EL REGRESO DEL HIJO PRÓDIGO 1

HENRI J. M. NOUWEN

 

EL HIJO MENOR SE MARCHA
 

"Un hombre tenía dos hijos. Y el menor dijo a su padre: "Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde." Y el padre les repartió el patrimonio. A los pocos días el hijo menor recogió todas sus cosas, se marchó a un pais lejano y allí despilfarró toda su fortuna viviendo como un libertino".

Dijo a su padre: «Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde»; reunió todo lo que le había tocado y se fue. Lucas cuenta todo esto de forma tan simple y prosaica que resulta difícil caer en la cuenta de que todo lo que está ocurriendo es realmente un hecho inaudito: hiriente, ofensivo, y en total contradicción con la tradición más venerada de la época. Kenneth Bailey, en su penetrante explicación de la historia de Lucas, muestra que la manera que tuvo el hijo de marcharse es equivalente a desear la muerte del padre. Bailey escribe:

«Durante más de quince años he estado preguntando a gente de todo tipo, desde Marruecos hasta la India, y desde Turquía al Sudán acerca de las implicaciones que puede tener el hecho de que un hijo reclame su herencia en vida del padre. La respuesta ha sido siempre la misma ... La conversación se desarrolla como sigue: -¿Hubo alguna vez alguien en su pueblo que pidiera una cosa así? -¡Jamás! -¿Podría alguna vez alguien pedir una cosa así? -¡Imposible! -Si alguna vez alguien lo hiciera, ¿qué ocurriría? -Su padre lo mataría a golpes, ¡desde luego! -¿Por qué? -Una petición así significaría que deseaba que su padre muriera.»

Bailey explica que el hijo pide no sólo que se haga una división de la herencia, sino que también reclama el derecho de disponer de su parte. «Tras renunciar a sus posesiones en favor de su hijo, el padre tiene todavía derecho a vivir de los beneficios... mientras esté vivo. Así, el hijo menor no tiene derecho alguno sobre las propiedades hasta la muerte de su padre. La implicación de «Padre, no puedo esperar a que mueras», subraya la petición del hijo.»

Así pues, la «marcha» del hijo es un acto mucho más ofensivo de lo que puede parecer en una primera lectura. Supone rechazar el hogar en el que el hijo nació y fue alimentado, y es una ruptura con la tradición más preciosa mantenida cuidadosamente por la gran comunidad de la que él formaba parte. Cuando Lucas escribe: «se marchó a un país lejano», quiere indicar mucho más que el deseo de un hombre joven por ver mundo. Habla de un corte drástico con la forma de vivir, de pensar y de actuar que le había sido transmitida de generación en generación como un legado sagrado. Más que una falta de respeto es una traición a los valores de la familia y de la comunidad. El «país lejano» es el mundo en el que se ignora todo lo que en casa se considera sagrado.

Esta explicación es muy significativa para mí, no sólo porque me ayuda a una comprensión más precisa de la parábola en su contexto histórico, sino porque me lleva necesariamente a reconocerme en el hijo menor. Al principio me fue muy duro descubrir en la historia de mi vida una rebelión tan desafiante. No me reconozco a mí mismo rechazando los valores de mi propia herencia. Pero cuanto más detenidamente pienso en los sutiles caminos por los que ha transcurrido mi vida, veo que he preferido la tierra lejana al hogar y, entonces, el hijo menor surge rápidamente. Me refiero aquí a un «abandonar el hogar» espiritual que es distinto del hecho físico de que he pasado la mayor parte de mi vida fuera de mi querida Holanda.

La parábola del hijo pródigo expresa el amor sin fronteras de Dios, mucho más fuertemente que cualquier otra historia del Evangelio. Y cuanto más me sitúo en la historia bajo la luz del amor divino, más clara veo la relación entre el abandono del hogar y mi propia experiencia espiritual.

-Sordo a la voz del amor Así pues, dejar el hogar es mucho más que un simple acontecimiento ligado a un lugar y a un momento. Es la negación de la realidad espiritual de que pertenezco a Dios con todo mi ser, de que Dios me tiene a salvo en un abrazo eterno, de que estoy grabado en las palmas de las manos de Dios y de que estoy escondido en sus sombras. Dejar el hogar significa ignorar la verdad de que Dios me ha moldeado en secreto, me ha formado en las profundidades de la tierra y me ha tejido en el seno de mi madre (Salmo 139,13-15). Dejar el hogar significa vivir como si no tuviera casa y tuviera que ir de un lado a otro tratando de encontrar una.

/Mt/03/17: El hogar es el centro de mi ser, allí donde puedo oir la voz que dice: «Tú eres mi hijo amado, en quien me complazco» -la misma voz que dio vida al primer Adán y habló a Jesús, el segundo Adán; la misma voz que habla a todos los hijos de Dios y los libera de tener que vivir en un mundo oscuro, haciendo que permanezcan en la luz. Yo he oído esa voz. Me habló en el pasado y continúa hablándome ahora. Es la voz del amor que no deja de llamar, que habla desde la eternidad y que da vida y amor dondequiera que es escuchada. Cuando la oigo, sé que estoy en casa con Dios y que no tengo que tener miedo a nada. Como el Amado de mi Padre celestial, «aunque pase por un valle tenebroso, ningún mal temeré» (Salmo 23,4). Como el Amado, puedo curar a los enfermos, resucitar a los muertos, limpiar a los leprosos, arrojar a los demonios (Mt 10,8). Habiendo «recibido gratis» puedo «dar gratis.» Como el Amado, puedo enfrentarme a cualquier cosa, consolar, amonestar, y animar sin miedo a ser rechazado y sin necesidad de afirmación. Como el Amado, puedo sufrir persecución sin sentir deseos de venganza, y recibir alabanzas sin tener que utilizarlas como prueba de mi bondad. Como el Amado, puedo ser torturado y asesinado sin tener ninguna duda de que el amor que se me da es más fuerte que la muerte. Como el Amado, soy libre para dar y libre para recibir, libre incluso para morir al tiempo que doy vida.

