A LA IGLESIA QUE AMO 7

 

Meditación para tiempo de trabajo en la Iglesia


Interesa poner nuestra vida a la luz de quien la puede iluminar para
descubrir las posturas hondas y profundas desde donde tenemos que
actuar, las actitudes existenciales con las que debemos vivir junto a
los que nos encontremos.

Nos encontramos con los demás en el trabajo, en la vida diaria, en
el camino de nuestra vida. Por ello, no es de extrañar que cuando a
Jesucristo le preguntaron: «Y ¿quién es mi prójimo?», contestase con
aquella parábola del hombre que bajaba de Jerusalén a Jericó. En ese
bajar de un lado para otro, en ese ir de camino, es donde nos
encontramos con los demás y donde podemos posibilitar que los
demás sean o no.

El «paseo» que realizamos entre los hombres no lo hacemos de un
modo cualquiera, sino en y desde la fe. La fe es, ante todo, un modo
de existir y una actitud fundamental. Al vivir desde la fe, consideramos
el mundo, la historia y la vida humana desde Dios. Precisamente por
esto, al hacer nuestro «paseo» por el mundo desde la fe, el mismo
mundo, lo que en él acaece y nuestra misma existencia, aparecen
para nosotros y para los demás leídos desde una atalaya que siempre
le da perspectivas nuevas, profundidades distintas y esperanza sin
límites.

Nos planteamos ahora el modo con el cual hemos de pasear por
nuestro mundo. Al planteárnoslo desde la fe, experimentamos que es
verdadera la fe que se manifiesta como práctica realizadora del amor
eficaz, que sabe dar el paso de una actitud de entrega ilimitada de
Dios, a una actitud de entrega como servicio a los hermanos, como
solidaridad de las necesidades, como construcción de relaciones
fraternas y justas entre los hombres.

No es de extrañar que Jesucristo cuando quiere programar la vida
de cada discípulo y de la Iglesia les diga:

«Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de
salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron
dejándole medio muerto. Casualmente bajaba por aquel camino un
sacerdote y, al verle, dio un rodeo. De igual modo, un levita que
pasaba por aquel sitio le vio y dio un rodeo. Pero un samaritano que
iba de camino llegó junto a él y al verle tuvo compasión; y,
acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino;
montándole sobre su propia cabalgadura, le llevó a una posada y se
cuidó de él. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al
posadero y dijo: Cuida de él y, si gasta algo más, te lo pagaré cuando
vuelva. ¿Quién de éstos te parece que fue prójimo del que cayó en
manos de los salteadores? El dijo: El que practicó la misericordia con
él. Díjole Jesús: Vete y haz tú lo mismo»
(/Lc/10/30-37).

Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó

Los hombres que vienen a este mundo entran en este camino de
Jerusalén a Jericó, que es el camino de nuestra propia historia. Pero
la entrada a este camino se puede hacer de formas muy distintas.
Vamos a entrar como discípulos de Jesucristo y a observar lo que nos
encontramos. Naturalmente la observación la realizamos desde una
atalaya: desde la fe. ¿Qué es lo que vemos? Cojamos cualquier
periódico o escuchemos las noticias. Contemplamos a unos hombres
amenazados por sus propios inventos, encerrados en si mismos, que
se ponen en contacto con todo lo que les rodea, no como dueños y
custodios inteligentes y nobles, sino como explotadores y
destructores. El progreso al que ha llegado el hombre nos hace
descubrir y valorar su grandeza. Al observar nuestro camino y en él a
los hombres que «pasean», vemos que han progresado mucho, pero
a la vez los observamos con grandes y graves amenazas entre ellos,
fruto del mismo progreso.

¿Qué es lo que podemos llevar a ese camino? Tenemos que ir con
nuestra dignidad de personas, con nuestro ser de hijos de Dios, con
las posibilidades y la realidad que Dios implantó en nuestra vida. El
nos manifestó que nos daba la tierra para que la «sometiésemos». Al
decir esto, Dios nos mandaba dar prioridad a la ética sobre la técnica,
a la persona sobre las cosas, al espíritu sobre la materia.

