RESURRECCIÓN - TEXTOS

 

1. J/RS:
La tumba no es el punto central del mensaje de la resurrección; este 
punto central es el Señor en su nueva vida. Pero la tumba no ha de 
suprimirse, sin más, de este mensaje. Si en este texto, extremadamente 
denso, se menciona la sepultura de forma tan concisa y lapidaria es 
porque se quiere dar a entender con toda claridad que no fue éste el 
último acto de la vida terrena de Jesús. La siguiente formulación, la 
proclamación de la resurrección «al tercer día según las Escrituras», es 
ya una tácita alusión al /sal/015/10 (1Co/15/03-11). Este texto es uno 
de los elementos fundamentales de la prueba veterotestamentaria que 
el cristianismo primitivo elaboró para demostrar el carácter mesiánico 
de Jesús. Ateniéndonos al testimonio de las predicaciones que nos han 
sido transmitidas por los Hechos de los Apóstoles, este salmo 
representa el principal punto de referencia de la fórmula «según las 
Escrituras».
Según el texto de los LXX, que fue el Antiguo Testamento de la 
Iglesia naciente, este versículo reza así: «No abandonarás mi vida en el 
sepulcro, no dejarás que tu Santo vea la corrupción». De acuerdo con 
la interpretación judía, la corrupción comenzaba después del tercer día; 
la palabra de la Escritura se cumple en Jesús porque él resucita al 
tercer día, antes de que se inicie la corrupción. El texto se vincula aquí 
también al versículo que habla de la muerte: todo esto tiene lugar en el 
contexto de las Escrituras; la muerte de Jesús conduce a la tumba, 
pero no a la corrupción. El es la muerte de la muerte, muerte que se 
halla escondida en la palabra de Dios y, por tanto, en la relación con la 
vida, que despoja a la muerte del poder que tiene de destruir el cuerpo 
y deshacer al hombre en la tierra.
Semejante superación del poder de la muerte, justamente allí donde 
ésta despliega su irrevocabilidad, pertenece al centro mismo del 
testimonio bíblico, prescindiendo del hecho de que hubiera sido 
absolutamente imposible anunciar la resurrección de Jesús en el caso 
de que cualquiera hubiera podido saber y comprobar que su cuerpo 
yacía en el sepulcro. Tal cosa sería imposible en la sociedad de 
nuestro tiempo, que maneja teóricamente conceptos de resurrección 
en los cuales el cuerpo resulta indiferente; con mucha más razón era 
impensable en el mundo judío, en el que el hombre se identificaba con 
su propio cuerpo y no con algo que con éste se vinculaba de algún 
modo. Profesar la resurrección del cuerpo no significa aceptar un 
milagro absurdo, sino afirmar el poder de Dios, el cual respeta la 
creación sin atarse a la ley de su muerte. La muerte es, sin duda, la 
forma típica de este mundo nuestro. Pero la superación de la muerte, 
su eliminación real, y no solamente conceptual, es hoy, como lo era 
entonces, el anhelo y el objetivo que impulsa la búsqueda del hombre. 
La resurrección de Jesús afirma que esta superación es efectivamente 
posible, que la muerte no pertenece por principio e irrevocablemente a 
la estructura del ser creado, de la materia. También afirma, 
ciertamente, que la superación de los confines de la muerte no es 
posible, en definitiva, a través de métodos clínicos sofisticados, a 
través de la técnica. Acontece únicamente en virtud de la potencia 
creadora de la palabra y del amor. Sólo estas potencias son lo 
bastante fuertes como para modificar la estructura de la materia con tal 
radicalidad que se haga posible superar las barreras de la muerte. Por 
esta razón, la inaudita promesa de este acontecimiento entraña un 
llamamiento extraordinario, una vocación, toda una interpretación de la 
existencia del hombre y del mundo. Pero especialmente se pone aquí 
de manifiesto que la fe en la resurrección de Jesús es una profesión de 
la existencia real de Dios y una profesión. también, de su creación, del 
"Sí" con el que Dios se sitúa frente a la creación, frente a la materia. La 
palabra de Dios penetra verdaderamente hasta el fondo último del 
cuerpo. Su poder no se circunscribe a los límites de la materia. Lo 
abraza todo. Y, por tanto, también la responsabilidad ante esta palabra 
penetra ciertamente en la materia, en el cuerpo, y allí se afirma. En la 
fe en la resurrección se trata, en definitiva, de esto: del poder real de 
Dios y de la significación de la responsabilidad humana. El poder de 
Dios es esperanza y alegría. Este es el contenido liberador de la 
revelación pascual. En la Pascua, Dios se revela a sí mismo, revela su 
fuerza -superior a las fuerzas de la muerte-, la fuerza del amor 
trinitario.
He ahí por qué la revelación pascual nos da derecho a cantar 
«Alleluia» en un mundo sobre el que se cierne la sombra de la muerte.

JOSEPH RATZINGER
EL CAMINO PASCUAL
BAC POPULAR 
MADRID-1990
.Págs. 136 ss.)

