MEDITACIONES SOBRE UN TEMA

 PEREGRINACIÓN ESPIRITUAL A TRAVÉS DEL EVANGELIO

ANTHONY BLOOM


PREPARACIÓN PARA EL VIAJE

Ciñamos nuestra cintura

 

GRACIA/ESFUERZO: Contrariamente a lo que muchos piensan y sienten, un periodo de trabajo espiritual (durante la cuaresma, quizás, o al tomar parte en unos ejercicios) es un tiempo de alegría, porque es un tiempo para entrar dentro de uno mismo, un período en el cual podemos volver a vivir. Debe ser un tiempo en el que sacudimos todo lo que ha nacido y muerto en nosotros, a fin de hacernos capaces de vivir, y de vivir con toda la amplitud, con toda la profundidad y con toda la intensidad a que hemos sido llamados. Si no entendemos esta cualidad de alegría, haremos de él una caricatura monstruosa y blasfema, convirtiendo nuestra vida en nombre mismo de Dios en una desgracia para nosotros y para los que han de pagar el precio de nuestros abortados intentos de santidad.

Vincular esta noción de alegría a un esfuerzo enérgico, a una tarea ascética, a una lucha, puede parecer realmente extraño; y, sin embargo, ella penetra toda nuestra vida espiritual, la vida de la Iglesia y la vida del Evangelio, porque el reino de Dios hay que conquistarlo. No es algo simplemente dado a los que lo esperan cómoda y perezosamente. Para quienes lo esperan con ese espíritu, ciertamente vendrá: vendrá en la noche de la muerte, vendrá como el juicio de Dios, como el ladrón que nos coge desprevenidos, como el esposo que llega cuando las vírgenes necias están dormidas. No es éste el modo como hemos de esperar el reino y el juicio.

Hemos de recobrar una actitud mental que habitualmente no podemos evocar precisamente por estar fuera de nuestro interior, algo que se nos ha hecho extrañamente ajeno -la gozosa expectación del día del Señor-, a pesar de saber que ese día será un día de juicio. Es extraño oir en la Iglesia que proclamamos el Evangelio, la alegre nueva, del juicio; pero proclamamos que el día del Señor no es miedo, sino esperanza; y, en unión del Espíritu Santo, la Iglesia puede decir: «Ven, Señor Jesús, ven pronto.» Mientras seamos incapaces de hablar en estos términos, carecemos de algo muy importante en nuestra conciencia cristiana. Digamos la que queramos, somos todavía paganos revestidos de ropaje evangélico. Somos todavía gente para la cual Dios es un Dios extraño, para la cual su venida es tinieblas y terror, cuyo juicio no es nuestra redención sino nuestra condenación, para la cual el encuentro cara a cara es un acontecimiento terrible y no la hora que anhelamos y para la que vivimos.

J/JUICIO: Si no comprendemos esto, nuestro trabajo espiritual no podrá ser una alegría, porque es duro y nos enfrenta con el juicio y la responsabilidad; porque hemos de juzgarnos a nosotros mismos a fin de cambiar y de hacernos capaces de salir al encuentro del día del Señor, de la resurrección gloriosa, con corazón abierto, sin esconder el rostro, dispuestos a regocijarnos de que haya llegado. Y toda venida del Señor es juicio. Los padres de la Iglesia trazan un paralelo entre Cristo y Noé, y dicen que la presencia de Noé entre su generación fue al mismo tiempo condenación y salvación. Fue condenación, porque la presencia del único hombre que había permanecido fiel, justamente un hombre que pudo ser un santo de Dios, era prueba evidente de que aquello era posible y de que los que eran pecadores, los que habían rechazado a Dios y le habían vuelto la espalda, podían haber hecho lo mismo. De esta manera la presencia del único justo era juicio y condenación de su tiempo. Pero fue también la salvación de su tiempo, porque fue el único gracias al cual miró Dios con misericordia al hombre. Y lo mismo es cierto de la venida de Cristo.

CONCIENCIA/JUICIO Hay otra alegría en el juicio. No es algo que desciende sobre nosotros desde fuera. Llegará el día en que estaremos delante de Dios y seremos juzgados; pero mientras prosigue nuestra peregrinación, mientras vivimos en el proceso de transformación, mientras está delante de nosotros la senda que conduce a la plena medida de la estatura de Cristo, que es nuestra vocación, el juicio hemos de pronunciarlo nosotros mismos.

