JESÚS: EL HOMBRE DIOS Y EL DIOS HOMBRE
por LEONARDO BOFF
La mayoría de los intentos de esclarecer la divinidad y la
humanidad de Jesús parten del análisis de la naturaleza humana o
divina, o bien del significado de la persona. Nosotros intentaremos
un camino inverso: procuraremos entender al hombre y a Dios a
partir de Jesús mismo. En Jesús se reveló el hombre en su máxima
radicalidad y también quién es el Dios humano. No es, pues, el
análisis abstracto de la humanidad y de la divinidad lo que permite
esclarecer el misterio de Jesús de Nazaret, que fascinó a los
apóstoles hasta el punto de llamarlo Dios. Por el contrario, es la
cristología la que permite elaborar una antropología.
Del testimonio de los evangelios y de lo que hemos dicho sobre
el extraordinario equilibrio, la fantasía creadora y originalidad de
Jesús resulta que su vida fue una existencia totalmente orientada y
vivida para los otros y para el gran Otro (Dios). Jesús estaba
absolutamente abierto a los demás, no discriminaba a nadie y
abrazaba a todos en su amor ilimitado, en especial a los
descalificados religiosa y socialmente (Mc 2,1517). El amor a los
enemigos que él predicó (Mt 5,43) lo vivió personalmente,
perdonando a los que lo clavaron en la cruz (Lc 23,34-46). No
poseía esquemas prefabricados, ni moralizaba, ni censuraba a los
que venían a él: «Al que venga a mí no lo echaré fuera»
(/Jn/06/37). Liberal ante la ley, era riguroso en exigir un amor que
ata a los hombres con lazos más liberadores que los de la ley. Su
muerte no fue solamente consecuencia de su fidelidad a la misión
liberadora que el Padre le confió; fue también fidelidad a los
hombres, a los que amó hasta el fin (Jn 13,1)
Jesús estaba vacío de sí mismo. Por eso podía ser
completamente colmado por los otros, a quienes recibía y
escuchaba tal como se presentaban. Daba igual que fueran
mujeres o niños, publicanos o pecadores, una prostituta o un
teólogo, tres ex guerrilleros (convertidos después en sus discípulos)
o unos piadosos como los fariseos. Jesús fue un hombre que se
entendió siempre a partir de los otros: su ser fue continuamente «un
ser para los demás>. Particularmente con el gran Otro, Dios, él
cultivó una relación de extrema intimidad. Llama a Dios Abba,
Padre, en un lenguaje que se asemeja a la confianza y a la entrega
segura de un niño (Mc 14,36; cf. Rom 8,15; Gál 4,6). El mismo se
siente su hijo (Mt 11,27; Mc 12,6; 13,52). Su relación íntima con el
Padre no manifiesta indicio alguno de complejo de Edipo: es
transparente y diáfana. Invoca a Dios como Padre, no se siente
como un hijo pródigo que regresa y se arroja arrepentido en los
brazos paternos. Jesús jamás pide perdón ni alguna gracia para sí.
Suplica liberación del dolor y de la muerte (Mc 14,36 par.; Mc 15,
34.37; Jn 11,41-42), pero no quiere realizar su voluntad, sino la del
Padre (Mc 14,36). Su última palabra es de serena entrega: «Padre,
en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23,46). Encuentra el
sentido de su vida solamente a partir de Dios, para quien está
absolutamente abierto. San Juan, legítimamente, hace decir a
Jesús: "Yo no puedo hacer nada por mi cuenta: ... porque no busco
mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado" (Jn 5,30). Su
intimidad con el Padre era tan profunda que en el mismo Juan
encontramos las siguientes palabras: «Yo y el Padre somos uno».
