LA MUERTE, FRACASO Y PLENITUD


Juan Luis RUIZ DE LA PEÑA


«Si Dios es quien dice ser, si Dios es el amigo fiel del hombre, si Dios ha 
creado al hombre por amor y para la vida, Dios no puede ser vencido por la muerte ni puede contemplar impasible la muerte de su amigo». 

¿Qué piensa el hombre de nuestros días sobre la muerte? ¿Cómo 
la afronta? ¿En qué medida se siente cuestionado por ella? ¿Con qué 
respuestas cuenta para establecer su sentido? De esto es de lo que 
les querría hablar hoy dentro de este ciclo sobre «El hombre y el 
Absoluto». 
La muerte está siendo objeto de represión, de maquillaje, de 
enmascaramiento, de silencio, de sublimación, de glorificación, pero 
en cualquier caso esta ahí omnipresente y humana, humana hasta el 
punto de que alguien que sabe mucho de esto y que ha escrito un 
precioso libro sobre el tema, Edgar Morin, ha escrito que ella 
diversifica al hombre del animal más nítidamente todavía que el 
utensilio, el cerebro o el lenguaje. Nada tiene de extraño, por tanto, 
que, tras un breve paréntesis de olvido sistemático, filósofos y 
antropólogos le concedan hoy de nuevo un rango de honor en sus 
reflexiones. 
Pero con un sesgo distinto del que venía siendo habitual: el 
discurso actual sobre la muerte se ha desvinculado del discurso sobre 
la inmortalidad. En realidad, la filosofía de la muerte ha sido 
tradicionalmente una filosofía sobre la inmortalidad, no sobre la 
muerte. Pues bien, en nuestros días asistimos al nacimiento de un 
discurso sobre la muerte en el que ésta es abordada en sí misma y 
por sí misma o en su relación con la vida, y no como simple 
propedéutica o pórtico de una eventual sobre-vida o de una presunta 
inmortalidad. 
De ahí -muy brevemente y a modo de introducción- quisiera tomar 
el punto de partida para esta charla: de la ruptura que introduce 
Feuerbach entre muerte e inmortalidad y de la recuperación de esa 
idea con M. Scheler. A partir de ahí querría intentar una síntesis de lo 
que la reflexión contemporánea está dando de sí en su indagación 
sobre el tema que nos reúne. No voy a referirme, por tanto, a un 
aspecto tan importante de la cuestión como es la actitud 
sociológicamente imperante hoy ante la muerte. Baste señalar 
únicamente la atención preferente que los profesionales del 
pensamiento le vienen dedicando al tema, en contraste con el 
desentendimiento que parece reinar a nivel de calle sobre la cuestión. 
Tampoco me referirá a la respuesta cristiana al problema, esa 
respuesta que el credo enuncia al final con las palabras «espero la 
resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro». Solamente al 
final haré una brevísima alusión a ella, como término de mi exposición. 


