PASIÓN DE CRISTO, PASIÓN DEL MUNDO
Hechos, interpretaciones y significados, ayer y hoy


por LEONARDO BOFF


1. CZ/PASION/MACION J/PASION/CZ/MACION 
J/MU/CAUSAS:
Pocos temas de la teología han sido tan manipulados y 
corrompidos en su interpretación como éste de la cruz y de la 
muerte de Jesucristo. En especial las clases adineradas y 
detentadoras del poder, han empleado el símbolo de la cruz y el 
hecho de la muerte redentora de Cristo para justificar la necesidad 
del sufrimiento y de la muerte en el horizonte de la vida humana. 
Se dice, piadosa y resignadamente, que cada uno debe cargar con 
su cruz día a día, que lo importante es hacerlo con paciencia y 
sumisión; todavía más: que por la cruz llegamos a la luz y 
reparamos a la infinita majestad de Dios ofendida por los pecados 
personales y por los del mundo. 
Este tipo de discurso es extremadamente ambiguo y se presta a 
una fácil manipulación. No arranca ciertamente de la muerte 
histórica de Jesús, que no fue ninguna fatalidad ni fue vivida en la 
resignación. Aquella muerte fue provocada, inducida desde fuera y 
ejecutada con violencia. Fue el resultado de una praxis de Jesús 
que afectaba a los fundamentos mismos de la sociedad y de la 
religión judaica; éstas no habían conseguido asimilar a Jesús y 
acabaron por expulsarlo de sí por la vía de la liquidación física. Tal 
fue el precio que hubo de pagar por la libertad que se había 
tomado, la consecuencia del combate sostenido en contra del 
fariseísmo, el privilegio, el legalismo, el endurecimiento del corazón 
ante Dios y ante el hermano. El sufrió y murió luchando contra las 
causas objetivas que generaban y todavía generan el sufrimiento y 
la muerte 
La apelación a la muerte y a la cruz puede ocultar la iniquidad de 
las prácticas de aquellos que precisamente están provocando la 
cruz y la muerte de los demás. Esa apelación no es más que una 
vulgar ideología que propicia que el sufrimiento y la muerte 
prosigan su obra avasalladora en términos de explotación, 
relaciones injustas entre personas y clases, privilegios y 
dominación. La cruz de Cristo no puede ser interpretada de tal 
manera que deje abierto el camino a semejante 
instrumentalización. La gloria de Dios no consiste en que el 
hombre sufra, sea expoliado y crucificado día a día, sino en que 
viva y sea feliz. Nuestro Dios no tiene el rostro de los dioses 
paganos que envidiaban la felicidad de los hombres. Es un Dios 
que nos impele a vivir de tal modo que se haga cada vez más 
remota la posibilidad de repetición del drama de la crucifixión de 
Cristo y de los demás hombres a lo largo de la historia. La muerte 
de Cristo fue un crimen y no la necesidad de la voluntad de un 
Dios ávido de reparación de su honra ultrajada, preocupado de la 
estética de las relaciones entre El y la humanidad. Como decía con 
razón un teólogo mexicano: «Cristo murió para que se sepa que no 
todo está permitido» (P. Miranda, «El ser y el Mesías», Salamanca, 
1973, 9). La muerte de Cristo significa la condena de las prácticas 
opresoras y la denuncia de los mecanismos que segregan el 
sufrimiento y la muerte. No puede jamás servir para su 
consagración y legitimación. La cruz no evoca un dolorismo 
malsano, sino que convoca a la lucha contra el dolor y contra las 
causas productoras de cruz. Se hace imprescindible, en la piedad 
y en la teología, la recuperación de la densidad histórica de la cruz 
de Jesucristo en contra de su transformación en puro símbolo de 
resignación y de expiación, con las mistificaciones a que se ve 
sometido todo símbolo. 
EP/META:La esperanza cristiana no apunta a la cruz sino al 
crucificado porque ahora es el Viviente y el Resucitado. Y es el 
Viviente y el Resucitado porque Dios ha mostrado que ser 
crucificado en razón de la identificación con los oprimidos y los 
pobres de este mundo tiene un sentido último tan ligado a la vida 
que no puede ser devorado por la muerte. La resurrección sólo 
conserva su significado cristiano y escatológico cuando se 
mantiene en estrecha conexión con la crucifixión. La resurrección 
es el sentido último de la insurrección en pro del derecho y de la 
justicia. Al margen de esto, la resurrección corre el riesgo de ser 
mistificada, como lo ha sido la cruz, en cuanto símbolo de un 
mundo totalmente reconciliado en el futuro sin pasar por la 
conversión de los mecanismos causantes de la iniquidad presente. 
Como veremos a lo largo de nuestro ensayo, la existencia cristiana 
sólo conservará su identidad de tal en la medida en que se 
mantenga en la dialéctica pascual de crucifixión y resurrección 
como exigencia de seguimiento a Jesucristo. Únicamente entonces 
saltará claramente a nuestra vista la oferta de sentido que se 
desprende del camino doloroso de Jesucristo: MU-OBLATIVA: la 
muerte impuesta puede ser acogida como forma de amor de 
oblación que se dona una vez más a los hombres, a todos los 
hombres, incluidos los verdugos. Una muerte semejante no es 
fatalidad sino fruto de una libertad. Como dice acertadamente 
·HANS-Küng: «al hombre le cabe la decisión. Puede rehusar ese 
sentido oculto por obstinación, cinismo o desesperación. Puede 
aceptarlo, con la confianza creyente en aquel que confirió sentido 
al absurdo padecimiento y a la muerte de Jesús. De ese modo 
están de mas la revuelta, la protesta y la frustración. Y la 
desesperación tiene un fin» («Ser cristiano», Madrid, 1976, Rio, 
377). 
(Págs. 20-23)
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LA MUERTE VIOLENTA DE JESÚS EN LA CRUZ
COMO CONSECUENCIA DE UNA PRAXIS Y DE UN MENSAJE
MU/PROCESO-ACTO: En su aspecto «ontológico» la muerte 
humana forma parte de la vida. No es más que el último instante de 
la vida. La muerte constituye una estructura peculiar de la vida 
porque la vida humana es estructuralmente mortal. Desde que 
empezamos a vivir empezamos también a morir y vamos muriendo 
lentamente en la medida en que vivimos, hasta acabar de morir. 
Por eso sólo podremos hablar adecuadamente de la muerte si 
hablamos de la vida mortal en sí misma. En este sentido 
ontológico, es evidente el hecho de que no podemos circunscribir 
la muerte al último momento de la vida mortal sino que se trata mas 
bien de un proceso de acabamiento que se va gestando dentro de 
la misma vida hasta alcanzar su perfección en el ultimo instante de 
esa vida. El sentido que se da a la vida es el sentido que se da a la 
muerte; y el sentido que se da a la muerte es el sentido que se le 
da a la vida. 
En su aspecto «histórico», cuando nos referimos a la muerte de 
Jesús, ese acabamiento no llegó a su fin mediante un desarrollo 
natural con el agotamiento de la energía vital; su acabamiento fue 
algo introducido violentamente por fuerzas históricas. Su muerte 
fue causada por una voluntad que interrumpió los mecanismos 
naturales. Y esa voluntad causante de la muerte se presentó como 
una reacción violenta a una acción de Jesús. Lo importante 
consiste, por lo tanto, no en la reacción sino en la acción de Jesús 
que provocó una acción contraria, la acción de la liquidación física 
de la persona agente En otras palabras: la muerte de Jesús sólo 
es inteligible a partir de su praxis histórica, de su mensaje, de las 
exigencias que planteó y de los conflictos que suscitó. 
En este sentido consideraremos: 
1) El proyecto histórico de Jesús. 
a) La infraestructura de su tiempo: los retos. 
b) El proyecto histórico (mensaje): la respuesta. 
c) La nueva praxis de Jesús, liberadora de la vida oprimida. 
d) el fundamento del proyecto histórico y de la praxis
liberadora: la experiencia del Dios-Padre. 

