La oración,

centro y clave de la vida de Jesús

El Evangelio de hoy, festividad de la Cátedra de San Pedro, 
describe un momento decisivo de la historia de Jesús y de la 
fundación originaria de la Iglesia: es el momento en que Jesús 
-expulsado ya de la sinagoga- pregunta a sus discípulos: «¿Quién 
dicen los hombres que soy yo? Y vosotros, ¿quién decís que soy 
yo?» (/Mc/08/27s:/M/16/13-19). En aquella hora tuvo principio la 
confesión de la fe cristológica, y con la confesión común comienza la 
vida de la Iglesia. La pregunta de Jesús se repite en cada 
generación: «¿Quién dicen los hombres que soy yo? Y vosotros, 
¿quién decís que soy yo?» Esta es la cuestión central de nuestra 
vida y de estos Ejercicios.
La respuesta de los hombres y la respuesta de Pedro reflejan de 
manera diversa el intento de encontrar, partiendo de lo que ya era 
conocido, las categorías que ayudarán a definir la figura de Jesús. 
Las respuestas de los hombres expresan, ciertamente, una pequeña 
parte de verdad; pero sólo la respuesta de Pedro acierta a dar en la 
diana y se convierte así en el núcleo a partir del cual se desarrollará 
el Credo de la Iglesia; este Credo que, desde el principio, es un 
Credo petrino. La respuesta de Pedro, en su primera forma 
transmitida por San Marcos, es el núcleo, pero únicamente el 
núcleo, el germen del Credo eclesiástico: «Tú eres el Cristo (el 
Mesías)» (v.28). Esta fórmula expresa lo esencial; pero, a causa de 
los múltiples significados del título de Mesías, no podía bastar por sí 
sola. Semejante ambigüedad se pone de manifiesto inmediatamente 
después de la confesión, cuando Pedro se cree en la obligación de 
reprender a Jesús a causa del anuncio de la cruz, de manera que 
Jesús ha de decirle: «Quítate allá, Satán, pues tus pensamientos no 
son los de Dios, sino los de los hombres» (Mc 8,33).
Las versiones de la confesión de Pedro que hallamos en los 
Evangelios de Lucas y Mateo muestran el camino que condujo a 
profundizar y clarificar la primera fórmula; reflejan el camino de la fe 
de Pedro y de la Iglesia naciente: la primera y decisiva etapa de la 
historia del dogma. La historia bíblica de la confesión de Pedro 
constituyó el punto de cristalización de la fe en Jesús, el Cristo; 
pero, al mismo tiempo, siguió estando abierto un amplio abanico de 
posibles explicaciones integradoras, que apuntan en otros muchos 
títulos, como, por ejemplo, profeta, sacerdote, paráclito, ángel, 
señor, hijo de Dios, Hijo. El esfuerzo de la primitiva Iglesia por 
alcanzar una comprensión adecuada de Cristo se presenta a 
nosotros concretamente como un proceso en el que la fe busca el 
orden y la relación de los títulos entre sí: una acción de criba que 
mira a una mayor simplificación y concentración. Al final quedaron 
tres títulos como descripción común y válida del misterio de Jesús: 
Cristo, Señor, Hijo (de Dios).
Con todo, se hizo necesario un último proceso de concentración y 
simplificación. Y esto porque el título de Cristo (Mesías) se fue 
fusionando cada vez más con el nombre de Jesús, y, sin embargo, 
en cuanto al contenido, no tenía una significación clara fuera del 
ámbito judío; y también porque el término «Señor», en el lenguaje 
de aquel entonces, envolvía una cierta ambigüedad. La única 
descripción que todo lo abarcaba, la única capaz de expresar 
también el contenido de los otros títulos, se halló solamente en el 
título «Hijo». La palabra Hijo encierra en sí todo lo demás y, al 
mismo tiempo, lo explica. Por esta razón, la profesión de fe de la 
Iglesia puede por fin sentirse suficientemente expresada con este 
solo título, cuya forma definitiva encontramos en Mateo, en la 
profesión de fe de Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo» 
(Mt 16,16).
