MEDITACIÓN SOBRE LOS

"CAMINOS" DE DIOS
 

JOSEPH VIVES

 


1.RD/CZ: «Todos murieron sin haber conseguido el objeto de las promesas» (/Hb/11/13)

La fe de Israel debiera parecernos bien extraña. Desde sus primeros tiempos -con Abraham- hasta los tiempos de Jesús, Israel vive constantemente pendiente de unas extraordinarias promesas de Dios. Pero el cumplimiento de tales promesas resultaba ser siempre dilatorio, parcial y hasta mezquino. Había que poner mucha imaginación para creer realmente que cuarenta años de penoso vagar por el desierto fueran una «liberación», o que la árida Palestina fuera una «tierra que mana leche y miel», o que la azarosa historia de los reyezuelos de Israel y de Judá representara el gran reino prometido a David y a su descendencia. (Aún hoy, judíos piadosos recitan junto a los barracones de Auschwitz sus plegarias, esperando, más allá del holocausto, el cumplimiento de sus promesas). El espectador que mire la cosa desde fuera tendrá que pensar que, o él no entiende nada, o este pueblo está cegado por un irracional e incomprensible fanatismo en pos de un Dios que le ha fallado mil veces.

Lo más extraño es que este juicio no es sólo el que podría proferir un espectador moderno más o menos crítico o cínico, sino el de los mismos judíos cuando se expresan con lucidez racional. Por ejemplo, uno de los contemporáneos de Pablo, el autor de la llamada Carta a los Hebreos -inadecuadamente atribuida al Apóstol-, se expresa con insuperable claridad. Después de haber definido la fe como «la convicción acerca de las cosas que no se ven», pasa a confirmar la validez de su definición enumerando una larga lista de personajes de la historia de Israel que, habiendo creído en las promesas de Dios, no alcanzaron a verlas cumplidas, al menos en su plenitud. Se describen brevemente la fidelidad y las andanzas de Abrahán, de Isaac, de Jacob, de José, de Moisés... Movidos por la fe en las promesas de Dios, esos hombres y los suyos dejan sus tierras, luchan contra pueblos enemigos, vagan errantes, «apedreados, torturados, aserrados, muertos a espada..., faltos de todo, oprimidos y maltratados... Y todos ellos, aunque alabados por su fe, no consiguieron el objeto de sus promesas» (/Hb/11/37-39).

«Fijos los ojos en Jesús, que soportó la cruz» (Hb 12,2)

Es verdad que el autor de la Carta a los Hebreos parecía cargar las tintas sobre el aparente fracaso de los grandes del Antiguo Testamento para poder realzar la plenitud del cumplimiento que se ha de dar en el Nuevo: «Dios tenía ya dispuesto algo mejor para nosotros» (Hb 1,40). Pero el escrito se dirige a una comunidad que se encuentra abatida por dificultades o, quizá, por la decepción de constatar que las esperanzas que había puesto en Jesús no se cumplían a la medida de sus deseos. Ya hacía años que Jesús se había ido al cielo, dejando la promesa de un reino nuevo; pero la vida parecía seguir tan dura y yerma como siempre. El autor, para animar a los suyos a la fidelidad, no tiene más recurso que el de exhortarles a ir tras «la gran nube de testigos» antiguos que, ante toda suerte de adversidades, fueron fieles a las promesas; y a «tener fijos los ojos en Jesús..., quien, en lugar del gozo propuesto, soportó la cruz sin miedo a la ignominia, y ahora está sentado a la diestra de Dios» (Hb 12,1-2). Recalca, pues, que en el mismo Jesús la promesa se cumplió también de manera extraña y dilatoria: lo que aquí experimentó fue, en realidad, cruz e ignominia, aunque «ahora está sentado a la diestra de Dios».

«Ya no vemos enseñas ni tenemos profetas» (Sal 74,9)

Puede que en nuestras Iglesias haya muchos en la misma situación que la de los hebreos de la carta que comentamos: han hecho generosa profesión de fe cristiana; procuran vivir lo mejor que saben las exigencias del evangelio; trabajan sin descanso por instaurar en el mundo los valores del Reino... Pasan los años, miran a su alrededor y, de repente, se preguntan: ¿Y qué?

