EL SENTIDO DE LA MUERTE DE JESÚS
por LEONARDO BOFF
1. JESÚS ES CONDENADO COMO "BLASFEMO" Y
GUERRILLERO
J/CONCIENCIA: Lo cierto es que los evangelios no quieren ser
obra histórica, sino profesión de fe, donde la historia y la
interpretación de la historia a la luz de la fe se amalgaman en una
unidad vital. Declararse Mesías-Cristo no constituía en sí una
blasfemia, ya que antes de Jesús de Nazaret se habían presentado
como Mesías varios liberadores. Por ese motivo nunca fueron
condenados a muerte. Problemático es también si Jesús, para
expresar su conciencia de predicador y realizador del reino de
Dios, usó títulos como Mesías-Cristo, Hijo del hombre y otros. Todo
parece indicar, como veremos detalladamente más adelante, que
Cristo se apartó de los títulos conocidos y comunes de su tiempo.
El era demasiado original y digno para encuadrarse dentro del
universo de comprensión de una cultura religiosa. En cualquier
caso, y esto se funda sobre datos históricos, Cristo poseía, por lo
menos al final de su vida, una conciencia nítida sobre su misión
liberadora de todos los elementos alienantes en el hombre y en el
mundo, de que con él el plazo para la irrupción del reino de Dios se
había terminado y, con su presencia y actuación, ese nuevo orden
de todas las cosas ya comenzaba a fermentar y a manifestarse'o.
Tal conciencia quedó muy clara en el interrogatorio solemne hecho
por Caifás. Sustentar semejante pretensión era situarse ya en la
esfera de lo divino. Y eso, para un hombre, es blasfemia. Más aún:
Jesús provoca un escándalo inaudito: por una parte se arroga una
conciencia que implica la esfera de lo divino; por otra parte, se
presenta débil, sin medios adecuados para su misión y se entrega
a merced de los esbirros. ¿No es esta figura un escarnio de las
promesas de total liberación, especialmente de los enemigos
políticos, hechas por Yahvé?. Frente a tal blasfemia, el sanedrín
en pleno y cada uno de sus 71 miembros votaron: Lamawet!
Lamawet!, esto es: «¡A la muerte! ¡A la muerte!». Se ha dado un
paso decisivo.
A partir de ese momento, todo en la historia del mundo se
transformará, comenzando por Pedro, que se arrepiente (Me 14,72
par.), y por Judas, que se ahorca (Mt 27,5; Hch 1,6.10), hasta la
posibilidad de la existencia de la Iglesia de Cristo como
continuadora de su predicación y realidad. El proceso político ante
el gobernador romano Poncio Pilato tiende a ratificar la decisión
del sanedrín. Con refinada táctica diabólica, las acusaciones de
orden religioso se transforman en difamaciones de carácter
político. Sólo así tienen oportunidad de ser oídas (véase el caso
paralelo con Pablo y Galión en Hch 18,14ss). Le acusan ante Pilato
de considerarse un liberador político (Mesías) -cosa que Cristo
jamás quiso ser- que predica la subversión entre el pueblo por
toda Judea, desde Galilea (Lc 23,25). Al oír la palabra «Galilea»,
Pilato recuerda a Herodes, que en aquellos días estaba también en
Jerusalén (Lc 23,6-12). A él, como tetrarca de Galilea, tierra y
campo de la principal actuación de Jesús, competía pronunciar una
palabra decisiva. Cristo es llevado a Herodes e interrogado por él.
El silencio de Jesús lo irrita. Herodes lo devuelve a Pilato,
vistiéndolo de rey de burlas. «Aquel día, Herodes y Pilato se
hicieron amigos, pues antes estaban enemistados» (Lc 23,12). En
la burla contra un inocente, hasta los malos se encuentran y
convierten la enemistad en amistad. Pilato, sin embargo, percibe
inmediatamente que Jesús no es ningún revolucionario político
como los zelotas ni pregona la violencia contra los romanos. Tal
vez sea un ingenuo soñador religioso. Por eso dice por tres veces:
«Ningún delito encuentro en este hombre» (Lc 23,4.15.22).