2) La muerte violenta de Jesús. 
a) Etapas de un camino. 
b) El proceso y la condena de Jesús. 
c) La crucifixión de Jesús. 

1. El proyecto histórico de Jesús 
Antes de que abordemos el proyecto histórico de Jesús, 
debemos recuperar la densidad histórica de este judío, Jesús de 
Nazaret. Estamos familiarizados con un Jesucristo Hijo eterno de 
Dios, Señor del universo, Salvador del mundo, primogénito de toda 
la creación y primer resucitado de entre muchos hermanos. Estos 
títulos de exaltación velan los orígenes humildes, la trayectoria 
histórica del verdadero Jesús que anduvo entre el pueblo 
recorriendo las aldeas de la Galilea y que murió miserablemente 
fuera de la ciudad de Jerusalén. 
El hombre de fe, lector común de los evangelios, tiende a 
considerar al Jesús Dios y Salvador como una realidad primaria, 
evidente en sí misma, dada y conocida por los apóstoles desde los 
comienzos. La acción de Jesús se presenta, entonces, 
transparente y absolutamente coherente porque sabía y preveía 
todo ya de antemano ¿No era él el Hijo eterno de Dios? Su palabra 
fluía pronta y candente de su boca pues era la Palabra eterna que 
se comunicaba. Así todo parece fácil, la palabra y la acción de 
Jesús. En nada tenía que optar o decidir. Todo estaba ya prefijado 
en los planes eternos del Padre. Jesús no fue sino su fiel ejecutor. 

Esta visión de Jesús es dogmática, no histórica. Es la 
perspectiva de los seguidores, no la de los iniciadores; la de los 
discípulos de los apóstoles, no la de los apóstoles. 
Los apóstoles habían conocido al Jesús de Nazaret profeta, al 
que habían asociado sus vidas y sus destinos. Lentamente y sólo 
a partir de la resurrección, les empezó a quedar claro quién era 
Jesús y qué misterio se ocultaba bajo la fragilidad de aquel profeta 
del pueblo. Hasta llegar a decir que era el Cristo-Mesias, el 
Salvador del mundo, el Hijo de Dios y el primogénito de toda la 
creación, hubieron de recorrer un largo y oneroso camino de 
oración y de reflexión. 
El Jesús de su experiencia prolongada no es un Jesús arquitecto 
del Reino de Dios que sabe a priori todo el plano y que, como un 
ingeniero que tiene presente todo el cuadro en sus detalles más 
mínimos, lo ejecuta al pie de la letra. Su Jesús es un Jesús que 
busca, que ora, que se ve confrontado por variadas opciones, que 
es tentado y puesto a prueba, que se siente impelido a tomar 
decisiones, que se retira al desierto para descubrir cuál es la 
voluntad de Dios, que elabora progresivamente su proyecto global 
y pasa después a las opciones concretas. Y todo ello no sin 
peligros, tanteos, preparaciones, crecimiento y explicación 
progresiva. No sin razón dice San Lucas: «Jesús crecía en edad y 
en gracia ante Dios y ante los hombres» (/Lc/02/52; cfr. /Lc/02/40). 
No dice únicamente «ante los hombres», como si hubiese ido 
revelando poco a poco a los hombres lo que ya sabia desde 
siempre por estar en Dios, sino que dice también «ante Dios«. Iba 
conociendo paulatina y progresivamente el designio de Dios y lo 
asumía totalmente. 
Jesús era un verdadero «homo viator» como cualquiera de 
nosotros, menos en aquello que nos enemista con Dios, el pecado. 
Participó de la condición de cualquier judío de su época y en 
especial de la de los galileos que tenían mala fama porque vivían 
mezclados con los paganos. 
Creemos en el misterio de la encarnación de Dios en Jesús de 
Nazaret. Pero esa encarnación no debe ser vaciada de contenido 
pues no se hizo a expensas de la verdadera humanidad de Jesús. 
Dios se reveló no a pesar de ella, sino precisamente en ella. El 
proyecto divino que se da en Jesús no destruye, sino que potencia 
el proyecto humano de Jesús. Ambos se interpenetran en estrecha 
unión mas sin confusión y sin absorción del uno por el otro. La 
encarnación no es algo meramente pasivo sino profundamente 
activo; Dios iba asumiendo la vida de Jesús desde su concepción 
en la medida en que aquella vida se iba desarrollando e iba 
asumiendo sus opciones decisivas. A su vez Jesús era llevado a 
abrirse y se abría cada vez más a Dios. Dentro de este marco de 
comprensión hemos de situar el proyecto histórico de Jesús. 
Proyecto quiere decir opción fundamental, la decisión de fondo 
que marca la orientación de la vida, de las ideas (teoría) y de las 
practicas, la visión global orientada hacia el futuro. Todo proyecto, 
como sugiere su mismo sentido etimológico, posee esencialmente 
una dimensión de futuro (lanzado: yecto; hacia adelante: pro). 
¿Cómo se imaginaba Jesús el futuro del mundo? ¿Cómo actuó 
para concretarlo? ¿Cuáles fueron las reacciones de los diversos 
estratos sociales alcanzados por su predicación y su actividad? 
¿Cómo asimiló Jesús el conflicto que le provocaron los 
detentadores del poder y los productores de ideología? 

