EL REGRESO DEL HIJO PRÓDIGO 2

 

HENRI J. M. NOUWEN

 

EL HIJO MAYOR SE MARCHA

 PARA/HIJO-PRODIGO CUARESMA 04C HOMILÍAS

La parábola podría muy bien haberse llamado "La parábola de los hijos perdidos". No sólo se perdió el hijo menor, que se marchó de casa en busca de libertad y felicidad, sino que también el que se quedó en casa se perdió. Aparentemente, hizo todo lo que un buen hijo debe hacer, pero interiormente, se fue lejos de su padre. Trabajaba muy duro todos los días y cumplía con sus obligaciones, pero cada vez era más desgraciado y menos libre.

-Perdido en el resentimiento

Me es muy duro reconocer que este hombre amargado, resentido y enfadado pudiera estar, en sentido espiritual, más cerca de mí que su joven y lujurioso hermano. Sin embargo, cuanto más pienso en el hijo mayor, más me reconozco en él. Como hijo mayor de mi propia familia, conozco muy bien lo que se siente al tener que ser un hijo modelo.

Con frecuencia me pregunto si no son especialmente los hijos mayores los que quieren cumplir con las expectativas de sus padres y desean que se les considere obedientes y cumplidores del deber. Siempre quieren agradar, y temen desilusionar a sus padres. Pero también experimentan, desde muy temprano, cierta envidia hacia sus hermanos y hermanas más pequeños, que parecen estar menos preocupados por agradar y parecen ser más libres para «hacer sus cosas.» Este es mi caso, y siempre me he sentido atraído de forma extraña a vivir una vida desobediente que nunca me he atrevido a llevar, pero que he visto llevar a muchos a mi alrededor. Siempre he hecho cosas adecuadas, cumpliendo los planes que organizaban las distintas figuras paternales con las que me he encontrado a lo largo de mi vida -profesores, directores espirituales, obispos y papas-; al mismo tiempo, me preguntaba a menudo por qué nunca he tenido el coraje de «marcharme» como hizo el hijo menor.

Resulta extraño decir esto, pero en el fondo he tenido envidia del hijo desobediente. Éste es el sentimiento que me viene cuando veo a mis amigos disfrutar haciendo el tipo de cosas que yo repruebo. Decía que su comportamiento era reprensible, incluso inmoral, pero al mismo tiempo me preguntaba por qué no tenía el valor de hacer todas esas cosas o, al menos, alguna de ellas.

La vida obediente y servicial de la que me siento orgulloso, la veo a veces como una carga que se me ha puesto sobre los hombros y que sigue oprimiéndome a pesar de haberla aceptado hasta el punto de ser incapaz de desprenderme de ella. No me cuesta identificarme con el hijo mayor de la parábola que se quejaba: «Hace ya muchos años que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes, y nunca me has dado ni un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos.» En esta queja, obediencia y deber se han convertido en una carga, y el servicio en esclavitud. Todo esto se me presentó de forma muy clara cuando un amigo que recientemente se ha convertido al cristianismo, me criticó por no hacer demasiada oración. Esta crítica me enojó mucho. Me dije: «¡Cómo se atreverá éste a darme lecciones de oración! Durante años ha llevado una vida descuidada e indisciplinada, mientras que yo siempre he vivido una vida de fe. ¡Ahora se convierte y empieza a decirme cómo debo comportarme!» Este resentimiento interior revela mi propio «extravío.» Me había quedado en casa, no me había marchado, pero no llevaba una vida libre en casa de mi padre. Mi ira y envidia eran prueba de mi esclavitud.

Esto no sólo me ocurre a mí. Hay muchos hijos e hijas mayores que están perdidos a pesar de seguir en casa. Y es este «extravío» -que se caracteriza por el juicio y la condena, la ira y el resentimiento, la amargura y los celos- el que es tan peligroso para el corazón humano. A menudo pensamos en el extravío como actos que se ven y que son espectaculares. El hijo menor pecó de forma visible. Su perdición es obvia. Malgastó su dinero, su tiempo, sus amigos, su propio cuerpo. Lo que hizo estuvo mal; lo supo su familia, sus amigos y él mismo. Se rebeló contra toda moralidad y se dejó llevar por la lujuria y la codicia. Después, habiendo visto que toda aquella conducta caprichosa no le conducía más que a la miseria, el hijo menor reflexionó, volvió y pidió perdón. Estamos ante el clásico error humano que se soluciona de forma clara. Se comprende y se simpatiza fácilmente con él.

