VIDA Y ACCIÓN DE LOS LAICOS
Introducción
1. El tema «Vida y acción de los laicos» llega al final de
exposiciones como «La Iglesia, sacramento de salvación»,
«Pueblo de Dios», «Cuerpo de Cristo»... Significa esto que toda la
riqueza doctrinal expuesta sobre la Iglesia en los anteriores títulos
corresponde a todos sus miembros, también a los laicos.
De no haberse anticipado esas reflexiones hubiera sido
necesario hacer referencia más explícita a ellas como punto de
partida obligado antes de la consideración específica de los laicos
en la Iglesia. En el comienzo del capítulo sobre los laicos, del
Concilio Vaticano II, leemos: «Todo lo que se ha dicho sobre el
pueblo de Dios se dirige por igual a laicos, religiosos y clérigos»,
porque todos ellos son y constituyen la realidad dinámica de la
Iglesia.
2. Al mismo tiempo que apropio la doctrina común sobre los
miembros de la Iglesia a los laicos, debo señalar la conveniencia
de este tema por razón de su condición especial, de su misíón
específica y por las singulares circunstancias de nuestro tiempo.
Así lo expresa el Concilio Vaticano II en el capítulo IV de la Lumen
gentium: «El Santo Concilio, una vez que ha declarado las
funciones de la jerarquía, vuelve gozoso su atención al estado de
aquellos fieles cristianos que se llaman laicos. Porque si todo lo
que se ha dicho sobre el pueblo de Dios se dirige por igual a
laicos, religiosos y clérigos, sin embargo, a los laicos, hombres y
mujeres, por razón de su condición y misión, les atañen
particularmente ciertas cosas, cuyos fundamentos han de ser
considerados con mayor cuidado a causa de las especiales
circunstancias de nuestro tiempo» (LG, 30).
Para intensificar el dinamismo apostólico del pueblo de Dios,
exigido por las características singulares del tiempo presente, el
Concilio promulga el decreto Apostolicam actuositatem, sobre
el apostolado de los seglares, que declara en las primeras líneas:
«El Concilio, con el propósito de intensificar el dinamismo
apostólico del pueblo de Dios, se dirige solícitamente a los
cristianos seglares, cuya función específica y absolutamente
necesaria en la misión de la Iglesia ha recordado ya en otros
documentos. Porque el apostolado de los seglares, que brota de
la esencia misma de la vocación cristiana, nunca puede faltar en la
Iglesia. La propia Sagrada Escritura demuestra con abundancia
cuán espontáneo y fructuoso fue tal dinamismo en los orígenes de
la Iglesia».
La importancia de un laicado en la Iglesia (que justifica este
tratamiento específico) se pone más de manifiesto en e] decreto
Ad gentes: «La Iglesia no está verdaderamente formada, no vive
plenamente, no es señal perfecta de Cristo entre los hombres en
tanto no exista y trabaje con la jerarquía un laicado propiamente
dicho. Porque el evangelio no puede penetrar profundamente en
las conciencias, en la vida y en el trabajo de un pueblo sin la
presencia activa de los seglares. Por ello, ya en el tiempo de
fundar la Iglesia hay que atender sobre todo a la constitución de
un maduro laicado cristiano» (Ad gentes, 21).
3. Justificada una atención especial al laicado en una reflexión
sobre la Iglesia, señalo los lugares más importantes en los que
podemos encontrar esta doctrina para una verificación y
ampliación de las afirmaciones que he recogido como más
significativas.
Importa dejar claro que todos los documentos conciliares están
fecundados e impregnados de una conciencia de Iglesia en la que
los laicos recuperan su importancia e igual dignidad en relación
con los otros miembros de la Iglesia que hasta el Concilio
parecían, al menos, estar situados en la comprensión doctrinal
como clase superior.
Al hilo de esta introducción he citado ya la constitución Lumen
gentium. De ella cabe destacar, en referencia a nuestro tema, el
capítulo 2, y el decreto Apostolicam actuositatem, centrado
todo él en los laicos. La cita que he recogido del decreto Ad
gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, es significativa
de toda la tarea que se les asigna a los laicos en esta función
eclesial.
La víspera de clausurarse el Concilio se aprueba la constitución
Gaudium et spes, que ha venido inspirando, con la
denominación de Esquema XIII, toda la doctrina conciliar y que en
todo su desarrollo lleva implícita la acción del seglar para el
diálogo Iglesia-mundo.
Los tres documentos, interrelacionados en su elaboración y por
su doctrina, nos ofrecen la doctrina más abundante y rica sobre el
laicado.
-La constitución dogmática sobre la Iglesia nos aporta los
principios teológicos sobre el laicado.
-La constitución pastoral sobre la Iglesia y el mundo actual
ofrece las claves de una acción propia y específica.
-El decreto sobre el apostolado de los seglares concreta los
diversos campos y formas del apostolado seglar.
Posteriores al Concilio, y en un proceso de desarrollo de la
doctrina conciliar sobre la acción de los laicos en la Iglesia, hemos
de tener en cuenta la exhortación apostólica Evangelii nuntiandi,
de Pablo VI, las «Orientaciones pastorales sobre el apostolado
seglar» de la XVII Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal
Española, y las reflexiones de los obispos de la provincia
eclesiástica de Oviedo, publicadas con el título «Cristianos para la
España de hoy» (PPC, 1978).
4. Guiado por la luminosidad de estos documentos intento
desarrollar el tema en estas tres partes:
I. Aportación del Vaticano II a la teología del laicado.
II. Misión del laicado cristiano en el mundo actual.
III. Cauces de participación en la misión de la Iglesia y en la
comunidad diocesana.
I. APORTACIÓN DEL VATICANO II
A LA TEOLOGÍA DEL LAICADO
VAT-II/LAICADO:Es la doctrina sobre los laicos,
sin duda alguna, uno de los mayores avances, de los aspectos
más novedosos del Concilio Vaticano II, como derivación, sobre
todo, de su doctrina sobre el «ser» de la Iglesia y de su relación
con el mundo.
Los tres puntos del desarrollo de esta primera parte nos van a
confirmar en esta apreciación.
1. Afirmaciones del Vaticano II.
2. Pronunciamientos anteriores al Concilio.
3. Realidades que hicieron posible el cambio.
1. Toda la teología sobre el laicado del Vaticano II confluye en
dos afirmaciones básicas:
a) Los laicos son miembros de la Iglesia en idéntica igualdad y
responsabilidad que los demás miembros: «Existe una auténtica
igualdad entre todos en cuanto a la dignidad y a la acción común
a todos los fieles en cuanto a la edificación del Cuerpo de Cristo»
(LG, 32,2).
b) A los laicos les corresponde como miembros de la Iglesia una
función propia y específica: «Los laicos están especialmente
llamados a hacer presente y operante a la Iglesia en aquellos
lugares y circunstancias en que sólo puede llegar a ser sal de la
tierra a través de ellos» (LG, 33).
La primera afirmación, frontal y de carácter más entitativo, la
justifica el Concilio en las definiciones de Iglesia y de laico.
La Iglesia, en cuanto pueblo de Dios, establece una comunidad
entre sus miembros en la que no caben diferencias ni categorías:
«Por tanto, el pueblo de Dios por él elegido es uno: un Señor, una
fe, un bautismo (Ef 4,5). Es común la dignidad de los miembros,
que deriva de su regeneración en Cristo; común la gracia de la
filiación; común la llamada a la perfección: una sola salvación,
única la esperanza e indivisa la caridad. No hay, por consiguiente,
en Cristo y en la Iglesia ninguna desigualdad por razón de la raza
o la nacionalidad, de la condición social o del sexo... Pues todos
sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3,38; LG, 32).
