MEDITACIONES SOBRE UN TEMA

 PEREGRINACIÓN ESPIRITUAL A TRAVÉS DEL EVANGELIO

ANTHONY BLOOM

 

 

LA HISTORIA DE BARTIMEO

EL VIAJE
 

 

La historia de Bartimeo:

MIGRO/CIEGO-BARTIMEO CEGUERA-ESPIRITUAL Creo que una de las razones que nos impiden ser verdaderamente nosotros mismos y encontrar nuestro propio camino es que no nos damos cuenta de hasta qué punto somos ciegos. Si al menos supiéramos que estamos ciegos, ¡cuán pronto buscaríamos curación!; la buscaríamos, como probablemente lo hizo Bartimeo, en los hombres, médicos, sacerdotes y curanderos; y luego, perdida toda esperanza «en los príncipes, en los hijos de los hombres, en los cuales no hay salvación», puede que nos volviéramos a Dios. Pero la tragedia está en que no nos damos cuenta de nuestra ceguera; demasiadas cosas se agitan ante nuestros ojos para que percibamos lo invisible, a lo cual estamos ciegos. Vivimos en un mundo de cosas que dominan nuestra atención y se afirman a sí mismas; no tenemos necesidad de afirmarlas nosotros; están ahí. Las cosas invisibles no se afirman a sí mismas; tenemos que buscarlas fuera y descubrirlas. El mundo exterior solicita nuestra atención; Dios entra en nosotros tímidamente. Recuerdo a un viejo monje, el cual me decía: «El Espíritu Santo es como un gran pájaro asustadizo que ha descendido un trozo de camino. Cuando le veáis acercarse, no os mováis, no le espantéis; dejad que se acerque a vosotros.» Esto quizás nos haga pensar en la bajada del Espíritu Santo en forma de paloma. Esta imagen de un pájaro que baja volando, raudo y al mismo tiempo dispuesto a darse, es escrituraria y está llena de sentido, aunque una vez me dijo un japonés: «En la religión cristiana creo comprender al Padre y al Hijo, pero no logro descubrir el significado del honorable pájaro.»

Continuando por el momento en el mundo de los símbolos de timidez, de un corazón que se entrega pero que nunca se prostituye, echemos otra mirada al pasaje del Principito, de Antoine de ·Saint-Exupéry-A, donde la zorra describe cómo el principito ha de aprender a amansarla: ha de ser muy paciente, sentarse a cierta distancia y mirarle con el rabillo del ojo sin decir nada, porque las palabras producen incomprensiones. Y cada día ha de sentarse un poco más cerca y se harán amigos. Poned a «Dios» en lugar de la zorra, y veréis una timidez afectuosa y casta, un recato que se ofrece pero que no se prostituye; Dios no acepta una relación voluble y lisonjera, ni impone su presencia; la brinda, pero solamente se la puede recibir en los mismos términos; los de un corazón humilde y afectuoso; de dos que, tímida y modestamente, se buscan el uno al otro a causa de un profundo respeto mutuo y porque ambos reconocen la santidad y la extraordinaria belleza del amor recíproco. El mundo exterior se afirma a sí mismo. El mundo interior se lo puede sentir, pero nunca reclama clamorosamente nuestra atención. Hemos de caminar despacio y con cuidado; tenemos que observar el mundo interior como un pájaro al acecho que toma posiciones en el bosque o en los campos silenciosos, pero vibrante de vida; él también tranquilo, alerta y vibrante. Esta actitud atenta, que nos permite percibir lo que de otra manera escapa a nuestra observación, podría describirse con las palabras de esta vieja estrofa infantil:

Una sabia y vieja lechuza vivía en un roble,
Cuanto más veía menos hablaba.
Cuanto menos hablaba más escuchaba;
¿Por qué no somos todos nosotros como ese pájaro?

Cegados por el mundo de las cosas, olvidamos que él no llena la profundidad de que el hombre es capaz. El hombre es a la vez pequeño y grande. Cuando nos concebimos a nosotros mismos en un universo en incesante expansión -inconmensurablemente grande o infinitamente pequeño- nos vemos a nosotros mismos como un átomo de barro, pasajero, fugaz, sin importancia; pero cuando nos volvemos al interior, descubrimos que nada en esa inmensidad es lo bastante grande para llenarnos hasta el borde; todo el mundo creado desaparece como un grano de arena en el fondo de nuestro ser; somos demasiado vastos para que él nos llene o nos colme. Sólo Dios, que nos hizo para él, a escala suya, puede hacerlo. En palabras de Angelus Silesius:

Soy tan grande como Dios,
Él es tan pequeño como yo.