Ahora bien, el hecho de que la Iglesia concentre en esta sola 
palabra una estructura tan diversificada como la de la tradición y 
alcance así una última simplificación de la definición cristiana 
fundamental, no debe en modo alguno interpretarse como simpleza, 
en el sentido de superficialidad y reduccionismo. En el término 
«Hijo» hallamos aquella simplicidad que es, al tiempo, hondura y 
amplitud. «Hijo», como profesión fundamental de fe, significa que en 
este término se nos da la clave de interpretación que nos permite 
alcanzar y comprender todo lo demás.
Llegados a este punto, nos sale al encuentro el drama de la 
discusión moderna en torno a Jesús, una discusión que replantea 
fundamentalmente las opiniones de los hombres que no conocían a 
Jesús. Los argumentos no dejan de ser sugestivos. Se dice que una 
concentración semejante de la herencia histórica falsifica en 
realidad los orígenes, especialmente porque media una distancia 
temporal demasiado significativa.
Antes de responder a este argumento, quisiera insistir una vez 
más en el hecho de la simplicidad del dogma respecto a la tradición 
bíblica. Muchos piensan que el dogma de la Iglesia ha ocultado la 
sencillez del Evangelio bajo una mole insondable de conceptos 
filosóficos y, de este modo, ha cerrado el camino de acceso al Jesús 
de la Biblia. La verdad es justamente lo contrario: la historia del 
dogma cristológico es un proceso de simplificación y de 
concentración. Este proceso ha sacado a luz el centro mismo, 
aunando todas las experiencias que el Nuevo Testamento refiere e 
interpreta por medio de esta única palabra "Hijo", y nos ha 
proporcionado así la clave hermenéutica que nos permite acceder 
en profundidad a la persona y a la historia de Jesús.
J/ORACION: Pero volvamos a nuestro punto de partida. ¿Puede 
acaso decirse que esta concentración es una falsificación? En 
realidad, con esta interpretación de la figura de Jesús. la Iglesia 
responde a la experiencia histórica fundamental que de él tuvieron 
los testigos oculares de su vida. Porque llamar a Jesús el «Hijo» no 
significa recubrirle con el oro mítico del dogma (como se ha afirmado 
una y otra vez, siguiendo a Reimarus), sino que corresponde de la 
manera más estricta al carácter central de la figura histórica de 
Jesús. En esta palabra se concentra la experiencia de aquellos a 
quienes el Señor se dirige como a «vosotros», los cuales -a 
diferencia de «los hombres»- conocían a Jesús íntimamente. El 
testimonio unánime del Evangelio insiste en poner de relieve que las 
palabras y las obras de Jesús brotaban de su íntima comunión de 
vida con el Padre; que, después de la fatiga de la jornada, se 
retiraba siempre a «un lugar desierto» para orar en soledad (cf., por 
ejemplo, /Mc/01/35; /Mc/06/46; /Mc/14/35-39). Según el testimonio 
acorde e incontestable de los evangelios, se puede establecer la 
siguiente tesis: el centro de la vida y de la persona de Jesús es su 
constante comunicación con el Padre. Entre los evangelistas, es 
Lucas el primero en subrayar con fuerza este comportamiento, 
poniendo así de manifiesto que los resultados sustanciales de la 
acción de Jesús surgían del centro de su persona, y este centro era 
el diálogo que mantenía con el Padre. Cito tres ejemplos.
1. Comencemos con el llamamiento de los Doce, cuyo número 
simbóIico expresa la referencia al nuevo pueblo de Dios, del que los 
apóstoles llegarían a ser las columnas. Con ellos, pues, mediante un 
gesto simbólico y al mismo tiempo totalmente real, inicia Jesús el 
«Pueblo de Dios»; esto significa que su llamamiento ha de 
considerarse teológicamente como el principio de la "Iglesia". Según 
Lucas. Jesús pasó la noche que precedió a este acontecimiento 
entregado a la oración en el monte: el llamamiento brotó de la 
oración, del coloquio del Hijo con el Padre. La Iglesia es engendrada 
en una oración en la que Jesús se confía enteramente al Padre, y el 
Padre lo pone todo en manos del Hijo. En esta profundísima 
comunicación de Padre e Hijo se encierra el origen verdadero y 
siempre nuevo de la Iglesia y su más sólido fundamento 
(/Lc/06/12-17).