Jesús me hizo ver claro que yo también puedo escuchar la misma voz que El escuchó en el río Jordán y en el Monte Tabor. Me hizo ver claro que yo, lo mismo que Él, tengo mi casa junto al Padre. Pidiendo al Padre por sus discípulos, dice: «Ellos no pertenecen al mundo, como tampoco pertenezco yo. Haz que ellos sean completamente tuyos por medio de la verdad; tu palabra es la verdad. Yo los he enviado al mundo como tú me enviaste a mí. Por ellos yo me ofrezco enteramente a ti, para que también ellos se ofrezcan enteramente a ti por medio de la verdad.» (Jn 17,16-19) Estas palabras revelan cuál es mi verdadero hogar, mi auténtica morada, mi casa. La fe es la que me hace confiar en que el hogar siempre ha estado allí y en que siempre estará allí. Las manos firmes del padre descansan en los hombros del pródigo en una bendición eterna: «Tú eres mi hijo amado, en quien me complazco.»

He abandonado el hogar una y otra vez. ¡He huido de las manos benditas y he corrido hacia lugares lejanos en busca de amor! Esta es la gran tragedia de mi vida y de la vida de tantos y tantos que encuentro en mi camino. De alguna forma, me he vuelto sordo a la voz que me llama «mi hijo amado», he abandonado el único lugar donde puedo oír esa voz, y me he marchado esperando desesperadamente encontrar en algún otro lugar lo que ya no era capaz de encontrar en casa.

Al principio todo esto suena increíble. ¿Por qué iba a dejar el lugar donde puedo escuchar todo lo que necesito oír? Cuanto más pienso en esto, más consciente me hago de que la verdadera voz del amor es una voz muy suave y amable que me habla desde los lugares más recónditos de mi ser. No es una voz bulliciosa, que se impone y exige atención. Es la voz del padre casi ciego que ha llorado mucho y ha librado muchas batallas. Es una voz que sólo puede ser escuchada por aquéllos que se dejan tocar.

Sentir el contacto de las manos benditas de Dios y escuchar su voz llamándome «mi hijo amado» son una misma cosa. El profeta Elías vio esto muy claro. Elías estaba sentado en el monte esperando encontrarse con Yavé. Y delante de él pasó un viento fuerte y poderoso que rompía los montes y quebraba las peñas; pero no estaba Yavé en el viento. Y vino tras el viento un terremoto, pero no estaba Yavé en el terremoto. Vino tras el terremoto un fuego, pero no estaba Yavé en el fuego.

Tras el fuego vino un ligero y suave susurro. Cuando lo oyó Elías, se cubrió el rostro con su manto porque sabía que Yavé estaba presente. En la ternura de Dios, la voz era como un contacto y ese contacto era también la voz. (/1R/19/11-13) /Mt/04/01-11: Pero hay muchas otras voces, voces fuertes, voces llenas de promesas muy seductoras. Estas voces dicen: «Sal y demuestra que vales.» Poco después de que Jesús escuchara la voz llamándole «mi hijo amado», fue conducido al desierto para que escuchara aquellas otras voces. Le decían que demostrara que merecía ser amado, que merecía tener éxito, fama y poder. Estas voces no me son desconocidas. Siempre están ahí, y siempre llegan a lo más íntimo de mí mismo, allá donde me cuestiono mi bondad y donde dudo de mi valía. Me sugieren que tengo que, a través de una serie de esfuerzos y de un trabajo muy duro, ganarme el derecho a que se me ame. Quieren que me demuestre a mí mismo y a los demás que merezco que se me quiera, y me empujan a que haga todo lo posible para que se me acepte. Niegan que el amor sea un regalo completamente gratuito. Dejo el hogar cada vez que pierdo la fe en la voz que me llama «mi hijo amado» y hago caso de las voces que me ofrecen una inmensa variedad de formas para ganar el amor que tanto deseo.

He escuchado estas voces casi desde que tengo oídos y siempre me han acompañado. Me han llegado a través de mis padres, mis amigos, mis maestros, y mis colegas, pero sobre todo, me han llegado y todavía me llegan, a través de los medios de comunicación que me rodean. Y dicen: «Demuéstrame que eres un buen chico. ¡Y mejor todavía si eres mejor que tu amigo! ¿Qué tal tus notas? ¡Estoy seguro de que lo que hagas lo harás por ti mismo! ¿Qué contactos tienes? ¿Estás seguro de que quieres ser amigo de esa gente? ¡Estos trofeos demuestran lo buen deportista que eras! ¡No descubras cuáles son tus debilidades porque te utilizarán! ¿Ya lo has arreglado todo para cuando te jubiles? ¡Cuando dejas de producir, dejas de interesar a la gente! ¡Cuando estás muerto, estás muerto!»