El mundo de las cosas tiene opacidad, densidad, peso y volumen, pero no tiene profundidad. Podemos penetrar siempre hasta el fondo de las cosas, y cuando hemos llegado a su punto más profundo, es el punto final; no hay camino hada el infinito. El centro de una esfera es su punto más céntrico; pero si queremos ir más allá, volvemos a la superficie en los antípodas. Mas la Sagrada Escritura habla de la profundidad del corazón humano. No es una profundidad que se pueda medir; su misma naturaleza es la inmensidad; va más allá de todos los limites de la medida. Esta profundidad tiene sus raíces en la profundidad del mismo Dios. Solamente cuando hemos comprendido la diferencia entre una presencia que se afirma a sí misma y una presencia que hemos de buscar porque la sentimos en nuestros corazones, cuando hemos comprendido la diferencia entre la densidad espesa y opaca del mundo que nos rodea y la profundidad humana que sólo Dios puede llenar -yo llegaría incluso a decir la profundidad de todas las cosas creadas, cuya vocación es convertirse en sede de la presencia divina cuando, consumadas todas las cosas, Dios lo sea todo en todas las cosas-, solamente entonces podemos comenzar la búsqueda sabiendo que estamos ciegos, obcecados por lo visible, que nos impide captar lo invisible.

Estar ciego a lo invisible, percibir sólo el mundo tangible, es estar fuera de la plenitud del conocimiento, fuera de la experiencia de la realidad total que es el mundo en Dios y Dios en el corazón del mundo. El ciego Bartimeo era dolorosamente consciente de esto porque, debido a su ceguera física, el mundo visible se le escapaba. Él podía gritarle al Señor en el extremo de la desesperación, con toda la desesperada confianza que sentía cuando la salvación estaba pasando junto a él, porque se sentía a sí mismo marginado. La razón por la cual todos nosotros con demasiada frecuencia no podemos llamar a Dios de esa manera es que no nos damos cuenta de hasta qué punto estamos marginados por estar ciegos a la visión total del mundo, visión que podría dar plena realidad al mundo mismo invisible. ¡Ojalá aprendiéramos a ser ciegos a lo visible para ver más allá, en profundidad, lo invisible, en y alrededor de nosotros, penetrando todas las cosas con su presencia!

La ceguera es múltiple. Puede provenir, nunca en nosotros, pero sí en los santos, de haber visto una luz demasiado esplendorosa. San Simeón el nuevo teólogo, hablando de la divina oscuridad, dice que es exceso de luz, de una luz tan cegadora, que el que la ha visto ya no ve más. Puede darse también ceguera con los ojos abiertos. Tolstoy, en Guerra y paz, cuenta de Pedro Bezuhov que escudriña los grandes y hermosos ojos de Elena y no ve en ellos otra cosa que a sí mismo, exento de todas las faltas, mientras ella (pobre criatura) le miraba a él.

Si escudriñaba los ojos de ella y solamente se veía a sí mismo; prescindía completamente de ella. También nosotros procedemos así, incluso en el mundo de las cosas; según el modo de centrar nuestros ojos cuando miramos una ventana, podemos ver nuestro reflejo, o el cristal o la vista que hay más allá. Podemos ver con ojos de indiferencia, como veían los transeúntes a Bartimeo. Podemos ver con ojos de voracidad, como el glotón de Dickens, que, viendo al ganado pastar en el campo, solamente podía pensar en «carne fresca».

Podemos ver con ojos de odio cuando nos volvemos horriblemente clarividentes pero con la perspicacia del diablo, no viendo otra cosa que el mal, haciendo una vil caricatura de las cosas . Y finalmente, podemos ver con ojos de amor, con un corazón puro que sabe ver a Dios y su imagen en la gente; incluso en aquellos en que su imagen está empañada, a través de la capa de las apariencias y de las pruebas en contrario, llegando hasta el yo secreto, verdadero y profundo del hombre. Porque es como lo dice la zorra al principito: «únicamente podemos ver de veras con el corazón: lo vital es invisible para los ojos.»

