MÍNIMOS CRISTOLÓGICOS
ante "la última tentación de Cristo"


Jose I. González Faus



SUMARIO

Introducción: Balance de un escándalo
1. Hombre como nosotros, bueno como Dios
2. Jesús y el Reino de Dios
3. Perdón de los pecados y pasión de Jesucristo
4. A Jesus sólo se le conoce siguiéndole
Conclusión

Notas


INTRODUCCIÓN. 
BALANCE DE UN ESCÁNDALO

Me siento mucho menos interesado en La última tentación de 
Jesucristo luego de haberla visto, que antes de verla. Temo que el 
ciudadano que entra en el cine con la idea de presenciar la última 
tentación, salga de allí con la sensación de haberse llevado "la 
última decepción".

Decepción con todo ese sector reaccionario del catolicismo, cuya 
insensata agresividad y poco creyente inseguridad nos obligan a 
perder el tiempo con una película más, del montón, que habría 
pasado casi desapercibida de no haber recibido gratis toda esta 
torpe orquestación propagandística.

Decepción por otra parte con la película. Se le ha de reconocer la 
belleza de algunas pocas escenas, y un verismo ambiental que 
debe responder a la realidad mejor que tantas estampitas 
edulcoradas. Pero fuera de esto, lo mejor que puede decirse de ella 
es que haría mucho bien a todos los que se manifiestan contra ella 
sin haberla visto; pero dejará bastante fríos a quienes acuden 
tranquilamente (o sólo curiosamente) a verla.

Pero, como los lamentos no sirven para nada, será mejor 
aprovechar la circunstancia de la película para elaborar un poco 
más la siguiente tesis: los verdaderos responsables "últimos" de 
este escándalo han sido, en el fondo, los fallos y las lagunas de la 
cristología preconciliar, en la que fueron educados muchos 
hombres de nuestra generación.

¿Por qué? Pues porque estas lagunas permiten que se filtre un 
determinado tipo de preguntas y que se obturen determinados 
elementos de respuesta, de tal modo que, al reaccionar contra los 
fallos del sistema, sigue uno prisionero dentro del mismo sistema. 
Este detalle (aparte de otros factores personales y culturales), hace 
posible la aparición de una obra como la de Scorsese, que es 
mediocre cristológicamente hablando, a pesar de la probabilísima 
excelente voluntad de su autor.

Y estos fallos y lagunas son, en mi opinión, los siguientes:

1. El ensombrecimiento de la verdadera humanidad de Jesús, que 
le hacía incomprensible y lejano a nosotros.

2. El olvido de la polarización del existir humano de Jesús por la 
noción del Reinado de Dios, la cual cambia no sólo nuestra idea de 
Dios sino nuestra experiencia de nosotros mismos como hombres.

3. La separación entre la vida de Jesús y su muerte, que 
desvalorizaba a aquélla y obligaba a buscar una razón para su 
crucifixión en la cólera misteriosa de un Dios aterrador.

4. El olvido de la que suele llamarse "pretensión" o autoridad de 
Jesús, que se manifiesta en su llamada al seguimiento, tan 
sugestiva como radical y desconcertante.

El primero de estos cuatro capítulos recoge un viejo dogma 
teológico demasiado olvidado por muchos cristianos de hoy. Los 
otros tres recogen verdades garantizadas por la investigación 
histórica moderna (esa investigación a la que muchos espiritualistas 
todavía desprecian sin matices como si fuera un peligro para la fe). 
Pero son verdades que, aunque brotan del Evangelio, estaban 
demasiado oscurecidas en la cristología anterior al Vaticano II, la 
cual se hallaba en estos puntos "bajo mínimos". Y como suele decir 
el refrán: "aquellos polvos trajeron estos lodos"(1).