El Nuevo Testamento, no se sabe si por motivos apologéticos (el
gobernador debe testimoniar que el cristianismo no es peligroso
para el Estado) o reflejando una situación histórica, presenta tres
tentativas de Pilato para salvar a Jesús frente a los que, con
renovada insistencia, gritaban: «Crucifícalo, crucifícalo» (Lc 23,21.)
el episodio con Herodes, la tentativa malograda de cambiar a Jesús
por el guerrillero y bandido Barrabás (Lc 23,17- 25) y, por fin, la
escena del Ecce Homo y las torturas (Jn 19,1-6). Por otras fuentes
conocemos los rasgos de «venalidad, violencia, rapiña, malos
tratos, ofensas, ejecuciones incesantes y sin juicios, crueldad sin
razón» (Filón, Leg. ad Caium, § 38) de la personalidad de Pilato.
Siente placer en azuzar a los judíos, haciendo como que quiere
salvar la inocencia de Jesús. Solamente ante la amenaza de poder
ser tornado como enemigo del César (Jn 19,12) admite los gritos
del populacho y de los dirigentes judíos. San Juan dice
desapasionadamente: «Entonces, se lo entregó para que fuera
crucificado» (Jn 19,16). Redacta también la inscripción en tres
lenguas: lesus Nazarenus Rex Iudaeorum. Todo está a punto. El
sacrificio puede comenzar.
Según la costumbre romana, los condenados a muerte en la cruz
(generalmente sólo esclavos y rebeldes; según Cicerón, Verres 11,
5, 65, 165 : «el más bárbaro y terrible castigo») son primeramente
flagelados sin misericordia. En seguida tienen que cargar sobre
sus hombros el travesaño de la cruz hasta el lugar de la ejecución,
donde ya se encuentra la parte vertical en el suelo. Son
desnudados, clavados en la cruz, que adopta normalmente la
forma de una T, y levantados a dos o tres metros del suelo. Así
permanecen durante horas o días, hasta que les llega la muerte
por agotamiento, asfixia, hemorragia, rotura del corazón o colapso.
Jesús permaneció en la cruz desde el mediodía hasta las tres de la
tarde. Los evangelios nos dicen que pronunció siete palabras,
cuyo valor histórico, no obstante, es muy discutido: una en Mc
(15,34), la misma en Mt (27,46), tres en Lc (23,34.43.46) y otras
tres en Jn (19.26.28.30). Sin embargo, una de ellas no deja
ninguna duda en cuanto a su autenticidad e invita a preguntar cuál
era la conciencia que Jesús tenía de sí mismo. Marcos conserva
todavía su formulación aramea: «Elohí, Elohí, lammá sabaktaní?
¡Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34).
Cristo vivió, en una incomparable intimidad con su Dios, llamándolo
Abba, mi querido padre; en nombre de ese Dios, predicó el reino
de Dios y confesó continuamente su fe en él (cf. Mt 11,27). Ese
Dios de amor y de humanidad dejó a Jesús solo. Lo abandonó. Es
Jesús mismo quien lo dice. Sin embargo, si Dios lo abandonó,
Cristo no lo abandonó. Por eso también en el grito de soledad
absoluta exclama: «¡Dios mío, Dios mío». «Pero Jesús, lanzando
un fuerte gritó, expiró (Me 15,37), entregándose confiado a quien
lo había abandonado, pero que continuaba siendo «Dios mío». El
silencio de Dios el viernes santo será interrumpido el domingo de
resurrección.
