A LA IGLESIA QUE AMO 1

 

Parábola sobre la barca

 

Al atardecer  

En muchas ocasiones, en el Evangelio, Jesús se comunica con sus discípulos «al atardecer». Es el momento en que terminan las tareas normales y viene el tiempo de descanso. Parece como si el Señor escogiese esos momentos para comunicarse con nosotros. Son los tiempos en que el hombre puede pensar más, y puede hacerlo sobre las cosas más trascendentales, pues en su vida de trabajo está preocupado por lo inmediato, por lo inminente.   «Este día, al atardecer, les dice» (/Mc/04/35-40). También a nosotros nos lo dice el Señor. Llega el atardecer, es decir, el cambio de actividad. ¿Qué vais a hacer? ¿Cómo lo vais a emplear? ¿Va a serviros para encontraros más con Dios, con los hermanos, con vosotros mismos? ¿Lo vais a emplear para acercaros más a Dios, para conocer más a Jesucristo, para hacer la síntesis de todo lo que habéis vivido? ¿Que vais a hacer?

Pasemos a la otra orilla  

El tiempo de descanso es una invitación a pasar a la otra orilla; a ver las cosas de un modo nuevo y distinto, a contemplarlas desde otra perspectiva. Pasar a la otra orilla supone dejar lo anterior y vivirlo todo de un modo nuevo, con una nueva originalidad.   Cuando estamos metidos en la vida cotidiana, los hombres nos entusiasmamos con nuestras tareas; y si estas tareas nos salen bien, entonces nos entusiasmamos mucho más. Llegamos a creernos imprescindibles. Por eso es necesario pasar a la otra orilla. Porque en la otra orilla, en la serenidad, en la distancia, llegamos a descubrir que el que dirige todo es Dios, que el dueño de todo es Dios.   En multitud de ocasiones nos encontramos nosotros sintiéndonos dueños de todo, organizadores de todo lo que existe a nuestro alrededor. Cuando las cosas nos marchan bien, llegamos a creernos que es por nosotros. Si es que alguna vez nos marchan mal, nos desesperamos; en ambos casos, el origen de todo lo ponemos en nosotros mismos. Ahí es donde viene el fracaso. Así es como viene la tempestad a nuestra vida.   Necesitamos la vacación, el descanso, para darnos cuenta que todo depende del Señor, que El es el dueño de todo. Lo mismo que los primeros discípulos de Jesús, necesitamos pasar a la otra orilla para comprender esto. En la otra orilla, los discípulos se dieron cuenta de que solamente cuando llamaron al Señor, cuando le gritaron, la tempestad se calmó. Las vacaciones son una oportunidad para, al pasar a la otra orilla, entender que el Señor está con nosotros y hacernos conscientes de que le tenemos que llamar, ya que El es el que arregla todo y está sobre todo.

Le llevan en la barca  

Para pasar a la otra orilla, hay que ir en la barca. La imagen de la barca siempre ha sido pensada por los cristianos, como la imagen más enriquecedora de la Iglesia. La Iglesia del Señor, ese grupo que es propiedad de Dios, ese grupo al que pertenecemos, que así ha querido el Señor que fuese, con la cual tenemos que hacerle presente entre los hombres. Una barca sencilla, pobre, pequeña pero su grandeza se funda en que es propiedad de Dios. Su grandeza está en que confunde a los hombres, ya que al verla tan pobre y pequeña e incluso que, de vez en cuando, algunas tablas, entre ellas tú y yo, se rompen y se estropean, pueden pensar que se hunde. Pero no, las cosas e incluso las tablas terminan siempre arreglándose. Y todo ello, no por la fuerza de los hombres que la forman, sino por la fuerza de Dios.    

Ir a la otra orilla, supone ir en esta barca, en la que va Jesucristo. En una barca en la que puede surgir la tempestad, pero siempre viene la calma, si es que quieren los que van dentro. Solamente hace falta que se lo digan al Señor, que le griten, que le llamen.   Este tiempo de descanso es un tiempo oportuno para pensar en esta barca que estos momentos está navegando por la historia y en la que formamos los hombres concretos que estamos, con unos que la dirigen, que la orientan, y que fueron elegidos desde el principio por el Señor para hacerlo.  

