El Absolutismo

 

 

          Absolutismo significa poder soberano o de origen divino desligado de cualquier otra instancia de poder temporal, sea el papa o el emperador. En este sistema de gobierno el estado y el monarca se consideraban como una única entidad situada por encima de la ley, y el concepto de derecho divino de los reyes era la justificación que legitimaba la pretensión de soberanía indivisible.

 

 El  absolutismo, término que procede del latín absolutus («acabado», «perfecto»), fue el principal modelo de gobierno en Europa durante la época moderna, caracterizado por la teórica concentración de todo el poder del Estado en manos del monarca gobernante. La implantación del absolutismo representó un cambio sustancial en la concepción sobre la dependencia de las autoridades intermedias entre el súbdito y el Estado, situación que comportó la creación de una burocracia eficaz, un ejército permanente y una hacienda centralizada. Su andadura política se inició en los siglos XIV y XV, alcanzó la plenitud entre los siglos XVI y XVII, y declinó entre formas extremas e intentos reformistas a lo largo del siglo XVIII.

 

Ningún monarca absoluto trató de atribuirse la exclusividad o monopolio del poder, sino la soberanía del mismo. Poder absoluto, durante la época moderna, fue básicamente poder incontrolado, poder no sometido a límites jurídicos institucionalizados. Éste fue el marco y la verdadera preocupación de las monarquías europeas que se calificaron interesadamente como absolutas, que se esforzaron por serlo de un modo real, práctico y efectivo, y que lo consiguieron de forma parcial y progresiva. Por tanto, el poder absoluto debe entenderse, por una parte, como un poder soberano o superior, no exclusivo; es decir, presupuso y asumió la existencia de otros poderes: señorial, asambleas estamentales o cortes, reinos municipios, etc., respecto a los cuales se consideró preeminente y, por otra parte, como un poder desvinculado de controles o límites institucionales.

 

Los antecedentes del absolutismo

 

El siglo XIV y buena parte del siglo XV fueron escenario de innumerables conflictos: depresión económica, fractura cultural y resquebrajamiento político en un escenario de guerras marcaron el tránsito hacia el siglo XVI. De la necesidad imperiosa por conseguir la paz en los diferentes reinos europeos, se derivaron dos repercusiones principales en el terreno político. Por una parte, los dos poderes tradicionales de la cristiandad medieval, el papado y el imperio, recuperaron, si no su anterior prestigio, sí su unidad. Por otra parte, a pesar de la gran variedad de formas institucionales de poder las monarquías feudales del medioevo salieron fortalecidas de una situación de crisis en la que habían conseguido erigirse lentamente en representantes de grupos nacionales, mucho más que de clientelas o huestes.

 

En Inglaterra, Francia, el Sacro Imperio, Polonia, Aragón y Castilla, entre otros, el rey, soberano cristiano consagrado por la Iglesia, se fue convirtiendo en la cabeza de una larga cadena de relaciones de vasallaje, encuadradas en el complejo marco del régimen señorial, y en el símbolo popular de la justicia. El monarca acumuló progresivamente amplios poderes, reforzando así su autoridad, cosa que le permitió vencer las resistencias y dotar de nuevos instrumentos al Estado.

 

Todo el poder para el rey.

 

Las principales resistencias vinieron desde diferentes frentes. La primera era la fortaleza del poder de la nobleza. Garantizar sus intereses, en el marco del afianzamiento del poder personal del rey, fue un equilibrio permanentemente buscado a lo largo de la trayectoria política de todas las monarquías absolutas. Éstas nunca fueron árbitros independientes de la sociedad que se iba a dirigir, sino representantes insignes y garantes eficaces de la perpetuación del poder y hegemonía social de las noblezas, tanto si provenían de los señoríos de antigua estirpe, como de los fieles titulados de nuevo cuño. Fue para ellas para quienes se construyó el costoso aparato cortesano y el imponente mundo palaciego.

 

La segunda de las resistencias se concentraba en arrancar protagonismo a los órganos representativos del reino (cortes, parlamentos, dietas, etc.), todo ello sin intentar suprimirlos, ni atentar contra sus derechos; solamente evitando y espaciando su ritmo de convocatoria y haciendo que, progresivamente, perdieran su papel tradicional para ratificar cualquier petición de subsidio de guerra o impuesto público.