2. «HE AMADO... HASTA EL FIN»
La muerte no constituyó una catástrofe inopinada en la vida de
Cristo. Su mensaje, vida y muerte forman una unidad radical. La
muerte violenta está, de algún modo, implicada en las exigencias
de su predicación. En un texto célebre, ya Platón sentenciaba en
su República: «El justo será flagelado, desollado, amarrado y
cegado con fuego. Cuando hubiere soportado todos los dolores,
será clavado en la cruz» (Rep. 2, 5, 361 E). Jesús nunca leyó a
Platón. Pero, mejor que el gran filósofo, sabía de lo que son
capaces el hombre y su sistema de convicciones religiosas y
sociales. Sabe que quien quiera modificar la situación humana
para mejorarla y liberar al hombre para Dios, para los otros y para
consigo mismo debe pagar con la muerte. Sabe que todos los
profetas fueron violentamente asesinados (Lc 11,47-51. 13,34; Mc
12,2). Conoce también el fin trágico del último y mayor de todos los
profetas: Juan Bautista (Mc 9,13).
Con su predicación, Jesús hace la siguiente reivindicación,
soberana y que ninguna instancia del mundo de entonces puede
legitimar: Dios y su reino vienen. Dios está ahí para todos los que
se convierten y esperan, especialmente para los que se juzgan
excluidos de su salvación y misericordia: el pobre, por el hecho de
ser pobre, no es pecador, como se decía; ni el ciego lo es a causa
de su pecado o del de sus padres. En su predicación, Cristo choca
inevitablemente con el orden religioso establecido. El bien y el mal
para el sistema social y religioso no coinciden necesariamente con
el bien y el mal en sí. Dice el mundo de entonces: «Esa gente que
no conoce la ley, está maldita». Y Cristo dirige su predicación
especialmente a éstos. Impuro es aquel que no se lava antes de
las comidas; Cristo no ve cómo se pueda llamar a eso impureza: la
impureza viene de dentro (Mc 7,19-22). Odiar a los enemigos no es
pecado (Mc 5,43), se decía; Cristo dice: es pecado, merecedor del
fuego eterno (Mt 5,22). Cristo viene a anunciar que ni Dios ni el
hombre pueden ser aprisionados dentro de estructuras prefijadas,
sociales o religiosas. El hombre no puede encerrarse en sí mismo,
sino que debe estar continuamente abierto a las imprevistas
intervenciones de Dios. El mundo puede usar y abusar de la
religión para atar al hombre en nombre de Dios. Pero Dios no
quiere atar, sino liberar. Por eso, si Jesús viene en nombre de Dios
a anunciar una total liberación, el sistema lo tiene que considerar
blasfemo (Mc 2,7), demente y fuera de sí (Mc 3,24), impostor (Mt
27,63), poseso (Mc 3,22; jn 7,20) y hereje (Jn 8,48). La religión
puede liberar al hombre cuando es verdadera, pero puede
esclavizarle aún más cuando se abusa de ella. Es capaz de hacer
mejor el bien, pero también puede hacer peor el mal. Y si el profeta
continúa predicando su mensaje, deberá contar con la violencia del
orden establecido. Con Cristo, todo queda trastocado. Con él, un
viejo mundo se acaba, y reaparece otro, donde los hombres tienen
la posibilidad de ser juzgados, no por lo que las convenciones
morales, religiosas y culturales determinan, sino por lo que, el
sentido común, el amor y la total apertura a Dios y a los otros, se
descubre como la voluntad concreta de Dios.
a) La fe y la esperanza de Jesús
Cristo nunca se dejó determinar por el mundo circundante.
Soberano, no entra en ningún compromiso, sino que vive
firmemente a partir de lo que juzga ser la voluntad de Dios: la
felicidad y la liberación del hombre. Si la fe, para el Antiguo
Testamento y el Nuevo consiste, radicalmente, en un poder decir si
y amén al Dios descubierto en la vida, en un existir y
fundamentarse en él como sentido absoluto de todo, en un
continuo volverse y asirse a él, entonces Jesús fue un
extraordinario creyente y tuvo fe. La fe fue el modo de existir de
Jesús, dejándose determinar siempre a partir de Dios y del otro y
no simplemente a partir de las normas religiosas y de las
convenciones sociales de la época. Soportó las contradicciones,
los riesgos y las tentaciones que la aventura de la fe implica. Con
razón, la epístola a los Hebreos nos presenta a Cristo como
ejemplo de alguien que creyó y supo soportar «la cruz sin miedo a
la ignominia» que eso significaba, a causa de su fe (Heb. 12,2).