O viene el cínico de siempre y susurra: «Ahora la estáis armando con eso de que hace dos mil años que vino Jesús a salvar el mundo... Pero, tal como anda este mundo, no parece que se haya notado mucho. Todo parece seguir como siempre, si no peor. ¿Es que los cristianos todavía creéis que tenéis algo que ofrecer para arreglar este mundo desquiciado?».

Con un poco de ingenuidad, podríamos aplicar aquí lo de la botella medio llena o medio vacía. Uno podría aducir todo lo que el cristianismo ha aportado a la humanización de los hombres, los innumerables dolores que han sido aliviados por la generosa caridad de cristianos anónimos, o la benéfica influencia que el evangelio introdujo en todas las instituciones que crecieron en contacto con él. Otro replicaría aduciendo todas las monstruosidades que se han seguido perpetrando aun en las sociedades cristianas, y a veces en nombre del cristianismo. ¿Qué se ha hecho de las bellas utopías del Reino de Dios anunciado a los pobres, de las bienaventuranzas, de la fraternidad universal...? No hay que ser especialmente cínico para pensar que -reconociendo la influencia humanizadora del evangelio a lo largo de siglos y los incontables casos de amor heroico, de entrega incondicionada, de sacrificio desinteresado...- el balance externo global del cristianismo parece haberse quedado bastante corto con respecto a las expectativas que suscitara su primer anuncio, o con respecto a las promesas que todavía proclaman sus actuales predicadores. Si uno echa una ojeada a nuestro mundo, con sus millones de personas muriendo de miseria y de hambre mientras unos pocos despilfarran opíparamente, con sus decenas de guerras absurdas, con sus maquinaciones egoístas y criminales, con su frívola carrera hacia la autodestrucción del planeta.... uno podría decir con más desesperanza que ira: «¿Es esto lo que Dios ha sido capaz de conseguir después de dos mil años de salvación cristiana?».

La pregunta es seria, y los cristianos deberíamos dejarnos conmocionar por ella. En un mundo pragmático, en el que todo se mide por los resultados tangibles, no sólo los de fuera que constatan las mezquinas realizaciones del cristianismo, sino aun los mismos cristianos, otrora ilusionados, pueden sentir el impulso de arrojar la toalla y de «ser lúcidos y no esperar ya». Añádase a esto que, con demasiada frecuencia, los mismos encargados de proclamar la salvación cristiana, o aun la misma Iglesia, con sus jerarcas e instituciones, aparecen ante el mundo como ambiguamente cómplices de poderes maléficos, prepotentes en la defensa de prejuicios insostenibles o de intereses inconfesados, cobardes en la denuncia, tímidos en la defensa de la justicia, remisos a la hora de comprometerse con los pobres y desheredados, torpes a la hora de tomar decisiones... ¿Nos extrañaremos de que haya quien se pregunte si hay que seguir apoyando una causa que parece presentar resultados por lo menos tan ambiguos? Como al salmista que contemplaba la tierra en ruinas después del exilio de Babilonia, se hace casi imposible de retener el grito desolado; «Ya no vemos enseñas ni tenemos profetas» (Sal 74,9).

«Recibiréis el Espíritu Santo y seréis mis mártires» (Hch 1,8)

Ante esta situación, que, más o menos confusamente, puede afectar a muchos que crecieron sin sobresaltos en ambientes aparentemente cristianos, debiéramos intentar una reflexión serena sobre qué es la salvación prometida por Jesús, qué es lo que en su nombre podemos y debemos esperar, y qué es lo que se nos reclama cuando decidimos apuntarnos a su proyecto. Nos podría ayudar el último episodio que se nos relata de la vida de Jesús, cuando estaba para subir a los cielos:

«Los que estaban reunidos le preguntaron: 'Señor, ¿es ahora cuando vas a restablecer el Reino de Israel?' Él les contest6: 'No os toca a vosotros conocer el tiempo y el momento..., pero recibiréis la fuerza del Espíritu Santo y seréis mis mártires/testigos'» (Hch 1 ,6-8).

