EL PROBLEMA DE LA MUERTE


1. Experiencias de la muerte 
«En medio de la vida, nos hallamos rodeados por la muerte». Así 
reza uno de los más antiguos himnos cristianos referidos al tema de la 
muerte. En esta formulación se expresa una profundísima experiencia 
humana, a saber, que la muerte no es tan sólo el final, la conclusión 
de la vida, sino que es algo permanentemente introducido dentro de la 
misma vida. "En medio de la vida, nos hallamos rodeados por la 
muerte". La muerte circunda constantemente nuestra vida y, 
consiguientemente, la cuestiona de un modo radical: ¿qué significado, 
qué sentido tiene la vida ante el hecho cierto de que ha de concluir en 
la muerte? Lo que llamamos «ser hombres» ¿es tan sólo, tal vez, un 
momento de lucidez entre el todavía-no-ser y el regresar a la nada? 
¿Es acaso producto del azar, que desaparece como la vida de un 
insecto, y a cuyas vicisitudes no hay que prestar demasiada atención? 

La vida, pues, se encuentra ante la muerte en una crisis 
fundamental. La cuestión del sentido y el significado de la vida no 
puede ya ignorarse, ante la amenaza que representa la muerte.
Esto supuesto, en el actual mundo secularizado, que no tiene ya 
respuesta alguna frente a un cuestionamiento radical de la vida, la 
realidad de la muerte es algo que se intenta alejar de la conciencia 
social. Dado que la muerte constituye un motivo de inquietud para la 
vida, nos negamos a tomarla en consideración. Mientras que, en otro 
tiempo, la muerte tenía lugar en medio de una muy acusada 
participación de la esfera pública, de la familia, los vecinos y la 
comunidad, hoy día se muere en las discretas habitaciones de los 
hospitales destinadas a los moribundos. Las estancias mortuorias 
hacen que las casas de los vivos puedan permanecer cerradas a los 
muertos. Los cementerios se encuentran fuera de la ciudad, mientras 
que en otro tiempo estaban ubicados cerca de la iglesia, donde todos 
cuantos se reunían para la celebración eucarística de la comunidad 
de los vivos entraban también siempre en contacto con los muertos. 
Hubo un tiempo, pues, en que se vivía mucho más intensamente con 
los muertos y con la realidad de la muerte.
No hace mucho leía que hoy se tiene por lo general a los cuarenta 
años una experiencia directa de la muerte que, dos generaciones 
atrás, se tenía a la edad de catorce años. Este rechazo de la muerte 
ha originado ya en Norteamérica la creación de una nueva rama de la 
ciencia, la mortuary science, cuyo objeto es el de preservar a los 
familiares y amigos de un difunto (por medio de todas las 
consideraciones psicológicas, sociológicas y estéticas posibles, que 
se manipulan de mil maneras) de la experiencia real de la muerte.
Pero ¿puede la muerte ser completamente alejada de la vida? 
¿Acaso el proceso de la vida no se manifiesta constantemente 
entretejido con la muerte? La misma vida, ¿no es siempre en parte un 
morir? La muerte incide en la vida de muchas maneras: enfermedad, 
sufrimiento, inutilidad, envejecimiento, jubilación, abandono, 
separación...; todos éstos no son tan solo signos y premoniciones de 
la muerte, sino realidad de la muerte en la vida misma. La vida, la 
plenitud de su desarrollo, resulta disminuida por las mencionadas 
realidades. La vida no se extingue inopinadamente, sino que el 
hombre debe más bien renunciar a ella poco a poco, pedazo a 
pedazo. Por eso el hombre tiene en los citados fenómenos una 
verdadera experiencia de la muerte.
La muerte, por lo tanto, está continuamente presente en la vida. 
Vivir significa siempre, al mismo tiempo, morir.
Pero no es sólo la muerte la que está presente en la vida; también 
la vida está presente en la vida, por muy absurdo que pueda parecer 
a primera vista. Pero del mismo modo que sólo las últimas notas de 
una melodía o de un tema musical lo hacen absolutamente presente y 
le dan su forma acabada, así también únicamente la muerte lleva a la 
vida a su plenitud, le da su forma definitiva. Antes de que intervenga 
la muerte, la vida no tiene más que un carácter de provisionalidad, es 
susceptible de revisión, es todavía posible darle forma, sigue estando 
abierta. Sólo en la muerte se hace definitiva la totalidad de la vida. Por 
eso en la muerte se da alcance la vida a si misma; la muerte incluye, 
resume en sí la totalidad de la vida. Y por eso únicamente de la 
muerte recibe la vida su carácter definitivo. Más aún: de la muerte 
recibe también su carácter apremiante e improrrogable. Si no existiese 
la muerte, la vida se resolvería en un terrible hastío; todo resultaría 
indiferente, porque todo sería arbitrario, recuperable y diferible ad 
infinitum.
Es muy digna de tomar en cuenta la observación del filósofo W. 
·Kaufmann-W: «Para la mayoría de nosotros la muerte no llega lo 
bastante aprisa. Debido a la sensación de que la muerte está lejana y 
carece de importancia, la vida se corrompe y se vacía... Se vive más 
acertadamente cuando se ha fijado una cita con la muerte. Si uno 
espera morir pronto, no sólo el amor puede hacerse mas profundo, 
más íntimo y más apasionado, sino que toda la vida resulta 
enriquecida». En otras palabras: la proximidad de la muerte confiere 
profundidad a la vida. Por eso resulta extremadamente dudoso que el 
hombre se haga realmente más humano por el hecho de que la 
ciencia médica trate de robar cada vez mas años a la muerte y diferirla 
hasta una edad cada vez más avanzada. La vida resulta superficial si 
no se tiene ante los ojos la frontera de la muerte, porque entonces 
pierde su orientación y desaparece el sentido profundo de la 
responsabilidad. Evidentemente, si no existiese la muerte, siempre se 
podría volver a comenzar desde el principio, nada quedaría sujeto a la 
ley de la unicidad y, por lo tanto, de la absoluta responsabilidad.
En su novela "Todos los hombres son mortales" (1946), Simone de 
·Beauvoir-S imagina la posibilidad de un hombre inmortal, ante el que 
no se alza el espectro de la muerte: Fosca, el protagonista, es 
condenado a vivir eternamente en esta tierra gracias a la ingestión de 
un elixir de vida. Y la autora muestra cómo todos los gozos de la vida, 
todas las posibilidades experienciales, todo tipo de vínculo y 
responsabilidad social, desaparecen cuando la muerte ya no supone 
un límite a la vida. Para ese hipotético ser, ya nada tiene importancia; 
los sufrimientos y los gozos nunca son definitivos y, por lo tanto, son 
aún menos importantes, se reducen a un juego superficial. Ningún 
sacrificio que Fosca pueda realizar, ningún sometimiento que sea 
capaz de aceptar, ninguna lucha por ideal alguno, tienen para él el 
mismo sentido y el mismo significado que tienen para los hombres que 
deben morir. De hecho, el mortal -como hace ver Simone de Beauvoir- 
en todo lo que hace en su vida da, por así decirlo, un trozo de sí, 
aunque sea pequeño; el inmortal, por el contrario, no da de sí 
absolutamente nada. Por eso, en su vida sin muerte todo sigue siendo 
superficial, no vinculante, un pasatiempo siempre revocable.
De la mencionada novela puede desprenderse con toda claridad lo 
que significa la afirmación de que la muerte forma parte de la vida 
humana, a fin de que ésta sea verdaderamente humana. Por eso, en 
el fondo de poco sirve prolongar ad infinitum la vida humana por 
medio de la medicina y diferir la muerte a un futuro remoto: de este 
modo, la vida no resulta más plena, sino más pobre. La verdadera 
superación de la muerte no se produce eliminando la muerte de 
nuestra vida (que, por otra parte, es algo imposible), sino mediante la 
esperanza que va más allá de la muerte.
Hay que añadir una última cosa al reflexionar sobre el significado de 
la muerte para nuestra vida: sólo por medio de la muerte adquirimos la 
experiencia de que la vida no es algo obvio, algo que se imponga 
necesariamente, sino que es un don. Y dado que la vida se ve 
continuamente amenazada por la muerte, hay que considerarla como 
algo de mucho valor, como una aventura arriesgada e irrepetible.
V/MU:MU/V:Vemos, pues, que vida y muerte se compenetran 
recíprocamente, que se encuentran en una inevitable relación de 
homogeneidad. Y sin embargo, parece en principio que en este 
entramado de muerte y vida es la muerte la que tiene la última y 
decisiva palabra. Y esta palabra significa fin, destrucción, 
aniquilamiento. Parece, pues, que precisamente la muerte convierte 
su inseparable unidad con la vida en algo fundamentalmente negativo 
y carente de sentido. En suma, la muerte, como gran enemigo de la 
vida, parece oponerse a su significado positivo para la vida.