Quiebra de la idea de inmortalidad
En el patrimonio cultural que Occidente recibió de los griegos 
figuraba, y por cierto en un lugar muy destacado, la creencia en la 
inmortalidad. Esta creencia dominó durante al menos dieciocho siglos, 
salvo raras y secundarias excepciones. Este consenso secular se 
rompe en el siglo XIX por obra sobre todo de Feuerbach y de la 
izquierda hegeliana, la izquierda materialista. Esa ruptura alcanza en 
nuestros días proporciones espectaculares. El hombre actual es 
prevalentemente escéptico con respecto a la posibilidad de sobrevivir 
a la muerte. 
Estadísticas al canto, aunque no sean muy recientes: en Inglaterra 
la mitad de la población, según encuesta realizada en 1955, no creía 
en ninguna forma de supervivencia; en Estados Unidos (la encuesta 
data de 1959) sólo un 55% se inclinaba por la admisión de una vida 
después de la muerte; un 43% en Francia dice creer en Dios y no 
creer en la supervivencia (datos de 1961); un 58% en Alemania 
Federal (datos de 1968); un 62% en Inglaterra (datos también del 68); 
un 30% en Estados Unidos (datos de 1973)... Las cifras son aún más 
sorprendentes si se tiene en cuenta que muchos de los que confiesan 
creer en Dios dicen no creer en la supervivencia. Habría que 
preguntarles entonces en qué Dios creen o qué Dios puede ser 
creíble en este caso. 
¿Por qué camino se ha accedido a esta quiebra de la idea de 
inmortalidad y qué juicio de valor merece esta quiebra? 
Para Feuerbach, la tesis de la inmortalidad reposa sobre un 
dualismo antropológico, alma-cuerpo, inaceptable desde la óptica 
materialista, no sólo por la radical incompatibilidad de esta óptica con 
la afirmación de una entidad espiritual cualquiera, sino -y sobre todo- 
porque el antedicho dualismo alma-cuerpo entraña otro dualismo, un 
dualismo ético. Al binomio alma-cuerpo correspondería el binomio 
cielo-tierra, con la consiguiente depreciación de ésta (la tierra), en 
favor de aquél (el cielo). 
En un pasaje de su obra más conocida e importante, La esencia del 
cristianismo, dice nuestro autor: «Si mi alma pertenece al cielo, ¿por 
qué debo yo, cómo puedo yo pertenecer con el cuerpo a la tierra?». 
La inmortalidad del alma funcionaría entonces como piadosa coartada 
para los evasionismos de distinto tipo. Si se quiere devolver al hombre 
el gusto por la tierra y el coraje por la empresa de edificar la ciudad 
terrena, es preciso renunciar al cielo y, por tanto, aparcar el sueño 
inmortalista. Sólo entonces, prosigue el autor, la humanidad se 
concentrará en sí misma y en su mundo del presente. La humanidad 
-dice el texto-: ésa es la verdadera divinidad, el único sujeto de la 
auténtica inmortalidad. En otro lugar de la misma obra se lee: «Tu 
creencia en la inmortalidad es solamente verdadera y auténtica 
cuando crees en la eterna juventud de la humanidad». Por el 
contrario, el individuo singular es constitutivamente mortal, y todo el 
talento vanamente derrochado por los filósofos en probar su presunta 
supervivencia estaría mejor empleado en reconciliarlo con la limitación 
inherente a su finitud biológica y en exorcizar el temor de la muerte; 
temor gratuito, según Feuerbach, porque la muerte es, textualmente, 
un ser fantasmagórico que sólo es cuando no es, y no es cuando es. 

En esas reflexiones de Feuerbach se encuentra ya toda una serie 
de motivos anti-inmortalistas que desarrollarán más tarde el marxismo 
clásico y las ideologías materialistas en general. 
Habrán observado que el acento recae aquí no tanto sobre una 
crítica teórica de los argumentos en favor de la inmortalidad, cuanto 
sobre un interés pragmático, práctico: el de no desarraigar al hombre 
de su entorno. Es en este mundo, en esta historia, y no en la 
eternidad del más allá, donde el ser humano se logra o se malogra; y 
es el hombre-humanidad, no el hombre-individuo, el valor supremo a 
cuya realización es menester subordinar cualquier otro valor. A la 
devaluación del individuo sigue lógicamente la devaluación de la 
muerte. Sobre esto volveremos más tarde. 
La muerte es un ser fantasmagórico. Se recupera así el viejo 
raciocinio de Epicuro, que proclamaba la no coincidencia del evento 
mortal con su sujeto. Mientras existimos, la muerte no se halla con 
nosotros; cuando la muerte viene, los que no existimos somos 
nosotros. Nosotros y la muerte no coincidimos nunca; por eso la 
muerte es un ente fantasmagórico. Para Feuerbach, en suma, la 
pérdida de la fe en la inmortalidad es el supuesto previo del único 
humanismo posible y realista. 