LAICO/QUIEN-ES:Al laico, que por primera vez es definido de
forma positiva, se le asigna la misión de todo el pueblo cristiano:
«Se designan con el nombre de laicos los fieles que, en cuanto
incorporados a Cristo por el bautismo, integrados en el pueblo de
Dios y hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal,
profética y real de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la
misión de todo el pueblo cristiano en la parte que les
corresponde» (LG, 31).
Y un último testimonio en el que los padres conciliares deducen
de la esencial igualdad y dignidad la necesaria unidad y
solidaridad entre todos los miembros que formamos el Cuerpo de
Cristo:
«Aun cuando algunos, por voluntad de Cristo, han sido
constituidos doctores, dispensadores de los misterios y pastores
para los demás, existe una auténtica igualdad entre todos en
cuanto a la dignidad y acción común... Pues la distinción que el
Señor estableció entre los sagrados ministros y el resto del pueblo
de Dios lleva consigo la solidaridad, ya que los pastores y los
demás fieles están vinculados entre sí por recíproca necesidad.
Los pastores de la Iglesia, siguiendo el ejemplo del Señor, han de
ponerse al servicio los unos de los otros y al de los restantes
fieles; éstos, a su vez, han de asociar gozosamente su trabajo al
de los pastores y doctores. De esta manera, todos rendirán un
múltiple testimonio de admirable unidad en el Cuerpo de Cristo.
Pues la misma diversidad de gracias, servicios y funciones
congrega en la unidad a los hijos de Dios, porque todas estas
cosas son obra del único e idéntico Espíritu» (1 Cor 12,11; LG,
32).
Otra afirmación básica, de carácter más operativo: a los laicos
les corresponde una misión propia y específica, se justifica en una
doble condición que se da en el ser del laico:
-La participación de los seglares, por su condición cristiana y en
cuanto miembros de la Iglesia, en el único sacerdocio de Cristo.
-Su condición especial en el mundo.
«Quienes creen en Cristo, afirma el Vaticano II, renacidos no de
un germen corruptible, sino de uno incorruptible, mediante la
palabra de Dios vivo, no de la carne, sino del agua y del Espíritu
Santo, pasan finalmente a constituir un linaje escogido, sacerdocio
regio, nación santa, pueblo de adquisición..., que un tiempo no era
pueblo y ahora es pueblo de Dios» (1 Pe 2,9-10; LG, 2).
En cuanto partícipes del único sacerdocio de Cristo, con todos
los demás fieles, los laicos han de ejercer su misión sacerdotal en
la ofrenda, el testimonio y el servicio del pueblo de Dios: «Los
fieles... en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la ofrenda
de la eucaristía y lo ejercen en la recepción de los sacramentos,
en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una
vida santa, en la abnegación y caridad operante» (LG, 10).
Por su condición especial en el mundo:
-ofrecen a Dios el culto de la consagración del mundo y sus
tareas temporales;
-anuncian a Cristo con el testimonio de su vida y su palabra en
el ejercicio de su acción temporal en las estructuras humanas;
-realizan la diaconía del servicio en la transformación de las
estructuras humanas conforme al plan de Dios en el mundo (cf.
LG, 31-36).
Intencionadamente me he detenido en estos textos conciliares
porque considero que en ellos están los principios básicos del ser
y acción del laico como miembro de la Iglesia en el mundo. Un ser
que le sitúa en igualdad con otros ministerios y carismas de la
Iglesia, y un actuar con una misión propia y específica, que, lejos
de ser una tarea secundaria o subsidiaria, tiene una entidad
propia, hasta tal punto que de no ser realizada por los mismos
laicos, en ningún modo podrá ser sustituida.
En estas afirmaciones está la gran aportación del Concilio
Vaticano II, que dieciocho años después será sancionada por la
Ley de la Iglesia. El nuevo Código de Derecho Canónico, en
cánones dispersos sobre la naturaleza de la Iglesia y su misión, en
los cánones que hacen referencia a todos los fieles en general y
en aquellos específicos de los laicos, fiel a la doctrina del Vaticano
II, establece la igualdad de los laicos en relación a los demás
miembros de la Iglesia, les asigna una función propia y su
autonomía en las cosas temporales.
2. El verdadero relieve y avance de la doctrina sobre los laicos
en el Vaticano II, con las dos afirmaciones que he explicitado, se
descubre mejor en la comparación con la doctrina anterior, que
también podemos recoger en otras dos afirmaciones:
a) El laico es un miembro de segunda clase en la Iglesia.
b) No le corresponde una función propia.
En la eclesiología anterior el laico no tiene lugar ni interés. En
los diccionarios de teología más completos de los años treinta ni
siquiera aparece el término. Cuando se le empieza a tener en
cuenta, se le define por lo que no es: ni clérigo, ni religioso. La
responsabilidad de la Iglesia radica sólo sobre los distintos grados
de la jerarquía.
En una larga tradición de la Iglesia se distinguen sólo tres
órdenes: clérigos, monjes o religiosos y laicos. Y dada la
identificación mayor entre los religiosos y los clérigos, se
generaliza la división bipartita entre clérigos y laicos como dos
órdenes de distinta valoración.
Testimonio de esta consideración generalizada son las
siguientes palabras de Pío X en la encíclica Vehementer nos, del
año 1906:
«Dice la Escritura, y lo confirma la doctrina entregada por los
Padres, que la Iglesia es el Cuerpo Místico de Cristo, administrada
por la autoridad de los pastores y de los doctores; es decir, una
sociedad en la que algunos presiden a los demás con plena y
perfecta potestad de regir, enseñar y juzgar. Es, por consiguiente,
esta sociedad, por la fuerza de la misma naturaleza, desigual.
Comprende un doble orden de personas: los pastores y el rebaño;
es decir, los que están colocados en los distintos grados de la
jerarquía y la multitud de los fieles. Y estos órdenes hasta tal
punto son distintos entre sí que sólo en la jerarquía reside el
derecho y la autoridad para mover y dirigir a los demás socios al
fin propuesto a la sociedad. Por el contrario, el deber de la
multitud es aceptar ser gobernados y seguir obedientemente la
dirección de los pastores».
Y no es un caso aislado esta manera de pensar. En 1888, León
XIII escribía así al arzobispo de Tours:
«Consta y es manifiesto que en la Iglesia hay dos órdenes muy
distintos por naturaleza: los pastores y el rebaño; es decir, los
jefes y el pueblo. El primer orden tiene la función de enseñar,
gobernar y dirigir a los hombres en la vida e imponer reglas; el
otro tiene por deber someterse al primero, obedecer y ejecutar
sus órdenes y honrarlo».
Así era una proposición sobre la Iglesia, preparada para el
Concilio Vaticano I y que la interrupción del concilio no hizo posible
discutir y aprobar:
«La Iglesia de Cristo no es una comunidad de iguales, en la que
todos los creyentes tuvieran los mismos derechos, sino que es
una sociedad de desiguales, no solamente porque entre los
creyentes unos son clérigos y otros son laicos, sino que, de una
manera especial, porque en la Iglesia reside el poder de Dios, por
el que a unos es dado el santificar, enseñar y gobernar y a otros
no».
No se trata, por tanto, de una concepción de alguna persona
aislada, excepcional o propia de algún grupo cerrado o
reaccionario. Es la misma imagen que recogía el Código de
Derecho Canónico hasta hoy vigente, que en su libro II, canon
682, determina así los derechos de los seglares:
«Los seglares tienen derecho a recibir del clero, conforme a la
disciplina eclesiástica, los bienes espirituales, y especialmente los
auxilios necesarios para la salvación».
Y en relación a su ser en la Iglesia se determina en el canon
948: «Por institución de Cristo, el Orden separa en la Iglesia a los
clérigos de los seglares en lo tocante al régimen de los fieles y al
servicio del culto divino».