2. La muerte, ¿consecuencia del pecado? 
MU/P: MU/CAUSA:Por todo lo dicho, la tradición bíblico-cristiana ha creído que la muerte no proviene de las benéficas y creadoras manos de Dios, sino que es un castigo, consecuencia del pecado.
La intención que subyace a semejante afirmación es evidente: Dios, 
el ser vivo y dispensador de vida, no puede ni debe ser considerado 
autor del mal y de todo lo que es contrario a la vida. Debemos 
mantener esta idea, si bien no podemos seguir apoyando 
indiferenciadamente la tesis de la muerte como consecuencia del 
pecado. Hoy sabemos que la muerte es parte necesaria de la 
construcción de un mundo evolutivo, del que ha nacido y en el que 
también ha sido colocado el hombre. En una creación que responde a 
un sentido evolutivo, la vida sin la muerte es algo absolutamente 
impensable. En el proceso evolutivo, la transitoriedad de lo que ha 
llegado a ser constituye precisamente la primera condición de la 
nueva vida y de las nuevas formas de vida. Por eso tampoco la 
muerte del hombre, en cuanto que significa delimitación temporal de la 
vida terrena, puede ser consecuencia del pecado, que suele ser la 
manera como el hombre experimenta la muerte.
Con el pecado, el hombre echó por tierra su propia vida. En lugar 
de acogerla como don de Dios, de vivirla responsablemente ante Dios 
y en el amor al prójimo, el pecador vive tan sólo «para sí mismo» (cfr. 
2 Cor 5, 15). En el deseo de una vida de plenitud y de salvación sin 
Dios o contra Dios, el pecador pierde su propia vida: Dios le 
abandona a sus propias posibilidades "autónomas", en las que el 
hombre piensa, evidentemente, que ha de poseer la «vida», pero 
cuyo término precisamente pondrá al descubierto su carácter de 
vaciamiento en la impotencia, la presunción y la supravaloración. La 
vida escindida de Dios como su fuente originaria se manifiesta como 
«ser para la muerte», como un campo plenamente poseído por las 
fuerzas del mal y de la muerte.
En la búsqueda de una vida que el hombre pretende procurarse por 
sí mismo y que, sin embargo, no satisface sus aspiraciones, se 
convierte el mismo hombre en víctima del ansia y de la inquietud; 
cuando cree poseer la vida, se aferra a ella egoistamente, aunque 
este aferrarse constituya una violación del orden, del derecho y de la 
justicia.
Por último, este desmedido afán, carente de paz, no aboca sino al 
absurdo de la muerte, la cual revela como pasión inútil, como una 
excitación sin sentido (J.-P. Sartre), cualquier intento humano de 
realización. En realidad, aquello en lo que el pecador cree poseer la 
"vida" (el placer, la riqueza, el éxito, el poder), no puede llevárselo 
consigo al otro lado del abismo de la muerte. La experiencia que en 
ese caso se tiene de la muerte es la de una obscura y absurda 
destrucción de la vida. Allí donde la vida ha transcurrido 
primordialmente bajo el signo de la apropiación, del aferramiento, del 
tener y del poseer (en lugar de caracterizarse por la entrega, la 
apertura, el dar y el recibir), aun la misma y desnuda existencia se 
convierte en una posesión que se trata de conservar en cualquier 
circunstancia, el mayor tiempo posible, porque su pérdida en la 
muerte destruye por completo la propia identidad, la cual consistía en 
un absoluto querer-tener. De este modo nace el miedo a la muerte. "El 
vacío de la experiencia del más acá suscita el miedo al vacío del más 
allá» (R. Leuenberger). Dios, con respecto al cual se está cerrado, o 
no lo bastante abierto en la vida, deja de ser sentido en la oscuridad 
de la muerte como cercanía luminosa, pasando a ser sentido como el 
Dios que se sustrae a los hombres, que está lejano y se muestra 
reacio; o mejor aún, como el Dios que ha "muerto".
La experiencia de la muerte del pecador, y esto significa la concreta 
experiencia de la muerte de todos y cada uno de nosotros, está, pues, 
totalmente determinada por el pecado. La muerte ya no se 
experimenta sólo de un modo «neutral», es decir, únicamente como 
término temporal de la vida terrena y un simple pasar a la vida feliz 
con Dios, sino como algo amenazador y angustioso. La vida queda 
despedazada sin que siquiera quede la natural seguridad que dan la 
fe, la esperanza y el amor de que, con la muerte, uno se introduce en 
la vida de Dios, infinitamente más grande. En este sentido, la muerte 
es, pues, consecuencia del pecado: se experimenta como una 
absurda y oscura destrucción de la vida, como una inquietante, 
incierta y amenazadora realidad que hunde al hombre en la angustia.
Pero la muerte puede también adoptar otro rostro. Cuando, a lo 
largo de su vida, el hombre se ajusta a la actitud del «Padre, en tus 
manos encomiendo mi vida»; cuando, en la obediencia a Dios y en la 
confianza en su palabra, recibe su vida como un don y una tarea y la 
vive en el servicio a los hermanos, entonces la propia muerte 
transforma su naturaleza negativa y puede llegar a convertirse en la 
«hermana muerte» (Francisco de Asís), lugar de la esperanza y 
tránsito dichoso a la gloria de Dios.
Esta «nueva» experiencia de la muerte es, sin embargo, un fruto de 
la fe, de la esperanza y del amor, pero especialmente de la esperanza 
en que la muerte no es la «realidad última».