Precisamente para pensar, pasamos a la otra orilla. Durante la travesía podemos ir contemplando la barca viendo cada tabla; todas son necesarias para la barca, nadie sobra. Puede que tengamos la tentación de quitar alguna tabla, porque nos parezca que sobra o que no es necesaria o que sería mejor cambiarla por otra, pero tenemos que ser conscientes de que el que hizo la barca fue el Señor, que ninguno de nosotros es autor y constructor de la barca, que El nos ha llamado para ser una parte de ella.  

¡Qué bonito es hacer la travesía contemplando la barca y especialmente las tablas! Ante cada tabla, sobre todo ante la que me parece que no es necesaria y que yo quitaría, preguntarme: ¿qué habrá visto Dios en ella para escogerla? Lo que Dios ha visto tengo que verlo yo. El me pide que lo vea, que lo contemple. Solamente así estaré a gusto en la barca y la querré. y sabré dar mi vida en ella con todas las consecuencias. No pondré ninguna condición a ninguna tabla, pues si Dios no se lo ha puesto, sino que la ha escogido para hacer la barca, yo no tengo derecho a hacerlo. Y no solamente no pondré ninguna condición, sino que me entusiasmaré con cada tabla, la querré, contaré con ella, la aceptaré como es. Así sabré hacer presente a Jesucristo entre los hombres, con esas tablas, en esta barca en el lugar concreto donde estoy.

Iban otras barcas  

El tiempo de descanso es un tiempo que da más capacidad de reflexión, de hondura, de descubrir otras situaciones y otros caminos. Y ello es normal, ya que tenemos más tiempo o, mejor dicho, el mismo tiempo de siempre, pero sin prisas; no nos lo organizan, sino que le organizamos nosotros mismos.  

En este tiempo de descanso, al ir en la travesía al navegar en la barca hacia la orilla nos encontramos con otras barcas, con otros barcos más fuertes, más importantes aparentemente y más eficaces de momento; entonces nos desentusiasmamos de nuestra barca y sentimos la tentación de ir en otra. 

Posiblemente nunca como en nuestro mundo concreto, nos rodean tantos barcos: ideologías, poderes, libertades aparentes diversas que esclavizan al hombre, riquezas, ansias de tener, verdades a medias, querer dar la razón de todo, etc. Multitud de barcos hay en nuestro mundo y todos sentimos la tentación de ir en alguno de ellos, pero la Iglesia esa barca aparentemente pequeña, sigue diciendo a los hombres en medio de todos los barcos, que todo está al servicio del hombre, que la única cima y centro del universo es el hombre y todo debe estar a su servicio.  

Es verdad que van muchas barcas pero ésta es la única que puede esclarecer el misterio del hombre. Nosotros estamos convencidos de ello; por eso, vamos en ella. Estamos en ella, porque sabemos y creemos que el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Por eso, salimos a la otra orilla: para encontrarnos con Jesucristo, para dar importancia a lo que la tiene y poner en segundo término muchas cosas. La serenidad nos ayuda a situar cada cosa en su sitio.  

Mientras íbamos en la barca, sin llegar a la otra orilla, es posible que nos hayamos entusiasmado con otros barcos. Es más, quizás les hayamos dado más importancia de la que tienen o hayamos querido convertir nuestra barca pequeña y pobre, pero rica porque es de Dios, es obra de su mano, en alguno de esos barcos que nos acompañan. Precisamente por eso, es buena la travesía a la otra orilla. En la serenidad y en el descanso, las cosas se ven de otra manera y se da importancia a lo que realmente lo tiene. Tenemos más capacidad para descubrir lo que es de Dios y lo que es vivir desde la hondura y profundidad que da Dios a todo y a uno mismo.  

En muchos momentos, nuestros enredos, oscuridades, trivialidades, vienen porque queremos hacer otro barco distinto al que Dios ha querido darnos. Tenemos que examinamos: ¿Soy yo el que intento escoger a la gente? ¿Quién la escoge? ¿Qué condiciones pongo? ¿Qué es lo que más me importa en la travesía? ¿Mientras voy en la barca cuáles son mis preocupaciones?

Se levantó una fuerte borrasca  

Otros barcos entusiasman a los hombres. En la propia barca hay hombres que cuando se ponen a vivir desde sus egoísmos, aceleran la borrasca. Es verdad que otros barcos son importantes y hay que tenerlos en cuenta; están ahí. Pero lo fundamental es cómo viven los de la barca: cuando viven desde ellos mismos, desde sus riquezas o apariencias de riqueza, desde sus ideas enfrentadas entre sí, entonces viene la borrasca, la tempestad.  