Hemos de reconocer que no somos conscientes de la profundidad de las cosas, de la inmensidad, de la vocación de eternidad del mundo entero, y sólo podemos darnos cuenta de ello en la medida en que, por una cierta experiencia primordial, estamos ciertos de que existe un mundo interior; y es por medio de la fe como podemos tener casi la certeza de que lo invisible es real, está presente y es digno de ser buscado más allá, a través de y en el corazón mismo de lo visible.

Este acto de fe significa aceptar el testimonio de los que conocen el mundo invisible, aunque sólo lo tomamos como una hipótesis de trabajo, quizás temporal, que nos permita la investigación. Sin eso, nada es posible; no podemos ir en busca de lo invisible, si a priori estamos seguros de que no existe. Podemos aceptar el testimonio, no de una o de dos personas, sino de millones, que en el curso de la historia, en la religión cristiana y en las no cristianas igualmente, han tenido la experiencia de lo invisible y han dado testimonio de su presencia.

Así pues, estimo que hemos de ensanchar nuestra visión nuestra comprensión de la vida en general. Creo que en nuestros días seguimos viviendo bajo la ilusión de que todo lo que no es racional es dudoso. Y sin embargo, la psicología nos ha mostrado que existe todo un mundo irracional, que es decisivo en la vida interna de un hombre. Cuando digo «irracional» no quiero decir «irrazonable».

A-H/IRRACIONAL: Existe, por ejemplo, todo el abanico del amor humano, ya sea la amistad, el amor familiar, el amor que entresaca de la multitud al que es único para nosotros, que imprime una orientación nueva a la totalidad del mundo para nosotros. Como decía uno de los antiguos escritores griegos: «Antes de que un hombre encuentre y ame a la muchacha que va a ser su esposa, está rodeado de hombres y mujeres; desde el momento que descubre a la amada, es ella, y los demás son gente.» Esta experiencia tan rica, tan compleja y tan universal, pertenece al orden de lo irracional, en el sentido de que no puede ser elaborado por la razón; amar a alguien no es un balance de razones en pro y en contra; es una experiencia directa, un hecho que se impone él mismo, pero que resulta demasiado profundo para que podamos hablar de cualquier argumento razonado. Ocurre lo mismo con la experiencia de la belleza, ya se encuentre en la música o en las artes plásticas, ya dependa del oído o de los ojos; no es precisamente la suma total de buenas razones para admirar una obra de arte. Si deseamos compartir con alguien nuestra experiencia de la belleza de una pieza de música, de una escultura, de una arquitectura o de una pintura, comenzamos invitándole con las palabras de Cristo a sus primeros discípulos: «Venid y ved.» Ciertamente no comenzaríamos diciendo: «Primero voy a explicarte toda la belleza de esta obra de arte, y cuando la hayas comprendido debidamente te será permitido experimentarla.»

En estas dos experiencias primordiales del amor y la belleza, nos encontramos frente a algo o alguien que puede habernos pasado desapercibido durante años o que nunca hemos advertido. Por alguna razón, de repente, extrañamente, vemos lo que no habíamos visto antes. En un grupo de personas, un chico y una chica forman parte de la muchedumbre. Luego, un día se encuentran el uno con el otro. Algo sucede, a la manera de un rayo de luz que cae sobre un cristal de color. El cristal sin la luz del sol se parece a un entrelazado de líneas oscuras sobre un fondo gris desigual. De repente hay iluminación, belleza, tema, sentido. Ahora ve uno el cristal de colores. El rayo de luz solar es efímero, se extinguirá al caer el día o en un momento cualquiera; pero el que ha visto la ventana sabe ahora que no es una mancha gris, sino el cristal de colores de una ventana que se ha vuelto invisible. La certeza prevalece sobre evidencia; es lo que llamamos fe. Sé que toda la belleza que he percibido está allí, aunque parece haberse apagado.