Interesa recoger estos textos porque, además de descubrirnos
el gran avance del Vaticano II en la consideración del laico en la
Iglesia y de su misión en el mundo, nos ayudan a comprender una
situación que todos hemos vivido, la eclesiología en la que hemos
sido educados la mayoría de nosotros, la que ha creado unas
estructuras, formas de conducta y actitudes que han estado
vigentes y que, por desgracia, siguen marcando muchos
comportamientos eclesiales.
Es esta situación la que recogía irónicamente el teólogo francés
Yves Congar en el prólogo de su obra Jalones para una
teología del laicado. Dice tomarla del cardenal Gasquet:
Un catecúmeno pregunta a un sacerdote: ¿cuál es la posición
del laico en la Iglesia? La posición del laico en la Iglesia -responde
el sacerdote- es doble: ponerse de rodillas ante el altar, la
primera; sentarse frente al púlpito, la segunda. El cardenal
Gasquet añade: olvido una tercera: meter la mano en el
portamonedas.
Para terminar este apartado, dejamos la anécdota y vamos a
concluir afirmando que la doctrina del Vaticano II parte de una
situación en la que el laico
-es considerado como miembro de segundo orden en la Iglesia y
en total subordinación al orden clerical;
-se le asigna una función de escucha y obediencia, sin
posibilidad de intervenir en las decisiones;
-se le invita a colaborar sin que tenga en esa colaboración la
más mínima responsabilidad.
Los laicos son miembros de la Iglesia que no enseñan porque
no saben, no actúan porque no valen, no ejercen porque no
pueden. Y todo el saber para enseñar, el valer para actuar y el
poder para ejercer está en el otro orden: el de los clérigos.
Y vamos a concluir y recoger como resumen que la doctrina del
Concilio Vaticano II establece una total igualdad en cuanto a
dignidad y responsabilidad entre todos los miembros de la Iglesia;
señala a los laicos una función propia y específica, en la que han
de actuar bajo su responsabilidad, y les hace corresponsables en
la misión de la Iglesia. Son miembros de la Iglesia que, en cuanto
partícipes del único sacerdocio de Cristo por el bautismo, han de
ejercer su sacerdocio:
-en la evangelización de los propios ambientes, desde el análisis
y testimonio propio en la realidad que ellos viven;
-en el culto de la ofrenda a Dios de su acción temporal para la
transformación de las estructuras contrarias al reino de Dios;
-en el propio gobierno de los asuntos temporales, según Dios, y
en la ordenación de la actividad humana al plan salvífico.
Como en otras épocas y actitudes de la Iglesia, el cambio ha
sido copernicano. Pero... ¿cómo se ha hecho posible?
3. Comprendemos todos que un cambio de esta importancia no
se produce momentáneamente, que exige un largo proceso,
proporcional a la categoría del cambio, y que ha de venir
reclamado por una serie de circunstancias.
No es el momento de detallar todas las circunstancias, pasos y
tiempos de este largo proceso, que corre paralelo al avance y
maduración de la Iglesia en su propia comprensión. Pero nos
vemos obligados a señalar los hitos más importantes y
significativos de este camino.
A lo largo de muchos siglos, la palabra Iglesia ha implicado dos
aspectos que importa distinguir por la importancia que han tenido
y por las consecuencias eclesiológicas que han comportado:
a) La Iglesia es una realidad final: comunión de los hombres con
Dios y de los hombres entre sí en Cristo.
b) La Iglesia es, además, el conjunto de medios instituidos por
Cristo para llevar a los hombres de todos los tiempos a esta
comunión con Dios y con los hermanos.
La tradición de la Iglesia ha mantenido siempre unidos los dos
aspectos de una misma realidad. Pero esta tradición y unidad no
siempre se ha manifestado en la práctica con la misma pureza y
equilibrio. Lo aclarará un recorrido muy breve:
En el siglo XII se subraya la corriente comunitaria: la Iglesia está
constituida por sus miembros. En los siglos XIV y XV, como
contrapartida, se acentúa la corriente jerárquica. Se ve a la
Iglesia, sobre todo, en la jerarquía. Es ésta la corriente que ha
llegado hasta nosotros en los tratados de eclesiología. De los dos
aspectos de la Iglesia que la tradición unía siempre, aquel por el
que es considerada como institución, que precede y hace
miembros, y aquel por el que es considerada como comunidad
que forma sus miembros, este último aspecto se olvida totalmente
en la práctica. Y es precisamente en esta dimensión de la Iglesia
donde se concibe y tiene sentido la actividad de los laicos.
El siglo XIX se caracteriza por el grandioso esfuerzo de
restauración católica después del hundimiento general legado por
el cristianismo del Medievo. Esta renovación, que, como toda obra
vital, ha consistido más en nuevas reacciones que en reparar un
edificio antiguo, alcanzó su plenitud en el retorno tomista de León
XIII, en el afianzamiento de la tradición dogmática de la Iglesia
mediante la victoria sobre el modernismo y en el movimiento
litúrgico promovido por Pío X.
En la llamada a esta restauración se generan los comienzos de
una nueva consideración del laicado. Así, al tiempo en que en la
consideración teológica es situado el laico al nivel más bajo de
apreciación, dentro de la Iglesia y coincidiendo en las mismas
personas testigos de esta situación se ponen las bases de una
valoración más distinguida. Porque en este esfuerzo de
renovación, «la llamada a restaurar todas las cosas en Cristo» de
Pío X convoca a los seglares a esta tarea, y esto hace que se
vaya preparando la materia prima de lo que sería más tarde la
Acción Católica y en gran parte la misma idea que articularía las
bases en el nacimiento y desarrollo prodigioso de la primera
etapa: «La colaboración de los laicos con el clero, bajo la
dirección de la jerarquía, en favor del reino de Cristo y de la
salvación social». Pío X trazaba así, con bastante exactitud, las
grandes líneas de nuestra Acción Católica. Incluso la misma
palabra acudía muchas veces a sus discursos: acción de los
católicos. Más tarde diría León XIII: «La acción católica es la
solución práctica de la cuestión social».
En esta convocatoria se estaban estableciendo los principios
inmediatos de la que había de ser la causa próxima de la doctrina
conciliar sobre el laicado: la Acción Católica creada por Pío XI.
Ella será en la historia lo que constituirá la importancia de este
gran Papa. Hasta entonces existían católicos de acción, un
desarrollo de la acción de los católicos... y, en este sentido, una
acción católica con minúscula. Pero la Acción Católica con
definición precisa, institucionalizada como movimiento de seglares
colaborando con la jerarquía, es creación de Pío XI.
Esta Acción Católica renovaba en la Iglesia algo fundamental y
debía conducir, como de hecho ocurrió en el Concilio Vaticano II, a
plantear en toda su amplitud en la Iglesia el problema del laicado.
Respecto a lo que había existido anteriormente, nos parecen
nuevos los tres rasgos siguientes:
-la insistencia sobre su naturaleza propiamente apostólica;
-el carácter generalizado de la llamada a los laicos y la amplitud
de un movimiento que debía abarcar todas las categorías
sociales;
-el aspecto del deber laico, correspondiendo a un compromiso
cristiano de una profanidad de las cosas mejor reconocida.
De esta manera, la Acción Católica de Pío XI superaba toda
condición parcial, accidental y periférica y volvía a su auténtico
centro el estatuto eclesial del laicado. Los laicos fueron invitados a
hacer apostólicamente la Iglesia, a realizar, creándolo a compás,
el programa de las relaciones entre la Iglesia y el mundo. La breve
pero densa y agitada historia de la Acción Católica en los treinta
años anteriores al Concilio, que se desarrolla en tres etapas
fundamentales, demuestra con qué solicitud círculos amplios de
católicos respondieron a la invitación para participar en el
apostolado jerárquico y cómo esto fue desarrollando una
conciencia creciente de la responsabilidad en la Iglesia y de
apostolado en los propios ambientes.