3. La esperanza más allá de la muerte 
Los hombres de todas las épocas no han podido resignarse, 
evidentemente, a la experiencia de que la muerte constituya una 
absurda interrupción de la vida. En todas partes podemos hallar 
pruebas del convencimiento generalizado de que en la unidad y 
totalidad que forman la vida y la muerte, siempre es la vida la que 
resulta ser más fuerte. Son muy diversos los modos de representar 
cómo es esto posible. En realidad no se sabe cómo puede 
presentarse un futuro mas allá de la muerte. Pero la esperanza en él 
proyecta innumerables y muy distintas imágenes, imagina diversas 
posibilidades y anticipa dichas posibilidades por medio de símbolos, 
signos y sueños. Así pues, toda religión, toda visión del mundo esboza 
sus propias imágenes de esperanza.
ALMA/BI:ALMA/INMORTAL:Del abundante material que nos ofrece 
la historia de las religiones citaremos sólo dos imágenes de esperanza 
con las que los hombres han expresado su deseo y su seguridad de 
que la muerte no constituye la realidad última. Ambas imágenes de 
esperanza tienen una especial significación porque han sido después 
asumidas para formular la esperanza cristiana. La primera, que fue 
elaborada de manera conceptual por la filosofía platónica, aunque en 
sí misma fuera mucho más antigua, se formula diciendo que hay en el 
hombre algo inmortal, a saber, su alma imperecedera, que no se ve 
afectada por la muerte del cuerpo. Por medio de ella, el hombre 
participa de la vida eterna. Cuando el cuerpo muere, el alma, liberada 
de las ataduras de la materia, regresa al reino de la vida divina y 
eterna. Muy distinta es la segunda imagen de esperanza, la 
bíblico-hebraica. Los hebreos no sabían nada de un alma inmortal 
que sobreviva a la muerte; no concebían al hombre como compuesto 
de alma y cuerpo, sino que tenían de él la idea de un ser uno e 
indiviso. Por eso, para ellos, la muerte agarra al hombre en su 
totalidad; no hay nada que sobreviva a la muerte. Sólo puede haber 
esperanza más allá de la muerte porque se espera que Dios volverá a 
infundir su espíritu en el muerto, volverá a darle la vida, lo resucitará.
INMORTALIDAD/RS: Inmortalidad del alma y resurrección del cuerpo son en principio, pues, dos imágenes de esperanza totalmente diversas, que no tienen en realidad nada que ver entre sí. Es cierto que ambas expresan la esperanza en que ha de haber una vida más allá de la muerte, pero esta esperanza se formula de muy distinta manera. Para los griegos, el principio que sobrevive a la muerte se encuentra en el propio hombre: el hombre tiene un alma que es inmortal y que supera la muerte. Para los hebreos, por el contrario, el "antídoto" contra la muerte está fuera del hombre, en el poder resucitador de Dios. Más adelante volveremos a hablar de esta 
diferencia. Ahora tan sólo queremos dejar sentado que en la historia 
de la humanidad hay innumerables imágenes que constituyen, todas 
ellas, un testimonio del hecho de que el hombre no se ha resignado a 
la muerte, que hay en el hombre algo que se opone radicalmente a 
aceptar la muerte. Si la muerte fuese la realidad última, todo cuanto 
de hermoso, de positivo y de satisfactorio existe en la vida carecería 
en realidad de sentido. Se hallaría originariamente bajo el signo de la 
destrucción, del fracaso, de la nada. Pero, evidentemente, el hombre 
no puede vivir (o puede vivir muy difícilmente, o de un modo 
superficial) con semejante ausencia de sentido.
Ahora bien, la esperanza de la humanidad en poder superar la 
frontera de la muerte, ¿no es tal vez una pura ilusión, una proyección 
quimérica de los deseos y las aspiraciones humanas? ¿No será que el 
hombre se crea su propio sueño, a fin de no tener que mirar cara a 
cara la realidad carente de sentido? Si se observa la ausencia de 
sentido de la propia vida y de la vida de los demás, y aún más si se 
considera la historia de la humanidad, se puede efectivamente llegar a 
la idea de que la muerte no es más que la expresión extrema y el sello 
definitivo de la general ausencia de sentido que caracteriza a toda 
realidad. Por otra parte, sin embargo, hay en la propia vida y en la 
historia fenómenos de sentido e indicios positivos que sugieren la 
posibilidad de otra respuesta: ni siquiera la muerte carece de sentido, 
porque también ella sigue abierta a un definitivo sentido último. Es de 
estas experiencias de donde ha brotado en la humanidad la 
esperanza en un futuro más allá de la muerte.
Un cierto número de estos signos indicativos conservan también un 
valor para nosotros: el hombre se experimenta a sí mismo como 
responsable de su obrar. Sin embargo, ser responsable significa 
saber o, al menos, presentir que la vida no es casual, arbitraria, 
episódica, sino que tiene algo de definitivo, con respecto a lo cual 
debe valorarse cualquier obrar. Y esta realidad definitiva no sería 
verdaderamente tal si fuese susceptible de ser cancelada por la 
muerte. La experiencia, pues, de la responsabilidad incondicional 
permite presagiar que ni siquiera la muerte es la realidad última.
Pero hay más: el hombre se experimenta a sí mismo como un ser 
que incondicional y necesariamente anda en búsqueda del sentido, 
que en su vida hace ya siempre realidad el sentido, realiza algo que 
está dotado de sentido. Pero no buscaríamos un sentido último si no 
estuviéramos de antemano «tocados», concernidos por él. Más aún: 
hay en el hombre un impulso infinito hacia la libertad, la felicidad, la 
vida, el futuro... ¿No evidencia todo esto que el hombre de algún 
modo se ve afectado por la infinitud, que hay en él algo que se 
proyecta más allá de la finitud y supera, por consiguiente, los confines 
mismos de la muerte? Quien tiene experiencia de lo que es un límite (y 
una experiencia penosa, precisamente porque se trata de un límite), 
en el fondo ya ha superado dicho límite. ¿No puede decirse lo mismo 
de la muerte? Quien percibe dolorosamente la muerte como límite, ya 
está "tocado" por algo que se encuentra más allá de la muerte. Por 
eso es una verdadera y profunda sabiduría la que se encierra en 
estos versos modernos:

