APORTACIÓN BÍBLICA


por ÁNGEL GONZÁLEZ NÚÑEZ


EL TEMA 
Sobre la vida y la muerte atesora la Biblia variadas y hondas 
experiencias. El tema presenta desafíos, primeramente, por su 
extensión. Es uno de sus grandes temas, en los libros narrativos, que, 
en sus relatos de tipo biográfico y en las grandes versiones de la 
historia humana, nos hace ver sus aspectos más fácticos y externos; 
en los libros poéticos y sapienciales, que nos revelan el lado 
emocional y el reflexivo; y en los libros visionarios, proféticos y 
escatológicos, que orientan la atención a más allá del espacio y del 
tiempo. El tema conduce al lector desde la creación hasta la 
apocalipsis, de la protología a la escatología. El nuevo testamento gira 
enteramente en torno a la resurrección, la victoria definitiva de la vida 
sobre la muerte.
Pero, si uno se ve desbordado por la amplitud de los materiales, se 
sentirá quizá desconcertado por el modo del tratamiento. Vida y 
muerte aparecen enfocados en diversos sentidos o en niveles 
diversos. Es la suerte natural del ser viviente, del nacer al morir; es la 
realización moral de la persona, que cumple o no con lo que el ideal 
humano espera de ella; es el destino y la suerte eterna, de salvación 
o de condenación. Esos planos se relacionan de diversas maneras en 
los textos: se diferencian o se confunden, colisionan o se armonizan.
A nosotros nos es imprescindible desdoblar los niveles, deslindar 
los sentidos, si realmente queremos saber en dónde estamos y qué 
valor tiene en cada caso el lenguaje. Establecer un poco de orden en 
el maremagnum de los textos es, pues, la operación metódica primera, 
contando con que, en muchos casos, los sentidos se imbrican de 
modo inseparable, y sin la pretensión de aprehender todas las 
ramificaciones de un texto. Distinguiremos, por lo tanto, la vida y 
muerte natural, la moral y la escatológica, y las trataremos por 
separado. No es nuestra intención afirmar dogmas, sino comentar 
experiencias de la vida y de la muerte.
Otros factores de complejidad son todavía la evolución de los 
conceptos y los géneros literarios. En los largos siglos que cubre la 
literatura de la Biblia hay crecimiento de experiencias y variación de 
puntos de vista, cambio de formulaciones y de acentos y 
desplazamiento de ideas y creencias. Eso afecta considerablemente al 
tratamiento de nuestro tema. Los varios géneros literarios de los 
textos presentan diversos talantes, estilos e intenciones: el talante 
informativo y el comunitario, el prescriptivo y el didáctico, el 
proclamativo y el profético.
Pero la segunda operación, después de diversificar, será volver a 
integrar los planos y los sentidos, para así conseguir al fin, la imagen 
bíblica de la muerte y la vida. Por lo demás, en la experiencia del 
hombre y en su ser, esos niveles se encuentran integrados: el hombre 
es un ser natural, moral y abierto al infinito.
En cada uno de los niveles tendremos que preguntarnos qué son 
allí la vida y la muerte y cómo se compaginan la una con la otra. En 
cada paso dado debemos comprobar cómo se armonizan los diversos 
niveles y cómo repercuten los unos en los otros.
Habrá algunos que digan que el tema es muy sencillo: la muerte 
como problema tiene la resurrección como respuesta. Pero esa tan 
simple sencillez es engañosa: requiere muchos supuestos y sólo es 
válida para algunos. Y aun para los que vale, es una respuesta 
compleja y misteriosa. Porque ¿qué es la resurrección? El lenguaje 
sobre la muerte y la vida, a veces, en lugar de expresar, parece que 
oculta. Lo cual se debe seguramente al desafío que esas realidades 
plantean al lenguaje. Aun en los planos más sencillos queda algo que 
el lenguaje no puede aprehender.
El título de nuestro tema podría concentrarnos en el acto mismo de 
vivir el morir. Pero, realmente, la Biblia no abunda en contar agonías. 
De lo que verdaderamente se interesa es de la vida y la muerte como 
realidades sustantivas, duraderas. Así, la muerte comprende el morir, 
a la vez que la condición natural de la persona, su opción moral y su 
destino escatológico. La muerte es un componente de la vida, que 
debe contar con ella y vivirla como una más de sus muchas vivencias. 
Pero ¿cómo vivir una experiencia que es justamente lo opuesto de la 
vida? ¿Puede, a su vez, la vida penetrar en los cerrados dominios de 
la muerte?


VIDA Y MUERTE NATURALES

Qué es la muerte

En lugar de ofrecernos una explicación teórica del hecho, la Biblia 
nos sitúa en presencia del muerto: dejó de respirar; Dios retiró su 
aliento y dejó de vivir. La muerte es el cese de la vida natural de la 
persona, el final de su existencia. La vida termina en ella, le cede el 
puesto, y su implacable contrario la suplanta.
El nacer y el morir son las fronteras de la vida, una al principio y 
otra al fin (Ecl 3, 2). La vida se define como la aventura que corre 
entre los dos hechos, dos actos esenciales de su definición, como lo 
son comprensiblemente los lindes de cada cosa. Se dice que «el amor 
es más fuerte que la muerte» (/Ct/08/06), seguramente porque el 
amor es la vida en plenitud y la muerte su vaciamiento.
Entre las dos es la primera la que tiene la primacía.
El que muere es el hombre, definido de muchas maneras por las 
muchas antropologías. En contraste con la definición platónica del 
hombre, que le ve como un espíritu encarnado, la Biblia lo conoce 
como un cuerpo animado. Sus actividades espirituales emanan del 
cuerpo mismo. Con el cese de la animación muere el todo. No hay 
nada en él que pueda eludir la muerte, ni el cuerpo ni ese aliento 
impersonal que es espíritu. El hombre es todo cuerpo y todo espíritu, 
y la muerte lo alcanza todo, acabando con la persona.

El árbol tiene una esperanza:
aunque lo corten vuelve a brotar
y sigue echando renuevos...
Pero muere el hombre y queda inerte,
¿a dónde va cuando expira? (Job 14, 7.10)

¿Qué sucede cuando uno muere? Nadie tiene experiencia directa, 
hasta que él mismo llega a ese momento; y entonces pocos habrá que 
lo entiendan, lo vivan conscientemente, y, en todo caso, no le será 
fácil expresar lo que acontece en el centro de su persona. Morir es 
seguramente algo único, inefable, incomunicable. Pero antes que 
llegue ese momento, el hombre ya tuvo experiencia de lo que es 
desvivir, a lo largo de toda la vida. Desde fuera del trance vienen 
datos que intentan decir en qué consiste. La Biblia dirá escuetamente 
que, al retirarle Dios el aliento, el hombre se reintegra a la tierra.

Si Dios decidiere recuperar su espíritu y su aliento,
al instante los seres vivientes morirían,
volverían de nuevo al polvo (Job 34, 14 s).

Todos van al mismo lugar:
todos vienen del polvo
y todos vuelven a él (Ecl 3, 20).

Antes que el polvo vuelva a la tierra de donde vino
y el espíritu vuelva a Dios que lo dio (Ecl 12, 7).

Jesús dio otro fuerte grito
y exhaló el espíritu (Mt 28, 50).


Lo sabido sobre la muerte

A la luz de su observación, el hombre bíblico, como todos los 
hombres, tuvo buena experiencia de la muerte: hizo constataciones, 
consiguió evidencias y sacó conclusiones. Quizá la fundamental de 
toda ellas es que el hombre es mortal, un ser vivo inexorablemente 
avocado a la muerte. La conclusión la confirma, día tras día, el desfile 
de los que mueren. Nadie oculta sus muertos; se muere a la vista de 
todos, y así se puede observar el hecho y el modo. Consciente de su 
finitud, el hombre contempla la muerte como el fin natural de su 
proceso biológico y de su aventura biográfica. El que mantenga los 
ojos abiertos podrá recorrer con luz el túnel de esa hora.
El capitulo primero de la historia del hombre en la Biblia se escribe 
con una lista de descendientes de Adán, en la que se anota de cada 
uno los años que vivió, los hijos que engendró y el dato indefectible «y 
murió» (Gn 5).

Mi aliento no permanecerá para siempre en el hombre
que es de carne mortal (Gn 6, 3).

Todos hemos de morir:
Somos agua derramada en tierra
que ya no se puede recoger (11 Sm 14, 14).

(Son vanos los que pretenden):
Hemos firmado un pacto con la muerte,
una alianza con el abismo (Is 28, 15).

Ya sé que me devuelves a la muerte,
donde se dan cita todos los vivientes (Job 30, 23).

El hombre no es dueño de su vida
ni puede retener su aliento (Ecl 8, 8).

No presumas ante un muerto,
recuerda que todos moriremos (Eclo 8, 7).

No temas tu sentencia de muerte,
recuerda a los que te precedieron y a los que te seguirán.
Es el destino asignado a todos los vivientes (Eclo 41, 3 s).

Toda carne es como hierba,
como flor del campo su encanto (IS 40, 6).

Es de todos sabido que la muerte tiene su tiempo y su hora. «Hay 
un tiempo de nacer y un tiempo de morir» (Ecl 3, 2). Pero esa hora es 
incierta: el hombre no es dueño de ella «ni adivina el momento» (Ecl 
9,12); lo más seguro es que le pille por sorpresa.
Insensato, esta noche te reclamará la vida (Lc 12, 20). Lo cierto es 
que esa hora llegará temprano, en seguida, velozmente: la vida es 
efímera.

Mis días corren más que un correo...
se deslizan como lanchas de papiro,
como águila que se lanza sobre la presa (Job 9, 25 s).

Mis días corren más que una lanzadera...
Recuerda que mi vida es un soplo (Job 7, 6 s).

El hombre nacido de mujer
tiene la vida corta (Job 14, 1).

Mis días son una sombra que se alarga,
me voy secando como la hierba (Sal 102, 12).

Los días del hombre están contados:
es mucho si llega a cien años (Eclo 18, 9).

El hombre es un soplo fugaz, una sombra que pasa:
se afana por cosas fugaces,
atesora y no sabe quien lo ha de recoger (Sal 39, 8).

Con esas características, el inexorable destino de la muerte pone 
en la vida miedo y amargura. El hombre se está preguntando cómo se 
enfrentará en su hora con la muerte. En realidad ya lo está haciendo 
a lo largo de toda la vida. La muerte se hace vivir adelantada, 
haciendo gustar la nada y asistir a la pérdida de la propia identidad.

Prototipo de pesadilla es la espera angustiosa
del día de la muerte» (Eclo 40, 2).

Agag, rey de Amalec, lucha por sobreponerse a su angustia
«Parece que pasó la amargura de la muerte» (I Sm 15, 32).

Uno llega a la muerte sin un achaque....
otro muere lleno de amargura (Job 21, 23.25).

Me envolvían redes de muerte,
me atrapaban los lazos del abismo (Sal 116, 3).

Me han arrojado vivo en un pozo
que taparon con piedras (Lm 3, 53).

(Jesús en Getsemaní:) Padre mío,
si es posible, que pase de mí este trago (Mt 26, 39).

