A LA IGLESIA QUE AMO 11

 

Permanentes en la Iglesia


Abraham, el hombre permanente en la
contemplación en el camino

Abraham tiene su primer encuentro con el Señor en su tierra, pero
Dios le pide salir a un camino, que es oscuro. Abraham marcha
fiándose de Dios, teniéndole a El como único punto de referencia. Los
sucesivos encuentros los tiene en ese camino oscuro, difícil.

«Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra
que yo te mostraré» (Gn 12,1).

Abraham vive la obediencia a Dios en la oscuridad. Vive las ofertas
que Dios le hace sin verlas positivamente, sin poseerlas.

«Llegaron a Canaán... Por entonces estaban los cananeos en el
país. Yahvéh se apareció a Abraham y le dijo: A tu descendencia he
de dar esta tierra» (Gn 12,5-7).

Pero sigue permanente en el camino y da gracias a Dios en medio
de la oscuridad.

«Allí edificó un altar a Yahvéh e invocó su nombre» ( Gn 12,8).

Había muchas promesas realizadas por Dios, pero él seguía en la
oscuridad; su pueblo, en el desaliento y con hambre. Pero él se
mantiene fiel, creyendo en la promesa de Dios. En este camino
extraño para él tiene que dejar incluso a lo que más quiere, a su
mujer. Por ser fiel a Dios tiene que aparentar que su mujer no es tal,
sino que es hermana. Y ello para seguir permanente en el camino.

«En cuanto te vean los egipcios, dirán: es su mujer, y me matarán a
mí, y a ti te dejarán viva» (Gn 12,12).

Abraham despreciado por el Faraón es retirado de aquellas tierras,
pero sigue permanente en su caminar. Lo importante es permanecer
fiel en el camino. Cuando surgen disputas entre los pastores de
Abraham y los de Lot, lo principal sigue siendo la fidelidad a Dios; no
coger las mejores tierras, sino el permanecer ante Dios en el camino.

«Ea, no haya disputas entre nosotros ni entre mis pastores y tus
pastores, pues somos hermanos. ¿No tienes todo el país por
delante?... Si tornas por la izquierda, yo iré por la derecha; y si tú por
la derecha, yo por la izquierda» (Gn 13,8-9).

Sólo quiso la riqueza que era Dios mismo; su presencia alentadora
en el caminar era lo que necesitaba. Abraham había puesto su
corazón en Dios y le sobraba todo lo demás. Solamente quería
permanecer fiel en el camino.

«Pero Abraham dijo al rey de Sodoma: Alzo mi mano ante Dios
Altísimo, creador de cielos y tierra: ni un hilo, ni la correa de un
zapato, ni nada de lo tuyo tomaré, y así no dirás: Yo he enriquecido a
Abraham» (Gn 14,22-23).

Abraham necesita descubrir a Dios en el caminar, sabiendo que El
es su única arma; necesita agarrarse a Yahvéh, vivir entroncado a El,
pues las circunstancias por las que ha de pasar son difíciles; Yahvéh
le pone mucha dificultad en el camino.

Dios sigue haciendo ofertas y promesas de descendencia y
Abraham fiándose de Dios en la vejez; como sabe que para Dios no
hay nada imposible, espera en Yahvéh. Sara concibe en la vejez, en lo
imposible para los hombres; tuvieron un hijo.

«Yahveh dijo a Abraham: Has de saber que tus descendientes
serán forasteros en tierra extraña. Los esclavizarán y oprimirán
durante cuatrocientos años» (Gn 15,13).

Pero él recuerda su fundamento y sostén en el camino que tiene
que realizar por pura obediencia a Dios.

«No temas Abraham. Yo soy para ti un escudo. Tu premio será muy
grande» (Gn 15,1).

«Creció el niño y fue destetado, y Abraham hizo un gran banquete
el día que destetaron a Isaac» (Gn 21,8).

Vivió momentos de alegría y plenitud. Pero su caminar permanente
ante el Señor le pidió compromisos nuevos. Y los realizó. Pues lo
importante para él era vivir permanentemente en el camino, la amistad
y la fidelidad a Dios.