Hay un diálogo continuado dentro de nosotros a lo largo de nuestra vida. Recordad la parábola en la cual dice Cristo (/Mt/05/25-26 /Lc/12/58-59): «Procura reconciliarte con tu contrario mientras estás con él por el camino.» Algunos escritores espirituales han visto en el contrario no precisamente al diablo -con el cual no podemos hacer las paces, ni es posible arreglarse-, sino nuestra conciencia, la cual a lo largo de la vida camina visiblemente con nosotros y en ningún momento nos deja en paz. Está en continuo diálogo con nosotros, contradiciéndonos en todo momento, y hemos de entendernos con ella; de lo contrario llegará un momento en que habremos de estar delante del Juez, y entonces ese contrario será acusador nuestro y seremos condenados. Así pues, durante el camino el juicio es algo que acontece siempre dentro de nosotros, es un diálogo, una tensión dialéctica entre nuestros pensamientos, emociones, sentimiento, acciones y nuestra conciencia, la cual nos juzga y ante la cual somos juzgados.

P/FEALDAD: Pero en este sentido caminamos con muchísima frecuencia en tinieblas, y estas tinieblas son el resultado de nuestra mente entenebrecida, de nuestro corazón entenebrecido, de nuestros ojos entenebrecidos, y sólo si el Señor mismo proyecta su luz sobre nuestra alma, sobre nuestra vida, podremos comenzar a ver lo que está mal y lo que está bien en nosotros. Hay un notable pasaje en los escritos del padre Juan de Kronstadt, sacerdote ruso de finales del siglo XIX, en el cual dice que Dios no nos revela la fealdad de nuestras almas a menos que descubra en nosotros suficiente fe y suficiente esperanza para no quedar quebrantados por la visión de nuestros propios pecados.

En otras palabras, siempre que vemos nuestro lado oscuro, cuando crece este conocimiento, cuando podemos entendernos más a la luz de Dios, es decir, a la luz del juicio divino, esto significa dos cosas: significa, por supuesto, que descubrimos con tristeza nuestra propia fealdad, pero también que podemos regocijarnos, al mismo tiempo, porque Dios nos ha otorgado su confianza. Nos ha confiado un nuevo conocimiento de nosotros mismos tal como somos, como él nos ve siempre y como a veces no nos permite vernos a nosotros mismos porque no podriamos soportar la visión de la verdad. Y también aquí el juicio se convierte en alegría, porque aunque descubrimos lo que es malo, sin embargo este descubrimiento está condicionado por el conocimiento de que Dios ha visto en nosotros fe suficiente, esperanza suficiente y suficiente fortaleza para permitirnos ver, porque él sabe que ahora podemos obrar. Todo esto es importante si deseamos comprender que alegría y trabajo espiritual van juntos. De otra manera el esfuerzo continuo e insistente de la Iglesia y de la palabra de Dios para hacernos ver lo que hay de malo en nosotros puede llevarnos a desesperar y al oscurecimiento de la mente y del alma. Pues cuando nos encontramos demasiado deprimidos y abatidos de espíritu somos incapaces de salir al encuentro de la resurrección de Cristo con alegría, porque entonces comprendemos, o creemos comprender, que eso no tiene nada que ver con nosotros. Nosotros estamos en tinieblas y él es luz. No se nos presenta otra cosa que nuestro juicio y nuestra condenación, en el momento mismo en que debiéramos salir de las tinieblas para entrar en el acto salvador de Dios, que es nuestro juicio y nuestra salvación a la vez.

CON-DE-SI:Por eso, el primer paso es intentar conocernos a nosotros mismos. El pecado es división, dentro de nosotros mismos y en relación con los otros, y entre esos otros no hemos de olvidar a nuestro invisible vecino, Dios. Por eso, el primer paso en la valoración de nosotros mismos será medir ese estado de ruptura. ¿Hasta qué punto mi corazón y mi mente están en desacuerdo con los demás? ¿Está orientada mi voluntad a la meta única o bien oscila sin cesar? ¿Hasta qué punto mis acciones están dirigidas por mis convicciones, o hasta dónde se encuentran bajo el dominio de impulsos desarreglados? ¿Hay una integridad dentro de mi? Por otra parte, ¿hasta dónde estoy separado de Dios y de mi prójimo? Esta oposición entre uno mismo y su prójimo comienza en el momento en que nos afirmamos a nosotros mismos, porque al hacerlo así nos distanciamos siempre del otro y le rechazamos. No en vano ha dicho Sartre: «El infierno son los otros.» Mas al excluir al otro nos encerramos también a nosotros mismos en una irremediable soledad, de suerte que, en definitiva, el mismo escritor francés podría decir: «El infierno somos nosotros mismos.» Esta afirmación de uno mismo es señal de inseguridad y falta de realización. Y por tanto medida de nuestra falta de amor, ya que el amor se olvida de sí mismo y afirma al amado. Revela una cierta inseguridad respecto al vigor de nuestro ser y una incapacidad para confiar en el amor de los demás. Nos afirmamos a nosotros mismos para estar seguros de que se reconoce nuestra existencia y de que está en peligro nuestro propio ser. Y al hacerlo así nos empequeñecemos y nos vaciamos de contenido.