Porque se abrió y se entregó a Dios con absoluta confianza -y
eso constituye su modo típico de existir, que es el existir de la fe-,
Jesús, como enseñó el Concilio de Calcedonia, no poseía la
hipóstasis, la subsistencia, el permanecer en sí mismo y para sí
mismo. Estaba absolutamente vacío de sí mismo y completamente
colmado de la realidad del Otro, de Dios Padre. Se realizaba
radicalmente en el Otro, no siendo nada para sí, sino todo para los
otros y para Dios. Fue en la vida y en la muerte, la simiente de trigo
que muere para dar vida, el que pierde su vida para ganarla (cf. Mt
10,39). La falta de personalidad humana (hipóstasis o subsistencia)
no constituye imperfección en Jesús, sino su máxima perfección. El
vaciarse significa crear espacio interior para ser llenado por la
realidad del otro. Saliendo de sí, el hombre queda más
profundamente en sí mismo; dando, recibe y posee su ser. Jesús
fue hombre por excelencia, el ecce homo, porque su radical
humanidad fue conquistada no por la autárquica y ontocrática
afirmación del yo, sino por la entrega y comunicación de su yo a los
otros y para los otros, especialmente para Dios, hasta identificarse
con los otros y con Dios. El modo de ser de Jesús como «ser para
los demás" nos permite descubrir cuál es el verdadero ser y existir
del hombre. La existencia del hombre sólo adquiere sentido cuando
se entiende como una total apertura y como un nudo de relaciones
que se orienta en una múltiple dirección: hacia el mundo, hacia el
otro y hacia Dios". Su vivir verdadero es un «vivir con». Por eso,
solamente a través del tú llega el yo a ser lo que es. El yo es un
eco del tú y, en su última profundidad, una resonancia del tú divino.
Cuanto más se relaciona el hombre y sale de sí, más crece en sí
mismo y llega a ser hombre.\Cuanto más está en el otro, más está
en sí mismo y se torna yo. Cuanto más estaba Jesús en Dios, más
estaba Dios en él. Cuanto más el hombre-Jesús estaba en Dios,
más se divinizaba. Cuanto más estaba Dios en Jesús, más se
humanizaba. Jesus-hombre estaba de tal manera en Dios, que se
identificó con él. Dios estaba en tal medida en Jesús-hombre, que
se identificó con él; Dios se hizo hombre para que el hombre se
hiciera Dios. Si alguien acepta en la fe que Jesús fue el hombre que
puede relacionarse y estar en Dios hasta sentirse de hecho su Hijo
-en ello reside la identidad personal de Jesús con el Hijo eterno-, y
si alguien acepta en la fe que Dios en tal puede vaciarse de sí
mismo (cf. Flp 2,7) hasta llenar la total apertura de Jesús, hasta
hacerse hombre él mismo, ése acepta y profesa lo que nosotros los
cristianos profesamos y aceptarnos como la encarnación: la unidad
inconfundible e inmutable, indivisible e inseparable de Dios y del
hombre en uno y el mismo Jesucristo, siendo Dios siempre Dios y el
hombre radicalmente hombre.
Jesús fue la criatura que Dios quiso y creó para que pudiera
existir totalmente en Dios y que, cuanto más unida estuviera a Dios,
más se hiciera ella misma; esto es, hombre. De ese modo, Jesús es
verdaderamente hombre y también verdaderamente Dios. Pero
también podemos decir lo contrario: así como la criatura Jesús es
más ella misma cuanto más está en Dios, de forma análoga Dios es
tanto más él mismo cuanto más está en Jesús y asume su realidad.