a) La infraestrustura de su tiempo: los retos 
J/SITUACION-HISTORICA
La situación sociopolítica del tiempo de Jesús presenta paralelos 
sorprendentes con la situación de la que procede nuestra teología 
de la liberación en la América Latina. Será conveniente poner de 
relieve algunos elementos: 

aa) Un régimen generalizado de dependencia 
Desde siglos Palestina vivía en una situación de opresión. A 
partir del 587 a. C. había dependido de los grandes imperios 
circunvecinos: Babilonia (hasta el 538), Persia (hasta el 331), la 
Macedonia de Alejandro (hasta el 323) y de los sucesores de éste 
(de los Ptolomeos de Egipto hasta el 197 y de los Seleucidas de 
Siria hasta el 166). Finalmente, cae bajo el influjo del imperialismo 
romano (a partir del 64 a. C.) No es mas que un pequeño cantón 
de la provincia romana de Siria y, en tiempos del nacimiento de 
Jesús, estaba siendo gobernada por un rey pagano, Herodes, 
apoyado en el patrocinio de Roma. Esa dependencia de un centro 
situado en el exterior se reflejaba, en el interior, por la presencia 
de las fuerzas de ocupación y por todo un enjambre de 
recaudadores de impuestos imperiales. En Roma se vendía esa 
función (detentada por la clase de los caballeros) a un grupo de 
judíos que a su vez, ya en la patria, la subarrendaban a otros, 
manteniendo una red de funcionarios ambulantes. El sistema de 
extorsiones y de cobros por encima de las tasas fijadas, era cosa 
común. Existía además el partido de los saduceos que hacían el 
juego a los romanos a fin de mantener sus elevados capitales 
especialmente relacionados con el templo, así como los grandes 
inmuebles que poseían en Jerusalén. 
La dependencia política implicaba una dependencia cultural. 
Herodes, educado en Roma, realizó obras faraónicas, palacios, 
piscinas, teatros y fortalezas. La presencia de la cultura romana 
pagana hacia más odiosa y envilecedora la opresión, dada la 
índole religiosa de los judíos. 

bb) La opresión socioeconómica 
La economía se basaba en la agricultura y en la actividad 
pesquera. La sociedad de Galilea, escenario de la actividad 
principal de Jesús, estaba constituida por pequeños agricultores o 
por sociedades de pescadores. Generalmente había trabajo para 
todos, pero el bienestar no era grande. Se desconocí el sistema de 
ahorro de modo que una carestía o una enfermedad mayor 
provocaban éxodos rurales en demanda de trabajo en las 
pequeñas villas. El peonaje se apiñaba en las plazas (Mt 20,1-15) 
o se ponía al servicio de un gran propietario hasta saldar las 
deudas. La ley mosaica que concedía al primogénito el doble que 
a los demás, promovía indirectamente el incremento del número de 
los asalariados, quienes, al no encontrar empleo, se convertían en 
verdaderos proletarios, mendigos, vagabundos y ladrones. 
Existía también la clase de los ricos propietarios de tierras que 
explotaban a sus colonos a base de hipotecas y expropiaciones 
por deudas impagadas. El sistema tributario era pesado y 
minucioso; había impuestos para casi todo: por cada miembro de 
la familia, por la tierra, el ganado, las plantas productoras de fruto, 
el agua, la carne, la sal y, sobre todo, los caminos. Herodes, con 
sus construcciones monumentales, empobreció al pueblo e incluso 
a los mismos latifundistas. J/PROFESION: La profesión familiar de 
Jesús era la de 'teknon' que tanto podía significar carpintero como 
reparador de tejados. En ocasiones el teknon podía trabajar como 
cantero en la construccion de casas. Es probable que San José 
haya trabajado en la reconstrucción de la ciudad de Séforis, tras 
los montes de Nazaret, totalmente destruida por los romanos 
cuando fue retomada a los guerrilleros zelotas en el año 7 a. C. 
La presencia de fuerzas extranjeras y paganas suponía para el 
pueblo judío una verdadera tentación religiosa. Dios era 
considerado y adorado como el único Señor de la tierra y del 
pueblo. Había hecho a Israel promesas de posesión perpetua. 
Pero la opresión exasperaba la fantasía religiosa de muchos. Casi 
todos aguardaban un final inminente con una intervención 
espectacular de Dios. Se vivía en una efervescencia apocalíptica, 
participada en parte por el mismo Jesús, como nos lo atestiguan 
los evangelios (Mc 13 par). Diversos movimientos de liberación, y 
en particular los zelotas, intentaban preparar y aun provocar por 
medio de la violencia y de las guerrillas, la irrupción salvífica de 
Dios que implicaba la liquidación de todos los enemigos y la 
sujeción de todos los pueblos al señorío absoluto de Yahve. 

cc) Opresión religiosa J/OPRESION-RELIGIOSA 
LEY/ESCLAVITUD-RLSA 
La verdadera opresión, sin embargo, no consistía en la 
presencia del poder extranjero, sino en la interpretación legalista 
de la religión y de la voluntad de Dios. El cumplimiento de la ley se 
había convertido en el judaísmo postexilico en la misma esencia 
del judaísmo. La ley, que hubiera debido ayudar al hombre en la 
búsqueda de su camino hacia Dios, había degenerado, a causa de 
interpretaciones sofisticadas y de tradiciones absurdas, hasta 
convertirse en una tremenda esclavitud impuesta en nombre de 
Dios (/Mt/23/04; /Lc/11/46). Jesús mismo exclama: «Me asombra 
cómo podéis anular el mandamiento de Dios para mantener en pie 
vuestra tradición» (Mc 7,9). La observancia escrupulosa de la ley, 
en el afán por asegurar la salvación había hecho que el pueblo se 
olvidase de Dios, autor de la ley y de la salvación. Especialmente 
la secta de los fariseos observaba todo al pie de la letra y 
atormentaba al pueblo con la misma escrupulosidad. Decían: 
«Maldito el populacho que no conoce la ley» (Jn 7,49). Aunque 
perfectisimos en el aspecto legal, estaban llenos de una maldad 
fundamental, desenmascarada por Jesús: «no les preocupan la 
justicia, la misericordia y la fidelidad» (Mt 23,23). La ley, en vez de 
ser una ayuda a la liberación, se transformaba en una jaula 
dorada; en vez de ayudar al hombre a encontrar al otro y a Dios, lo 
cerraba a ambos, distinguiendo entre quien era amado por Dios y 
quién no; entre quién era puro y quién no; quién era el prójimo a 
quien debo amar y quién el enemigo al que puedo odiar. El fariseo 
poseía un concepto tétrico de Dios, que ya no hablaba a los 
hombres sino que les había dejado una ley para que se 
orientasen. 