La muerte atañe esencialmente a la vida
Scheler, nacido dos años más tarde de la muerte de Feuerbach, va 
a pensar de modo radicalmente distinto. Para él, la pérdida de la idea 
de inmortalidad responde a un proceso de deterioro de la conciencia 
que el hombre tiene de sí mismo. No se quiere saber de la propia 
inmortalidad -dice-, porque no se quiere saber de la propia muerte. Lo 
que se está negando con la negación de la supervivencia es la 
entraña y la esencia de la muerte; y, sin embargo, la muerte atañe a 
los elementos constitutivos de toda conciencia vital. Al descarnado 
«yo debo morir» se prefiere un saber de carácter general acerca de la 
muerte ajena. Nuestra sociedad ha instaurado -continúa Scheler- un 
modo de reprimir la conciencia de la muerte propia sumergiendo al 
hombre en el vértigo de una praxis para la cual sólo es real lo 
calculable, sólo es valioso lo que da seguridad. Los miembros de esta 
sociedad no saben que tienen que morir su muerte, porque 
únicamente saben que el duque de Wellington murió, que algunos 
hombres murieron, que el otro muere... Como consecuencia, se 
impone el estilo de morir como «un otro» de otro, desposeyendo así 
de todo sentido a la pregunta sobre la inmortalidad, porque se ha 
desposado de sentido a la pregunta misma sobre la muerte. 
No nos interesa en este momento indagar cómo el saber sobre la 
muerte concierne a la constitución misma de toda autoconciencia 
humana, pero sí interesa retener como válida -creo yo- la denuncia 
que Scheler hace de una sociedad que narcotiza a los que la 
componen para que desdeñen su mortalidad, porque esta pauta de 
comportamiento se ha afianzado, desde que Scheler la criticara hace 
ya más de sesenta años, en la comunidad tecnocrática de nuestros 
días hasta cristalizar en lo que se ha dado en llamar sarcásticamente 
«the americen way of death», el estilo americano de muerte. 
La negación de la muerte es hoy un dato, como acabamos de ver, 
empíricamente constatable, al menos por lo que tiene de negación de 
la inmortalidad, cuantificable incluso en las estadísticas. Habría que 
preguntarse si esta negación no es sino la afirmación invertida, 
crispada, neurótica, de una presencia que, por intolerable, no se 
quiere tematizar; una presencia censurada, a la que se opone un veto 
categórico que la impide reflejarse en la conciencia contemporánea. 
Estamos, por lo tanto, ante un doble diagnóstico: a) la idea de 
inmortalidad ha dejado de tener vigencia, porque el hombre ha 
despertado a la llamada a construir su mundo, el de este espacio y el 
de este tiempo (Feuerbach); b) la idea de inmortalidad ha caído en el 
olvido porque se ha dado en olvidar que yo tengo que morir y que 
cada cual ha de morir su propia muerte (Scheler). 
¿Cual de estos dos pronósticos se ha cumplido: el de Feuerbach o 
el de Scheler? Para responder a esta pregunta habría que distinguir. 
En lo que antes he llamado «nivel de calle», se sintoniza 
indudablemente con Feuerbach, aunque no se le conozca. En el nivel 
del pensamiento filosófico, es la posición de Scheler, naturalmente 
con matices, la que ha terminado por prevalecer. En los profesionales 
del pensamiento prevalece tomarse en serio la muerte. ¿Por qué? 
¿Por qué ha prevalecido Scheler sobre Feuerbach a ese nivel? Pues 
porque, si hay algún dato sobre el que no puede caber duda -algún 
dato antropológico, quiero decir, que no sea susceptible de 
manipulación, de camuflaje-, es el dato de la finitud del hombre. El 
hombre es un ser limitado, contingente, perecedero, caducable a 
corto plazo. El hombre es un ser finito, y esa finitud es la nota más 
abarcadora, el distintivo más infalsificable de la condición humana. De 
impedir su camuflaje se encarga la muerte. La muerte sería la 
evidencia empírica, física, brutalmente irrefutable, de esa cualidad 
metafísica de la realidad -de la realidad humana en este caso- que 
llamamos «finitud». 
Pues bien, haber puesto esto en claro de una vez por todas es el 
mérito indiscutible de la actual reflexión sobre la muerte. Se ha escrito 
en una obra reciente que nuestro siglo podría ser llamado con justeza 
un «siglo de muerte», no sólo porque en él proliferan con una 
regularidad aterradora las muertes violentamente inferidas -los 
especialistas en estadísticas sostienen que la Segunda Guerra 
Mundial produjo más muertes violentas que todas las demás guerras 
juntas-, sino también porque en él se ha reflexionado mucho y bien 
sobre la muerte. 
Seguramente ambos factores están relacionados, la proliferación de 
las muertes en el ámbito de la praxis de la vida cotidiana tenía que 
inducir la consideración de la muerte en el ámbito de la teoría, y así, 
como es bien sabido, el existencialismo hizo de este tema un asunto 
neurálgico de su reflexión antropológica; pero también, e 
inesperadamente, el sector más evolucionado del marxismo recupera 
el dato muerte como objeto de inquisición filosófica. Inesperadamente, 
porque el marxismo clásico, desde Feuerbach para acá, desdeñó 
olímpicamente el dato y lo degradó, diríamos, a puro hecho no 
merecedor de reflexión, incapaz de suscitar una reflexión filosófica. 