Cuando permanezco en contacto con la voz que me trata como a un hijo amado, estas preguntas y consejos me parecen inofensivos. Padres, amigos y profesores, incluso los que me hablan a través de los medios de comunicación, son muy sinceros. Sus advertencias están bien intencionadas. De hecho, pueden ser expresiones limitadas de un amor divino sin límites. Pero cuando olvido la voz del amor incondicional, entonces estas sugerencias inocentes pueden comenzar a dominar mi vida muy fácilmente y empujarme hacia el «país lejano.» No me resulta nada difícil reconocer cuándo ocurre esto. Cólera, resentimiento, celos, deseos de venganza, lujuria, codicia, antagonismos y rivalidades son las señales que me indican que me he ido de casa. Y me ocurre con bastante facilidad. Cuando me paro a pensar sobre lo que pasa por mi mente, llego a la conclusión de que son muy pocos los momentos durante el día en los que me siento realmente libre de estas emociones, pasiones y sentimientos oscuros.

Cayendo constantemente en la misma trampa, antes de ser plenamente consciente de ello, me encuentro a mí mismo preguntándome por qué alguien me ha hecho daño, por qué me ha rechazado, o por qué no me ha prestado atención. Sin darme cuenta, me veo obsesionado por el éxito, por mi soledad, y por la forma como el mundo abusa de mí. A pesar de mis constantes esfuerzos, a menudo me encuentro soñando despierto, soñando que soy rico, poderoso y muy famoso. Todos estos juegos mentales me revelan la fragilidad de mi fe en que soy «el hijo amado», aquél en quien descansa el favor de Dios. Tengo tanto miedo a no gustar, a que me censuren, a que me dejen de lado, a que no me tengan en cuenta, a que me persigan, a que me maten, que constantemente estoy inventando estrategias nuevas para defenderme y asegurarme el amor que creo que necesito y merezco. Y al hacerlo, me alejo más y más de la casa de mi padre y elijo vivir en un «país lejano.»

-Buscando donde no puede ser encontrado

La cuestión es la siguiente: «¿A quién pertenezco? ¿A Dios o al mundo?» Muchas de mis preocupaciones diarias me sugieren que pertenezco más al mundo que a Dios. Una pequeña crítica me enfada, y un pequeño rechazo me deprime. Una pequeña oración me levanta el espíritu y un pequeño éxito me emociona. Me animo con la misma facilidad con la que me deprimo. A menudo soy como una pequeña barca en el océano, completamente a merced de las olas. Todo el tiempo y energía que gasto en mantener un cierto equilibrio y no caer, me demuestra que mi vida es, sobre todo, una lucha por sobrevivir: no una lucha sagrada, sino una lucha inquieta que surge de la idea equivocada de que el mundo es quien da sentido a mi vida.

Mientras sigo corriendo por todas partes preguntando: «¿Me quieres? ¿Realmente me quieres?», concedo todo el poder a las voces del mundo y me pongo en la posición del esclavo, porque el mundo está lleno de «síes.» El mundo dice: «Sí, te quiero si eres guapo, inteligente y gozas de buena salud. Te quiero si tienes una buena educación, un buen trabajo y buenos contactos. Te quiero si produces mucho, vendes mucho y compras mucho.» Hay interminables «síes» escondidos en el amor del mundo. Estos «síes» me esclavizan, porque es imposible responder de forma correcta a todos ellos. El amor del mundo es y será siempre condicional. Mientras siga buscando mi verdadero yo en el mundo del amor condicional, seguiré «enganchado» al mundo, intentándolo, fallando, volviéndolo a intentar. Es un mundo que fomenta las adicciones porque lo que ofrece no puede satisfacerme en lo profundo de mi corazón.

«Adicción» es probablemente la palabra que mejor explica la confusión que impregna tan profundamente la sociedad contempóranea. Nuestras «adicciones» nos hacen agarrarnos a lo que el mundo llama las «claves para la realización personal»: acumulación de poder y riquezas; logro de status y admiración; derroche de comida y bebida, y la satisfacción sexual sin distinguir entre lujuria y amor. Estas adicciones crean expectativas que no consiguen más que fracasar al intentar satisfacer nuestras necesidades más profundas. A medida que vamos viviendo en un mundo de engaños, nuestras adicciones nos condenan a búsquedas inútiles en «el país lejano» obligándonos a afrontar constantes desilusiones mientras seguimos sin realizarnos. En estos tiempos de crecientes adicciones, nos hemos ido muy lejos de la casa del Padre. Una vida adicta puede describirse como una vida en «un país lejano.» Es desde aquí desde donde se alza nuestro grito de liberación.

Soy el hijo pródigo cada vez que busco el amor incondicional donde no puede hallarse. ¿Por qué sigo ignorando el lugar del amor verdadero y me empeño en buscarlo en otra parte? ¿Por qué sigo marchándome del hogar donde soy tratado como un hijo de Dios, el amado de mi Padre? Estoy admirado de cómo sigo cogiendo los regalos que Dios me ha dado -mi salud, mis dones intelectuales y emocionales- y sigo utilizándolos para impresionar a la gente, para reafirmarme, y para competir por el premio, en vez de utilizarlos para gloria de Dios. Sí, a menudo los llevo conmigo a la «tierra lejana» y los pongo al servicio de un mundo explotador que no reconoce su valor verdadero. Es casi como si quisiera demostrarme a mí mismo y al mundo que no necesito del amor de Dios, que puedo vivir por mí mismo, que quiero ser plenamente independiente. Detrás de todo esto está la gran rebelión, el «No» rotundo al amor del Padre, la maldición no expresada con palabras: «me gustaría que estuvieses muerto.» El «No» del hijo pródigo refleja la rebelión original de Adán: su rechazo al Dios en cuyo amor hemos sido creados y cuyo amor nos sostiene. Es la rebelión que me coloca fuera del jardín, fuera del alcance del árbol de la vida. Es la rebelión que hace que me disperse en un «país leiano.»