b) El proyecto histórico de Jesús: 
la respuesta 

aa) Presencia de un sentido absoluto 
que pone en entredicho el presente 
La reacción que Jesús presentó ante esta situación es, en cierto 
modo, sorprendente. Jesús no se presenta como un revolucionario 
empeñado en modificar las relaciones de fuerza imperantes como 
lo pudo hacer un Bar Kochba; ni aparece como un predicador 
interesado únicamente en la conversión de las conciencias como 
un Juan el Bautista. El anuncia un sentido último, estructural y 
global que va más allá de todo lo factible y determinable por el 
hombre. Anuncia un fin último que pone en entredicho los 
intereses inmediatos sociales, políticos y religiosos. Siempre 
conservó esta perspectiva universal y cósmica en todo lo que 
decía y hacía. No satisfacía inmediatamente las expectativas 
concretas y limitadas de los oyentes. Los convocaba a una 
dimensión absolutamente transcendente que supera este mundo 
en su facticidad histórica que es el lugar del juego de los poderes, 
de los intereses, de la lucha por la supervivencia de los más 
fuertes. 
RD/PROYECTO-DE-J:RD/QUÉ-ES: No anuncia un sentido 
particular, político, económico, religioso, sino un sentido absoluto 
que todo lo abarca y todo lo supera. La palabra clave que vehicula 
este sentido radical, contestador del presente, es Reino de Dios. 
Esta expresión echa sus raíces en el fondo más utópico del 
hombre. Es ahí donde Cristo contacta y armoniza los dinamismos 
de la esperanza absoluta adormecidos o pisoteados por las 
estructuraciones históricas; una esperanza de total liberación de 
todos los elementos que alienan al hombre de su verdadera 
identidad. Por eso su primera palabra de anuncio formula ese 
elemento utópico, prometido ahora como risueña realidad: «El 
plazo de la espera ha concluido. El Reino de Dios se ha 
aproximado. ¡Cambiad de vida! ¡Creed en esta noticia venturosa!» 
(/Mc/01/15). 
Toda la creación será liberada en todas sus dimensiones, no 
solo el pequeño mundo de los judíos. Esto no supone únicamente 
un anuncio profético y utópico; profetas judíos y paganos de todos 
los tiempos habían proclamado el advenimiento de un mundo 
nuevo que supusiese la total reconciliación. A este nivel Jesús no 
es original. Lo nuevo que aporta Jesús es la anticipación de ese 
futuro ya ahora, convirtiendo lo utópico en tópico. No dice 
simplemente: «Vendrá el Reino», sino «el Reino se ha acercado» 
(Mc 1,15; /Mt/03/17) y «ya está entre vosotros» (/Lc/17/21). Con 
su presencia, el Reino se hace ya presencia: «Si yo expulso 
demonios con el dedo de Dios, sin duda es que el Reino de Dios 
ya ha llegado hasta vosotros» (Lc 11,20). Con él apareció el más 
fuerte que vence al fuerte (Mc 3,27).

bb) La tentación de Jesús: 
regionalizar el Reino 
RD/PRESENTE-FUTURO J/TENTACIONES: Reino de Dios 
significa la totalidad del sentido del mundo en Dios. La tentación 
consiste en regionalizarlo y en privatizarlo a una dimensión 
intrahumana. La liberación sólo es verdadera liberación si posee 
un carácter universal y globalizante y traduce el sentido absoluto 
buscado por el hombre. Por eso la regionalización del 
Reino-liberación, en términos de una ideología del bienestar 
ordinario o de una religión, significa la perversión del sentido 
originario del Reino intentado por Jesús.
Los evangelios nos refieren cómo Jesús se vio confrontado con 
una tentación semejante (/Mt/04/01-11; /Lc/04/01-13) y cómo ésta 
le acompañó durante toda la vida (Lc 22,28). La tentación 
consistía, exactamente, en reducir la idea universal del Reino a 
una provincia de este mundo: el Reino concretizado en la forma de 
la dominación política (tentación sobre el monte desde el que se 
podían vislumbrar todos los reinos del mundo); en la forma del 
poder religioso (tentación del pináculo del templo); en la forma del 
imperio de lo milagroso social y político que satisface las 
necesidades fundamentales del hombre como puede ser el hambre 
(tentación de transformar las piedras en pan en el desierto). Estas 
tres tentaciones de poder, correspondían precisamente a los tres 
modelos de Reino y de Mesías en boga entre las expectativas de 
la época (Mesías rey, profeta y sacerdote). Todas ellas tienen que 
ver con el poder. J/LIBERADOR-PODER: Cristo será tentado 
durante toda su actividad para que use el poder divino de que 
dispone a fin de imponer, por el poder y con un toque de magia, la 
transformación radical de este mundo. Pero eso implicaría la 
manipulación de la voluntad del ser humano y la dispensación de 
las responsabilidades humanas. El hombre sería mero espectador 
y beneficiario, pero no participante. No haría la historia. Sería 
liberado de forma paternalista; la liberación no sería el resultado 
de una conquista. Jesús rechaza terminantemente la instauración 
de un Reino del poder. El es el Siervo de toda criatura humana, no 
su dominador. Por eso encarna el Amor y no el Poder de Dios en 
el mundo; o mejor, hace visible el poder propio del Amor de Dios 
consistente en la instauración de un orden que no viola la libertad 
humana ni exime al hombre de tener que asumir las riendas de su 
propio proyecto. Esa es la razón por la que la forma con la que el 
Reino empieza a inaugurarse en la historia es la de la conversión. 
Por ella el hombre, a la vez que acoge la novedad de la esperanza 
en este mundo, colabora en su construcción a través de las 
mediaciones políticas, sociales, religiosas y personales. 
PODER-DIABOLICO: En todas sus actitudes, ya sea en las 
disputas morales con los fariseos, ya en la tentación de poder 
encarnada en los mismos apóstoles (Lc 9,46-48; Mt 20,20-28), 
Jesús se niega siempre a dictar normas particularizadas y a 
plantear soluciones o alimentar esperanzas que regionalicen el 
Reino. Con ello se distancia críticamente de esa estructura que 
constituye el pilar sustentador de nuestro mundo: el poder como 
dominación. La negación de Jesús al recurso del poder hizo que 
las masas se apartasen de él decepcionadas; sólo viendo su poder 
hubieran creído: «que baje de la cruz y creeremos en él» (Mt 
27,42). El poder en cuanto categoría religiosa y liberadora es 
totalmente desdivinizado por Jesús. El poder como dominación es 
algo esencialmente diabólico y contrario al misterio de Dios (Mt 
4,1-11; Lc 4,1-13). 
La insistencia en preservar el carácter de universalidad y de 
totalidad del Reino no llevó, por eso, a Jesús a no hacer nada, o a 
esperar el estallido fulgurante del nuevo orden. Ese fin absoluto es 
mediado en gestos concretos, anticipado por comportamientos 
sorprendentes y viabilizado con actitudes que significan ya la 
presencia del fin en medio de la vida. La liberación de Jesucristo 
asume así un doble aspecto: por un lado, anuncia una liberación 
total de toda la historia y no únicamente de algunos segmentos de 
ella; por otro, anticipa la totalidad, en un proceso liberador que se 
concreta en liberaciones parciales, siempre abiertas a la totalidad 
Por una parte, proclama la esperanza total al nivel del futuro 
utópico; por otra, la hace viable en el presente. 
Si predicase la utopía de un final bueno para el hombre, sin su 
anticipación dentro de la historia, alimentaría fantasías y suscitaría 
elucubraciones inocuas privadas de la más mínima credibilidad; si 
introdujese liberaciones parciales sin perspectiva de totalidad y de 
futuro, frustraría las esperanzas despertadas y caería en un 
inmediatismo sin consistencia. En su actuación, Jesús mantiene 
esta difícil tensión dialéctica: por una parte, el Reino ya está en 
medio de nosotros, ya está fermentando en el viejo orden; por 
otra, todavía es futuro y objeto de esperanza y de construcción 
conjunta del hombre y de Dios.