Las reales dimensiones de la muerte
Lo que resulta de esta detenida indagación del problema «muerte» 
es el descubrimiento de sus reales dimensiones. En este punto creo 
que se puede diseñar lo que es hoy un práctico consenso: el 
problema de la muerte no es un problema sectorial, sino un problema 
global; cuando decimos «muerte», no estamos abordando una 
cuestión marginal, sino cardinal. Efectivamente, la pregunta sobre la 
muerte desencadena toda una serie de interrogantes sobre el sentido 
de la vida y el significado de la historia; sobre la validez de los 
imperativos éticos absolutos: la justicia, la libertad, la dignidad...; 
sobre la dialéctica presente-futuro; sobre la posibilidad de la 
esperanza... La pregunta sobre la muerte es sobre todo una variante 
de la pregunta sobre la singularidad, irrepetibilidad y validez absoluta 
del individuo concreto, que es en definitiva quien la sufre, su sujeto. 
Todas estas dimensiones del problema muerte han sido tocadas con 
mayor o menor profundidad por los autores antes citados: 
existencialistas como Heidegger, Sartre, Jaspers, Marcel, etc.; 
marxistas evolucionados, neomarxistas o marxistas humanistas como 
Bloch, Garaudy, Schaff, Kolakowski, etc. Examinémoslas más 
detenidamente: 

1. La pregunta sobre la muerte es en primer lugar la pregunta sobre 
el sentido de la vida. H/SER-PARA-LA-MU: El hombre, decíamos 
antes, es finitud constitutiva. En cuanto tal, el hombre es 
ser-para-la-muerte-la ya tópica descripción heideggeriana de la 
condición humana-, y lo es en un doble sentido: ante todo, en el 
sentido biológico -en lo cual no se distingue del resto de los seres 
vivos, todos los cuales llevan la muerte incrustada en su código 
genético (la muerte es una especie de astucia de la vida para 
perpetuarse)-; pero lo es también en un sentido propio, singular: en el 
sentido que Heidegger llamaría «existencial» u «ontológico». El 
hombre es ser para la muerte en tanto en cuanto que él, y sólo él, no 
sólo muere, sino que sabe que muere. En el resto de los seres vivos, 
decía Heidegger, se da la pura facticidad del expirar, se da el deceso 
como hecho biológico, pero no se da esta interna ordenación hacia la 
muerte que se da en el hombre por su conciencia anticipatoria del 
hecho mismo de tener que morir. 
Siendo ser para la muerte en este doble sentido -el biológico y el 
existencial u ontológico-, la vida del hombre tendrá significación en la 
medida en que lo tenga su muerte. Y viceversa, una muerte sin 
sentido, una muerte insensata, contagiará restrospectivamente de su 
insensatez a la vida. 
En este punto, la reflexión de Sartre es de una enorme lucidez. 
Realmente, si el hombre es ser para la muerte -le dice Sartre a 
Heidegger-, y la muerte no es sino asomarse a la nada, a la cara 
vacía de la nada, entonces el hombre es ser para la nada; es decir, el 
hombre es una pasión inútil. Por lo tanto, parece que no se puede dar 
respuesta a la pregunta por el sentido de la vida mientras no se 
esclarezca de algún modo el sentido de la muerte, dado que hemos 
convenido en que el sentido de la vida era para la muerte, o estaba 
ordenada hacia ella. Entre tanto se encuentra ese sentido de la 
muerte, deberíamos demandarnos con un teórico marxista, el famoso 
filósofo polaco Adam Schaff: «¿para qué todo esto, si al fin hemos de 
morir?». 