Sin embargo, el extravío del hijo mayor es mucho más dificil de identificar. Al fin y al cabo, lo hacía todo bien. Era obediente, servicial, cumplidor de la ley y muy trabajador. La gente le respetaba, le admiraba, le alababa y le consideraba un hijo modélico.   Aparentemente, el hijo mayor no tenía fallos. Pero cuando vio la alegría de su padre por la vuelta de su hermano menor, un poder oscuro salió a la luz. De repente, aparece la persona resentida, orgullosa, severa y egoísta que estaba escondida, y que con los años se había hecho más fuerte y poderosa.

Mirando en mi interior y mirando a las personas que me rodean, me pregunto qué hará más daño, la lujuria o el resentimiento. Hay mucho resentimiento entre los «justos» y los «rectos.» Hay mucho juicio, condena y prejuicio entre los «santos.» Hay mucha ira entre la gente que está tan preocupada por evitar el «pecado.»

El extravío del hijo resentido es tan difícil de reconocer precisamente porque está estrechamente ligado al deseo de ser bueno y virtuoso. Sólo yo sé los esfuerzos que he hecho por ser bueno, agradable, porque se me acepte, y por ser un ejemplo a imitar. Toda mi vida me he esforzado por evitar las situaciones que me conducen al pecado; siempre he sentido pánico de caer en la tentación. Pero junto a esto estaba también la seriedad, la moralidad, incluso un cierto fanatismo, que hacía que me resultara cada vez más difícil sentirme a gusto en la casa de mi Padre. Me hice menos libre, menos espontáneo, menos jovial y cada vez más era considerado una person «dura.»

-Sin alegría  

Cuando escucho las palabras con las que el hijo mayor ataca a su padre -palabras farisaicas, autocompasivas y celosas- veo que hay una queja más profunda. Es la queja que llega de un corazón que siente que nunca ha recibido lo que le corresponde. Es la queja expresada de mil maneras, que termina creando un fondo de resentimiento. Es el lamento que grita: «He trabajado tan duro, he hecho tanto y todavía no he recibido lo que los demás consiguen tan fácilmente. ¿Por qué la gente no me da las gracias, no me invita, no se divierte conmigo, no me agasaja, y sin embargo presta tanta atención a los que viven la vida tan frívolamente?»

Es en esta queja donde descubro al hijo mayor que hay dentro de mí. A menudo me descubro quejándome por pequeños rechazos, faltas de consideración o descuidos. A menudo observo dentro de mí ese murmullo, ese gemido, esa queja, ese lamento, que crece y crece aunque yo no lo quiera. Cuanto más me refugio en él, peor me siento. Cuanto más lo analizo, más razones encuentro para quejarme. Y cuanto más profundamente entro en él, más complicado se vuelve. Hay un enorme y oscuro poder en esta queja interior. La condena a los otros, la condena a mí mismo, el fariseísmo y el rechazo, van creciendo más y más fuertemente. Cada vez que me dejo seducir por él, me enreda en una interminable espiral de rechazo. Cuanto más profundamente entro en el laberinto de mis quejas, más y más me pierdo, hasta que al final me siento la persona más incomprendida, más rechazada y más despreciada del mundo.

De una cosa estoy seguro: quejarse es contraproducente. Siempre que me lamento de algo con la esperanza de inspirar pena y recibir así la satisfacción que tanto deseo, el resultado es el contrario del que intento conseguir. Es muy duro vivir con una persona que siempre se está quejando, y muy poca gente sabe cómo dar respuesta a las quejas de una persona que se rechaza a sí misma. Lo peor de todo es que, generalmente, la queja, una vez expresada, conduce a lo que quiere evitar: más rechazo.

Desde esta perspectiva se comprende la incapacidad del hijo mayor para compartir la alegría del padre. Cuando volvía a casa del campo, oyó música y cantos. Sabía que había alegría en la casa. Enseguida empezó a sospechar. Una vez que la queja entra en nosotros, perdemos la espontaneidad hasta el punto de que ya ni siquiera la alegría evoca alegría en nosotros.

La historia cuenta: «Llamó a uno de los criados y le preguntó qué era lo que pasaba.» Aquí brota el miedo a que me hayan excluido otra vez, a que no me cuenten qué es lo que pasa, a quedarme al margen de las cosas. La queja surge de inmediato: «¿Por qué no se me informó, qué es todo esto?» El criado, lleno de expectación, confiado y deseando compartir la buena noticia, explica: «Ha vuelto tu hermano, y tu padre ha matado el ternero cebado porque lo ha recobrado sano.» Pero este grito de alegría no puede ser bien recibido. En vez de alivio y gratitud, la alegría del criado surte el efecto contrario: «El se enfadó y no quiso entrar.» Alegría y resentimiento no pueden coexistir. La música y los cantos, en vez de invitar a la alegría, se convierten en causa de mayor rechazo.