c) La nueva praxis de Jesús, 
liberadora de la vida oprimida 
El Reino de Dios que significa la liberación escatológica del 
mundo se instaura ya dentro de la historia, adquiriendo forma 
concreta en las modificaciones de la vida. Destacaremos algunos 
de los pasos concretos por los que se anticipó el nuevo mundo y 
que significan el proceso redentor y liberador de Jesucristo. 

aa) La relativización de la 
autosuficiencia humana 
J/PERSONALIDAD J/LIBERADOR: En el mundo con el que se 
encontró Jesús existían maneras de absolutización que 
esclavizaban al hombre: la absolutización de la religión, la de la 
tradición y la de la ley. 
A-DEO/A-H SV/A-H/CULTO CULTO/A-H/SV: La religión ya no 
era la forma en la que el hombre expresaba su apertura a Dios, 
sino que se había substantivado en un mundo en sí, de ritos y 
sacrificios. Jesús se religa a la tradición profética (Mc 7,6-8) y 
afirma que más importante que el culto es el amor, la justicia y la 
misericordia. Los criterios de salvación no pasan por el ámbito del 
culto, sino por el del amor al prójimo. Mas importante que el 
sábado y la tradición es el hombre (Mc 2,23-26). El hombre vale 
más que todas las cosas (Mt 6,26), es más decisivo que el servicio 
al culto (Lc 10,30-37) o que el sacrificio (Mt 5,23-24; Mc 12,33); ha 
de anteponerlo al hecho de ser piadoso y observante de las 
sagradas prescripciones de la ley y de la tradición (Mt 23,23). 
Siempre que Jesús habla de amor a Dios, habla simultáneamente 
de amor al prójimo (Mc 12,31 -33; Mt 22,36-39 par). En el amor al 
prójimo y no en el amor a Dios tomado por separado, es donde se 
decide la salvación (/Mt/25/31-46). Cuando alguien le pregunta 
qué hay que hacer para alcanzar la salvación, responde citando 
los mandamientos de la segunda tabla, todos ellos referentes al 
prójimo (Mc 10,17-22). Con ello deja muy claro que de Dios no 
podemos hablar en abstracto y prescindiendo de sus hijos y del 
amor a los hombres. Existe una unidad entre el amor al prójimo y el 
amor a Dios traducida magníficamente por San Juan: «Si alguien 
dice que ama a Dios pero odia a su hermano, miente, pues quien 
no ama a su hermano a quien ve no es posible que ame a Dios a 
quien no ve» (/1Jn/04/19-20). Con ello Jesús desabsolutiza las 
formas cúlticas, legales y religiosas que acaparan para sí los 
caminos de la salvación. La salvación pasa por el prójimo; todo se 
decide en él. La religión no está ahí para substituir al prójimo, sino 
para orientar permanentemente al hombre hacia el verdadero 
amor al otro, en el que se esconde, como de incógnito, Dios mismo 
(/Mc/06/20-21; /Mt/25/40).
La relativizacion de Jesús puso en cuestión hasta el poder 
sagrado de los césares a los que negó el carácter divino (Mt 
22,21) y su pretendida condición de última instancia: «ningún 
poder tendrías sobre mí si no te hubiera sido dado de lo alto», 
responde a Pilato (Jn 19,11).

bb) Creación de una nueva 
solidaridad 
La redención no se encarna únicamente en una relativización de 
las leyes y de las formas cúlticas, sino en un nuevo tipo de 
solidaridad entre los hombres. El mundo social de tiempos de 
Jesús era algo extremadamente estructurado: existían 
discriminaciones sociales entre puros e impuros, entre prójimos y 
no prójimos, entre judíos y paganos, entre hombres y mujeres, 
entre teólogos observantes de las leyes y el pueblo sencillo 
aterrorizado en su conciencia oprimida por no poder seguir 
viviendo según las interpretaciones legales de los doctores; 
fariseos que se distanciaban orgullosamente de los débiles, 
enfermos, marginados y difamados como pecadores. Jesús se 
solidariza con todos esos oprimidos. Toma siempre el partido de 
los cebiles y de los que son criticados conforme a los cánones 
establecidos: la prostituta, el hereje samaritano, el publicano, el 
centurión romano, el ciego de nacimiento, el paralítico, la mujer 
jorobada, la mujer pagana sirofenicia, los apóstoles cuando son 
criticados porque no ayunan como los discípulos de Juan. La 
actitud de Jesús es la de acoger a todos y hacerles experimentar 
que no están lejos de la salvación, sino que Dios ama a todos, 
hasta a los ingratos y malvados (Lc 6,35) porque «no son los 
sanos los que necesitan de médico sino los enfermos» (Mc 2,17) y 
su tarea propia consiste «en buscar lo que estaba perdido y 
salvarlo» (Lc 19,10). Jesús no teme las consecuencias de esta 
solidaridad: es difamado, injuriado, considerado amigo de hombres 
de mal vivir, acusado de subversivo, de hereje, de poseso, de loco, 
etc. Pero a través de un amor tal, y en esas mediaciones, es 
donde se siente lo que significa el Reino de Dios y la liberación de 
los esquemas opresores que discriminan a los hombres. 
PROJIMO/QUIEN-ES:El prójimo no es el hombre de la misma fe, ni 
el de la misma raza, ni el de la misma familia: es cada hombre 
desde el momento en que me aproximo a él independientemente 
de su ideología o de su confesión religiosa (cfr. /Lc/10/30-37). 