«Toma a tu hijo, a tu único, al que amas, a Isaac, vete al país de
Moría y ofrécele allí un holocausto en uno de los montes, el que yo te
diga» (Gn 22,2).

Abraham se levantó exactamente igual que en el primer encuentro
con Dios, cuando lo mandó salir al camino, y preparó las cosas para
dar a Dios lo que más queda, lo que iba a hacer realidad todo lo que
Dios le había prometido, que sería padre de un gran pueblo. Lo
importante es ser fiel en el camino. No entra en razones, pues sabe
que la única razón está en ser fiel siempre a Dios. Sólo
permaneciendo fiel a quien es dueño de todo, vive uno la autenticidad.
Sólo así llena de bendiciones al hombre. Sólo así colma de alegría.

«No alargues tu mano contra el niño, ni le hagas nada, que ahora
ya sé que tú eres temeroso de Dios, ya que no me has negado tu hijo,
tu único» (Gn 22,12).

En medio de los avatares del camino, sentía que la promesa de
Dios se iba haciendo realidad. Mereció ser fiel y estar permanente a El
en el camino de su vida.

«Abraham era ya un viejo entrado en años, y Yahvéh había
bendecido a Abraham en todo» (Gn 24,1). «Expiró, pues, Abraham y
murió en buena ancianidad, viejo y lleno de días, y fue a juntarse con
su pueblo» (Gn 25,8).

Abraham encuentra a Dios en seguida en su ruta de nómada, a
través de su vida ordinaria e inestable. El mundo que conoce se
convierte en lugar de encuentro con Dios. Vive en estado de oración
en la dificultad y en la alegría, en la oscuridad y cuando la visión es
más clara. Algo que posiblemente nos diferencia de Abraham en su
caminar: él iba despacio, al paso de sus corderos y camellos y
posiblemente esa lentitud le hacía tener tiempo para encontrar a Dios
en el camino; nosotros vamos rápidos, sin darnos cuenta de lo que
hay alrededor nuestro, y posiblemente la voz de Dios no se oiga en
esa rapidez. Abraham es el fiel permanente, el que no se arredra o
encoge ante la dificultad, sino que pregunta a quien puede darle
contestación y espera la respuesta, aunque ésta no venga por los
caminos que él se había imaginado. Abraham pasa noches oscuras,
desiertos largos, pero también días brillantes, soles abundantes; no se
cansó de esperar. Y precisamente por ello vive la paz. Descubrimos en
Abraham a alguien que encuentra a Dios en todas partes, en todas las
circunstancias, en todos los momentos, en todas las situaciones.

Job, el hombre permanente
en la contemplación en el sufrimiento

Es seguro que nos hemos encontrado muchas veces con Job. Cada
uno de nosotros hemos sido Job. Pero es muy posible que las
relaciones que hayamos tenido ante el sufrimiento no hayan sido las
de él. Es impresionante leer el libro de Job y descubrir las
permanencias que él tiene ante los diversos avatares de la vida. Es
muy fácil hablar del dolor, pero identificarse con el mismo dolor es más
difícil; casi siempre lo eludimos. Job solamente tiene una seguridad y
sólo desde ella se puede entender su permanencia:

«Desnudo salí del seno de mi madre, desnudo allí retornaré.
Yahvéh dio, Yahvéh quitó: ¡Sea bendito el nombre de Yahvéh! (Job
1,21).

Hemos de entender la religiosidad de Job y su permanencia ante el
Señor desde la vida que él tiene, desde sus preocupaciones, desde
sus intereses, desde el enraizamiento que él tiene en lo religioso.
Religión es vivir en la auténtica piedad reverente del uso de las cosas;
no es final feliz de una especie de cuento que acaba bien, sino que
aparece como el rastreo de la transparencia, el ver más allá de lo
inmediato, sea plácido o doloroso. Lo religioso no será tener esto o lo
otro, sino saberlo tener en su dimensión definitiva.