En el presente cuaderno queremos decir una palabra sobre cada 
uno de estos cuatro puntos, con ocasión de Scorsese pero 
olvidándonos de él, y tratando de componer una especie de 
"cristología mínima" o fundamental. Y además con la vehemente 
sospecha de que, si estos cuatro puntos hubiesen permanecido 
vivos en la predicación y en la transmisión de la fe, sería muchísimo 
más difícil que se produjeran fenómenos como el film de Scorsese, 
reactivos e impreparados a la vez.

Antes de comenzar la exposición, vamos a formular otra vez 
nuestros cuatro puntos, pero ahora de manera positiva y en forma 
de tesis a desarrollar:

1. El Jesús al que los cristianos confiesan como "el Hijo del Dios 
vivo" era plena y verdaderamente hombre como nosotros, "tentado 
en todo a semejanza nuestra, excluido el pecado" (Heb 4,15). 
Contra toda forma de docetismo, apolinarismo o monofisismo(2).

2. Jesús vivió polarizado por la idea del "Reino de Dios", que 
expresa una situación histórica en la que la paternidad de Dios se 
va haciendo transparente en la liberación y la comunión humanas. 
Toda la enseñanza, la praxis, la conciencia de misión y las opciones 
vitales de Jesús, sólo pueden ser entendidas desde este hilo 
conductor: "convertíos porque está cerca el Reino" (Mc 1,15).

3. Jesús murió porque los poderes religiosos y políticos de su 
época se sintieron amenazados por esa causa histórica del Reinado 
de Dios, y reaccionaron ante esa amenaza quitándolo de en medio 
como blasfemo y agitador. Y cuando la explicación "expiatoria" de la 
muerte de Jesús se olvida de esta explicación histórica, se convierte 
simplemente en blasfema. 

4. Jesús estaba tan experiencialmente convencido de la fuerza y 
la validez de su Causa, y de ser Él mismo la personificación de esa 
Causa, que llamó en seguimiento suyo a todos los hombres. A unos 
quizá sólo mediante la exhortación a cambiar de vida (Mc 1,15). 
Pero a otros mediante la invitación a seguirle, viviendo sólo para 
esa Causa del Reino, que era lo mismo que vivir para Él, y que vivir 
para Dios.


I. HOMBRE COMO NOSOTROS, BUENO COMO DIOS.

CR/MONOFISITAS: Karl Rahner solía decir que, si pudiéramos 
"abrir las cabezas" de los creyentes, para ver cómo creen en 
realidad, hallaríamos que muchos de ellos tienen una fe en Cristo 
inconscientemente monofisita. Es decir: una fe en la que la divinidad 
de Jesús se come a su humanidad, o le hace sombra.

¿Por qué y cómo suele producirse ese deslizamiento 
inconsciente? Probablemente se produce porque queremos pensar 
a Jesús, partiendo de su divinidad.

El inconveniente de partir de la divinidad de Jesús reside en que 
Dios es para nosotros un concepto omniabarcante. Por eso, una 
vez establecido que Jesús "es Dios", hay que devanarse mucho los 
sesos para ver cómo se encuentra algún espacio para que también 
sea hombre. Y debemos reconocer que es muy difícil encontrar tal 
espacio en plenitud. A lo más se le pondrá a ese Dios algún 
envoltorio o algunas "pegatinas", tomados de nuestro ser humano.

Una reacción desordenada contra este etado de cosas se refleja 
en la frecuencia con que surgen dos preguntas en casi todos los 
diálogos y charlas sobre Jesucristo. Una es la pregunta sobre la 
ignorancia de Jesús. La ignorancia es muy irremediablemente 
nuestra. Es el rasgo más expresivo de nuestra limitación, incluyendo 
en ella una cierta ignorancia sobre nosotros mismos. ¡Sin una dosis 
de ignorancia no hay vida humana ni decisión humana posibles!. 
Pero si Dios lo sabe absolutamente todo, y Jesús -por eso mismo- lo 
sabía absolutamente todo, entonces el ser humano de Jesús no 
puede ser como el nuestro, ni hay posibilidades para una 
trayectoria verdaderamente humana en Jesús.