cc) Respeto a la libertad del otro 
Al leer los evangelios y el modo como predicaba Jesús, se 
percibe inmediatamente que su lenguaje nunca se sitúa en una 
instancia transcedente y autoritaria; su modo de hablar es simple, 
lleno de parábolas y ejemplos tomados de los sucesos de la 
época. Se mezcla con la masa; sabe oír y preguntar. Da la 
oportunidad para que cada cual profiera su palabra esencial. 
Pregunta al que interroga qué es lo que dice la ley; pregunta a los 
discípulos acerca de lo que los hombres dicen de él; inquiere del 
hombre que está a orillas del camino qué quiere que le haga. Deja 
hablar a la samaritana. Escucha las preguntas de los fariseos. No 
enseña sistemáticamente como un maestro de escuela. Responde 
preguntas y hace preguntas, dejando la oportunidad de que el 
hombre se autodefina y disponga de libertad para tomar posición 
sobre asuntos decisivos para su destino. Cuando lo interrogan 
acerca del impuesto o del poder político del César, no hace una 
exposición teórica. Pide que le traigan una moneda. Pregunta: 
¿qué moneda es esa? Siempre le deja al otro la palabra. 
Únicamente el joven rico dejó de pronunciar su palabra y tal vez 
sea ésa la razón por la que no conocemos su nombre. Porque no 
se definió. 
No deja que le sirvan: él mismo sirve a la mesa (Lc 22,27). Y no 
se trata de una mistificación de la humildad de la que han sido 
maestros a lo largo de la historia eclesiástica los papas y los 
obispos llamándose siervos cuando en muchas ocasiones eso no 
era más que la forma refinada de encubrir un poder antievangélico 
y opresor sobre las conciencias. La insistencia de Jesús sobre el 
poder como servicio y en que el último es el primero (Mc 10,42-44; 
9,35; Mt 28,8-12) pretende hacer frente a la relación señor-esclavo 
o a la estructura de poder entendida en términos de pura sumisión 
ciega y de privilegios. Lo que Jesús predica no es la jerarquía 
(poder sacro) sino la hierodulia (servicio sacro). No es un poder 
que se basta autocráticamente a sí mismo, sino un servicio al bien 
de todos como función para bien de la comunidad: eso es lo que 
quiere Jesús. Una instancia, aun eclesiástica, que se autoafirme 
independientemente de la comunidad de los fieles no es una 
instancia que pueda reclamar para sí la autoridad de Jesús. Jesús 
mismo ejercita esa actitud: su argumentación no es nunca fanática, 
exigiendo sumisión pasiva a lo que dice; intenta siempre persuadir, 
argumentar y apelar al sentido común y a la razón. Lo que afirma 
no es autoritario sino persuasivo. Siempre le deja al otro su 
libertad. Sus discípulos no son educados en el fanatismo de su 
doctrina sino en el respeto incluso de sus enemigos y de los que 
se les oponen. Nunca emplea la violencia para que sus ideales 
salgan victoriosos. Apela y habla a las conciencias. 
En su grupo de íntimos (los doce) hay desde un colaborador con 
las fuerzas de ocupación y un recaudador de impuestos (Mc 
2,15-17) hasta un guerrillero nacionalista zelota (Mc 3,18-19); 
éstos coexisten y forman comunidad con Jesús a pesar de las 
tensiones que se notan entre los entusiastas y los escépticos del 
grupo. 

dd) La capacidad inagotable 
para soportar los conflictos 
Vamos mostrando en concreto de qué manera redime y libera 
Cristo a lo largo de un proceso histórico. Se dirige a todos sin 
discriminar a nadie: «si alguien viene a mí yo no lo echaré fuera», 
resume paradigmáticamente San Juan como su actitud 
fundamental. Y en primer lugar, dirige su evangelización a los 
pobres. Para Jesús, los pobres no son únicamente los necesitados 
económicamente. Tal como observa J. Jeremías: «Los pobres son 
los oprimidos en un sentido muy amplio: los que sufren opresión 
sin poderse defender, los desesperados, los que no tienen 
salvación... todos los que padecen necesidades, los hambrientos, 
los sedientos, los desnudos, los forasteros, los enfermos, los 
encarcelados, los sobrecargados por el peso de la vida, los 
últimos, los simples, los perdidos y los pecadores». A todos ellos 
intenta auxiliar y defender en su derecho. Esto ocurre en particular 
con los enfermos, leprosos y posesos, considerados pecadores 
públicos y por ello difamados. Asume la defensa de sus derechos y 
muestra cómo la enfermedad no tiene por qué provenir de un 
pecado personal o del de los antepasados y que no tiene por qué 
convertirlos en impuros. Se presenta con frecuencia en los 
ambientes de sus opositores fijados en un conservadurismo 
legalista e interesados en posiciones de honor como los fariseos 
(Mc 2,13-3,6). Se deja invitar a sus cenas (Lc 7,36ss.; 11,37ss), 
pero no comparte sus mentalidades. En el curso del banquete es 
capaz de decirles: «Sois unos desgraciados porque ya habéis 
recibido vuestro consuelo» (Lc 6,24). Se deja convidar también por 
los difamados publicanos y, como muestra la historia de Zaqueo, 
su presencia en medio de ellos provoca transformaciones en su 
comportamiento. 
Todo cuanto en nuestro corazón o en la sociedad pueda alzarse 
contra el derecho de otro es condenado por Cristo: el odio y la 
rabia (Mt 5,21-22), la envidia (Mt S,27-28), la calumnia, la agresión 
y el asesinato. Aboga en pro de la bondad y de la mansedumbre y 
critica la falta de respeto a la dignidad del otro (Mt 7,1-15; Lc 6, 
37-41). Jesús sigue su camino no a una orgullosa distancia del 
conflicto humano, sino tomando partido siempre que se trate de 
defender al otro en su derecho, independientemente de si es 
hereje, pagano, extranjero, de mala fama, mujer, niño, pecador 
público, enfermo y marginado. Se comunica con todos y llama a la 
renuncia a la violencia como instrumento de consecución de 
objetivos. El mecanismo del poder consiste en desear más poder y 
en someter a los demás a sus ideales. De el proviene el miedo, la 
venganza y la voluntad de dominio que rompen la comunión entre 
los hombres. El orden humano se crea como imposición con un 
elevado costo social. Todo cuanto puede causar un 
cuestionamiento, una inseguridad, una mutación del orden, sea en 
la sociedad civil o en la religiosa, es sometido a una rigurosa 
vigilancia. Cuando el peligro para el orden establecido se vuelve 
real, entran en acción mecanismos primitivos de difamación, de 
odio, de represión y de eliminación. Hay que dejar al orden limpio 
de enemigos de su seguridad. Reacciones semejantes no pueden 
apelar para autojustificarse a las actitudes de Jesús que eran 
generadoras de un proceso de reflexión y mutación y de franca 
comunicaci6n entre los grupos.
En correspondencia a esa llamada a la renuncia del poder, se 
sitúa la que convoca al perdón y a la misericordia. Esto supone 
una fina percepción de la realidad del mundo: siempre habrá 
estructuras de poder y de venganza, pero ello no deberá provocar 
al desánimo ni a la asunción de esa misma estructura. Se impone 
la necesidad del perdón, de la misericordia, de la capacidad de 
soportar y convivir con los excesos de poder. En consecuencia 
Jesús manda amar al enemigo. Amar al enemigo no es amarlo 
románticamente como si se tratase de un amigo más. Amarlo como 
enemigo supone detectarlo como enemigo y amarlo como Jesús 
amaba a sus enemigos: no eludía la comunicación con ellos sino 
que cuestionaba las actitudes que los esclavizaban y los 
convertían en tales enemigos. La renuncia al esquema del odio no 
equivale a la renuncia a la oposición. Jesús se oponía, disputaba, 
argumentaba, pero no lo hacía dentro del mecanismo del empleo 
de la violencia sino desde un profundo compromiso con la 
persona. Renunciar a la oposición sería renunciar al bien del 
prójimo y a oponerse a sus 'derechos' de echar leña al fuego de la 
dominación. 