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2. RS/FUERZA:
I. Para conocerlo a él y la fuerza de su resurrección 
No sólo hemos contemplado los padecimientos de Cristo, sino que 
hemos «participado» en ellos. Comulgamos en su pasión y en su 
muerte, prolongándolas y complementándolas. Ahora queremos no 
sólo admirar, sino participar del «poder de su resurrección» penetrar 
en el misterio de su Pascua, «para llegar un día a la resurrección».
"Conocer". Se trata, como ya hemos dicho, de un conocimiento de 
experiencia, no de teoría. Un conocimiento de participación.
«La fuerza de la resurrección». Una fuerza capaz de remover la losa 
del sepulcro, las losas de todos los sepulcros. Una fuerza capaz de 
poner en movimiento ascendente a la materia hasta conseguir la 
conjunción escalofriante de la vida. Una fuerza que es como un soplo 
que todo lo dinamiza. Una fuerza que nos ofrece el milagro de cada 
aurora y cada primavera. Una fuerza que da fecundidad al grano que 
se pudre en tierra. Una fuerza que crea al hombre y lo recrea en cada 
instante.
La fuerza de la resurrección: capaz de poner en pie de vida a todos 
los huesos secos. Es la fuerza que supera todo decaimiento y toda 
depresión, toda tristeza y toda esperanza, todo cansancio y todo 
miedo. Es la fuerza que enciende el corazón.
Dios sopló sobre el cuerpo de Cristo que descansaba en la tumba 
después de tanto sufrimiento, y el cuerpo se levantó de la tierra, espiga 
victoriosa, como primicia de todas las Pascuas.
Necesitamos el poder de la resurrección, pero no sólo para después 
de muertos, sino para ahora que vivimos muertos. Necesitamos vivir 
resucitados. Necesitamos ser testigos de la resurrección. Necesitamos 
participar de la vida de Cristo resucitado. O mejor, necesitamos que 
Cristo resucitado viva en nosotros.
Es el Reino de Dios, «que no está aquí o allí» sino que está dentro 
de vosotros». (Lc. 17,21) Una semilla aún, pero ya está dentro de 
nosotros. Es el principio de la vida eterna. La vida eterna es «conocer» 
el poder de resurrección, es poseer la fuente de la alegría inagotable, 
es gozar de una esperanza indestructible, es vivir el amor que no tiene 
fin. La vida eterna es estar bautizados y embriagados en el Espíritu y 
sentirse esponjados en Dios.
La vida eterna ya está aquí en nosotros gracias a Jesucristo. 
Abrámonos a la fuerza de la resurrección. El poder de Dios que 
resucitó a Jesús llega hasta mí y se puede resucitar. El poder de Dios 
puede sacar de una roca agua salvadora. Yo soy la roca, que tengo un 
corazón de piedra. El poder de Dios puede convertir un gusanito en 
trillo dentado. Yo soy el más débil de los gusanos que lo espera todo 
del poder de Dios. El poder de Dios puede hacer que un pobre ciego 
se convierta en luz. Yo soy el ciego que quiere ver. El poder de Dios 
puede hacer que un muerto resucite. Yo estoy muerto, pero espero 
resucitar. «Si el Espíritu que resucitó a Jesús de la muerte habita en 
nosotros, El mismo que resucitó al Mesías dará vida también a vuestro 
ser mortal, por medio de ese Espíritu suyo que habita en vosotros» 
(Rm. 8,11).

CARITAS
UN CAMINO MEJOR
CUARESMA 1987.Pág. 141 s.

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3. J/RS/SENTIDO:
En la resurrección de Jesús se ha hecho ya realidad lo que significa 
el futuro último y acabado de Dios; por eso en la misma resurrección es 
posible conocerlo, mas aún, percibirlo. La resurrección significa algo 
más que la mera infracción del límite de la muerte. La resurrección es 
la respuesta última de Dios a una vida que -vista tan solo desde fuera- 
se perdía en la falta de sentido. Jesús anuncia el "Reino" como el 
mensaje último y definitivo de Dios. Pero Israel lo rechaza; sus 
discípulos le abandonan; él mismo se ve condenado a morir en la cruz; 
su mensaje del Dios de la vida y del amor parece ser impugnado. 
¿Carece todo, pues, de sentido?; ¿es todo vano y destinado a 
desaparecer? 
La oscura experiencia de la ausencia de Dios en la cruz y su 
impotente grito de muerte parecen ser los síntomas extremos del 
fracaso con que culmina la vida de Jesús. Únicamente reflexionando 
sobre esto es como queda claramente de relieve lo que significa la 
resurrección: la resurrección significa que Dios no abandona a Jesús al 
absurdo y a la futilidad del destino humano, sino que el Dios de Jesús 
hace posible que todo, aun cuando parezca que ha llegado a su fin, 
tenga ante sí un futuro de salvación y de realización. Jesús, a quien la 
muerte trata de sumergir en la nada, es acogido en la gloria del Padre, 
donde crucificado, es decir, a pesar de su fatal destino humano, tiene 
eternamente su futuro en Dios. Su vida, aparentemente bajo el signo 
de la inutilidad, es sancionada por Dios como "el camino" que conduce 
a la meta; el reducido círculo de sus discípulos es nuevamente 
congregado por obra y gracia del espíritu de la resurrección y 
destinado a constituir la célula originaria de la Iglesia, que ha recibido 
la promesa irrevocable de la vida. En suma, Aquel que despoja a la 
muerte de su nombre, recibe un nuevo nombre: Jesús es el Señor que 
en adelante, y por toda la eternidad, determina el futuro del mundo 
como un futuro de salvación, de vida definitiva y de plenitud absoluta.
En la resurrección de Jesús Dios se revela, pues, de un modo 
sumamente claro, como Dios del futuro: su futuro no excluye nada y se 
impone a todos los poderes de las tinieblas y del absurdo. Y esto no se 
refiere únicamente a Jesús, sino a todos nosotros, como ya hemos 
visto. En su resurrección habita ya la promesa de nuestro futuro. Lo 
que ha sucedido a Jesús lo tenemos ante nosotros como objeto cierto 
de la esperanza; más aún, está actuando ya anticipadamente en 
nosotros como fuerza del espíritu, es decir, en el gozo, en el amor, en 
la esperanza, en la voluntad y en la capacidad de seguir a Cristo, en la 
perseverancia y en el compromiso activo.
EP/FUTURO: La esperanza de los cristianos se funda, pues, en la 
resurrección de Jesús. En este acontecimiento se ha anticipado ya 
nuestro futuro. La meta de nuestra esperanza, por consiguiente, es en 
último término la comunión con el Señor resucitado. Esto precisamente 
es lo que significa la imagen del retorno de Cristo, de la venida del 
Señor en su gloria.
Aquí se expresa la esperanza de que la venida de Cristo a nosotros y 
nuestra vuelta a él, es decir, nuestra comunión con Jesús en la casa 
del Padre, es lo que constituye el futuro último. Por lo tanto, si Jesús no 
hubiese resucitado, ciertamente habría una esperanza humana, pero 
ésta seguiría siendo profundamente incierta y, en definitiva, no sería 
posible pronunciarse más por ella que por la desesperación.
La resurrección de Cristo es, por consiguiente, fundamento, núcleo y 
eje de toda esperanza cristiana. Es esto lo que expresa San Pablo 
cuando dice: «Si Cristo no ha resucitado, vana es vuestra fe... y si 
solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, 
¡somos los mas desgraciados de todos los hombres! ...comamos y 
bebamos, que mañana moriremos» (/1Co/15/17-19/32). Es verdad que, 
al poner tal esperanza en Dios y ser éste esencialmente el 
Inconcebible, el Oculto y el Velado, el cristiano sabe muy poco del 
futuro. Mucho menos que los que piensan poder tomar en sus propias 
manos, programar y llevar a feliz término el futuro de la humanidad. Un 
rasgo esencial de la doctrina cristiana sobre la "realidad ultima" es la 
"pobreza de su saber" (J. B. Metz). El creyente no está mejor 
"informado" sobre los acontecimientos, los lugares y las situaciones del 
futuro, como equivocadamente solía presuponer la escatología 
tradicional, sino que es propio de la fe cristiana la esperanza de que el 
Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos habrá de llevar todo a 
buen fin.