Es evidente que, en Jesús, Dios y el hombre constituyen una
unidad. Ante Jesús, el creyente está frente a Dios y al ecce homo
en fundamental inmediatez. Jesús-hombre no es el receptáculo
exterior de Dios, como el vaso frágil que recibe la esencia preciosa,
Dios. Jesús~hombre es Dios mismo cuando entra en el mundo y
cuando él mismo se hace historia: «Y la palabra se hizo carne y
puso su morada entre nosotros» (Jn 1,14). Dios conoce un hacerse
sin perder nada de su ser. Cuando él se hace y se convierte en
devenir e historia, surge el que nosotros llamamos Jesucristo,
Verbo encarnado. La mayoría de los cristianos no se ha
acostumbrado aún a esta idea. El Dios experimentado y vivido por
el cristianismo no es sólo el Dios trascendente, infinito, llamado ser
o nada, sino el Dios que se hizo pequeño, que se hizo historia,
mendigó amor, se vació hasta la aniquilación (cf. Flp 2,7), conoció
la nostalgia, la alegría de la amistad, la tristeza de la separación, la
esperanza y la fe ardientes; un Dios que sólo podía ser así siendo
realmente el infinito, amor absoluto y autocomunicación, que creó el
cosmos y la historia para posibilitar su entrada en ellos. De aquí se
deduce que la creación debe ser pensada a partir de Cristo. El fue
el primer pensamiento de Dios, el que encierra dentro de sí al
propio cosmos.
J/RSD/H-NUEVO: La total apertura de Jesús a los otros y al gran
Otro no se reveló solamente en el tiempo de su existencia terrestre,
donde «él pasó haciendo el bien» (Hch 10,38). La resurrección
manifestó toda la profundidad de la comunión y apertura de Jesús.
El Jesús terrestre, antes de la resurrección, estaba sujeto a las
coordenadas del espacio y del tiempo, a las limitaciones del cuerpo
carnal. Pero por la resurrección surgió el hombre nuevo, no ya
carnal, sino pneumático, para quien el cuerpo no es límite, sino
total presencia cósmica y comunión con la totalidad de la realidad.
El Cristo resucitado la ocupa toda, llevando a cabo, en grado
máximo, su ser en los otros y para los otros. La encarnación no
debe ser pensada solamente a la luz del Jesús de Nazaret sárquico,
participante de nuestras limitaciones y fragilidades, sino que debe
ser contemplada a la luz de la resurrección, en la que se reveló, en
su total evidencia y transparencia, lo que se escondía en Jesús de
Nazaret: la universal y máxima apertura a toda la realidad cósmica,
humana y divina, hasta el punto de que Pablo puede decir de Jesús
resucitado que es «todo en todas las cosas» (Col 3,11).
LA IMPECABILiDAD DE JESÚS
Estas reflexiones nos invitan a entender dinámicamente la
encarnación. Esta no se agotó en la concepción del Verbo en el
seno de la Virgen. Ahí irrumpió para desarrollarse a medida que la
vida crecía y se manifestaba. Debemos considerar seriamente el
testimonio de Lucas: Jesús «iba creciendo en saber, en estatura y
en gracia ante Dios y ante los hombres» (/Lc/02/52). Dios no
asumió la humanidad en abstracto, sino que fue un hombre
concreto, individualizado e históricamente condicionado, Jesús de
Nazaret. Si este hombre es histórico y conoce un desarrollo, unas
etapas con características y perfección propias, entonces nada
más natural que comprender la encarnación en forma dinámica.
Existe un verdadero proceso de encarnación. Dios iba asumiendo
la naturaleza humana concreta de Jesús a medida que ésta se iba
manifestando y desarrollando. Inversamente, también es verdad
que la naturaleza humana de Jesús iba revelando la divinidad a
medida que crecía y maduraba. En cada fase de su vida, Jesús
revelaba a Dios bajo un aspecto nuevo porque cada fase
presentaba su desarrollo correspondiente. Jesús-niño revelaba a
Dios dentro de las posibilidades de perfección que caben a un niño.
Como niño, estaba abierto a Dios y a los otros en la forma perfecta
y plena que un niño puede realizar. Como adolescente, concretó la
perfección del adolescente y así revelaba la divinidad en el modo
posible a este período de la vida. Lo mismo puede decirse de las
demás etapas de la vida de Jesús, especialmente de su fase adulta,
atestiguada ya por los evangelios. Como dijimos antes, en ella
aparece el hombre en su pleno vigor humano, de soberanía, de
fantasía creadora, de originalidad, de compromiso decidido por su
causa, de total apertura a cualquiera que se aproxime a él, de
coraje viril en la confrontación polémica con sus adversarios
ideológicos (fariseos, escribas y saduceos) y de madura relación
para con Dios. Los altibajos naturales de la vida humana le servían
también como formas de perfeccionarse, acrisolarse y sumergirse
con más profundidad en la percepción de lo que es el hombre y de
lo que Dios significa. J/TENTACIONES: Las tentaciones referidas en
los evangelios nos permiten afirmar que Jesús pasó también por las
distintas crisis que marcan las diferentes fases de la vida humana.