A-H/MANIPULACION: Sin embargo, cuando intentamos valorar el amor mismo, o más bien la cantidad de amor que se encierra en nosotros, puede que hagamos un triste descubrimiento. ¿A cuántas personas amamos? A dos, tres, difícilmente más, si amar significa interesarse más por ellos que por uno mismo. Mas, ¿qué significa nuestro amor para ellos? ¿Es nuestro amor siempre motivo de alegría para ellos? ¿Los libera nuestro amor, les impulsa a amar y a alegrarse? ¿No ocurre con demasiada frecuencia que si las víctimas de nuestro amor se atrevieran a hablar habrían de lamentarse: «Por favor, ámame menos, pero déjame libre, pues soy prisionero de tu amor; porque me amas, quieres determinar toda mi vida y deseas regular toda mi felicidad. Si no me amaras podría ser yo mismo!» ¿No ocurre esto con demasiada frecuencia entre padres e hijos, entre amigos y entre marido y mujer? ¡Cuán costoso es nuestro amor para los otros y qué barato para nosotros! Y, sin embargo, el mandamiento de Cristo es que hemos de amarnos unos a otros como él nos ama. Dar su vida, fue su modo de amar. Nosotros podemos comenzar con mucho menos que dar nuestra vida, pero hemos de comenzar con el mandamiento que Cristo da al egoísta, al más egoísta de nosotros: «Haced vosotros con los demás todo lo que deseáis que hagan ellos con vosotros.» Deseáis ser felices; sedlo, pero con justicia; dad a vuestro prójimo exactamente lo que reclamáis para vosotros. Deseáis felicidad! dad igual medida de felicidad; deseáis libertad, dad libertad exactamente en la misma medida. Deseáis alimento, dad alimento; deseáis amor, desinteresado y atento; dad amor desinteresado y atento.

Y luego, tengamos cuidado con lo que san Juan Crisóstomo llamaba «el lado oscuro del amor diabólico». Con no poca frecuencia amar a una persona significa rechazar a otros, o porque nuestros corazones son demasiado mezquinos, o porque nos sentimos moralmente obligados por lealtad para con unos a odiar a los que ellos llaman sus enemigos; ahora bien, eso no es amor cristiano; ni siquiera es amor humano. Escoger a unos para amarlos y rechazar a otros para odiarlos, cualquiera que sea el lado que escojamos, únicamente aumenta la suma de odio y de tinieblas. El diablo encuentra en ello su propio provecho; a él no le importa a quién odiáis; una vez que odiáis, le habéis abierto una puerta para que entre, para que se deslice en vuestro corazón, para que invada una situación humana. El amor que Cristo nos enseña es incompatible con el odio a los demás; hemos de «distinguir el espíritu de Dios del espíritu del príncipe de este mundo», y la piedra de toque es la humildad y el amor desinteresado. Pero el amor me incluye también a mí mismo.

ACEPTACION-DE-SI: Hemos de aprender no solamente a aceptar a nuestro prójimo, sino también a aceptarnos a nosotros mismos; tendemos con demasiada facilidad a considerar que todo lo que amamos en nosotros mismos es nuestro verdadero yo, mientras que lo que nosotros y los demás encontramos desagradable es solamente accidental. Yo soy el yo verdadero y atractivo; las circunstancias pervierten mis mejores intenciones, desviando la orientación de mis impulsos más perfectos. Puede ser provechoso recordar una página de la correspondencia de un monje ruso, Macario de Optina, tomada del intercambio epistolar que mantuvo con un comerciante de San Petersburgo: «Mi criada me ha dejado y mis amigos me han recomendado que la substituya por una chica de pueblo; ¿qué me aconseja que haga? ¿Debo aceptarla o no?» «Sí», respondió el monje. Después de algún tiempo, su corresponsal le escribe de nuevo. «Padre, permitidme despedirla; es un verdadero demonio; pues desde que ha llegado me paso el tiempo enojado y furioso y he perdido todo el control de mí mismo.» A lo cual replica el monje: «Guárdate de despedirla; es un ángel que Dios te ha enviado para hacerte ver cuánta ira había escondida dentro de ti, que la criada anterior no había sido capaz de revelarte.»

