III. PERDÓN DE LOS PECADOS Y PASIÓN DE JESUCRISTO

J/MU/REDENCION: Es verdad que la vida de 
Jesús entregada hasta la muerte pesa más ante Dios que todo el 
pecado del mundo y de los hombres. En este sentido satisface por 
el pecado humano, y se convierte en una oferta incondicional e 
irreversible de perdón, por parte de Dios. Esto lo entendieron los 
Apóstoles en sus experiencias pascuales, al percibir que la 
Resurrección de Jesús no era algo exclusivamente para El y que le 
alejara de todos nosotros, sino algo en lo que todos estamos 
implicados e incluidos y que, por eso, convierte a Jesús en 
"Primogénito" de todos los muertos y en "Cabeza" del nuevo cuerpo 
de la humanidad transfigurada, que la Iglesia debe anticipar. Así 
habla el Nuevo Testamento. 

Pero esto no significa en modo alguno que Jesús tuviera que 
morir porque la ira incontenible de Dios exigía sangre inocente para 
satisfacerse. Jesús tuvo que morir por una necesidad histórica bien 
perceptible: su vida al servicio del Reino levantó una oleada 
incomprensible de conflictividad. Todos los poderes de este mundo 
experimentaron esa vida de Jesús como una auténtica amenaza. Y 
en una reacción ciega de autodefensa, se aliaron todos para 
acabar con Jesús.

De este modo, la clase alta saducea y los sumos sacerdotes 
alegaron que era blasfemo el anuncio de un Dios cuya realidad 
estaba medida por esa dimensión del Reino y de la Misericordia 
para con los de fuera. Los zelotes consideraron blasfemo a un Dios 
que no se identificaba sin escrúpulos con los intereses 
sociopolíticos de Israel, incluso a través del odio y de la violencia. 
Los fariseos sintieron que la radicalidad de Jesús amenazaba las 
difíciles conquistas obtenidas por ellos durante mucho tiempo. Y el 
pueblo sintió que el camino de la conversión del corazón era una 
amenaza para ellos, que deseaban el camino de una salvación fácil 
y de una "beneficencia" más rentable... En cuanto a los romanos, 
no sabemos si llegaron a percibir a Jesús como una amenaza para 
el Imperio o si, más sencillamente, realizaron su arbitraje entre 
Jesús y los judíos del modo más cómodo para sus intereses 
imperialistas (es decir: prefiriendo no malquistarse a los judíos, aun 
a costa de sacrificar a un inocente). No lo sabemos con seguridad 
porque existe la sospecha fundada de que los evangelistas, al 
predicar a Jesús en medio del imperio romano, hubiesen ducificado 
la conducta de los romanos para congraciarse a sus oyentes. En 
cualquier caso, lo que sí es cierto es que los poderes religiosos 
judíos temieron que la vida de Jesús fuese leída por los romanos 
como una amenaza política; y por eso decidieron que "es mejor que 
muera uno para que no perezca toda la nación" (Jn 11,50). De esta 
manera, la pretensión de Jesús recibió las dos condenas máximas 
que podían pronunciarse en aquella época (y en todas las épocas): 
era contraria a Dios y era contraria a la paz del imperio. Y Jesús fue 
condenado como blasfemo y como terrorista. 

Y en esta condena había algo de verdad: Jesús es una blasfemia 
insoportable contra todos los dioses de este orden presente y es, 
por eso, una auténtica amenaza de subversión contra todo este 
orden presente. Su condena pretende ser la salvaguarda de este 
(des)orden establecido. Pero no hace más que poner de relieve la 
maldad del sistema: la maldad de todo el género humano en este 
mundo.

A los hombres nos es muy duro aceptar esta revelación. Por eso, 
a lo largo de la historia, los cristianos hemos ido buscando 
"culpables" sobre quienes descargar la muerte de Jesús. Uno de 
esos culpables fue durante cierto tiempo el pueblo judío, dando 
lugar al catastrófico antisemitismo de los cristianos. Otro de los 
culpables es Dios: Jesús no habría muerto porque nosotros lo 
quitamos de en medio, sino porque Dios reclamaba su muerte para 
satisfacerse, para descargar sobre él el castigo que tenía 
reservado para nosotros. A la anterior excusa monstruosa de "los 
judíos" que daba lugar al antisemitismo, sucedía ahora otra excusa 
más monstruosa de "la ira de Dios" que ha dado lugar a tantas 
formas de antiteísmo.