 

La tercera resistencia consistió en extender los tentáculos del poder real al gobierno de ciudades, villas y corporaciones, siempre tan celosas de sus privilegios y autonomía. Esto sólo pudo conseguirse a través del desarrollo de una política de concesión de honores que permitió al soberano inmiscuirse por muy diversas vías en las elecciones de cargos destinados a regir las diversas facetas de la administración municipal.

 

En idéntica línea, se diluyó el último gran escollo: controlar al menos terrenal de los poderes, la Iglesia. La profunda fractura religiosa de mediados del siglo XVI, ligada a la Reforma protestante y la posterior Contrarreforma católica, comportó, entre muchas otras repercusiones, un proceso de reafirmación de las iglesias nacionales, cada vez más alejadas de la omnipresente centralización del papado romano. En este marco, se hizo evidente la preocupación de los monarcas por vigilar e intervenir en la elección de los altos ministerios eclesiásticos que habían de ejercer un papel relevante en la justificación pública de la autoridad real y de su actuación política, en la paz y en la guerra. Todos fueron frentes difíciles de batir y, por ello, la lenta y no siempre exitosa lucha contra estas resistencias marcó buena parte de la historia de la consolidación de la autoridad de las monarquías absolutas europeas, a lo largo de los siglos en que ocuparon el escenario del poder.

 

Realidades muy diversas, pero preocupaciones similares.

 

Este complejo envite se emprendió desde diferentes frentes. En Inglaterra, acabadas las largas guerras medievales, Enrique VII inició una política de pacificación interna que ahondó en el reforzamiento de la autoridad real. Su obra fue culminada por Enrique VIII, modelo de príncipe renacentista, quien acometió una profunda tarea de concentración del poder al controlar a los nobles, reducir al máximo la convocatoria del parlamento y crear la primera iglesia nacional, separada de Roma y encabezada por el propio rey, después del cisma anglicano y la promulgación del Acta de Supremacía (1534). En Francia, el período comprendido entre 1494 y 1559, es decir, entre Carlos VIII y Enrique II, supuso el arranque en la construcción de las nuevas estructuras del estado monárquico absolutista con una renovada concepción del poder real.

 

En otras zonas, se avanzó hacia un claro proceso de consolidación nacional. Polonia asistió a una vigorización del poder real, respaldado por la nobleza, de la mano de la dinastía electiva de los Jaguellones. La «Unión de las Tres Coronas» de Suecia, Dinamarca y Noruega se disolvió en 1521 y se inauguró un proceso de redefinición y asentamiento de las diferentes dinastías nacionales. En Rusia, de la mano de Iván III y hasta el fin del reinado de Iván IV, recordado como "el Terrible"  (1584), se promovió la centralización gubernamental en Moscú, el sometimiento de la aristocracia boyarda y de las grandes masas campesinas y el fortalecimiento del ejército. En Portugal, en la primera mitad del siglo XVI, se vivió, bajo los auspicios de Manuel el Afortunado y Juan III, un período de esplendor en el que se perfiló una primera gran potencia mundial basada en un Estado moderno y un imperio transoceánico.

 

En la Monarquía Hispánica, a finales del siglo XV, se emprendió con Femando de Aragón e Isabel de Castilla una unión de reinos que puede considerarse un adecuado ejemplo del concepto de monarquía autoritaria, planteado como primera fase de avance hacia el absolutismo pleno. Esto se consiguió a través de la articulación de un modelo de gobierno llamado polisinodial, es decir, organizado a partir de diferentes sedes de manera que se equilibrara el poder superior de los monarcas con la existencia de instituciones representativas generales o cortes, y de múltiples consejos con tareas específicas, como el Consejo de Castilla, de Aragón, de Indias, etc. Así, se logró una gestión sorprendentemente ágil de un reino que había alcanzado dimensiones planetarias ya en los inicios del reinado de Carlos I de España y V de Alemania.

 

Los instrumentos del absolutismo

 

 El proceso de organización y fortalecimiento de las monarquías se consiguió venciendo resistencias y planteando una nueva forma de entender y ordenar el estado. La renovación profunda del concepto de política se gestó a lo largo del siglo XVI, alcanzó la plenitud en el XVII, y radicó en dos grandes líneas de actuación: nueva política económica y necesidad de eficacia en la política interior y exterior.