2. En segundo lugar, la pregunta por la muerte es la pregunta por el 
significado de la historia. Aquí es donde el marxismo heterodoxo ha 
aportado el correctivo más fuerte a la teoría clásica del marxismo 
sobre la muerte. No es posible encerrar la muerte en el recinto de lo 
que atañe sólo a los individuos; no es lícito difamar la preocupación 
que suscita la muerte, calificándola de egocentrismo inmaduro, de 
falta de conciencia de clase, de deformación pequeño-burguesa, de 
fijación neurótica, etc., porque, como ya había recordado Engels en 
su dialéctica de la naturaleza, la muerte del individuo es índice de la 
mortalidad de la especie; la mortalidad microscópica es reflejo 
localizado de una mortalidad macroscópica que constituye la 
atmósfera en que se mueve y respira todo lo que vive. No mueren 
sólo los individuos: mueren también los individuos; pero mueren 
porque pertenecen a una especie mortal. Los individuos son mortales, 
las culturas son mortales, las naciones son mortales, la humanidad es 
mortal..., y por eso la muerte concreta, singular, de Fulano de Tal 
debe ser situada en el horizonte de lo que Engels llamaba la «muerte 
total». Más concretamente, la finitud del hombre concreto-singular es 
presagio, preaviso, de la finitud de lo humano, de todo lo humano, es 
decir, de la humanidad y del mundo humanizado por el hombre. 
Con lo cual, lo que se pregunta de inmediato es: ¿cuál es el sentido 
último de la aventura humana en el mundo?; ¿qué es lo que 
prevalece al término del proceso histórico: el hombre dominando la 
naturaleza por vía de la racionalidad dialéctica, como pensaba Marx, o 
la naturaleza engullendo al hombre por vía de la necesidad biológica 
que se ejecuta sumarísimamente en la mortalidad de cada cual? Lo 
que parece prevalecer a fin de cuentas, si no se encuentra respuesta 
al tema de la muerte, es el cosmos sobre el logos, la naturaleza sobre 
el hombre, y no el hombre sobre la naturaleza. 

3. En tercer lugar, la pregunta sobre la muerte es la pregunta sobre 
los imperativos éticos absolutos: los imperativos de justicia, de 
libertad, de dignidad... ¿Es posible atribuir estos valores absolutos a 
sujetos contingentes? Si un hombre tratado injustamente muere para 
quedar muerto, ¿cómo se le hace justicia?, preguntaría Horkheimer; y 
si no se le puede hacer justicia a él, ¿con qué derecho puedo exigir 
yo que se me haga justicia a mi? ¿Cómo se devuelve la libertad y la 
dignidad a los tratados como esclavos si realmente ya no son más, 
porque han dejado de ser total e irrevocablemente? Son estos 
interrogantes los que mueven a Garaudy, a los posmarxistas de la 
escuela de Frankfurt (Adorno, Horkheimer, Benjamín), etc., a asentar 
lo que Garaudy llama el «postulado de la resurrección». 
La opción revolucionaria, dice Garaudy, implica el postulado de la 
resurrección. ¿Cómo puedo yo ofrecer éticamente un mundo nuevo 
para todos si no ofrezco a todos una oportunidad para disfrutar de 
ese mundo? Por lo tanto, esa ética de la revolución que postula la 
justicia universal, la libertad universal, tiene que operar con el 
supuesto previo de la resurrección. (Otra cosa es que después, 
cuando Garaudy se pone a explicar lo que entiende por 
«resurrección», su explicación nos deje a los cristianos más bien 
insatisfechos. Este es ya otro asunto). 