«Había una vez en el país de Us un hombre llamado Job: hombre
cabal, recto, que temía a Dios y se apartaba del mal. Le habían nacido
siete hijos y tres hijas. Tenía siete mil ovejas, tres mil camellos,
quinientas yuntas de bueyes, quinientas asnas y una servidumbre muy
inmensa» (Job 1,1-3).

Lo importante no era lo que poseía, sino desde dónde veía él que
lo tenía. Padece las pruebas más grandes que podemos imaginarnos.
Las nuestras, en las que a veces nos recreamos y en las que nos
quedamos sin ver más, no son nada en comparación a la suya. Job en
el dolor abre las puertas de otras dimensiones en las que realmente
sustenta su vida. Y en esa dimensión se descalza, se sobrecoge, se
desplaza y entiende lo que es la verdadera existencia.

«Sé que eres todopoderoso: ningún proyecto te es irrealizable. Era
yo el que empañaba el consejo con razones sin sentido» (Job 42,2).

Profundicemos más en la existencia de Job, descubramos más su
modo de permanecer firme en el sufrimiento. Job es probado en primer
lugar en su tener, es herido en sus bienes, en sus hijos, se queda sin
nada. Las reacciones ante Dios, incluso cuando a nuestra vida sólo le
afecta el tener, suelen ser de desconsuelo y desconfianza. Pero la
reacción de Job es firme, madura, serena.

«En todo esto no pecó Job, ni profirió la menor insensatez contra
Dios» (Job 1,22).

¿Cuál será la reacción de Job cuando sea herido en su propio ser?
La misma. Sigue permanente en Dios. Herido en su carne con una
enfermedad repugnante y dolorosa, Job sigue sumiso y rechaza a su
mujer que le aconseja maldecir a Dios.

«Hablas como una estúpida cualquiera. Si aceptamos de Dios el
bien, ¿no aceptaremos el mal? En todo esto no pecó Job con sus
labios» (Job 2,10).

Es normal que ante los sufrimientos se acerquen los amigos que
aparecen como médicos de cabecera, que nos miran, que nos
diagnostican la enfermedad. Es necesario haber estado al lado de un
amigo moribundo muchas horas para entender esto; en esos
momentos hay silencios y conversación. Aunque se nos dice
anteriormente que Job no pecó con los labios, a pesar de lo que le
sucedía, sin embargo, ¿qué había en su interior?, ¿qué sucedía?,
¿qué pensamientos producidos en las honduras de su ser se iban
sucediendo? Según la doctrina tradicional, si Job estaba sufriendo, es
que había pecado; ante las protestas de Job, sus amigos se limitan a
endurecer su postura. Job ante las consideraciones teóricas de ellos,
opone su dolorosa experiencia y las injusticias que llenan el mundo. Y
topa constantemente con el misterio de un Dios justo que consiente en
el sufrimiento. El permanece fiel sin encontrar razones, en la oscuridad
de la noche, en la precariedad de su existencia. Le habían hecho
entender que si era justo, viviría una existencia feliz y en él se da lo
contrario. Los amigos que teorizan desde sus propias razones
aprendidas de la tradición, quieren descubrir a Job dónde está su
pecado, el porqué Dios le mantiene en estas circunstancias. Pero él
permanece junto a Dios en el sufrimiento, no entendido nada más que
por su Señor. Lucha desesperadamente para encontrar a Dios que se
le oculta a quien sigue creyendo bueno. En esa dificultad, en su
sufrimiento personal, de dolor íntimo y de dolor por no ser entendido,
sigue afirmando su fe en Yahvéh.

«Sabed ya que es Dios quien me hace entuerto y el que en su red
me envuelve» (Job 19, 6).

No es Job quien se enreda a sí mismo en la red de sus faltas, por
eso se alza con todas las fuerzas para descubrir su inocencia, para
manifestar su fidelidad a Dios. Es desconcertante ver que los amigos
le hacen un programa de reflexión para algo que no puede
reflexionarse. Lo que importa no es ¿por qué a mi?, sino curar el dolor
del dolor. El lo realiza con una afirmación total y absoluta de su vida en
Dios:

«Mas la sabiduría, ¿de dónde viene? ¿cuál es la sede de la
inteligencia? Ignora el hombre su sendero, no se le encuentra en la
tierra de los vivos» (Job 28,12-13).