«Un perro 
que muere 
y que sabe 
que muere 
como un perro 
y que es capaz de decir 
que muere 
como un perro, 
es un hombre» 
(·Fried-E, Warngedichte) 

Precisamente aquí está la diferencia entre el perecer de un animal y 
el morir de un hombre: en que el hombre es consciente de la amenaza 
que representa el limite que es la muerte. Pero con ello también 
testimonia que, por su propia naturaleza, aspira a trascenderlo. 
Podemos afirmar, además, que en la promesa de fidelidad de dos 
personas que se aman actúa una fuerza que exige infinitud e 
indestructibilidad. Esto es algo que ya sabía el autor del Cantar de los 
Cantares cuando proclamaba que «el amor es más fuerte que la 
muerte» (8, 6). El amor, observa J. Ratzinger, «es, por así decirlo, un 
grito dirigido al infinito. Pero esto supone que dicho grito no puede ser 
atendido, que exige el infinito pero que no está en condiciones de 
darlo».
Surge así, en el transcurso mismo de la vida, la pregunta de si será 
la muerte la que tenga la última palabra. Hay en el hombre realidades 
que indican que no es un simple insecto destinado desde un principio 
a desaparecer. En el hombre hay algo más. En el hombre hay un 
impulso hacia la infinitud, como si estuviera aferrado por ella. Pero de 
este modo se manifiesta la profunda ambigüedad de sus experiencias. 
De una parte, hay signos que indican el carácter provisional de la 
muerte; de otra, sin embargo, frente a la falta de sentido de la muerte, 
el hombre ha de reconocer honradamente que no ve con claridad qué 
posibilidades pueda tener de superar el poder de la muerte y hacer 
realidad el impulso que experimenta hacia la infinitud. Por eso se 
plantea el problema de un poder capaz de volver a sacar al hombre 
de la nada a la que está destinado, poder que es una libertad divina y 
creadora.
Esta exigencia de un poder capaz de hacer realidad las 
experiencias y aspiraciones de infinitud del hombre, halla su respuesta 
en la esperanza cristiana, que se funda en la resurrección de Jesús. 
De esto ya hemos hablado. En la vida y en la muerte de Jesús se 
manifiesta ejemplarmente toda la vanidad, toda la ausencia de 
perspectivas y toda la finitud de nuestro mundo y de la vida humana. 
Frente a la cruz no quedan suprimidas, sino que se toman mucho más 
en serio la falta de sentido de la realidad, la desesperación que 
supone la vida y la oscuridad de la muerte. Pero en Jesucristo se 
manifiesta también con toda claridad que esta falta de sentido es 
superada por obra y gracia de Dios. La muerte no es verdaderamente 
la realidad ultima. Dios es quien despierta a los muertos a una vida 
nueva e imperecedera. Según la concepción cristiana, pues, la base 
de la superación del poder de la muerte no se encuentra en el hombre 
(en la fuerza de su alma inmortal, por ejemplo), sino en el poder de 
Dios, en su voluntad de hacer que el hombre viva y en la fidelidad con 
la que Dios cumple sus promesas. Por eso el cristiano no espera 
porque posea un alma inmortal, es decir, porque el hombre disponga 
de un principio imperecedero, sino que espera en la resurrección, 
esto es, en el poder que Dios tiene de restaurar la vida.
Los aspectos de la vida humana arriba mencionados, que inducen a 
la esperanza en que se ha de hacer realidad el sentido, tienen en 
definitiva diversos significados. Pero sólo partiendo del Dios de 
Jesucristo, que manifestó su poder resucitando a su hijo, se revela la 
posibilidad de que verdaderamente se realice todo lo que en la vida 
humana mueve apremiantemente hacia el sentido, la realización y la 
totalidad. Por eso no se halla en todo el Nuevo Testamento el más 
mínimo rastro de una esperanza puesta en el hombre, en la fuerza de 
su alma inmortal. La esperanza, por el contrario, se funda 
exclusivamente en la resurrección de Jesús; la esperanza está puesta 
en el poder restaurador de Dios. 