Recuerdo muy bien haber vivido situaciones parecidas. Una vez, me sentía sólo y le pedí a un amigo que saliera conmigo. Me contestó que no tenía tiempo, y, sin embargo, un poco más tarde me lo encontré en una fiesta en casa de un amigo común. Al verme me dijo: «Ven, únete a nosotros, me alegro de verte.» Pero yo estaba tan enfadado por no haber sabido nada de la fiesta, que era incapaz de quedarme. Se despertaron en mi interior todas mis quejas por no ser aceptado y querido y abandoné la habitación dando un portazo. Era incapaz de participar de la alegría que allí se respiraba. En un momento, la alegría de aquella habitación se había convertido en fuente de resentimiento.

Esta experiencia de ser incapaz de compartir la alegría es la experiencia de un corazón lleno de resentimiento. El hijo mayor no podía entrar en casa y compartir la alegría de su padre. Sus quejas le habían paralizado y dejaron que la oscuridad le envolviera.

A veces la gente se pregunta: ¿Qué le ocurrió al hijo mayor? ¿Se dejó convencer por su padre? ¿Entró finalmente en casa y participó de la celebración? ¿Abrazó a su hermano y le dio la bienvenida igual que había hecho su padre? ¿Se sentó a la mesa con su padre y su hermano para disfrutar con ellos del banquete? La parábola no habla de la voluntad del hijo mayor de dejarse encontrar. ¿Desea el hijo mayor reconocer que él también es un pecador necesitado de perdón? ¿Desea reconocer que no es mejor que su hermano?

Me quedo sólo con estas preguntas. Así como no sé si el hijo menor aceptó el banquete o cómo vivió con su padre después de volver a casa, tampoco sé si el mayor alguna vez se reconcilió con su hermano, con su padre o consigo mismo. Lo que sí conozco con una certeza inquebrantable es el corazón del padre. Es un corazón lleno de una misericordia infinita.

-Una cuestión abierta

A diferencia de un cuento de hadas, la parábola no tiene un final feliz. Al contrario, nos pone cara a cara ante una de las cuestiones espirituales más difíciles: confiar o no confiar en el amor de Dios que lo perdona todo. Yo soy el único que puede elegir, nadie puede hacerlo en mi lugar. En respuesta a sus lamentos: «Éste acoge a los pecadores y come con ellos», Jesús compara a los fariscos y escribas con el regreso del hijo pródigo, y con el hijo mayor resentido. Todo esto tuvo que ser un duro golpe para aquella gente tan obediente y religiosa. Finalmente, tuvieron que enfrentarse con su propio lamento y elegir cómo iban a responder al amor de Dios por los pecadores. ¿Se sentarían con ellos a la mesa como hizo Jesús? Esto era y es un auténtico reto: para ellos, para mí, para cualquier ser humano que esté lleno de resentimiento y se sienta tentado a vivir quejándose.

Cuanto más siento al hijo mayor en mi interior, más consciente me hago de lo profundamente arraigada que está esta forma de «perderse» y lo dificil que es volver a casa desde esta situación. Parece mucho más fácil volver desde una aventura de lujuria que volver desde una ira fría que ha echado raíces en los rincones más profundos de mí mismo. Mi resentimiento no es algo que pueda distinguirse con facilidad o ser tratado de forma racional.

Es mucho más peligroso: algo que se une a lo más profundo de mi virtud. ¿Acaso no es bueno ser obediente, servicial, cumplidor de las leyes, trabajador y sacrificado? Mis rencores y quejas parecen estar misteriosamente ligadas a estas elogiables actitudes. Esta conexión me desespera. Justo en el momento en que quiero hablar o actuar desde lo más generoso de mí mismo, me encuentro atrapado en la ira y el rencor. Y cuanto más desinteresado quiero ser, más me obsesiono porque me quieran. Cuanto más lo doy todo de mí para que algo salga bien más me pregunto por qué los demás no lo dan todo como yo. Cuando pienso que soy capaz de vencer mis tentaciones, más envidia siento hacia los que ceden a ellas. Parece que allí donde se encuentra mi mejor yo, se encuentra también el yo resentido y quejicoso.

Y es aquí donde me veo frente a frente con mi verdadera pobreza. Soy incapaz de acabar con mis resentimientos. Están tan profundamente anclados dentro de mí que arrancarlos parecería algo así como una autodestrucción. ¿Cómo erradicar estos rencores sin acabar también con mis virtudes?