Se siente la necesidad de que haya hombres que se preocupen de
«ser más» y no tanto de «tener más». Cuando un hombre vive esta
preocupación, se hace más sensible a las realidades que existen a su
alrededor y somete su vida a revisión constante, pasa por el mundo
dándose cuenta de quién es el que está tirado en el camino y qué
necesidades tiene en el momento.

Para hacer algo importante en el camino hay que «bajar de
Jerusalén a Jericó», es decir, hay que bajar de la ciudad de Dios a la
ciudad terrena, llevando a Dios y su propia experiencia a los hombres.
No vale hacerlo de cualquier forma. Hay que bajar como lo hizo Cristo
mismo:

«Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo: El cual,
siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios.
Sino que se despojó de sí mismo tomando la condición de siervo,
haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como
hombre; y se humilló a si mismo, obedeciendo hasta la muerte y
muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que
está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se
doble en los cielos, en la tierra y en los abismos y toda lengua
confiese que Cristo Jesús es Señor para gloria de Dios Padre»
(Flp 2,
6-11
).

Cristo presentó en medio de los hombres la condición divina de
Dios. Cada creyente, cada discípulo debe bajar de Jerusalén a Jericó
y hacer presente en medio de los hombres la realidad de Dios.
Nuestra gran tarea es dar testimonio de Dios. Y lo hemos de
realizar en el camino y con las actitudes de Jesucristo y con su misma
radicalidad: desde la experiencia de un Dios Padre, que se hace
cercano al hombre y se deja comprender por el hombre. Un Dios que
se hace tan cercano en Jesucristo que los hombres a veces ni se
enteran de su paso en medio de ellos. Un Dios que se identifica
totalmente con los hombres, con todos los hombres, es más, se hace
el último para identificarse con todos. Un Dios que realiza un
«desclasamiento», nace en un «pesebre», en lo más bajo para
identificarse con todos.

Este Dios se nos revela en Jesucristo, pasó por la vida haciendo el
bien. No tuvo otra tarea mientras estuvo aquí entre nosotros que
hacer el bien, consideró a los demás como superiores a sí mismo;
valoró a todos de tal modo, que quien de verdad se acercaba a El
descubría en su propia realidad la presencia de Dios.

Esta tarea de hacer el bien no debe llevar las consecuencias que
tuvo para Jesucristo en su propia existencia: la muerte. El murió
crucificado por amor, dio la vida, la entregó por los demás y nos hace
comprender que el modo de acercarse Dios a la vida no es como
hacemos los hombres, desde los poderes de este mundo. Jesucristo lo
realiza desde el amor misericordioso de Dios para con los hombres.
Dios que es puro amor, no puede utilizar otras fuerzas para cambiar la
realidad que ese mismo amor.

Vivir desde el amor puro de Dios, desde la fuerza más
transformadora que tienen los hombres, hace que Cristo en la cruz
viva la apariencia de un fracasado; pero precisamente por ser fiel al
Padre es Resucitado y con El todos los hombres. Solamente el querer
vivir desde la fuerza del amor de Dios y no desde otras fuerzas u otros
poderes hace de la experiencia de la resurrección de Cristo, que los
hombres descubramos la hondura desde la cual tenemos que vivir y
desde la que posibilitamos vida en los demás.

Cristo formó un grupo hasta su vuelta, la Iglesia, a la cual
pertenecemos tú y yo, para que pasemos por este camino viviendo la
misma experiencia que El. El nos acompaña en el camino y nos da la
fuerza y el aliento suficiente para vivir y servir a los demás. Se trata de
«bajar de Jerusalén a Jericó», de bajar a nuestra realidad llevando a
Dios, liberándonos del egoísmo y de las falsas seguridades, para
descubrir al otro y sus necesidades. Así nos hemos de situar en el
camino.