2. Como segundo ejemplo, quiero referirme al relato del origen de 
la profesión de fe en Cristo, que hace poco hemos mencionado 
como fuente central de la más antigua historia del dogma 
cristológico. Jesús pregunta a los apóstoles, en primer lugar, qué 
opina la gente del Hijo del hombre, y después qué piensan ellos de 
él. A esta pregunta, como bien sabemos, Pedro responde con 
aquella profesión de fe que edifica continuamente a la Iglesia en 
comunión con Pedro. La Iglesia vive de esta profesión de fe; en ella 
se le revela, junto con el misterio de Jesús, el misterio de la vida 
humana, de la historia del hombre y del mundo, porque en ella se 
hace presente el misterio de Dios. Esta profesión de fe unifica a la 
Iglesia; por este motivo, Simón, el hombre que hace la profesión de 
fe, es llamado Pedro, elegido y destinado a ser la piedra de la 
unidad: profesión de fe y ministerio de Pedro, profesión de fe en 
Jesucristo y unidad de la Iglesia con y en torno a Pedro, se hallan 
entre sí indivisiblemente vinculados.
Podemos decir así que la confesión de Pedro representa el 
segundo peldaño en la realización de la Iglesia. Y también en este 
momento Lucas nos hace ver que Jesús plantea a los apóstoles la 
pregunta decisiva sobre lo que ellos pensaban de él precisamente 
cuando habían comenzado a participar del secreto de su oración. 
De suerte que el Evangelio aclara que Pedro comprende y proclama 
la realidad de la persona de Jesús en el momento mismo en que, 
estando en oración, Jesús manifiesta la unidad de su ser con el 
Padre. Según Lucas, pues, se conoce a Jesús cuando se le conoce 
en su oración. La fe cristiana proviene de la participación en la 
oración de Jesús, de un hallarse implicados en ella, de un poder 
penetrar en su plegaria: la fe es interpretación de la experiencia 
orante de Jesús y, por este motivo, aclara verdaderamente quién es 
Jesús, porque surge de la participación en su intimidad. en el núcleo 
de su persona. Hemos llegado a la más profunda raíz y a la premisa 
constante de la fe cristiana: sólo si entramos en la soledad de 
Cristo, sólo si participamos en su realidad, en su comunicación con 
el Padre, podremos ver esta realidad suya. No hay otra forma de 
entrar en su identidad; únicamente así comenzamos a entenderlo y 
a comprender lo que significa «seguir a Jesús». La profesión de fe 
en Cristo no es una frase neutra; es oración y nace tan sólo de la 
oración. Aquel que había alcanzado a ver la intimidad de Jesús con 
su Padre y había comprendido así quién era El realmente, es 
destinado ahora a ser «piedra» de la Iglesia. La Iglesia brota de la 
participación en la oración de Jesús (cf. /Lc/09/18-20; 
/Mt/16/13-20).
3. Como tercer ejemplo presentaré la transfiguración de Jesús en 
«el monte». En la tradición evangélica, «el monte» es siempre el 
lugar de la oración, del estar a solas con el Padre. Jesús sube a un 
monte y, en esta ocasión, toma consigo a los tres que 
representaban el núcleo central de la comunidad de los Doce: 
Pedro, Santiago y Juan. «Mientras oraba, el aspecto de su rostro se 
transformó», nos cuenta Lucas (/Lc/09/29). Nos aclara de este modo 
que la transfiguración no hace más que poner de manifiesto lo que 
acontece realmente en la oración de Jesús: participación en el 
esplendor de Dios y, de esta suerte, manifestación del verdadero 
significado del Antiguo Testamento y de la historia entera, es decir, 
revelación. El anuncio de Jesús surge de esta participación en el 
esplendor de Dios, en la majestad de Dios, que, a la vez significa un 
ver con los ojos de Dios y es, por ello, revelación de lo que está 
escondido. Con esto, Lucas indica a un tiempo la unidad de 
revelación y oración en la persona de Jesús: una y otra brotan del 
misterio de la filiación. Además, según los evangelistas, la 
transfiguración es una especie de anticipación de la resurrección y 
de la parusía (cf. /Mc/09/01). De manera que la comunicación con el 
Padre, que se hace visible durante la oración de la transfiguración, 
constituye la verdadera razón que explica por qué Jesús no podía 
quedar preso de la muerte y por qué en sus manos está toda la 
historia. Aquel a quien el Padre dirige la palabra es el Hijo (cf. Jn 
10,33-36). Y el Hijo no muere jamás. De esta suerte, Lucas pone de 
relieve que toda la reflexión en torno a Cristo -la cristología- no hace 
otra cosa que interpretar su oración: la persona entera de Jesús se 
halla contenida en su plegaria.