Cuando en un grupo nadie se pone de acuerdo para ver lo que hay que hacer en un día determinado, ese grupo termina muriendo, ya que cada uno hará lo que le apetezca; ese grupo funcionará desde los egoísmos de quienes lo forman. Lo mismo sucede en la barca en la Iglesia; cuando quienes la forman no se ponen de acuerdo para caminar, para dar importancia a lo que la tiene, viene la borrasca. No es que desaparezca el grupo ya que no depende de ellos porque es de Dios, pero viene la tempestad al grupo.  

Tenemos la tentación de buscar culpables de la borrasca y lo que deberíamos hacer es ver lo que cada uno de nosotros está haciendo para que no la haya. Se trata de ver que yo he sido elegido para esta barca y para que ella realice una misión en el mundo y que tengo la responsabilidad de que la cumpla  

Este tiempo de descanso es un tiempo para ver cómo estoy haciendo posible la misión. ¿Provoco borrascas? ¿Por qué? ¿Siento alguna vez la tentación de señalar culpables? Al pasar a la otra orilla voy a tener la oportunidad de ver con más claridad las borrascas que existen, las que yo puedo quitar. Voy a tener la ocasión de pensar cómo entregar la vida, desde qué radicalidad esencial, que haga posible que la Iglesia cumpla la misión que tiene señalada por Cristo desde su fundación.  

POBREZA/UNIDAD: Siempre que se levantan borrascas, he pensado que es por falta de pobreza. Me da mucho miedo hablar de la pobreza justamente porque no soy pobre, porque sé que la pobreza exige un desposeimiento de uno mismo, un anonadamiento sereno hasta la muerte de cruz y una permanente disponibilidad para recibir, escuchar y servir a los hermanos. Afortunadamente la pobreza también es un abandono total en las manos del Padre, y eso me da confianza y esperanza Temo, asimismo, hablar de la pobreza, porque cuando se dicen muchas cosas, se manifiesta una manera nueva de ser rico. El pobre de verdad, nunca se da cuenta con claridad de serlo: ama la pobreza y busca gustarla en el silencio; por ello lo proclama pocas veces, porque teme perderla al proclamarla.  

Si hubiera más pobreza entre nosotros, es seguro que habría menos divisiones porque desconfiaríamos más de nuestra seguridad personal y nos abriríamos con mucha más facilidad al diálogo con los hermanos. Aprenderíamos a orar juntos, a hablar más y mejor con el Señor y a esperarlo todo de El  

En la Iglesia, en la barca, necesitamos la pobreza; nos urge, porque cuanto más pobres somos, menos seguros estamos de ser poseedores exclusivos de la verdad, del verdadero sentido eclesial, de la verdadera fidelidad a la Iglesia Y todo ello, porque la pobreza hace al hombre fundamentalmente insatisfecho de sí mismo e inseguro de sí, aunque se trata de una inseguridad provisoria y de una insatisfacción serena, ya que enseguida nos abre a la oración, a la búsqueda sincera de los demás, al abandono filial en las manos de un Padre que es todopoderoso y nunca falta.  

Naveguemos a la otra orilla; estoy convencido de que allí y en el camino, mientras vamos, descubriremos la necesidad de ser pobres porque descubriremos la verdadera pobreza que no es agresiva, ni violenta, ni excluyente. Se manifiesta en una fuerte capacidad de amor universal, donde nadie es excluido y busca llegar a todos los hombres para decirles lo más importante: que son hombres, hijos de Dios, hermanos los unos de los otros, que el único que salva es Cristo, que la Iglesia tiene una misión que cumplir entre los hombres, que tiene que decirles que el Reino de Dios ha llegado y que es preciso convertirse y creer en la Buena Noticia (Mc 1,15).

Maestro, ¿no te importa que perezcamos?  

Del diálogo con el Señor es de donde viene la bonanza, la calma. En el diálogo con el Señor es donde tenemos la oportunidad de dar profundidad, hondura y afirmación a nuestra vida y a la de los demás. Cuando aquellos hombres ven que van a hundirse, gritan al Señor, viene la calma y comienzan a entender todo de un modo nuevo. Saben quién es el que tiene el poder, quién es el origen de todo lo que existe, quién da capacidad de transcendencia a todas las cosas, etc.  