Antes del Vaticano II, en esta acelerada historia de la Acción
Católica, se han desarrollado ya los movimientos especializados
que suponen un giro trascendental en relación a sus momentos
iniciales. La Acción Católica no pretende ya formar un bloque
defensivo de los seglares católicos (primera etapa) ni se propone
como finalidad la creación de obras, sindicatos, partidos...
etiquetados de católicos y para uso exclusivo de los católicos
(segunda etapa); su meta fundamental es formar y encauzar el
apostolado de hombres y mujeres seglares que, estando
profundamente inmersos en los ambientes de la sociedad y
teniendo un claro concepto de los principios cristianos que deben
orientarlos, luchen por la transformación y cristianización más
profunda de las personas y las estructuras (tercera etapa).
Para concluir este punto tracemos tres imágenes del laico que
se han desarrollado sucesivamente y que actualmente coexisten.
Corresponden, el primero, a la etapa anterior al Concilio; al
desarrollo de la Acción Católica el segundo, y el tercero, al que
nos describe el Concilio e intentan formar actualmente los
movimientos apostólicos.
a) La primera de estas imágenes es la del fiel pasivo y
receptivo, «objeto» directo de la pastoral; oyente y espectador de
las misas; el hombre de lo «profano» que ignora la lengua
sagrada de la Iglesia, para el que la Biblia es un libro cerrado.
Miembro de la Iglesia prácticamente ausente del derecho
canónico, excepto cuando se le describe por lo que no es. Ese
laico es, asimismo, el cristiano al que se destina una espiritualidad
de segundo orden, a no ser que quiera vivir un estilo de vida
monástica, inviable en las circunstancias de su existir.
En fin, esta imagen, corriente en tiempos pasados, es la que
nos describía la anécdota de Congar y hace del laico un
«excomulgado», es decir, un excluido de la comunidad, excluido
de la teología de la Iglesia, ya que está devaluado el sensus
fidei, excluido de la participación real en la vida litúrgica de la
comunidad, quedando en mero espectador y excluido de todos los
tribunales y órganos de decisión de la Iglesia.
b) La segunda presentación, que haré a grandes rasgos,
corresponde a la imagen «clásica» del laico contemporáneo, tal
como se ha ido formando en los años anteriores al Concilio,
especialmente por la incidencia de los movimientos de la Acción
Católica de ambientes, por los movimientos familiares cristianos,
por la renovación litúrgica y de la eclesiología y por la lectura
bíblica puesta al alcance de los fieles.
La nueva imagen del laico se basa en una polaridad que define
a éste como el hombre de lo temporal, frente al sacerdote, hombre
de lo eclesial. La misión del clérigo es celebrar la liturgia y formar
cristianos; la de los laicos, transformar el mundo.
Esta imagen del laico, nacida entre los años 1950 y 1960, se
define por una triple característica: a) negativamente, es el
cristiano que en la Iglesia se distingue del sacerdote y del
religioso; b) positivamente, su terreno propio es lo temporal, y c)
dentro de la Iglesia el laico está llamado a una contribución
activa.
Dos coordenadas sitúan su espiritualidad: su vida conyugal y
familiar y la entrega a una vida profesional y sus relaciones
sociales.
c) A partir del Concilio, y tal vez ya antes de su clausura, vemos
surgir una nueva imagen del laico, a la que, por comodidad,
denominaremos «posconciliar». Tiene su origen en los
documentos conciliares citados y en la Evangelii nuntiandi. Es la
imagen más positiva.
El laico se nos presenta como el cristiano que se mantiene
dentro de las circunstancias dadas de la vida concreta y ordinaria
para vivir su compromiso apostólico y que, por tanto, no toma
iniciativas particulares para modificar su forma de existencia en
vista a su vida cristiana más intensa.
Hay una valoración de lo secular en sí. Su parte activa en la
vida eclesial no le separa de «su carácter secular», es su aporte
específico y que se funda en su sacerdocio bautismal.
En esta nueva imagen se supera el dualismo secular
clérigo-laico. La distinción no se situará en esta polaridad, sino
que estará, más bien, en diferenciar tres funciones en el conjunto
de la relación Iglesia-mundo:
1. Un testimonio eclesial que concierne a la Iglesia y que se
ejerce dentro de sus estructuras: liturgia, catequesis, pastoral y
enseñanza, y que se ha de dar colegialmente por sacerdotes y
laicos.
2. Un testimonio escatológico ejercido por la vocación cristiana
que puede presentar dos formas particulares: vida consagrada y
vida en el mundo.
3. Un testimonio en el mundo, que es el del apostolado y el de la
misión, en vistas a una Iglesia que hay que sembrar y que exige
que se acepten los valores propios de la humanidad. Tanto el
laico como el sacerdote son los portadores de este testimonio
particular.
II. MISIÓN DE LOS LAICOS
En la exposición de la primera parte, sobre la teología del
laicado en el Vaticano II, han sido constantes y repetidas las
referencias a su misión. Vocación y misión se solicitan
mutuamente, sin que pueda darse la una sin la otra, por lo que los
testimonios que nos hablan de la vocación del laico en la Iglesia
indican al mismo tiempo su misión. La vocación se ordena a la
misión y ésta encuentra su fundamento en la llamada.
Se da además la circunstancia de que el avance en el estatuto
teológico del laico ha venido en muy buena parte obligado por su
actuar en las exigencias del mundo moderno. La actuación de la
Acción Católica y muy singularmente de sus movimientos
especializados, antes de la celebración del Concilio, desbordaron
los principios teológicos que habían servido de base a la llamada
para colaborar en el apostolado jerárquico. Más presentes los
laicos en las realidades de un mundo en profunda transformación,
abrieron el camino a una forma nueva de comprenderse la Iglesia
a sí misma y en su relación con las realidades temporales.
El Concilio Vaticano II no hubiera sido como fue sin la existencia
y acción anterior de la Acción Católica y de los movimientos
especializados.
1. Principios de la acción de los laicos
según el Concilio Vaticano II
Interesa fijar estos principios para comprender mejor lo
específico de su acción.
En la determinación del ser del laico en la Iglesia ha sido
definitiva la nueva categoría de la Iglesia como pueblo de Dios: «la
Iglesia es esencialmente un pueblo, una comunidad, en la que
todos sus miembros tienen idéntica igualdad y responsabilidad».
La reflexión sobre el modo de situarse la Iglesia en el mundo
determina de forma definitiva la misión del laico.
Las primeras generaciones de cristianos no prestaron
demasiada atención a la acción de la Iglesia en el mundo en
cuanto tal. La expresión de la Didajé: «Venga la gracia y pase
este mundo», es manifestación clara de esta mentalidad.
Cuando el Imperio se hizo cristiano y tras él la cultura, se
establecen unas referencias necesarias, que son vistas en el
plano de relación de dos poderes dentro de la misma realidad. El
papa Gelasio (finales del siglo v) expresa bien la idea y práctica
dominantes: «En el principio del gobierno de este mundo hay dos
cosas: la autoridad sagrada de los pontífices y el poder real».
Con el advenimiento de la modernidad se establece una
situación de antagonismo entre la Iglesia y el mundo. La Iglesia se
sitúa ante él en actitud de conquista; ve la acción del mundo en
oposición al reino del que se considera la única representante.