Y además, hay que notar cómo, con esta explicación, se 
desvaloriza totalmente la vida humana de Jesús, de la que antes 
decíamos que es el rostro o la revelación de Dios para nosotros. 
Como de todas formas Jesús había de morir, y como esto era "lo 
único importante" de su existencia terrena porque es en el 
sufrimiento donde satisface por nosotros, la vida humana de Jesús 
se convierte en un simple "compás de espera", del que puede 
prescindirse en absoluto, y cuyos contenidos son absolutamente 
indiferentes. Algo de esto es lo que refleja el Jesús de Scorsese, 
diciéndole a Judas: denúnciame, porque tengo que ser matado. 
Esta evaporación de la vida humana de Jesús es un factor que, de 
rebote, conduce a la pérdida de la humanidad de Jesús -en aras de 
su divinidad- que comentábamos en el apartado 1.

De este modo se cierra un círculo perfectamente vicioso: lo que 
importa de Jesús no es su vida humana entregada hasta el 
derramamiento de sangre, sino sólo esa sangre derramada. Y la 
divinidad de Jesús no es el Amor que se transparenta en esa vida 
entregada sino sólo el factor multiplicador que hace que esa sangre 
derramada tenga un valor infinito y digno de Dios. A Dios sólo le 
complace el dolor. Y el dolor infinito le complace de una manera 
digna de Él.

Más blasfema que la idea de una tentación sexual en Jesús, es la 
idea de ese Dios que necesita ver la sangre inocente para aplacar 
su ira. Y que esta idea no estaba ausente de muchas cristologías 
preconciliares, lo muestran estos dos textos tomados de la 
predicación cristiana:

"¿Qué es lo que condenó a Jesús a una muerte tan atroz? ¿Fue 
Pilato? ¿Fueron los escribas y fariseos? No hermanos míos, no. 
Fue la justicia divina que nunca quiso decir 'basta', hasta que le vio 
expirar sobre ese suplicio. El Salvador bondadoso agonizaba 
colgado en el aire de tres clavos, derramaba lágrimas de sangre, 
sangraba por todas partes. Pero la justicia inexorable decía: 
'todavía no'. Su tierna madre lloraba al pie de la cruz, sollozaban las 
piadosas mujeres, gemían todos los ángeles y espíritus 
bienaventurados ante tan cruel espectáculo. Pero la Justicia sin 
dejarse conmover repetía: 'todavía no'. Y no dijo 'ya basta' hasta 
que no le vió exhalar el último suspiro. ¿Qué decís ahora hermanos 
míos? Si la Justicia divina ha tratado tan severamente al Unigénito 
del Padre sólo porque había tomado sobre sí nuestros pecados - o 
mejor: la sombra de nuestros pecados-¿cómo nos tratará a 
nosotros que somos los verdaderos pecadores?"
(San Leonardo de Porto-Maurizio. Sermón para misiones)

Lo más asombroso de este texto es que, después de tan inaudita 
severidad, la muerte de Jesús no llega a satisfacer en realidad por 
nuestros pecados. Sólo nos da un ejemplo paradigmático de cómo 
nos tratará a nosotros la justicia de Dios, ya que así trató al 
Inocente, al que más amaba. Esto mismo expresa el siguiente 
fragmento de un sermón del P. Segneri:

"La sangre de Jesucristo no debe haberse derramado en vano. 
Pero hay que saber que la primera finalidad de Jesucristo en su 
pasión fue satisfacer a la Justicia divina por las injurias que le 
habían hecho los hombres, y así acabar con el gran desorden que 
reinaba en el mundo, donde Dios sufría tan grandes ultrajes de 
todas partes, y no recibía de nadie una satisfacción digna de Él y 
que respondiera a la Grandeza de su Majestad Soberana. Ahora 
bien: al haberse cumplido plenamente esta reparación de la gloria 
de un Dios ultrajado por sus criaturas, que era el fin primero y 
principal de la pasión de Jesucristo, se sigue que, aunque todos los 
hombres se condenasen, la sangre de Cristo no habría sido 
derramada en vano, sino que su fruto sería muy grande y de infinita 
gloria para la Majestad de Dios".

