Norbert Elías: Nacido en 1897, estudió las carreras de medicina, filosofía y sicología en varias universidades alemanas. Fue discípulo de Hönigswald, Rickert, Husserl, Jaspers y se doctoró en Heidelberg bajo la dirección de Alfred Weber. Obligado a salir de Alemania por el régimen nazi, estuvo algún tiempo en Francia y se estableció definitivamente en Inglaterra. Enseña actualmente en La Haya y Leicester. El año pasado recibió el premio Theodor W. Adorno de la ciudad de Francfort, en reconocimiento tardío pero abierto de su contribución a la sociología y la historia alemanas. Su obra incluye los títulos: Uber den Prozess der Zivilisation (1939) de la que procede el fragmento que hoy publicamos, Die höfische Gessellschaft. Eine Untersuchung zur Soziologie des Königtmus und der höfischen Aristokratie (La sociedad cortesana. Investigación sobre la sociología de la realeza y su aristocracia cortesana, 1969), y Was ist soziologie? (¿Qué es la sociología?, 1970).

 

DEL GUERRERO AL CORTESANO

Por Norbert Elías

Nota y traducción José María Pérez Gay


La sociedad cortesana de los siglos XII a XVIII, sobre todo en la nobleza de Francia que es su centro, ocupa un lugar predominante en todo ese oleaje cambiante de las altas y las bajas formas de comportamiento en su penetración final a círculos más amplios de la sociedad. Los cortesanos no provocaron ni descubrieron conscientemente la pacificación de las pasiones y la nivelada renovación de la conducta. Como todos los individuos sometidos al ritmo del proceso civilizatorio, los cortesanos obedecieron a una intrincada red de coerciones que nadie —individuos o grupos— había planeado en exclusiva. En la sociedad cortesana fueron modelándose las formas de comportamiento que, impregnadas más tarde con otras influencias, adquirieron el carácter de procesos coercitivos a largo plazo, según la situación histórica de los grupos dominantes. Estas formas de comportamiento acabaron imponiéndose a vastos sectores de la sociedad. Más que cualquier otro grupo de Occidente, los miembros de la buena sociedad cortesana se convirtieron, por su situación privilegiada, en especialistas del cambio y de la renovación de la conducta. Y pudieron hacerlo porque, a diferencia de otros grupos dominantes, cumplían una función social, pero carecían de una profesión específica.

La conformación de la conducta en las Cortes —centros de la administración de monopolios tan claves como el tributo económico y la violencia física— no tuvo una importancia decisiva sólo en Occidente, también fue clave para otros procesos civilizatorios, como el de Oriente. Porque fue ahí en las Cortes, en las residencias de los señores que todo lo acaparaban, donde empezaron a tejerse los hilos de una inmensa red de interdependencias sociales; ahí se establecieron las correas de transmisión mas largas y resistentes de todo el tejido, particularmente si contaban con el respaldo de un gran poder central —como en el comercio exterior por ejemplo, cuyos hilos tocan y envuelven una gran cantidad de centros urbanos y comerciales dentro y fuera de las fronteras del poder central. Este poder exige a sus funcionarios, a sus representantes y súbditos, y hasta a los mismos príncipes, una reglamentación rígida de la conducta, una visión a largo plazo más intensa y disciplinada. Las reglas de ceremonial y de etiqueta muestran con claridad esta exigencia. La razón es sencilla: de los señores y su pequeño séquito —de nadie más— dependen infinidad de asuntos cruciales para todo el territorio sometido; cada paso, cada ademán puede tener consecuencias graves. Sin una estricta división de funciones, sin ese refinado y contenido distanciamiento de las formas de conducta, el equilibrio de la sociedad —que permite la administración pacífica del monopolio— desaparecería vertiginosamente. El monopolio tiene todavía un carácter privado y personal; todo hecho o movimiento hasta cierto punto significativo en quienes lo detentan —el príncipe y sus ministros— tiene consecuencias directas en el séquito próximo e íntimo de la corte y, más tarde, en todo el territorio sometido. El cortesano cae por eso, inevitablemente, en una intrincada red de normas de comportamiento que tarde o temprano lo obliga a tener una constante precaución y a ponderar exactamente todo lo que hace y dice.