¿Puede el hijo mayor que está en mi interior volver a casa? ¿Puedo ser encontrado como lo fue el hijo menor? ¿Cómo puedo volver cuando estoy perdido en el rencor, cuando estoy atrapado por los celos, cuando estoy prisionero de la obediencia y del deber, vividos como esclavitud? Está claro que yo sólo no puedo encontrarme. Es mucho más desalentador tener que curarme de mis rasgos de hijo mayor que de los de hijo menor. Enfrentado aquí con la imposibilidad de la autoredención, ahora entiendo las palabras de Jesús a Nicodemo: «Que no te cause, pues, tanta sorpresa lo que te he dicho: «Tenéis que nacer de nuevo.» (Jn 3,7) Es decir, algo tiene que ocurrir que yo no puedo hacer que ocurra. Yo no puedo volver a nacer; es decir, no puedo hacerlo con mis propias fuerzas, con mi mente, con mis ideas. No me cabe ninguna duda de todo esto porque ya intenté en el pasado curarme yo sólo de mis rencores y de mis quejas y fallé... y fallé, hasta que estuve al borde del hundimiento, incluso del agotamiento físico. Sólo puedo ser curado desde arriba, desde donde Dios actúa. Lo que para mí es imposible, es posible para Dios. «Para Dios nada hay imposible.»

EL REGRESO DEL HIJO MAYOR

"Su hijo mayor... se enfadó y no quería entrar. Su padre salió a persuadirlo... El padre le respondió: «¡Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo! Pero tenemos que alegrarnos y hacer fiesta, porque este hermano tuyo estaba muerto, ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido encontrado».

-Una conversión posible  

El padre quiere que regresen los dos hijos, el menor y también el mayor. También el hijo mayor necesita ser encontrado y conducido a la casa de la alegría. ¿Responderá a la súplica de su padre o permanecerá estancado en su amargura? La parábola no nos revela si ve la luz. Igual que no condena claramente al hermano mayor; la parábola deja abierta la esperanza de que se dé cuenta de que también él es un pecador... deja la interpretación de la reacción del hermano mayor en manos del espectador.

El final abierto de la historia me sitúa ante el trabajo espiritual que tengo que hacer. Ésta no es una historia que separe a los hermanos en bueno y malo. Sólo es bueno el padre. Él quiere a los dos hijos, corre al encuentro de los dos. Quiere que los dos se sienten a su mesa y participen de su alegría. El hermano menor se deja abrazar por su padre que le ha perdonado. El hermano mayor se queda atrás, mira el gesto misericordioso de su padre, y no puede olvidarse de la ira que siente y dejar que el padre le cure también.

El amor del Padre no fuerza al amado. Aunque quiere curarnos a todos de nuestra oscuridad interior, somos libres para elegir permanecer en la oscuridad o caminar hacia la luz del amor de Dios. Dios está allí. La luz de Dios está allí. El perdón de Dios está allí. El amor sin fronteras de Dios está allí. Lo que está claro es que Dios siempre está allí, siempre dispuesto a dar y perdonar, independientemente de lo que nosotros respondamos. El amor de Dios no depende de nuestro arrepentimiento o de nuestros cambios.

Ya sea el hijo menor o el mayor, el único deseo de Dios es llevarme a casa. Arthur Freeman escribe:

«El padre ama a cada hijo y le da libertad para que sea lo que quiera, pero no puede darle una libertad que no pueda utilizar o entender de forma adecuada. El padre parece darse cuenta, más allá de las costumbres de aquella sociedad, de la necesidad de los hijos de ser ellos mismos. Pero conoce también su necesidad de amor y de un «hogar.» Es responsabilidad de ellos decidir cómo van a terminar sus historias. El hecho de que la parábola no esté completa deja claro que el amor del padre no depende de un final de la historia adecuado. El amor del padre depende sólo de sí mismo y es parte de su manera de ser. Como dice Shakespeare en uno de sus sonetos: «El amor no cambia cuando encuentra el cambio.».

Para mí personalmente, es de crucial importancia la posible conversión del hijo mayor. Dentro de mí hay mucho del grupo con el que Jesús es tan crítico: los fariseos y los escribas. He estudiado los libros, conozco las leyes, y con frecuencia me presento como una autoridad en materia de religión. La gente me muestra mucho respeto, incluso me llama «reverendo.» He sido recompensado con cumplidos y alabanzas, con dinero, premios y aclamaciones. He sido muy crítico con algunas formas de comportamiento y a menudo he pronunciado juicios contra otros.

Así, cuando Jesús cuenta la parábola del hijo pródigo, yo debo escucharla consciente de que estoy más cerca de aquéllos que le escuchaban comentando: «Éste acoge a los pecadores y come con ellos.» ¿Me queda alguna posibilidad de volver al Padre y sentirme acogido en su casa? ¿O estoy tan atrapado en mis quejas farisaicas que estoy condenado, contra mi deseo, a permanecer fuera de casa, revolcándome en mi ira y mi resentimiento?