«Sí, he hablado de grandezas que no entiendo, de maravillas que
me superan y que ignoro (escucha, deja que yo hable: voy a
interrogarte y tú me instruirás). Yo te conocí sólo de oídas, mas ahora
te han visto mis ojos. Por eso me retracto y me arrepiento en el polvo y
la ceniza» (Job 42,3-6).

Job es el hombre de todos los tiempos, que persiste en su fe,
incluso cuando su espíritu no encuentra sosiego, cuando ve que le
desaparece todo. Es el hombre que podemos ser tú y yo, que nos
ponemos en silencio ante Dios, porque El supera nuestra capacidad.
Es el hombre que sabe esperar sólo en Dios; que ante el sufrimiento
sigue queriendo y sabiendo que la única respuesta de existencia la
encuentra en Dios. Lo mismo que Job, nosotros también decimos:

«Esta es mi última palabra: ¡respóndame Sadday!» (Job 31,35).

Jonás, el hombre permanente en la
contemplación en el miedo

Muchos nos identificaremos con Jonás, porque aunque es cierto
que cada persona está llamada a ser ella misma, a ser la persona
única que Dios quiere que sea, muchas veces hemos intentado
escaparnos porque nos da miedo, nos cuesta seguir la llamada que
Dios nos hace. Nos cuesta entender que cuanto mejor llegue a ser
aquello para lo que mi creador me llamó a ser, tanto más feliz seré y
haré más profunda mi originalidad, una originalidad que Dios desea
para mí desde la eternidad. ¿Por qué tendremos miedo? ¿No será,
porque nos buscamos a nosotros mismos? Nos sucede como a Jonás.
Somos Jonás:

«Levántate, vete a Nínive, la gran ciudad, y proclama contra ella
que su maldad ha subido hasta mí. Jonás se levantó para huir a
Tarsis, lejos de Yahvéh» (Jon 1,2-3).

Cuando tenemos miedo, nos evadimos de todo. Lo mejor es
marchar a donde no nos conozcan, donde no tengamos que dar la
cara. Así edificamos nuestra vida a nuestro estilo, según nuestro
parecer. Todos tenemos multitud de posibilidades de ser, algunas
tentadoras pero falsas; no nos hacen ser, nos confunden. Son
posibilidades que nos impiden fijar la vida en Dios:

«Y bajó a Joppe, donde encontró un barco que salía para Tarsis,
lejos de Yahvéh, pagó su pasaje y se embarcó» (Jon 1,3).

Estas huidas son consuelos momentáneos, pues siempre vienen los
períodos de vacío y de vergüenza de la huida, que no nos dejan
tranquilos y nos desasosiegan. En el fondo son retos que Dios sigue
planteando a nuestra vida para que volvamos a nuestra originalidad:

«Pero Yahvéh desencadenó un gran viento sobre el mar y hubo en
el mar una borrasca tan violenta que el barco amenazaba romperse»
(Jon 1, 4).

Nosotros nos encontramos muchas veces en la vida en situaciones
parecidas; ni en un sitio ni en otro; pues las huidas de nuestra
realidad, el miedo a enfrentarnos, nos trae estas consecuencias, son
las consecuencias que vive Jonás; no está ni en el mar ni en la tierra
De la tierra se escapó. En el mar vive con la nostalgia de no haber
sido fiel a la llamada Está como un hombre perdido en medio de un
bosque. Está como sin rumbo. Como la mayor parte de los hombres,
vive en la duda, en la ansiedad, en la confusión. Así, en medio de esta
situación, Jonás trata de salir de ese miedo, quiere buscar una
solución definitiva a las incertidumbres y a los escapes de su vida Y
vuelve a permanecer en Dios, a afirmar su fe en él. Por encima de sus
miedos está Yahvéh:

«Soy hebreo y temo a Yahvéh, Dios del cielo, que hizo el mar y la
tierra» (Jon 1,9).