GISBERT-GRESHAKE
MAS FUERTE QUE LA MUERTE
LECTURA ESPERANZADA DE LOS "NOVISIMOS"
Sal Terrae Col. ALCANCE 21
Santander-1981. .Págs. 33-36

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4.
"¡Este hecho de una pura ausencia ha transformado la historia!". 
Dice Raimón ·Panikkar-R en su Ecosofía, cuando habla de la 
resurrección y del sepulcro vacío.
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5. RS/LIBERACIÓN-TOTAL 
La resurrección no es un fenómeno de fisiología celular y de biología 
humana: Cristo no fue vuelto a la vida que tenía antes. La resurrección 
significa la entronización total de la realidad humana (espiritu-corporal) 
en la atmósfera divina y por consiguiente implica la hominización y 
liberación completas. Por ella la historia ha alcanzado su término en la 
figura de Jesús. Por eso se la puede presentar como la liberación 
completa del hombre. La muerte ha sido vencida y se inaugura un tipo 
de vida humana que ya no está regido por los mecanismos de 
desgaste y de muerte, sino que está vivificada por la misma vida 
divina.
En este sentido la resurrección posee el significado de una protesta 
contra la «justicia» y el «derecho» con los que fue condenado Jesús. 
Es una protesta contra el sentido meramente inmanente de este mundo 
con su orden y sus leyes que acabaron rechazando a aquel que Dios 
confirmó por la resurrección. De este modo la resurrección se convierte 
en la matriz de la esperanza liberadora que transciende este mundo 
dominado por el fantasma de la muerte.
OPRESION/LIBERACIÓN LBC/OPRESION MU/LIBERACIÓN-RS: 
Con acierto dice James Cone, reconocido teólogo de la teología negra 
de la liberación: «La resurrección de Cristo es la manifestación de que 
la opresión no derrota a Dios sino que Dios la transforma en posibilidad 
de libertad. Para los hombres que viven en una sociedad opresora esto 
significa que no deben proceder como si la muerte fuese la última 
realidad. Dios, en Cristo, nos ha liberado de la muerte y ahora 
podemos vivir sin preocuparnos por el ostracismo social, la inseguridad 
económica y la muerte política. En Cristo Dios inmortal gustó la muerte, 
y al hacerlo, destruyó la muerte» («Teología negra», 148). El que 
resucitó fue el crucificado; el que libera es el Siervo sufriente y el 
Oprimido. Vivir la liberación de la muerte significa no permitir ya que 
ella sea la última palabra de la vida y determine todos nuestros actos y 
actitudes por el miedo al morir. La resurrección ha demostrado que vivir 
por la verdad y por la justicia no es algo sin sentido, que al oprimido y 
liquidado le esta reservada la Vida que se manifestó en Jesucristo. 
Partiendo de esto puede acumular valentía y vivir la libertad de los hijos 
de Dios sin estar subyugado por las fuerzas inhibidoras de la muerte.
Partiendo de la resurrección, los evangelistas fueron capaces de 
releer la muerte del profeta mártir Jesús de Nazaret Y.a no era una 
muerte como las demás por heroicas que puedan haber sido. Era la 
muerte del Hijo de Dios y del enviado del Padre. El conflicto no se 
entablaba únicamente entre la libertad de Jesús y la observancia 
legalista de la ley: era el conflicto entre el reino del hombre decrépito y 
el Reino de Dios. La cruz no es só1o el suplicio más vergonzoso de la 
época: es el símbolo de lo que el hombre es capaz de hacer con su 
piedad (fueron los piadosos los que condenaron a Jesús), con su celo 
fanático por Dios, con su dogmática cerrada y su revelación reducida a 
la fijación de un texto. Por eso aquella piedad le pareció a Cristo, que 
siempre vivió a partir de Dios, algo repugnante y absurdo (cfr. Hbr 5,7). 
Asumiéndola a pesar de ello, la transformó en señal de liberación 
onerosa de aquello precisamente que había provocado la cruz: de la 
cerrazón autosuficiente, de la pequeñez y del espíritu de revancha. La 
resurrección no es sólo el acontecimiento glorificador y justificador de 
Jesucristo y de la verdad de sus actitudes, sino la manifestación de lo 
que es el Reino de Dios en su plenitud como epifanía del futuro 
prometido por Dios. Es la patentización de lo que el hombre puede 
esperar porque le ha sido prometido por Dios). 