Esta fe y esta esperanza fueron especialmente puestas a prueba
cuando percibió la acerba oposición que su mensaje y su persona
encontraban en las distintas clases sociales de entonces. En un
momento dado, en la llamada crisis de Galilea (Mc 9,27ss; Lc
9,37), Jesús se dio cuenta de que la muerte violenta estaba dentro
de las posibilidades reales de su vida. Lc 9,51 dice que «se afirmó
en su voluntad», esto es, tomó resueltamente la decisión de ir a
Jerusalén; «marchaba delante de ellos... los que le seguían tenían
miedo» (Mc 10,32), para anunciar y esperar el reino de Dios. No se
detiene. Cree en su misión liberadora y espera contra toda
esperanza.
Págs. 132-137
3. EL SINSENTIDO TIENE UN SENTIDO SECRETO
J/MU/SENTIDO: ¿Qué sentido tiene la muerte de Cristo? Los
apóstoles, cogidos por sorpresa, huyeron (Mc 14,27; Mt 26,31). Ya
la prisión de Jesús hace que su comunidad se disuelva y disperse
(Mc 14,27; Mt 26,31). Los textos más antiguos de las apariciones
del Resucitado atestiguan que éstas tuvieron lugar, primeramente,
en Galilea (Mc 14,28; 16,7; Mt 26,32; 28.7.16-20). Esto hace
suponer que los apóstoles, después del fracaso de Cristo,
regresaron a esa región. Los discípulos de Emaús atestiguan la
frustración de los seguidores de Jesús: «Nosotros esperábamos
que sería él el que iba a librar a Israel» (Lc 24,21). Además, Jesús
había muerto en la cruz. Este terrible método de suplicio, inventado
por los persas (Herodoto, 3,159, cuenta que en el año 519 a. C.
fueron crucificados en Babilonia 3.000 rebeldes) y adoptado por
los romanos, significaba para el judío un signo visible de la
maldición divina (Dt 21,23; Gál 3,13), la quintaesencia de la
vergüenza e ignominia (Heb 12,2). Por el hecho de haber sido
crucificado Jesús, según la mentalidad judía, había sido
abandonado por Dios. Todo indica que los apóstoles no vieron al
principio ninguna significación salvífica en la muerte de Cristo. Los
discursos de Pedro en los Hechos dejan entrever esta
circunstancia. Allí se dice de forma antitético : «Vosotros lo
matasteis clavándolo en la cruz por manos de los impíos; a éste,
pues, Dios lo resucitó» (Hch 2,23-36; 3,14-15; 4,10; 5,30).
Solamente a partir de la resurrección fueron descifrando, con
creciente claridad, el sentido de la muerte y de la resurrección
como dos escenas del mismo acto salvífico. La muerte de Cristo se
ve entonces como perdón de nuestros pecados (1 Cor 15,3). Bajo
esa luz, se elaboraron los textos evangélicos, puestos por la fe en
boca de Jesús, según los cuales él sería entregado y muerto (Mc
8,31; 9,31; 10,32-34 par.), debería beber el cáliz del sufrimiento
(Mc 10,38), ser bautizado con el bautismo de sangre (Mc 10,38; Lc
12,50), dar su vida en redención de muchos (Mc 10,45), etc. Este
significado teológico, conquistado después a la luz de la
resurrección, lo analizaremos más adelante. Independientemente
de que esta interpretación se deba a la comunidad y se considere
como revelación divina aportada por la resurrección, cabe aún
preguntarnos: ¿Tiene la muerte de Cristo considerada en sí misma
algún significado teológico para nosotros hoy? Sí lo tiene, y muy
grande, por los siguientes motivos. Toda la vida de Cristo fue un
darse, un ser para los otros, la tentativa y la realización de superar
en su existencia todos los conflictos. Viviendo lo originario del
hombre como Dios quería, cuando lo creó a su imagen y
semejanza, juzgando y hablando siempre a partir de él, reveló una
vida de extraordinaria autenticidad y originalidad. Con su
predicación del reino de Dios quiso dar un sentido último y
absoluto a la totalidad de la realidad, vivió su ser para los otros
hasta el fin, aun cuando la experiencia de la muerte como ausencia
de Dios en la cruz se hizo sensible casi hasta el límite de la
desesperación. A pesar del desastre y del fracaso total, no
desesperó, sino que confió y creyó hasta el fin que Dios lo
aceptaría.