Los pobres Apóstoles esperaban el restablecimiento efectivo y glorioso del reino de David, en el que ellos tal vez se veían ya como poderosos mandamases... Jesús les dice que el reino que tendrán será el de la fuerza del Espíritu de Dios mismo para ser mártires/testigos, es decir, para dar testimonio -si preciso fuere, con la muerte- del amor salvador de Dios a los hombres en Jesucristo. Éste es el Reino que, según Jesús, podemos y debemos esperar.

«El discípulo no puede ser más que el Maestro» (Mt 10,24)

La interpretación creyente de la historia de Israel -así como la interpretación cristiana de la historia de la Iglesia- nos lleva a descubrir que no es que Dios no cumpla sus promesas, sino que nosotros raramente entendemos lo que promete, porque lo configuramos inevitablemente según nuestros deseos y expectativas. Al pueblo, desconcertado porque Dios le había dejado caer en manos de los babilonios, el profeta tiene que gritarle en nombre del mismo Dios: «Mis pensamientos no son vuestros pensamientos..., porque cuanto aventajan los cielos a la tierra, así aventajan mis caminos a los vuestros» (Is 55,8).

Como he apuntado, en un mundo pragmático y que todo lo mide por resultados tangibles, es preciso que tengamos criterios firmes acerca de la «cuenta de resultados» que podemos esperar de nuestra fidelidad a Dios. De lo contrario, podemos caer -tanto individual como eclesialmente- en desconciertos y desalientos que pueden llevar hasta el abandono. O podemos llenarnos la cabeza de utopías fantasmagóricas por las que estaríamos dispuestos a luchar a sangre y fuego, causando estragos que nada tendrían que ver con el Reino de Dios. La historia de la Iglesia está ya demasiado llena de absurdas cruzadas montadas en nombre de Dios... para satisfacer las necesidades de éxito de los hombres. Los maestros clásicos de espiritualidad tenían una profunda sabiduría cristiana, aunque la expresaran a veces en un lenguaje que chirría a nuestros oídos refinados. Decían cosas como que, «así que uno se pone a servir a Dios, ha de apercibirse para la tribulación»; que «no se alcanzan los dones de Dios sino pasando por la cruz»; que es «muriendo a todas las cosas como se alcanza la vida verdadera»...; y así, inculcaban de mil maneras que no hay que esperar el éxito fácil y llano en las cosas de Dios, o que no hemos de suponer que Dios, aun en cosas santas y de su servicio, cumpla de rondón nuestras expectativas -siempre demasiado humanas-. Bien al contrario, el hombre de fe está absolutamente convencido desde el principio de que ha de dejar que Dios lleve las cosas por sus caminos, casi siempre incomprensibles, mortificantes y crucificantes.

Los clásicos aplicaban esta doctrina sobre todo al camino personal que cada uno ha de hacer hacia Dios. La cruz, la adversidad, el fracaso, la oscuridad, el rechazo, el desprecio... eran presentados como peldaños ineludibles en toda ascensión espiritual. Desde luego, lejos de mí suscribir la morbosidad negativa o sádica con que a veces los menos lúcidos podían regodearse en estos conceptos. Pero pienso que es absolutamente necesario recuperar una sana teología de la negatividad en nuestro camino hacia Dios y nuestro servicio del Reino.

Parece que hay gente lo suficientemente ingenua o inmadura para extrañarse de que, habiéndose puesto a servir a Dios o a los demás con toda generosidad -al menos así lo creen ellos-, puedan surgir dificultades, a veces de parte de superiores eclesiásticos, de hermanos colaboradores, de importunos extraños o, simplemente, de la misma dura realidad de las cosas y situaciones. Ni se han enterado de que Jesús les avisó que «el discípulo no puede ser más que el Maestro» (Mt 10,24). Y el mismísimo Maestro, con su fascinadora propuesta del Reino, no obtuvo otra respuesta que la del más duro rechazo hasta la muerte.

La capacidad de integrar lo negativo -obstáculos, errores, fracaso, impotencia propia o malevolencia ajena, etc.- en el proyecto de servicio a Dios y a los hombres debería ser criterio primordial para aquilatar la solidez de la fe en la que este servicio ha de sustentarse.