En los días de su vida mortal ofreció sacrificios
y súplicas, a gritos y con lágrimas, al que podía salvarlo
de la muerte (Hbr 5, 7).

Circunstancias más dolorosas

Uno de los aspectos penosos de la muerte es la pérdida de todo lo 
que se ha adquirido en la vida.

Como salió desnudo del vientre de su madre,
así volverá allí
y nada se llevará del trabajo de sus manos (Ecl 5, 14).

Pero más penosa todavía es la pérdida de las facultades, la idea del 
apagamiento, progresivo o repentino, de la conciencia de uno mismo: 
lo que fue. Mirando hacia ahí, desde la cercanía de la vejez, el sabio 
piensa y sentencia: «No me gusta» (Ecl 12, 1). Y el factor de más 
amargura es que ese viaje sea sin retorno.

Pasarán años contados
y emprenderé el viaje sin retorno (Job 16, 22).

Antes de que me vaya para no volver
a la tierra de tinieblas y de sombra (Job 10, 21).

Retira tu mirada para que respire,
antes de que me vaya y ya no exista (Sal 39, 14).

Circunstancia que aumenta la amargura y provoca el rechazo de la 
muerte es la de su irrupción «en medio de los días», sin que la vida se 
haya consumado ni se haya realizado el proyecto. Su Ilegada a 
destiempo priva de la plenitud que la persona alcanza en su vejez, y 
es como si viniera desde fuera, sin dar largas a familiarizarse con ella 
desde dentro.
El rey Ezequías enfermo se lamenta:

A la mitad de mis días
tengo que franquear las puertas del abismo,
me privan del resto de mis años (Is 38, 10).

Se marchitarán antes de sazón
y no volverán a verdear sus ramas (Job 15, 32).

Los traidores y sanguinarios
no cumplirán la mitad de sus años (Sal 55, 24).

No seas malvado en exceso, no seas insensato,
¿para qué morir antes de su hora? (Ecl 7, 17).

Y otra circunstancia penosa de la muerte es el morir «sin hijos», 
privado del descendiente que consuele en esa hora, que perpetúe el 
apellido y que ayude a vivir más allá de la muerte.

Abrahán: Señor, ¿de qué me sirven tus dones,
si me estoy yendo sin hijos? (Gn 15, 2).

Jacob: Mi hijo José no bajará con vosotros.
Si le sucede una desgracia en el viaje que emprendéis,
de la pena daréis con mis canas en el sepulcro (Gn 42, 38).

Oíd, en Ramá se escuchan gemidos y llanto amargo:
Es Raquel que llora inconsolable a sus hijos
que ya no están (Jr 31, 15).

(La peor de las maldiciones:)
Que su posteridad sea exterminada
y que en una generación se acabe su nombre (Sal 109, 13).


Actitudes frente a la muerte

¿Hay lugar a hacer algo ante la muerte? ¿Esperarla quizá 
pasivamente, con fatalismo y resignación? No es esa la actitud que se 
observa en los textos. El hombre es el único ser consciente de su 
muerte; su atención a los muertos es una de las señales de su 
humanización. Por eso no la mira llegar como algo ajeno o que viene 
sólo de fuera, sino que la está aguardando como suya, viviéndola 
desde dentro, convirtiéndola en acto humano. El trance le pertenece; 
él es su sujeto y ni él puede ignorarlo ni otro puede privarle de él. 
Seguramente lo habrá vivido a lo largo de toda la vida y le habrá 
sacado partido: le habrá enseñado a calibrar el valor de las cosas. 
¿Por que no ha de tener utilidad en la última hora?

Vale más visitar la casa de duelo que la casa de fiesta,
porque en eso acaba todo hombre y el vivo reflexiona...
El sabio piensa en la casa de duelo,
el necio en la casa de fiesta (Ecl 7, 2.4).

Hasta el último trance hay una oportunidad para encontrar o quizá 
para conferir un sentido a la vida. La demanda de «conocer la 
duración» no es sólo para quejarse de lo efímera que es la vida, sino 
para reforzar la decisión de tomarla en la propia mano y defenderla de 
la amenaza de la muerte que se avecina.

Señor, dame a conocer mi fin
y cuantos serán aún mis días,
a fin de que me dé cuenta de lo frágil que soy (Sal 39, 5).

Enséñanos a calcular nuestros días,
para que adquiramos un corazón sabio (Sal 90, 12).

La vida es el más valioso de los bienes: por ella el hombre lo hace 
todo y lo da todo. Así lo asevera el satán del prólogo de Job.

Por la vida el hombre da todo lo que tiene (Job 2, 4).
¿De qué le sirve a uno ganar el mundo entero,
si malogra su vida (Mt 16, 26).

El hombre monta la guardia en su defensa y la lleva hasta la última 
instancia en que alguien puede interesarse por su causa. Es lo que 
vemos hacer al hombre orante en las súplicas del salterio. Como una 
muestra de todas ellas, la antes citada de Ezequías.

Señor, recuerda que me he conducido en tu presencia
con corazón sincero e íntegro
y que he hecho lo que te agrada (11 Re 20, 3).

La solidaridad exige de todos trabajar con él en ese trance.

Libra al que llevan a matar,
no abandones al que está en peligro de muerte (Prv 24, 11).

El más horroroso de los crímenes es el del que atenta contra la 
vida, derramando la sangre. La vida seguirá denunciando 
eternamente al que la ha destruido.

A Caín: La sangre de tu hermano
grita desde la tierra (Gn 4, 10).

(Rubén, defendiendo a José:)
No derraméis su sangre...
no pongáis vuestras manos sobre el (Gn 37, 22).

Si uno derrama la sangre de un hombre,
otro derramará la suya (Gn 9, 6).

No matarás (Ex 20, 13).

Las comadronas respetaban a Dios
y en vez de hacer lo que les mandaba el rey de Egipto,
dejaban con vida a los recién nacidos (Ex 1, 17).

Sobre vosotros recaerá la sangre inocente,
derramada sobre la tierra,
desde la sangre de Abel el justo hasta la sangre de Zacarías,
al que matasteis entre el santuario y el altar (Mt 23, 35).

Pero, a veces, la vida es tan pobre que el que la vive añora Ia 
muerte. La valora como un alivio para su desesperación, un refugio 
para evasión.
Elías, camino del Horeb:

Basta, Señor; quítame la vida,
que no soy yo mejor que mis antepasados (I Re 19, 4).

Jeremías: ¿Por qué no me hizo morir en el vientre?...
¿Para qué salí del vientre, para ver penas y tormentos?
(Jr 20, 17 s).

Job: ¿Por qué no quedé muerto desde el seno?
¿Por qué no expire recién nacido? (Job 3, 11).

Ojalá quisiera Dios aniquilarme,
dejarme de su mano y aventarme (Job 6, 9).

Consideré a los que ya han muerto
más afortunados que los que todavía viven (Ecl 4, 2).

Mejor la muerte que una vida amargada,
el eterno reposo que enfermedad incurable (Eclo 30, 17).

Oh muerte, que agradable es tu sentencia
para el hombre indigente y desvalido,
para el viejo cargado de años y problemas,
para el que se rebela, perdida la esperanza (Eclo 41, 2).

Pero lo más espantoso de la muerte es cuando uno se quita la vida 
por su mano.

Judas arrojó en el templo las monedas,
se marchó y se ahorcó (Mt 27, 5).

En cambio, tiene sentido dar la vida por otros: hacerlo todo por ellos 
y en ellos asegurarse la propia continuidad. Prototipos de esto, el 
Siervo de Yavé y Jesús de Nazaret.

Por haberse entregado en lugar de los pecadores,
tendrá descendencia, prolongará sus días
y por medio de él tendrán éxito los planes de Yavé (Is 53,10).

Con dificultad se dejaría uno matar por una causa justa,
pero por una buena persona afrontaría uno la muerte.
Pero el Mesías murió por nosotros,
cuando éramos aún pecadores (Rm 5, 7 s). .

Presentándose como simple hombre,
se abajó, obedeciendo hasta la muerte (Flp 2, 8).

Celebración de la muerte

Las exequias, honras fúnebres, son el obsequio que tributan los 
vivos al que muere. Es un acto comunitario, porque la muerte es algo 
de todos: todos han de morir y el que muere es un miembro de la 
comunidad. Pero son los seres queridos los que viven la muerte más 
cerca. Seguramente no hay experiencia más honda de la muerte que 
la que se vive cuando se quiere al que se muere.
Cierto, para los enemigos la muerte puede ser motivo de alegría: es 
la inicua caricatura de la fiesta. Y es algo que preocupa ya al que va a 
morirse, como si eso reforzara el poder destructivo de la muerte.

Que no se alegren a costa mía mis traicioneros enemigos,
que no se hagan guiños los que me odian sin razón
(Sal 35, 19).

Los que buscan mi muerte me tienden trampas:
¿cuándo morirá y se perderá su apellido? (Sal 41, 6).

No te alegres de la muerte de nadie,
recuerda que todos moriremos (Eclo 8, 7).

¡Cómo han caído los héroes!...
Que no se alegren las hijas de los filisteos,
que no lo celebren las hijas de los incircuncisos
(11 Sm 1, 19 s).

La verdadera celebración del hecho de la muerte es la que hacen 
los familiares, los amigos y la misma comunidad. Con el enterramiento 
y el luto expresan al que muere su humana solidaridad, prestándole el 
obsequio de su acompañamiento y expresando el deseo del eterno 
descanso. La Biblia registra sistemáticamente esos sentimientos.

Murió Sara... y Abrahán fue a llorarla
y hacer duelo por ella (Gn 23, 2).

Murió Raquel y fue sepultada en el camino de Efrata, Belén.
Jacob levantó una estela sobre el sepulcro:
es la estela del sepulcro de Raquel que todavía existe hoy
(Gn 36, 19 s).

Los israelitas lloraron a Moisés durante treinta días,
cumpliendo con ello el tiempo del luto por un muerto
(Dt 34, 8).

Samuel había muerto y todo Israel lo había llorado
y lo habían sepultado en Ramá (I Sm 28, 3).

Hicieron duelo, llorando y ayunando hasta la tarde,
por Saúl y por su hijo Jonatán (II Sm 1, 12).

Rasgad vuestras vestiduras,
cubríos de saco y haced duelo por Abner (II Sm 3, 31).

Todo Israel hizo gran duelo por Jonatán
y lo lloró durante muchos días (I Mac 13, 26).

Tobit: Si veía a alguno de los de mi raza muerto
y abandonado tras las murallas de Nínive,
lo enterraba (Tob 1, 17).

Llora por un muerto porque perdió la luz...
Siete días dura el duelo por un muerto (Eclo 22, 11 s).

José tomó el cuerpo de Jesús, lo envolvió
en una sábana limpia y lo puso en un sepulcro nuevo
que había hecho excavar en la roca... María Magdalena
y la otra María estaban allí, sentadas frente
al sepulcro (Mt 27, 5961).


Final terrible es el de aquél que queda sin sepultura y que muere 
sin ser llorado, sin alguien que le despida y le desee el descanso. La 
soledad de esa hora pesa sobre el que muere más allá de la vida. No 
ha tenido a quien encomendársela o en quien depositar su última 
mirada. Es el encuentro absolutamente a solas con la muerte.