Bajaba un hombre

En el camino hay muchas cosas, pero lo más importante es el
hombre que está en él. Las cosas que hay en el camino son de Dios,
las hizo El. Y después de hacerlas dijo:

«Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza
nuestra, y mande en los peces del mar y en las aves de los cielos, y
en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las
sierpes que serpean por la tierra. Creó, pues, Dios al ser humano a
imagen suya, a imagen de Dios le creó, macho y hembra los creó. Y
bendíjolos Dios, y díjoles Dios: sed fecundos y multiplicaos y henchid
la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de
los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra»
(Gn, 1,26-28).

El hombre es el centro de todo, es imagen de Dios, impronta de
Dios. En el camino debe tomar conciencia de que es una realidad de
Dios, pues ha sido creado por El. Esta toma de conciencia le debe
hacer descubrir que esta realidad la tienen todos los hombres. Y que
todos y él son un reflejo de aquel acto de amor de Dios que es la
creación. Por eso en el camino el hombre es lo importante. Esta
realidad nos hace situarnos entre los demás y ante los demás de un
modo cualitativamente distinto, como se situó Jesucristo. Desde la
creación de todo lo que existe, solamente Jesucristo ha dado
satisfacción al amor eterno del Padre, a aquella paternidad que se
manifestó en la creación del mundo, al hacer al hombre un «poco
menor que Dios» (Sal 8,6). En Jesucristo, el Dios de la Creación se
revela a los hombres como el Dios de la Redención, fiel al amor, al
hombre y al mundo. Por eso, la revelación del amor y de la
misericordia tienen en la historia del hombre una forma, un contenido
y un nombre: Jesucristo.

El que baja por el camino es el hombre. Pero el hombre revelado y
hecho historia por Jesucristo.

«El es imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación,
porque en El fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la
tierra, las visibles y las invisibles, los tronos, las dominaciones, los
principados, las potestades: todo fue creado por El y para El. El existe
con anterioridad a todo y todo tiene en El su consistencia. El es
también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia: El es el principio, el
primogénito de entre los muertos, para que sea El el primero en todo,
pues Dios tuvo a bien hacer residir en El toda la plenitud y reconciliar
por El y para El todas las cosas pacificando, mediante la sangre de su
cruz; lo que hay en la tierra y en los cielos»
(Col 1, 15-20).

Tenemos que seguir a este hombre-Dios para que nuestra bajada
por el camino sea verdadera y con hondura y para hacer posible que
todos los hombres bajen de la misma manera.

Para darnos cuenta de que quien baja es un hombre, solamente
hay una posibilidad vivir desde el amor mismo de Dios. Ya que es ese
amor el que revela al hombre su grandeza y su pequeñez, su hondura
y al mismo tiempo su falta de contenido, sus posibilidades y sus
limitaciones. El hombre que no se abre al amor de Dios, pasa por la
vida sin comprenderse a si mismo. En Jesucristo se nos revela la
dimensión humana del ministerio de la Redención: ahí encuentra el
hombre su grandeza, su dignidad y el valor propio de su humanidad.

En el ministerio de la Redención podemos experimentar y ver la
realidad de aquellas palabras del Apóstol:

«Ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer,
ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús»
(Gal 3,28).

El hombre que quiere comprenderse a sí mismo debe acercarse a
Jesucristo. De ahí la gran tarea en el camino: acercarme yo y acercar
a los demás al Señor. No hay un antes y un después, lo hemos de
realizar a la vez. No hemos de poner dicotomías. Es así como se
manifestó Jesucristo. Desde su comunión con el Padre vivida en
referencia a todos los hombres y en su propia historia Jesucristo fue el
«Evangelio de Dios». Desde nuestra comunión con Jesucristo, vivida
en referencia a todos los hombres y desde nuestra historia podremos
nosotros ser también como Jesucristo y para todos los hombres que
encontremos por el camino Buena Noticia.