La fidelidad a Dios, permanecer en medio de los miedos, ser
nosotros mismos, ser fieles a la originalidad que tenemos en lo más
profundo de nuestro ser, ayuda a los demás, ayuda a que la historia
de los hombres vaya por unos caminos y no por otros. Los miedos de
los hombres, los escapismos suelen traer las guerras; encontrar el
propio camino trae la paz, no sólo para uno mismo, sino para los
demás:

«Agarradme y tiradme al mar, y el mar se os calmará, pues sé que
es por mi por lo que os ha sobrevenido esta gran borrasca» (Jon
1,12).

Arrojar al mar a Jonás supone como un viaje más a la profundidad.
Lleva consigo haber quitado los miedos y arrojarse en manos de Dios.
Es más, la profundidad aparece con un sentido mucho mayor: no sólo
entra en el mar, sino que se lo traga una ballena. En esa profundidad
se siente salvado; es ahí donde él se ha reencontrado. Uno se
encuentra de verdad cuando se reconoce ante Dios. En el vientre de
la ballena y en las profundidades del mar, Jonás prorrumpe en una
oración que es manifestación de lo que vive:

«Desde mi angustia clamé a Yahvéh y él me respondió; desde el
seno del Seol grité y tú oíste mi voz... Los que veneran vanos ídolos su
propia gracia abandonan» (Jon 2,3-10).

Sólo cuando nos encontramos, cuando somos, estamos
capacitados para ayudar a los demás. El encuentro con Dios trae la
ruptura con los miedos y la afirmación de la permanencia ante Dios y
sólo ante El. Sólo así somos válidos para los demás:

«Levántate, vete a Nínive, la gran ciudad, y proclama el mensaje
que yo te diga. Jonás se levantó y fue a Nínive conforme a la palabra
de Yahvéh» (Jon 3,2-3).

Cuando ve la conversión de los demás, la fidelidad y el encuentro
que a través de él, como profeta, han hecho otros hombres con Dios,
se molesta. Aparece otra vez el miedo que crea enemigos, divide a los
hombres, hace grupos no comprensivos, antiecuménicos. Por eso Dios
le dice:

«Tú tienes lástima de un ricino ¿y no voy a tener lástima yo de
Nínive, la gran ciudad, en la que hay más de ciento veinte mil personas
que no distinguen su derecha de su izquierda, y una gran cantidad de
animales?» (Jon 4,10-11).

Constantemente nos es necesario volver a la profundidad, al
origen, ya que los miedos surgen constantemente y no nos dejan ser
permanentes. Ojalá seamos Jonás. Ojalá podamos repetir soy Jonás,
que significa que aun en el miedo sigo en la permanencia. Somos
Jonás:

«A las raíces de los montes descendí, a un país que echó sus
cerrojos tras de mí para siempre, mas de la fosa tú sacaste mi vida,
Yahvéh, Dios mío» (Jon 2,7).

María, la mujer permanente en la contemplación,
modelo realizado del cristiano perfecto

En María descubrimos un misterio admirable: en ella habita el
Verbo, Hijo de Dios. Esta presencia de Cristo en María no es una
maravilla inconsciente. El ángel le pregunta si acepta comprometerse
en este asunto y ella acepta conscientemente la maternidad; recibe y
contiene a Cristo en nombre de todos y antes que el mundo.

M/FE: María será siempre para todos los cristianos el símbolo
arquetipo del ideal cristiano en adoración orante y entrega amorosa al
Dios todopoderoso. Es como una vasija que se abre para recibir la
vida; va más allá de sí misma a través de una comunión que procede
de una entrega total de sí. María se convierte en Madre de Dios,
porque primero consintió en ser dominada espiritualmente por Dios, su
Señor y Maestro. Había crecido sabiendo que Dios era amor efusivo,
que buscaba entrar en su corazón, y se abandonaba en oración y en
vida a sus designios. Si Dios la amaba tanto, ella sólo deseaba vivir
para su amor, servirlo con todas las fibras de su ser. Solamente este
amor es capaz de hacernos entender aquellas palabras que el ángel
la dirigió: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,26).
María como cualquier cristiano tuvo que aprender a caminar en fe.
Comprendemos su espíritu profundo de fe, entendiendo cómo a través
de su vida, ella se habría preparado contemplando el mensaje de
Dios. En la oscuridad entendió precisamente por la fe, por su entrega
incondicional a Dios, la expresión del ángel: «Porque ninguna cosa es
imposible a Dios» (Lc 1,37).