P/A-D/LIBERTAD: Mirando de nuevo el retrato del regreso del hijo menor, veo ahora que hay mucho más que un simple gesto compasivo hacia un hijo caprichoso. El gran acontecimiento que veo es el final de la gran rebelión. En él se perdona la rebelión de Adán y de todos sus descendientes y se restablece la bendición original por la que Adán recibió la vida eterna. Ahora me parece que estas manos siempre han estado tendidas -incluso cuando no había hombros sobre los que apoyarlas. Dios nunca ha retirado sus manos, nunca ha negado su bendición, jamás dejó de considerar a su hijo el Amado. Pero el Padre no podía obligarle a que se quedara en casa. No podía forzar su amor. Tenía que dejarle marchar en libertad, sabiendo incluso el dolor que aquello causaría en ambos. Fue precisamente el amor lo que impidió que retuviera a su hijo a toda costa. Fue el amor lo que le permitió dejar a su hijo que encontrara su propia vida, incluso a riesgo de perderla.

Aquí se desvela el misterio de mi vida. Soy amado en tal medida que soy libre para dejar el hogar. La bendición está allí desde el principio. La he rechazado y sigo rechazándola. Pero el Padre continúa esperándome con los brazos abiertos, preparado para recibirme y susurrarme al oido: «Tú eres mi hijo amado, en quien me complazco.»

EL REGRESO DEL HIJO MENOR

"Gastó toda su fortuna llevando una mala vida. Cuando se lo había gastado todo, sobrevino una gran carestíá en aquella comarca y comenzó a padecer necesidad. Entonces fue a servir a casa de un hombre del país, que le mandó a sus campos a cuidar cerdos. Habría deseado llenar su estómago con las algarrobas que comían los cerdos pero nadie se las daba. Entonces, recapacitó y se dijo: "¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra mientras que yo aquí me muero de hambre! Me pondré en camino, volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros.» Se puso en camino y se fue a casa de su padre."

-Perderse

El joven sostenido y bendecido por el padre es un pobre hombre. Dejó su casa lleno de orgullo y dinero, determinado a vivir su propia vida lejos de su padre y de su comunidad. Ahora vuelve sin nada: dinero, salud, honor, dignidad, reputación... lo ha despilfarrado todo.

Veo ante mí a un hombre que se adentró en una tierra extranjera y allí lo perdió todo. Veo vaciedad, humillación y derrota. Se parecía mucho a su padre y ahora tiene peor aspecto que los criados que trabajan para él. Parece un esclavo.

¿Qué le ocurrió al hijo en aquel país lejano? Aparte de todas las consecuencias físicas y psíquicas, ¿cuáles fueron las consecuencias más internas de la marcha del hijo? La secuencia de acontecimientos es bastante predecible. Cuanto más me alejo del lugar donde habita Dios, menos soy capaz de oír la voz que me llama «mi hijo amado», y cuanto menos oigo esta voz, más me enredo en las manipulaciones y juegos de poder del mundo.

Lo que ocurre es algo parecido a esto: no estoy seguro de tener un hogar, y veo a otros que parecen estar mejor que yo. Entonces me pregunto cómo puedo llegar donde están ellos. Me empeño en agradar, en tener éxito, en ser reconocido. Cuando fracaso, siento celos y resentimiento hacia ellos. Me vuelvo suspicaz, me pongo a la defensiva y siento pánico al pensar que no conseguiré lo que quiero o que perderé lo que ya tengo. Atrapado en este enredo de deseos y necesidades, ya no sé cuáles son mis motivaciones. Me siento víctima del ambiente y desconfío de lo que hacen o dicen los demás. Siempre en guardia, pierdo mi libertad interior y divido el mundo entre los que están conmigo y los que están contra mí. Me pregunto si realmente le importo a alguien. Me pongo a buscar argumentos que justifiquen mi desconfianza. Y dondequiera que vaya los encuentro, y me digo: «No se puede confiar en nadie.» Y entonces me pregunto si alguna vez alguien me ha querido. El mundo a mi alrededor se vuelve oscuro. Se me endurece el corazón. Mi cuerpo se llena de tristeza. Mi vida pierde sentido. Me he convertido en un alma perdida.