Ser «salteadores» del hombre
o encontrarnos con «salteadores» del hombre

Nos podemos encontrar en el camino con estas dos posturas
existenciales. A veces nos vemos asaltando a los que nos
encontramos, es decir, los robamos, los desvalijamos de su riqueza.
Esto lo hacemos cuando no los reconocemos como imágenes de Dios,
originales, únicas, irrepetibles y cuando queremos que sean nuestra
propia imagen.

Asaltamos, cuando no dejamos pensar al otro por su cuenta
cuando queremos imponer nuestra opinión como verdad absoluta.
Asaltamos también cuando limitamos algún derecho del hombre. Le
asaltamos cuando no hacemos posible que el otro perciba estas
palabras de San Pablo:

«Pero Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos
amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó
juntamente con Cristo—por gracia habéis sido salvados—y con El nos
resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús»
(Ef 2,4-6).

Es decir, cuando el amor de Dios misericordioso, de aceptación del
otro en lo que es y como es, no se hace perceptible con nuestra forma
de actuar entre los demás.

Asaltar al hombre supone violar la imagen de Dios, pues eso es
precisamente el hombre. Quien viola la imagen, viola el prototipo, viola
al propio Dios. Cuando nosotros pensamos en esto, casi siempre nos
justificamos; pero creemos que sería importante ver la realidad de los
asaltos que hacemos al hombre desde la perspectiva que el Apóstol
nos da:

«La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no
es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se
irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra
con la verdad. Todo lo excusa Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo
soporta»
(I Cor 13,4-7).

Asaltamos cuando no dejamos crecer al hombre a su ritmo; cuando
no ponemos lo que somos, sabemos y tenemos a disposición de los
demás, a su servicio. Asaltamos cuando nos creemos más que los
demás o cuando creemos que lo nuestro es lo mejor. Asaltamos
cuando no tenemos la paciencia que Dios tiene con nosotros, que
nunca abandona al hombre aunque el hombre sea quien le abandone
a El. Asaltamos cuando echamos en cara al otro alguna ofensa que a
lo mejor nos hizo, cuando no olvidamos. Asaltamos cuando somos
injustos o consentimos que se den injusticias y las tapamos por no
complicar nuestra vida.

Los asaltos que realizamos al hombre, al otro, podrían reducirse a
estos tres:

Asaltamos cuando no dejamos que Dios entre en nuestra vida y en la de los que nos encontramos

Jesucristo se encontró con Zaqueo, que lo llevó a su casa. En
presencia de todos los que comían reconoció en Cristo al
manifestador y revelador del misterio del hombre. Por ello cambió su
vida Cuando no le dejamos entrar en nuestra vida pese a que el
Señor también nos ha dicho «baja de ahí, que quiero entrar en tu
casa», estamos robando porque no redimensionamos las
posibilidades que tenemos como hombres. Robamos a los demás
porque también ellos tienen derecho a ver las dimensiones profundas
de la vida y nosotros con nuestras actitudes se las estamos ocultando.


Asaltamos cuando no dejamos que los demás
entren en nuestra vida


En el camino, vemos a Jesucristo complicándose la vida a causa de
los otros. Los otros complican la vida, nos hacen cambiar la ruta, nos
exigen respuestas, nos piden andar en verdad, ser coherentes, no
hacer y decir cosas distintas.

Asaltamos cuando no ponemos nuestra vida al servicio de los otros y para que los otros recuesten su cabeza en nuestra vida

Siguiendo el camino y el itinerario de Jesucristo, lo descubrimos
dando la vida con todas las consecuencias. No solamente dio un rato
de su vida sino que dio todo lo que era. Se olvidó de si mismo. Lo que
más le importaba era que los hombres tuviesen donde descansar y
reclinar su cabeza Se presta para que los hombres lo hagan sobre su
vida entera y a sus discípulos nos manda que hagamos lo mismo.