La otra es la pregunta por la sexualidad de Jesús. En realidad se 
trata ahí de una pregunta más amplia por la tentación en Jesús. El 
Nuevo Testamento es tajante al afirmar que Jesús fue "tentado en 
todo como nosotros menos en el pecado". Esta frase, sin embargo, 
no nos autoriza a imaginar la tentación concreta de Jesús a partir 
de las tentaciones particulares de cada uno de nosotros. Pues en la 
tentación de cada hombre concreto intervienen, además de su 
condición humana, su temperamento y la historia particular de su 
libertad. Así, por ejemplo, la tentación del alcohol no será la misma 
en una persona sana que en un alcohólico. Pero ello no significa 
que éste sea más hombre que aquél: pues lo peculiar de su 
tentación proviene, más que de su condición humana, de la 
situación infrahumana en que él o las circunstancias le han 
colocado.

Cabe añadir además que, al concretar la pregunta por la 
tentación de Jesús, en la sexualidad, el hombre moderno está 
reconociendo implícitamente hasta qué punto su sexualidad es para 
él un problema, y no acaba de saber qué hacer con ella: si se 
decide a llamar a las cosas por su nombre, y reconoce lo injusto, lo 
desordenado, lo agresivo o lo egoísta de su sexualidad, entonces 
se asusta porque se siente condenado, y llamado a una 
autolimitación "imposible" para salir de esa condena. Pero si, por el 
contrario, "pacta" con su sexualidad y la canoniza tal cual, entra en 
un círculo engañoso que acaba llevándole a la frustración o a la 
banalidad. O dicho de manera más gráfica y más nuestra: si mala 
era la represión sexual de los hijos del franquismo, mala es también 
la frustración y dependencia sexual de los hijos de Milan Kundera 
[léase p. ej. La Broma si no se entiende lo que estoy queriendo 
decir]. Este problema se agudiza además en situaciones culturales 
como la nuestra, en la que los hombres además "vegetan" sin 
ninguna mística para la que vivir.

Ambos razonamientos nos hacen ver hasta qué punto puede 
haber una inconsciente proyección de la propia psicología en la 
manera concreta como se colorea la pregunta por la tentación de 
Jesús. Por eso, una cierta sobriedad imaginativa es muy 
recomendable en este punto. Pero, una vez hecha esta aclaración, 
hay que volver a subrayar que el tema de la tentación de Jesús es 
absolutamente cristológico, y está presente en estratos muy 
diversos del Nuevo Testamento (evangelios, Carta a los Hebreos 
etc).

Y tras esta digresión, volvamos a nuestro reflexión sobre la 
divinidad y la humanidad de Jesús.

Decíamos que es muy peligroso enfrentarse con Jesús partiendo 
de su divinidad. Los Apóstoles habían procedido exactamente al 
revés: llegaron a confesar que Jesús era el Hijo de Dios, a partir del 
encuentro humano con Él, y de la experiencia de que Jesús había 
sido un hombre como ellos. Experiencia que, en su tiempo, era 
todavía palpable y no admitía ni sombra de duda por lo reciente.

Lo desconcertante para los Apóstoles no son pues la ignorancia 
o la tentación en Jesús. Lo incomprensible era cómo con esas "dos 
manos", tan semejantes a las nuestras, Jesús había hecho de sí 
mismo un instrumento incondicional del Amor, y había pasado su 
vida "haciendo bien y ayudando a los que estaban mal" (Hchs 
10,38). Y cómo ese Amor y esa Bondad que Jesús parecía 
transparentar sin empañarlas, habían acabado poduciendo la total 
desautorización de Jesús por los hombres: unos por blasfemo, otros 
por agitador político y otros por loco, todos acabaron echándole 
fuera. El motivo podía cambiar, pero el veredicto había sido el 
mismo.