Con absoluta lógica cartesiana (aunque no bíblica) el autor, al 
haber aplicado a Dios unívocamente el concepto de reparación, ha 
acabado por distinguirlo del de perdón. De acuerdo con sus 
palabras Jesús muere por una exigencia de la Divinidad, pero no 
como salvación de la humanidad. Su muerte satisface a Dios pero 
no por eso nos reconcilia con Él. Por eso la resurrección de Jesús 
está de más en todas estas cristologías. Es un premio debido a 
Jesús y una muestra de su divinidad. Pero no tiene nada que ver 
con nosotros ni con nuestra salvación. El Dios de estas cristologías 
es sólo "el Dios del miedo". Y esa imagen habita todavía las 
cabezas de muchos que dicen creer en Él.

Los cristianos creemos -y debemos seguir proclamando- que 
Jesús murió "por nuestros pecados". Pero no porque estos pecados 
fueran "el pasivo" que Dios exigía lavar con sangre, sino porque 
fueron el agente que eliminó al Señor. Podemos decir que Jesús 
satisfizo por nosotros, pero no porque la ira de Dios exigiera esa 
satisfacción cruenta, sino porque el amor de Dios convirtió la misma 
mano que los hombres levantaban contra Él en una mano 
acogedora de los hombres. Debemos decir que Jesús nos reconcilió 
con Dios, pero no porque Dios "le obligara" a pagar por nosotros, 
sino porque Jesús está tan solidariamente unido con nosotros que 
toda su vida entregada está puesta en nuestro haber. Debemos 
decir que "hemos sido salvados con su muerte" pero no porque 
Dios sea un Dios sádico, que sólo se alegra en la muerte, sino 
porque no hay nada tan grande ni tan valioso (¡objetivamente 
hablando!) como el amor que no retrocede ni ante la persecución y 
la muerte, Y si nosotros no somos capaces de llegar a tanto, no 
importa porque para eso Jesús llegó por nosotros. 

Todo este lenguaje es inevitablemente aproximado y simbólico, 
como pasa siempre que el hombre intenta hablar de sus relaciones 
con Dios. Pero -en su inevitable analogía- es infinitamente más 
exacto que el otro lenguaje del Dios cruel. Para el Nuevo 
Testamento, Dios ha sido El el autor único de nuestra salvación, 
nunca el obstáculo máximo para ella. Y los hombres somos el mayor 
obstáculo a nuestra propia salvación, no los deseosos de ella, pero 
impedidos de ella por un Dios vengativo. Tanto que -también para 
el Nuevo Testamento- después de Jesús han desaparecido para 
siempre, y han quedado desenmascarados, todos los sacerdotes y 
los mediadores que "ofrecen a Dios sacrificios por los hombres". 
Sacrificios inútiles y que por eso habían de estar siendo repetidos 
constantemente. Ahora "de una vez para todas", la vida entregada 
de Jesús ha realizado aquello que todos los sacrificios y todos los 
sacerdotes antiguos no conseguían realizar: agradar a Dios. 


Otra vez de la teología a la película

Que la película de Scorsese rezuma una especie de veneración 
pseudorreligiosa por el dolor y por la sangre, lo ponen de manifiesto 
aquellas palabras de Jesús a Judas: "I finally understand: the cross" 
(por fin lo entiendo: morir en cruz). El término de la conciencia de 
misión de Jesús no es el Reino ni la Paternidad de Dios (que a largo 
plazo pueden llevar hasta la entrega de la vida), sino que es 
inmediatamente la muerte cruenta. Esto mismo muestra la 
secuencia ridícula en que Jesús se arranca del pecho el corazón en 
medio de un chorro de sangre. Toda su fuerza parece residir en 
una virtud mágica de la sangre, que es algo muy distinto de esa 
fuerza divina de un amor que no retrocede ni ante la sangre. Pero 
los cristianos sólo creeemos en esto segundo. No en aquello otro. 

Y como el valor de la sangre ya lo explica todo, ocurre qeu 
Scorsese se queda sin explicación histórica de la cruz de Jesús. Por 
eso ha de recurrir a la absurda ficción de que Jesús, en su 
condición de carpintero, había fabricado cruces, para que así le 
remuerda la conciencia y le venga de ahí la idea de la cruz. Pero en 
realidad, no hacía falta que a Jesús "le viniera" la idea de la cruz. 
Su vida llevaba ya a ella, sin necesidad de que se la impusieran 
otros.

Finalmente añadamos que valen también para este apartado 
todas las consideraciones sobre la violencia como factor 
inconscientemente estructurador de la cultura norteamericana, que 
hemos sugerido en el apartado anterior. No es necesario repetirlas 
aquí, aunque aquí parecen encontrar su campo principal de 
aplicación, y una confirmación importante.