LEONARDO BOFF
PASION DE CRISTO-PASION DEL MUNDO
SAL TERRAE. Col. ALCANCE 18
SANTANDER 1980.Págs. 148-150

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6.
1.-Cristo glorioso, vencedor de la muerte
-Realidad de la Resurrección J/RS/QUÉ-COMO
Es notable que la Iglesia no haya celebrado nunca la Cruz de Cristo 
sin celebrar al mismo tiempo su Resurrección. Este hecho tiene una 
importancia primordial. Porque la tradición vivida por la Iglesia siempre 
estuvo orientada hacia la meta definitiva de la Cruz: la vida, y la vida 
orientada a la reconstrucción del mundo y la Parusía. No hay momento 
ni lugar en la historia de la Iglesia -pese a ciertas interpretaciones 
fáciles que pudieran pretender lo contrario-, en que se celebre 
solamente la muerte de Cristo. En todas partes, ésta va íntimamente 
unida a la Resurrección. No podría ser de otro modo, ya que la 
Escritura afirma como un solo acto esta muerte y esta resurrección.
(...) Es interesante comprobar la gran discreción de los evangelistas 
en lo relativo a la Resurrección. Nos sentiríamos tentados a pensar que 
acaso debieran haber insistido más en ello. ¿No era la Resurrección 
una apologética extraordinaria que consagraba la actividad y la 
divinidad de su Maestro? Precisamente, y al revés de cierta visión 
teológicamente estrecha de la Resurrección, los evangelistas no 
consideraron a ésta como materia de apologética, sino como un signo 
de la victoria de la vida sobre la muerte, victoria extendida desde 
entonces a todos los que creen. En efecto, si examinamos los pasajes 
en que los evangelistas escriben sobre la Resurrección, nos 
encontramos con que son muy numerosos: Mateo habla de ella en 
cuatro sitios (12, 39-41; 17, 22-23; 26, 32; 28, 2); Marcos, en tres (8, 
31; 9, 31; 16, 1-20); Lucas, seis veces (9, 22; 11, 30; 18, 33; 24, 1-52; 
24, 5, 24, 15, cuatro veces, en realidad). Juan escribe de ella más, y 
más "teológicamente"; en siete sitios (2, 19; 7, 33-34; 7, 39; 12, 16; 13, 
31-32; 14, 18-19; 20, 1-10).
Si queremos sintetizar lo que estos pasajes nos dicen, podríamos 
clasificarlos alrededor de tres puntos: la afirmación de la Resurrección 
al tercer día, el sepulcro vacío, la glorificación y la acción del Espíritu. 
Ninguno de los evangelistas se interesa por el "cómo" de la 
Resurrección; consignan el hecho: el sepulcro vacío. Pero a partir de 
ahí, especialmente san Juan, se dedican a recalcar la realidad del 
cuerpo humano de Jesús después de su Resurrección, aunque algo 
haya quedado modificado en él profundamente. Por esta razón son tan 
importantes los relatos de las apariciones de Jesús después de su 
Resurrección. Cristo se comporta de muy distinta manera que antes de 
su muerte: súbitamente aparece y desaparece; no está ya sujeto ni al 
espacio ni a la resistencia de los materiales: entra estando cerradas 
todas las puertas. Y sin embargo, es él con toda certeza, y posee un 
cuerpo que come como los demás. No aportan teología alguna de lo 
que es un cuerpo glorioso, pero los evangelistas, sobre todo san Juan, 
nos comunican su experiencia de aquel cuerpo glorioso. Así pues, la fe 
de los Apóstoles va construyéndose paulatinamente partiendo de unos 
hechos; lejos de darnos una teología de la Resurrección, nos hacen 
partícipes de su experiencia. Cristo resucitado aparece en el mundo, 
históricamente, después de su muerte y, sin embargo, no está ya 
visiblemente sujeto a los condicionamientos del espacio y del tiempo; a 
pesar de eso, sigue siendo él mismo, sin ser ya el mismo; esto es lo 
que los relatos de las apariciones quieren recalcar, sin intentar la más 
mínima explicación.

-La gloria de la Resurrección
Las dificultades con que tropezamos para entrar en estos puntos de 
vista se deben, en su totalidad, a nuestra mentalidad actual. En efecto, 
para nosotros, el hecho de la Resurrección provoca el interés de 
nuestra curiosidad "médica", podría decirse. Ahora bien, los Apóstoles 
nunca se colocan en este punto de vista. No tienen ninguna necesidad 
de saber cómo sucedió aquello: depositaron en el sepulcro el cuerpo 
de Jesús, después aquel sepulcro se encontró vacío y, más tarde, 
todos pudieron ver a Jesús. Eso es todo. A nosotros, por el contrario, 
nos resulta difícil no pensar cómo sucedió todo aquello. Un cadáver 
vuelto a la vida; pero, ¿cómo se produce esto? En la perspectiva de los 
escritos apostólicos no existe ninguno de estos elementos. Se trata del 
Cristo crucificado, y ahora en la gloria, del Cristo que envía el Espíritu 
que a él le resucitó, y que nos comunica a nosotros su vida gloriosa. 
Esto es lo único que les interesa a los evangelistas. Nos dejan, pues, 
ante una visión negativa: el sepulcro vacío; y ante una visión positiva: 
las apariciones junto con la experiencia del cuerpo real, pero glorioso, 
de Cristo.