En el Concilio Vaticano II, la actitud se ha modificado
profundamente. En la constitución pastoral Gaudium et spes la
Iglesia se reconoce dentro del mundo, parte de él, solidaria con lo
que en él ocurre: «Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las
angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los
pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas,
tristezas y angustias de los discípulos de Cristo... La Iglesia se
siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su
historia» (GS, 1). «Tiene, pues, ante sí la Iglesia al mundo, esto
es, la entera familia humana con el conjunto universal de las
realidades entre las que ésta vive...» (GS, 2).
Considera su razón de ser. su misión, como un servicio a este
mundo: «No impulsa a la Iglesia ambición terrena alguna. Sólo
desea una cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu, la obra misma
de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad
(Jn 18,37), para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser
servido (Jn 3,17; Mt 20,28 y Mc 10,45)» (GS, 3).
Esta nueva actitud será recogida y afirmada con más fuerza en
Evangelii nuntiandi: «Nosotros queremos confirmar una vez más
que la tarea de evangelización de todos los hombres constituye la
misión esencial de la Iglesia; una tarea y misión que los cambios
amplios y profundos de la sociedad actual hacen cada vez más
urgentes. Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación
propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para
evangelizar, es decir: para predicar y enseñar, ser canal del don
de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el
sacrificio de Cristo en la santa misa, memorial de su muerte y
resurrección gloriosa» (ibíd., 14).
En esta misión de la Iglesia de servicio evangelizador al mundo
es donde se va a situar la importante acción de los laicos
cristianos presentes en las realidades terrenas.
2. Factores de este cambio
a) Existe, en primer lugar, un movimiento mediante el cual se ha
ido imponiendo progresivamente una consideración de las cosas
en sí mismas, de su naturaleza y de su valor. El Concilio ha
reconocido una autonomía de las realidades temporales: «No
tienen un mero valor de medios en relación con el último fin del
hombre, sino que poseen un valor propio, puesto en ellas por el
mismo Dios» (Apostolicam actuositatem, 7). «Si por autonomía
de las realidades terrestres se quiere decir que las cosas creadas
y las sociedades mismas tienen sus leyes y sus valores propios,
que el hombre debe ir poco a poco aprendiendo a conocer, a
utilizar y a organizar, tal exigencia de autonomía es totalmente
legítima» (GS, 36).
Pablo VI manifestó en la Evangelii nuntiandi: «El desarrollo de
la cultura ha reconocido la legítima y necesaria distinción de los
diversos campos de la actividad humana atribuyendo a cada uno
de ellos una relativa autonomía, reclamada por los principios y
finalidades constitutivas de cada campo; así es como cada ciencia,
cada profesión, cada arte, tiene su relativa independencia, que la
separa de la esfera propiamente religiosa y le confiere una cierta
'laicidad', que si es bien comprendida, debe ser respetada, ante
todo por el cristiano, para no confundir, como se dice, lo sagrado
con lo profano».
b) Otro rasgo característico del mundo moderno que ha indicio
en la doctrina del Concilio sobre la Iglesia en el mundo ha sido el
pluralismo. La efervescencia de ideas y el intercambio de unos
hombres con otros que acarrean el uso de los modernos medios
de comunicación hacen que el pluralismo sea una realidad a tener
en cuenta. En materia de cultura y de enseñanza es donde el
Concilio Vaticano II habló más explícitamente de ello, al igual que
sobre el campo de las opciones que los fieles pueden tomar en
materia de actividad social y política:
«Competen a los laicos propiamente, aunque no
exclusivamente, las tareas y el dinamismo seculares... Muchas
veces sucederá que la propia concepción cristiana de la vida les
inclinará en ciertos casos a elegir una determinada solución. Pero
podrá suceder, como ocurre frecuentemente y con todo derecho,
que otros fieles, guiados por una no menor sinceridad, juzguen del
mismo asunto de distinta manera. En estos casos de soluciones
divergentes, aun al margen de la intención de ambas partes,
muchos tienden a vincular su solución con el mensaje evangélico.
Entiendan todos que en tales casos a nadie le está permitido
reivindicar en exclusiva a favor de su parecer la autoridad de la
Iglesia».
c) En el Vaticano II, el contenido de la noción de «temporal» ha
cambiado profundamente. Lo temporal es para nosotros ahora la
totalidad de la historia, es decir, de lo que la humanidad, ligada al
cosmos natural, hace para conseguir un mundo más humano y
para realizarse a sí misma. Ante lo que conlleva este ingente
propósito, ante el inmenso movimiento social que comporta, las
divisiones de poder de las «dos espadas» aparecen muy
fragmentarias. Los cristianos se han interesado siempre por el
hombre. Lo que es nuevo ahora es la estimación de las realidades
humanas en sí mismas, sin apreciaciones apriorísticas nacidas de
criterios sociológicos o confesionales. Dos ejemplos, entre los más
notables de este interés prestado a la realidad humana en sí
misma son la forma en que nos ponemos de parte de las masas,
de los pobres, de los oprimidos, del desarrollo, del Tercer
Mundo..., y el verdadero descubrimiento del amor en el que se
puede ver uno de los rasgos originales de la teología
contemporánea.
d) El último factor determinante de la forma de situarse la Iglesia
en su relación con el mundo, que va a influir también de manera
decisiva a la hora de asignar la función del laico, ha sido una
determinación más clara de la línea de demarcación entre la
Iglesia y el mundo. Cuando se pensaba la distinción entre Iglesia
y mundo en términos de dos poderes, la distinción era fácil, pero
corría el riesgo de arrastrar una depreciación del laicado. Hoy
reconocemos mejor la separación de campos, y, sin embargo, la
frontera entre Iglesia y mundo aparece, por ambas partes, más
difícil de señalar Si se tiene en cuenta la existencia o la condición
concreta de los hombres que forman simultáneamente la una y el
otro.
El esquema dualista, válido en el plano de las estructuras y de
los fines específicos, se muestra insuficiente cuando se trata de
los hombres concretos que llevan en el plano existencial una
actividad animada por el fin último. Por consiguiente, ¿qué es el
mundo y qué es la Iglesia, si se considera en ellos la comunidad
de los hombres? Cuando se mira de cerca, se comprueba la
exactitud de lo que Evdokimov enunciaba de este modo: «Se
puede decir dónde está la Iglesia, pero no se puede decir dónde
no está».
3. Misión del laico
LAICO/MISION:En esta nueva conciencia de la Iglesia sobre sí
misma, como «pueblo de Dios» presente en este mundo, con una
misión de servicio en la evangelización y aceptando las
condiciones del mundo moderno, la tarea del laico cristiano,
miembro de pleno derecho en la Iglesia y más presente en el
mundo por las condiciones de su vida, adquiere una especial
relevancia. El capítulo IV de la Gaudium et spes sobre la misión
de la Iglesia en el mundo actual se refiere a ellos repetidamente:
«Los laicos, que desempeñan parte activa en la vida de la Iglesia,
no solamente están obligados a cristianizar el mundo, sino que,
además, su vocación se extiende a ser testigos de Cristo en todo
momento en medio de la sociedad humana» (43). «El apostolado
de los seglares -leemos en la Apostolicam actuositatem- nunca
puede faltar en la Iglesia, pero las circunstancias actuales piden
un apostolado seglar mucho más intenso y más amplio... La
Iglesia, sin la colaboración de los seglares, apenas podría estar
presente y trabajar» (1 y 2).
«El conjunto de los seglares que denominamos 'laicado', tiene
en la Iglesia una función específica, tanto de cara a la propia
estructura de la comunidad eclesial como de cara a la realización
de su misión en el mundo. El protagonismo eficaz de esta función
eclesial es esencial para realizar la identidad de la Iglesia como
comunidad de creyentes y como signo de salvación». Es la
primera afirmación básica del documento de la Comisión Episcopal
de Apostolado Seglar del 14 de diciembre de 1978.