Nosotros estamos acostumbrados a realizar las cosas de repente.
María no comienza a ser fiel sierva del Señor en el momento de la
Anunciación. El Concilio Vaticano II, en la Constitución «Lumen
Gentium», nº. 61, nos dice: «Cooperó de forma enteramente impar a la
obra del Salvador con la obediencia, la fe, la esperanza y la ardiente
caridad con el fin de restaurar la vida sobrenatural de las almas. Por
eso es nuestra madre en el orden de la gracia». Y esto no lo hizo sólo
en un momento. Toda su vida fue un ir realizándolo para preparar el
momento culminante:

«Al sexto mes fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad
de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre
llamado José de la casa de David; el nombre de la Virgen era María»
(Lc 1,26-27).

María nos ofrece una síntesis del ser humano perfecto: aparece
como el lugar donde se encuentran la transcendencia y la inmanencia
de Dios, abre todo su ser en silencio total a Dios y tiene hambre de
recibir su plenitud. María aparece y es el tipo perfecto de persona
humana integrada en la contemplación de Dios, de su supremacía;
experimenta su pobreza de criatura y desea castamente devolver todo
su ser a Dios, se abre a la fertilidad de Dios como tierra virgen y sólo
así recibe la semilla divina:

«¿Cómo será esto, pues no conozco varón? El ángel le respondió:
El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con
su sombra» (Lc 1,34-35).

M/FIAT-SI: Es fácil ser cristiano mientras nuestro seguimiento de
Cristo sea impersonal, de observación; pero cuando Dios empieza a
pedir un compromiso más total de nuestra vida en su servicio, las
cosas empiezan a oscurecerse. Son esos momentos en que nos
retorcemos, nos resistimos, encontramos excusas, nos racionalizamos
y nos evadimos de ese «sí» total que Dios nos pide. Nos pasa algo
parecido a aquel joven rico del Evangelio y nos marchamos
entristecidos porque no estamos preparados para pagar el precio que
Jesús nos pide. En esos momentos, María se nos presenta como el
modelo de todos los que desean llegar hasta las últimas
consecuencias en el seguimiento de la voluntad de Dios; Ella se
entregó valientemente, dejó que Dios hiciera con Ella lo que desease.
Su «sí» a Dios es la expresión de la actitud en la que había vivido toda
la vida y el modo como quería continuar seguir viviendo: «He aquí la
esclava del Señor: Hágase en mi según tu palabra» (Lc 1,38).

Ante la Palabra que se está formando en su seno, pero que había
nacido en su corazón durante sus años juveniles desde aquella
contemplación silenciosa de Dios, descubrimos a María sirviendo
únicamente para una cosa: exaltar la gloria de Dios y su misericordia
hacia su pueblo. Ella nos lleva al extremo opuesto del «no serviré» y
«seréis como dioses». Esta experiencia de María provoca en nosotros
un intento de conseguir algo similar a lo suyo: Dios sólo en nuestras
vidas, llenándolas totalmente, porque el gozo y la dignidad de nuestro
ser encuentran su fundamento en un servicio amoroso y total a El. Así
el Magnificat que canta enraizado en la piedad de sus antepasados
(Abraham, Isaac, Jacob, Rebeca Judit, Esther, Rut, Ana, David ), tiene
un valor nuevo contado por María. Es nuevo el vivir completamente
para Dios, centrando su vida entera en Jesús:

«Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios, mi
salvador, porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava...»
(Lc 1,46 ss.).