-Resurrección, ¿reanimación de un cuerpo muerto?
CUERPO/LIBERACIÓN: Porque la objeción existe ya en tiempo de 
san Pablo. La filosofía griega, al considerar al cuerpo como un lastre 
que entorpece al alma, esperaba la absoluta liberación de un cuerpo 
que es materia; ¿qué sentido tiene, en esta mentalidad, resucitar los 
cuerpos? Sin poner en duda el poder de Dios todopoderoso para 
reanimar un cadáver, sin embargo no se ve por qué lo hace, por qué 
devolver la vida a lo que es inferior y no otra cosa que una humillación 
para el hombre. Pablo puntualiza lo que ya había enseñado en su 
primera carta a los Tesalonicenses; aquí se hace más concreto: "...se 
siembra lo corruptible, resucita incorruptible, se siembra lo miserable, 
resucita glorioso; se siembra lo débil, resucita fuerte; se siembra un 
cuerpo animal, resucita cuerpo espiritual" (/1Co/15/42-44).
San Pablo intenta dar una especie de definición de lo que es un 
cuerpo glorioso. El cuerpo de Cristo resucitado posee esas cualidades 
en grado sumo. Ni la carne ni la sangre pueden poseer el Reino de 
Dios. Cristo, Señor glorioso, una vez resucitado posee un cuerpo 
celestial, incorruptible. Sigue siendo siempre el mismo Cristo: el que los 
Apóstoles vieron y tocaron con sus manos antes de que muriera, y el 
que vieron y Tomás tocó después de la resurrección; pero es un 
cuerpo glorioso que no está ya sujeto al espacio, al tiempo ni a la 
materialidad de las cosas de este mundo.

-Resucitados en Cristo: CR/RESUCITADO SO BAU/RESUCITADO:
La resurrección de Cristo tiene dos consecuencias, o más bien sólo 
una que puede ser considerada atendiendo a dos grados: garantiza 
nuestra resurrección; pero es que, además, en cierto modo hemos 
resucitado ya. Así podría resumirse el pensamiento de san Pablo, ya 
que para él no se trata de la resurrección sólo en la Parusía, sino que 
una especie de resurrección presente es ya el comienzo de la Parusía. 
Si tenemos que creer en aquella resurrección final de cada uno de 
nosotros, por la misma virtud de la resurrección de Cristo, debemos 
creer desde ahora que esa resurrección ha comenzado ya para cada 
uno de nosotros.
La resurrección está unida con la escatología. Así, numerosos textos 
relacionan nuestra resurrección al final de los tiempos con la 
resurrección de Cristo: "Si por un hombre vino la muerte, por un 
hombre ha venido la resurrección. Si por Adán murieron todos, por 
Cristo todos volverán a la vida" (/1Co/15/21-25), y esa resurrección 
hará que seamos imagen de Cristo resucitado (1 Co 15, 49). Más 
arriba, en la misma carta, repetía san Pablo: "Dios, con su poder, 
resucitó al Señor y nos resucitará también a nosotros" (1 Co 6, 14). 
Mas no hay en esto un hecho extrínseco a nosotros mismos: "seremos 
salvados por su vida. Más aún, ponemos nuestro orgullo en Dios por 
nuestro Señor Jesucristo" (Rm 5, 10-11); somos verdaderamente 
asemejados a su resurrección (Rm 6, 8) y glorificados con él (Rm 8, 
17). Esta obra de resurrección es la del Espíritu: "Si el Espíritu del que 
resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que 
resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros 
cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros" (Roma 
8, 11).
Por otra parte, hemos resucitado ya en cierto modo, y nuestros 
cuerpos están ya revestidos de gloria: son templos del Espíritu Santo 
(1 Co 5, 1-19); poseemos ya las riquezas celestiales (1 Co 4, 8). Así 
pues, Cristo resucitado es el manantial de donde mana toda vida (Rm 
1, 4; 1 Co 15, 45).

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 4
SEMANA SANTA Y TIEMPO PASCUAL
SAL TERRAE SANTANDER 1981.Pág. 27-33

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7. RS/JUSTICIA-D:
El Dios liberador: parcialidad y justicia para con las víctimas 
Comencemos por algo bien sabido: según el Nuevo Testamento, la 
resurrección de Jesús, por ser la acción escatológica de Dios, es el 
momento privilegiado de la revelación de Dios. 
«La resurrección y elevación de Jesús, en efecto, contrae y 
concentra la acción escatológica de Dios en una sola persona: Jesús 
crucificado y resucitado. El misterio inefable de Dios, que todo lo 
abarca sin ser abarcado, se nos manifiesta de un modo visible y 
perceptible únicamente en la figura de un hombre: el hombre Jesús»1. 