Si cedemos a la tentación del abatimiento o del abandono ante lo negativo -o, simplemente, metemos la cabeza bajo el ala y no queremos enterarnos de ello-, no sabremos lo que es buscar el reino de Dios, y sólo buscaremos asegurar nuestro éxito en nuestros propios reinos.

El misterio del Reino

Esto debiera llevarnos a reflexionar sobre el modo verdaderamente misterioso en que Dios quiere establecer su Reino en este mundo. Las parábolas del evangelio apuntan muchas cosas en este sentido, pero parece que nunca acabamos de comprenderlo. Nosotros quizá pensaríamos que, si realmente Dios quiere que venga su Reino y se haga su voluntad en la tierra como en el cielo, podría haber dispuesto mejor las cosas. Para empezar, su Hijo podría no haberse limitado a curar a unas docenas de lisiados y a encandilar a un puñado de pescadores incultos y a unas pocas mujeres, dejándoles luego el encargo de llevar adelante el asunto... Y luego, a lo largo de la azarosa historia del cristianismo hasta nuestros mismísimos días, podría haber apañado mejor las cosas, sin dejarlas al albur de jerarcas a veces débiles o incompetentes, de políticos entrometidos, de fanáticos alocados, de incidencias sociopolíticas catastróficas, de desaguisados injustificables o, simplemente, de torpezas, prejuicios, rutinas o desidias. Es verdad que, de cuando en cuando, Dios parece acordarse de su Iglesia y le envía algún santo que, a costa de resistencias, penalidades e incomprensiones, consigue poner algo de orden en la casa del Señor. Pero esto sucede, al parecer, muy de cuando en cuando; y parece que nunca se logra arrancar del todo el desafuero, que no tarda en volver a prodigarse. El Señor nos lo había dicho: aunque él sembró trigo, el enemigo vino de noche a sembrar cizaña. Y hasta el fin de los tiempos no se podrá separar el uno de la otra (/Mt/13/25).

Importa mucho que sepamos apreciar los modos de obrar de Dios. Nosotros tendemos a pensar que debería hacerlo como un eficaz jefe de una multinacional, que todo lo tiene controlado y ejecuta con mano férrea los planes previstos hasta en sus mínimas incidencias. Pero el buen Dios no parece ser muy buen ejecutivo, ni parece que tenga muy bien previsto lo que pueda ocurrir. En realidad, lo que sucede es que no habremos entendido nada sobre el Reino de Dios mientras no caigamos en la cuenta de que lo que a Él le interesa -al contrario que a nuestros ejecutivos- no es la eficacia, sino el amor. Este es el único principio y el que lo explica todo. El Reino de Dios no se impone, se ofrece: a cada hombre en particular, al conjunto de los que se adhieren al seguimiento de Jesús en la comunidad llamada «Iglesia» y a todos los hombres sin distinción.

ENC/PODER-A-H:Basta ver cómo comenzó el asunto: para hacer este ofrecimiento amoroso a los hombres, Dios mismo decidió hacerse como uno de ellos, como el más sencillo y débil de entre ellos, naciendo pobremente, viviendo sencillamente, estando a disposición de todos... El Reino de Dios sigue el paradigma de la encarnación, que es la decisión de Dios de perder poder para ganar comunión con los hombres. Hasta tal punto perdió Dios poder que aquellos hombres que no estaban por la comunión pudieron rechazarlo y hasta darle muerte. Sólo los poquitos que estuvieron dispuestos a acoger su propuesta de comunión con él y de unos con otros entre sí se aprovecharon de su singular oferta de salvación. Y así ha seguido sucediendo durante dos milenios. A Dios no le interesa forzar la salvación imponiéndose por su poder, como si fuera un general nazi autosatisfecho de que sus huestes ejecuten a la letra lo que él quiera imponerles. A Dios sólo le interesa que los hombres quieran amarle a Él y quieran amarse entre sí, porque sólo así los hombres se realizan como hombres, ya que el ser del hombre es estar destinado al amor y a la comunión. Pero el amor sólo se da en la libre acogida. Hablar de amor impuesto o forzado sería un sinsentido. Dios mismo se ve impotente para forzar a los hombres a amarle y a amarse entre sí. Ésta es la impotencia de Dios, lo que el Nuevo Testamento llama su kénosis, su vaciamiento hasta la muerte (/Flp/02/09). Una impotencia, una «muerte de Dios» que ha seguido dándose durante estos dos milenios y que seguirá dándose, porque los hombres podrán seguir rechazando la oferta salvadora de Dios.