Jesús dice: «Dichosos los pobres... dichosos los que ahora tenéis hambre... dichosos los que ahora lloráis...,» (Lc 6,20-21) pero yo ni soy pobre, ni tengo hambre ni lloro. Jesús dice: «Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes.» (Lc 10,21) Es precisamente a este grupo, al de los sabios y entendidos, al que yo pertenezco. Jesús muestra su preferencia por los marginados de la sociedad -los pobres, los enfermos, los pecadores- y yo no soy ciertamente un marginado. La dolorosa pregunta que me llega a través del Evangelio es: «¿Ya he recibido mi recompensa?» Jesús es muy crítico con los que «oran de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas para que los vea la gente.» (Mt 6,5) De ellos dice: «Os aseguro que ya han recibido su recompensa.» Con todo lo que he escrito y hablado sobre la oración y con toda la publicidad de la que disfruto, no puedo menos que preguntarme si estas palabras irán dirigidas a mí.

De hecho ahí están. Pero la historia del hijo mayor da una nueva luz a todas estas preguntas, dejando muy claro que Dios no ama al hijo menor más que al mayor. En la historia, el padre sale fuera a recibir al hijo mayor igual que hizo con el menor, le anima a entrar y le dice: «¡Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo!»

Estas son las palabras a las que debo prestar atención y dejar que penetren hasta el centro de mí mismo. Dios me llama «hijo mío». La palabra griega que utiliza Lucas aquí es teknon, «una forma cariñosa de hablar», como dice Joseph A. Fitzmyer. Traducido literalmente, lo que el padre dice es «niño.»

Esta forma tan afectuosa de hablar se hace aún más clara en las palabras que siguen. Los duros y amargos reproches del hijo no tropiezan con palabras de condena. No hay recriminación o acusación alguna. El padre no se defiende ni hace ningún comentario acerca del comportamiento del hijo mayor. El padre va más allá de cualquier valoración para subrayar su relación íntima con el hijo cuando dice: «Tú estás siempre conmigo.» Esta declaración del padre, de amor incondicional, elimina cualquier posibilidad de creer que el hijo menor es más querido que el mayor. El hijo mayor no ha dejado nunca la casa. El padre lo ha compartido todo con él. Ha formado parte de su vida cotidiana sin ocultarle nada. «Todo lo mío es tuyo,» dice. No se puede encontrar una afirmación más clara del amor sin límites del padre hacia su hijo mayor. Así pues, el padre ofrece este amor sin reservas a los dos hijos, y por igual.

-Dejando la rivalidad a un lado La alegría por el regreso emotivo del hijo menor de ningún modo significa que el hijo mayor fuera menos querido, menos apreciado o menos favorecido. El padre no compara a sus dos hijos. Ama a los dos con un amor total y expresa ese amor de acuerdo con sus trayectorias personales. Conoce a los dos íntimamente. Comprende sus cualidades y sus defectos. Mira la pasión de su hijo menor con amor, aunque no sea obediente. Con el mismo amor ve la obediencia del hijo mayor, aunque no esté vitalizado por la pasión. Con el hijo menor no hay reflexiones sobre quién es mejor o peor, más o menos, así como tampoco hay comparaciones con el hijo mayor. El padre responde a ambos de acuerdo con su unicidad. El regreso del menor le lleva a celebrar una fiesta. El regreso del mayor le hace extender su invitación a una total participación de esa alegría.

Jesús dice: «En la casa de mi Padre hay sitio para todos.» (Jn 14,2) Cada hijo de Dios tiene su sitio, todos ellos son sitios de Dios. Tengo que dejar de lado cualquier intento de comparación, cualquier rivalidad o competición, y rendirme al amor del Padre. Para esto hace falta dar un salto de fe porque tengo muy poca experiencia en el amor que no hace comparaciones y desconozco el poder de un amor así. Mientras permanezca fuera, en la oscuridad, sólo podré experimentar la queja y el resentimiento que resulta de las comparaciones que hago. Fuera de la luz, mi hermano menor parece más querido por el Padre que yo; más aún, fuera de la luz, ni siquiera lo reconozco como mi hermano.

Dios me implora que vuelva a casa, que vuelva a entrar en su luz, que vuelva a descubrir allí que, en Dios, todo el mundo es amado única y totalmente. En la luz de Dios puedo considerar que mi hermano, mi prójimo, pertenece a Dios tanto como yo. Pero fuera de la casa de Dios, hermanos y hermanas, maridos y mujeres, amantes y amigos se convierten en rivales e incluso en enemigos; cada uno de ellos vive dominado por los celos, las suspicacias y los resentimientos.

No es de extrañar que, en su ira, el hijo mayor se queje al padre: «...nunca me has dado ni un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos. ¡Pero llega ese hijo tuyo, que se ha gastado tu patrimonio con prostitutas, y le matas el ternero cebado!» Estas palabras demuestran hasta qué punto este hombre está dolido. Su autoestima se siente herida por la alegría del padre, y su propia ira le impide reconocer a este sinvergüenza como su hermano. Con las palabras «este hijo tuyo» se distancia de su hermano y también de su padre.