Grandes y pequeños morirán en esta tierra sin ser enterrados ni 
llorados; nadie se hará por ellos cortaduras ni se rasurará la cabeza; 
nadie partirá el pan con quien está de luto para consolarlo por un 
muerto; nadie le ofrecerá la copa de la consolación por el padre o la 
madre (Jr 16, 6 s).

Terrible como no ser llorado es no llorar, tener que ahogar dentro 
de sí el llanto por el que muere.

A Ezequiel: Hijo de hombre, voy a quitarte de repente a la que 
hace tus delicias, pero tú no te lamentes, no llores ni viertas lágrimas. 
Suspira en silencio, no hagas luto, ponte el turbante en la cabeza, 
cálzate las sandalias, no te tapes la barba, no comas lo que te 
ofrezcan los vecinos en día de luto (Ez 24,16 s).

Pero los ritos funerarios no son sólo de obsequio al que muere. Son 
también providencia saludable en favor de sus familiares; y son para 
todos desahogo del sentir solidario. Vivir un poco la muerte, para 
luego volver a la vida. El sabio formula así la filosofía de las exequias: 
acompañar al muerto en su paso, desearle el descanso, librarse de la 
muerte y seguir viviendo. Conviene hacerlo así por uno mismo y por 
él.

Hijo, por un muerto vierte lágrimas,
para expresar tu pena entona lamentaciones;
hazle un entierro como se merece
y no dejes de visitar su tumba.

Llora amargamente, da rienda suelta a tu dolor,
guárdale el luto que le corresponde...
pero luego consuélate de su pena.
Porque la pena acarrea la muerte
y un corazón triste quita las fuerzas.
Con los funerales pase también la pena, I
que una vida de tristeza es insoportable.
No abandones tu corazón a la tristeza,
recházala, piensa en el futuro.
Recuerda que no hay retorno;
al muerto no le aprovechará tu tristeza
y te harás daño a ti.
Ten presente que su suerte será también la tuya:
A mí me tocó ayer, a ti te toca hoy.
Con el reposo del muerto deja que repose su memoria,
consuélate de él después de su partida (Eclo 38, 1623).

Muy cerca de esos consejos está la enseñanza de Jesús, que llama 
a no quedarse con el muerto en la muerte; por el contrario, tomar 
enseguida el camino de la vida.

Señor, deja que vaya primero a enterrar a mi padre.
Sígueme y deja que los muertos entierren a sus muertos
(Mt 8, 21 s).

A dónde van los muertos

Hay una respuesta inmediata, pero vaga, que remite también a un 
lugar vago, sin contornos: al seol, la morada eterna de los muertos. 
Morada sombría de vidas apagadas, más bien sombras de vida. Más 
que de un lugar, se trata de una situación, de la cual no conocemos 
datos positivos. Sin perderse en especulaciones sobre el tema, la 
Biblia describe esa situación supuesta de los muertos como de 
inanidad e inactividad, de total incomunicación y eterno olvido. De ese 
lugar-situación «no hay retorno» (Eclo 38, 21).
Pero esa respuesta vaga no acalla las preguntas que se hicieron 
los sabios. ¿Qué es, realmente, de los muertos? ¿Tiene sentido 
preguntarse sobre su suerte y su condición? ¿Es la muerte un final 
definitivo y total o, por el contrario, queda algo del que ha muerto?
La respuesta más espontánea sería la más pesimista. Pero lo cierto 
es que con ella los sabios infiltran de nuevo la pregunta.

El hombre, cuando muere, queda inerte,
¿a dónde va cuando expira?...
El hombre que yace muerto no se levantará jamás,
se gastarán los cielos y él no despertará,
no volverá a levantarse de su sueño...
¿Puede un hombre muerto revivir? (Job 14, 10.12.14).

¿Es realmente la muerte el final absoluto de la vida? La Biblia se 
muestra parca al respecto. Pero los moribundos que presenta y la 
apreciación general de la muerte por parte de los vivos nos muestran 
un panorama de sobria serenidad y una increíble contención de 
sentimientos. ¿Significa eso resignación o fatalismo, aceptación o 
conformidad?
Los sabios enfocan el tema de manera teórica y lo tratan como 
problema. Antes de ellos la muerte es aceptada como suerte 
inevitable, que se ve como normal y llevadera, siempre que cumpla 
con unas condiciones: que la muerte llegue al final de una vida 
cumplida y satisfecha; que de muerto reciba sepultura en la tumba de 
sus antepasados, que le quisieron y le esperan; que el moribundo vea 
a su lado un descendiente que prolongue su nombre hacia adelante. 
En definitiva, es la solidaridad humana la que hace la muerte 
llevadera: la deja, de alguna manera, enganchada a la vida.
Las fórmulas con que se pinta la muerte de una persona aluden 
sistemáticamente a esas condiciones.

Expiró Abrahán, murió en buena ancianidad
y fue a reunirse con sus antepasados (Gn 25, 8).

Murió Isaac y fue a reunirse con sus antepasados,
anciano y lleno de días (Gn 55, 29).

Jacob a José: Cuando vaya a reunirme con mis antepasados
sácame de Egipto y entiérrame en su sepultura (Gn 47, 30).

A Moisés: Morirás allí en el monte
e irás a reunirte con tus antepasados,
como tu hermano Aarón (Dt 32, 50).

Gedeón murió en buena ancianidad
y fue sepultado en la tumba de su padre (Ju 8, 32).

Murió Josafat y fue sepultado con sus antepasados,
en la ciudad de David (I Re 22, 51).

Bajarás a la tumba sin achaques,
como una gavilla en sazón (Job 5, 26).

Llegará un día en que no habrá anciano
que no colme sus años (Is 52, 20).

La vida plena rebasa los límites del tiempo: tiene dentro eternidad. 
La plenitud consiste en la perfecta integración personal, social y 
cósmica. El que haya logrado la armonía en todos esos niveles, al fin, 
descansará en ella. Cuando la vida alcanza plenitud, la muerte viene 
sosegadamente desde fuera y desde dentro.
V/EXTENSA-INTENSA: Parece que se la acepta con el comprensible 
realismo, con sosiego y en paz. La pérdida de facultades concentra el 
interés del que se muere en unas pocas cosas, con lo que la vida 
pierde en extensión, pero gana en intensidad. En el instinto para 
valorar lo esencial radica la proverbial sabiduría del anciano. Cuando 
de alguien se dice que muere con sus facultades y en pleno vigor, se 
está describiendo una vida que ha alcanzado su plenitud.

Moisés tenía ciento veinte años cuando murió.
Ni sus ojos se habían apagado 
ni se había debilitado en su vigor (Dt 34, 7).

Otra de las condiciones de la muerte tranquila y en paz es la 
compañía, al lado del lecho y de la tumba, de un hijo o descendiente, 
que garantice la prolongación de su vida hacia adelante. Es lo más 
consolador en ese trance, junto con la idea de ir a reunirse con los 
suyos, la raíz de la vida hacia atrás. El hombre bíblico vive muy hondo 
el componente comunitario: su gente y su pueblo están en él y él en 
ellos. En los pocos que le acompañen, en la ruptura de la vida, se 
hace presente el amor de todo el pueblo y el de Dios.

En la antes citada lista de patriarcas prediluvianos (Gn 5), con el 
dato de que «murió» se deja también asentado cuantos hijos dejó. La 
lista no quiere ser una crónica de la muerte, sino una afirmación de la 
continuidad de la vida, a pesar de ella.

Jacob a José: No pensaba volver a verte, pero Dios me ha 
concedido ver incluso a tus descendientes (Gn 48, 11).

Jacob vio a los hijos de Efraín hasta la tercera generación. También 
recibió sobre sus rodillas, al nacer, a los hijos de Maquir (Gn 50, 23).

Job conoció a sus hijos, a sus nietos, a sus bisnietos y, al fin, murió 
anciano y colmado de días (Job 42, 16 s).

Cuando un padre tiene la suerte de bendecir a los hijos a la hora de 
la muerte, después de enseñarles a vivir, les enseña a morir: «poner 
en orden la casa» y transmitir el bien que él creó.

Muere el padre y como si no muriese 
pues deja detrás de sí un hijo como él.
Durante su vida se alegra de verlo, 
en el momento de la muerte no siente tristeza (Eclo 30, 4 s).

A falta de un hijo, puede valer también un sucesor, alguien que lleve 
adelante el proyecto que el muerto no acabó. Es el caso de Moisés 
con Josué (Dt 34,9), y de Elías con Eliseo (I Re 19, 20) y de Jesús con 
sus discípulos (Mc 16, 20).
Si falta el hijo y el sucesor, están siempre las obras que uno hizo y, 
eventualmente, un monumento que guarde la memoria.

Absalón se había hecho un monumento en el valle del rey, 
pensando: No tengo hijos para conservar el recuerdo de mi nombre, y 
había puesto su nombre al monumento. Todavía se le conoce 
actualmente como el monumento de Absalón (I Sm 18, 18).

El recuerdo se valoró siempre como un modo de sobrevivencia.

El justo jamás sucumbirá, 
siempre será recordado (Sal 112, 6).

Pero, frente a eso está la nota del escéptico, que contrapone al 
recurso inseguro el olvido inmediato y cierto.

En el futuro no quedará recuerdo 
ni del sabio ni del necio (Ecl 2, 16).

Es la aseveración fría de un sabio, implacable como el Qohelet, 
que, vaciando la vida de valores, ve alzarse la muerte en su lugar 
como un absoluto. Hay que advertir que el hombre del Qohelet es un 
individuo solitario, sin conexión con la familia y con el pueblo. Eso es 
raro en la Biblia. Si a él se le agranda la muerte como a nadie, es por 
causa de su individualismo. El que en la vida no está obligado a nadie, 
al final no encontrará una mano a la que pueda agarrarse. El hombre 
muere, pero el pueblo, sustitutivo aquí de la especie, es eterno. Con 
él sobrevive el hombre, que lleva marcado en su ser el componente 
comunitario.

A David: Su estirpe durará siempre...
El hombre, como la hierba son sus días, 
pero el amor de Yavé dura por siempre 
para los que le temen (Sal 103, 15.17).

¿En qué medida responde todo esto a la pregunta «a dónde van los 
muertos»? En medida pequeña, pero seguramente suficiente para 
explicar la relativa tranquilidad ante la muerte y la docilidad del 
hombre ante ella. No es ninguna doctrina, pero es más que eso: es 
una experiencia, en la que se juntan constataciones, insinuaciones y 
atisbos que llevan y anclan la atención más allá de la muerte. Ningún 
componente de la persona es inmortal, todos se mueren. Y, sin 
embargo, hay algo allí que se resiste a la aniquilación y que no 
encuentra suficiente respuesta en la consideración naturalista de la 
vida. Aunque nadie se libre de la muerte, el anhelo de vivir permite ver 
más allá de ella: hay vivencias que la rebasan. La persona está tan 
ligada a la vida, que la muerte no puede imponerle la anulación de 
todo lo que fue y de todo lo que hizo.
Aparte la plenitud desbordante que la vida pueda tener, el vínculo 
más fuerte que le amarra a ella es la solidaridad con sus seres 
queridos y su pueblo, con antepasados y descendientes. A los 
primeros les dio la mano y prolongó su vida hacia adelante. Ahora le 
esperan: al morir, se reúne con ellos. A los segundos les encomienda 
la guarda de su recuerdo, depositando en sus manos y en sus vidas 
lo que él hizo y fue. Con los suyos, como con él, está el Dios de la 
vida, que abre horizonte infinito al anhelo humano. Quizá aquí pueda 
calmarse la angustia de soledad que, pese a todo, las compañías, 
inevitablemente asalta al que muere. Rodeada de sus doce hijos, 
exclama, sobrecogedora, una madre, momentos antes de morir: Sé 
que estáis todos aquí, pero ninguno puede valerme.
Para vencer las incertidumbres que conllevan la intuición y la 
esperanza de algún modo de sobrevivencia, el hombre de la Biblia, 
pertrechado con otras representaciones y otros presupuestos, llegó a 
afirmar la sobrevivencia en términos más audaces y con categorías 
más contundentes. Pero éstas descansan en la base de las 
temblorosas experiencias que hemos analizado. Quizá la respuesta 
humilde que en este plano insinúa el hombre de la Biblia, siga siendo 
tan significativa como las doctrinas más pretenciosas de la 
sobrevivencia.