ee) Aceptación del aspecto 
mortal de la vida 
En la vida de Jesús aparece la vida con todas sus 
contradicciones. El no es un individuo quejumbroso que se queje 
del mal existente en el mundo: ¡Dios podría haber hecho un mundo 
mejor! Hay un exceso de pecado y de maldad entre los hombres y 
¿qué hace Dios? Nada de esto encontramos en Jesús. El asumió 
la vida tal como se le ofrecía. No esquivó el sacrificio que implica 
toda vida verdaderamente comprometida: el quedar aislado, el ser 
perseguido, malentendido, difamado, etc. Acoge todas las 
limitaciones; todo cuanto hay de auténticamente humano aparece 
en él: la ira, la alegría, la bondad, la tristeza, la tentación, la 
pobreza, el hambre, la sed, la compasión y la nostalgia. Vive la 
vida como una donación y no como autoconservación: «yo estoy 
entre vosotros como quien sirve» (/Mc/10/42-45). No admite 
tergiversaciones en su actitud fundamental de ser siempre un 
ser-para-los-demás. Ahora bien, vivir la vida como donación, es 
vivirla como sacrificio y como entrega en favor de los demás. 
Si la muerte no es únicamente el momento último de la vida, sino 
la estructura misma de la vida mortal en su proceso de desgaste, 
en la medida en que aquélla se va vaciando lentamente y 
muriendo desde el instante mismo en que es concebida; si la 
muerte, como vaciamiento progresivo, no es sólo fatalidad 
biológica, sino la oportunidad de que la persona pueda acoger en 
su libertad la finitud y la mortalidad de la vida, abriéndose de ese 
modo a algo mayor que la muerte; si morir es crear un espacio 
para algo más grande, un vaciarse a fin de poder recibir una 
plenitud que nos viene de Aquel que es mayor que la vida, 
entonces podemos decir que la vida de Cristo fue, desde su primer 
momento, un abrazar la muerte con toda la valentía y la virilidad 
posibles. El se vació totalmente de sí para poder llenarse de los 
demás y de Dios. Asumió la vida mortal y también la muerte que se 
iba fraguando dentro de su compromiso de profeta ambulante y de 
Mesías liberador de los hombres. Este es el contexto en el que 
debemos reflexionar acerca de la muerte de Cristo y de su 
significado redentor. 
Estamos habituados a entender la muerte de Cristo tal como nos 
la refieren los relatos de la pasión. En ellos aparece claramente 
que su muerte se debió a nuestros pecados, que cumplía las 
profecías del Antiguo Testamento y que realizaba parte de la 
misión divina confiada a Jesús por el Padre y que, por 
consiguiente, era necesaria dentro del plan salvífico. Estas 
interpretaciones revelan la verdad transcendente de la entrega 
total de Jesús, pero pueden inducirnos a una falsa comprensión 
del verdadero carácter histórico del destino fatal de Jesucristo. 
En realidad estas interpretaciones contenidas en los evangelios 
constituyen el resultado final de todo un proceso de reflexión de la 
comunidad primitiva acerca del escándalo del Viernes Santo. La 
muerte ignominiosa de Jesús en la cruz (cfr Gal 3,13) que en 
aquella época significaba la señal evidente del abandono de Dios y 
de la falsedad del profeta (véase a este respecto: Mt 27,39-44; Mc 
15,29-32; Lc 23,35-37), supuso para ellos un enorme problema. A 
la luz de la resurrección y de la relectura y meditación de las 
Escrituras del Antiguo Testamento (cfr Lc 24,13-35) comenzaron a 
comprender lo que antes parecía un absurdo. 
Ese trabajo interpretativo y teológico que detectaba un sentido 
secreto en los datos infamantes de la pasión, fue recogido en los 
relatos del proceso, pasión, muerte y resurrección de Jesús. Los 
evangelistas no trabajaron como historiadores neutros sino como 
teólogos interesados en destacar el sentido transcendente, 
universal y definitivo de la muerte de Cristo. Este tipo de 
interpretación, por muy válido que sea, propende, si el lector no 
está sobre aviso, a crear una imagen de la pasión que la convierte 
en un drama suprahistórico en el que los actores, Jesús, los judíos, 
Judas, Pilato, aparecen como marionetas al servicio de un plan 
previamente trazado que los exime de responsabilidad. La muerte 
no aparece en su aspecto dramático y oneroso para Jesús; 
también él ejecuta un plan necesario. Y sin embargo la necesidad 
de ese plan no queda aclarada; la muerte se desliga del resto de 
la vida de Cristo y comienza a poseer un significado salvífico 
propio. Con ello se pierde gran parte de la dimensión histórica de 
la muerte de Jesús, consecuencia de su comportamiento y de sus 
actitudes soberanas y resultado de un proceso judicial. Con razón 
dice un destacado teólogo católico, Ch Duquoc: "En realidad, la 
pasión de Jesús no es separable de su vida terrena, de su 
palabra. Su vida, lo mismo que la resurrección, da sentido a su 
muerte. Jesús no murió una muerte cualquiera; fue condenado y 
no a causa de un malentendido sino por su actitud real, cotidiana, 
histórica. La relectura que dé inmediatamente un salto desde la 
particularidad de esta vida y esta muerte al conflicto «metafísico» 
entre el amor y el odio, entre la incredulidad y el Hijo de Dios, 
olvida la multiplicidad de las mediaciones necesarias para su 
comprensión. Ese olvido de la historia tiene consecuencias 
religiosas. Pongamos un ejemplo: la meditación de la pasión de 
Jesús no ha estado siempre libre de un dolorismo sospechoso. En 
lugar de invitar a colaborar en el rechazo efectivo del mal y de la 
muerte, produjo muchas veces una fijación malsana, la 
resignación. De este modo el sufrimiento y la muerte quedaban 
glorificados por sí mismos». 
El sentido perenne y válido descubierto por los evangelistas 
debe, por tanto, ser rescatado partiendo del contexto histórico (y 
no sólo teológico) de la muerte de Cristo. Únicamente así dejará 
de ser ahistórico y en el fondo vacío y recobrará dimensiones 
verdaderamente válidas para el hoy de nuestra fe. 
La muerte de Cristo fue, en primer término, humana. En otras 
palabras, se sitúa dentro del contexto de una vida y de un conflicto 
cuyo resultado fue la muerte; una muerte no impuesta desde fuera 
por un decreto divino, sino infligida por hombres muy concretos. 
Por eso esta muerte puede ser acompañada y contada 
históricamente. 
J/MU/CAUSAS: Jesús murió por los mismos motivos por los que 
muere todo profeta en todos los tiempos: porque puso los valores 
que predicaba por encima de la misma conservación de la vida; 
prefirió morir libremente a renunciar a la verdad, a la justicia, al 
derecho, al ideal de la fraternidad universal, a la verdad de la 
filiación divina y de la bondad sin límites de Dios Padre. A este 
nivel Cristo forma parte del ejército de miles de testigos que 
predicaron el cambio de este mundo para mejor, la creación de 
una convivencia más fraterna entre los hombres y una mayor 
apertura al Absoluto. Su muerte supone una protesta contra los 
sistemas cerrados e instalados y una permanente acusación 
contra la cerrazón del mundo en sí mismo; es decir, contra el 
pecado.
Esta muerte de Cristo se fue preparando a lo largo de toda su 
vida. Las reflexiones que hemos hecho más arriba nos indican que 
él supuso una crisis radical del judaísmo de su tiempo. Se presenta 
como un profeta que no anuncia la tradición, sino una nueva 
doctrina (Mc 1,27); que no predica apenas la observancia de la ley 
y de sus interpretaciones, sino que se comporta como soberano 
frente a todo eso: si promueve el amor y el encuentro de los 
hombres entre sí y con Dios, asume la ley; si obstaculiza el camino 
hacia el otro o hacia Dios, pasa por encima de ella o sencillamente 
procede a su abolición. Para el profeta de Nazaret la voluntad de 
Dios no se encuentra únicamente en el lugar clásico de la 
Escritura. La vida misma es un lugar de manifestación de la 
voluntad salvífica acerca del hombre. Un sentido de liberación de 
la conciencia oprimida trasluce de todas sus actitudes y palabras. 
El pueblo lo percibe y se entusiasma. Las autoridades tiemblan: 
supone un peligro para el sistema de seguridad establecido. 
Podría arrebatar a las masas en contra de las fuerzas romanas de 
ocupación. La autoridad con la que habla, la soberanía con la que 
asume esa autoridad y las actitudes elevadas que manifiesta, 
provocarán un drama de conciencia entre los mentores de la 
dogmática oficial. El hombre de Galilea se ha distanciado en 
exceso de la ortodoxia oficial, no justifica por medio de ningún 
recurso conocido su doctrina, su comportamiento y las exigencias 
que plantea. 
No debemos suponer que los judíos, los fariseos y los mentores 
del orden social y religioso de entonces fuesen personas de mala 
voluntad, malintencionados, vengativos, perseguidores malévolos. 
En realidad eran fieles observantes de la ley y de la religión 
transmitida piadosamente por generaciones en las que había 
habido mártires y confesores. Las preguntas que dirigen a Jesús, 
la tentativa de encuadrarlo en los cánones de la moral y de la 
dogmática establecida, nacían del drama de conciencia que les 
había creado la figura y la actuaci6n de Jesús. Pretenden 
reconducirlo a los cuadros definidos por la ley. Y al no conseguirlo 
lo aíslan, lo difaman, lo procesan, lo condenan y finalmente lo 
crucifican. 
La muerte de Cristo fue el resultado de un conflicto bien 
circunstanciado y definido legalmente. No fue fruto de «una 
maquinación sádica», ni de un malentendido jurídico. Jesús les 
parecía realmente un falso profeta y un perturbador del estatus 
religioso que, llegado el caso, podría también llegar a perturbar el 
estatus político. La cerrazón, el enclaustramiento dentro del propio 
sistema de valores convertido en intocable e incuestionable, la 
incapacidad de abrirse y de aprender, la estrechez de horizontes, 
el fanatismo del propio planteamiento vital y religioso, el 
tradicionalismo, la autoseguridad basada en la tradición y ortodoxia 
propias, mezquindades que aún hoy caracterizan en muchos casos 
a los defensores de un orden establecido, ya se trate de clérigos o 
de políticos, imbuidos por lo general de la mejor de las voluntades 
pero carentes de sentido crítico y privados de sentido histórico, 
todas esas superficialidades que ni siquiera llegan a constituir 
crímenes graves, fueron las que motivaron la liquidación de Jesús. 