El hijo menor se hizo consciente de lo perdido que estaba cuando nadie a su alrededor le demostró interés alguno. Le habían hecho caso en la medida en que podían utilizarlo para sus propios intereses. Pero cuando ya no le quedaba dinero que gastar ni regalos que regalar, dejó de existir para ellos. Me resulta muy difícil imaginar lo que significa ser un completo extranjero, una persona a la que nadie muestra la más mínima señal de reconocimiento. La verdadera soledad llega cuando dejamos de tener conciencia de que tenemos cosas en común. Cuando ya nadie quiso darle ni la comida que él echaba a los cerdos, el hijo menor se dio cuenta de que ni siquiera se le consideraba un ser humano. Sólo soy consciente en parte de lo mucho que necesito la aceptación de los demás. Origen, historia, aspiraciones, religión y educación parecidas; relaciones, estilo de vida, y costumbres comunes; edad y profesión afines; todo esto puede servir de base para la aceptación. Dondequiera que conozca a una persona, siempre busco tener algo en común con ella. Parece una reacción normal y espontánea. Cuando digo: «soy de Holanda» a menudo la respuesta es: «¡Yo he estado allí!» o "¡Tengo un amigo que vive allí!" o «¡Molinos de viento, tulipanes y zuecos!»

Cualquiera que sea la reacción, siempre buscamos un vínculo común. Cuanto menos tenemos en común, más difícil nos resulta estar juntos y más extraños nos sentimos. Cuando no conozco ni el idioma ni las costumbres de los otros, cuando no entiendo su estilo de vida, su religión, sus ritos o su arte, cuando no conozco su comida ni su forma de comer... entonces me siento todavía más extraño y perdido.

Cuando la gente que rodeaba al hijo menor dejó de considerarle un ser humano, entonces sintió toda la profundidad de su aislamiento, la soledad más honda que uno puede sentir. Estaba realmente perdido, y fue precisamente eso lo que le hizo volver en sí. Se quedó como conmocionado al darse cuenta de lo solo que estaba y, de repente, comprendió que iba por un camino de muerte. Se había desligado tanto de lo que realmente da vida -familia, amigos, conocidos, comunidad, e incluso la comida- que se dio cuenta de que el siguiente paso sería la muerte. De repente, vio con toda claridad el camino que había elegido y a dónde le había conducido; comprendió que había tomado una opción de muerte; y supo que un paso más en aquella dirección le llevaría a la autodestrucción.

En un momento tan crítico, ¿qué fue lo que le hizo optar por la vida? Sin duda, el redescubrimiento de su yo más profundo.

-Reclamar la infancia

Aunque lo hubiera perdido todo: dinero, amigos, reputación, dignidad, paz interior y alegría, todavía seguía siendo el hijo de su padre. Se dice a sí mismo: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra mientras que yo aquí me muero de hambre! Me pondré en camino, volveré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros.» Con estas palabras escritas en su corazón fue capaz de dejar la tierra extranjera, y volver a casa.

El significado de la vuelta del hijo menor está expresado en las palabras: «Padre, ... Ya no merezco llamarme hijo tuyo.» Por un lado, el hijo menor se da cuenta de que ha perdido la dignidad de su vínculo filial pero, al mismo tiempo, ese mismo sentido de pérdida de dignidad le hace consciente de que por ser hijo, tenía una dignidad que perder.

El regreso del hijo menor se produce en el preciso momento en que éste reclama su vínculo filial, a pesar de haber perdido toda la dignidad que esto lleva consigo. De hecho, fue la pérdida de todo lo que le llevó al fondo de su identidad. Retrospectivamente, parece que el pródigo tuvo que perderlo todo para entrar en lo profundo de su ser. Cuando se encontró deseando que le trataran como a un cerdo, se dio cuenta de que no era un cerdo sino un ser humano, un hijo de su padre. Comprender esto fue el principio de su opción por vivir en vez de morir. Una vez que había llegado a la verdad de su condición de hijo, pudo oír -aunque muy débilmente- la voz llamándole «el amado» y pudo sentir -aunque desde lejos- el tacto de la bendición. Esta conciencia de la confianza en el amor de su padre, aunque borrosa, le dio la fuerza para reclamar su condición de hijo, aunque esa reclamación no estuviera basada en mérito alguno.

Hace unos años yo mismo me encontré ante la misma disyuntiva: volver o no volver. Una amistad que en principio parecía prometedora y vivificante, hizo que poco a poco me alejara más y más del hogar, hasta dejarme totalmente obsesionado. Desde un punto de vista espiritual, vi que para mantener viva aquella amistad estaba malgastando todo lo que había recibido de mi padre. Ya no podía rezar. Había perdido el interés por mi trabajo y cada vez me resultaba más difícil atender a los problemas de los demás. Aunque me daba cuenta de lo destructivo de mis pensamientos y de mis actos, seguía esclavo de mi corazón, hambriento de amor en busca de caminos falsos para conseguir mi propia autoestima.

Entonces, cuando finalmente aquella amistad se rompió definitivamente, tuve que elegir entre destruirme o confiar en que el amor que buscaba existía realmente... ¡en casa! Una voz, una voz muy débil, me susurró que jamás un ser humano sería capaz de darme el amor que buscaba, ni aquella amistad, ni otra relación íntima; tampoco una comunidad podría nunca satisfacer las necesidades más profundas de mi corazón. Aquella voz, suave pero insistente, me habló de mi vocación, de mis primeros compromisos, de los muchos dones que había recibido en la casa de mi padre. Aquella voz me llamó «hijo».

La angustia del abandono fue tan fuerte que me resultaba muy difícil, casi imposible, creer a aquella voz. Pero mis amigos, viendo mi desesperación, continuaron animándome a que superara mi angustia y confiara en que había alguien esperándome en casa. Finalmente, me marché a un lugar donde poder estar solo. Allí, en mi soledad, comencé a caminar hacia casa, lenta y dubitativamente, oyendo cada vez con más claridad la voz que dice: «Tú eres mi hijo amado, en quien me complazco.»