Se pone aquí de manifiesto, a la vez, la bondad salvadora de Dios y la gran responsabilidad del hombre, en dialéctica inextricable: los brazos abiertos de Cristo en cruz, ofreciendo siempre el amor salvador de Dios; y, ante él, los hombres decidiéndose en favor o en contra de su propuesta salvadora. Todo lo demás que pueda suceder en la historia -en la historia personal o en la de la sociedad, en la de la Iglesia o en la de los pueblos- adquiere o pierde valor según se oriente o no en el sentido de esta singular propuesta divina. Todo queda relativizado, pero todo puede adquirir un singular «peso de gloria eterna» (2 Co 4,17). Sólo nos queda esperar que, siendo el amor de Dios firme, inquebrantable e incondicional, y estando la responsabilidad humana tan entenebrecida y obnubilada en su situación de debilidad, Dios sepa triunfar de esta debilidad nuestra, y la bondad de su misericordia alcance lo que no alcanzaría nuestra miseria.

De cara al tercer milenio

Si queremos ser honestos y sinceros -y sin necesidad de apuntarnos a la «peña» de los que sólo ven botellas medio vacías-, tanto individual como comunitariamente deberíamos encarar el tercer milenio como deberíamos encarar todos los días y horas de nuestra vida: con una profunda humildad y con una agradecida esperanza. Todos debemos confesar -cada uno como individuo, y todos como comunidad de Iglesia- que no somos lo que debiéramos haber sido, que no hemos acogido como se debía la generosa oferta salvadora de Dios en Jesucristo, permanentemente abierta a nuestra historia. Pero todos podemos y debemos confesar también que seguimos creyendo en el inmenso valor de esta oferta; y pedimos a Dios humildemente -pues hablamos escarmentados- que haga en nosotros y con nosotros aquello a lo que jamás llegaría nuestra autosuficiencia.

A finales del siglo pasado, los jerarcas ordenaban que se hicieran preces «por el triunfo y la exaltación de la Santa Iglesia». Por «triunfo» de la Iglesia podían entender, por ejemplo, que la Iglesia conservara los Estados Pontificios o los privilegios e influencia de que disfrutaba (¿a qué costa?) en las monarquías del ancien régime o que fueran proscritas cosas tan perniciosas como la libertad de asociación, de culto, de imprenta, y otras novedades del peligroso liberalismo rampante. Mirando hacia atrás, hoy podemos contemplar con benévola sonrisa la ingenuidad e indudable buena fe con que se defendían fogosamente, como si de exigencias incuestionables del evangelio se tratara, lo que sólo eran formas históricas que empezaban a ser anacrónicas. Alguno fue condenado por decir que el Papa debía renunciar a sus estados temporales, pero hoy vemos que el Papa tiene mucha más libertad evangélica por haberlos perdido; y sólo algún raro retrógrado pediría hoy en nombre del cristianismo la abolición de la libertad de asociación o de prensa. Sin embargo, uno puede tener la sensación de que en este final de milenio todavía hay personas, grupos, movimientos... que se mueven ante todo por la idea de buscar a su manera «el triunfo y la exaltación de la Santa Iglesia». Hay personas a quienes les encantaría una Iglesia que funcionara como una gran multinacional a la conquista del mercado mundial de la salvación, en la que se fijaran metas concretas de producción y comercialización del producto y se establecieran controles seguros de eficacia para alcanzar aquellas metas. Hay personas que sienten nostalgia del poder perdido por la Iglesia en el ámbito sociopolítico (el mismo cardenal J. Ratzinger, en su desesperanzado Informe sobre la fe, parecería ser uno de ellos) y creen necesario reconquistar a toda costa aquel poder. Hay quienes, en publicaciones católicas, comentan autosatisfechos los miles o millones de personas que han asistido a tal ceremonia de beatificación, a tal encuentro de tal movimiento o a tal celebración del Papa en alguno de sus viajes, porque creen que con ello pueden sentirse confirmados en que todavía hay vitalidad en la Iglesia... Todo puede tener su valor y su sentido; pero una fe madura debiera aferrarse, sobre todo, a lo esencial. No es seguro que porque la Iglesia tuviera más poder cumpliría mejor su misión. La historia podría ofrecernos lúcidas lecciones en este punto. Ni podemos confiar mucho en la eficacia de medios externos más o menos compulsivos. En la mejor época del nacionalcatolicismo, la Iglesia parecía disponer de toda clase de medios, a veces hasta coercitivos, sobre la sociedad, en la que obtenía adhesiones masivas; pero no parece que lograra cambiar muy a fondo, según los valores del Reino, a esa misma sociedad. El evangelio es «sal de la tierra», es «fermento» que sólo actúa cuando penetra y transforma desde dentro; no es algo que dependa de la coacción social ni de la propaganda (como parece pensar aquel americano que ha montado un satélite que estará todo el día vociferando la Biblia en todas las lenguas a todos los países del planeta), sino que se propone al corazón y a la libertad de cada uno para que lo acoja con el mismo amor con que lo ofreció Jesús, hecho como uno cualquiera de nosotros, no en poder, sino en amor.