IV. A JESUS SOLO SE LE CONOCE SIGUIENDOLE.

CON-J/SEGUIMIENTO SGTO/CON-J: Desde el comienzo de su 
aparición, los oyentes de Jesús se extrañaban porque "hablaba con 
autoridad interior" y no como los sabios o las autoridades oficiales. 
Esta observación que repiten dos o tres veces los evangelios, tiene 
todos los visos de ser históricamente exacta.

Y esta "autoridad" de Jesús no siempre era halagadora paa el 
auditorio. La conducta y las palabras de Jesús derriban infinidad de 
piezas sagradas de aquella estructura social. Jesús se desmarcó de 
la Ley (la sacrosanta Torah) de los judíos, tuvo conflictos con la 
institución del Templo (no meramente con los abusos económicos 
que pulularían en su alrededor, sino con esa "teología" que 
pretende disponer de Dios al tenerlo "encerrado" en un lugar santo, 
y que jerarquiza a los hombres según su proximidad a ese lugar). 
Resultó provocativo por su conducta con las mujeres que hacía 
saltar infinidad de tabús opresores; consideró que, al lado de la 
urgencia del Reinado de Dios, muchas de las prescripciones 
sociorreligiosas de su sociedad eran futilidades de "muertos que 
entierran a sus muertos" (cf' Lc 9,60); invitó a quienes querían 
seguirle a "sentarse a la mesa con publicanos" o a "vender cuanto 
tenían y entregarlo a los pobres"; parece que fue acusado de ser 
un "eunuco" porque no se le conocía mujer a pesar de su 
provocativa cercanía a todas las mujeres; supo sacar del fondo de 
muchas pesonas que se acercaron a él, una fuerza soprendente 
que ellos desconocían -y que Él llamaba fe- pero que se reveló 
capaz de devolver la salud psíquica a muchos desquiciados y a 
veces también la salud física a ciegos, cojos y sordos. Su voz 
penetrante llamaba "sepulcros blanqueados, guías de ciegos y 
exhibicionistas" a todas las autoridades religiosas (cf. Mt 23), pero, 
al contacto con Él, renacía la mujer en la prostituta, nacía el ser 
humano en los niños (tan poco importantes en aquella estructura 
social), y los hombres comenzaban a sentirse de veras hombres. 

Cautivador y desconcertante a la vez, lo fue de una manera 
normal, en toda la estructura de su existir humano, y no en 
momentos aislados de particular exaltación. La gente decía, a la 
vez, que "nadie había hablado como Él", pero que "quién iba a 
poder salvarse si las cosas eran así". Admiraban la fuerza de la 
convicción con que hablaba, pero se preguntaban de dónde le 
venía ésta, porque no había tenido estudios oficiales ni había sido 
discípulo de los grandes maestros del momento.

Pero si la conducta y la palabra de Jesús trastocaban infinidad de 
usos y normas y valores sacrosantos de su entorno sociorreligioso, 
también las personas particulares se veían provocadas o puestas 
del revés al entrar en contacto con Él. Por lo general, los dolientes 
escuchaban esa palabra que es de las que más veces aparecen en 
los evangelios: "ten confianza". Otros eran invitados a convertirse y 
no pecar más. Pero los que se hallaban en situación más normal, 
oyeron otra palabra más impositiva y sin apelación posible: 
"sígueme". Antes de saber quién era ese Jesús, muchos de los 
suyos se vieron confrontados con esa invitación apremiante que 
brotaba de una irradiación extraña. Y curiosamente, muchos de 
ellos "dejadas todas las cosas le siguieron". Y aún hoy, antes que 
nada, Jesús parece ser "el desconocido que dice Sígueme" (A. 
Schweitzer).

No puede haber reflexión cristológica neutra, que pretenda no 
haber tomado partido ante este "Sígueme". Si ha tomado partido 
positivamente, los resultados del estudio se vuelven relativos 
porque aquella persona, con palabras del propio Jesús a alguien 
que no era de los suyos, "no estará lejos del Reino de Dios". Pero si 
la reflexión intenta escabullir esta pregunta, ya habrá desconocido 
decisivamente a Jesús, aunque luego el investigador trabaje mucho 
y bien sobre infinidad de datos "objetivos", como los sentimientos 
íntimos de Jesús o la autenticidad de los lienzos que le envolvieron. 
Las informaciones que este tipo de estudios generan, sirven para 
poco cristológicamente hablando. O, con otras palabras: no se 
puede prescindir del rasgo de que Aquel mismo -¡exactamente el 
mismo!- que decía "todo el que no está contra vosotros está con 
vosotros", y que ponía en práctica esa norma dejando que otros 
"echaran demonios en su nombre aunque no fuesen de los suyos" 
(cf. Mc 9,37), ese hombre tan tolerante era el mismo que decía: 
"quien no está conmigo está contra mí".