A partir de ahí, y tras la experiencia de su Resurrección, los 
Apóstoles fueron entendiendo no sólo que Jesús "era Dios", sino 
también que Dios "es Amor", y no Poder o Fuerza o Perfección 
cerrada sobre sí misma y celosa de sí misma. Si Dios era así, podía 
quizás estar unido a Jesús no ahogándole o invadiendo su ser 
humano, sino al revés: abriéndole espacio y posibilidades de 
humanidad. O en todo caso (así se atrevió a decirlo el Nuevo 
Testamento) "negándose a Sí mismo" o vaciándose de su modo 
divino de ser, al asumir la figura de la esclavitud humana (cf. 
Filipenses 2, 6ss), o de "la carne de pecado" (cf. Rom 8,3).

Pero comprender esto a fondo llevaba a afirmar que Jesús era 
Dios no sólo además de su ser hombre y por encima de su ser 
hombre, como si fuera una especie de "monstruo con dos cabezas", 
cada una de las cuales puede verse independientemente de la otra. 
Dios estaba más bien en el mismo ser hombre de Jesús. Pero no el 
Dios "poder" que convertiría a Jesús en una especie de 
"superman", sino el Dios Amor que hacía de Jesús el hombre 
"Bueno del todo como el Padre" (cf. Mt 5,48). Quizás por esto, el 
título que más veces aparece en los evangelios en labios de Jesús, 
es el de El Hombre (en traducción literal: "Hijo del Hombre"), que le 
señala sólo como hombre, pero que expresa su divinidad al escribir 
ese ser hombre con mayúscula y con artículo determinado.

Es verdad que este modo de ver no puede expresarse 
correctamente con palabras abstractas. Si hablamos de "divinidad" 
y "humanidad" estamos manejando ya términos falsos, y será un 
falso problema el preguntarse cómo se armonizan entre sí mismos 
términos falsos. Pues la divinidad es una palabra sin sentido, ya 
que Dios no puede ser metido en un concepto abstracto, como 
hacemos los hombres cuando componemos la palabra 
"humanidad".

En este sentido, aquella fórmula clásica de los viejos catecismos 
("una persona en dos naturalezas"), aunque es muy válida en su 
contexto histórico y como alternativa a las otras fórmulas que 
presentaban entonces las partes en litigio, es sumamente peligrosa 
hoy, cuando sólo se la aprende memorísticamente y se la repite 
mecánicamente. Pues al decir: "una sola persona que es divina" 
pensamos sin querer que Jesús no era persona humana y, con ello, 
falseamos su humanidad. Y al decir: "dos naturalezas divina y 
humana", imaginamos dos componentes del mismo orden y, por 
tanto, igualmente accesibles los dos. Es como si dijéramos: un solo 
tronco que sostiene dos frutos, manzana y pera. Implícitamente 
estamos suponiendo que ambos tienen que ser visibles por sí 
mismos, si nos acercamos al árbol.

Por esta razón, algunos de los que se oponían a esa fórmula de 
la una persona y dos naturalezas (allá por el s. V), proponían como 
alternativa esta otra: "una única naturaleza de la Palabra de Dios, 
humanizada". Esta fórmula podría de hecho haber sido bien 
entendida. Pero en la práctica, derivó casi siempre en un olvido de 
la palabra subrayada. Se volvía a empezar por Dios, con lo que la 
atención se concentraba en lo divino de aquel ser, y su dimensión 
humana desaparecía insensiblemente, tragada o disuelta como una 
gotita de vino en el mar. Y por esta razón, precisamente para 
salvaguardar sin posible escapatoria la verdad humana de Jesús, la 
Iglesia prefirió la fórmula de "dos", es decir: prefirió asegurar lo 
humano de Jesús, aunque fuera hablando incorrectamente de Dios, 
que no hablar más correctamente de Dios, pero poniendo el peligro 
el ser hombre de Jesús. Esta actitud de la iglesia antigua es, en mi 
opinión, modélica y obligatoria para las iglesias de todos los 
tiempos.