Así pues, no son las circunstancias las que hacen de nuestras almas sombras tenebrosas, ni es culpa de Dios, por más que le acusemos constantemente. Cuántas veces he oído decir a la gente: «Aquí están mis pecados»; luego se para un momento para tomar aliento y comienzan un largo discurso para concluir que si Dios no les hubiera afligido con una vida tan dura, no hubieran ellos pecado tanto. «Naturalmente», dicen, «estoy equivocado; pero, ¿qué puede hacer con semejante yerno, con mi reumatismo o con la revolución rusa?» Y más de una vez he sugerido, antes de pronunciar una oración absolutoria, que la paz entre Dios y el hombre es un tráfico de dos sentidos, y me he preguntado si el penitente estaba preparado a perdonarle a Dios todos sus delitos, todo el mal que han impedido a ese buen cristiano ser un santo. A la gente no le gusta esto; y, sin embargo, a menos que aceptemos plenamente la responsabilidad respecto al modo de hacer frente a nuestra herencia, a nuestra situación, a nuestro Dios y a nosotros mismos, nunca seremos capaces de mirar más que una pequeña sección de nuestra vida y de nosotros mismos. Si queremos pronunciar un juicio verdadero y equilibrado sobre nosotros mismos, hemos de contemplarnos como un todo, en nuestra totalidad.

Ciertas cosas nuestras pertenecen ya, aunque de manera incipiente, al reino de Dios. Otras son todavía un caos, un desierto, un erial. A nosotros nos corresponde, con duro esfuerzo y fe inspirada, convertirlos en el jardín del edén; como dice Nietzsche: «Uno ha de poseer un caos dentro para alumbrar una estrella.» Y hemos de tener fe en el caos, grávido de belleza y armonía. Hemos de contemplarnos a nosotros mismos como mira un artista, con imaginación y sobriedad, el basto material que Dios ha puesto en sus manos, y del cual ha de sacar él una obra de arte, una parte integral de la armonía, la belleza, la verdad y la vida del reino. Una obra de arte está determinada tanto por la visión del artista como por el carácter del material que se le ha dado. No puede usar indiscriminadamente un material cualquiera para un propósito cualquiera; un crucifijo de marfil no se puede hacer de granito, ni una cruz celta de mármol griego. El artista ha de aprender a distinguir las virtualidades peculiares del material dado y a obtener de él toda la belleza oculta en su fondo. De esta manera ha de distinguir cada uno de nosotros en sí mismo, bajo la guía de Dios y con ayuda de sus amigos más competentes, sus facultades y características peculiares, tanto buenas como malas, y a hacer uso de ellas para obtener al final aquella obra de arte que es su verdadero yo. Empleando una frase de San Ireneo de Lyón: «El esplendor de Dios es un hombre plenamente realizado.»

EI modo de conseguir esto puede ser un camino tortuoso, y hay momentos en los que para edificar el bien quizás tengamos que apoyarnos en lo que hay que extirpar luego. Encontramos en la vida de Mahatma Gandhi una historia verdaderamente esclarecedora. Al final de su carrera fue acusado de haber sido inconsecuente en su predicación. Se decía que en los primeros días había instigado a los estibadores a la huelga, y que solamente cuando la batalla estaba ganada había comenzado a invocar la no resistencia. A lo cual dio él una sabia respuesta. «Estos hombres», dijo, «eran cobardes; yo les enseñé la violencia para vencer su cobardía, y luego la no resistencia para someter su belicosidad». ¿No era eso un realismo más sabio y más efectivo que predicar sumisión y humildad a unos hombres que habrían empleado esos nombres sagrados como etiqueta de su cobardía? ¿No era un modo más auténtico de promover su desarrollo espiritual darles alicientes capaces de hacerles comprender y de darles la seguridad de que su progreso era real en cada momento?

Quizás también nosotros necesitemos, en períodos de tiempo más largos o más cortos, el estímulo que pueden procurarnos nuestros impulsos menos nobles, con tal de que más tarde superemos nuestra inmadurez. Martin Buber ha referido en sus Cuentos de los Hasidim la historia de un hombre que preguntó a un rabino cómo podría librarse de sus malos pensamientos. «No lo intentes», exclamó el rabino, «no tienes otros pensamientos y te quedarías vacío; intenta adquirir, uno tras otro, unos pocos pensamientos útiles y ellos desplazarán a los malos». ¿No concuerda esto con la parábola de Cristo de los siete demonios? (Mateo 12,45).