El sinsentido tenía para Jesús un sentido secreto y último. El
sentido universal de la vida y de la muerte de Cristo está, pues, en
que soportó hasta el fin el conflicto fundamental de la existencia
humana: querer realizar el sentido absoluto de este mundo delante
de Dios, a despecho del odio, de la incomprensión, de la traición y
de la condena a muerte. El mal para Jesús no pedía ser
comprendido, sino ser asumido y vencido por el amor. Este
comportamiento de Jesús abrió una posibilidad nueva a la
existencia humana, la de una existencia de fe en sentido absoluto,
incluso frente al absurdo que supone una muerte conferida por el
odio a quien sólo amó y sólo buscó hacer el bien entre los
hombres. De ahí que Bonhoeffer pueda decir que el cristiano hoy
está llamado a vivir esa debilidad de Cristo en el mundo. «Jesús no
llama a una nueva religión. Jesús llama a una nueva vida. ¿Cómo
es esa vida? Participar de la flaqueza de Dios en el mundo» 24.
Una vida así es nueva y triunfa allí donde todas las ideologías y
especulaciones humanas sucumben, es decir, en la
desesperación, en el sufrimiento inmerecido, en la injusticia y en la
muerte violenta. ¿Existe un sentido en todo eso? Sí. Pero
solamente cuando se asume ante Dios, en el amor y en la
esperanza que va más allá de la muerte. Creer así es creer con
Jesús. Seguirlo es realizar, dentro de nuestras propias
condiciones, que no son peores que las de él, el mismo
comportamiento. La resurrección revelará en toda su profundidad
que creer y perseverar en el absurdo y en el sinsentido no es algo
sin sentido.
Bonhoefter expresó muy bien, en una célebre poesía, el sentido
profundo de la pasión para la vida del cristiano 21:
Los hombres en su angustia llegan a Dios,
imploran ayuda, felicidad y pan;
que salve del dolor, de la culpa y de la muerte a los suyos.
Así hacen todos, todos: cristianos y paganos.
Los hombres se aproximan a Dios en el dolor,
lo encuentran pobre, insultado, sin abrigo, sin pan.
Lo ven por nuestro pecado vencido y muerto, ¡oh Señor!;
los cristianos permanecen con Dios en la pasión.
Dios está con todos en su angustia y dolor.
El dará del cuerpo y del alma el eterno pan.
Muere por cristianos y paganos como Salvador,
y a ambos perdona en su pasión.
................
24 D. Bonhoeffer, Resistencia y sumisión (Barcelona 1969).
25 Ibíd.
(Pág. 140-143)
.....................................................
4.
Pocos temas de la teología han sido tan manipulados y
tergiversados en su interpretación como el de la cruz y la muerte
de Jesús. Especialmente, las clases opulentas y poderosas han
utilizado el símbolo de la cruz y el hecho de la muerte redentora de
Cristo para justificar la necesidad del sufrimiento y de la muerte en
el horizonte de la vida humana. Así, oímos decir, piadosa y
resignadamente, que cada uno debe cargar con sus cruces de
cada día, que lo importante es vivir con paciencia y resignación y,
lo que es más, que por la cruz llegamos a la luz y reparamos la
infinita majestad de Dios, ofendida por nuestros pecados y los del
mundo.