a) La resurrección de Jesús como justicia a las víctimas. Es muy 
importante que esta afirmación, verdadera y decisiva, sea mantenida 
en su totalidad para que realmente la pascua sea el acontecimiento 
revelador de Dios por antonomasia. Es decir, hay que mantener como 
algo central que el resucitado no es otro que el crucificado, de modo 
que lo que revela a Dios de manera específica es la totalidad del 
acontecimiento pascual; es decir, no cualquier resurrección, sino la de 
un crucificado. 
Si esto es así, según el Nuevo Testamento, la resurrección de Jesús, 
la acci_n fundante de la revelación de Dios, es formalmente una acción 
liberadora: hace justicia a una víctima. Es cierto que pronto se 
universalizó lo ocurrido a Jesús, de modo que «cruz» y «resurrección» 
empezaron a funcionar como símbolos universales del destino de todo 
ser humano: la cruz como expresión de la esclavitud a la muerte, y la 
resurrección como respuesta al anhelo de inmortalidad; y así el poder 
resucitante de Dios se presentó como garantía de esa esperanza más 
allá de la muerte. Y todo ello es legítimo. Pero esta universalización es 
también peligrosa, porque puede ponernos en una pista inadecuada, 
por reduccionista, sobre lo que la Pascua revela del misterio de Dios, y 
por eso hay que insistir y volver a lo concreto de la acción de Dios. 
Pues bien, en los discursos de los Hechos de los Ap6stoles, el 
resucitado Jesús es identificado como «el santo», «el justo», «el autor 
de la vida» (Hch 3,14s); y Pedro hace un resumen de su vida como la 
de quien «pasó haciendo el bien y liberando a todos los poseídos por 
el diablo» (Hch 10,36). El resucitado es, pues, Jesús de Nazaret, el cual 
anunció la venida del reino de Dios a los pobres, denunció y 
desenmascaró a los poderosos, y por ello fue perseguido, condenado 
a muerte y ejecutado; y en todo ello mantuvo una radical fidelidad a la 
voluntad de Dios y una no menos radical confianza en el Padre 
Esta identificación del resucitado es decisiva para esclarecer qué es 
lo que la resurrección de Jesús revela específicamente de Dios. Dios 
ha resucitado a quien, por haber vivido de una determinada manera, 
había sido crucificado. En una palabra, Dios ha resucitado a un justo e 
inocente y, por ello, a una víctima. La resurrección de Jesús, pues, no 
es sólo símbolo de la omnipotencia absoluta de Dios -como si Dios 
hubiese decidido arbitrariamente, sin conexión con la vida y el destino 
de Jesús, mostrar su omnipotencia y revelarse así como Dios-, sino que 
es presentada como la defensa que hace Dios de la vida del justo y de 
las víctimas. 
Lo más específico de la resurrección de Jesús para conocer a Dios 
no es, pues, lo que Dios hace con un cadáver, sino lo que hace con 
una víctima. La resurrección de Jesús muestra en directo el triunfo de 
la justicia sobre la injusticia, no simplemente el triunfo de la 
omnipotencia de Dios sobre la muerte. La resurrección de Jesús se 
convierte directamente en buena noticia para las víctimas: por una vez, 
y en plenitud, la justicia ha triunfado sobre la injusticia, la víctima sobre 
el verdugo -como anhelaba Horkheimer-, y Dios se convierte -como en 
el Éxodo, en los profetas, en Jesús de Nazaret- en el Dios de las 
víctimas. 
b) Las víctimas, lugar hermenéutico por antonomasia. Si hoy se 
acepta la necesidad e importancia de analizar quién es el destinatario 
de una buena noticia, para establecer su contenido -en concreto, la 
importancia de los pobres para comprender la buena noticia del reino 
de Dios, de modo que «reino» y «pobres» se esclarecen mutuamente-, 
lo mismo hay que hacer al hablar de la resurrección de Jesús. 
El Dios resucitante y el Jesús resucitado se esclarecen mutuamente, 
y de ahí la importancia -obvia, si se quiere, pero decisiva- de identificar 
quién ha sido resucitado por Dios. Y éste no es otro que la víctima 
Jesús de Nazaret. Indudablemente, esa víctima es, además, el Hijo; 
pero la razón para la resurrección es que es víctima. 
Resumiendo, la acción parcial y justificante -«Dios es aquel que 
resucitó a Jesús de entre los muertos»: Rom 4,24- es lo que permitirá 
universalizar la formulación de la realidad de Dios: Dios es aquel que 
«da la vida a los muertos y llama a las cosas que no son para que 
sean» (Rom 4,17). Pero de esa universalización no debe desaparecer 
lo concreto y parcial, pues con ello se mutilaría el carácter revelador de 
la resurrección de Jesús. Y la consecuencia para la fe es que «fe en el 
misterio de Dios» significa «esperanza de las víctimas en la justicia de 
Dios») 

