Palabra viva
Por Juan Jesús Priego
«Te doy mi palabra». Cuando un
hombre da su palabra se compromete, formaliza un pacto, establece una alianza.
Para los antiguos dar la palabra era una cosa seria. Hoy las cosas han
cambiado tanto que en vez de dar la palabra firmamos letras.
Cuenta Neil Postman en su libro Amousing Ourselves to Death (Divertirse
hasta morir) que una vez un inteligente joven universitario incluyó a pie
de página en su tesis de licenciatura, a manera de cita, una declaración
verbal. Como es bien sabido, en este tipo de trabajos sólo tienen carácter de
fuente los libros, las revistas, los artículos de periódicos y, más
recientemente (bajo ciertas condiciones), los artículos «bajados» de Internet:
en una palabra, sólo fuentes escritas. Pues bien, contraviniendo esta
elemental regla académica, el joven citó como si nada aquella declaración que
ninguno de sus profesores estaba en grado de verificar. El jurado advirtió al
joven que debía quitar inmediatamente de su tesis aquella nota. El muchacho
protestó diciendo que se le hacía injusta tal petición, pues no veía por qué
una fuente oral no podía tener la misma dignidad que una fuente escrita. Los
miembros del jurado deliberaron entre ellos durante unos minutos; por último
dictaminaron: «A lo que se ve, para usted no hay ninguna diferencia ente un
texto oral y un texto escrito. Siendo así, no creemos que haya ningún
inconveniente en que reciba usted de nuestras bocas un título puramente oral.
Porque si lo quiere escrito, ya sabe lo que tiene que hacer». Por demás está
decir que el joven partió como de rayo a quitar de su tesis aquella nota
maldita. Un título oral no se puede colgar de la pared, ni presumir a los
amigos. ¡Ay, y para esto precisamente es para lo que sirven los títulos! Una
vez que la escritura ha vencido a la oralidad, la letra escrita vale más que
las palabras.
Pero los antiguos daban la palabra. ¿De dónde nació la costumbre de
dar la palabra? Sabemos que dar la mano tuvo su origen en un ámbito
estrictamente militar. Como era en la mano derecha en la que se llevaban las
armas para el combate, dar la mano implicaba despojarse de las armas y
establecer con el otro un acuerdo de paz. Era como decirle: «Puedes acercarte
a mí con toda confianza, que no te haré daño. ¿Lo ves?, mi mano está libre.
¡Venga la tuya también libre!». Sólo pueden darse la mano aquellos que han
dejado en el suelo el arco, la lanza y la ballesta. (De hecho, la Iglesia
conservará este signo bellísimo y lo utilizará en la liturgia. Hay un momento
en la celebración de la Misa en la que todos los presentes se dan la mano en
signo tácito de paz).
¡Qué hondo significado encierra un gesto tan aparentemente trivial como es el
de estrechar una mano! Bien, pero ¿de dónde nació la expresión te doy mi
palabra? Aquí me parece que las cosas no están tan claras. Y como no lo
están, en vez de inventar cosas que no sé, contaré una historia que ya he
contado otras veces pero que es demasiado significativa como para no contarla
una vez más. Es una historia verdadera. Hacia el siglo XII d.C., un poderoso
emperador alemán, Federico II, quiso saber cuál era la primera lengua del
mundo, o sea, la que hablaron Adán y Eva en el jardín del paraíso. Y porque
creía que todas las demás lenguas se aprenden por imitación, hizo separar un
cierto número de niños recién nacidos (al parecer eran 12) para que se criaran
aparte. De este modo, según el emperador, si nadie les hablaba no podrían
aprender la lengua de sus nodrizas y el idioma original brotaría de sus labios
de manera espontánea. Así se hizo. Las mujeres los amamantaban, los bañaban,
pero no podían hablarles ni cantarles. El resultado fue que al poco tiempo
todos los niños se fueron muriendo de uno en uno. ¿La razón? Les había faltado
la palabra.
La palabra es vida, amor, alimento. Sin la palabra nos morimos. Dar la palabra
es entrar en contacto, crear vínculos, regalar lo mejor de uno. ¿No es verdad
que cuando nos enojamos con alguien lo primero que hacemos es dejarle de
hablar, negarle la palabra? ¡Ah, cómo sabemos lo que vale nuestra palabra
puesto que la negamos!
Era necesario todo este largo discurso para entender mejor lo que escribió un
día Sören Kierkegaard en una de las páginas de su Diario [tomo X,
fragmento A 437, edición italiana]: «Para que se pueda tener verdaderamente fe
en alguien, es necesario que nos dé su palabra. Así, Dios nos ha dado su
Palabra. Cristo es la Palabra».
Dios nos ha dado a Cristo, su Hijo, su Palabra. Ha querido dialogar con
nosotros (dialogar es dar la palabra) y también comprometerse. Nos ha dado
su palabra de que ni la duda, ni la amargura, ni la enfermedad, ni la
muerte serán eternas. Su palabra de que todo lo que nos duele pasará, que un
día recuperaremos todo lo que habíamos perdido (rostros, voces, amores) y que
tendremos, ahora sí definitivamente, cuanto habíamos anhelado de todo corazón.
fuente: Periodico EL OBSERVADOR en linea 08/08/2004
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