No solamente tenemos experiencia en «asaltar», sino también de
ser «asaltados». Por ello, entendemos y valoramos más lo que supone
ser constructores de los hombres y lo que lleva consigo ir por el
camino dando vida y capacitando al otro para que sea En la medida
en que en nuestra propia vida percibimos lo que importa que existan
personas a nuestro alrededor que nos imposibilitan la orientación de
nuestras vidas, que nos despojan de lo más nuestro, de nuestras
riquezas, que no nos dejan que las percibamos, que no nos las dan a
conocer, que nos golpean y no precisamente con el golpe físico, sino
con ese golpe que es el no reconocerte, en esa misma medida
estamos siendo asaltados y golpeados. Y en esa medida entendemos
y valoramos más lo que significa y supone ser asaltado.

En la carta del apóstol Pablo a Filemón hay un ejemplo de lo que
venimos diciendo. Pablo para Filemón y Onésimo es un liberador,
alguien que reconoce lo que verdaderamente es el hombre con
respecto a los otros:

«Pues tal vez fue alejado de ti por algún tiempo, precisamente para
que lo recuperaras para siempre, y no como esclavo, sino como algo
mejor que un esclavo, como un hermano querido»
(Flp 1,15-16).

Anteriormente Onésimo no había sido reconocido del todo, estaba
siendo asaltado por Filemón. El encuentro de Filemón con Jesucristo
supuso reconocer a Onésimo y a tantos otros de un modo distinto, de
una manera nueva. Esta carta nos está hablando del derecho que
tiene el hombre como criatura de Dios a dirigir su vida, a determinar lo
que debe hacer de ella. Cuando la vida la ponemos a la luz del Señor,
las determinaciones que de ella se hacen son distintas.

En el camino y desde nuestro encuentro con Jesucristo se nos
presenta la posibilidad de hacer realidad aquellas palabras del
Apóstol:

«A mí, el menor de todos los santos, me fue concedida esta gracia:
la de anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo»
(Ef
3,8).

Desde nuestro encuentro con Jesucristo, se nos hace posible hacer
realidad la gran misión que tenemos los hombres y que expresa el
Papa Juan Pablo II con palabras muy exactas: «Revelar a Cristo al
mundo, ayudar a todo hombre para que se encuentre a sí mismo en
El, ayudar a las generaciones contemporáneas de nuestros hermanos
y hermanas, pueblos, naciones, estados, humanidad, países en vía de
desarrollo y países de la opulencia, a todos, en definitiva, a conocer
las insondables riquezas de Cristo, porque éstas son para todo
hombre y constituyen el bien de cada uno» («Redemptor Hominis», nº.
11).

Diversos estilos a la hora de hacer el camino

La misma parábola del buen samaritano nos manifiesta los diversos
estilos que puede tener un hombre a la hora de hacer el camino.
Podríamos reducirlos a tres:

Pasar por el camino sin ver ni oír el llanto de nadie

Hay muchas personas que viven para sí. El que vive para sí, no ve
nada, ni escucha a nadie, nunca ve en el otro a Dios. La presencia de
Dios se le oscurece. Es lo que les pasó a aquellos fariseos y escribas
que veían lo que Jesús hacía con los que estaban a la mesa, en la
invitación que le hizo LevI después que el Señor le dijo: «Sígueme».
Mientras Leví, dejándolo todo, se levantó y le siguió, los publicanos se
sintieron reconocidos y los fariseos y escribas no hacían más que
murmurar. Pasaron sin ver ni oír. Ahí está la gran diferencia con
Jesucristo, que oyó y se detuvo con ellos y los invitó (cfr. Lc 5,27-32).

Dios nunca deja de amar a todos sus hijos. Es más, ama más al
peor y más desagradecido. Esto afirma claramente el Señor:

«Más bien, amad a vuestros enemigos; haced el bien, y prestad sin
esperar nada a cambio; y vuestra recompensa será grande, y seréis
hijos del Altísimo, porque él es bueno con los ingratos y perversos»

(Lc 6,35).