Y la razón para nosotros es esta: no hay que plantearse (como 
afirma Kazantzakis que se planteaba al escribir La última tentación), 
"cómo luchan la naturaleza humana y la divina", o cómo se 
compensan y se hacen sitio entre ellas. Hay que conocer lo mejor 
posible el ser-hombre de Jesús, porque ese modo de ser hombre es 
el rostro de Dios, la mejor imagen o fotografía aproximada de lo que 
puede ser Dios, la revelación o "la Palabra" que expresa a Dios. Sin 
embargo, muchos eclesiásticos todavía temen que se hable 
demasiado o se atienda demasiado a la humanidad de Jesús, como 
si así peligrase su divinidad. Y no se dan cuenta de que -¡al 
contrario!- desatender lo humano de Jesús es el mejor camino de 
negarse el único acceso a su dimensión divina. Si luego estos 
eclesiásticos confiesan que Jesús "era Dios", esta palabra ya no 
tendrá el rostro del verdadero Dios, sino el rostro que ellos quieran 
ponerle proyectando sobre ella las ideas de cada cual sobre Dios. Y 
así Dios, en lugar de haberse revelado en Jesús, habrá sido 
sustituido por otras falsas imágenes de dios. Por eso, siempre que 
se dice "Jesús era Dios", hay que añadir: pero no un Dios sin rostro, 
al que se pueda poner el rostro que a cada cual le convenga. Sino 
Dios con un rostro humano bien definido.

Por consiguiente, la verdadera contraposición para entender a 
Jesús no está entre los abstractos divinidad y humanidad, sino 
entre Amor y egoísmo. Pero esta contraposición arranca ya de 
nuestro mismo ser hombres, aunque -llevada hasta el fondo- pueda 
expresar también la dualidad entre Dios y el hombre.

De la teología a la película.

Si ahora, a partir de lo dicho, miramos la película de Scorsese, 
nos sorprenderán en ella tres cosas:

a) El Dios de Scorsese nunca tiene rostro humano.
b) El Jesús de Scorsese no parece efectivamente Dios y hombre 
sino unas veces "demasiado" hombre y otras "demasiado" Dios.
c) Quizás por eso, Scorsese da la sensación de estar más 
obsesionado por Satanás que por Jesús. Y a la larga se pregunta 
uno si ese dios de Scorsese no se define más bien a partir de lo 
satánico y de lo esotérico, que a partir de Jesús.

Digamos una palabra evocadora sobre cada uno de estos 
puntos.

a) En la película asistimos más bien a un Dios que lucha con el 
hombre que a un hombre que transparenta a Dios. Aunque 
Scorsese confiese la divinidad de Jesús, no confiesa a Jesús como 
rostro humano de Dios. Por eso el Dios de la película casi nunca 
tiene rostro humano. O no tiene rostro, o es abrasador. Cuando 
Jesús dice "yo soy Dios", añade expresamente: "os quemo". Casi 
parece como si, en la película, fuera Satanás quien le descubre a 
Jesús que él es Dios. Lo cual no es ilógico puesto que se trata de 
un Dios del miedo, de la amenaza y del castigo. Y además, de un 
castigo para esta vida. El terrible Dios del Bautista (una de las 
figuras menos logradas de la película) sigue siendo el Dios de 
Jesús: un Dios que le revela al hombre su pecado, pero no Su 
perdón. Y el único consuelo que parece quedarle al hombre es que 
ese Dios del miedo puede ser "comprado" con la sangre humana.

b) Hablando técnicamente se podría decir que el Jesús de la 
película adolece de un cierto adopcionismo. Se llama así a una 
herejía condenada por la Iglesia, pero que es la reacción que suele 
producirse siempre que se siente la necesidad de recuperar la 
humanidad de Jesús. Para conseguir esa recuperación se recurre a 
decir que Jesús había sido primero hombre y luego divinizado por 
Dios. Aunque esta afirmación no sea cristana, contiene algo que los 
cristianos olvidan muchas veces: y es que el hablar de "primero" y 
"luego" da cierta historicidad al ser de Jesús y, por eso, lo hace 
plenamente humano, puesto que ser hombre es siempre ser una 
historia: la historia de uno mismo.