 

La lenta tarea de articular los estados modernos obligó a los monarcas absolutos a definir una política económica de Estado que superara la ineficaz atomización feudal. La conquista de los imperios transoceánicos, iniciada por Portugal y la Monarquía Hispánica y seguida de inmediato por los Países Bajos, Inglaterra y Francia, obligó a centralizar esfuerzos y a coordinar acciones para aprovechar tan ingentes riquezas, utilizando para ello un principio novedoso: la riqueza de un reino reside en sus reservas de metales preciosos, oro y plata. Para aumentarlas, era preciso conseguir una balanza de pagos favorable: es decir, vender mucho y comprar poco. Alcanzar tales metas conllevó una actuación en un triple frente: primero, industrialismo o potenciación de la producción del país, incluso a través del intervencionismo directo del Estado en la actividad manufacturera; segundo, proteccionismo contra la concurrencia extranjera en las cada vez más complejas redes del mercado; y tercero, nacionalismo para garantizar que los intereses particulares, tanto de empresarios y comerciantes, como de las diversas corporaciones locales, se fundieran, fueran solidarios, con los de la política estatal. Así, el mercantilismo económico, teorizado principalmente por Jean Baptiste Colbert, intendente de hacienda de Luis XIV reclamó una política de autoridad y seguridad y se convirtió en un poderoso agente de unificación nacional. Con todo, esta pretendida unidad de acción encontró uno de sus límites en el lento proceso de articulación de Las cada vez más potentes burguesías de negocios que, ya desde finales del siglo XVII, hicieron prevalecer sus intereses y se opusieron al lastre del intervencionismo estatal.

 

La organización del Estado

 

Junto con la preocupación de que un país rico contribuía a la «gloria del rey», era precisa una renovada organización de la política interior y exterior. Tres fueron los elementos principales. El primero, la necesidad de contar con técnicos de gestión pública y así, se formó la burocracia estatal encargada de ejecutar las decisiones del soberano y sus consejos en todos los ámbitos de la administración del reino. Este nuevo funcionariado surgió desde muy diversas procedencias, ya que los cargos públicos fueron una importante vía de ascenso social para la baja nobleza y algunos burgueses, llegando incluso a la compra y venta de oficios, también denominada venalidad (fenómeno típicamente francés) y dio origen a la denominada «nobleza de toga».

 

Su tarea desarrolló una actuación acorde con los intereses de los grupos tradicionalmente privilegiados: aristocracia y nobleza antigua, que eran los únicos autorizados a intervenir en los consejos privados de asesoría al monarca, auténticas sedes de poder y de decisión en los asuntos de estado.

 

El segundo de los instrumentos fue la construcción de la hacienda pública, fundamento imprescindible para cualquier actuación política. El rey tendió a acaparar el derecho a imponer nuevas contribuciones que se superpusieron a las tradicionalmente exigidas en el marco de municipios y señoríos. Una fiscalidad tan repentinamente acrecentada, en un marco de dificultades económicas y conflictos políticos como fue la Europa del siglo XVII, comportó un progresivo malestar, tanto en burgueses y ciudadanos, como en las clases populares, campesinos en su mayoría, que encabezaron revueltas y motines contra un fisco arbitrario, gravoso y desmesurado que acabó convirtiéndose en una nueva forma de renta feudal, en este caso, centralizada.

 

El último de los instrumentos fue la instauración de un ejército profesional, desligado del concepto de hueste feudal, financiado a través de las recaudaciones de la hacienda pública en formación y ocupado, principalmente, en la defensa de las fronteras territoriales del reino y el sometimiento de revueltas populares.

 

El momento de esplendor de las monarquías absolutas

 

Este complejo aparato institucional alcanzó su apogeo en un período de esplendor que puede considerarse encamado por un ejemplo emblemático: Luis XIV, el Rey Sol, quien rigió los destinos de Francia durante el difícil período comprendido entre 1661 y 1715. Si existió un monarca que pueda considerarse el arquetipo de esta forma de gobierno, nadie puede negar que los honores le corresponden a quien se consideró, tal y como rezan sus divisas, la encarnación viviente de1 Estado (L'êtat c'est rnoi) y

el gobernante más poderoso de la tierra (Nec pluribus impar) y quien adoptó al astro rey como emblema personal.  

 

Luis XIV de Francia

 

Con todo, hay que añadir que el absolutismo de los Borbones en Francia, con ser el más característico, no fue el único ni el mejor organizado. Siempre hay que matizar que el absolutismo fue una forma de entender el ejercicio del poder en la Europa modema y, así, las trayectorias políticas de los diferentes estados del continente se enmarcaron en regímenes monárquicos típicamente absolutistas, con unas u otras especificidades, con individualizados rasgos adaptados a la propia tradición política y organización social, con entramados institucionales diversos, pero siempre con un rey fuerte a la cabeza. Y esto ya sean los Estuardo en Inglaterra, los Braganza en Portugal los Habsburgo en la monarquía hispánica y en el Imperio, los Hohenzollem en Prusia, los Vasa en Polonia, los Romanov en Rusia o los diferentes monarcas de los países bálticos, especialmente los Palatinado-Zweibrücken en Suecia.