Hemos de aprender a mirar con inteligencia, reflexivamente, con realismo y sobriedad y también con vivo interés, el complejo material que representamos, a fin de discernir todo su potencial presente y futuro. Más esto requiere coraje y fe. Quizás recordéis la frase conmovedora y penetrante del joven san Vicente de Paúl: «¡Oh Dios, soy demasiado repugnante para los seres humanos; quizás tengas tú un empleo para mí!» Todos somos repugnantes, pero todos somos queridos para Dios, que tiene fe en nosotros. ¿Hubiera él de otro modo corrido el riesgo de llamar a la existencia para toda la eternidad -no para un momento pasajero- a cada uno de nosotros?

En cada instante de nuestra vida podemos ser auténticos y reales, si escogemos el riesgo de ser lo que somos, y no aspiramos a copiar un modelo o a identificarnos con imágenes preconcebidas. Pero nuestro verdadero yo no podemos descubrirlo simplemente observando nuestro yo empírico, sino únicamente en Dios y por él. Cada uno de nosotros es una imagen del Dios vivo; pero una imagen que, como un viejo cuadro que ha sido alterado, recubierto o toscamente restaurado hasta el punto de quedar irreconocible, pero en el cual subsisten algunos rasgos del original, un especialista puede examinarlo y, partiendo de lo que todavía hay de genuino, limpia todo el cuadro de las sucesivas adiciones.

San Pablo nos exhorta a encontrarnos a nosotros mismos en Cristo y a Cristo en nosotros; en lugar de atenernos a lo que es falso, deforme y pecaminoso, aprender a ver lo que es ya a imagen de Dios y, después de descubrirlo, permanecer fieles a nuestro propio yo más auténtico y mejor. En lugar de formular sin cesar la pregunta: ¿qué hay de malo en mí?, ¿por qué no preguntarnos: de qué manera soy ya semejante a Dios y estoy en armonía con El? ¿A dónde he llegado en el camino de lograr la plena medida de la estatura de Cristo? ¿No sería esto más estimulante en nuestro esfuerzo por alcanzar la perfección?

Estamos rodeados por todas partes de inquietudes, intereses, temores y deseos y tan hondamente perturbados, que apenas podemos ya vivir dentro de nosotros mismos; vivimos al lado de nosotros mismos. Hasta tal punto vivimos en estado de ofuscación, que se requiere o un acto de Dios o disciplina deliberada para recobrar el sentido y comenzar ese viaje interior que ha de conducirnos a través de nosotros mismos al mismo Dios. Dios intenta sin cesar que nos retiremos, abrir la puerta de nuestra celda interior. Su amor, sabio y clarividente, puede antojársenos cruel a veces, ¿pues no le dice a Hermas su ángel custodio: «Esfuérzate, Hermas, Dios no te abandonará antes de romper tu corazón o tus huesos»? Raras veces descubrimos la misericordia de Dios cuando se nos expresa a través de la enfermedad, la privación o la soledad; y, sin embargo, ¡cuántas veces es el único camino por el cual puede Dios poner fin a la agitación interna y externa que nos arrastra como una riada! ¡Cuántas veces exclamamos: «Si al menos tuviera un breve período de paz; si al menos algo me hiciera saber que la vida posee grandeza, que existe la eternidad»! Y Dios nos envía momentos así cuando somos brevemente visitados por la enfermedad o un accidente. Mas, en lugar de comprender que ha llegado la hora del recogimiento, del retiro y de la renovación, luchamos desesperadamente por volver lo más rápidamente posible al estado anterior, rechazando el don encubierto en el acto de Dios que nos aterra.

Y cuando llega a nosotros la privación, en lugar de crecer y de hacernos tan grandes como la vida y la muerte, nos retiramos a la concentración en nosotros mismos y a la compasión propia y perdemos de vista la eternidad, en la cual deberíamos entrar juntamente con el único que, como dice san Pablo, «está al presente revestido de eternidad.»

Sin embargo, incluso la habilidad para hacer uso y sacar partido de las circunstancias dadas por Dios requiere disciplina interior y exterior y una fe iluminada, capaz de discernir los senderos de Dios.

Semejante visión no implica que estemos facultados para imputarle a Dios todo lo que de malo sucede en el mundo. De hecho, según la antigua doctrina cristiana, tres voluntades luchan por la suerte del mundo. La voluntad de Dios, sabia, amorosa, libre, capaz de actuar con un poder soberano e inexorablemente paciente; la voluntad de Satanás y los poderes de las tinieblas, siempre perversos, pero impotentes para penetrar en el alma de los hombres, la voluntad del hombre caído, incierto, vacilante entre la llamada de Dios y las seducciones del diablo, dotada del poder terrible de la libertad para escoger entre Dios y el adversario, entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal.