4. ¿Resurrección del cuerpo y/o inmortalidad del alma? 
Se suscita, pues, una nueva pregunta: ¿cómo es que hoy para 
muchos cristianos sucede casi exactamente lo contrario, es decir, que 
ponen su esperanza en la inmortalidad del alma (que en la muerte se 
separa del cuerpo y regresa a Dios) y, por el contrario, la esperanza 
en la resurrección, si no completamente, sí al menos en buena parte 
ha venido a menos? El complejísimo proceso de modificación de la 
imagen cristiana de la esperanza sólo podemos esbozarlo aquí a 
grandes rasgos. La transformación ha derivado del hecho de que el 
cristianismo, originariamente ambientado en el mundo 
hebreo-semítico, tuvo desde sus comienzos que hacerse 
comprensible al mundo de la cultura griega para poder realizar su 
obra misionera. Pero en el mundo griego, junto a fortísimas 
tendencias escépticas y nihilistas, dominaba en aquella época la 
imagen platónica de esperanza en el retorno al mundo divino del alma 
inmortal, inmediatamente después de la muerte. El cristianismo debía 
enfrentarse a esta imagen de esperanza.
Entonces ocurre algo que, posteriormente, habría de repetirse 
siempre que el cristianismo entrara en contacto con un mundo cultural 
que hasta ese momento le fuera desconocido: el cristianismo adopta 
algunos elementos de ese nuevo mundo, los asimila, se los hace 
propios, al mismo tiempo que rechaza, critica y corrige otros. Por eso 
se habla de que el cristianismo, cuando se encuentra con una cultura, 
suele observar un principio de «conexión y oposición». Las dos cosas, 
entiéndase bien: conexión y oposición.
En este sentido, el cristianismo primero manifiesta su oposición a la 
concepción griega, según la cual el hombre vence a la muerte en 
virtud de su alma inmortal, la cual se separa del cuerpo en el momento 
de morir. La idea de una pura supervivencia del alma en Dios después 
de la muerte no toma realmente en serio ni la muerte, ni la superación 
de la misma muerte. Esta esperanza no toma en serio la muerte 
porque, según ella, el alma en realidad ni siquiera se ve afectada por 
la muerte, sino que se separa alegre y feliz de los condicionamientos 
materiales del cuerpo y del mundo físico, para, en definitiva, seguir 
viviendo, libre de la carga del cuerpo, en el mundo divino. La realidad 
catastrófica de la muerte en su extrema radicalidad es algo que no se 
percibe ni de lejos.
Pero esta concepción de las cosas tampoco toma en serio la 
superación de la muerte, es decir, la esperanza en una consumación 
universal de la que nada quede excluido. Según esta concepción, 
pues, lo que tiene futuro y alcanza plena realización no es el hombre 
en su totalidad, sino tan sólo una parte del hombre: el alma. Por eso el 
anuncio cristiano insiste desde un principio en esta idea de que en la 
resurrección del cuerpo, es decir, en la resurrección del hombre en su 
integridad, la muerte es superada y el hombre obtiene la realización 
de su sentido. En el Credo del cristianismo primitivo, por consiguiente, 
no se afirma "creo en el alma inmortal", sino «creo en la resurrección 
de la carne». Aquí se manifiestan la oposición del cristianismo al 
mundo cultural de su tiempo y la nueva esperanza que el mismo 
cristianismo anuncia: No sólo una parte del hombre, no sólo el alma 
alcanza su plena realización, sino el cuerpo, es decir, todo el hombre 
y, consiguientemente, el mundo entero, en el que el hombre está 
inserto gracias a su cuerpo. Realización, para el cristiano, no significa 
"transmigrar del mundo", sino verificación del sentido del mundo en su 
totalidad. Este es, esencialmente, el significado que subyace a la 
imagen de esperanza en la resurrección del cuerpo.
Pero, por otra parte, el cristianismo adopta y asimila determinados 
elementos del pensamiento griego. Mientras que los creyentes del 
Antiguo Testamento daban por supuesto que la resurrección 
únicamente tendrá lugar al final de la historia (y hasta entonces los 
muertos seguirían existiendo en una especie de sueño, es decir, en 
una situación intermedia muy semejante a la nada), el cristianismo 
estuvo desde un principio firmemente convencido de que en el 
momento de la muerte entramos en contacto directo con Cristo, 
entramos al instante en la comunión con él y con el Padre (cfr., por 
ejemplo, Flp 1, 21 ss.; 2 Cor 5, 1 ss.). Y para expresar que en el 
momento mismo de la muerte tendría lugar el encuentro con Cristo y 
con Dios, se podía perfectamente echar mano de las ideas griegas: 
en la muerte misma, y no sólo al final de la historia, alcanza el hombre 
su destino definitivo.
Mediante los argumentos que aquí únicamente hemos insinuado, 
llegamos a una especie de "composición" de las imágenes de 
esperanza griega y hebrea. En la muerte encuentra ya el hombre su 
morada en Cristo; por eso se adopta la imagen platónica del alma 
inmortal que, en el momento mismo de la muerte, vuelve a habitar en 
el mundo divino. Pero al mismo tiempo se añade que el hombre sólo 
alcanza su realización definitiva cuando, en su totalidad y con el 
mundo entero, recibe de Dios una nueva vida, es decir, que 
únicamente se realiza plena y definitivamente en la resurrección de la 
carne. En un proceso que se dilata durante mucho tiempo, y que no 
podemos reconstruir ahora en detalle, se unen, pues, una serie de 
imágenes griegas y judías para formar el marco representativo que 
aun hoy caracteriza a la conciencia cristiana. Pero de este modo se 
comprende también cómo en la conciencia de los creyentes la espera 
de la resurrección fue pasando a un segundo plano y, en su lugar, 
adquirió cada vez mayor relieve el retorno del alma a Dios. En cierto 
sentido, la resurrección se convirtió en un apéndice superfluo del 
acontecimiento auténticamente decisivo del encuentro del alma con 
Dios en la muerte.
También en este punto ha iniciado la teología en los últimos tiempos 
una importante tarea de revisión. Nos llevaría demasiado lejos 
enumerar aquí todos sus argumentos. Pero sí aduciremos un 
importante motivo de las recientes reflexiones teológicas y que es, 
concretamente, el problema del cual es el auténtico significado que 
hay que atribuir a la resurrección de la carne. Al afirmarla, ¿se 
pretende decir que al final de la historia los restos humanos (huesos, 
tendones y músculos) serán reintegrados por Dios a una nueva vida, 
que se abrirán los sepulcros, que tendrá lugar la formación de un 
nuevo cuerpo y que, de algún modo, este cuerpo será unido al alma, 
la cual ya está con Dios en el cielo? En el fondo, ¿no son infantiles 
estas imágenes, especialmente para nosotros, los hombres de hoy, 
que sabemos perfectamente que, ya en nuestra vida terrena, al cabo 
de algunos años no queda en nuestro cuerpo un sólo átomo que no 
haya sufrido mutación? ¿Qué puede pretender significar la idea del 
retorno a la vida de los huesos putrefactos del hombre en la tumba? 
Evidentemente, no se puede entender de este modo. Muchos 
teólogos se han preguntado por el sentido originario de la esperanza 
en la resurrección y por el sentido del rechazo de la respuesta griega, 
según la cual tan sólo el alma alcanzaría la plena realización. Como 
hemos visto, el sentido era el siguiente:
1. Se pretendía expresar el hecho de que el hombre no alcanza su 
realización por sí mismo, en virtud de su alma indestructible, sino 
únicamente en virtud de una acción de Dios que, en cierto sentido, le 
es dada al hombre «desde fuera».
2. No es un alma sin cuerpo la que emigra del mundo para hallar en 
Dios su patria definitiva, sino que es el hombre entero, con todo el 
haber de sus acciones, el que puede esperar su propia realización; y 
el que, en la historia, llega a ser, en libertad, el mismo que al final 
resulta ser en la muerte.
Si observamos atentamente esto, que es el verdadero propósito de 
la afirmación de fe, veremos que la resurrección del cuerpo no posee 
el significado de un milagroso acontecimiento último que afecte a los 
restos mortales de huesos, piel y tendones, sino que la imagen de 
esperanza que es la «resurrección del cuerpo» pretende expresar que 
el hombre no alcanza su plena realización únicamente como «Yo» 
espiritual ajeno a la historia, sino que, por el contrario, regresa a Dios 
con su mundo y con su historia, con toda su vida.