VIDA Y MUERTE MORALES

La realización moral humana

Los términos vida y muerte que en sentido directo designan 
procesos biológicos, aparecen abundantemente en la Biblia en 
sentido figurado para dar cuenta de la realización moral humana, 
conseguida o malograda. La vida y la muerte se sitúan, así, dentro del 
marco de la existencia, en el espacio delimitado por el nacer y el morir, 
y están en las manos del hombre. Son categorías morales, que 
definen calidades de vida. La vida propiamente dicha será la que 
entrañe la realización cabal de la persona, según las exigencias de la 
normal condición humana, el ideal marcado por la conciencia 
personal y los valores vigentes en su ámbito. Muerte, por el contrario, 
sería el modo de existencia que no cumple con esas condiciones, con 
lo que no llega al nivel de lo que es propiamente vida humana. La 
fidelidad a las normas de la realización ideal de la persona es principio 
de vida; la infidelidad, por el contrario, es principio de muerte. Como 
categorías morales que son, la muerte es el mal y la vida el bien.

El que actúa según justicia, vivirá, 
el que persiga el mal, morirá (Prv 11, 19).

La clave de la vida y de la muerte está en las manos de la persona, 
de su conducta moral. El hombre, ser libre y responsable, puede optar 
por la una o por la otra. El que siembre el mal recogerá muerte; el que 
siembre el bien tendrá frutos de vida.
El espacio hábil para hacer la opción es el de la vida natural. El 
hombre hace en ella su opción fundamental y en ella puede también 
dejar esa opción e irse a la contraria. La decisión para vida o para 
muerte no es nunca definitiva: está en dinámico ejercicio a lo largo de 
la existencia; ni es tampoco precisa, matemática: vida y muerte se 
tocan; la una entra en terreno de la otra. La muerte física es la que 
retira a la persona el tiempo de la opción, la que interrumpe el 
dinamismo.

Relación del plano moral con el natural y el escatológico

El uso de los mismos términos en el plano moral y en el natural 
supone una analogía: es lo que justifica el lenguaje figurado. El plano 
natural ofrece al moral el espacio para la opción. La opción libre, por 
su parte, es lo que hace decididamente del hecho biológico un hecho 
personal, humanizando con ello la vida y la muerte. Lo que sería 
destino común de todos los vivientes, se convierte en historia. En 
realidad, lo que es experiencia y obra humana tiene siempre categoría 
moral; pero ahora esta dimensión es la que prima. Y lo hace 
confiriendo a la existencia natural un determinado cariz y un peso 
específico. La muerte natural adquiere mayor gravedad con la muerte 
moral; la vida, mayor densidad.
En el hombre real lo natural y lo moral se superponen: lo segundo 
intensifica y califica lo primero. Pero, aunque se superpongan y se 
influyan, no debieran, de manera ninguna, confundirse. Lo natural no 
depende del hombre, le es inevitable; lo moral está en sus manos, 
puede plasmarlo según su elección. No se puede, por lo tanto, decir 
que la muerte moral, el pecado, la culpa del hombre responsable, sea 
la causa de la muerte natural. Ésta está decretada por la misma 
naturaleza y alcanza a todo hombre, justo o pecador. La muerte moral, 
por el contrario, es fruto del hombre que actúa indebidamente y 
traiciona el ideal del ser humano. La inmortalidad natural es una idea 
extraña al pensar bíblico. El hombre paradisíaco, con la opción entre 
vivir y morir, no es una figura natural, sino moral. La vida paradisíaca 
es la propia del inocente, y el que la destruye es el hombre pecador. 
La confusión entre los dos planos trae consigo aberrantes 
concepciones, que crean problemas insolubles, para colmo, 
problemas falsos.
La vida y muerte moral tienen también continuidad en el plano 
escatológico que luego definiremos. Lo humano y lo trascendente no 
tienen fronteras definidas. La moral bíblica no es autónoma, sino 
heterónoma: lugar de convergencia de la autoridad humana y la 
divina. La ley es considerada como palabra de Dios y es refrendada 
desde el cielo. El criterio de la vida moral es Ia 
obediencia-desobediencia a la ley y a los principios del evangelio. Con 
la vida o la muerte moral el hombre prepara su suerte escatológica. 
Pero, aunque las fronteras entre los dos planos sea permeables, no 
debieran tampoco confundirse. Por definición, el hombre no puede 
controlar el alcance del plano trascendente, terreno de lo gratuito. Por 
su parte, el plano moral tiene su propia entidad, como se puede 
observar en las motivaciones que acompañan sus normas y sus 
principios: apelan a la experiencia y a criterios humanos.
El plano es intermedio al natural y al escatológico. Es terreno del 
hombre, que desde ahí puede influir en la vida y muerte natural y en 
la escatológica, aunque la una le preceda y la otra le sobrepase.

Opción entre la vida y la muerte

Al poseer el privilegio de la opción entre el bien y el mal, el hombre 
decide también su vida o su muerte moral, dependientes de aquélla. 
La Biblia establece, a su misma entrada, el valor de esa opción.

Del árbol de conocer el bien y el mal no comerás, 
porque el día en que comas de él morirás (Gn 2, 17).

P/MU/VINCULACION MU/P/VINCULACION: : Es un principio, una 
norma, un test de la obediencia al normador. Pero lo que se sigue 
después de la transgresión no es muerte física: Adán y Eva siguen 
viviendo y creando nueva vida. Lo que se sigue es la muerte moral, 
que consiste en encontrarse con la propia creaturidad, la desnudez, la 
conciencia de fallo y de fracaso, la vergüenza y el miedo. La Biblia 
abundará luego en la expresión de esa experiencia de vida y de 
muerte, dependiendo dE la opción del hombre libre.

Hoy te pongo delante vida y felicidad, muerte y desgracia.
Elige la vida y vivirás, tú y tu descendencia (Dt 30, 15.19)

Yo os pongo delante 
el camino de la vida y el camino de la muerte (Jr 21, 8).

El justo vivirá por su fidelidad (Hab 2, 4).

Buscadme y viviréis, buscad el bien y no el mal (Am 5, 4.6).

Delante del hombre están muerte y vida, 
se le dará lo que él elija (Eclo 18, 17).

Muerte y vida dependen de la lengua:
según se elija, así se recibirá (Prv 18, 21).

Los orgullosos que guardan su rencor...
y no imploran cuando Dios los encadena, 
mueren en plena juventud, 
su vida acaba en la adolescencia (Job 36, 13 s).

El hombre que es justo, que observa el derecho y la justicia...
ese hombre es intachable y vivirá (Ez 18, 5.9).

El hombre justo valora su justicia como un título de vida cabal. Las 
protestas de inocencia que encontramos en Job y en muchos salmos 
de súplica, reclaman una vida mejor.

Vinculación muerte-pecado

La muerte de que estamos hablando tiene que ver con el pecado. 
Es su consecuencia o se le identifica. «El día en que comas de él 
morirás». Insistimos en que no se trata de la muerte natural, que no 
está en las manos del hombre. Es la muerte moral, la vinculada con el 
pecado. El plano natural se contagia de ella.

Por la mujer entró la muerte en el mundo 
y por ella morimos todos (Eclo 25, 24).

La muerte alcanzó a todos los hombres, 
porque todos pecaron (Rm 5, 12).

Por la desobediencia de uno, todos pecadores; 
por la obediencia de uno, todos justos (Rm 5, 19).

El pecado es ruptura de ligámenes vitales con los demás hombres y 
con Dios. Esa ruptura despierta en el hombre la conciencia de culpa, y 
la vida en esas condiciones es mísera y solitaria: una vida que es 
como muerte. Por eso se habla oportunamente de pecado mortal. Y si 
el pecado significa muerte, la inocencia es vida. Es la vida 
paradisíaca. El hombre la pierde y la gana.

El temor del Señor alarga la vida, 
los años del malvado se acortan (Prv 10, 27).

¿Podemos seguir con vida, si los pecados pesan sobre nosotros?... 
Juro que no quiero la muerte del malvado, sino que cambie de 
conducta y viva. Convertíos, cambiad de conducta, malvados, y no 
moriréis (Ez 33, 10 s).

No os procuréis la muerte con vuestra vida extraviada, ni os 
acarreéis la perdición con las obras de vuestras manos (Sab 1, 12).

Si yo digo al malvado que es reo de muerte y tú no le das la 
alarma... para que cambie de conducta y conserve la vida, entonces el 
malvado morirá por su culpa, pero a ti te pediré cuenta de su sangre 
(Ez 3, 18).

En el nuevo testamento es Pablo el que más profundiza en esta 
suerte de vida y de muerte. El plano moral es el que predomina en su 
lenguaje, aunque indisolublemente vinculado con el plano natural y 
con el escatológico. El pecado es muerte, la inocencia es vida. Al 
hombre se piden cuentas de su condescendencia con las tendencias 
de la carne, que traicionan el ser cristiano. El hombre no puede 
suprimirlas, pero puede controlarlas y hacer que prevalezcan las 
tendencias del espíritu. Él es, por lo tanto, responsable de su vida y 
de su muerte.

Las tendencias de la carne son muerte, 
las del espíritu, vida (Rm 8, 6).

Del pecado viene a la muerte su venenoso aguijón (I Cor 15, 56).

Por un hombre entró el pecado en el mundo 
y por el pecado la muerte, 
y la muerte alcanzó a todos los hombres, 
porque todos pecaron (Rm 5, 12).

El salario que paga el pecado es la muerte (Rm 6, 23).

Cuando estábamos sujetos a las apetencias desordenadas, las 
pasiones pecaminosas, atizadas por la ley, producían frutos de muerte 
(Rm 7, 5 s).

El que cultiva los bajos instintos, cosechará frutos de muerte; 
el que cultiva el espíritu cosechará vida eterna (al 6, 8).

El pecado, para demostrar que lo era verdaderamente, me causó la 
muerte, sirviéndose de la ley que en sí es buena (Rm 7, 13).