Irradiación y desconcierto. Llamada interior que respondía a la 
llamada exterior de Jesús, pero vértigo porque se veía uno llevado 
quizás a donde no tenía fuerzas para ir. Ambos polos ponen en 
marcha un proceso, cuyo balance es aquella pregunta siempre 
pendiente: ¿quién es este hombre? ¿De donde brota esa 
convicción que le mueve?.

Y esta pregunta no hace más que agrandarse ante el final 
fracasado de Jesús. Pero esa pregunta es su legado histórico y, sin 
pasar por ella, no hay modo de acercarse a Él.

El Jesús de Scorsese carece de autoridad.

La cristología escolar anterior al Vaticano II olvidó muchas veces 
este acceso a Jesús, quizás llevada por un afán medio noble y 
medio polémico de convencer. Creyó que le tenía suficientemente 
conocido y asegurado llamándole "Dios", y pretendiendo conocer al 
margen de Jesús lo que quería decir esta palabra "Dios". De este 
modo quizá creyó también que podía inmunizarse para no quedar 
expuesta al imperativo de seguimiento y a la perpetua 
desinstalación que provoca Jesús. Y de este modo, muchas veces, 
aun hablando de Él, pasó de largo ante Él.

Y este pasar de largo se refleja también en el Jesús de la película 
que dió origen a estas páginas. El Jesús de Scorsese no "llama" a 
nadie. No ofrece seguridad alguna profunda. No tiene en realidad 
nada que comunicar, salvo en algunos momentos aislados (y a 
veces bastante bien filmados), pero que parecen ser chispazos 
fugaces de exaltación que constituyen un paréntesis más que una 
estructura de su vida. Jesús casi sólo vive el individualismo de su 
propio problema personal. Esto es lo que lo mueve. Esto es Dios 
para Él: la causa de su problema personal mucho más que la 
conciencia de ser un puente hacia los hombres. [Compárese esa 
imagen de Jesús con frases como Mt 5,48 y otras varias de los 
evangelios, en que Jesús empalma su experiencia de Dios con lo 
que dice sobre los hombres].

Y así, cuando cuaja en El una convicción, sólo es la convicción de 
que tiene que morir crucificado "para pagar". El mismo 
angel/demonio de la escena de la tentación (que ya dijimos que no 
es propiamente tentación, sino una especie de delirio ante mortem), 
le dirá "ya has hecho bastante". Pero en Jesús no se trataba de Él, 
ni de hacer Él lo bastante. Sino que se trataa de los hombres; y de 
los hombres desde la particular experiencia de Dios que Jesús 
tenía. Esto es lo que parece faltar en el planteamiento de la 
película. Y precisamente por ello, ese Jesús no irradia, no 
transforma. Sólo causa una extrañeza curiosa.


CONCLUSIÓN

Lo que hemos pretendido hacer aquí no es una cristología, sino 
escasamente unas "líneas maestras" que, en mi opinión, deben 
enmarcar toda posible reflexión cristológica. 

¿Por qué necesitamos tanto la humanidad de Jesús? Porque, al 
ser Rostro y Transparencia de Dios, se convierte para nosotros en 
interpelación de Dios, en crítica a nuestras falsas imágenes de Dios 
y en Norte para el que vivir. Como interpelación de Dios, la 
cristología acaba en una llamada al seguimiento. Como crítica, la 
cristología libera del dios del miedo, del dios de la fuerza y del dios 
maravillosista, milagrero o manipulable. Y como rostro de Dios, la 
cristología orienta la vida del hombre hacia el trabajo por esa 
situación en la que vayan resplandeciendo la fraternidad, la libertad 
y la filiación divina (o dignidad suprema) de los hombres, para que 
se cumpla la voluntad de Dios así en la tierra como en el cielo. Esa 
situación que Jesús llamó "Reino de Dios".