Esta forma de pensar es extremadamente ambigua y se presta
fácilmente a manipulaciones. No arranca de la muerte histórica de
Jesús, que no fue una fatalidad ni un acto de resignación. La
muerte de Jesús fue provocada, preparada desde fuera y llevada a
cabo violentamente. Es el resultado final de una praxis de Jesús
que afectó a los cimientos de la sociedad y la religión judías, las
cuales no consiguieron asimilar a Jesús y acabaron por arrojarlo
fuera, liquidándolo físicamente. Este fue el precio pagado por la
libertad que se tomó, la consecuencia del combate sostenido
contra el fariseísmo, el privilegio, el legalismo, el endurecimiento
del corazón ante Dios y los hermanos. Jesús sufrió y murió en la
lucha contra las causas objetivas que generaban y siguen
generando sufrimiento y muerte.
Apelar a la muerte y a la cruz de Jesús puede ocultar las
prácticas inicuas de los que precisamente provocan la cruz y la
muerte de los otros. Tal apelación no es más que una vulgar
ideología para conseguir que el sufrimiento y la muerte prosigan su
obra avasalladora de explotación, de injusticia en las relaciones
entre personas y clases, de privilegios y dominación. La cruz de
Cristo no puede interpretarse de modo que abra el camino para
semejante instrumentalización. La gloria de Dios no consiste en
que el hombre sufra, en que sea expoliado y crucificado
diariamente, sino en que viva y sea feliz. Nuestro Dios no es como
los dioses paganos, envidiosos de la felicidad de los hombres. Es
un Dios que nos empuja a vivir de modo que cada vez resulte más
imposible la repetición del drama de la crucifixión de Cristo y de
otros hombres a lo largo de la historia. La muerte de Cristo fue un
crimen, no una exigencia de la voluntad de un Dios ávido de
reparación por su honra ultrajada, preocupado por la estética de
las relaciones entre él y la humanidad. Como decía acertadamente
un teólogo mexicano, «Cristo murió para que sepamos que no todo
está permitido» 1. La muerte de Cristo significa la condena de
prácticas opresoras y una denuncia de los mecanismos que
destilan sufrimiento y muerte. No puede servir jamás para su
consagración y legitimación. La cruz no evoca una exaltación
malsana del dolor, sino que convoca para una lucha contra el dolor
y las causas que llevaron a la cruz. Es menester, tanto en la piedad
como en la teología, recuperar el contenido histórico de la cruz de
Jesús frente a su transformación en puro símbolo de resignación y
expiación, con las mixtificaciones a que todo símbolo está sujeto.
La esperanza cristiana no apunta a la cruz, sino al crucificado,
porque ahora él es el viviente y el resucitado. Y es el viviente y el
resucitado porque Dios nos mostró que ser crucificado por
identificarse con los oprimidos y los pobres de este mundo tiene un
sentido último, tan ligado a la vida que no puede ser destruido por
la muerte.
La resurrección no conserva su significado cristiano y
escatológico si no está en estrecha conexión con la crucifixión. La
resurrección es el sentido último de la insurrección en favor del
derecho y de la justicia. Fuera de esto corre el riesgo de ser, como
lo fue la cruz, mixtificado como símbolo de un mundo totalmente
reconciliado en el futuro sin pasar por la conversión de los
mecanismos que causan la iniquidad en el presente. Como
veremos a lo largo de este ensayo, la existencia cristiana sólo
conserva su identidad cristiana en la medida en que vive y se
mantiene en la dialéctica pascual de crucifixión y resurrección
como exigencia del seguimiento de Jesús. Sólo así se percibe
claramente cuál es el sentido del camino doloroso de Jesucristo: la
muerte impuesta puede ser acogida como forma de amor oblativo
que se entrega de una vez por todas a los hombres, a todos los
hombres, incluso a los verdugos. Una muerte así no es fruto de la
fatalidad, sino de la libertad. Como acertadamente escribe H. Küng,
"es el hombre quien debe decidir. Puede rehusar este sentido
oculto con obstinación, cinismo o desesperación. Pero puede
también aceptarlo con confianza, con fe en aquel que dio sentido a
la absurda pasión y muerte de Jesús. Así se acaba la frustración,
la revuelta y la protesta, y desaparece la desesperación» 2.