Detrás de estos mecanismos de vida y de muerte moral se asoma el 
supuesto de un ordenamiento general, como un orden primigenio, 
según el cual debería darse una correspondencia entre la conducta y 
la suerte y una segura correlación entre la obra y su resultado. En ese 
supuesto se basa el principio de la retribución, que daría 
indefectiblemente a cada uno su merecido: tal conducta, tal suerte; y 
eso debería verse ya en la vida en el mundo.

Muchos de los que duermen en el polvo despertarán, unos para 
vida eterna y otros para ignominia perpetua (Dn 12, 2).

Un día el pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de 
Abrahán. También murió el rico y fue sepultado. En el abismo, entre 
tormentos, levantó el rico los ojos y vio desde lejos a Abrahán y a 
Lázaro en su seno (Lc 16, 22 s).

Aquí el lugar de destino no es el anodino seol que iguala a todos, 
independientemente de sus conductas: es ya lo que corresponde al 
cielo y al infierno. La conducta moral es refrendada desde más allá de 
la muerte por suertes diferentes.

RETRIBUCION/GOTERAS: Es verdad que la doctrina de la 
retribución tiene muchas goteras. Las dificultades para admitirla 
provienen, sobre todo, de que se espera que funcione a la vista, en la 
historia. Pero la experiencia no puede confirmar que a los malos les 
vaya mal (muerte) y a los buenos les vaya bien (vida). Con frecuencia, 
lo que se ve es justo lo contrario. La doctrina se desatasca, al 
abrírsele como espacio el más allá de la muerte. Quizá el principio no 
deba tomarse a la letra, sino como norma de conducta, aunque no se 
pueda verificar el resultado.

Una misma suerte toca a todos:
al inocente y al culpable, al puro y al impuro, 
al que ofrece sacrificios y al que no, 
al justo y al pecador, 
al que jura y al que tiene reparo en jurar (Ecl 9, 2).

Con frecuencia el malvado llega a la muerte sin achaques, 
del todo tranquilo y en paz, 
mientras el justo muere en la amargura, 
sin haber conocido nunca el bien; 
uno y otro se encuentran juntos en el polvo, 
cubiertos de gusanos (Job 21, 23.25).

Experiencia de la muerte moral

No es una entelequia: se la vive como experiencia. En Gn 3, como 
ya vimos, la desobediencia a la norma trae consigo la experiencia del 
fallo y del fracaso, del miedo y de la vergüenza.
Es la muerte anunciada en el morirás: muerte moral. 
En las personas y cosas de su alrededor, Caín percibe voces que le 
piden cuentas de la sangre de su hermano. Su tierra le echa fuera y, 
por donde quiera que vaya, la muerte le va siguiendo. Y su grito 
desesperado: «Mi pena es demasiado grande para poderla soportar» 
(Gn 4, 13).
El crimen cometido acarrea una suerte de muerte del culpable: «una 
turbación y un remordimiento que inquietan la vida» (1 Sm 25, 3). En 
las Lamentaciones, los salmos penitenciales (Sal 6; §1...) y las 
grandes confesiones comunitarias de época tardía (Sal 78; Bar 1, 
15-2, 10; Neh 9, 5-37), las desgracias y las calamidades de la vida 
conducen al hombre y al pueblo a entrar en sí mismos. El examen de 
la conducta moral despierta en ellos sentimientos de culpa, 
susceptibles de arrancar su confesión y su conversión. La muerte 
moral se asocia ahí con los precursores de la muerte natural, las 
perturbaciones de la vida.

Señor, no me reprendas en tu ira
ni me corrijas en tu enojo...
Sáname, que mis huesos están descoyuntados...
En la muerte nadie se acuerda de ti,
en el seol ¿quién puede alabarte? (Sal 6, 2s.6).

Mi alma está harta de males,
mi vida, al borde del seol,
contado entre los que bajan a la fosa,
como un hombre acabado (Sal 88, 4 s).

Sofocaron mi vida en una fosa
y echaron piedras sobre mí (Lm 3, 53).

Yo callaba y mis huesos se consumían...
mi vigor se debilitaba
como un campo en los ardores del estío.
Reconocí mi pecado, no oculté mi culpa....
y tú me absolviste de mi culpa,
perdonaste mi pecado (Sal 32, 35).

El pecado se ve asociado con la muerte y la muerte con el pecado. 
Se trata de la muerte moral, que no puede disociarse de la muerte 
natural; pero de aquélla se vuelve a la vida por la conversión y el 
cambio de conducta. De esa muerte se puede revivir.

Respetar al Señor es manantial vivo
que aparta de la muerte (Prv 14, 27).

El triunfo de la vida

En esos mismos contextos de experiencia de pecado y de muerte, 
se experimenta también, por la conversión, el retorno a la vida. Era 
muerte vencible. Está en las manos del hombre, que puede 
restablecer los lazos vitales que haya roto: la cabal relación con los 
demás hombres y con Dios.

También el corregido por el dolor de su camilla....
si hay junto a él un mensajero
que le diga cuál es su deber....
su carne se renovará con vigor juvenil,
volverá a los días de su adolescencia (Job 33, 19.23.25).

Si yo digo al malvado: Vas a morir,
y él se convierte de su pecado
y practica el derecho y la justicia,
ciertamente vivirá y no morirá (Ez 33, 14 s).

Devuélveme el gozo y la alegría
y exulten estos huesos que tú has quebrantado.
Retira tu vista de mis pecados
y borra todas mis culpas (Sal 51, 10 s).

Este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida,
estaba perdido y ha sido hallado (Lc 15, 24).

Mantente fiel hasta la muerte
y te daré la corona de la vida (Apc 2, 10).

Convertirse es recuperar la armonía consigo mismo, por la vuelta a 
los otros y a Dios. Es un ejercicio en que el hombre estará toda la 
vida. El camino de la vuelta está señalado por los valores, las normas 
y los principios que buscan la realización cabal de la persona. 
Presentan tonalidades y acentos distintos, todos complementarios, en 
las leyes y en la sabiduría, en las interpelaciones del hombre 
carismático y en los consejos del evangelio. El revivir en el plano 
moral despeja el horizonte hacia la vida escatológica. Frente a la 
muerte natural, el bien que uno haya puesto en el mundo le da paz y 
sosiego; por medio de la bendición lo entrega en herencia, y así 
seguirá viviendo el que hace el legado.

Ninguno de los pecados que cometió se le tendrá en cuenta
ha observado el derecho y la justicia
y ciertamente vivirá (Ez 33, 16).

Es preferible no tener hijos y poseer virtud,
porque la virtud se recuerda para siempre:
es conocida por Dios y por los hombres (Sab 4, 1).

El justo, aunque muera prematuramente,
hallará el descanso (Sab 4, 7).

Creyeron los insensatos que habían muerto,
tuvieron por desdichada su salida de este mundo,
pero ellos están en paz...
El final de la gente perversa es, en cambio, cruel (Sab 3, 2.19)

El momento de mi partida es inminente.
He competido en noble competición...
y desde ahora me aguarda
la corona de la justicia (2 Tim 4, 68).

La clarificación de la responsabilidad de la persona en su vida y 
muerte moral proyecta una nueva luz sobre la vida y la muerte natural 
y también sobre el plano escatológico. En el plano moral decide el 
hombre el sentido de su vida y confiere a la existencia la profundidad 
y la calidad que corresponden al ser humano. Lo que en esa 
realización se haya logrado proyecta su plenitud desbordante hacia 
adelante y abre la puerta hacia la vida escatológica, la que rebasa las 
categorías del tiempo y del espacio. Con ello la hora de morir la 
muerte exigida por la naturaleza, no es ciego ni vacío. Es el momento 
de recoger el premio de la vida y de decidir cómo se quiere sobrevivir 
a ese trance.


MUERTE Y VIDA ESCATOLÓGICAS

Muerte y vida esenciales, universales, escatológicas

Aunque originarias del plano biológico, las categorías vida-muerte 
no enfocan ahora entradas, presencias y salidas del hombre de este 
mundo, ni tampoco conductas morales, como figurativamente denotan 
esos términos, sino suertes definitivas, esenciales, que atañen al 
hombre universal. De conceptos existenciales, pasan ahora a ser 
símbolos de suertes humanas, fuera de las coordenadas del tiempo y 
del espacio; destinos escatológicos, finales, definitivos, en lo que 
suele llamarse otro mundo. Aparentemente se alejan de la esfera de 
la existencia; pero ello no es porque estén fuera de ella, sino porque 
la desbordan por su alcance. En realidad le atañen en su esencia, en 
cuanto horizonte de expansión de la condición natural y de la 
categoría moral de los seres humanos. No hay, por lo tanto, que 
considerar esas acepciones de vida y de muerte como productos de 
exportación a otro mundo, sino como bien para consumir en este 
mundo. Nosotros no las vamos a enfocar como doctrina, sino como 
experiencia. Para hacerla, no hay que esperar a un más allá: es 
experiencia que se hace en este mundo.

No temáis a los que matan el cuerpo, pero no el alma,
temed a los que pueden llevar alma y cuerpo
a la perdición (Mt 10, 28).

Los términos vida y muerte en esta acepción reparten la realidad 
humana y cósmica en dos campos, exageradamente estereotipados 
en su oposición: vida y muerte se enfrentan como categorías 
definitivas y en el antagonismo más absoluto. Sus sinónimos y 
equivalentes, también absolutizados, son el bien y el mal, el caos y la 
creación, la bendición y la maldición, la salvación y la perdición.

Si escuchas atentamente la voz de Yavé tu Dios...
vendrán sobre ti y te alcanzarán todas estas bendiciones...
Si no escuchas la voz de Yavé tu Dios,
vendrán sobre ti y te alcanzarán todas estas maldiciones
(Dt 28, I s.l5).

El sujeto de estas experiencias no es específicamente el hombre 
natural ni el moral, sino el hombre religioso, el atento a la presencia 
trascendente activa en el mundo. Ése entiende que más allá del 
hombre hay quien tiene señorío sobre la vida y la muerte.

Dios creó al hombre para la inmortalidad,
por envidia del diablo entró la muerte en el mundo
(Sab 2, 23 s).

Eso no implica depreciación del plano natural ni del moral, sino 
apertura de los mismos hacia más allá de las coordenadas del espacio 
y del tiempo. Allí encontrarán su expansión y su corroboración. Sobre 
cómo son esa muerte y esa vida que trasciende lo empírico, la Biblia 
no especula. Lo que realmente le interesa es el adelanto de su 
experiencia, lo que supone contar con ellas para la humana 
existencia.
El orden de los conceptos debe ahora invertirse: muerte-vida, en 
lugar de vida-muerte. Y ello porque la muerte es el punto de partida y 
la vida es la meta intencionada. El plano natural y el moral son el 
marco en donde se fragua esa nueva creación y orden nuevo. El 
protagonismo divino que en ello se manifiesta no pone al hombre 
fuera de juego; al contrario, le compromete en la creación de ese 
orden definitivo. Se supone que éste tiene que producir frutos 
históricos: debe orientar hacia esa meta la vida del hombre en la 
tierra. Si el orden moral convierte en historia el orden natural, la 
orientación escatológica debe hacer de la historia el Reino. Éste no 
implica escapada a otro mundo, sino la transformación de éste en un 
mundo nuevo.