Los mira como a extraños que han perdido todo el sentido de la realidad y se han embarcado en una relación inapropiada, considerando la vida que ha llevado el pródigo. El hijo mayor ya no tiene un hermano. Tampoco tiene ya un padre. Se han convertido en dos extraños para él. A su hermano, un pecador, le mira con desdén; a su padre, dueño de un esclavo, le mira con miedo.

Es aquí donde veo lo perdido que está el hijo mayor. Se ha convertido en un extraño dentro de su propia casa. La verdadera comunión ha desaparecido. Toda relación se ha quedado en la oscuridad. Tener miedo o mostrar desdén, mostrarse sumiso o pretender controlar, ser opresor o ser víctima: éstas son las posibilidades que le quedan a uno cuando está fuera de la luz. No puede confesar sus pecados, no puede recibir el perdón, el amor mutuo no puede existir. La verdadera comunión se ha hecho imposible.

Conozco el dolor de esta difícil situación. Todo pierde su espontaneidad. Todo se convierte en sospechoso, consciente, calculado y lleno de segundas intenciones. Ya no hay autenticidad. El más mínimo movimiento reclama un contramovimiento; el más mínimo comentario debe ser analizado, el gesto más insignificante debe ser evaluado. Esta es la patología de la oscuridad.

¿Queda alguna salida? No lo creo, al menos por mi parte. A menudo parece que, cuanto más intento deshacerme de las sombras, más oscuro se hace. Necesito luz, pero una luz que conquiste mi oscuridad. Pero no puedo encontrarla por mí mismo. Yo no puedo perdonarme a mí mismo. No puedo obligarme a sentir amor. Por mí mismo puedo sólo sentir cólera. No puedo llevarme a casa ni puedo crear comunión por mí mismo. Puedo desearlo, esperarlo, rezarlo. Pero no puedo fabricar mi verdadera libertad. Alguien me la tiene que dar. Estoy perdido. Debo ser encontrado y conducido a casa por el pastor que sale en mi busca.

La historia del hijo pródigo es la historia de un Dios que sale a buscarme y que no descansará hasta que me haya encontrado. Anima y suplica. Me pide que deje de aferrarme a los poderes de la muerte y que me deje abrazar por los brazos que me conducirán al lugar donde encontraré la vida que más deseo.

Recientemente he vivido en mi propia carne el regreso del hijo mayor. Mientras hacía autoestop, me atropelló un coche y tuvieron que llevarme a un hospital. Estaba al borde de la muerte. Pero, de repente, me vino el pensamiento de que ni siquiera era libre para morir, porque todavia seguía aferrado al lamento de que aquel de quien soy hijo no me había querido lo suficiente. Me di cuenta de que no había madurado. Sentí la llamada a olvidarme de mis quejas de adolescente y de la mentira de que se me ama menos que a mis hermanos menores. La idea me espantaba, pero a la vez era muy liberadora. Cuando mi padre, ya muy mayor, voló desde Holanda para verme, supe que aquél era el momento de descubrir mi condición de hijo. Por primera vez en mi vida, le dije a mi padre que le quería y que le estaba muy agradecido por el amor que me había dado. Le dije muchas más cosas que jamás había sido capaz de pronunciar, y me sorprendió comprobar el tiempo que me había costado decirlas. Mi padre también estaba sorprendido, confundido con todo aquello, pero recibió mis palabras con comprensión y con una sonrisa. Cuando miro hacia atrás y pienso en este acontecimiento espiritual, veo que aquello fue un auténtico regreso, el regreso desde una falsa dependencia de un padre humano que no puede darme todo lo que necesito, a la dependencia en el Padre divino que dice: «Tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo»; el regreso desde mi yo que se queja, se compara y siente rencor, a mi verdadero yo que es libre para dar y recibir amor. Y aunque he tenido, e indudablemente seguiré teniendo, muchas recaídas, esto me dio la libertad de vivir mi propia vida y morir mi propia muerte. El regreso al Padre «de quien procede toda familia en los cielos y en la tierra» (Ef 3,14-15) me permite consentir que mi padre sea el bueno, cariñoso, pero limitado ser humano que es, y consentir que mi Padre celestial sea el Dios cuyo amor ilimitado e incondicional acaba con todo resentimiento y me hace libre para amar más allá de mi necesidad de agradar o de encontrar aprobación.

-A través de la confianza y la gratitud

Esta experiencia personal del regreso del hijo pródigo puede ofrecer cierta esperanza a personas que estén atrapadas en el rencor. Supongo que todos nosotros tendremos que enfrentarnos con el hijo mayor o la hija mayor que tenemos dentro. La cuestión es muy simple: ¿Qué podemos hacer para que el regreso sea posible? Aunque el mismo Dios corre en nuestra busca para encontrarnos y llevarnos a casa, debemos reconocer que estamos perdidos, y hemos de prepararnos para ser encontrados y conducidos a casa. ¿Cómo?