Naturalmente, la formación de los grandes monopolios del poder y el control —y de las cortes en su cúspide— es sólo uno de los muchos rasgos que caracterizan los procesos de la civilización. Pero es una de esas formaciones claves para acceder al verdadero motor del proceso. La gran Corte del rey es por bastante tiempo el centro de las relaciones sociales. La sociogénesis de la Corte revela de pronto a los elementos de un cambio civilizatorio, ese factor que condiciona y permite después todas las transformaciones ulteriores en el desarrollo de una nueva etapa de la civilización. Ahí se percibe paso a paso la sustitución de la nobleza guerrera por una nobleza "domada" cuyas pasiones han sido sometidas y domesticadas: la nobleza cortesana. Acaso todo gran proceso civilizatorio, Occidente incluido, uno de los acontecimientos decisivos sea justamente la transformación del guerrero en cortesano. Apenas es necesario decir que hay varios grados y etapas en la implantación de la Corte, en la pacificación de la sociedad. En Occidente, la transformación se lleva a cabo con lentitud entre el siglo XII y los siglos XVII o XVIII.

He explicado detalladamente en otra parte cómo se verifica este tránsito multisecular: primero hay un amplio territorio con muchos castillos o feudos donde las relaciones entre los individuos son bastante débiles, discontinuas; las obligaciones y tareas cotidianas de la mayor parte de los guerreros y los campesinos no desbordan los límites de una reducida comarca. Más tarde, entre la multiplicidad de castillos y feudos empiezan a destacarse algunos señores que por medio de batallas triunfales y la acumulación de tierras, llegan a obtener una hegemonía sobre los guerreros de una comarca mayor. Por la enorme cantidad de bienes y operaciones que concentran, los castillos de estos señores empiezan a volverse verdaderos albergues para muchísimos individuos: van volviéndose cortes. Los individuos que se encuentran ahí buscando nuevas perspectivas, han perdido su independencia. Predominan los guerreros fatigados y miserables que no tienen ya la autonomía de los otros guerreros déspotas que siguen habitando y dominando autárquicamente sus propios feudos y señoríos.

Ya en el momento de esas primeras aglomeraciones en castillos, círculos numéricamente reducidos si se les compara con las Cortes de los regímenes absolutistas, la convivencia obliga a los individuos, guerreros o no, a reglamentar rígidamente su conducta —particularmente en el trato con la señora de la Corte, de la que dependen—, a una contención mayor de sus pasiones, a cambiar el signo y la manifestación de sus impulsos.

Los códigos de la conducta cortesana pueden dar una idea de como se reglamenta el trato; los trovadores, una impresión del cambio en las pulsiones que era necesario y general en esas cortes territoriales grandes y pequeñas. Ellos son el testimonio de cómo empezaba a gestarse una evolución que llevaría después a la nobleza a integrarse en la Corte y a renovar constantemente su comportamiento en el sentido de una civilización.

Con todo, la red en la que se encuentran atrapados los guerreros no es todavía muy extensa y compacta. Deben acostumbrarse a cierto recato y distanciamiento en la Corte, pero hay todavía muchas personas y situaciones ante las que no es preciso dominarse. Se puede evitar al señor o a la señora de la Corte y esperar la ocasión de encontrarlos en otro albergue o refugio. Los caminos están llenos de encuentros previstos o inesperados que no exigen una rígida reglamentación de la conducta. En la Corte, en el trato con la señora quedaban prohibidos los actos violentos y los brotes pasionales pero el caballero cortesano era todavía —ante todo— un guerrero y su vida una larga e indestructible cadena de retos y contiendas. Las coerciones pacificadoras que modificarían profundamente el destino de sus pulsiones, no habían empezado a trabajar fuera de su vida en la Corte —ni del todo tampoco dentro de ella. Apenas empezaban a manifestarse y eran continuamente violadas. El predominio de las reacciones beligerantes impedía el paso a la coerción domesticadora.