Pasar por el camino sin ver es realizar lo contrario de lo que Dios
hace y a lo que nos llama. El siempre anda en busca de los hombres.
No espera nunca a que la oveja perdida venga, sino que va tras ella.
Es el Dios que se alegra cuando encuentra a los pecadores, que no
deja apagarse la lámpara, que ofrece siempre la posibilidad de la
misericordia y el perdón. Es el Dios que nos manifiesta que la vida del
hombre en su caminar no puede ser no oír, sino estar en permanente
actitud de escucha y de búsqueda del otro, sobre todo del que más lo
necesita:

«¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas,
no deja las noventa y nueve en el desierto y va a buscar la que se
perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra la pone
contento sobre sus hombros; y llegando a casa convoca a los amigos
y vecinos y les dice: Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que
se me había perdido»
(Lc 15,4-6).

Pasar por el camino, viendo y oyendo, y dar un rodeo

Muchas veces vivimos una fe no comprometida. Nadie pone en
duda que el sacerdote y el levita creían en Yahvéh, pero descubrimos
que no vivían las consecuencias de tal creencia. No vivían el
compromiso que comporta el creer y tener a Dios como único Señor.

En Jesucristo, el Dios del Antiguo Testamento se nos revela como
Padre de infinita bondad. La expresión «Padre» no es ninguna imagen
elaborada por el lenguaje humano, sino que pretende expresar la
propia realidad de Dios como fuente creadora de todas las cosas.
Dios, en su manifestación de Padre, sustenta y sostiene las cosas
como un padre bueno, que cuida y mima a sus hijos. No hay duda que
todos nosotros como el sacerdote y el levita, sentimos a Dios así.
Llamar Padre a Dios significa que nos sentimos hijos suyos y que El
representa una superabundancia que no se cierra sobre sí misma,
sino que se autoentrega en amor y comunión. Jesús se manifestó
como el Hijo unigénito del Padre. Como Jesucristo cuando decimos
«Abba» (papa), exteriorizamos la convicción de que quien todo lo
invade no es alguien ante el cual está el hombre como aterrado y
lejano, sino alguien cercano, con un amor sin limites por el hombre,
que le acepta tal como es.

Esto lo siente así el hombre creyente. Pero a veces no vive las
consecuencias que tiene esta percepción de Dios. Las consecuencias
hay que vivirlas junto a los demás. Y cuando yo paso de largo ante los
hombres después de haberles visto tirados en el camino, no estoy
viviendo comprometidamente la fe ni la paternidad que Dios revela y
manifiesta en mi vida No sigo las consecuencias de esta revelación
que es hacer que los demás la perciban a través de mi vida y con mis
gestos, palabras y actos.

Las consecuencias de la fe comprometida nos las manifiesta aquel
texto del evangelio en el que se presenta al rico Epulón y al pobre
Lázaro. Los dos creían en Yahvéh. Epulón se preocupó durante su
vida de él mismo. Veía a Lázaro como estaba y las necesidades que
tenía, pero aquella realidad no cambió su vida; se siguió preocupando
de sí mismo. Epulón pasó por el camino viendo y oyendo, pero no
viviendo las consecuencias de este ver y oir (cfr Lc 16,19-31).

Pasar por el camino, viendo y oyendo, y acercarse
para dar soluciones

Esta fue la actitud que Jesús nos explica con su vida: se acercó a
cada hombre concreto con el que se encontraba en el camino.
Recordemos la expresión del ciego: «¡Jesús Hijo de David, ten
compasión de mi! Los que iban delante le increpaban para que se
callara» (Lc 18,38-39). Y escuchemos la respuesta tan maravillosa de
Jesucristo, que supone tener atento el oído y la vista para ver las
necesidades de los demás: «¿Qué quieres que te haga.; El le dijo:
¡Señor, que vea! Jesús le dijo: Ve. Tu fe te ha salvado. Y al instante
recobró la vista» (Lc 18,41-43).

Jesús se interesa por los problemas de los demás. Este ciego
quería ver. En otros encuentros se rechaza a Jesús que se acerca al
hombre, a sus necesidades. Basta recordar el encuentro con aquella
mujer encorvada a la que Jesús cura y las protestas y la indignación
del jefe de la sinagoga por curar en sábado (cfr Lc 13,10-17). Jesús,
junto al hombre, aparece siempre como hermano que ayuda, que
comprende, que se compadece, que siente, que ama, que escucha,
que da soluciones positivas. El jefe de la sinagoga se muestra como
hijo rebelde, como esclavizador de los demás y como esclavo de este
mundo.