María se había maravillado ante las palabras que Gabriel, Isabel,
los pastores y los Magos, Simeón y Ana, habían dicho alabando a su
hijo. Pero ella no quería honra de los hombres, sino solamente servir a
Dios. Por eso, lleva su «tesoro» al templo para ofrecerse junto a él de
un modo completo a Dios. El era la razón total de su vida, su única
posesión. Ante todos los acontecimientos de su vida, no busca su
propio engrandecimiento, no acepta dar a luz la Palabra de Dios para
engrandecerse. Ella quiso estar permanente en todo ante Dios y sólo
ante El: «María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las
meditaba en su corazón» (Lc 2,19).

Sabemos por propia experiencia o por sucesos patentes, que uno
de los mayores dolores que puede experimentar una madre es darse
cuenta de que la vida que dio a su hijo no la puede poseer para
siempre. Los instintos maternales la destrozan el día en que su hijo le
hace ver que él es un ser independiente y no posesión exclusiva de
ella. En María esto no sucede. Ella creció en valor, no tanto porque
Dios le pidió que entregara a su Hijo al plan del Padre, que es normal
que fuese contra sus deseos naturales por todo el sufrimiento que
había en ese plan, sino porque Dios le pedía en fe y en obediencia
una entrega de Ella y de lo que era más suyo:

«El les dijo: Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía
estar en la casa de mi Padre?» (/Lc/02/49 ).

María naturaliza a Dios, le da su tarjeta de identidad humana
terrestre, y al mismo tiempo -y es la divinización del hombre- ofrece a
la humanidad y propaga el incendio que Jesús vino a prender en la
tierra. Nos incorpora a él. Así María aparece como el modelo de todo
cristiano. Ya que también el cristiano, sea en su país natal o en un
pueblo extranjero, está encargado de humanizar a Dios. Esto no es un
sentimentalismo, sino el realismo de la Encarnación. María es nuestra
madre, y no se convierte en madre al pie de la cruz solamente porque
Jesús la confía a Juan; es nuestra madre porque es la madre de
Cristo. Somos miembros de Jesucristo nacido de María. Y María dio luz
a Cristo total, por eso ella es madre nuestra. Ojalá aprendamos de
nuestra madre a ser lo suficientemente valientes como para dejar que
Dios nos posea completamente. Con Ella nos alegramos, pues somos
hijos suyos. Ella ha sido glorificada como madre de una descendencia,
de una nueva nación más numerosa que las estrellas del cielo y las
arenas del mar:

«Por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán
bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso»
(Lc 1,48).

Pablo, el hombre permanente en la
contemplación en la acción apostólica

El hombre nacido en Tarso de Cilicia es al principio, antes de ser
alcanzado por Cristo, encarnizado perseguidor de la naciente Iglesia.
Pero en el camino de su vida se encuentra con Jesucristo:

«Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? El respondió: ¿Quién eres,
Señor? Y él: Yo soy Jesús a quien tú persigues» (Act 9,5).

Desde aquel momento dedica toda su vida al servicio de Cristo que
le había alcanzado. Todos sus pensares, sentires y quereres desea
que sean los de Cristo:

«Sino que continúo mi carrera por si consigo alcanzarlo, habiendo
sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús» (Flp 3,12).

Su vida es un viaje continuo para dar a conocer a Jesucristo y no le
importan las dificultades. Conversión a la fe, llamada al apostolado y
envío al ancho mundo de la gentilidad coinciden; aparece como ese
cristiano fiel y permanente que no puede obrar de otro modo, una vez
que se ha encontrado con Jesucristo. Sólo desde aquí podemos
entender aquellas palabras suyas:

«Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es
más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mi si no predicara el
evangelio!» (I Cor 9,16).

En sus escritos nos encontramos con un programa, al cual dedica
toda la vida; tiene un mensaje que comunicar, un mensaje de libertad,
de esa libertad que tenemos en Jesucristo, de esa liberación que
como inesperado milagro acontece de parte de Dios para los hombres
en su palabra, en sus acciones, en su muerte. Jesucristo lo es todo
para él y le sirve con lealtad absoluta, ya que ha entendido que sólo
en él está la salvación. Este celo incondicional se traduce en una vida
de abnegación total al servicio de Aquél a quien ama. Trabajos,
fatigas, padecimientos, privaciones, peligros de muerte; pero todo esto
no cuenta, con tal de cumplir la tarea de la cual se siente responsable.