«Cada cual tiene un mundo secreto, muy suyo, 
donde se esconde el mejor instante, 
donde se esconde la hora más terrible.
Pero nosotros no sabemos nada.

Y si un hombre muere, 
muere también su primera nevada, 
y el primer beso, y el primer combate...
Todo se lo lleva consigo».

Lo que el poeta ruso E. -Evtuchenko expresa aquí poéticamente, es 
el verdadero contenido de la imagen de esperanza de la resurrección 
del cuerpo. Su significado, como dice W. Breuning, es que «Dios ama 
algo más que a las moléculas que en el momento de la muerte se 
encuentran en el cuerpo. Ama a un cuerpo marcado por el cansancio, 
pero también por la nostalgia insatisfecha de un peregrinar, a lo largo 
del cual ha dejado muchas huellas tras de sí en un mundo que se ha 
hecho humano en virtud de dichas huellas... Resurrección del cuerpo 
significa que, para Dios, nada de todo ello ha sido en vano, porque él 
ama al hombre. El ha recogido todas las lágrimas, y ni la más mínima 
sonrisa le ha pasado inadvertida. Resurrección del cuerpo significa 
que el hombre no recupera en Dios únicamente su último momento, 
sino toda su historia». ¿Podemos hoy, pues, hacer mejor y más 
adecuadamente comprensible el significado de la resurrección de 
como pudo hacerlo la tradición anterior a nosotros, con su 
representación burdamente sensible del abrirse los sepulcros y la 
reanimación de los huesos de los muertos? 
Antes de intentar una respuesta, hemos de tener muy claro que 
estamos tocando aquí los limites de lo imaginable. Una vida más allá 
de la muerte es, sin duda alguna, algo inaccesible a nuestra 
experiencia. Supera todas las posibilidades del mundo y, 
consiguientemente, también nuestra facultad imaginativa. Ya el mismo 
Pablo desestimó (¡Necio!) la escéptica pregunta: «¿Cómo resucitan 
los muertos? ¿Con qué cuerpo vuelven a la vida?» (1Co 15, 35), 
reivindicando la absoluta novedad y, consiguientemente, la 
imposibilidad de referirse ni aun analógicamente a lo que ha de venir.
Sin embargo, tal vez se pueda uno aproximar al sentido que se 
intenta atrapar, recurriendo al modelo propuesto por L. Boros. Dicho 
modelo consiste en lo siguiente: nuestro mundo evolutivo se 
caracteriza por dos procesos contrarios que siguen dos movimientos 
igualmente contrarios: 
1. El movimiento de subida y de autosuperación. Es precisamente 
característico y específico de un mundo evolutivo el que de un 
«menos» resulte constantemente un "más"; de una realidad simple, 
una realidad más compleja.
2. Pero el mundo evolutivo se caracteriza, además, por el 
movimiento contrario de la entropía, es decir, el movimiento de 
descenso, de gasto de energías, de consumición, de limitación. 
¡Cuantas fases de la evolución no se habrán concluido, consumado, 
antes de la aparición del hombre, en quien el desmedido desarrollo, 
por así decirlo, se ha cerrado...! 
Ambos movimientos de la evolución se pueden designar, en pocas 
palabras, como interiorización ascendente de energía e, 
indisolublemente ligado a ésta, como consumo descendente 
(«entrópico») de energía externa. Y ambos movimientos se 
encuentran también en la vida humana. Así como el mundo evolutivo 
se estrecha y se consume y, de este modo, asciende hasta el hombre, 
así también el hombre se consume en su vida y, de este modo, se 
eleva al rango de persona madura. El hombre adquiere madurez 
ampliando el horizonte de su conocimiento, despertando a la amistad, 
a la difusión del amor, al dominio del mundo; en suma, conquistando 
el mundo en sus múltiples ámbitos de relación. Todo lo cual hace que 
nazca continuamente en él un «más»: mientras el hombre crece 
realmente en el mundo, este, por su parte, crece en el hombre, se 
interioriza en él. Por el hecho de entrar en relación con el mundo, el 
hombre adquiere su propia madurez, su forma característica, su 
personalidad. El hombre se hace maduro relacionándose con el 
mundo, construyéndolo activamente y sufriendo pacientemente en él. 
De este modo, el mundo se interioriza en el hombre.
Pero también a este proceso de interiorización del mundo en el 
hombre se encuentra dialécticamente contrapuesto el movimiento 
contrario: el movimiento de la entropía, del consumo de la energía 
exterior. El hombre no se limita a madurar, sino que además envejece 
y muere. Acabamos de decir que ambos movimientos, el movimiento 
de la interiorización ascendente y el del consumo descendente de 
energía exterior, están entre sí íntimamente relacionados. De estas 
consideraciones, por lo tanto, puede extraerse ("extrapolarse") un 
modelo representativo de la esperanza cristiana: en la muerte, el 
hombre sufre la pérdida de la energía exterior, pero en ese mismo 
momento su mundo (el mundo en relación con el cual se ha hecho 
maduro) se interioriza a la vez totalmente en él; el hombre se ha 
apropiado totalmente de un trozo de mundo.
Si esperamos que la muerte no ha de ser la realidad última, sino 
que Dios otorga nueva vida mas allá de la muerte, podemos concluir 
que esta nueva vida no concierne tan solo a una pura alma, a una 
subjetividad puramente espiritual, sino a una persona total y concreta, 
que ha llegado a ser lo que es a causa de su relación con el mundo, 
mediante su vida corpórea en el mundo. Cualquier coyuntura histórica 
y cualquier acto del hombre no han dejado su huella únicamente en el 
mundo exterior, sino en él mismo, en su interioridad. Por eso, en la 
constitución definitiva del hombre, alma y cuerpo están unidos para 
siempre en nosotros: un trozo de mundo queda permanentemente 
elevado en nosotros. Así como en las arrugas del rostro de un 
anciano está inscrita toda su biografía, así también en el sujeto 
humano están irrevocablemente impresas «su» historia y «su» mundo. 
Cuando el creyente espera que tampoco en la muerte ha de 
abandonarle Dios, sino que ha de darle, allí donde todo futuro parece 
haber llegado a su fin, un futuro nuevo e inalienable, el futuro objeto 
de esta esperanza no se refiere, por lo tanto, a un alma que emigra 
del mundo, sino que se refiere a una persona, en cuya huella 
concreta ha quedado para siempre inscrito, salvaguardado y 
conservado el mundo. El hombre lleva en su muerte la "cosecha del 
tiempo". Puesto que en la muerte no quedan cancelados el mundo y la 
historia, sino que permanecen para siempre interiormente inscritos en 
el hombre, la esperanza en la superación del límite que es la muerte 
puede y debe caracterizarse como resurrección de todo el hombre y 
no como indestructibilidad del alma.