La misión de los laicos puede quedar perfilada en las siguientes
afirmaciones:
a) Es una misión eclesial. Actúan en cuanto miembros de la
Iglesia. Desarrollan en la misión de la Iglesia un carisma propio y
específico: «Los laicos congregados en el pueblo de Dios e
integrados en el único cuerpo de Cristo bajo una sola Cabeza,
cualesquiera que sean, están llamados, a fuer de miembros vivos,
a contribuir con todas sus fuerzas ... al crecimiento de la Iglesia y a
su continua santificación» (Lumen gentium, 33). «El apostolado de
los laicos es participación en la misma misión salvífica de la
Iglesia» (LG, 33). «Los seglares, por su parte, al haber recibido
participación en el ministerio sacerdotal, profético y real de Cristo,
cumplen en la Iglesia y en el mundo la parte que les atañe en la
misión total del pueblo de Dios» (LG, 31).
La riqueza e importancia de su actuar eclesial está:
1. Hacer presente la Iglesia en el mundo. Con el testimonio de
su presencia y acción hacen que el espíritu de la
Iglesia-comunidad y los valores que ella proclama se manifiesten
en los medios propios de la vida del laico: familia, trabajo,
sociedad, cultura... y llegue a aquellas estructuras y ambientes
más alejados.
2. Hacer presente al mundo en la Iglesia. Su experiencia más
inmediata de las realidades temporales, de sus problemas..., ha
de estar, por medio de ellos, más presente en la comunidad
eclesial, en las orientaciones de los pastores que iluminan con la
luz del evangelio las realidades humanas; en las celebraciones de
la fe y en el servicio de la caridad cristiana. Decía Juan Pablo II a
los laicos congregados en Lisboa con motivo de su visita a esa
ciudad: «Acusar a la Iglesia de algún sector o despreocuparse de
algún problema humano equivaldría a lamentar la ausencia de
laicos competentes o la inacción de los cristianos en ese sector de
la vida humana».
Este carácter eclesial de su acción exige de los laicos realizar su
tarea apostólica en el mundo y en la Iglesia en estrecha comunión
con el ministerio pastoral.
En el contexto de la doctrina del Concilio, los términos de
coordinación y corresponsabilidad traducirían la forma práctica de
su realización. Y en ella habría que establecer distintos niveles:
-El personal de coherencia y concordia entre su vida y su fe,
entre su compromiso para la renovación de la Iglesia y el de la
transformación del mundo. Unidad de conciencia entre su «ser
Iglesia» y su «ser en el mundo».
-Entre los grupos y movimientos entre sí, reconociéndose cada
uno en su carisma propio y coordinando la tarea con los otros.
-Con el ministerio pastoral y jerárquico, colaborando en lo que
depende igualmente de todos y aportando lo propio y específico
para el beneficio del «todo».
b) Su misión ha de acentuar la acción evangelizadora.
La Iglesia ha entendido siempre la evangelización como su
función esencial y primordial. Los apóstoles la viven como una
obligación inexcusable: «¡Ay de mí si no evangelizare!» Los
primeros cristianos asumían esta tarea como algo connatural de
su ser cristiano.
La función evangelizadora, presente siempre en la Iglesia, se
hace más urgente en nuestros días para todo el pueblo de Dios y
para cada uno de sus miembros por la realidad del mundo
descristianizado en que vivimos. «Los laicos, que desempeñan
parte activa en toda la vida de la Iglesia, no solamente están
obligados a cristianizar el mundo, sino que además, su vocación
se extiende a ser testigos de Cristo en todo momento en medio de
la sociedad humana» (GS, 43).
El compromiso evangelizador de su acción en el mundo exige a
los laicos y sus organizaciones apostólicas analizar con cuidado
las realidades y ambientes en que se desenvuelve su vida,
juzgarles a la luz del evangelio y concretar su acción para
conseguir unas condiciones de vida y estructuras más humanas
que hagan posible el anuncio y presencia del reino.
c) Las realidades humanas, campo propio y específico de la
acción del laico. En su doble condición de miembro de la Iglesia y
ciudadano del mundo, al laico se le abre un doble campo en su
acción apostólica y evangelizadora: la propia Iglesia y el mundo en
que vive. «Los seglares ejercen su múltiple apostolado tanto en la
Iglesia como en el mundo. En uno y otro orden se abren variados
campos a la actividad apostólica, de los que queremos recordar
aquí los principales, que son: las comunidades de Iglesia, la
familia, la Juventud, el ambiente social, los órdenes nacional e
internacional» (Apostolicam actuositatem, 9). Pero cercando
más el campo a lo propio y específico de su tarea, leemos en el
mismo decreto: «Es preciso, sin embargo, que los seglares
acepten como obligación propia instaurar el orden temporal y
actuar directamente y de forma concreta en dicho orden» (n.
7).
En la exhortación pastoral Evangelii nuntiandi, de Pablo VI, al
señalar lo que a cada sector corresponde en la acción
evangelizadora de la Iglesia, dice para los laicos:
«Los seglares, cuya vocación específica los coloca en el
corazón del mundo y en contactos con las más variadas tareas
temporales, deben ejercer, por lo mismo, una forma singular de
evangelización. Su tarea primera e inmediata no es la instauración
y el desarrollo de la comunidad eclesial -función específica de los
pastorales-, sino poner en práctica todas las posibilidades
cristianas y evangélicas, escondidas, pero a la vez ya presentes y
activas en las cosas del mundo. El campo propio de su
actividad evangelizadora es el mundo vasto y complejo de la
política, de lo social, de la economía y también de la cultura, de las
ciencias y de las artes, de la vida internacional y de los medios de
comunicación de masas, así como otras realidades abiertas a la
evangelización, como el amor, la familia, la educación de los niños
y los jóvenes, el trabajo profesional, el sufrimiento, etcétera» (n.
70).
Se señala en estos textos la exigencia de hacerse presentes
como miembros de la Iglesia y actuar en estos campos realizando
su característica propia: la secularidad. La fórmula sorprendente
del P. Congar, que ha hecho meditar a tantos cristianos, nos sirve
para comprender mejor el estilo de esta presencia y acción:
«Menos del mundo y más para el mundo».
-Menos del mundo significa aquí desprenderse de sus medios
poderosos como una tentación en la que puede caer el cristiano.
Significa la despolitización de la vida cristiana, que no se ha de
identificar con ningún partido o sindicato. Significa la
desconfesionalización de la vida social y política. Intentar estos
medios sería establecer una falsa comunicación entre la Iglesia y
el mundo. «La Iglesia, los seglares en su acción evangelizadora,
no están ligados de manera indisoluble con ninguna nación,
ningún partido, ninguna forma de vida...» (GS, 58).
-Más para el mundo. Se trata con estas palabras de subrayar
los aspectos positivos en la colaboración de una Iglesia renovada,
despolitizada y desclericalizada. Y lo beneficioso de una acción de
los seglares por la justicia, por una igualdad mayor entre los
hombres, por la paz y la fraternidad entre las clases sociales y los
pueblos. «La Iglesia, fiel a su propia tradición y consciente a la vez
de la universalidad de su misión, puede entrar en comunión con
las diversas formas de cultura, comunión que enriquece al mismo
tiempo a la propia Iglesia y a las diferentes culturas» (GS, 58).