El Evangelio no es imposición, sino «buena nueva», gozo del corazón que se descubre inesperadamente como un «tesoro en el campo» yermo de los frenéticos afanes mundanos, o como una «perla preciosa» hallada en medio de la vulgar ramplonería de las satisfacciones efímeras. Por eso el Evangelio se propagará más por contagio que por táctica calculada, propaganda o compulsión más o menos sutil. Desengañémonos: su porvenir no está ligado a esas estrategias, sino a que los cristianos seamos de veras «como una ciudad edificada sobre un monte»; a que se vea y se experimente «en nuestras buenas obras» lo que aportamos al mundo... Al fin y al cabo, así fue desde los comienzos, cuando la gente se unía a los cristianos porque veían en ellos un modo de vida superior al de los demás.

Esperanza sin opio

Hay personas y movimientos que parece que, para no dar pábulo a la acusación de que la religión es opio para el pueblo, eliminan del todo el discurso sobre la trascendencia y sobre los tropiezos que ha de hallar la realización del Reino en este mundo. Es verdad que Jesús dijo que el Reino estaba ya entre nosotros, y nos hizo pedir a Dios que venga su reino «en la tierra como en el cielo». Pero también es verdad que el mismo Jesús dijo que su Reino no era de este mundo. Él triunfó sobre el pecado y la muerte, pero pasando por la muerte; triunfa sobre este mundo, pero en el otro, con su resurrección. Y el cristiano no puede esperar mejor suerte que la de su Maestro. Escamotear que la realidad del mal se dejará sentir sobre los cristianos y sobre la misma Iglesia en forma de contradicciones, fracasos o martirio, es mutilar el cristianismo.

Los cristianos, los grupos y movimientos, la misma Iglesia, han de saber que no les está prometido el éxito indefectible en este mundo. Drogar a los fieles con una confianza ciega y fanática en el éxito seguro en este mundo significa suministrarles un opio tan funesto como el de dejarlo todo para un remoto más allá. Y esta droga es tanto más peligrosa cuanto que en tiempos difíciles todo el mundo busca, ante todo, la seguridad. No podemos dar en nombre del Evangelio seguridades falsas. El cristiano maduro es sólo el que mantiene un afinado equilibrio dialéctico entre el «ya sí» y el «todavía no». Ya se nos ha dado la salvación, y hemos de procurar que ésta sea actuante y fructífera en nosotros y en nuestro mundo; pero su realización plena nunca será de este mundo. No traicionamos nuestras responsabilidades a la espera de un más allá, sino que sabemos que la fidelidad a estas responsabilidades es nuestro modo de ser fieles al Dios que nos llama a la tierra nueva en la que él quiere ser, efectivamente, «todo en todos». El mismo Dios nos trazó sus caminos cuando vino a este mundo: por la muerte a la resurrección.

JOSEP VIVES
SAL-TERRAE/95/04