5. ¿Resurrección en la muerte? RS/QUÉ-ES:
De las anteriores consideraciones se sigue que no tenemos por qué 
seguir cargando con el peso de las diversas e ingenuas 
representaciones de antaño. Ya no es preciso decir que en la muerte 
el alma se separa del cuerpo y se reúne con Dios y que más tarde, al 
final de la historia, al alma le seguirá, en cierto sentido, el cuerpo. Hoy, 
por el contrario, podemos afirmar con muchos teólogos (tal vez con la 
mayoría) que el cristiano espera que en la muerte tenga lugar la 
resurrección. Resurrección no en el sentido de que el cuerpo vaya a 
ser transformado; en cuanto cadáver carente de vida, el cuerpo es 
sepultado en tierra. Resurrección del cuerpo no significa resurrección 
del cuerpo físico o del cadáver; resurrección significa, más bien, que 
en la muerte el hombre entero, con su mundo concreto y con su 
historia, recibe de Dios un nuevo futuro. Este futuro no podemos 
representarlo, porque únicamente conocemos las condiciones de este 
mundo, que es finito, abocado al fracaso y encerrado en la nada. No 
sabemos cómo es el futuro al otro lado de la muerte, pero tampoco 
tenemos necesidad de saberlo. Y, sobre todo, no es preciso 
considerar preceptivas las representaciones propias de una 
concepcion del mundo ya superadas, que en su mayoría son hoy 
ciertamente inaceptables.
La idea de que en la muerte tiene lugar la resurrección no sólo la 
acepta hoy la mayor parte de los teólogos, sino que incluso se ha 
introducido en textos "oficiosos" de la Iglesia. En el Catecismo 
Holandés se afirma expresamente que «en la muerte se verifica ya la 
resurrección». Lo mismo dice el Neues Glaubensbuch.
Esta misma concepción ha podido ya reflejarse en los nuevos textos 
de la liturgia de las exequias, donde es posible observar que se evita 
en lo posible recurrir a la palabra «alma». Ciertamente no es casual 
que no se hable ya de «paz del alma», de «misa de alma», de "día de 
las animas", etc.; la Iglesia eleva hoy sus oraciones por el hombre que 
ha vivido en la fe y que ahora ha regresado en su integridad a Dios.
Pero, según este modo de entenderlo, ¿no se convierte la 
resurrección en un acontecimiento puramente individual que siempre 
tiene lugar únicamente en el hombre individual? ¿Qué ocurre con la 
dimensión universal de la resurrección, tal como parece expresarse en 
las imágenes bíblicas? Para responder a estas preguntas es preciso 
no perder de vista dos cosas:
1. Mediante su obrar en la historia, el hombre no adquiere 
únicamente para sí una "impronta" y una madurez definitivas; su 
acción tiene además un efecto permanente e indeleble sobre la 
historia: asume un significado irrevocable para el desarrollo mismo de 
la libertad de los demás, de la comunidad humana. De este modo 
seguimos viviendo definitivamente e irrevocablemente en la historia, 
vinculados a ella, aun cuando hayamos encontrado ya un futuro 
definitivo en Dios.
2. Lo que en la muerte del individuo, que ha encontrado forma 
concreta en la historia, queda conservado en Dios, es una relación 
con el mundo. Así como cada uno de nosotros deja permanentemente 
su propia huella en la historia, así también cada historia individual 
queda caracterizada, sustentada y totalmente penetrada de una 
incalculable serie de factores e impulsos, a cuyo través otros han 
impreso en nosotros su huella y, consiguientemente, se conservan 
para siempre en nuestra forma concreta.
De donde se deduce que la resurrección no es un acontecimiento 
individual que sirva para aliviar al que muere de la realidad histórica y 
de la comunidad con los demás, sino que el difunto queda también él 
vinculado de la manera más íntima al ulterior curso de la historia. En la 
resurrección, por lo tanto, no quedan rotas las relaciones por parte de 
ninguno de ambos «lados», sino altamente corroboradas. Para decirlo 
mediante una imagen: sucede como con una sábana: se agarra tan 
solo de una parte, pero se alza toda ella, porque cada uno de sus más 
íntimos puntos está entretejido con todos los demás. Así también, 
cada uno de nosotros «reconduce a Dios un fragmento del ser... Con 
cada una de nuestras obras cooperamos (con las dimensiones de un 
átomo, pero de un modo real) a edificar el pleroma (la consumación 
de la realidad)» (·TEILHARD-DE-CHARDIN de Chardin). «Toda la 
realidad creada, el mundo, a través de la muerte de las personas, 
formadas de cuerpo y espíritu, y de las que el propio mundo es en un 
cierto sentido su 'cuerpo', adquiere en un lento proceso su propio 
carácter definitivo" (K. Rahner).
La resurrección, por consiguiente, no tiene nada de individual, sino 
que forma parte de un proceso universal en el que individuo y 
comunidad, historia y consumación, están y permanecen mutuamente 
entrelazados; un proceso en el que toda la realidad encuentra su 
plena realización en el amor.