Luego de este marco queda casi todo por decir. No hemos 
hablado aquí de la Resurección que es el Centro de la cristología. 
Ni de las diversas expresiones de la fe neotestamentaria, que habló 
del Hombre Definitivo, del Dios anonadado, del Liberador hecho 
maldición por nosotros, del único Señor de nuestras vidas, del 
Primogénito entre muchos hermanos, del Hijo de Dios, del único 
sacerdote posible, de la reconciliación de lo humano con lo Divino, 
de la recapitulación de todos los hombres en Jesucristo, de la 
Autocomunicación de Dios que había plantado su tienda entre 
nosotros, y de la aparición de la Bondad y la humanidad de Dios...

Todo eso y mucho más queda por hacer aquí.

Si ahora hemos de volver por última vez a Scorsese, un creyente 
deberá pensar antes que nada que esta es la ventaja decisiva de la 
fe: cuando me parece que alguien "trata mal" a Jesús no es lo 
mismo que si tratara mal a Sócrates, o a Gandhi o a Pablo Iglesias. 
Porque en estos últimos no podemos tener más que una fe 
humana. Y esta fe humana queda lógicamente afectada por el mal 
trato. En Jesús en cambio se nos invita a creer con una fe religiosa. 
Y quien de veras cree en Jesús con una fe religiosa, percibe 
claramente que ese mal trato de los hombres no puede afectar a 
Jesús. Y esto es lo que ha percibido la inmensa mayoría de los 
cristianos, que no ha considerado necesario sumarse a todas esas 
protestas, tan callejeras como minoritarias. Es algo así como si un 
hombre tira una piedra al cielo: no llegará hasta el cielo, y quizás 
acabe cayendo sobre él. Sólo la piedra que el hombre tira a otros 
hombres o a sí mismo, afecta dolorosamente a Dios. Y, por eso, hay 
causas mucho más sagradas por las que manifestarse, y todavía 
más para un ciudadano norteamericano, que una floja o 
desenfocada película sobre Jesús.

Los profesionales tendemos a pensar que todo intento de 
reproducir a Jesús de Nazaret en una novela o película está de 
antemano condenado al fracaso: pues de lo que puede ser dicho 
no sabemos suficiente; y lo que creemos saber no es para ser 
contado en una película o novela, sino para ser vivido en esta 
realidad. El Jesús de Scorsese es por eso tan discutible como el de 
Zefirelli, aunque este último se irritase con aquél, porque él era más 
conforme al sistema y menos reactivo que aquél. Pero seguramente 
que estos intentos son inevitables, porque es lógico que el artista 
quiera hablar de aquello que ama o le preocupa. Antes de Scorsese 
y Zefirelli, también novelaron a Jesús Mauriac o Papini, o 
Kazantzakis, o Passolini o muchos otros. Y una vez que se ha 
producido el intento, y aunque haya fracasado, quizás lo pertinente 
y lo cristiano no será inculpar al autor, sino darle acogedoramente 
la mano y repetirle aquel adagio de los antiguos romanos: in magnis 
voluisse satis est (en las grandes empresas, ya es mucho haberlo 
intentado).

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NOTAS 
1. Si alguien cree que exagero o soy muy duro en esta 
afirmación, le pediría que repasase cualquiera de los libros latinos 
que servían de texto en las clases de teología (como el de la BAC 
en España), buscando en ellos: a) que papel teológico juega la 
humanidad de Jesús; b) como se explica su muerte; y c) que 
presencia tienen en aquellos textos las categorías de Reino y el 
seguimiento.

2. Estas tres palabras designan a tres de las primeras herejías 
cristológicas que la primitiva iglesia rechazó con tanta decisión 
como resistencias.
Docetismo significa "aparentismo". Y da nombre a una corriente 
del s. I que sostenía que Jesús no había tenido un cuerpo material 
como el nuestro, sino sólo aparente. Razón: nuestra carne y 
nuestra materia son malas o indignas de Dios. 
Apolinarismo viene de Apolinar, nombre del fundador de esta 
escuela del s. IV que defendía que Jesús había tenido un cuerpo 
como el nuestro, pero no una psicología como la nuestra. Razón: el 
espíritu de Dios suplía con creces y hacía innecesaria a la 
psicología humana.
Monofisismo significa "una sola naturaleza". Da nombre a unos 
herejes del s. V que sostenían que Jesús era un hombre como 
nosotros sólo si se le considera antes de su unión con Dios. Luego 
de ésta su humanidad desaparece en Dios, como una gota de vino 
se disuelve en la inmensidad del océano. La razón para esta forma 
de pensar ya se adivina: la infinita grandeza de Dios y la pequeñez 
del hombre.

J. I. González Faus
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