Antes de abordar la trayectoria que llevó a Jesús a la muerte
queremos confrontar el interés de los relatos evangélicos sobre la
pasión con el interés de nuestra reflexión teológico.
INTERÉS DE LOS RELATOS EVANGÉLICOS SOBRE LA
PASIÓN DE JESÚS
Con respecto a los relatos evangélicos sobre la pasión y muerte
de Cristo hay que señalar lo siguiente:
1. Los textos actuales fueron escritos mucho tiempo después de
los acontecimientos pascuales y a la luz del hecho cumbre de la
resurrección. Esta implica para el Nuevo Testamento, y también
para nosotros, una nueva dimensión. Es una óptica nueva a través
de la cual se totaliza de una forma diferente el mensaje y la figura
de Jesucristo, y constituye el punto de partida de la cristología.
A la luz de la resurrección, la comunidad cristiana primitiva
comenzó a interpretar toda la vida de Cristo. Gracias a ella se
eliminó la ambigüedad que pesaba sobre la figura de Jesús.
Quedaba claro que no era un falso profeta. Dios estaba con él. El
Dios que parecía haberlo abandonado el día de Viernes Santo
aparecía ahora como su legitimador. Por eso, cuando las
comunidades dan testimonio y escriben sobre Jesús en los
evangelios, tienen siempre presente al resucitado. En los gestos,
en las palabras, en las insinuaciones del Jesús histórico ven ahora
manifestaciones del resucitado, interpretado como el Hijo del
hombre, como el Hijo de Dios, el Mesías, etc.
Los evangelios son un libro de testimonio. Tienen siempre
presente la profesión de fe en Jesús. Los evangelistas no
escribieron nada por el simple gusto de escribir y relatar algo para
la posteridad. Su interés reside en convencer, proclamar,
defender, polemizar y testificar a Jesús como el Cristo, el Salvador
de los hombres. Por eso en los evangelios encontramos, en una
unidad difícil de separar, historia y teología, relato y profesión de
fe, narración y tesis dogmática.
A la luz de la resurrección se hizo inteligible el escándalo que
supuso la crucifixión para los discípulos. Comprendieron el plan de
Dios. La muerte aparece como un momento de un plan más amplio,
como un paso para la resurrección, como una realidad subsumida
en la perspectiva del final del profeta ahora resucitado. Fue un
inmenso trabajo teológico de la Iglesia primitiva conciliar el Dios
que abandonó a Jesús en la cruz con el Dios que lo resucitó de
entre los muertos. La tarea estaba siempre presidida por el mismo
afán: superar el foso que separaba un dato del otro. mostrar la
unidad del mismo Dios que actuó en uno y otro acontecimiento y la
del mismo sujeto, Jesús, que murió y resucitó. La teología
suministró, como veremos más en detalle, las categorías para
realizar este paso.
2. Junto a esta perspectiva general, la luz de la resurrección,
aparece el momento apologético, interno. Fue preciso hacer
inteligible a los mismos judíos convertidos el fenómeno Jesucristo,
fortaleciendo su fe. De ahí la importancia de las citas del Antiguo
Testamento para mostrar la unidad del plan de Dios y el
cumplimiento de las profecías. Según los relatos del Nuevo
Testamento, el que sufre, es torturado y muere no es simplemente
el judío Jesús de Nazaret, sino el Mesías, el Hijo del hombre, el Hijo
de Dios. Todo esto es presentado en los relatos sin polémica
explícita, pero supone un trabajo teológico subyacente de tenor
polémico.
Por los Hechos de los Apóstoles conocemos las primeras
polémicas sobre el asunto. Así, Esteban recrimina acremente a los
judíos no convertidos: «Rebeldes, infieles de corazón incircunciso
... habéis traicionado y asesinado al justo» (Hch 7,51-52). Pedro se
refiere también a la crucifixión en tono polémico: «Vosotros hicisteis
matar a este hombre, crucificándolo por mano de los infieles.
Vosotros lo entregasteis negándolo delante de Pilato ... » (3,13).