Experiencia de la muerte y de la vida escatológica

La muerte y la vida escatológicas no son pura especulación: tienen 
su fundamento en la experiencia. Ésta tiene que ver con la experiencia 
del mal y del bien en grado incontrolable, desbordante, y de un modo 
que sobrecoge. Sobrepasado por esa fuerza tanto del mal como del 
bien, de la muerte y de la vida, al hombre se le abren los ojos hacia un 
horizonte infinito, desde donde el trascendente, Dios, viene a su 
encuentro. La comunión con él confiere a la vida una fuerza, capaz de 
desafiar el poder de la muerte.

Tú no abandonarás mi alma en el seol
ni dejarás a tu amigo ver la fosa.
Tú me enseñas el camino de la vida:
en tu presencia hay gozo hasta la hartura,
a tu diestra, delicias eternas (Sal 16, 10 s).

De la soledad impotente ante la muerte se salta así, 
milagrosamente, al rapto místico, plenitud de la vida.

Pero tú estás siempre junto a mí:
me tomas de la diestra,
me guías con tu consejo
y al fin me recibes en tu gloria.
¿Qué otro hay para mí en el cielo?
Estando junto a ti, no hallo gusto en la tierra (Sal 73, 2325).

En las súplicas del salterio nos encontramos con verdaderas 
vivencias de la muerte. El hombre se siente atrapado por la fuerza del 
mal, empujado por todas las miserias hacia las puertas del seol. Un 
grito hacia la fuente de la vida, un proceso de lucha y,ahí mismo, el 
salto milagroso, que conduce al rapto místico. En el curso de una 
oración tiene lugar ese milagro, consistente en saltar de la muerte a la 
vida.

Olas de muerte me circundan,
las aguas del averno me atropellan,
me rodean los brazos del seol,
delante de mí hay trampas de muerte.

En la angustia clamé hacia Yavé,
hacia mi Dios elevé un grito,
y él escuchó mi voz desde su santuario,
mi clamor alcanzó sus oídos (Sal 18, 57).

Respóndeme, Yavé Dios mío,
ilumina mis ojos,
no me duerma en la muerte (Sal 13, 4).

Pero Dios rescatará mi vida,
me arrancará del poder del seol (Sal 49, 16).

Yo espero que he de gustar la bondad de Yavé
en la tierra de los que viven (Sal 27, 13).

A ti clamo, Yavé, y digo:
Tú eres mi refugio,
tú mi porción en la tierra de los que viven (Sal 142, 6).

Ten piedad de mí, Yavé,
rescátame del poder de la muerte.
Yo cantaré tus alabanzas
a las puertas de la hija de Sión,
celebraré con júbilo tu auxilio (Sal 9, 14 s).

En la muerte nadie se acuerda de ti,
y en el seol ¿quién puede alabarte? (Sal 6, 6).

Tú, Yavé, sacaste mi vida del seol,
me arrebataste de entre los que descienden a la fosa (Sal 30, 4).

A la hora de la vejez no me rechaces, 
no me abandones, cuando decae mi vigor (Sal 71, 9).

Le daré bienes a hartura 
y le haré gustar mi salvación (Sal 91, 16).

En ti está la fuente de la vida (Sal 36, 10).

Del poder del seol nos librará, 
de la muerte nos rescatará (Os 13, 14).

La experiencia y la esperanza hablan conjuntamente, en estas 
expresiones calientes, de liberación de la muerte y de afianzamiento 
de la vida. De la experiencia se pasará, en su momento, a 
afirmaciones doctrinales.

Yavé da muerte y da vida, 
hace bajar al seol y retornar (I Sm 2, 6).

Bienes y males, vida y muerte, 
pobreza y riqueza vienen de Yavé (Eclo 11, 14).

No fue Dios quien hizo la muerte:
él todo lo creó para que subsistiera (Sabe 1, 13 s).

Después de sentirse creados y salvados, tanto el individuo como el 
pueblo, después de experimentarlo así en la vida y en la historia, 
pasan a reconocer a Yavé Dios como su creador y salvador. Es 
justamente lo que proclaman en las grandes versiones de la creación 
cósmica y de la historia humana, el eje de toda la Biblia.
La protología conoce las cosas saliendo del no ser a la existencia, 
del caos a la creación, para llegar a hacerse todas buenas La historia 
de la salvación presenta la humanidad encarnada en un pueblo, en 
trance de hacer el camino hacia la realización definitiva. La 
escatología dibuja el proyecto protológico perfectamente acabado. 
Esas son las coordenadas de la temática de la Biblia. Tan audaz y 
halagüeña visión tiene su fundamento en la experiencia, lugar en el 
que convergen como agentes el trabajo humano y el poder gratuito 
del Eterno.

Expresiones de la victoria de la vida sobre la muerte

Resurrección, inmortalidad. Muchos son los lenguajes con los que 
la Biblia expresa la victoria de la vida sobre la muerte. El más 
experimental es seguramente el de la vivencia del salto milagroso de 
la muerte a la vida, que observamos en las citadas súplicas del 
salterio.
En el género narrativo y de tipo más anecdótico, están las leyendas 
sobre personas a las que Dios habría preservado arrancándolas del 
mundo de la muerte, como Enoc y Elías (Gn 5, 24; Il Re 2,11); y están 
también los relatos de reanimación de ciertas personas que, por obra 
de un poder taumatúrgico, retornan de la muerte a la vida.

Elías reanimo al hijo de una viuda (I Re 17, 1724).

Ezequiel ve cómo el espíritu de Dios 
convierte en seres vivientes los huesos de un cementerio (Ez 37, 
114).

Jesús reanima a la hija de Jairo (Mt 9, 18.24 s).

Pedro vuelve a la vida a una mujer (Hch 9, 36 ss).

Por medio de una persona, el poder de la vida se impone al poder 
de la muerte. Ésta no puede retener al que ha sido su presa.

La tierra devolverá sus muertos 
y éstos revivirán (Is 26, 19).

Yo sé que mi redentor está vivo 
y que él, al final, se alzará sobre el polvo, 
y después que mi piel se haya consumido, 
con mi propia carne veré a Dios (Job 19, 25 s).

La apocalíptica, a partir del siglo segundo a. C., intensifica el 
antagonismo entre la muerte y la vida y cuanto estos conceptos 
representan. La muerte es el mundo malo en que reina el satán; la 
vida es la nueva creación en que la muerte no tendrá cabida. Termina 
un eón, el del mundo malo, y empieza el eón del mundo redimido. El 
categórico dualismo «este mundo otro mundo» se resuelve en la 
victoria del segundo sobre el primero. Es la victoria de la vida.
El maravilloso acontecimiento encuentra en esta época tardía dos 
términos que lo expresan: resurrección e inmortalidad.
La resurrección, concepto en vigor desde el siglo II a. C., no 
consiste en la reanimación que hace volver a una persona de la 
muerte a la vida mortal, sujeta de nuevo a la muerte. Es el despertar 
del cuerpo animado, la persona con sus facultades, a una vida sin fin 
en la nueva creación o en el reino. Es algo que tendrá lugar al final de 
los tiempos, en la cima de la historia. Hasta entonces, los muertos la 
esperan.

Los muchos que duermen en el polvo de la tierra despertarán, 
unos para la vida eterna, otros para el oprobio (Dn 12, 2).

Los que mueren por la ley resucitarán para la vida eterna (11 Mac 
7, 9).

Por eso tiene sentido el rezar por los muertos.
Judas Macabeo, al hacerlo, «actuó recta y noblemente, 
pensando en la resurrección» (II Mac 12, 43).

En el siglo I a. C. se abre camino en el judaísmo otro término, 
inmortalidad, que proviene de la tradición religioso-filosófica griega. 
De raíces más débiles en la tradición de Israel, sería complementaría 
y eludiría aspectos difíciles de la resurrección de un cuerpo 
descompuesto. La inmortalidad no es retorno de un muerto a la vida. 
Es la misma supresión de la muerte, en cuanto que lo esencial del 
hombre, el alma, es inmortal por naturaleza. Si la resurrección 
resquebraja el sepulcro, la inmortalidad elimina la muerte. Es la 
afirmación mas categórica del triunfo de la vida.
Si el alma es naturalmente inmortal, también lo es el hombre, 
porque aquélla es su esencia. La filosofía platónica que concibe al 
hombre como un espíritu encarnado, se hizo aceptar por el 
cristianismo. Lo que muere es el cuerpo, pero el alma no muere. Vivir 
la muerte no tiene sentido, en este caso, porque muerte de lo que es 
propiamente el hombre no existe.
Habría, no obstante, que matizar que Platón no dedujo esa verdad 
de las luces de su razón, sino de una tradición religiosa basada en los 
mitos órficos. Es, por lo tanto, verdad religiosa! antes que filosófica. 
En la tradición judía y cristiana, al menos la original, la inmortalidad no 
es propiedad congénita del alma espiritual, sino don de Dios al 
hombre justo. No se deduce de la razón, sino de la experiencia 
religiosa. Si el alma humana fuera por naturaleza inmortal, no tendría 
sentido decir que los malvados quedarán en la muerte eterna.

El alma de los justos está en las manos de Dios 
y no les alcanzará tormento alguno...
Su esperanza estaba llena de inmortalidad (Sab 3, 1.4).

La inmortalidad acompaña su recuerdo (Sab 4, 1).

Dios lo traslada al cielo (Sab 4,10, con alusión a Gn 5, 24).

La novedad del nuevo testamento

El cristianismo inició su andadura en el marco de la apocalíptica. 
Pero su gran novedad es que no vino marcado por el dualismo 
óntico-cósmico de aquélla, separando temporal y espacialmente dos 
eones, este mundo y el otro mundo. En el cristianismo naciente los 
dos mundos se entrecruzan, se enlazan y conviven.
Aunque no del todo, el nuevo eón ya está ahí, en el viejo que 
continúa. La resurrección de los muertos, el gran acontecimiento del 
final de la historia, se adelantó a esa hora y se hizo ya hecho del 
presente en la resurrección de Jesús. Ése es el mensaje central del 
nuevo testamento. Jesús es la primicia de ese acontecimiento, en 
principio tan distante, que «muchos judíos» rechazan (I Cor 15,12) y 
que hace reír a los griegos que oyen hablar a Pablo (Hch 17, 36).
¿Qué hay detrás de ese término que pretende victoria definitiva de 
la vida sobre la muerte? ¿Tiene apoyo en alguna experiencia? ¿Cómo 
encaja ese eterno futuro en este fugaz presente?

Jesús frente a la muerte

La resurrección de Jesús plantea, de entrada, la pregunta sobre su 
actitud frente a la muerte y su actividad en contra de ella. Quizá valga 
como respuesta que entre las señales que le definen, en la 
contestación a los enviados del Bautista, está la de que «los muertos 
resucitan» (Mt 11, 5). En la persona y obras de Jesús se nota un 
poder taumatúrgico: «actúan en él poderes milagrosos» (Mt 14, 2), 
empleados en superar la muerte y dar la vida. El plano en que eso 
sucede es indistintamente el natural, el moral y el escatológico, 
complementarios los unos de los otros. Jesús reanima en el plano 
natural, regenera en el moral y resucita en el escatológico.

Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto... 
Éste que dio la vida al ciego ¿no podría haber hecho algo para evitar 
la muerte de su amigo?... El que cree en mi, aun que muera, vivirá (Jn 
11, 21.25.37).