Esta triste aunque esperanzadora vivencia, me llevó al núcleo de la lucha espiritual por la elección correcta. Dios dice: «Pongo hoy por testigos contra vosotros al cielo y la tierra: ante ti están la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida y viviréis tú y tu descendencia, amando al Señor, tu Dios, escuchando su voz y uniéndote a él.» (Dt 30,19-20) Así pues, es cuestión de vida o muerte. ¿Aceptamos el rechazo de un mundo que nos aprisiona, o exigimos la libertad de los hijos de Dios? Tenemos que elegir.

Judas traicionó a Jesús. Pedro le negó. Los dos eran hijos perdidos. Judas no fue capaz de resistir el hecho de que seguía siendo hijo de Dios, y se ahorcó. Pedro, en medio de su desesperación, reflexionó y volvió llorando. Judas eligió la muerte. Pedro eligió la vida. Soy consciente de que esta elección está siempre ante mí. Constantemente siento la tentación de revolcarme en mi perdición y perder el norte de mi bondad original, de la humanidad que Dios me dio, de mi felicidad y, así, dejar que los poderes de la muerte ganen terreno. Esto ocurre una y otra vez, y cuando ocurre me digo a mi mismo: «No soy bueno. No merezco la pena. No valgo nada. No soy nadie.» Siempre hay acontecimientos y situaciones donde elegir para convencerme a mí y a los demás de que mi vida no merece la pena, de que sólo soy una carga, un problema, una fuente de conflictos, o un explotador del tiempo y de la energía de los demás. Mucha gente vive con este sentimiento oscuro. Al contrario que el pródigo, dejan que la oscuridad les absorba tan completamente que no les queda ninguna luz a la que volver. Puede que no hayan muerto físicamente pero desde luego no tienen vida espiritual. Han perdido la fe en su bondad original y, por tanto, en su Padre que es quien les dio la humanidad.

Pero cuando Dios creó al hombre y a la mujer a su imagen y semejanza, "vio Dios que era muy bueno" (Gn 1,31). A pesar de las voces oscuras, ningún hombre o mujer ha podido cambiar eso.

Sin embargo, la voz de mi condición de hijo, no es una voz fácil. Las voces oscuras del mundo que me rodea intentan persuadirme de que no soy bueno y de que sólo podré serlo subiendo por la escalera del éxito. Estas voces me llevan a olvidarme de la voz que me dice «mi hijo, el amado» recordándome que el hecho de ser amado es independiente de cualquier mérito o hazaña. Estas voces oscuras empujan a la voz suave, amable y llena de luz que sigue llamándome «mi favorito»; me empujan a la periferia de mi existencia y me hacen dudar de que haya un Dios amoroso esperándome en lo profundo de mi ser.

Pero abandonar la tierra extraña es sólo el principio. El camino a casa es largo y difícil. ¿Qué hacer en el camino de regreso al Padre? Está muy claro lo que hace el hijo pródigo. Prepara un escenario. En cuanto recordó su condición de hijo, pensó: «Me levantaré e iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros.» Cuando leo estas palabras veo cómo se llena mi vida interior. Siempre estoy envuelto en diálogos interminables con interlocutores ausentes, anticipando sus preguntas y preparando mis respuestas. Yo mismo me sorprendo de la energía emocional que hay en el interior de estas meditaciones y murmullos interiores. Sí, me marcho de la tierra extraña. Sí, me voy a casa... pero ¿a qué vienen tantos preparativos para unos discursos que nunca pronunciaré?

La razón está clara. Aunque reclamo mi verdadera identidad como hijo de Dios, sigo viviendo como si el Dios hacia quien vuelvo exigiera alguna explicación. Todavía considero su amor un amor condicional, y el hogar un lugar del que todavía no estoy totalmente seguro. Mientras camino a casa, sigo albergando dudas sobre si seré realmente bien recibido cuando llegue. Cuando pienso en mi trayectoria espiritual, mi largo y fatigoso viaje de vuelta a casa, veo que está lleno de culpabilidad por el pasado y de preocupación por el futuro. Soy consciente de mis fracasos y sé que he perdido mi dignidad de hijo, pero todavía no soy capaz de creer plenamente que allí donde mis fracasos son grandes «sobreabunda la gracia.» (/Rm/05/20) Todavía me aferro a mi sentimiento de inutilidad, e imagino para mí un lugar lejos de aquél que le corresponde al hijo. La fe ciega en el total y absoluto perdón no llega fácilmente. Mi experiencia humana me dice que el perdón se reduce a la voluntad del otro de renunciar a la venganza y mostrarme algo de caridad.