Pero en la película, más que una "progresividad" y una historia en 
el ser y en la conciencia de Jesús, encontramos dos momentos 
demasiado contrapuestos: un Jesús sólo indeciso, sólo dudoso, 
sólo culpabilizado, pasa a ser un Jesús cuya misma seguridad le 
vuelve violento. Y es una seguridad tan incomprensible 
humanamente como para pedirle a Judas que le entregue para así 
morir crucificado. Al principio es tan "demasiado humano" que no 
interesa demasiado. Luego es tan "demasiado divino" que deja de 
interesar. Scorsese no ha sabido dar un desarrollo histórico a la 
posesión de Jesús por Dios. Sólo ha hecho que Dios se posesione 
de él abruptamente en un momento dado.

c) Precisamente por eso, la película no despierta emoción 
religiosa sino más bien sólo extrañeza. No es película que llegue a 
los corazones (y menos aún que los cambie); y yo temo que está 
más cerca del diván del psicoanalista que del reclinatorio. Su autor 
parece conocer mucho mejor al demonio que a Dios, y temer a 
aquél mucho más de lo que se fía de Éste. Y decir esto no es 
devaluar el enorme impacto que tiene el mal en el mundo. Es más 
bien recordar que Jesús había vivido su relación con Dios como una 
fe en la paternidad de su Padre, como un fiarse absoluto del Padre, 
que contrastaba con -y se veía contradicho por- la experiencia de la 
realidad, pero que era más fuerte que ésta (y llegó a serlo hasta en 
el momento supremo del total desamparo en la cruz). Mientras que 
el Jesús del Scorsese va a su misión sin haberse anegado nunca 
en la experiencia plenificante y letificante de la paternidad del 
Padre. Sólo "oye voces", para decirlo con una expresión de la 
película misma. 

Todo este apartado toca un punto muy difícil de comprender, en 
el que la mente humana siempre acaba patinando como las ruedas 
en la arena, y sin poder salir plenamente del misterio. La reflexión 
debe acabar en un silencio, no vacío pero sí asombrado. El silencio 
del hombre ante el Misterio de Dios, y del Dios que se acerca.

En cambio los puntos siguientes sn mucho más concretos y de 
más fácil comprensión. Por eso es más de lamentar su ausencia, 
tanto en la película como en la cristología "tradicional" más reciente. 



II. JESUS Y EL REINO DE DIOS.

J/RD RD/CENTRALIDAD: Desde el comienzo de su aparición 
pública Jesús se presenta anunciando el Reinado de Dios (cf. Mc 
1,15). Este Reino de Dios no es de este mundo, pero está como 
latente y a punto de irrumpir en él, si los hombres quieren "cambiar 
de mentalidad" o cambiar de corazón (meta-noein) para poder 
acogerlo.

En cada enemigo del hombre (en cada demonio) que es vencido, 
Jesús ve un signo del Reino que irrumpe. Sólo cuando el hombre se 
decide a pedir a Dios que "venga su Reino" puede atreverse 
también a llamar a Dios Abbá (Padre) como el mismo Jesús le 
llamaba. Jesús vive anunciando ese Reino, preparándolo, y 
escrutando la realidad para explicar a las gentes por qué vericuetos 
misteriosos e imperceptibles y en qué condiciones se acerca el 
Reino. Su enseñanza comienza infinidad de veces así: el Reino de 
Dios se parece a...