Y ¿cuál es la actitud de Jesús frente a su propia muerte natural? La 
suya es una de las agonías más detalladamente pintadas en la Biblia. 
Jesús siente en ese momento el rechazo que sienten todos.

Padre mío, si es posible, aparta de mi esta copa de amargura... Si 
no es posible que esta copa de amargura pase sin que yo la beba, 
hágase lo que tú quieras (Mt 26, 39.42).

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mc 15, 34)

Y, con todo, la muerte parece un dato integrado en la vocación 
misma de Jesús, un componente de su misión. ¿No es eso lo que 
significa su decisión de ir a su encuentro en Jerusalén?

Jesús empezó a manifestarles que el hijo del hombre tenia que 
sufrir mucho, que había de ser rechazado... y que le matarían (Mc 8, 
31).

Ya véis que vamos camino de Jerusalén. Allí el hijo del hombre será 
entregado a los jefes de los sacerdotes y a los maestros de la ley: 
ellos le condenarán a muerte y le pondrán en manos de extranjeros, 
que se burlarán de él, le escupirán y le matarán (Mc 10, 33 s). 

¿Por qué tenía que entrar la muerte en su misión? Se dirá que ésa 
era la suerte de un profeta.

Os aseguro que Elías ya vino y ellos no le reconocieron, sino que le 
maltrataron cuanto quisieron. Y el hijo del hombre va a sufrir de la 
misma manera a manos de ellos (Mt 17, 12).

Si nosotros hubiéramos vivido en los tiempos de nuestros 
antepasados, no nos habríamos unido a ellos para derramar la sangre 
de los profetas (Mt 23, 30).

¿No tenía que sufrir el Mesías todo esto antes de entrar en su 
gloria? (Lc 24, 26).

Los judíos fueron los que mataron a Jesús, el Señor, y a los 
profetas (I Tes 2, 15).

En efecto, la gente reconoce en Jesús la personalidad de un profeta 
y él, a su vez, se presenta como tal.

En todas partes es estimado un profeta, menos en su propia tierra y 
en su propia casa (Mt 13, 57).

¿Quién es el hijo del hombre?... Unos dicen que es Juan el Bautista, 
otros que Elías y otros que Jeremías o algún otro profeta (Mt 16, 14).

Jesús es, seguramente, el profeta escatológico, anunciado en la 
persona del primero de los profetas, Moisés (Hch 3, 22, con Dt 18, 
15).

Este hombre tiene que ser el profeta que iba a venir al mundo (Jn 6, 
14)

Que el Mesías había de sufrir era algo que de antemano habían 
anunciado los profetas.

Dios mismo os lo entregó conforme a un plan proyectado y conocido 
de antemano, y vosotros... Ie clavasteis en la cruz y le matasteis (Hch 
3, 18).

La aceptación de la muerte por parte de Jesús recuerda 
concretamente la figura del Siervo de Yavé (Is 52,1353.12). Dos 
razones aclaran, en ambos casos, el sentido de la aceptación de la 
propia muerte: que es por otros, en su bien, y porque es una muerte 
que tiene por delante la perspectiva indudable de la vida.

Sufrió el castigo para nuestro bien y con sus llagas nos curó...
Mi siervo traerá a muchos la salvación, cargando con sus culpas (Is 
53, 5.11).

El hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino para servir y dar 
su vida en pago de la libertad de todos los hombres (Mc 10, 45).

Si un grano de trigo no cae en tierra y muere, seguirá siendo un 
único grano, pero si muere, producirá fruto abundante (Jn 12, 24).

Cristo murió por nuestros pecados, conforme a lo anunciado en las 
Escrituras (I Cor 15, 3).

Y la otra razón de la aceptación de la muerte por parte del Siervo de 
Yavé es que la muerte no era su final: el final era la elevación, el 
triunfo de la vida.

Mi siervo va a prosperar, crecerá y llegará muy alto...
Por haberse entregado a la muerte en lugar de los pecadores, 
tendrá descendencia, prolongará sus días 
y por medio de él tendrán éxito los planes de Yavé (Is 52, 13; 53, 
10)

¿Y el final de Jesús?

Dios resucitó a Jesús de entre los muertos

Lo fundamental de la fe cristiana está en saber que Jesús resucitó 
o que Dios le elevó de entre los muertos. La resurrección, concepto 
en perfecta armonía con la antropología de la Biblia, afirma la 
recuperación para la vida de la persona integral, cuerpo y espíritu, no 
en una nueva existencia histórica y mortal, sino en una existencia 
escatológica, del final de los tiempos. La resurrección de Jesús hace 
que ese final futuro sea ya un presente.

Dios le ha resucitado, 
librándole de las garras de la muerte (Hch 2, 24).

El crucificado no está aquí:
ha resucitado, tal como había dicho...
Anunciad a los discípulos que Jesús ha resucitado, 
que va delante de ellos, camino de Galilea.
Allí le veréis (Mt 28, 6 s).

La muerte no era sino el paso hacia la vida, la cima de la verdadera 
esperanza.

El que vive preocupado solamente por su vida, terminará por 
perderla; en cambio, el que no se apegue a ella en este mundo, la 
conservará para la vida eterna (Jn 12, 25).

El que quiera salvar su vida la perderá, pero el que dé su vida por 
mi causa, ése la salvará (Lc 9, 24).

Con su muerte y su resurrección, Jesús el Cristo derribó el poder 
absoluto de la muerte: representaba a todos aquellos que buscan la 
vida verdadera.

Estuve muerto, pero ahora, ya ves: mía es la vida y tengo en mi 
poder las llaves de la muerte y del abismo (Apc 1, 18).

Y como último enemigo destruirá la muerte (I Cor 15, 26).

RS/EXPERIENCIA: EXP-DE-RS: ¿Cómo se sabe de esa victoria de 
la vida sobre la muerte? La resurrección de Jesús es una realidad que 
tiene su apoyo en la experiencia. Fue vivida por sus discípulos. En un 
primer momento, la muerte del Maestro fue para sus seguidores 
escándalo y decepción. Habían esperado siempre una victoria; pero 
esa muerte física les arrebató a ellos la vida: moral y espiritualmente 
estaban muertos. La muerte natural no había hecho con el Maestro 
ninguna excepción. Pero discípulos y seguidores se vieron 
sorprendidos por su nueva presencia y descubrieron una suerte de 
vida que no es destruida por la muerte natural. Esa presencia les hizo 
a ellos revivir, y por eso le reconocieron a él vivo. Era la experiencia 
de la resurrección ya acontecida. Los relatos de las apariciones se 
basan sobre esas experiencias transformadoras, que de esclavos de 
la muerte y del pecado hicieron personas libres (Flp 2, 4 s); de 
amedrentados, testigos valientes; de personas vencidas, taumaturgos 
capaces de hacer milagros (Hch 1, 8).
Sobre esa base entienden los discípulos qué es la resurrección o, 
más que entenderla, la viven. Es un encuentro con el Maestro en otra 
clave: en sus propias vidas. Su vida no es la de un reanimado que 
vuelve a la vida mortal, sino vida total y definitiva, vida escatológica 
que desafía la muerte y que anima otras vidas. Es la experiencia que 
viven los discípulos en virtud de la poderosa presencia del Maestro.

La muerte en la perspectiva de la resurrección

La solidaria vinculación de los discípulos con la suerte del Señor 
muerto y resucitado cambia todas sus vidas. Los cristianos entienden 
que ha comenzado el orden nuevo de la escatología iniciada. Si el 
Maestro resucitó, resucitarán también los que le siguen. El revivir que 
experimentan en sus vidas, antes muertas, es la prueba de la 
resurrección del maestro y de la suya.

Jesucristo murió por nosotros, a fin de que, despiertos o dormidos, 
vivamos siempre con él (I Tes 5, 10).

Si se proclama que Cristo ha resucitado, venciendo a la muerte, 
¿cómo andan diciendo algunos que los muertos no resucitan? Si los 
muertos no resucitan es que tampoco Cristo ha resucitado (I Cor 15, 
12 s).

Dios que resucitó a Jesús, el Señor, nos resucitará también a 
nosotros (11 Cor 4, 14).

Si el espíritu de Dios que resucitó a Jesús vive en vosotros, él 
mismo infundirá nueva vida en vuestros cuerpos mortales (Rm 8, 11).

Nosotros creemos que Jesús ha muerto y ha resucitado; y así Dios 
ha de llevarse consigo igualmente a quienes han muerto unidos a 
Jesús (I Tes 4, 14).

Si morimos con Cristo, viviremos con él (11 Tim 2, 11).

Esta perspectiva de vida escatológica plantea requerimiento a la 
vida terrena. El discípulo debe hacer suya la suerte de Jesús y vivir 
según su evangelio. La vida nueva es para aquellos que muestran 
anhelarla en que han hecho algo por ella. La vida eterna produce 
frutos en la vida terrena: son las señales y los fruto de la 
resurrección.

¿Podréis vosotros beber la misma copa de amargura que yo bebo 
o recibir el mismo bautismo que yo recibo? ... Sí, podremos hacerlo 
(Mc 10, 38 s).

Por el bautismo fuimos sepultados con Cristo, quedando asimilados 
a su muerte. Por tanto, si Cristo venció a la muerte resucitando por el 
glorioso poder del Padre, preciso es que también nosotros 
emprendamos una vida nueva (Rm 6, 4).

Habéis resucitado con Cristo. Orientad, pues, vuestra vida hacia el 
cielo... Poned el corazón en las realidades celestiales y no en las de la 
tierra. Muertos al mundo, vuestra vida está escondida con Cristo en 
Dios. Cuando Cristo, vida vuestra, se manifieste, también vosotros 
apareceréis, junto a él, llenos de gloria (Col 3, 14).

Ahora vivo para Dios, crucificado juntamente con Cristo. Ya no soy 
yo quien vive; es Cristo quien vive en mí (Gal 2,19 s).

Quiero conocer a Cristo, experimentar el poder de su resurrección, 
compartir sus padecimientos y morir su misma muerte. Espero así 
alcanzar en la resurrección el triunfo sobre la muerte (Flp 3, 10 s).

Amando a nuestros hermanos, hemos pasado de la muerte a la 
vida. En cambio, el que no ama sigue muerto (I Jn 3,14).

La efectividad de la vida escatológica -de resucitado- en el hombre 
hace que éste no tropiece, ya en su vida mortal, con la muerte-pecado 
como barrera infranqueable, pues han sido vencidos. En su lucha 
moral, la persona se siente asistida: ahora ya puede enfrentarse con 
un poder que ha dejado de ser absoluto.

Así como el pecado trajo el reinado de la muerte, así también será 
ahora la gracia la que reine por medio de Jesucristo (Rm 5, 21).

Cuando erais esclavos del pecado, os considerabais libres respecto 
al bien... Pero todo aquello venía a parar en muerte. Pero ahora 
habéis sido liberados del pecado, sois siervos de Dios... y tenéis por 
meta la vida eterna. Porque el salario que ofrece el pecado es la 
muerte, mientras que Dios ofrece como regalo la vida eterna por 
medio de Cristo Jesús (Rm 6, 2023).