-El largo camino a casa

El regreso del hijo pródigo está lleno de ambigüedades. Está viajando por el camino correcto, pero ¡qué confusión! Admite que es incapaz de recorrerlo por sí mismo y reconoce que estaría mejor tratado como esclavo en casa de su padre que como paria en una tierra extranjera; sin embargo, aún está lejos de fiarse del amor de su padre. Sabe que todavía es el hijo, pero se dice a sí mismo que ha perdido la dignidad de ser llamado «hijo», y se prepara para aceptar la condición de «jornalero» y así poder al menos sobrevivir. Hay arrepentimiento, pero no un arrepentimiento a la luz del inmenso amor de un Dios que perdona. Es un arrepentimiento interesado, que ofrece la posibilidad de sobrevivir. Conozco muy bien este sentimiento. Es como decir: «Bueno, no puedo hacerlo yo sólo, tengo que reconocer que Dios es el único recurso que me queda. Iré a Él y le pediré que me perdone, con la esperanza de recibir un castigo mínimo y de que me permita sobrevivir haciendo trabajos forzados.» Dios sigue siendo un Dios severo, un Dios justiciero. Es este Dios quien hace que me sienta culpable y que me preocupe y que resuenen en mi interior todas estas disculpas. La sumisión a este Dios no da la verdadera libertad interior; lo único que hace es alimentar amargura y resentimiento. ESFUERZO/GRATUIDAD Uno de los grandes retos de la vida espiritual es recibir el perdón de Dios. Hay algo en nosotros los humanos, que nos hace aferrarnos a nuestros pecados y nos previene de dejar a Dios que borre nuestro pasado y nos ofrezca un comienzo completamente nuevo. A veces, parece como si quisiera demostrar a Dios que mi oscuridad es demasiado grande como para vencerla. Mientras Él quiere devolverme toda la dignidad de mi condición de hijo suyo, yo sigo insistiendo en que me contentaría con ser un jornalero. Pero ¿realmente quiero que se me devuelva toda la responsabilidad del hijo? ¿Realmente deseo que se me perdone totalmente y que me sea posible vivir de otra forma? ¿Tengo la suficiente fe en mí mismo y en una enmienda tan radical? ¿Deseo romper con mi tan arraigada rebelión contra Dios y rendirme a su amor tan absoluto que puede hacer que surja una persona nueva? Recibir el perdón implica voluntad de dejar a Dios ser Dios y de dejarle hacer todo el trabajo de sanación, restauración y renovación de mi persona. Siempre que intento hacer yo sólo parte del trabajo, termino, conformándome con soluciones del tipo «convertirme en jornalero». Siendo jornalero puedo seguir manteniéndome distante, puedo seguir rebelándome o quejándome del salario. Siendo el hijo amado, tengo que exigir mi dignidad y empezar a prepararme para llegar a ser el padre.

Está claro que hay que recorrer la distancia entre la salida de casa y el regreso de forma sabia y disciplinada. La disciplina consiste en llegar a ser hijo de Dios. Jesús deja claro que el camino para llegar a Dios es el camino a la infancia. «Os aseguro que si no cambiáis y os hacéis como los niños no entraréis en el reino de los cielos.» (/Mt/18/03) Jesús no me pide que siga siendo un niño, sino que llegue a serlo. Convertirse en niño significa vivir de acuerdo con una segunda inocencia: no la inocencia del recién nacido, sino la inocencia que se consigue haciendo opciones conscientes.

BITS/RETRATO-J ¿Cómo podría describirse a quienes han llegado a esta segunda infancia, a esta segunda inocencia? Jesús los describe con toda claridad en las Bienaventuranzas. Al poco de haber escuchado la voz que le llamaba el Amado, y tras rechazar la de Satanás desafiándole a demostrar al mundo que era digno de ser amado, comienza su ministerio público. Una de las primeras cosas que hace es nombrar a sus discípulos para que le sigan y compartan con él su ministerio. Entonces, Jesús sube a la montaña, reúne a sus discípulos, y dice: «Bienaventurados los pobres, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los pacíficos, y los que padecen persecución por la justicia.»

Estas palabras dibujan el retrato del hijo de Dios. Es un autorretrato de Jesús, el Hijo Amado. Es también el retrato de lo que yo debo ser. Las Bienaventuranzas me muestran el camino más simple para llegar a casa, a la casa de mi Padre. Y por esta ruta descubriré las alegrías de la segunda infancia: comodidad, misericordia, e incluso una visión más clara de Dios. Y cuando llegue a casa y sienta el abrazo de mi Padre, veré que no sólo he de reclamar el cielo, sino que la tierra también será mi herencia, un lugar donde puedo vivir en libertad sin obsesiones ni coacciones.

Convertirse en niño significa vivir las Bienaventuranzas y encontrar la puerta estrecha del Reino. ¿No es acaso el niño pequeño pobre, manso y limpio de corazón? ¿Acaso el niño pequeño no llora ante el más mínimo dolor? ¿No está acaso el niño pequeño hambriento y sediento de justicia, y no es acaso víctima de persecución? ¿Y qué hay de Jesús, la Palabra de Dios que se hizo carne, vivió nueve meses en el vientre de María, y vino a este mundo como un niño pequeño, adorado por los pastores de aquí y de allá y por los Magos de Oriente? El Hijo eterno se hizo niño para que yo pudiera ser niño otra vez y así volver a entrar con él en el Reino del Padre. «Yo te aseguro,» dijo Jesús a Nicodemo, «que el que no nazca de nuevo no puede ver el reino de Dios.» (Jn 3,3)

-El verdadero pródigo

Me estoy acercando ya al misterio de que el propio Jesús se convirtiera en hijo pródigo para nuestra salvación. Abandonó la casa de su Padre celestial, se marchó a un país lejano, dejó todo lo que tenía y volvió con su cruz a casa del Padre. Todo lo que hizo, no como hijo rebelde, sino como hijo obediente, sirvió para llevar de nuevo a casa a todos los hijos perdidos de Dios. El mismo Jesús, que contó la historia a los que le criticaban por tratar con pecadores, vivió el largo y doloroso camino que describe.