El hombre puede abrirse a Dios y puede cerrarse. Demuestra que
está abierto a Dios, cuando en su camino, ve, oye y da soluciones.
Cuando se cierra y no escucha ni ve, se convierte en dominador de
los demás y en esclavo de las propias cosas que él creó o de las que
le dieron para que fuese su señor.

Acercarse, dar lo que uno es y posee a quien se encuentre
en el camino

Esta es la gran revelación de Jesucristo que nos manifiesta la
relación de amor que Dios tiene con el hombre. Jesucristo en sus
acciones, en sus palabras, en su muerte, en su resurrección, nos
descubre y nos introduce en esta relación de amor. En Cristo se hace
operante el amor de Dios y se hace presente a todos los hombres. En
los encuentros del evangelio, observamos dónde se hace operante el
amor de Dios y qué estilo de amor es: un amor de padre, auténtico,
que deja al hombre libre, no es egoísta, no espera nada, es un amor
misericordioso.

Jesucristo no solamente manifiesta el amor misericordioso de Dios,
sino que quiere y pide a los hombres que se dejen guiar en su vida
por ese amor y esa misericordia:

«Sucedió que, estando El diciendo estas cosas, alzó la voz una
mujer de entre la gente y dijo: ¡Dichoso el seno que te llevó y los
pechos que te criaron! Pero El dijo: Dichosos más bien los que oyen la
Palabra de Dios y la guardan»
(Lc 11, 27-28).

Este amor misericordioso se da cuando el hombre tiene intimidad
con quien es misericordia. La misericordia se contagia. Por eso
cuando hay un hombre de diálogo abierto y sincero con el Señor de la
misericordia, esa misericordia se hace presente entre los hombres.

¿Cuándo podemos decir que tenemos un amor misericordioso?
Cuando, como Jesús, manifestamos en la historia y en la vida concreta
de cada hombre la misericordia: «La misericordia se manifiesta en su
aspecto verdadero y propio, cuando revalida, promueve y extrae el
bien de todas las formas del mal existentes en el mundo y en el
hombre» («Dives in misericordia», 6). Esto es lo que hizo Jesucristo
con todos los hombres con los que se encontró, y todos sus discípulos
tienen que hacer lo mismo: «No te dejes vencer por el mal; antes bien,
vence al mal con el bien» (Rm 12,21).

Estamos muy acostumbrados a ver solamente lo malo de la vida y
de los demás. No somos capaces de ver en todas las cosas la realidad
de Dios que está impresa, ya que todo es de El. Tenemos que
acostumbrarnos a realizar en nosotros lo que Dios demostró de una
manera inigualable y que Jesucristo nos manifiesta en la cruz. Es la
máxima expresión de la misericordia de Dios por el hombre. Dios
mismo, inclinándose hasta el limite por el hombre. Quiere salvarlo
exclusivamente por amor. Lo salva utilizando este único poder: el
amor. Mientras todos los que se acercaban a la cruz de Jesús, el
pueblo, los sumos sacerdotes y los dos que estaban crucificados con
El, querían que no utilizase la misericordia, sino que actuase como
ellos—por eso le dicen: si eres hijo de Dios baja de la cruz—, El
responde con su misericordia, con su amor misericordioso. Ve la
presencia de Dios en todos y muere por todos para dar vida.

Pasar por la vida con el estilo de Jesucristo supone realizar lo
mismo que El, tener sus mismas convicciones y haber descubierto que
este amor no se tiene de una vez para siempre, sino que constituye un
estilo de vida, una característica esencial de la vida de un discípulo de
Jesucristo. Se trata de descubrir que este amor misericordioso, no
solamente no es alienante, sino creador y elevador de la propia
experiencia y de la de los demás: «El amor misericordioso, en las
relaciones recíprocas entre los hombres, no es nunca un acto o un
proceso unilateral» («Divas in misericordia», n° 14). También el que
da ese amor recibe algo de aquel a quien da el amor.