4. En cuarto lugar, la pregunta sobre la muerte es la pregunta sobre 
la dialéctica presente-futuro, uno de los temas favoritos del marxismo 
clásico. Vivimos en un presente poco acogedor, inhóspito, dominado 
por la alienación, un presente que es reino de la contradicción; y por 
eso soñamos con un futuro que sea lo que Bloch llamaba «reino de la 
identidad». Pero entre el presente que sufrimos y el futuro que 
soñamos se intercala una ruptura, la sima «muerte». ¿Es posible 
franquear esa sima, tender un puente por el que podamos transitar 
del presente al futuro? ¿Es posible que los contenidos de futuro 
alcancen también al presente, o habrá que resignarse a considerar el 
presente como medio y a sacrificarlo a un futuro considerado como 
fin? El papel de las generaciones intermedias -y, mientras no se diga 
lo contrario, todos somos generaciones intermedias, salvo la presunta 
última generación- ¿habrá de ser el de servir únicamente de 
andamiaje o de material de derribo para la generación escatológica? 

5. En quinto lugar, la pregunta sobre la muerte es la pregunta sobre 
el sujeto de la esperanza. ¿Quién puede conjugar el verbo esperar? 
¿Posee esperanza el individuo concreto, singular, o es más bien la 
esperanza de la especie, como insinuaba de alguna manera 
Feuerbach? ¿Tenemos esperanza las generaciones intermedias, o 
somos más bien lo que permite contemplar con esperanza a la 
generación escatológica? Ser esperanza para otros no es igual que 
tener esperanza. Una cosa es ser sujeto de esperanza propia, y otra 
ser objeto de la esperanza ajena. ¿Quién conjuga aquí el verbo 
«esperar» con sentido? Cuando se dice que tenemos que 
sacrificarnos por un mundo mejor para nuestros hijos -apunta Schaff-, 
cuando en las reuniones de partido se pedía a los militantes que se 
sacrificaran por las generaciones futuras, lo único que se lograba era 
quitarles a nuestros militantes las ganas de tener hijos. 

6. En fin, la pregunta sobre la muerte es una variante de la 
pregunta sobre la persona, sobre la densidad, la irrepetibilidad y el 
valor absoluto de quien la sufre. La cuestión radical que plantea la 
muerte podría formularse más o menos así: «¿Es o no es todo 
hombre un hecho irrevocable, irreversible?» Si lo es, este hecho no 
puede ser pura y simplemente succionado por la nada. Si no lo es, si 
también el hombre pasa como pasan los demás hechos, entonces no 
habría por qué tratarlo con tantas contemplaciones: la realidad 
«persona» es una ficción especulativa y debe ser reabsorbida en esa 
otra realidad omnipresente que llamamos «naturaleza». Entonces, 
obviamente, la muerte es un fenómeno banal, como es banal la caída 
de la hoja en otoño. A nadie se le ocurre filosofar sobre la caída de la 
hoja en otoño, la filosofía podría haberse ahorrado el tiempo que le 
ha venido dedicando a ese tema. En suma, la envergadura que se 
reconozca a la muerte está en razón directa de la que se reconozca a 
su sujeto paciente. La minimización de la muerte es el índice revelador 
de la minimización del individuo mortal. Y viceversa, una ideología que 
trivialice al individuo trivializará la muerte. Por el contrario, si la muerte 
es captada como problema, es porque el hombre es captado como 
valor; porque el hombre se sabe más que un puro hecho; porque el 
hombre trasciende la facticidad del hecho bruto. Entonces sí; 
entonces la muerte es problema. 
Kolakowski, otro teórico posmarxista, dirá en una frase difícilmente 
mejorable que, si el hombre es un valor absoluto, entonces la muerte 
de un hombre es una tragedia absoluta, y el mundo, cuando muere un 
hombre, es distinto y ha perdido algo supremamente valioso. 