Cuando empecé a reflexionar acerca de la parábola no se me ocurrió pensar que Jesús podía ser el hijo pródigo. Pero ahora, después de tantas horas de íntima contemplación, me siento bendecido por esta visión. ¿No es acaso el joven destrozado, arrodillado ante su padre el «cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29)? ¿No es acaso él al que le hizo pecado por nosotros, para que nosotros sintamos la fuerza salvadora de Dios (2 Co 5,21)? ¿Acaso no es él aquél que, «siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios. Al contrario, se despojó de su grandeza, tomó la condición de esclavo y se hizo semejante a los hombres» (Flp 2,6-7)? ¿No es acaso él el Hijo de Dios sin pecado que gritó desde la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46) Jesús es el hijo pródigo del Padre pródigo que repartió todo lo que el Padre le había confiado para que yo pueda ser como él y vuelva con él a la casa del Padre.

J/HIJO-PRODIGO: Considerar a Jesús como el hijo pródigo va más allá de la interpretación tradicional de la parábola. Sin embargo, esconde un gran secreto. Poco a poco voy descubriendo lo que significa decir que mi condición de hijo y la condición de hijo de Jesús son uno, que mi regreso y el regreso de Jesús son uno, que mi casa y la casa de Jesús son una. No hay otro camino hacia Dios que no sea el camino que Jesús recorrió. Aquél que contó la parábola del hijo pródigo es la Palabra de Dios que «se hizo carne, y habitó entre nosotros, y nosotros vimos su gloria» (Jn 1 ,1 -14).

Cuando miro la historia del hijo pródigo con los ojos de la fe, el «regreso» del pródigo se convierte en el regreso del Hijo de Dios que reúne a todo el mundo en sí mismo y les conduce a la casa de su Padre celestial (Jn 12,32). Como dice Pablo: «Dios tuvo a bien hacer habitar en él la plenitud y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, tanto las del cielo como las de la tierra.» (Co 1,19-20)

Frère Pierre Marie, fundador de la Fraternidad de Jerusalén, una comunidad de monjes que viven en la ciudad, reflexiona de una forma muy poética y bíblica sobre Jesús en el papel de hijo pródigo. Escribe: «Él, que no nació de raza humana, ni de deseo humano ni de voluntad humana, sino del mismo Dios, un buen día lo reunió todo y se marchó con su herencia y su título de Hijo. Se fue a un país remoto... a una tierra lejana... donde se volvió como son los seres humanos y se quedó vacío. Su propia gente no le aceptaba y su primera cama fue ¡una cama de paja! Creció entre nosotros igual que una raíz en tierra árida, fue despreciado, fue el más insignificante de los hombres, ante quien uno se tapa la cara. Muy pronto conoció el exilio, la hostilidad, la soledad... Después de haberlo gastado todo llevando una vida de abundancia: su valía, su paz, su luz, su verdad, su vida... todos los tesoros del conocimiento y la sabiduría y el misterio oculto mantenido en secreto desde tiempo inmemoriable; después de haberse perdido entre los hijos de la casa de Israel, después de haber dedicado su tiempo a los enfermos (y no a los ricos), a los pecadores (y no a los justos), e incluso a las prostitutas a quienes prometió que entrarían en el reino de su Padre; después de haber sido tratado como si fuera un glotón y un bebedor, amigo de los recaudadores de impuestos y de los pecadores como una samaritana, un poseído, un blasfemo; tras haberlo entregado todo, hasta su cuerpo y su sangre; tras haber experimentado en sí mismo el dolor, la angustia y la inquietud del alma; tras haber tocado el fondo de la desesperación, con la que se vistió voluntariamente al sentirse abandonado por su Padre, lejos de la fuente que mana agua de vida, gritó desde la cruz en la que estaba clavado: «Tengo sed.» Estaba tendido descansando en el polvo y la sombra de la muerte. Y allí, al tercer día, se levantó de las profundidades del infierno al que había descendido, cargado con los pecados y tristezas de todos nosotros. Y de pie, erguido, gritó: «Sí, me voy al Padre, a vuestro Padre, a mi Dios, a vuestro Dios.» Y volvió a ascender al cielo. Entonces, en el silencio, mirando a su Hijo y al resto de sus hijos, el Padre dijo a sus sirvientes: «¡Rápido! Traed la mejor túnica y ponédsela; ponedle un anillo en el dedo y sandalias en los pies; ¡comamos y celebrémoslo! ¡Porque mis hijos, que como sabéis, estaban muertos, han vuelto a la vida; estaban perdidos y han vuelto a ser hallados! Mi Hijo pródigo los ha traído de vuelta.» Entonces todos empezaron a festejarlo vestidos con sus largas túnicas, lavados en la sangre del Cordero.» (Pierre Marie (Frère), «Les fils prodigues et le fils prodigue», Sources Vives 13, Communion de Jerusalem, Paris (March 87), págs. 87-93.

Ahora veo a Jesús volviendo a su Padre y mi Padre, a su Dios y mi Dios.

CONTINÚA

HENRI J. M. NOUWEN
EL REGRESO DEL HIJO PRODIGO
Meditaciones ante un cuadro de Rembrandt
MADRID-1994. PPC.Págs.Págs. 39-63

CITA-BIBLICA= /Lc/15/11-32