Desde luego adoptando una actitud pasiva, no. Aunque no seamos capaces de librarnos de nuestra ira, podemos dejar que Dios nos encuentre y nos cure con su amor, practicando diariamente la confianza y la gratitud. La confianza y la gratitud son las disciplinas para la conversión del hijo mayor y yo las he conocido por mi propia experiencia.

Sin confianza, no puedo dejar que me encuentren. La confianza es la convicción profunda de que el Padre me quiere en casa. Yo no me dejo encontrar cuando dudo de que merezco que me encuentren y creo que se me quiere menos que a mis hermanos y hermanas menores. Tengo que seguir diciéndome: «Dios te busca. Irá a cualquier parte para encontrarte. Te ama, te quiere en casa, no descansará hasta que estés con Él.»

Pero hay también en mí una voz muy fuerte y oscura que me dice todo lo contrario: «Dios no está realmente interesado en mí, prefiere al pecador arrepentido que llega a casa después de sus locas escapadas. A mí, que nunca he dejado el hogar, no me hace caso. Da por supuesto que estoy aquí con Él. No soy su hijo favorito. No creo que me dé lo que realmente deseo.» Algunas veces esta voz es tan fuerte que necesito una gran energía espiritual para confiar en que el Padre me quiere en casa tanto como al hijo menor. Hace falta una verdadera disciplina para pasar por encima de mis quejas de siempre y pensar, decir y actuar con la convicción de que se me busca y de que seré encontrado. Sin esta disciplina, vuelvo a ser víctima de la desesperanza.

Diciéndome que no soy lo suficientemente importante como para ser encontrado, mis quejas son mayores hasta que me hago completamente sordo a la voz que me llama. Llega un momento en que tengo que negar esta voz de autorechazo y reclamar la verdad de que Dios quiere, realmente, abrazarme igual que hace con mis hermanos y hermanas caprichosos. Esta confianza, para que dure, tiene que ser más profunda que la sensación de extravío. Jesús expresa esta radicalidad cuando dice: «Todo lo que pidáis en vuestra oración, lo obtendréis si tenéis fe en que váis a recibirlo.» (Mc 11,24) Viviendo en esta confianza se abrirá el camino hacia Dios y se cumplirán así mis deseos más profundos.

Junto a esta confianza, debe haber también gratitud, lo contrario del resentimiento. Resentimiento y gratitud no pueden coexistir, porque el resentimiento bloquea la percepción y la experiencia de la vida como don. Mi resentimiento me dice que no se me da lo que merezco. Siempre se manifiesta en envidia.

La gratitud, sin embargo, va más allá de lo «mío» y «tuyo» y reclama la verdad de que todo en la vida es puro don. Antes pensaba que la gratitud era una respuesta espontánea a los dones recibidos, pero ahora me he dado cuenta de que también puede vivirse como una disciplina. La disciplina de la gratitud es el esfuerzo explícito por reconocer que todo lo que soy y tengo me ha sido dado como don de amor, don que tengo que celebrar con alegría.

La gratitud como disciplina implica una elección consciente. Puedo elegir ser agradecido aún incluso cuando mis emociones y sentimientos están impregnados de dolor y resentimiento. Es sorprendente la cantidad de veces que puedo optar por la gratitud en vez de por la queja y el lamento. Puedo elegir ser agradecido cuando me critican, aunque mi corazón responda con amargura. Puedo optar por hablar de la bondad y la belleza, aunque mi ojo interno siga buscando a alguien para acusarle de algo feo. Puedo elegir escuchar las voces que perdonan y mirar los rostros que sonríen, aun cuando siga oyendo voces de venganza y vea muecas de odio.

Siempre se puede elegir entre el resentimiento y la gratitud porque Dios ha aparecido en mi oscuridad, me ha animado a venir a casa, y me ha dicho en un tono lleno de afecto: «Tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo.» Así pues, puedo elegir entre vivir en las sombras, señalando a los que aparentemente son mejores que yo; puedo elegir lamentarme de la cantidad de desgracias que sufrí en el pasado, y dejar que el resentimiento me absorba. Pero no es esto lo que debo hacer. Está la opción de mirar en los ojos del único que salió en mi busca y reconocer que todo lo que soy y tengo es puro don que debo agradecer.