El discurso trans-racional sobre la muerte
Como puede verse, las preguntas se han multiplicado, y es dudoso 
que un discurso puramente racional esté en disposición de dar las 
respuestas adecuadas. Los que ofertan hoy respuestas a estas 
preguntas lo hacen desde lo que algunos de ellos llaman el «discurso 
transracional», es decir, un discurso más meta-religioso que filosófico 
o científico. Para los autores que optan por respuestas positivas a 
estas series de preguntas que hemos planteado, las cosas parecen 
presentarse así: la muerte es necesaria por vía de hecho y parece 
imposible por vía de razón, puesto que conduce al absurdo, y la razón 
recusa el absurdo. Entonces la victoria sobre la muerte sería 
necesaria por vía de razón, aunque parezca imposible por vía de 
hecho. 
El espíritu oscila indefinidamente entre estos dos polos: necesidad 
de la muerte y necesidad de una victoria sobre la muerte. La razón 
por sí sola no alcanza a despejar esta ambigüedad, porque una y otra 
vez se da de bruces con el espesor del hecho opaco, compacto, 
impenetrable, del tener que morir. Unamuno, obsesionado desde 
siempre con este asunto, expresaba esta perplejidad bellamente 
cuando escribía aquello de que «ni el sentimiento logra hacer del 
consuelo una verdad, ni la razón logra hacer de la verdad un 
consuelo». ¿Qué resta entonces? Resta la esperanza; la esperanza, 
que -notémoslo bien- sería imposible si la aniquilación o la sobre-vida 
fuesen certezas racionales. La esperanza es posible justamente 
porque ninguna de las dos alternativas se impone apodícticamente 
sobre su contraria. En este punto, dice Bloch citando a Montaigne, la 
única postura sensata es la de el gran «peuttre». Me voy al gran 
«quizás», decía Montaigne moribundo. 
Junto a la esperanza, y provocada por ella, queda también otra 
cosa: queda la idea de trascendencia. 
Es realmente sorprendente -y tal vez sea éste uno de los 
fenómenos más llamativos de la actual filosofía- la recuperación de la 
idea de trascendencia. Explícitamente nombrada por existencialistas 
como Jaspers o Marcel e implícitamente intuida por el último 
Heidegger; explícitamente nombrada por marxistas como Bloch o 
Garaudy y explícitamente nombrada también por posmarxistas como 
Horkheimer o Adorno, la idea de trascendencia aparece hoy como la 
alternativa a la idea de la muerte. Pero por «trascendencia» ya no se 
entiende -al menos no necesariamente- lo que entendía la tradición 
filosófico-teológica clásica. Este concepto se ha hecho más fluido, 
más genérico. 
Con la idea de trascendencia se expresa hoy, y cito palabras de 
Bloch, el anhelo de un «non omnis confundar», de un «no 
desapareceré enteramente»; el voto esperanzado de que el núcleo 
auténtico de lo humano no se extinga para siempre con la muerte de 
su sujeto; la confianza de que, a la postre, el SER, con mayúsculas, 
prevalezca sobre la nada. Pero, claro, admitida esta apelación a la 
trascendencia, surge inapelablemente la cuestión crítica: ¿quién será 
el beneficiario concreto de esta trascendencia: el ser con mayúsculas, 
del que hablaba Heidegger como destino del ente; el «homo 
revelatus», que dice Bloch, el hombre revelado finalmente que 
sucederá al «homo absconditus», al hombre que se gesta ahora; el 
revolucionario triunfante con conciencia de clase, del que hablaba 
Garaudy? 
Todos estos sujetos de una presunta victoria sobre la muerte, de 
una presunta trascendencia, tienen unas señas precisas de identidad 
personal, tienen un rostro, un nombre, y éste es el punto más oscuro 
de los modernos discursos sobre la muerte, de las modernas 
tanatologías. Se tiene la impresión, en estos autores, de que el 
modelo de inmortalidad espiritualista, desencarnada, individualista, 
etc., los inhibe de alguna manera, los coarta; parecen tener miedo a 
dar el paso a una neta afirmación de inmortalidad personal, porque 
piensan que esa afirmación conllevaría la subjetividad solipsista, 
individualista, desencarnada, del alma inmortal, sola. Salvo, 
naturalmente, la excepción -aquí gloriosa excepción- de Gabriel 
Marcel, que, como cristiano confesante, ha sabido captar que la 
victoria del yo personal sobre la muerte se funda en una comunión y 