El Reino de Dios es una situación en que los hombres son libres y 
hermanos. Libres porque liberados de todos los enemigos de lo 
humano (de todos los demonios y falsos poderes incluidos el 
pecado y la muerte). Y hermanos porque hijos todos de un mismo 
Padre. El encuentro del hombre con Dios, para Jesús, pasa por, o 
conduce necesariamente al Reinado de Dios; y sin estas 
condiciones no es encuentro con el verdadero Dios. Y el encuentro 
del hombre consigo mismo arranca de, o termina necesariamente 
en, el Reino de Dios. Esto lo expresa magníficamente un texto 
apócrifo atribuido a Jesús, y que dice así:

"Quien conozca a Dios encontrará el Reino porque conociéndole 
a El os conoceréis a la vez a vosotros mismos, y entenderéis que 
sois hijos del Padre y, a la vez, sabréis que sois ciudadanos del 
Reino. Vosotros sois la ciudad de Dios".

Curiosamente, encontrar a Dios es encontrar su Reino. Y 
encontrarse a sí mismo es saberse hijo del Padre de todos y, por 
eso, ciudadano de ese Reino. En esta causa para la que Jesús vive 
y por la que Jesús muere, se unifican lo divino y lo humano 
históricamente, igual que en el hombre Jesús se unifican 
personalmente. 

Y de esta centralidad que tiene la noción de Reino, deriva para 
Jesús la parcialidad hacia los pobres y hacia todos los excluidos por 
la sociedad, los cuales no son, para Jesús "malditos de Dios" (como 
afirman todas las teologías políticas ofciales de ayer y de hoy), sino 
"ovejas perdidas", riquezas perdidas o hijos perdidos que el Padre 
debe recuperar. (cf. Lc 15). De ahí deriva también la hostilidad de 
Jesús contra la riqueza privada y contra el poder religioso. Porque 
la riqueza privada es contraria a la fraternidad del Reino; y el poder 
religioso es contrario a la paternidad de Dios. Por eso, los únicos 
que quedan definitivamente mal en los evangelios no son las 
prostitutas, ni los guerrilleros, ni los samaritanos, sino "los ricos" y 
los "sacerdotes y fariseos" (ambos mirados como colectivo social, y 
sin perjuicio de que también entre ellos pueda haber excepciones 
maravillosas, porque también a ellos se dirige el mensaje de Reino). 
Y por eso, mirando la realidad histórica con los ojos de Jesús, hay 
que decir con él a todos los bienestantes: "los publicanos y las 
prostitutas irán al Reino por delante de vosotros" (Mt 21,31).

Sin esta óptica se vacían de contenido a la vez tanto el ser 
humano como el ser divino de Jesús.

El ser humano porque ya se ha dicho mil veces que "ser hombre 
es tener una razón para vivir". La psicología de un hombre se 
transforma cuando tiene una causa válida por la que vivir, que sea 
a la vez merecedora de una mística y donadora de un sentido. Esto 
es tan verdad que ha sido causa de que muchos hombres 
sacralicen falsas causas para poder vivir por ellas. Porque, sin 
algún proyecto de este tipo, el ser humano queda fijado a sí mismo, 
convirtiéndose en un pez que se muerde la cola. Y su propio interés 
volcado en sí mismo, acaba siendo como un cáncer que se come al 
organismo que lo sustenta.

Y el ser divino porque, sin esta óptica, Dios queda, como 
decíamos antes, vacío, formal, sin rostro. Y entonces uno puede 
apropiárselo inconscientemente, proyectando sobre Él su propio 
rostro, o el que le suministre su propio entorno social.

En resumen: podemos resumir este apartado diciendo que la 
trayectoria humana de Jesús está enmarcada por estas tres 
opciones de vida. Son opciones creyentes, cada una de las cuales 
se concreta y se veri-fica (es decir: se hace verdadera) en las 
anteriores:
a) la opción por Dios como Abbá (como Padre).
b) La opción por el hombre como hijo de Dios llamado a ser, por 
ello, humanamente libre.
c) La opción por el pobre como hermano de todos los demás 
hombres. Y hermano preferido por ser el más necesitado.