Muy raramente se lleva a la práctica la opción por la gratitud sin un gran esfuerzo. Pero cada vez que lo hago, la siguiente opción es un poco más fácil, un poco más libre, un poco menos consciente. Porque cada don que reconozco me lleva a otro y a otro don, hasta que por fin, el acontecimiento más normal, más obvio, y aparentemente más mundano, demuestra estar lleno de gracia. Hay un dicho estonio que dice: «Quien no es agradecido en lo poco, tampoco lo será en lo mucho.» Los actos de gratitud le hacen a uno agradecido porque, paso a paso, le hacen ver que todo es gracia.

Confianza y gratitud requieren el coraje de arriesgarse, porque la desconfianza y el resentimiento, en su necesidad de reclamar su atención, siguen advirtiéndome de lo peligroso que es dejar a un lado mis cálculos y predicciones. En muchos aspectos debo dar un salto de fe para dejar que la confianza y la gratitud tengan su oportunidad: escribir una carta amable a alguien que no me perdonará, llamar al que me ha rechazado, pronunciar una palabra de aliento a alguien que no puede decirla.

El salto de fe siempre significa amar sin esperar ser amado, dar sin querer recibir, invitar sin esperar ser invitado, abrazar sin pedir ser abrazado. Y cada vez que doy un pequeño salto, veo un reflejo del Unico que corre hacia mí y me hace partícipe de su alegría, la alegría en la que no sólo me encuentro yo sino también todos mis hermanos y hermanas. Así, la confianza y las gratitud revelan al Dios que me busca, ardiendo de deseo porque todos mis rencores y quejas desaparezcan y por dejar que me siente a su lado en el banquete celestial.

-El verdadero hijo mayor

Para mí, el regreso del hijo mayor se está convirtiendo en algo tan importante -si no más- como el del hijo menor. ¿Cómo mirará el hijo mayor cuando esté libre de sus quejas, libre de su ira, resentimientos y celos? Porque la parábola no nos dice nada de la respuesta del hijo mayor. Se deja a nuestra elección escuchar al Padre o seguir prisioneros de nuestro autorechazo.

Pero incluso si reflexiono acerca de esa elección y me hago consciente de que toda la parábola fue contada por Jesús para mi propia conversión, veo claro que el mismo Jesús, que fue quien contó la historia, es el hijo menor y también el hijo mayor. Jesús ha venido a mostrar el amor del Padre y a liberarme de mis rencores. Todo lo que dice Jesús sobre sí mismo le revela como el Hijo Amado, el único que vive en completa comunión con el Padre. No hay distancia, miedo o suspicacias entre Jesús y el Padre.

Las palabras del padre en la parábola: «¡Hijo, tu estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo!» expresan la verdadera relación de Dios Padre con Jesús, su Hijo. Jesús dice constantemente que la gloria que pertenece al Padre pertenece también al Hijo (Jn 1,14). Todo lo que hace el Padre, lo hace también el Hijo (Jn 10,32). No hay separación entre ellos: «Nosotros somos uno» (Jn 17,22); no hay división del trabajo: «El Padre ama al hijo y ha puesto en sus manos todas las cosas» (Jn 3,35); no hay competencia: «Os he dado a conocer todo lo que he oído a mi Padre» (Jn 15,15); no hay envidia: «El hijo no puede hacer nada por su cuenta; él hace únicamente lo que ve hacer al Padre.» (Jn 5,19) Hay una perfecta unidad entre el Padre y el Hijo. Esta unidad está en el núcleo del mensaje de Jesús: «Debéis creerme cuando afirmo que yo estoy en el Padre y el Padre en mí.» (Jn 14,11) Creer en Jesús significa creer que es el único enviado por el Padre, el único en quien, y a través de quien, se revela el amor del Padre. (Jn 5,24; 6,40; 16,27; 17,8)

Esto lo expresó el propio Jesús en la parábola de los malos arrendatarios. El propietario del viñedo, tras haber enviado inútilmente a varios empleados para recoger su parte de la cosecha, decide enviar a su «hijo amado.» Los arrendatarios se dan cuenta de que es el heredero y lo matan para así quedarse con la herencia. Éste es el retrato de un hijo que obedece a su padre, no como esclavo, sino como el amado, y cumple la voluntad del Padre en unión total con Él.

Así, Jesús es el Hijo mayor del Padre. Es enviado por el Padre para revelar el amor duradero de Dios hacia todos sus hijos resentidos y para ofrecerse a sí mismo como el camino para llegar a casa. Jesús es el camino de Dios para hacer que lo imposible sea posible, para dejar que la luz conquiste la oscuridad. Los rencores y quejas, por profundos que sean, pueden desvanecerse en el rostro en el que se hace visible toda la luz del Hijo. «El Hijo Amado en quien descansa el favor de Dios.»  

CONTINÚA

HENRI J. M. NOUWEN
EL REGRESO DEL HIJO PRODIGO
Meditaciones ante un cuadro de Rembrandt
MADRID-1994. PPC.Págs.Págs. 74-96