III. CAUCES PARA LA PARTICIPACIÓN DE LOS SEGLARES
EN LA IGLESIA Y EN LA COMUNIDAD DIOCESANA
En el esquema propuesto al comienzo falta sugerir los cauces
que el mismo Concilio y el magisterio posconciliar señalan para
hacer efectiva esta incorporación responsable y activa de los
laicos, aportando su misión específica en la vida de la Iglesia y de
las comunidades diocesanas y parroquiales. En ningún modo se
trata de ofrecer recetas prefabricadas. Cada uno de nosotros:
laicos, religiosos y sacerdotes, miembros de la comunidad
diocesana, pertenecientes a comunidades parroquiales, religiosas
o movimientos..., hemos de decidir personal y comunitariamente
los compromisos más concretos para esta participación y acción
de los seglares.
Sólo se pretende aquí, teniendo en cuenta la realidad actual
más generalizada y los proyectos de acción pastoral, poner unos
indicadores que nos puedan servir de guía en nuestro propósito
de caminar hacia una Iglesia más comunidad de vida y amor.
1. Situación del laicado en las comunidades diocesanas
y en la comunidad de León
Hemos de comenzar por aquí, con un análisis de nuestra
realidad actual, como punto de partida.
Con respecto a situaciones más particulares, en un esfuerzo de
objetividad, hemos de reconocer que la participación responsable
y activa de los laicos en las comunidades diocesanas y en la
Iglesia de León, aportando su tarea propia y específica, está muy
distante de las metas que nos señala el Concilio y las propuestas
de nuestros obispos.
Señalemos como puntos de referencia para esta impresión la
realidad pastoral de la mayoría de las parroquias, la pobre
representatividad e incidencia en las parroquias y los consejos
diocesanos de las asociaciones y movimientos apostólicos
existentes y la reducida importancia y eco que tienen las
delegaciones de apostolado seglar.
a) En muchas de nuestras parroquias se observa una asistencia
poco activa en las celebraciones. Es minoritaria la participación de
seglares en la programación y realización de catequesis
presacramentales y jornadas de reflexión. No son frecuentes los
cuadros de seglares responsabilizados en la liturgia, catequesis y
administración de las comunidades parroquiales. Existen en
muchas grupos y movimientos que atienden tareas asistenciales y
caritativas con encomiable dedicación y sacrificio, pero hay un
déficit grande de movimientos y grupos con dinamismo y fuerza en
la acción pastoral, y muy especialmente faltan aquellos que
pongan su mayor atención en la acción evangelizadora en el
mundo y en las tareas temporales.
Produce muchas veces la impresión que la vida y acción de las
parroquias, centradas en el culto, en la catequesis de los niños y
en la administración, no deja espacio para estas otras
dimensiones.
b) Algunos de los movimientos y asociaciones ofrecen una vida
lánguida, no registran la incorporación de nuevos miembros, se
mantienen por la fidelidad de personas mayores, pero no
prometen una perspectiva halagüeña por la dificultad interna para
asumir la teología del laicado del Concilio Vaticano II y para
conseguir una real coordinación de todos los objetivos.
c) Algunos grupos y movimientos, más sensibilizados con su
responsabilidad eclesial y conciencia evangelizadora de los
ambientes, son minoritarios en número de miembros, mirados
muchas veces con recelo por parte de los demás cristianos y de
los responsables de las comunidades parroquiales. Luchan por
llevar adelante sus compromisos y por ampliarse, sin la ayuda y
con la indiferencia de las instituciones parroquiales.
Estas pinceladas panorámicas de la realidad más generalizada
nos revelan un ambiente de falta de sensibilidad y compromiso por
la militancia seglar que tiene su caja de resonancia en las
delegaciones de apostolado seglar.
2. Proyectos diocesanos de acción pastoral
y participación de los laicos
En esta realidad sombría de falta de participación y acción de
los laicos, en cuanto tales, se están abriendo ricas perspectivas
que están movilizando ya el estímulo y la acción de unos pocos y
que nos invitan a los demás, porque ellos van por delante
señalándonos el camino.
a) La prioridad en ciertos casos y la atención especial en otros
de muchas parroquias y diócesis que en sus planes pastorales
dedican a la creación de comunidades de fe y evangelización, que
realicen y hagan visible la dimensión profética de la Iglesia, que
celebren vivamente esa fe que quieren transmitir, y que la
expresen en la caridad y el apostolado..., son una invitación y
desafío a salir de nuestra pasividad, de nuestros particularismos,
del espíritu sectario de grupos cerrados; y a poner nuestra acción,
el esfuerzo que cada uno realizamos, los compromisos de
nuestros grupos al servicio de la comunidad en una actividad
común y coordinada.
b) El avance del movimiento catequético, las catequesis
presacramentales, las programaciones y el interés que se está
dedicando a la pastoral familiar, etc., son ya un primer paso de
realización y participación de la actividad de los seglares y un
punto de partida para vivir más intensamente la comunidad
eclesial desde la comunidad familiar.
c) El proyecto de consejo pastoral en cada comunidad y en la
organización diocesana como manifestación y realización de la
corresponsabilidad eclesial es una llamada urgente a la
colaboración de un laicado organizado y representativo. Y, para
que esto pueda llegar, una llamada también a orientar la actividad
pastoral con una atención especial a la preparación y promoción
de los laicos para que participen en la responsabilidad de la
acción pastoral.
d) La existencia de algunos movimientos y grupos
comprometidos en sus propios ambientes, con profunda
conciencia eclesial, dando pasos firmes en la coordinación entre
ellos y el ministerio pastoral..., son ya un germen que reclama
nuestra atención y cuidados para un desarrollo mayor y una
llamada para que se integren con ellos cuantos sientan la
vocación a la militancia activa en la Iglesia.
No partimos de cero. Todas estas realidades reclaman nuestro
interés y colaboración eclesial. Para que maduren en un laicado
responsable y activo necesitan el conjunto de todos los esfuerzos
y la acción coordinada de laicos, religiosos y sacerdotes y de
todas las instituciones eclesiales.
3. Exigencias para el desarrollo del laicado
Si queremos que este esfuerzo común discurra por vías de
eficacia hemos de partir todos de una actitud y exigencia inicial: la
conversión. Actitud permanente en la vida del cristiano es
especial exigencia de nuestro momento para asumir y vivir la
nueva teología sobre la Iglesia y el laicado del Vaticano II. Hemos
señalado intencionalmente la distancia entre la eclesiología y
teología del laicado en las que hemos sido educados y hemos
vivido en tiempos anteriores al Concilio y la que ahora se nos
proponen para que nos hiciéramos conscientes de la
transformación interior y en nuestras prácticas, en nuestro ser y
actuar eclesial, que ahora nos exige la nueva doctrina.
Esta conversión ha de realizarse en todos nosotros, ya que
todos hemos sido solidarios de la mentalidad y prácticas
anteriores.
a) Hemos de convertirnos todos los cristianos de una fe con
acentos personalistas, practicistas y ajenos a los problemas del
mundo y de nuestro vivir diario, a una fe con acentos
comunitarios, vividos en el quehacer cotidiano e interesados por
los problemas del hombre actual.
Hemos de pasar de sentirnos miembros de la Iglesia sin
responsabilidad en su vida y acción, en actitud pasiva y receptiva
y ajenos a sus decisiones y orientaciones..., a sentir y vivir la
Iglesia con conocimiento y amor, como algo muy nuestro,
participando activa y responsablemente en su quehacer según
nuestras posibilidades y carismas.
Si nuestra inhibición se debe a un desconocimiento, a la falta de
formación y de preparación, tendremos que sacudir nuestra
pereza y acudir a grupos que se identifiquen con nuestro
ambiente, estado, profesión..., en los que nos formemos para
poder enseñar, y nos comprometamos en la acción, ejerciendo
nuestro ser cristiano y eclesial para tener acceso a las
decisiones.
b) Los sacerdotes y religiosos hemos de cambiar las
prioridades de una pastoral y educación centradas en el culto y la
sacramentalización con bastante carga de clericalismo, moralismo,
autoritarismo y cerradas a los compromisos del cristiano en el
mundo y en la Iglesia..., por las prioridades de una pastoral y
educación comunitarias y liberadoras, atentas al crecimiento de
las personas y de su sentido comunitario, abiertas a los problemas
del mundo y de los hombres y comprometidas, finalmente, en el
quehacer de un mundo mejor para la implantación del reino.