Estas tres opciones describen el anuncio de que "el Reino de 
Dios está llegando hasta vosotros". Si ahora queremos traducir 
también la coletilla que añadía Jesús ("convertíos"), podremos 
añadir a estas tres una cuarta opción:

d) la opción por el cambio de corazón. Es decir: porque las tres 
opciones anteriores sean asumidas desde lo más profundo de la 
libertad del hombre, y no desde la superficie, por la fuerza, la 
seducción engañosa o la presión colectiva. Por eso, para llevar a 
cabo su misión, Jesús renunciará a ser elegido rey, renunciará a 
que Dios le baje de la cruz, y se niega a dar una prueba 
apabullante, que sea distinta del hecho de que "se anuncia el 
evangelio a los pobres" y de lo que ven los ojos cuando uno se 
decide a optar por los pobres y acercarse a ellos.


Las indecisiones de un Jesús sin causa.

Si ahora desde esa óptica elemental, volvemos a la película de 
Scorsese ¿qué encontramos?. Yo me temo que dos piezas mal 
encajadas otra vez: primero un Jesús indeciso y culpabilizado, ajeno 
al Reino de Dios. Hasta el punto de que Judas, con su militancia 
zelote, tiene más proyecto de vida que Él. Y más parece ser Judas 
el que "llame" a Jesús, que no Jesús el que llama a Judas.

El autor podría decir que esos primeros episodios se refieren a lo 
que se llamó "vida oculta" de Jesús, de la cual no sabemos nada y 
en la que, por tanto, el novelista puede imaginar lo que quiera. Esto 
es verdad. Pero el crítico también puede analizar lo que ha 
imaginado el novelista, y preguntarse por qué lo ha imaginado así.

Y, con toda sencillez y sin ánimo de herir, uno puede lanzar la 
pregunta de hasta qué punto, desde los Estados Unidos (y, en 
general, también desde el Primer Mundo), se puede comprender y 
aceptar un proyecto como el del Reinado de Dios, cuyo 
universalismo y cuya parcialidad hacia los excluidos, nos obliga a 
poner en cuestión todos nuestros mundos particulares de 
privilegiados. Ya pasó la época en que los pintores dibujaban a 
Jesús con los vestidos de su tiempo y en los decorados de su 
mundo. Para poder retratar a Jesús, se convirtió en criterio 
hermenéutico obligatorio la necesidad de viajar hasta donde él 
había vivido, y de conocer históricamente la época en que vivió. 
Hoy es preciso dar un paso más: para poder pintar a Jesús no hay 
que conocer solamente su geografía y su historia. Es preciso 
además viajar hasta los condenados de la tierra a quienes él vino a 
llamar. Y esta clave hermenéutica es aún más decisiva que la 
anterior.

Quizá por la falta de ella, el Jesús de Scorsese no establece 
relación entre los individuos humanos y el Reinado de Dios, sino 
que se limita deliberadamente (e intimistamente) a aquellos por 
separado, diciéndole a Judas que "siempre habrá romanos". Luego, 
en cambio, Scorsese le vuelve más violento que amoroso, 
haciéndole repetir la escena de los mercaderes del Templo, y esta 
vez con cierto regodeo agresivo. Y no es que el amor no pueda 
tener a veces sus dosis de violencia (y los mismos evangelios 
testifican de esto en algún momento). Pero en la película da la 
impresión de que la violencia domina sobre el amor. Dios ha 
violentado a Jesús primero. Esto hace a Jesús ser violento con los 
otros. Y acaba pidiéndole que muera violentamente.

Sinceramente, uno no sabe si aquí se ha filtrado 
inadvertidamente algo de ese "inconsciente violento" del país más 
poderoso de la tierra. Un inconsciente que, sin querer, proyecta en 
Jesús el afán norteamericano.