Cuando pensamos en la disciplina espiritual, normalmente la concebimos en términos de normas de vida, normas de pensamiento y meditación, normas de oración, que están encaminadas a formarnos en lo que suponemos ser el modelo de una vida realmente cristiana. Mas cuando observamos a la gente que se somete a ese género de disciplina estricta y cuando nosotros mismos lo intentamos, vemos corrientemente que los resultados están muy lejos de lo que esperábamos. Esto se debe generalmente a que tomamos los medios por el fin, a que nos concentramos tanto en los medios que no conseguimos nunca en el fin del todo o que lo conseguimos en un grado tan pequeño que no vale la pena dedicarle todo ese esfuerzo para conseguir tan poco. Esto me parece que proviene de la incomprensión de lo que es la disciplina espiritual y de la meta a la que aspira.

DISCIPLINA/DISCIPULO: Debemos recordar que disciplina no es lo mismo que ejercicio. Disciplina es una palabra relacionada con la palabra «discípulo». Disciplina es la condición del discípulo respecto tanto a su maestro como a lo que aprende. Si tratamos de comprender lo que la condición de discípulo significa en la práctica, cuando se traduce en una disciplina, fácilmente echaremos de ver lo siguiente. Ante todo, ser discípulo significa un deseo sincero de aprender, y ello a toda costa. Sé que las palabras «a toda costa» pueden significar mucho más para una persona que para otra. Depende del celo y de la convicción o del ansia que tengamos de aprender. Sin embargo, es siempre «a toda costa» para tal persona particular. El deseo sincero de aprender no es tan frecuente de descubrir en nuestros corazones. Muchas veces deseamos aprender hasta cierto punto, con tal de que el esfuerzo no sea demasiado grande, con tal de que poseamos garantías de que el resultado final vale la pena del esfuerzo. No nos lanzamos a este aprendizaje con suficiente energía, y por eso tantas veces no logramos lo que podríamos lograr. Así pues, la primera condición, si deseamos llegar a ser discípulos aprovechados y aprender una disciplina que dé resultados, es la integridad del propósito. Esto no es fácil de adquirir.

Hemos de estar también prontos a pagar el precio de ser discípulos. Siempre cuesta ser discípulo, porque desde el principio al fin significa una superación gradual de todo lo que es uno mismo, a fin de crecer en comunión con lo que es más grande que uno mismo, y que últimamente desplazará al yo, conquistará el terreno y se convertirá en la totalidad de la vida. Y siempre hay un momento en la experiencia del discípulo en que el temor sobrecoge al discípulo, porque ve en un cierto momento que asoma la muerte, la muerte a la que su yo ha de enfrentarse. Luego no habrá ya muerte, habrá una vida mayor que la suya propia, pero todo discípulo habrá de morir primero antes de volver a la vida. Esto requiere determinación, coraje y fe.

ESCUCHA: Dicho lo que antecede, la actitud del discípulo se inicia en silencio y escuchando. Cuando escuchamos a uno, pensamos que estamos en silencio porque no hablamos, pero nuestra mente sigue obrando, nuestras emociones reaccionan, nuestra voluntad responde de acuerdo o en contra de lo que oímos, e incluso podemos ir más allá con los pensamientos y sentimientos que rondan en nuestra cabeza y que no guardan relación alguna con lo que se dice. Esto no es silencio, tal como lo requiere la condición de discípulo. El verdadero silencio, al que hemos de aspirar como punto de partida, es un reposo completo de mente, corazón y voluntad; el silencio completo de todo lo que hay en nosotros, incluyendo nuestro cuerpo, de suerte que podamos ser completamente conscientes del mundo que estamos recibiendo, completamente alerta y, sin embargo, en completo reposo. El silencio del que hablo es el silencio del centinela de servicio en un momento crítico; alerta, inmóvil, sereno y sin embargo despierto a todo sonido, a cualquier movimiento. Este silencio vivo es lo que ante todo requiere la condición de discípulo, y ello no se consigue sin esfuerzo. Exige de nosotros entrenamiento de nuestra atención, de nuestro cuerpo, de nuestra mente y de nuestras emociones, de suerte que las mantengamos a raya completa y perfectamente.