Será para ello necesario fijar los objetivos del programa pastoral
y de la educación en la fe a este fin, y en función de ellos dedicar
lo mejor de nuestro tiempo y preparación a las acciones que lleven
al nacimiento y desarrollo de pequeños grupos de niños, jóvenes,
matrimonios, padres y mayores... en los que en diálogo y
colaboración se iluminen las realidades de la vida de cada uno,
desde la fe para un compromiso cristiano y eclesial mayor.
c) Los grupos, asociaciones y movimientos de seglares que
ya existen han de prestar un apoyo importante a este programa
conjunto, asumiendo y llevando a todos sus asociados una
conciencia más clara del sentido eclesial, diocesano y parroquial
de sus movimientos y grupos y las exigencias que conlleva de
fidelidad a la función que les asigna la Iglesia, el ser reconocidos
como movimientos eclesiales. Deberán transmitir a todos la
invitación a colaborar y coordinarse con los demás grupos, con las
parroquias y con los organismos diocesanos en los objetivos
pastorales conjuntos.
Exigirá esto a todos una revisión sincera de su identidad
específica como movimientos apostólicos siguiendo los criterios
básicos señalados en las orientaciones pastorales sobre
apostolado seglar de nuestros obispos, y que se pueden resumir
en los siguientes puntos:
-Su carácter misionero y evangelizador.
-Su concepción sobre el papel del seglar en la Iglesia y en el
mundo.
-El grado de representatividad del medio social o del ambiente
al que han de orientar su apostolado.
-La profundidad de su conciencia eclesial, de sus actos
religiosos, de su formación doctrinal actualizada, de su comunión
eclesial y de su grado de vinculación o autonomía respecto del
ministerio pastoral.
4. Líneas de acción y medios concretos
Supuesta esta actitud de conversión y revisión en todos
nosotros, seglares, religiosos y sacerdotes, las orientaciones de
los obispos nos ofrecen algunas pistas más concretas para el
desarrollo del laicado que recojo y comento brevemente en este
último apartado.
a) «En el momento presente, nos dicen, estimamos
especialmente necesario un esfuerzo por parte de todos,
encaminado a la integración de los seglares en equipos de
reflexión y acción».
Estos equipos de niños, jóvenes, mayores, matrimonios,
trabajadores, estudiantes... son el espacio privilegiado para que
los laicos adquieran la conciencia de su misión, se capaciten para
una participación en la vida de la Iglesia y realicen su tarea
específica en el mundo como miembros de la Iglesia. Son la
mejor escuela de los futuros militantes cristianos.
La celebración de la eucaristía y los sacramentos, la
predicación..., deben ir creando en los fieles la conciencia de la
necesidad de una preparación por medio de cursillos, semanas,
catequesis presacramentales, para una participación y recepción
responsable y coherente de la eucaristía y los sacramentos de la
comunidad. Pero no deben limitar su objetivo sólo a la celebración,
sino que han de tener como meta lograr que muchos o algunos de
los que participan motivados por la recepción del sacramento
sientan la necesidad y se despierte su vocación a seguir
reflexionando su fe, comprometiéndose a formar grupo o
integrarse en los que existen en orden a vivir su fe con mayor
exigencia.
Desde estos grupos, en una tarea callada y constante, es mas
fácil promover cuadros de laicos cristianos comprometidos en la
renovación de las comunidades parroquiales con su participación
en la liturgia y las demás actividades y con su compromiso de
presencia y acción cristiana en el mundo, en sus propios
ambientes, en las asociaciones de padres, de vecinos, en la
universidad y en la escuela, en el trabajo y en los sindicatos, etc.,
motivados siempre por los valores evangélicos de justicia,
solidaridad, fraternidad y amor.
Otras convocatorias, jornadas y cursillos para iluminar
problemas ocasionales que nos trae la vida, como la educación, el
aborto, etc., deben tener también esta intención implícita de abrir
el apetito a otros espacios de reflexión y diálogo.
b) Para que esto sea factible señalan también los obispos la
necesidad de una mayor dedicación y preparación de sacerdotes
y religiosos el apostolado seglar. Habrá que partir de la actitud de
conversión en las prioridades pastorales a las que se ha hecho
alusión. La experiencia de situarnos en grupos de reflexión-acción
será el mejor medio para capacitarnos a este diálogo pastoral con
los laicos junto con la comunicación y revisión con otros
sacerdotes dedicados a la misma tarea.
Se ha dicho que la preparación y educación de militantes es una
obra de artesanía que exige tiempo y dedicación. El efecto
multiplicador de esta acción compensará el esfuerzo y la paciencia
evangélica gastadas.
Teniendo en cuenta lo que se ha repetido de la tarea propia y
específica del seglar, hay que insistir en el respeto que esta
dedicación exige a los propios seglares y sus organizaciones y a
sus propias iniciativas para que la ayuda y acompañamiento que
necesitan de sacerdotes y religiosos se oriente a desarrollar su
carisma propio y no hacer de ellos simples mandatarios o
monaguillos.
Este mismo respeto nos llevará a procurar que ellos desarrollen
su seglaridad, a conocer su movimiento, si se trata de laicos
organizados, a identificarnos con sus objetivos, practicar su
metodología, ser con ellos militantes cualificados, hermanos
mayores que les aportan, en diálogo fraterno, una experiencia de
fe más intensa, la iluminación de la Palabra, el testimonio de la
entrega y ser vínculos de unidad entre ellos y la comunidad
eclesial.
Alientan, además, los obispos a la renovación, el incremento y
desarrollo de los movimientos de la Acción Católica por considerar
que las características especiales de estos movimientos,
sancionadas por la autoridad del Vaticano II (su fin evangelizador
en los ambientes, la especial vinculación con el ministerio pastoral
y jerárquico, la organización y dirección seglar y el estar
estructurados en los mismos niveles de la Iglesia), les hacen
especialmente necesarios para dinamizar la participación de los
seglares y el desarrollo de su peculiar apostolado.
Con su característica, los movimientos especializados de la
Acción Católica han conseguido una dinámica de trabajo en la
actitud y método de la revisión de vida, que ayuda de forma
eficacísima a los militantes a desarrollar su formación humana y
eclesial en unidad de conciencia, su compromiso con el mundo y
los propios ambientes y su espiritualidad seglar.
d) A raíz de las orientaciones de los obispos y en fidelidad a sus
normas, se crean o reestructuran las delegaciones de apostolado
seglar en las diócesis como un servicio a la orientación, animación
y coordinación de ese apostolado en la Iglesia española. Por eso
debemos colaborar todos en la tarea en que están empeñadas
estas delegaciones.
Conclusión
Las metas que nos señala el Concilio Vaticano II y las
orientaciones posteriores son amplias y hoy, para nosotros, un
poco distantes, pero no tanto para que caigamos en el desánimo.
He intentado evitar unas metas utópicas. De todos modos, «es
mejor apuntar a las estrellas, que, si no se alcanzan, al menos
iluminan».
He querido presentar esa luz que nos ilumine hacia la utopía,
pues si nos ponemos en marcha, es un claro indicio de que se
inician las realidades.
GONZALEZ
RUANO
SOIS IGLESIA
Reflexiones sobre la Iglesia como pueblo de Dios
y sacramento de salvación
Edic. CRISTIANDAD. Madrid-1983.Págs. 101-132