H. KESSLER, La resurrección de Jesús, Salamanca 1989, p. 256. 

JON SOBRINO
SAL TERRAE 1995/03

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8. RS/EU 
-Resurrección y Eucaristía
Conviene que dediquemos unos momentos a dar al menos las 
grandes líneas que nos permitan conocer la unión que existe entre la 
resurrección y la eucaristía.
En su vida terrena, Jesús fue el instrumento de nuestra salvación, al 
permitirnos tocar y ver en él al Padre. Esta es la misma afirmación de 
Cristo en su respuesta al ruego impaciente de Felipe, "Muéstranos al 
Padre": "Felipe, quien me ha visto a mí, ha visto al Padre". Por otra 
parte, el Padre fue quien envió a Jesús para que, por su mediación, 
volvamos a tomar contacto con él. Todo hombre, al encontrar al 
hombre Jesús, el encontrarle personalmente, encuentra el acceso al 
Padre. Este quiso que su Hijo fuera instrumento de salvación también 
para el mundo. Pues bien, henos aquí desconcertados por una 
situación que parece estar en absoluta contradicción con el plan mismo 
del Padre. Si el Padre envió a su Hijo en la carne fue para que, al ver 
su corporeidad real, estuviéramos en contacto con una persona, 
persona divina, sin duda, pero verdadero hombre. Y he aquí que el 
propio Cristo declara: "Os conviene que yo me vaya". Aquí ya no 
entendemos. En el intermedio entre la Pascua y la resurrección del 
Señor por un lado y la parusía, su segunda venida, por otro, ¿no 
tendríamos ya posibilidad de estar en contacto con el instrumento de 
nuestra salvación enviado por el Padre para salvarnos y restablecer la 
unión con él? Según esto, únicamente gozaríamos de un encuentro 
con Cristo a base de recuerdos, recordando lo que hizo, como se 
recuerdan los gestos de las personas que nos dieron la vida y nos 
ayudaron a vivir. (...) Cristo resucitado posee un cuerpo glorioso; y ese 
cuerpo glorioso que no está sujeto a los condicionamientos del tiempo 
ni del espacio, ¿no puede entrar en contacto con nosotros a través de 
los signos? 
Esto es lo que se realiza ciertamente a través de la Iglesia y de sus 
sacramentos, que pueden ser considerados, cada uno de ellos según 
su modo peculiar, como prolongación en la tierra, del cuerpo glorioso 
de Cristo. La condición de esta posibilidad de contacto con Cristo, la 
única posibilidad de su presencia, eran su resurrección y su marcha, 
para que por medio del Espíritu que vivifica, ya que la carne no sirve de 
nada, pudiéramos estar siempre y en todas partes en contacto con el 
cuerpo glorioso del Señor resucitado. Así pues, la presencia de Cristo 
entre nosotros no es una presencia; con la fe podemos palpar esta 
presencia al estar en contacto con la Iglesia, al celebrar los 
sacramentos entendidos de una manera amplia, pues también tocamos 
a Cristo presente al escuchar su Palabra, y al estar en contacto con la 
Iglesia tal como ésta se presenta ante nosotros.
EU/ENCARNACION Así pues, Cristo ha querido tener la 
posibilidad de encontrarse con nosotros; su humanidad glorificada se lo 
permite sin reserva. Pero para que nosotros pudiéramos llegar a él, 
concretamente, era preciso que la Encarnación se prolongara de 
alguna manera; la corporeidad celestial de Cristo debía tener una 
visibilidad en el plano terreno. Al asumir Cristo realidades terrenas, 
signos, nos garantiza la presencia de su corporeidad gloriosa. El 
sacramento nos da estar en contacto, a través de lo visible, con lo que 
es invisible pero que es cuerpo real glorioso de Cristo. El sacramento 
es, pues, prolongación en la tierra de la humanidad glorificada de 
Cristo, y cada uno de los sacramentos es su presencia actual. Sin 
embargo, donde esta presencia alcanza su forma más importante es en 
la eucaristía. En ella, en virtud de la transubstanciación, está Cristo 
realmente presente (también lo está realmente en los demás 
sacramentos) y de un modo particular que cambia la substancia del 
signo de su presencia.
EU/PRESENCIA-J: Cristo está presente en la eucaristía como 
sacrificador y como víctima. Tanto, que a través del signo eucarístico, 
está en contacto tan real con el mundo de hoy como lo estaba con el 
mundo de su tiempo. Volver a repetir la Cena hubiera sido imposible y 
habría quedado todo en un mero gesto exterior si Cristo, al resucitar, 
no hubiera tomado su cuerpo glorioso, en contacto con nosotros ahora 
a través del signo eucarístico. Por lo tanto, establecemos contacto con 
Cristo como con el Señor dominador de la muerte. Así pues, el mundo 
entero es "cambiado", "asumido" por Cristo glorioso, y está en contacto 
personal con él. Cuando Cristo se apareció después de su 
resurrección, se apareció con su cuerpo visible, con toda su persona. 
En el signo eucarístico tenemos la misma presencia, pero esta 
presencia se mantiene invisible, y tomamos contacto con Cristo bajo el 
signo y a través del signo. Así pues, estos signos son vivificantes 
precisamente en razón de la resurrección de Cristo, de su Ascensión y 
de la misión del Espíritu. Si estamos en posesión de lo que amamos, 
sin embargo no lo vemos, y esperamos a que cese el régimen de los 
signos para entrar en contacto directo con el Cristo glorioso.
La resurrección de Cristo es, pues, esencial para el significado 
profundo de la Iglesia como sacramento y como base de todos los 
sacramentos, especialmente de la eucaristía, ¿cómo podría hablarse 
de presencia real eucarística si Cristo no hubiera resucitado y su 
cuerpo real no hubiera sido glorificado? Así, la vida de todo cristiano 
está centrada en la resurrección y en el Cuerpo glorioso de su Señor. 
Al mismo tiempo, la eucaristía se celebra siempre con la mira puesta en 
el día en que desaparecerán los signos, cuando vuelva Cristo, y 
nosotros podremos verle directamente, como los Apóstoles pudieron 
verle aparecerse en medio de ellos. Celebrar la eucaristía es celebrar 
al mismo tiempo nuestra resurrección, y esperar activamente el día en 
que nuestro cuerpo será glorioso, como el del Señor, del que "fuimos 
revestidos" en nuestro bautismo. 

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO: CELEBRAR A JC 4
SEMANA SANTA Y TIEMPO PASCUAL
SAL TERRAE SANTANDER 1981. 34-36

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9.

Este punto necesita quizá una breve explicación. Jesús no revivió, 
sino que resucitó. Esto quiere decir que Jesús no volvió a esta vida, 
sino a la vida de Dios. Esto no es un invento moderno, sino que es de 
lo más estrictamente tradicional. Ésta ha sido siempre la fe de la Iglesia, 
que se ha formulado de diversas maneras. Siempre hemos expresado 
nuestra fe a este respecto diciendo que Jesús resucitó para nunca más 
morir. Si Jesús hubiera vuelto a esta nuestra forma de existencia, 
habría estado sometido de nuevo a la muerte. Jesús no volvió a esta 
vida, sino que resucitó para la vida de Dios.
La resurrección de Jesús no es lo mismo que la resurrección de 
Lázaro o la de la hija de Jairo. La hija de Jairo resucita y vuelve a morir, 
porque ha vuelto a esta vida.

TUMBA-VACIA: En consecuencia, si se mostrara el cuerpo de Jesús 
en la tumba, ello no argüiría nada en contra de la resurrección. Jesús 
resucitado no puede ser fotografiado. Si intentáramos sacar una foto al 
Señor resucitado, no saldría nada, porque Jesús no ha vuelto a esta 
vida. Está fuera del espacio, del tiempo, de las dimensiones.
Jesús resucitado no vive ya nuestra vida, sujeta a las coordenadas 
de espacio, tiempo, peso...
Y esto lo dan a entender los textos del Nuevo Testamento cuando 
nos presentan a Jesús penetrando en la estancia donde se encuentran 
los apóstoles «estando cerradas las puertas» (Jn 20, 19.26). El cuerpo 
de Jesús es, pues, en principio, innecesario para la resurrección. La 
exégesis historicocrítica entiende que, habida cuenta de que el cuerpo 
es innecesario para la resurrección, no tuvo, de hecho, ninguna parte 
en ella.