6. Nada sucede en vano 
Sobre la base de todo cuanto hemos dicho, resulta aún más claro lo 
que significa «realización» y, sobre todo, lo que pretende decir San 
Pablo cuando afirma que el amor es lo que durará eternamente. Todo 
hombre, cuando regresa a Dios, no lleva consigo únicamente un alma 
sin cuerpo, sino su persona toda, en la que está inscrito para siempre 
lo que él ha realizado en el amor. El mismo es, por así decirlo, un 
pedazo de amor encarnado. Esto es lo que retorna a Dios y lo que 
-así lo esperamos- es acogido por Dios, de manera que por lo que se 
refiere a muchas muertes, y por el hecho de que los hombres son 
despertados poco a poco a la comunión con Dios, un "plus" cada vez 
mayor de amor encarnado, por así decirlo, encuentra el camino para 
llegar a Dios. En la muerte de los hombres llega a Dios algo que antes 
no era, personas que han madurado abriéndose a la relación con este 
mundo y que ahora son acogidas por Dios y están en comunión con él 
y entre sí por toda la eternidad. En este sentido puede afirmarse -con 
lo que anticipo algo de lo que vendrá a continuación- que el paraíso 
no es otra cosa sino el amor, es decir, la relación recíproca entre Dios 
y el hombre y entre los propios hombres que en su vida han sido 
capaces de amar.
Esto, naturalmente, no se debe malentender: no somos nosotros los 
que, con nuestro obrar, "construimos" el paraíso. La vida humana 
sigue siendo fragmentaria, inacabada e imposible de completarse en 
la historia. La maduración en el amor sólo se realiza, en el mejor de 
los casos, de una manera parcial. Cuando llega a su término el tiempo 
de nuestra vida, en ninguno de nosotros puede recogerse el fruto 
maduro del amor. Por eso la muerte llega siempre demasiado pronto; 
mejor dicho: en última instancia, la muerte pone de manifiesto que por 
nosotros mismos no somos capaces de completar la vida y darle 
plenitud de sentido. Por consiguiente, aquel que en la muerte llega a 
Dios no es -por expresarlo mediante una imagen- un «ladrillo» que se 
ha formado a lo largo de la historia para servir a la edificación de la 
ciudad celeste de Dios, sino que es un preludio ejecutado a través del 
amor, un abrirse, un recipiente abierto de par en par, susceptible de 
ser colmado por la plenitud de Dios.

«Cuando muera,
Señor, vengo a ti porque he arado el campo 
en tu nombre. Tuya es la cosecha.

Yo he creado este cirio. A ti te toca encenderlo.

Yo he construido este templo. A ti te toca habitar su silencio...
Yo he formado un hombre de acuerdo 
con tus divinas lineas maestras, 
para que pueda caminar. 
A ti te toca hacer uso de este vehículo, 
si ello sirve para glorificarte».
(A. de ·Saint-Exupéry-A) 

La plena realización es y sigue siendo, pues, un don de Dios del 
que no es posible disponer; un don que tiene ciertamente necesidad 
de un "vehículo", y por eso presupone y lleva a su consumación todo 
lo que ha sido realizado en la historia.

7. ¿La muerte como última decisión? 
Si la muerte llega siempre demasiado pronto, si es propio de la vida 
humana el que no pueda hallar plenitud de sentido en la historia 
misma, entonces resulta extraordinariamente problemática la idea de 
la decisión final, que en los últimos años ha sido afirmada por una 
serie de filósofos y teólogos. Dicha hipótesis sostiene que en la 
muerte el hombre toma una decisión libre y personal, en la que se 
resume toda su vida, en favor o en contra de Dios. Con esta decisión 
consigue el hombre su propia realización, toma definitivamente 
posesión de sí mismo como persona. Por eso la muerte es «el acto 
supremo del hombre, en el que libremente da a su propia existencia el 
cumplimiento definitivo» (K. ·Rahner-K). Mientras que en la historia el 
hombre siempre se realiza únicamente en la sucesión fragmentaria del 
tiempo y en las parciales, ambiguas y oscuras condiciones del 
entramado de actividad y pasividad, en la muerte se abre «la 
posibilidad del primer acto plenamente personal del hombre; la muerte 
es, pues, el lugar ontológicamente privilegiado de la adquisición de la 
conciencia, de la libertad, del encuentro con Dios y de la decisión 
sobre el destino eterno» (L. ·Boros-L).
Esta hipótesis ha encontrado un fuerte eco en muchos cristianos, 
sobre todo porque, dado el presupuesto de que dicha decisión final se 
toma en la muerte, ha parecido que ofrece también una plausible 
posibilidad de salvación a los niños, a los disminuidos mentales, a las 
personas no evangelizadas y a todos cuantos mueren en pecado 
mortal.
Sin embargo, yo considero errónea esta hipótesis. No sólo porque 
afirma algo que escapa completamente a nuestra experiencia, sino 
también, y sobre todo, porque atribuye al hombre algo que se sitúa 
más allá de la forma concreta de su vida, a saber, la posibilidad de 
una decisión libre que le es escamoteada a la existencia histórica y 
lleva a la vida humana a la plenitud de sentido ("decisión plenamente 
personal"). De este modo, viene a concentrarse en la muerte el acto 
vital decisivo, de manera que, frente a ella, todas las vicisitudes de la 
vida pierden su significado. Y al mismo tiempo se pone en entredicho 
la certeza de que el hombre jamas encuentra su identidad, la plenitud 
de sentido de su vida, en virtud de la libertad, sino única y 
exclusivamente como un don de Dios.
Para hacer resaltar la posibilidad de salvación para los niños no 
bautizados, para los disminuidos mentales y para los no 
evangelizados; para dar aún una posibilidad más en Dios a quien ha 
muerto en evidente falta de fe o en pecado mortal; para dar incluso a 
nosotros mismos, que por lo general vivimos nuestra existencia 
cristiana en una gris mediocridad, la perspectiva de un último y 
«radical» acto de fe, no es precisa ninguna hipótesis. La salvación de 
todos los hombres no depende de una hipótesis, sino de la inequívoca 
promesa del Evangelio de que la salvación de Dios es gracia libre y 
aun los "obreros de la última hora" recibirán su «salario».
Podemos concluir, pues, que no es en la muerte, sino en la vida 
misma, donde el hombre debe alcanzar la madurez del amor, a fin de 
que llegue a ser un vehículo capaz de acoger las promesas de Dios, 
de las que está escrito: «lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al 
corazón del hombre llegó, (es) lo que Dios preparó para los que le 
aman» (1 Cor 2, 9).

GISBERT-GRESHAKE
MAS FUERTE QUE LA MUERTE
LECTURA ESPERANZADA DE LOS "NOVISIMOS"
Sal Terrae Col. ALCANCE 21 Santander-1981. .Págs. 75-109