La meta de este silencio es percibir lo que se nos quiere ofrecer, el mundo que quiere resonar en el silencio. Y este mundo hemos de estar preparados a escucharlo, cualquiera que sea. Esto requiere una integridad moral e intelectual, porque con mucha frecuencia escuchamos esperando oír lo que deseamos oír y dispuestos en todo momento a no oír las palabras debidas, a desconectar nuestra atención para no oír; o bien conectamos la siniestra capacidad que poseemos de comprender mal, de interpretar mal, de entender a nuestro modo lo que se ha dicho al modo de Dios. También aquí es esencial el adiestramiento en la integridad moral e intelectual. Pues cuando escuchamos, oiremos; podemos oír oscura o claramente, podemos oír todo lo que necesitamos saber o, para comenzar, justamente lo suficiente para tener una pista, dedicar más atención, aprender más sobre el silencio y sobre escuchar. Mas para oír, hemos de estar preparados a recibir cualquier palabra que se nos quiera decir, y para comprender hemos de estar preparados a hacer todo lo que Dios nos mande.

Esto me lleva a otro punto en este proceso de aprendizaje de la disciplina espiritual. Si nos damos por satisfechos con el simple escuchar con interés, sin hacer jamás lo que se nos dice, muy pronto no oiremos ya nada más. Dios no habla a nuestra mente o a nuestro corazón, si no recibe de nosotros fidelidad y obediencia. Dios habla una vez, habla dos veces, dice un pasaje del Antiguo Testamento; pero luego, como se expresa un moderno escritor, se retira tristemente hasta que estemos hambrientos de Dios, hambrientos de la verdad, hambrientos lo bastante para recibir toda palabra que es el pan de vida. La determinación a hacer es esencial en esta vida de disciplina espiritual.

Cuando Cristo el Señor hablaba a sus discípulos y a las muchedumbres que le rodeaban, no les confiaba una doctrina general que habían de recibir todos en los términos que él empleaba. Parte de esta enseñanza tenía un significado universal; pero parte de aquellas palabras de Cristo que se recuerdan en los Evangelios se decían a un hombre particular en una situación particular. Ese hombre debía recibirlas como la palabra de Dios, porque iban dirigidas a él. Los demás de la multitud podían no encontrar en ellas una respuesta a su pregunta.

EV/MEDITARLO: Hemos de estar atentos, cuando leemos los Evangelios, a aquellos pasajes que antes de todo se nos aplican directamente a nosotros, a fin de convertirnos en ejecutores de la voluntad de Dios. Hay pasajes en el Evangelio que los entendemos intelectualmente, otros pasajes no los entendemos. Hay pasajes contra los cuales nos rebelamos; hay pasajes que, en palabras de S. Lucas, «hacen que se abrase nuestro corazón». Estas palabras, estos pasajes, estas imágenes o mandamientos nos hablan directamente a nosotros. Podemos suponer que aquí Cristo el Señor y nosotros tenemos el mismo pensamiento, nos entendemos el uno al otro, que estas palabras de Cristo nos hablan de lo que ya conocemos por la experiencia de la vida y que son mandamientos terminantes. Estas palabras no hemos de olvidarlas nunca. Debemos aplicar estas palabras a nuestra vida en cada momento. Si dejamos de hacerlo así, rompemos nuestra relación con Cristo, volvemos la espalda, rechazamos la carga, el yugo de sus discípulos.

Hacer la voluntad de Dios es una disciplina en el mejor sentido de la palabra. Es también un testimonio de nuestra lealtad, de nuestra fidelidad a Cristo. Obrando con todo detalle, en cada momento, con todo empeño, lo más perfectamente que podemos, con la mayor integridad moral, empleando nuestra inteligencia, nuestra voluntad, nuestra habilidad, nuestra experiencia, es como podemos aprender gradualmente a ser estricta y seriamente obedientes al Señor Dios. A menos que lo hagamos así, nuestra condición de discípulos será una ilusión, y toda nuestra vida de disciplina, cuando es un conjunto de reglas impuestas por nosotros mismos en las cuales nos deleitamos, que nos hacen estar orgullosos y satisfechos de nosotros mismos, no nos sirven de nada, porque el aspecto esencial de nuestra condición de discípulos es la capacidad, en este proceso de silencio y de escucha, de rechazar nuestro yo, de permitir a Cristo el Señor ser nuestra mente, nuestra voluntad y nuestro corazón. A menos que renunciemos a nosotros mismos y aceptemos su vida en lugar de nuestra vida, a menos que aspiremos a lo que san Pablo define como «vivo, pero no yo; es Cristo quien vive en mí», nunca seremos ni disciplinados ni discípulos.