Ahora bien, hay dos maneras de mirar esta ventana, supuesto el hecho de que la he visto una vez. La ventana, como todas las revelaciones, es una revelación doble; es revelada por el rayo de luz solar que la ilumina, y revela el rayo de luz solar, el cual sin ella hubiera permanecido invisible. Dos personas se encuentran y se ven la una a la otra iluminadas, por así decirlo, desde dentro, reveladas la una a la otra, por la luz de la gracia de Dios el esplendor de su realidad, tal como las ve Dios. Estas dos personas, cuando se apaga el esplendor, pueden conservar la certeza del mismo y recordar que la visión se les concedió justamente porque Dios iluminaba lo recóndito y se lo mostraba. Pero lo que ocurre las más de las veces es que, después de haber visto a alguien en el esplendor de esta gloria, olvidamos la visión que se nos ha otorgado gracias a una luz del más allá, y neciamente suponemos que toda la belleza pertenecía a la persona misma. Lo que era cristal de color se convierte en un ídolo, lo que era revelación se transforma en un muro opaco más allá del cual no somos capaces de ver. Sabemos muy bien -toda la literatura habla de ello- cómo una visión fugaz se puede transformar ulteriormente en idolatría, a la que se le pone la etiqueta de amor apasionado, y éste es el tema de los cuentos de todos los países.

Hasta que aprendemos que hemos de conservar la visión que hemos tenido en la riqueza de su doble relación correlativa. Mientras sigamos transformando en ídolos todo lo que Dios nos revela de belleza humana o artística, transformaremos todo lo que podría ser oportunidad de revelación en ocasión de no ver más, porque hemos cambiado la joven que amamos en un ídolo; o después de ver un árbol sobre el fondo del cielo con una belleza que nunca antes nos había sorprendido, adoramos el árbol en lugar de caer en la cuenta del complejo total de cosas y acontecimientos que nos ha revelado algo que no habíamos captado antes. Mientras procedamos así, jamás conoceremos, ni siquiera en el plano más simple, más natural y más humano, una dimensión nueva, y seguiremos viviendo en dos dimensiones, el tiempo y el espacio. Hemos de aceptar absolutamente la experiencia del amor, de la estima, y descubrir la belleza de las cosas y de la cosas y de la gente. Entonces, cuando hayamos descubierto en este plano la dimensión que trasciende a la razón, que puede examinar la razón pero no ser creada por ella, estaremos mucho más cerca de realizar descubrimientos relativos a Dios.

En el instante en que nos damos cuenta de que estamos ciegos, y por lo mismo fuera del reino, podamos ocupar en relación al reino y a Dios una situación que sea real; no la imaginaria, en la que constantemente nos situamos, fuera en la calle, describiendo la eterna mansión, intentando calentar nuestras manos en el fuego que arde en el corazón al otro lado de la puerta, esforzándonos ya aquí por participar de la vida que aún está fuera de nuestro alcance, imaginando ya que la débil chispa que brilla en nosotros es justamente ahora todo el reino. No es todavía el reino; solamente es una llamada aposentada en nosotros para que sigamos con esperanza, mientras nos colocamos donde el Evangelio nos dice que comencemos: ante la puerta que permanece todavía cerrada para nosotros, no cesando nunca de llamar a ella hasta que se abra.

Hemos de mantenernos ante el misterio todavía no penetrado, y llamar, gritar a Dios, buscando el camino hasta que se nos manifieste como una senda recta hacia el cielo, en la certeza de que llegará el momento en que Dios otorgue nuestra plegaria. A propósito no digo «oír», porque siempre somos escuchados, aunque no siempre se nos dé una respuesta perceptible. ORA/SILENCIO-D SILENCIO Dios no es sordo a nuestras plegarias, pero nosotros no siempre somos capaces de comprender el silencio de Dios en respuesta a nuestros gritos. Si nos diéramos cuenta de que estamos fuera de una puerta cerrada, podríamos medir nuestra soledad humana y también cuán lejos estamos aún de la alegría a la que somos llamados desde la plenitud que Dios nos ofrece, y al mismo tiempo podríamos apreciar -y esto es sumamente importante- cuán ricos somos a pesar de nuestra infinita pobreza. ¡Sabemos tan poco de las cosas de Dios, vivimos tan poco en él aún la riqueza que hay para nosotros en esta chispa de presencia, de conocimiento, de comunión que resplandece en el fondo de las tinieblas que somos nosotros! No obstante, si las tinieblas son tan ricas en luz, si la ausencia es tan rica en presencia, si la vida que solamente despunta es tal plenitud, ¡con qué esperanza, con qué creciente alegría podemos permanecer ante esta puerta cerrada, con la idea reconfortante de que un día se abrirá y conoceremos una explosión de vida tal, que no podemos todavía contenerla dentro de nosotros mismos!