«Atribulados en todo, más no aplastados; perplejos, más no
desesperados; perseguidos, más no abandonados; derribados más no
aniquilados» (2 Cor 4,89). «Viajes frecuentes, peligros de ríos,
peligros de salteadores, peligros de los de mi raza, peligros de los
gentiles, peligros en ciudad, peligros en despoblados, peligros por
mar, peligros entre falsos hermanos, trabajo y fatiga, noches sin
dormir... hambre y sed... frío y desnudez» (2 Cor 11,26-27). ¡Ay de mí
sino predicara el evangelio!... Es una misión que se me ha confiado»
(1 Cor 9,16-17).

Nada de lo que le pasa puede separarle del amor de Dios y de
Cristo, es más, todo eso le va configurando con la Pasión y la Cruz de
su Maestro. Su predicación es ante todo proclamación de Cristo
crucificado y resucitado. Es lucha contra todo aquello que intenta
reducir el evangelio a ideología:

«¿Qué es, pues, Apolo? ¿Qué es Pablo?... ¡Servidores por medio
de los cuales habéis creído!» (1 Cor 3,5).

Pablo se nos presenta como modelo de los que arriesgan la vida
para que Jesús llegue a ser en cada uno lo que estaba destinado de
parte de Dios. Se da en él una inteligencia lúcida, lógica y exigente,
solícita por exponer la fe según las necesidades de los oyentes.

«Pero llevamos este tesoro en recipientes de barro para que
aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de
nosotros» (2 Cor 4,7).

Es el hombre que enclava su vida en Jesucristo; de ahí que su
corazón lo ponga en un único valor. Ahí va derecho en una dirección
única que es precisamente la que da coherencia a su vida: l

«Pero lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida, a
causa de Cristo. Y más aún: juzgo que todo es pérdida ante la
sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí
todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo» (Flp
3,7-8).

Vive apasionado porque los hombres conozcan a Jesucristo. Todos
sus amores, sus ideas, sus proyectos, se comprenden a sí mismos,
desde un punto de referencia: Cristo muerto y resucitado. Pablo no se
enrola sin más en unas corrientes de opinión, sino que ha sido un
hombre vencido por la fuerza de la gracia que quiere dar una
respuesta clara: hacer verdad para los demás lo que como verdad le
acontece a él. Pablo no puede permanecer expectante, pasivo; sabe
que quien permanece así, niega la fe:

«Porque no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio.
Y no con palabras sabias, para no desvirtuar la cruz de Cristo. Pues la
predicación de la cruz es una necedad para los que se pierden; mas
para los que se salvan—para nosotros—fuerza de Dios» (I Cor
1,17-18).

Se ha identificado de tal modo con Jesucristo, con su Iglesia, que
los ofrece como imanando de si mismo. Y es capaz de darles una
traducción histórica mediante su vida y sus obras; es capaz de
explicitarlas intelectualmente, de legitimar esas verdades como válidas
para todos los hombres. En Pablo nos encontramos con un hombre
permanente en la acción desbordante de querer dar a conocer a
Jesucristo. Es un apasionado por dar a conocer qué significa Cristo
para cada hombre, para el mundo:

«A mí, el menor de todos los santos, me fue concedida esta gracia:
la de anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo, y
esclarecer cómo se ha dispensado el misterio escondido desde siglos
en Dios, creador de todas las cosas» (Ef 3,8-9).

Para todos los que quieren permanecer decididos y lúcidos en
tiempos históricos de cambio, para los que quieren ser fieles y
permanentes en su acción apostólica, aparece esta figura de Pablo
como alguien con el que es una necesidad confrontar la vida.

CARLOS OSORO
A LA IGLESIA QUE AMO
NARCEA. MADRID 1989.Págs. 172-189