participación de vida interpersonal; se funda, en el fondo, en el 
misterio del amor y, por lo tanto, se libra de esa egolatría 
individualista, de ese solipsismo egocéntrico de las antiguas teorías 
de una inmortalidad del alma solamente individual. 
Situados en este plano, estamos ya, como es fácil comprender, en 
el umbral del discurso estrictamente teológico, según el cual la 
dialéctica muerte-inmortalidad, sobre la que hemos venido 
discurriendo, se sustancia, no en el ámbito de la naturaleza ni como 
presunta conclusión de un silogismo, sino en el ámbito de la historia, 
en el dialogo interpersonal Dios-hombre. Dicho con otras palabras -y 
con esto termino-, la respuesta cristiana al problema, a la pregunta 
sobre la muerte, se expresa con la categoría «resurrección de los 
muertos». No con la categoría «inmortalidad», ni mucho menos con la 
categoría «reencarnación», sino con la inédita categoría 
«resurrección». 
Al decir «resurrección», la Biblia no habla de una salvación 
espiritualista del alma sola, de una salvación individualista del yo 
singular solo, de una salvación desmundanizada o acósmica de la 
humanidad sola. Al decir «resurrección», la Sagrada Escritura habla 
de una salvación, en primer lugar, del hombre entero, cuerpo y alma; 
y en segundo lugar, de la comunidad humana. El concepto de 
resurrección, en Pablo por ejemplo, es un concepto no solo corpóreo, 
sino también corporativo y cósmico. A la humanidad resucitada 
corresponderá un cosmos transfigurado. La fe cristiana cree esto, 
porque no cree que la historia pueda rescatar a sus muertos ni que el 
hombre pueda salvarse a sí mismo; pero, por otra parte, sí cree que 
hay salvación para el hombre y para la historia. 
Así pues, de tejas abajo, para los creyentes la muerte es irrefutable, 
le quita al hombre el ser y, por consiguiente, le quita también la 
palabra. La muerte es muda y hace mudos, ha dicho alguien; el 
hombre se queda sin respuesta ante ella. Si alguna respuesta hay, 
debe venir no del hombre. sino de Dios. En efecto, la fe 
resurreccionista ha surgido en la Biblia como una explanación, como 
una extrapolación del concepto «Dios», como un despliegue de la 
identidad de Dios. Dios es un Dios de vivos, dirá Jesús a los saduceos 
en la famosa polémica sobre la resurrección. Ignoráis quien es Dios, y 
por eso negáis la resurrección. Dios es un Dios de vivos. 
La muerte del hombre pone en crisis al hombre, evidentemente, 
pero también pone en crisis la identidad de Dios. Si Dios es el que 
dice ser; si Dios es el amigo fiel del hombre, el Padre benevolente y 
misericordioso; si Dios ha creado al hombre por amor, entonces lo ha 
creado para la vida; y ese Dios no puede ser vencido por la muerte ni 
puede contemplar impasible la muerte de su amigo. La muerte del 
hombre interpela la identidad de Dios, y la respuesta de Dios a esa 
interpelación es la resurrección del hombre. 
Recordar por último que la fe resurreccionista ha surgido en un 
contexto martirial (2 Mac 7; Daniel 12 y, sobre todo, Cristo: el mártir 
por antonomasia y el resucitado por antonomasia). La idea de 
resurrección tiene, pues, mucho que ver con la idea de reivindicación 
del justo inicuamente perseguido, de rehabilitación de la causa 
aparentemente perdida. En suma, la fe en la resurrección puede y 
debe testificarse por la comunidad cristiana no sólo como esperanza 
personal en una victoria sobre la muerte, sino también como la 
confianza en que la utopía de la justicia y la libertad universales no es 
un utopismo, sino que es un sueño posible que algún día será 
realidad. Los cristianos creemos que el hombre muere no para quedar 
muerto, sino, como Cristo, para resucitar. Y resucitar para la vida, 
para una vida interminable porque es una vida procedente del amor. 
Ésta es en verdad la última palabra sobre la condición humana: no el 
fracaso de la muerte, sino la plenitud de una vida que, habiendo 
surgido del amor, es más fuerte que todo, más fuerte incluso que la 
propia muerte. 

J. L. RUIZ DE LA PEÑA
SAL TERRAE 1997/02. Págs. 91-103 

........................
*Transcripción de una conferencia pronunciada por Juan Luis Ruiz de la Peña 
en el Colegio Mayor «Santa María de Roncesvalles». Pamplona.