La nota de la actualidad de esa vida escatológica es tema insistente 
en Juan. Jesús, su vida, su evangelio y sus frutos, están todos 
presentes en la comunidad que vive en torno a él. Esa vida es el fruto 
palpable de la resurrección: la vida eterna presente en el tiempo. En 
éste se puede experimentar su realidad.

Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6).

Yo soy el pan de vida.
El que viene a mí jamás tendrá hambre (Jn 6, 35).

Yo soy el pan bajado del cielo.
El que coma de este pan vivirá para siempre (Jn 6, 51).

Yo soy la resurrección y la vida.
El que cree en mí, aunque muera, vivirá (Jn 11, 25).

El que beba el agua que yo quiero darle 
nunca más volverá a tener sed.
Porque el agua que yo quiero darle 
se convertirá en su interior 
en un manantial capaz de dar vida eterna (Jn 4, 14).

Tanto amó Dios al mundo 
que no dudó en entregarle a su hijo único, 
para que todo el que crea en él no perezca, 
sino que tenga vida eterna (Jn 3, 16).

Si vivimos, para el Señor vivimos.
Si morimos, para el Señor morimos.
En vida o en muerte, del Señor somos (Rm 14, 8).

En Pablo la vida terrena se ve como tiempo transitorio, anhelante de 
vida eterna, la vida verdadera del hombre espiritual. En la vida de este 
hombre están juntos lo transitorio y lo eterno. El hombre está a la vez 
en los dos polos, que ya dejan de serlo, porque la eternidad se mete 
en el tiempo. Con intención a la vez proclamativa y didáctica, Pablo 
trabaja así el orden nuevo.

Aunque nuestra condición física va desmoronándose, nuestro ser 
interior va recibiendo cada día vida nueva (11 Cor 4, 16).

Se siembra un cuerpo animal, resucita un cuerpo espiritual. Pues si 
hay cuerpo animal, también lo hay espiritual... El primer hombre 
procede de la tierra y es terreno; el segundo viene del cielo... Y así 
como hemos incorporado en nosotros la imagen del hombre terreno, 
incorporamos también la del celestial (I Cor 15, 44.47.49).

A los que vivimos en esta morada corporal nos abruma la aflicción, 
pues no queremos quedar desnudos, sino sobrevestidos, de modo 
que lo mortal sea absorbido por la vida (11 Cor 5, 4).

Valor del lenguaje escatológico

Muerte y vida son en el plano escatológico términos simbólicos: 
desde el nivel natural, analizable, orientan la atención hacia un nivel 
profundo, misterioso, no abarcable ni por la ciencia ni por la razón. La 
muerte y la vida tienen aquí carácter de absolutos, y el lenguaje no los 
comprende. Los símbolos hacen pie sobre una analogía que se 
espera que haya entre lo natural-moral, accesible a la comprensión, y 
lo escatológico desbordante. Se entiende que las realidades deben 
ser homogéneas: lo escatológico sería lo negativo y lo positivo de la 
muerte y de la vida en grado sumo. Pero, en definitiva, se trata de un 
destino que, si bien preparado por el hombre y en correspondencia 
con su opción, le es dado, le espera y le llega, desbordando todas sus 
capacidades y sobrepasando su tiempo de acción.
El supuesto escatológico cuenta con la continuidad de la persona 
más allá y por encima de la muerte, fuera del régimen de las 
categorías del espacio y del tiempo. ¿Es realmente asumible ese 
supuesto? ¿Tiene lógica ese lenguaje? ¿Es, de alguna manera, 
objeto de vivencia para que se pueda hablar de vivir la muerte y la 
vida en ese plano? En cualquier caso, tenemos un sujeto, que ha sido 
consciente de sí y del mundo de su alrededor; que ha hecho cosas 
que que dan en el mundo; que ha cultivado relaciones por las que ha 
entrado en la historia humana y cósmica, y que ha mantenido una 
comunión con el Dios trascendente, supuestamente señor de la 
muerte y de la vida. Cimentado en lo más profundo de su ser, ese 
sujeto sintió siempre una repugnancia irreprimible hacia la aniquilación 
y un anhelo irrenunciable de vivir, no acallado ni por la evidencia de 
los sentidos ni por las seguridades de la razón en sentido contrario. 
Más todavía, ese sujeto entiende que ha saboreado adelantos de lo 
que pudieran ser la muerte y la vida absolutas, en los 
desbordamientos del mal y del bien que ha conocido a lo largo de su 
vida. Y cuenta, incluso, experiencias de haber sobrevivido a muchas 
formas de muerte en su vida, lo cual le ha dado pie para anhelar la 
victoria definitiva de la vida sobre la muerte. Es lo que se proclama 
con los términos resurrección e inmortalidad.
¿Valen algo esos títulos? En el fondo no son razones tan diversas 
de las que alimentaban alguna esperanza de vida más allá de la 
muerte en el plano natural. Las de ahora se asientan sobre ellas, pero 
son más audaces, en cuanto que se hacen soporte de la acción 
sobrehumana. Pero de ésta no hay prueba objetiva, porque su objeto 
no es racionalmente abarcable ni científicamente analizable. El 
lenguaje que habla de ella no es doctrina capaz de comprender, es 
símbolo que sugiere, que apunta, que insinúa. Pero hay que decir que 
lo que sugiere entra de lleno en la vida, tiene más férrea realidad que 
objeto alguno. Ese lenguaje, por lo tanto, no tiene valor de ciencia o 
de teoría, pero sí de experiencia, que llega a mayor hondura. Cierto, 
para que el lenguaje mantenga su valor, la experiencia ha de estar 
siempre en activo. Si dejara de haber quien viva esa experiencia, el 
lenguaje se quedaría sin apoyo.

CONCLUSIÓN

Armonización de niveles

La Biblia, lo hemos visto, ahonda en el tratamiento de la vida y de la 
muerte en sus varios niveles. Distinguirlos era metodológicamente 
indispensable para penetrar en los entresijos de esas experiencias 
cardinales del sujeto humano, conociendo en cada momento el 
sentido y valor del lenguaje. Al verlos individualizados, alguno tal vez 
decidirá aceptar como válido un nivel y excluir otro. La verdad es que 
se entrecruzan de tal suerte que es casi imposible aislarlos. Quizá el 
que excluya alguno, en realidad, lo dejará sumergido en los otros, 
pues se trata de componentes que integran el mismo sujeto humano, 
que es naturaleza, responsabilidad y esperanza.
Reintegrar otra vez esos niveles es también metodológicamente 
necesario, si se quiere enfocar al hombre entero, integrado por lo 
biológico, lo moral y lo religioso o, lo que es lo mismo, por la obra de la 
naturaleza, la acción personal y el favor del Dios trascendente.
La existencia encuadrada entre el nacer y el morir es el espacio 
natural, el campo de oportunidades, para decidir la muerte o la vida 
en el plano moral, o para realizarse como persona, conforme a 
criterios de conciencia, de valores y de ideales; y esos planos natural 
y moral son los espacios dados para preparar la muerte o la vida en el 
sentido escatológico y para experimentar ya la una o la otra.
La vida y la muerte en el plano natural vienen ya dadas y no están 
en las manos del hombre; en el plano moral el hombre es dueño de 
optar entre una u otra, con lo cual se cultiva como ser humano, decide 
la calidad de su existencia y prepara su último destino. Desde el plano 
moral el hombre controla de alguna manera los restantes. Desde ese 
centro humaniza su condición natural y la convierte en historia; y 
también desde ahí se abre camino hacia más allá del tiempo y espacio 
de la historia, y se asoma al Reino. Aquí la muerte y la vida son 
definitivas, intemporales y eternas, cualidades que apuntan a la 
resolución sobrehumana de lo humano.
En la vida y la muerte natural cuenta el plano moral: en éste el 
hombre trabaja para mejorar el proyecto humano; pero los dos se 
orientan al plano escatológico, en el que la muerte o la vida se 
consuman. Propiamente sólo la vida es aquí meta: la derrota de todas 
las muertes. El Reino es la suprema aspiración, y a ella el hombre no 
puede renunciar. Pero el presentismo de la resolución escatológica no 
quita a la muerte física su amargo sabor. Éste es un componente de lo 
humano que nadie le puede ahorrar. El despliegue de las dimensiones 
moral y escatológica lo hacen más soportable.
La plenitud de vida que ya se experimenta en el grado más 
elemental de la vida humana, se corrobora y se refuerza en los otros 
niveles. El hombre cabal, la persona humana, se realiza con la 
integración y armonización de las tres dimensiones: ser natural, moral 
y religioso. La vida escatológica salta de los esquemas del espacio y 
del tiempo; pero es en la mundana existencia en donde se la conoce, 
y también allí donde se empieza a vivirla. La eternidad entra por ella 
en el tiempo.

Vivir la muerte

MU/QUE-ES-VIVIRLA: Pese a tan amplio tratamiento de la vida y de 
la muerte, la Biblia no nos hace asistir a muchas agonías. Y es que allí 
la muerte no espera a ser vivida en el trance mismo de morir. Este 
momento es generalmente imprevisible, impreciso, con frecuencia 
inconsciente. En todo caso, el moribundo es raramente capaz de 
hacer giros que aporten algo nuevo, no vivido ya previamente. 
Realmente la muerte se vive en el desvivir que se escalona a lo largo 
de toda la vida, en el contexto de otras experiencias y con muy 
variada incidencia. La muerte esta en la misma vida como un 
componente de su definición, como criterio de valoración y como 
principio de acción. El hombre la vive cuando asume su condición y 
cuando hace su opción por su destino, por su modo de sobrevivir. Es 
vivencia que llena el tiempo de la existencia, rebasando sus limites.
Vivir la muerte es tenerla presente en la conciencia y sacarle partido 
en favor de la vida. Esto lleva consigo no mirarla pasiva y 
resignadamente, como una fatalidad que llega desde fuera, sino como 
hecho humanizable que viene desde dentro. Desde aquí se la siente 
venir y se la acoge como una vivencia, con una beligerancia frente a 
ella que ya tiene carácter de victoria. Hemos visto cómo esto ocurre 
en los varios niveles. En vista de ella se adoptan actitudes, se toman 
decisiones, se deciden comportamientos, todo eso que constituye el 
entramado de la vida. La muerte pregunta a la vida cómo quiere 
sobrevivir. Y la vida responde haciéndose sus caminos.
¿Aprender a morir? Un capitulo de la asignatura de aprender a vivir. 
La vida sabia es la que se hace cargo de la muerte, ganándole la 
delantera para que no sorprenda "como ladrón inesperado». No es el 
caso de anticipar la vivencia de ese momento, ni de pretender mirarlo 
estoicamente, como algo que no nos afecta. Es el caso de utilizarla 
para aquilatar los caminos de la vida. Para el que la tiene presente, 
cuando llegue, será en armonía con lo que desde antes le ha 
significado, en función de la condición natural, de la opción moral y del 
destino escatológico. La vida en su campo de prácticas, en que la 
muerte se ha desabsolutizado, es un límite limitado, tratable, 
superable por la fuerza de la vida. «El amor es más fuerte que la 
muerte» (Ct 8, 6).

BIBLIOGRAFÍA
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A. GONZALEZ NUÑEZ
LABOR HOSPITALARIA, 225. Págs. 198-213