Este esfuerzo que nos lleva a superar nuestro yo, a matar en nosotros al viejo Adán para que el nuevo Adán pueda vivir en nosotros, no sólo se realiza en nuestras acciones, haciendo lo que nos dice el Evangelio. Uno de los escritores de la Iglesia primitiva, Marcos el Asceta, dice que «nadie habrá cumplido nunca la voluntad de Dios en sus actos, si esta voluntad no se ha cumplido en su corazón», porque es el corazón del hombre, es el hombre interior el que ha de ser transformado. No estamos llamados a remedar a Cristo el Señor, a imitarle exteriormente. Estamos llamados a convertirnos interiormente en lo que él es, a tener comunión de vida con él, una vida común en el cuerpo misterioso que es su Iglesia. Y por eso hemos de superar el viejo Adán en nuestro pensamiento, en nuestro corazón y en nuestra voluntad. En nuestra voluntad vencemos al viejo Adán obrando en consonancia con los imperativos del Evangelio; pero en nuestra mente y en nuestro corazón la lucha es mucho más profunda y más difícil. Hemos de formar nuestra mente y nuestro corazón de suerte que tengamos la mente de Cristo: meditación del Evangelio para captar con integridad intelectual lo que dice el Señor, con toda verdad, y no lo que deseamos que haya dicho; la capacidad, mediante un esfuerzo de integridad moral, de ver que estas palabras de Dios nos juzgan y nos conducen a una mayor medida de verdad.

Esto mismo es cierto cuando escogemos las palabras en la oración. Con frecuencia decimos: ¿por qué orar con palabras inventadas por otros? ¿Es que mis propias palabras no expresan adecuadamente lo que hay en mi corazón y en mi espíritu? No, no basta eso. Porque a lo que aspiramos es no simplemente a expresar líricamente lo que somos, lo que hemos aprendido, lo que deseamos. Del mismo modo que aprendemos de los grandes maestros de la música y del arte lo que es la belleza musical y artística, así también hemos de aprender de aquellos maestros de la vida espiritual que han llegado a lo que nosotros aspiramos, que se han convertido en miembros reales, vivos y dignos del Cuerpo de Cristo; de ellos hemos de aprender a orar, a encontrar aquellas disposiciones, aquellas actitudes de mente, de voluntad y de corazón que hacen de nosotros unos cristianos. También esto es un acto de repulsa de nuestro propio yo, para dejar que algo más grande y más auténtico que nuestro yo viva en nosotros, y nos imprima forma, impulso y dirección.

Tales son los elementos principales de una disciplina espiritual. Es una senda, un camino en el cual nos abrimos a nosotros mismos a Cristo, a la gracia de Dios. Esto es toda la disciplina, todo lo que podemos hacer. Es Dios quien en respuesta a este trabajo ascético, habrá de darnos su gracia y de realizarnos. Estamos propensos a pensar que aquello a lo que aspiramos es una vida alta, profunda, mística. No es eso a lo que hemos de aspirar. La vida mística es un don de Dios; en sí misma no es nuestra culminación, y menos todavía la expresión de nuestra devoción a Dios. A lo que aspiramos, en respuesta al amor de Dios declarado y manifestado en Cristo, es a ser verdaderos discípulos ofreciéndonos a nosotros mismos en sacrificio a Dios; por nuestra parte es el trabajo ascético lo que constituye la cumbre de nuestra lealtad, fidelidad y amor. Tenemos que ofrecer esto a Dios, y él cumplirá todas las cosas, como lo ha prometido: «Hijo, dame tu corazón, y yo consumaré todas las cosas.»

Ahora estamos preparados para partir, para reflejar en el camino ya hollado la experiencia ya conquistada y el camino que está delante de nosotros. La vida de cada uno de nosotros ha de ser en cierto sentido la búsqueda del grial.

«Por lo cual, echad mano de la armadura de Dios para que podáis resistir en el día malo, y, tras haber vencido todo, os mantegáis firmes. Estad, pues, firmes ceñida la cintura con la verdad, y puesta la coraza de la justicia; calzados los pies, prontos para el evangelio de la paz, teniendo embrazado en todo momento el escudo de la fe, con el cual podáis apagar todos los dardos inflamados del Maligno. Tomad el casco de la salvación y la espada del Espíritu, o sea, la palabra de Dios». Efesios 6,13-17

Seguiremos un sendero trazado, a lo largo de siglos, por peregrinos cristianos, tomando como mojones de nuestra meditación ciertos pasajes del Evangelio. Al final de nuestro camino, deberemos ser capaces de olvidarnos a nosotros mismos de suerte que podamos penetrar en una visión que nos trasciende y al mismo tiempo nos conduce a la completa verdad, la única que puede llevarnos a una verdadera conversión, a la vuelta al Señor, al comienzo de una relación nueva con él, a nuestro regreso a casa.

ANTHONY BLOOM
MEDITACIONES SOBRE UN TEMA
Peregrinación espiritual a través del Evangelio
HERDER.BARCELONA-1977.Págs. 9-33