 

El despotismo ilustrado

 

La culminación del absolutismo se alcanzó en el siglo XVIII, pero, a diferencia del siglo anterior, se introdujo cierta preocupación por incorporar reformas que dieran un aire nuevo a la tarea de gobernar. Los monarcas comprendieron la utilidad y la necesidad de controlar una naciente opinión pública que se difundía en círculos europeos muy restringidos de la mano de la cuantiosa correspondencia generada por escritores y filósofos.

 

Es innegable que el espíritu ilustrado dotó a los soberanos de un nuevo vocabulario, un cierto toque laico y un estilo más veladamente cortesano y menos lejano a los problemas del pueblo llano; pero también lo es que la realidad de su actuación política puso de manifiesto que no hubo diferencias sustanciales entre absolutismo y despotismo ilustrado, independientemente de las veleidades reformistas. Así, se mantuvo plenamente un concepto de política, encabezada por el monarca, destinada a conseguir la grandeza de la nación; se desdeñó definitivamente el papel de los cuerpos legislativos intermedios; se fortaleció la política de centralización y se avanzó en la potenciación de la autoridad de un Estado, en cuya cima se situaba el soberano.

 

Con esta meta, se impuso el ambiente reformista con unos principios claros. Se promovió la intervención del Estado en la sanidad o la beneficencia; se intentó suplantar la hegemonía de la Iglesia en el terreno educativo, especialmente en las universidades; se impulsó una cierta mejora en las vías de comunicación y en las obras públicas; se fomentó, desde el Estado, el impulso a las actividades económicas tanto agrícolas como en la manufactura o en la participación en las grandes compañías de comercio ultramarino, y, finalmente, se pretendió reorganizar la administración para robustecer el poder de los reyes.

 

La burocracia estatal confeccionó, bajo supervisión del gobierno, exhaustivos recuentos de población y de la riqueza individual de los ciudadanos y elaboró los primeros censos sobre la industria, el comercio y la navegación, todo ello siempre acompañado de informes y memorias. En segundo lugar, se proyectó, con resultados muy desiguales, reordenar la división territorial, para superar las dificultades que el caos de las circunscripciones tradicionales imponía a la nuevas exigencias de gestión de lo público. En tercer lugar, se redefinieron los cargos de la administración. Aparecieron funciones ligadas al renovado planteamiento del territorio, así, los gobernadores, cargos a veces ocupados por militares si la plaza era conflictiva, fueron la correa de transmisión directa entre el rey y los súbditos; y los tradicionales consejos del rey, en manos de la nobleza, se sustituyeron por los gabinetes de ministros en los que se hizo imprescindible una formación técnica, casi siempre universitaria, para participar en el gobierno del Estado.

 

La etapa final del absolutismo

 

Toda esta ingente labor de renovación partía de preocupaciones muy concretas. La superación de los conflictos de toda índole acaecidos durante el siglo XVII tuvo como telón de fondo el inicio irreversible de lentos, pero profundos, cambios sociales que iban a afectar al concepto mismo del poder. Diversos sectores de la sociedad inglesa encabezaron un proceso de revolución política que acabó con el absolutismo de los Estuardo. Los monarcas europeos empezaron a preocuparse seriamente. La ideología de la llustración contenía fermentos que auguraban la intensidad de los cambios por venir. En este marco, el despotismo ilustrado puede considerarse como un movimiento a la defensiva de las monarquías europeas en el siglo XVIII y, por eso, consiguió sus mejores logros en los países menos desarrollados. Son las penínsulas mediterráneas o de las profundidades continentales de la Europa Central y Oriental, es decir, la Europa terrateniente, donde la aristocracia y la nobleza tradicional todavía eran clases dominantes, y donde los monarcas pudieron ejercer una tímida función de reforma, en especial por lo que respecta a la legislación de tipo social, que les acercaba a las maltrechas clases populares. Al final, la creciente animadversión social hacia el absolutismo desencadenó los movimientos revolucionarios del siglo XIX. Estamos ya en los inicios de una nueva época.

 

 

© Manuel Cuadros Revelles - 2002

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