La Iglesia tiene que pasar por entre los hombres
como Jesucristo

La Iglesia no puede abandonar en su realidad singular al hombre
que tiene una historia propia, unas necesidades corporales y
espirituales determinadas, que escribe su historia personal de una
manera concreta. Con ese hombre tiene que encontrarse la Iglesia y
le tiene que servir la verdad como Jesucristo a través del misterio de la
Encarnación y de la Redención. Lo ha de realizar desde el amor
misericordioso de Dios, manifestado en Jesucristo de una vez para
siempre a todos los hombres. Un amor que entre sus múltiples
manifestaciones se muestra así:

—Sabe esperar: cuando se quiere cortar la higuera estéril, dice: «Señor,
déjala por este año todavía y mientras tanto cavaré a su alrededor y
echaré abono, por si da fruto en adelante; y si no da la cortas» (Lc
13,8-9).

—Sabe distinguir lo que es importante: no se queda como el jefe de la
sinagoga «indignado de que Jesús hubiese hecho una curación en
sábado» (Lc, 13,14).

—Sabe explorar y ver lo que necesita cada persona: es decir, se acerca
de verdad a ella; es como aquel que sabe distinguir las señales de los
tiempos: «Sabes explorar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no
exploráis este tiempo?» (Lc 12,56).

—Sabe de dónde procede y, por tanto, en quién tiene que fiarse: «No
temáis, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre le ha parecido bien
daros a vosotros el Reino» (Lc 12,32).

El hombre concreto es el camino de la Iglesia. Por ello, «siendo,
pues, este hombre el camino de la Iglesia, camino de su vida y de
experiencias cotidianas, de su misión y de su fatiga, la Iglesia de
nuestro tiempo debe ser, de manera siempre nueva, consciente de la
situación de él. Es decir, debe ser consciente de sus posibilidades,
que tomen siempre nueva orientación y de este modo se manifiestan;
consciente también de todo lo que parece ser contrario al esfuerzo
para que la vida humana sea cada vez más humana, para que todo lo
que compone esta vida responda a la verdadera dignidad del
hombre» («Redemptor Hominis », nº 14). Esta es la cercanía que la
Iglesia debe tener al hombre para saber de él y, como Jesucristo y
desde la luz que El da a la Iglesia, saber responder profesando y
proclamando la misericordia y acercando a quien es la fuente y el
origen de la misericordia.

Solamente si la Iglesia en la que vivimos y damos la vida, se acerca
así a los hombres a quienes sirve, cumplirá la misión para la cual el
Señor la fundó y la plantó.

El «buen samaritano» atendió al que encontró tirado en el camino.
Pero no sólo se conformó con atenderlo, sino que comprometió al
posadero para que lo cuidara. Esto es lo que debemos hacer
nosotros. No solamente cuidar y hacer que cada creyente sea buen
samaritano, sino tener capacidad para comprometer a otros a realizar
esta misma tarea

Esta capacidad de atracción para estimular a otros no la tendremos
si no realizamos la tarea con el amor misericordioso del Señor, de
situar al hombre frente a la vida, dando bien aunque a él le venga el
mal. La tarea entusiasma cuando se hace algo importante; a los
hombres les entusiasma amar con la misma fuerza de Dios,
transformar la realidad con esa fuerza de Dios, ya que sus propias
fuerzas, muchas veces debilitadas, no producen el suficiente
entusiasmo o es pasajero. La tarea del buen samaritano, como tarea
de Dios, sí que enardece y tiene atractivo para toda la vida.

Nuestra Iglesia necesita hombres que realicen la tarea pastoral
desde estas dimensiones y desde esta manera de entender la
actuación de Dios entre los hombres.

CARLOS OSORO
A LA IGLESIA QUE AMO
NARCEA. MADRID 1989. Págs. 110-126