Con todo, la autocoerción que el caballero se impone en la Corte empieza a consolidarse, va volviéndose un manojo de costumbres que trabajan casi inconscientemente, es un aparato que actúa en forma semiautomática y que poco a poco forma y mete en cintura al caballero. En la época de esplendor de la sociedad cortesana, casi, todas las reglas de conducta están destinadas ya, por igual, al aprendizaje de niños y adultos: entre los adultos no era costumbre portarse de acuerdo al código, pero esto no les impedía hablar siempre de las reglas. Las reacciones agresivas no desaparecen de la conciencia totalmente; el aparato de autocoerción, el "super yo" no había adquirido todavía su fuerza ni su desarrollo simultáneo.

Uno de los motores que llevaron a la sociedad cortesana a crear y refinar las buenas formas del trato, fue la presión de los sectores urbanos y burgueses contra la nobleza; una presión que es todavía relativamente débil —tanto como la competencia entre ambos "Estados". Ciertamente, en las mismas Cortes territoriales luchan a veces guerreros y ciudadanos por los mismos derechos. Hay tantos trovadores nobles como burgueses. Desde esta perspectiva, la sociedad cortesana muestra una estructura semejante a la Corte del régimen absolutista: permite que individuos de origen noble y burgués empiecen a tratarse de modo permanente; pero es sólo durante la época en que se consolida el monopolio del poder cuando la red de relaciones entre la burguesía y la nobleza permite un intercambio amplio y constante a la vez que se dan controversias fuera de la Corte. Las relaciones de la nobleza y la burguesía, tal como aparecen en las primeras Cortes, son todavía casos aislados e insólitos; la dependencia recíproca entre la nobleza y la burguesía es todavía demasiado débil. Las ciudades y los señores feudales se enfrentan como entidades políticas y sociales extrañas, radicalmente distintas. Una nítida expresión de esta división de funciones, de esta falta de cohesión entre los diferente sectores sociales, es la diferencia que hay entre las costumbres o ideas de una ciudad a otra, de un monasterio a otro, de una Corte a otra. La distancia que hay en las relaciones entre los mismos sectores de la sociedad es mayor que las relaciones entre castillos y ciudades de la misma región. Esta es la estructura social que debe tenerse en cuenta para comprender los procesos sociales de la Corte que permitirán una paulatina e intensa "civilización" de las pulsiones.

Como en toda sociedad que tiene una relación "primaria" con la naturaleza, la dependencia recíproca entre los diferentes sectores de la sociedad feudal de Occidente es débil, sobre todo si la comparamos con etapas ulteriores. De ahí que el modo de vida sea más violento e inestable. El poder de las armas, el poder bélico y la propiedad tienen una relación íntima e inmediata, son consecuencia uno del otro. El campesino desarmado vive sometido, entregado al señor de las armas como ningún otro individuo de épocas posteriores, en las que aparecen ya los monopolios públicos o estatales del poder. En contraparte, el señor de las armas es extraordinariamente libre, su dependencia funcional de las clases es más reducida —aunque no deja de existir— y puede amenazarlas y exaccionarlas con una impunidad que no tendrá en el futuro.

Algo parecido a esta independencia social entre los distintos sectores ocurre con el nivel de vida. El contraste entre los sectores dominantes y las clases bajas es enorme, particularmente en el momento en que de la pléyade de guerreros autónomos y autárquicos empieza a surgir el pequeño grupo de señores poderosísimos y enriquecidos.

Tales contrastes pueden percibirse hoy en espacios humanos cuya estructura guarda alguna semejanza con la sociedad del medioevo occidental, por ejemplo la India o Etiopía. Ahí los miembros de un grupo reducido y privilegiado disponen de un ingreso que gastan en sus necesidades personales, en eso que llamarían en su "vida privada", vale decir: atuendos y joyas, mansiones y caballerizas, cubiertos y comidas, fiestas y otras diversiones. Por su parte, los miembros de la clase más baja, los campesinos, viven bajo la continua amenaza de hambrunas y malas cosechas. Bien: sólo cuando esos contrastes disminuyen y la competencia transforma y vincula a esa sociedad, cuando la división de funciones y la dependencia recíproca extienden su influencia a espacios más amplios, alcanzan a los sectores dominantes y hacen crecer el nivel de vida de los sectores dominados, sólo entonces empiezan a darse, lentamente, esos cambios que marcan los primeros avances del proceso civilizatorio: la planificación a largo plazo, la cohesión de los sectores dominantes, la presión y la movilidad ascendente de las clases bajas.

 

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