percepción aguda de nuestra miseria. Dejar el sitio limpio.
Aceptar ser pobre. Renunciar a todo lo pesado, incluso al peso de nuestras
faltas. No ver más que la gloria del Señor y dejar que nos irradie. Dios
existe; eso basta. Entonces el corazón se vuelve ligero. No se siente ya a sí
mismo, como la alondra ebria de espacio y firmamento. Ha abandonado todo
afán, toda inquietud. Su deseo de perfección se ha cambiado en simple y
puro querer de Dios", (Sabiduría de un pobre, Marova, Madrid 1987, 9ª ed.,
129-139).
Rara vez he leído un texto tan hermoso y una explicación tan verdadera del misterio de la
oración. Cuando Jesús le pide a su discípulo que se oculte en lo secreto para orar al Padre,
sabe muy bien que el mismo Padre se oculta, a fin de que le busquemos gratuitamente y
por él mismo. Cuanto más un hombre quiere buscar el rostro del Padre más debe ocultarse
a las miradas de los demás; igualmente, cuando el Padre ve a un hombre que le busca con
todas sus fuerzas, se oculta cada vez más y se hace invisible. Se da entonces el encuentro
más inefable y el más misterioso, en el que Dios comunica sus secretos más profundos.
La verdadera oración tiene lugar siempre de noche:
"¡Oh noche, que guiaste,
oh noche amable más que la alborada,
oh noche que juntaste
amado con amada
amada en el amado trasformada".
(San Juan de la Cruz, En una noche oscura, estr. 5).
Con estas palabras
termina
la última obra
de Jean Lafrance.
Fallecería seis
semanas más tarde.
JAN
LAFRANCE
DÍA Y NOCHE
Paulinas. Madrid 1993.. Págs. 51-78