d) Fundamento del proyecto histórico de Jesús y 
de la praxis liberadora: la experiencia de 
Dios-Padre 
Lo que acabamos de escribir tal vez le pueda parecer a alguno 
excesivamente antropológico: el hombre de Galilea liberó por 
medio de su vida y de su muerte, como lo hicieron otros muchos 
antes y después de él. De hecho, en este nivel de nuestra 
reflexión, Cristo se sitúa en la galería de los justos y profetas que 
sufrieron la injusticia y fueron asesinados. Como veremos a 
continuación, sólo la resurrección sitúa a Jesús por encima de 
todas las analogías y hace descubrir dimensiones nuevas en la 
trivialidad de su muerte de profeta-mártir. 
J/FUERZA-MORAL: Sin embargo, cabe preguntarse: ¿de qué 
fuerza y de qué energía se alimentaba su vida liberadora? Los 
evangelios lo dejan muy claro: su proyecto liberador nacía de una 
profunda experiencia de Dios vivido como el sentido absoluto de 
toda la historia (Reino de Dios) y como Padre de infinita bondad y 
amor hacia todos los hombres y en particular hacia los ingratos y 
malvados, los descarriados y perdidos. La experiencia de Jesús ya 
no es la del Dios de la ley que distingue entre buenos y malos, 
entre justos e injustos, sino la del Dios bueno que ama y perdona, 
que corre tras la oveja descarriada, que espera ansioso por el hijo 
pródigo y que se alegra más de la conversión de un pecador que 
de la salvación de noventa y nueve justos. 
La nueva praxis de Jesús esbozada arriba, radica, en su último 
fundamento, en esta nueva experiencia de Dios. El que se sabe 
totalmente amado por Dios ama, como Dios ama, indistintamente a 
todos, hasta a los enemigos. Quien se sabe aceptado y perdonado 
por Dios, acepta y perdona también a los otros. Jesús encarnaba 
el amor y el perdón del Padre pues él mismo era bueno y 
misericordioso con todos, especialmente con los reprobados 
religiosamente y con los difamados socialmente. En Jesús eso no 
era humanitarismo, sino concreción del amor del Padre dentro de 
la vida. Si Dios obra así con todos, ¿por qué no debería hacerlo 
también el Hijo de Dios?

(Págs.33-42 /47-64)