No necesitamos siempre buscar la presencia de una manera perceptible; no necesitamos esperar en cada momento que Dios se nos revele visiblemente. Los Evangelios nos presentan cierto número de ejemplos que nos muestran cuán lejos estamos de comprender la santidad, la majestad de Dios; cuán poco nos maravillamos de Dios, por lo cual consideramos tan natural esperar su presencia, cuando en realidad debiéramos, con cautela, esperando lo imposible, pedir a Dios que nos transforme, que nos convierta antes de esperar encontrarnos en su terrible presencia, puesto que todo encuentro con Dios, en mayor o menor grado, es ya el juicio último: encontrarse frente a frente con el Dios vivo es algo de consecuencias graves y fatales. Encontrarse con Dios es siempre una «crisis», y en griego la palabra «crisis» significa «juicio». Podemos presentarnos delante de Dios y ser condenados o salvados, de acuerdo con lo que llevamos en nuestros corazones y con el testimonio de nuestras vidas. Por eso, los profetas del Antiguo Testamento -podríamos citar muchos ejemplos- solían lamentarse: «¡Ay de mí; he visto a Dios, y habré de morir!» Es más de lo que el alma humana puede soportar, a menos que el alma humana, la persona, haya sido injertada en la vida misma de Dios en Cristo.

Es temerario buscar un encuentro prematuro. Por eso, toda la doctrina de la Iglesia Ortodoxa respecto a la oración y a la dirección de la vida, nos dice: «No busquéis experiencias místicas; pedid a Dios en un acto de adoración, con toda la atención y la fe de que sois capaces, con toda la esperanza y el deseo que poseéis, que os cambie, que os haga tales que "un día" podáis ir a su encuentro.» Y esto es algo que tiene hondas raíces en el evangelio; recordemos la milagrosa captura de peces. Pedro ha recibido a Cristo en su barca; Cristo ha estado hablando a las multitudes en su presencia; sin embargo, Pedro no ha percibido su majestad. El Señor dice a sus discípulos que se adentren en el mar y que echen las redes. Pedro le responde: «Toda la noche hemos estado bregando, pero no hemos pescado nada; sin embargo, en virtud de tu palabra, echaré las redes.» Echa la red y no puede subirla. Pide a los que están en las otras barcas que le ayuden, y solamente entonces se da cuenta una vez más -pero no definitivamente, hasta que Dios mismo le revele que Cristo es el Hijo del Dios vivo- de que está en presencia de algo, de alguien más grande de cuanto puede concebir. Se siente presa de un temor reverente, cae a los pies de Jesús y exclama: «Apártate de mí, Señor, que soy hombre pecador.» En aquel momento tiene una intuición de la majestad de aquel que se encuentra presente entre ellos, y sabiendo lo que es él personalmente, le pide que se aleje de él.

¿Nos ocurre también a nosotros frecuentemente, cuando la oración adquiere profundidad , en momentos en que somos conscientes de Dios, de su santidad, de su grandeza, decirle: «Señor, apártate de mí, soy indigno de la proximidad que tú mismo has establecido»? ¿No intentamos más bien con frecuencia provocar, forzar la proximidad de Dios, una intimidad que Dios no ha buscado, imponernos a él, forzar la puerta que él quiere mantener cerrada? Recordemos también al centurión que suplicaba a Cristo la curación de su siervo. «Yo mismo iré a curarlo», dijo el Señor. «No», replicó el centurión. «No soy digno de que entres bajo mi techo... Porque también yo, aunque no soy más que un subalterno, tengo soldados bajo mis órdenes, y le digo a uno: "Ve", y va; y a otro: "Ven", y viene; y a mi criado: "Haz esto", y lo hace. Dilo solamente de palabra, y mi criado se curará.»