4. Pero también en los otros evangelistas podemos hallar 
múltiples pruebas que apoyan este punto de vista. Me limitaré a 
esbozar brevemente tres ejemplos.
a) En primer lugar, quiero referirme a la oración de Jesús en el 
huerto de los Olivos, que ahora -en el momento en que se inicia la 
pasión- se convierte en «el monte» de su soledad con el Padre. 
Utiliza para dirigirse a Dios la palabra «Abbá», que, en este 
contexto, Marcos nos transmite en arameo, la lengua materna de 
Jesús, supera toda forma de oración conocida en aquel entonces; 
ese término expresa un grado de familiaridad con Dios que la 
tradición judía no podía en modo alguno admitir. Con esta sola y 
originalísima palabra se expresa la relación nueva y absolutamente 
singular que Jesús mantenía con Dios, una relación que únicamente 
puede expresarse mediante la denominación «Hijo».
b) Llegamos así al segundo punto que aquí quería tocar. Se 
refiere justamente al empleo sustancial de las palabras «Padre» e 
«Hijo», tal como se puede observar en el lenguaje de Jesús. Nunca 
atribuye Jesús a los apóstoles o a otras personas el nombre de 
«hijo» o «hijos» en el sentido en que se lo atribuye a sí mismo. Del 
mismo modo, siempre separa claramente la expresión «Padre mío» 
del sentido que tiene la común paternidad de Dios, válida para todos 
los hombres. La locución «Padre nuestro» va destinada a los 
apóstoles, que oran con el «nosotros» de la comunidad apostólica; 
con ella se expresa la participación de los suyos en la relación de 
Jesús con Dios, la cual se actualiza de tal suerte en la oración de los 
apóstoles que en modo alguno queda suprimida la diferencia en la 
manera de relacionarse con Dios. En todas las palabras y acciones 
de Jesús resplandece esta relación de Hijo, siempre presente y 
siempre eficaz; salta a la vista cómo todo su ser se halla inmerso en 
esta relación.
c) Este «ser-relación», que en realidad es la persona misma de 
Jesús, no sólo se manifiesta en las diferentes formas en que se 
presenta la palabra «Hijo», sino también en una serie de otras 
expresiones que aparecen una y otra vez en el mensaje de Jesús, 
como, por ejemplo: «Para esto he venido», «para esto he sido 
enviado». Según la conciencia que Jesús tiene de sí, tal como nos 
es revelada en los evangelios, él no habla ni actúa por sí mismo, 
sino por obra de otro, del que proviene de tal modo que este 
provenir le es sustancial. Toda su existencia es misión, es decir, 
relación.
Si referimos estas observaciones a los evangelios sinópticos, se 
comprende claramente que el cuarto Evangelio, que se halla todo él 
construido a base de conceptos como «Palabra», «Hijo», «misión», 
no añade nada sustancialmente nuevo a la más antigua tradición, 
sino que sólo subraya de una manera más enérgica lo que también 
los otros evangelios manifiestan. Podría decirse que el cuarto 
Evangelio nos introduce en aquella intimidad de Jesús a la que son 
admitidos únicamente aquellos que son sus amigos. Esto nos 
muestra a Jesús a la luz de aquella experiencia de amistad que 
permite asomarse a lo interior, y es una invitación a entrar en esta 
intimidad junto con el discípulo amado de Jesús, para conocer a 
Jesús y descubrir en el conocimiento del Salvador el camino, la 
verdad y la vida. 

JOSEPH RATZINGER
EL CAMINO PASCUAL
BAC POPULAR MADRID-1990
.Págs. 90-97