«Jesús Nazareno, a quien vosotros crucificasteis» (4,10). "Vosotros
lo matasteis colgándolo en la cruz ... » (5,30). Estos textos nos
revelan la polémica latente en la Iglesia primitiva: los relatos de la
pasión no la reflejan explícitamente, pero aluden al resultado, que
es la expresa afirmación de la mesianidad de aquel que aparece
como el rechazado y condenado, pero que ahora está vivo.
3. ¿Cuál es el género literario de los relatos de la pasión? La
respuesta es muy importante, porque cada género literario
selecciona unos hechos, subraya unos aspectos e incluye
dimensiones que pueden ser fecundas para una comprensión
diferente del hecho. Los exegetas no están de acuerdo al
determinar el género literario de la pasión. No es un género de
martirio (Acta Martyrum), aunque contenga algunos de sus
elementos. Tampoco es parenético y edificante; ni es una
«anámnesis» (memoria) de la pasión, algunos de cuyos elementos
se dan, pero sin llegar a caracterizar el relato.
El género es relato de la pasión. Se relata, pero no en el
moderno sentido de los criterios de la historiografía, por más que
se dé un interés y una intención de relatar. ¿Y qué se relata? El
sufrimiento y la pasión de Jesús, que era el Mesías. Aquí reside el
interés dogmático. Jesús es el Mesías. Y el Mesías sufre.
Semejante afirmación era para los oyentes judíos un verdadero
escándalo: el Mesías sufre y muere. Los evangelios hacen tal
afirmación rotundamente. Presentan la cruz como el símbolo que
identifica al verdadero Mesías. Esto destruía las ideas del judaísmo
sobre el Mesías.
Los relatos cargan toda la culpa sobre los judíos que
condenaron a Jesús por el único motivo de haber sido el Mesías y
haber sido rechazado. De la polémica entre judíos y cristianos los
evangelios recogen la conclusión, sin tono polémico: los judíos
mataron a Jesús, liquidaron al Mesías. Los relatos intentan
fortalecer la fe de los recién convertidos y expresar la comprensión
que de sí misma tiene la comunidad primitiva. Los evangelios
presentan también un puente para facilitar la aceptación de la
tesis: el Mesías sufre porque es el justo doliente. Sobre el tema del
Justo doliente, la tradición judía -como veremos- había reflexionado
mucho. Cristo es interpretado como el Justo doliente y el Mesías.
4. El Sitz im Leben (contexto vital) del relato es el culto y la
liturgia. Los cristianos, en sus reuniones, recordaban y meditaban
los grandes momentos de la vida, muerte y resurrección del Señor.
Así, en un contexto de oración, en los Hechos de los Apóstoles se
hace una referencia explícita a la pasión (4,24-31) : al ser
liberados los apóstoles, los cristianos elevan sus voces a Dios
recitando el salmo 2, que aplican a la pasión, y añaden: «Porque
Herodes y Pilato se aliaron en esta ciudad con paganos y gentes
de Israel contra tu santo siervo Jesús, que tú habías ungido» (v.
27).
En la celebración litúrgica se proclama y celebra principalmente
la acción salvífica de Dios. Los hombres entran como actores de
un teatro dirigido desde lo alto. No se discute por qué son
culpables, no se hacen apologías, ni se elaboran los motivos por
los que alguien está siendo condenado. Todo viene ya iluminado
por una luz trascendente que discierne en todo el drama un
sentido que escapa a los mismos actores de la tragedia. La liturgia
y el culto imponen cierto orden, tienen su gramática peculiar y se
centran en la línea de profesar la fe y celebran la presencia del
Señor, del Justo doliente, que ahora ha resucitado y vive.
....................
1. P. Miranda, El ser y el Mesías (Salamanca 1973) 9.
2. H. Küng, Ser cristiano (Madrid , 4ª ed. 1980) 551.
(Págs. 290-295)
LEONARDO BOFF
JESUCRISTO Y LA LIBERACION DEL HOMBRE
EDICIONES CRISTIANDAD. MADRID
1981