El diálogo con el Señor no es una búsqueda de evasión de los problemas o de comodidad personal o una simple abstracción. El diálogo con el Señor es la única posibilidad que tenemos para entender todas las cosas. Por eso, es importante que en ese ir a la otra orilla, en esa oportunidad de profundizar que nos da el descanso, descubramos la necesidad de ese diálogo del hombre para ser él lo que tiene que ser. El hombre dialogante con Dios, que es lo mismo que decir el contemplativo, no se desentiende de los problemas de los hombres, sino que ese diálogo lo realiza desde las alegrías, esperanzas, angustias y tristezas de los hombres y las suyas propias. Lo asocia y lo ve todo desde Jesucristo, desde su misterio, desde su óptica.  

Ir en la barca a la otra orilla dialogando con Dios, nos hace más comprometidos. Pero con unos compromisos serenos y evangélicos. Y nos hace llegar al fondo de las cuestiones, al interior de los problemas. Solamente el hombre que dialoga con Dios comprende y sirve perfectamente a los hombres, según el evangelio porque aprendió a escuchar a Dios primero y en esta escucha serena, fue alcanzado por la realidad de Dios y se hizo capaz de descubrirlo en todos los hombres.  

Solamente cuando se grita, cuando se llama, es cuando el Maestro responde. Porque el respeto del Señor a cada hombre es total. Solamente nos llama, nos dice algo, cuando nosotros aceptamos que nos lo diga. El Señor es el que más libertad da al hombre, el que nunca mediatiza. Y, sin embargo, es el único que hace ser.

La presencia de Cristo en nuestras vidas nos hace ser sencillos y audaces, cercanos y distintos, marcados por la cruz y alegres, llenos de trabajo y serenos, obedientes y libres, solos y capaces de amor universal, aparentemente lejos del mundo y realistas más que nadie. Nos urge esta presencia del Señor. Por eso, importa mucho que en tiempo de descanso salgamos a la otra orilla y tengamos la experiencia del diálogo con el Señor. Sintamos la necesidad de ese diálogo para ser y para hacer ser a los demás. Hoy el mundo, los hombres, necesitan maestros de ese diálogo con el Señor.

¿Por qué estáis con tanto miedo?  

Al salir a la otra orilla, descubrimos lo que realmente da la calma: el encuentro con el Señor. Este encuentro hace que los hombres se sientan llamados constantemente a la misión y al servicio. El encuentro quita los miedos, los prejuicios. Pero es necesario el encuentro con Cristo que crea capacidad para vivir con los demás, para ir y trabajar en la barca, en la Iglesia y al servicio de todos los hombres.  

El encuentro quita los miedos. En el encuentro se percibe el amor de Dios y se crea capacidad para amar. En el encuentro se hace posible la sinceridad en el amor del Apóstol Pablo (Rm 12,9). Cuando no amamos, surgen los miedos. El que no ama, crea climas de retención, de control, de desconfianza, y en estos climas llegan a la vida los miedos.  

En el encuentro con el Señor nos hacemos sencillos. La complicación está cuando nos quedamos en nosotros. Si de verdad vivimos en Dios, seremos sencillos, alegres y serenos. Si no nos encontramos con Dios, viviremos siempre multiplicando los problemas, creando climas de tensión y desaliento, dejando escapar lo esencial de Dios para aferrarnos a lo provisorio de los hombres.  

Necesitamos del encuentro con Dios. Los miedos seguirán en el mundo, mientras no haya hombres dispuestos a encontrarse con todas las consecuencias, con Dios en Cristo Jesús. El tiempo de descanso es una oportunidad para realizar ese encuentro. Tenemos más tiempo y más serenidad para hacerlo. Tenemos menos agobio para realizarlo, ¿por qué no quitamos los miedos?  

Ahora tenemos una oportunidad única para ser discípulos del Señor. Es una oportunidad más que Dios nos da para acercarnos a El. En este pasar a la otra orilla, María viene con nosotros y como a Cristo cuando se perdió en el templo, también a nosotros nos pregunta: «¿Por qué nos has hecho esto?» (Lc 2,48). Ojalá nosotros respondamos como Cristo: «¿No sabías que debía estar en la casa de mi Padre?» (Lc 2,49). Que nuestro descanso sea para estar cada día mejor y más conscientemente en la casa del Padre y para hacer de este mundo la casa de Dios; que todo ello lo hagamos desde la Iglesia, desde la barca que construyó el Señor y que sigue caminando entre los hombres para dar testimonio de Jesús hasta que vuelva. Que María, la Bien Aparecida, nos ayude a realizar esta experiencia y esta travesía a la otra orilla.  

CARLOS OSORO
A LA IGLESIA QUE AMO
NARCEA. MADRID 1989.Págs. 9-17