(...) La tumba vacía es innecesaria e insuficiente para la resurrección 
de Jesús. «Innecesaria» quiere decir que Jesús puede resucitar sin que 
el cuerpo tenga nada que ver en la resurrección. El cuerpo, en cuanto 
ese conjunto de átomos de hidrógeno, de carbono, de oxígeno, etc., es 
innecesario para la resurrección. En la vida de Dios no hay oxígeno ni 
carbono.
Lo físico del cuerpo no necesariamente tiene que ver en la 
resurrección de Jesús. Lo cual no quiere decir que no sea necesaria en 
la resurrección de Jesús, como también en la nuestra, la incorporación 
en la vida de Dios de nuestra dimensión corporal. Pero entonces, como 
dice Pablo, nuestro cuerpo será un cuerpo espiritual (1 Cor 15,44).

SABANA-SANTA: El hecho histórico de la tumba vacía no sólo es 
innecesario, sino que es además insuficiente, como los mismos 
evangelios dan a entender. Ante la tumba vacía se pueden dar otras 
interpretaciones. Y lo lógico es pensar en algunas de ellas antes de 
pensar en la resurrección.
La tumba vacía es tan innecesaria y tan insuficiente como la Sábana 
Santa. La Sábana Santa es innecesaria para demostrar la 
resurrección, y además es insuficiente. Cuando algunos tratan de 
demostrar la resurrección de Jesús a partir de la Sábana Santa, se 
equivocan, porque, si demuestran la resurrección, han demostrado otra 
cosa distinta de la resurrección. Porque la resurrección es la entrada 
de Jesús en la vida de Dios, y la entrada de Jesús en la vida de Dios no 
es demostrable. No se puede demostrar ni por fotografía ni por rayos 
de ningún tipo, porque, evidentemente, Dios no produce radiaciones. 
Por tanto, cuando se quiere demostrar la resurrección haciendo 
hincapié en la tumba vacía, o se quieren medir radiaciones en la 
Sábana Santa, se está haciendo un flaco servicio a la fe.

JOSE RAMON BUSTO SAIZ
CRISTOLOGIA PARA EMPEZAR
EDIT. SAL TERRAE COL. ALCANCE 43
SANTANDER 1991. Pág. 95-100

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10. J/RS/APARICIONES 
JESÚS RESUCITADO: Apariciones 
Con frecuencia se nos testimonia el no reconocimiento del Señor en 
un primer momento.
María Magdalena no reconoce a Jesús. Los discípulos de Emaús no 
reconocen al Señor. Con ello se nos da a entender que, al no haber 
vuelto Jesús a esta nuestra vida, no es perceptible como un objeto o 
como una persona que vemos objetualmente frente a nosotros, sino 
que Jesús ha entrado en la vida de Dios y se puede estar al lado de 
Jesús sin caer en la cuenta de que es él.
El Señor resucitado tiene que ser reconocido con los ojos de la fe. 
¿No nos hemos preguntado alguna vez por qué Jesús nunca se 
aparece a nadie que no sea creyente? Jesús se aparece al que puede 
creer. No se sabe qué es antes: si uno cree porque el Señor se le 
aparece o si el Señor resucitado se aparece al que ya ha recibido y 
aceptado el don de la fe. Son dos elementos que van 
interrelacionados. Se cree en el Señor resucitado, y el Señor 
resucitado se aparece al que cree.

La comunidad va cayendo en la cuenta de que existen momentos en 
los que se hace presente el Señor resucitado y en los que se le puede 
reconocer. Y eso lo expresa también en los relatos. Ejemplo típico es el 
relato de los discípulos de Emaús. El Señor se apareció al partir el pan. 
La cuestión es: ¿dónde está el Señor resucitado presente en la 
Iglesia? En el partir el pan. Ahí es donde se reconoce la presencia del 
Señor resucitado. En el evangelio de Juan, cuando María Magdalena 
no le reconoce y cree que es el hortelano, Jesús se da a conocer al 
decirle: «María»; fue al oír su palabra cuando ella le reconoció. 
¿Dónde está el Señor resucitado? Según esto último, está presente en 
su Palabra. A los discípulos de Emaús, Jesús se les aparece en el 
camino. ¿Dónde se encuentra uno al Señor resucitado? En el camino 
de la vida. El Señor resucitado les explica las Escrituras según va 
caminando con ellos. ¿Qué es lo que nos indica el evangelista ahí? 
Que en la fe en el Resucitado nos estamos encontrando con la 
verdadera interpretación de las Escrituras del Antiguo Testamento y 
cómo las Escrituras testifican el misterio de Jesús; que en Jesús se ha 
cumplido el Antiguo Testamento.

Estas narraciones dramatizadas expresan la experiencia mística del 
encuentro de los discípulos con el Señor mediante las categorías que 
están a su alcance para poderlo hacer, y con frecuencia dando 
indicaciones sobre los lugares y formas en que el Señor va a estar 
presente en la Iglesia.

JOSE RAMON BUSTO SAIZ
CRISTOLOGIA PARA EMPEZAR
EDIT. SAL TERRAE COL. ALCANCE 43
SANTANDER 1991. Pág. 103 ss.)

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11. J/RS/EP-H
Lo que los evangelios quieren anunciar es la presencia de una 
nueva realidad y, por ello, de una nueva esperanza en el corazón de la 
historia: Jesús resucitado, vencedor de la muerte, del pecado y de todo 
lo que aliena al hombre. No quieren anunciar primordialmente una 
doctrina nueva y una nueva interpretación de las relaciones del hombre 
para con Dios. Lo que quieren mostrar es la realidad de un hombre a 
partir del cual cada ser humano puede tener esperanza acerca de su 
situación delante de Dios y del futuro que le está reservado: vida plena 
en comunión con la vida de Dios; la carne tiene un futuro: la 
divinización; y la muerte, con lo que significa, no volverá a darse. Ese 
hecho histórico asume un carácter universal y eterno, porque 
representa la anticipación del futuro dentro del tiempo. 

LEONARDO BOFF
JESUCRISTO Y LA LIBERACION DEL HOMBRE
EDICIONES CRISTIANDAD. MADRID 1981
. Pág. 57