¿Es ésta nuestra actitud? ¿Poseemos ese sentido de Dios; que no necesitamos forzarle a venir? Basta una palabra; no necesitamos más. ¿Reivindicamos su soberana libertad y adoramos su grandeza? ¿Sabemos mediante una certeza íntima que su palabra es vida para aquellos a quienes se dirige? Si nos diéramos cuenta de que por nuestra ceguera estamos fuera del reino, sin su presencia, entonces podríamos llamar a la puerta, buscar el camino, gritar al Señor y no decirle: «Abre de una vez, que no tengo paciencia para esperar; preséntate ante mí ahora, que ya te he esperado demasiado.» Sin embargo, eso es precisamente lo que hacemos siempre. En las veinticuatro horas del día procuramos encontrar una breve media hora que consagrar al Señor, y nos sorprendemos de que, en el momento en que decimos «En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo» no se nos revele toda la majestad de la Trinidad.

Es de la mayor importancia para nosotros que aprendamos a la vez hasta qué punto somos extraños y cuán ricamente estamos ya dotados de su presencia por la luz encerrada en nuestras tinieblas; nuestras verdaderas capacidades pueden ser una inspiración, un camino y una esperanza; cuán poco necesitamos apresurarnos pero cuán importante es ser reales, ocupar en relación a Dios y al mundo que nos rodea la verdadera situación que nos pertenece, dentro de la cual pueda Dios obrar. Porque él no puede obrar en una situación irreal, en la cual estamos colocándonos continuamente con la imaginación, la fantasía, el deseo y la glotonería espiritual, como dicen los padres del desierto.

Entonces se nos resolverá un problema; un aspecto de la oración, que es un tormento en nuestra vida, se convertirá en un acto creador, en un acto lleno de significado: orar con el sentimiento de la ausencia de Dios, algo que rara vez hacemos con todo el corazón. ¡Cómo lamentamos esa ausencia! ¿Cuán poco sacamos partido de ella para hacernos más reales y decir: «Estoy ciego, me encuentro fuera de la puerta, estoy al frío y en tinieblas; no porque esté en tinieblas exteriores, rechazado por el juicio de Dios, sino como al principio del Génesis, en el momento en que Dios estaba creando todas las cosas, sacando la luz de las tinieblas, de suerte que lo que ayer llamaba yo luz es hoy solamente crepúsculo.» Orar en ausencia de Dios, saber que él está ahí, pero que yo soy ciego; pero que yo soy insensible y que es un acto de su infinita misericordia no estarme presente mientras no soy capaz todavía de aguantar su venida.

ASOMBRO/ADORACION  AUSENCIA/SILENCIO Si consideramos atentamente lo que hay en el fondo de este oscuro laberinto que es nuestro corazón, nuestra conciencia, nuestro pasado, nuestro presente y nuestros impulsos hacia el futuro, ¿podemos decir que estamos preparados al encuentro con Dios? ¿Nos atrevemos a desear un encuentro? Sí, pero solamente en el tiempo propio de Dios, como un don suyo; mas quererlo y forzar a Dios a semejante encuentro, no. Es más de lo que podemos soportar. Y, sin embargo, así es como procedemos, obcecados por lo visible, ciegos ante la terrible grandeza del Invisible, careciendo de aquel sentimiento del asombro, del miedo reverente, de aquella visión que da la fe del humilde sentimiento de haber tocado la orla del vestido de Cristo.

¡Ojalá supiéramos apreciar, supiéramos ser agradecidos a Dios por su ausencia, que nos enseña a llamar a la puerta, a examinar nuestros pensamientos y nuestros corazones, a considerar el significado de nuestros actos, a preguntarnos a nosotros mismos si nuestra voluntad está realmente orientada hacia Dios o si buscamos a Dios para descansar un momento de nuestra carga y olvidarle al momento siguiente, tan pronto como hemos recobrado nuestra fuerza, para despilfarrar la energía que él nos ha dado, como al hijo pródigo!

COR/RD: Estas cosas son importantes, porque a menos que nuestro punto de partida sea realista y que seamos conscientes de la verdadera naturaleza de las cosas y las aceptemos enteramente como un don de Dios en respuesta a la situación en que nos encontramos, pasaremos el tiempo intentando forzar la cerradura de una puerta que un día se abrirá por sí misma. San Juan Crisóstomo nos dice: «Encontrad la llave de vuestro corazón, veréis cómo esa llave abrirá también la puerta del reino.» Esta es la dirección que ha de seguir nuestra búsqueda.

ANTHONY BLOOM
MEDITACIONES SOBRE UN TEMA
Peregrinación espiritual a través del Evangelio
HERDER.BARCELONA-1977.Págs. 37-54