Como toda crisis, las tentaciones significaron un paso doloroso,
pero purificador, de un nivel de vida a otro con nuevas posibilidades
de comprender y vivir la vida en su integridad. En los relatos
evangélicos jamás se percibe ninguna queja de Jesús sobre las
amarguras de la existencia. Nunca se pregunta por qué existe el mal
al lado de un Dios que es Padre y Amor. Para Jesús es claro: el mal
no está para ser comprendido, sino para ser combatido y vencido
por el amor.
Jesús era continuamente beneficiario de la gracia de Dios que lo
hacía en cada etapa de su vida, dentro de las posibilidades que la
situación permitía, perfecto ante Dios y los hombres. Descubría, con
extrema sensibilidad, la propuesta de Dios. Y al mismo tiempo que
recibía la gracia, correspondía con una respuesta adecuada. En él,
la propuesta de Dios y la respuesta humana llegaron a una perfecta
correspondencia. Cuanto más se le comunicaba Dios, más se
entregaba Jesús a él. En la cruz se dio la máxima entrega de Jesús,
hasta aniquilarse y perder su vida en favor de Dios y de los
hombres. Pero allí se realizó también la máxima comunicación de
Dios. Y esta comunicación divina se llama resurrección. Por tanto,
podemos decir que la resurrección de Jesús se dio en el momento
mismo de su muerte, aunque no se manifestara hasta tres días
después, con la asunción del cuerpo carnal de Jesús transformado
ahora en cuerpo espiritual. Con la resurrección termina y se
completa el proceso de la encarnación. Aquí, materia y espíritu,
hombre y Dios, llegan a una unidad indivisible y a una cabal
interpretación. Sólo a partir de la resurrección podemos, en alguna
medida, representarnos lo que significa realmente hominización de
Dios y divinización del hombre en una unidad inconfundible e
indivisible.
J/IMPECABILIDAD: Partiendo de tales reflexiones podemos situar
y comprender lo que significa la impecabilidad de Jesús. Los textos
neotestamentarios atestiguan la fe de la Iglesia primitiva en que
Jesús, aunque vivió en nuestra carne mortal (Gál 3,13; 4,4; 2 Cor
5,21; Rom 8,3; 1 Pe 2,22) y fue probado como nosotros (Heb 4,15;
cf. 7,26; 9,14), no tuvo pecado (2 Cor 5,21; 1 Jn 3.5; Jn 8,46; cf.
14,30). Fue en todo igual a nosotros, excepto en el pecado. Asumió
la condición humana, marcada por la alienación fundamental que es
el pecado (Jn 1,14). Pablo dice muy bien que Jesús nació de mujer,
bajo la ley (Gál 4,4), hecho por nosotros pecado (2 Cor 5,21). En
Rom 8,3 lo explícita diciendo: "Dios, habiendo enviado a su propio
Hijo en una carne semejante a la del pecado y en orden al pecado,
condenó el pecado en la carne, a fin de que la justicia de la ley se
cumpliera en nosotros». No obstante, él no tuvo pecado. Es un
hecho. La tradición de los dos primeros siglos argumentaba, como
Pablo, que la impecabilidad de Cristo provenía no de una cualidad
especial de su naturaleza, sino de su íntima e ininterrumpida unión
con Dios. Sólo a partir de Agustín se comienza a argumentar, a la
luz de la concepción virginal de Jesús, que no sólo no pecó, sino
que tampoco podía pecar porque desde el primer momento, por
obra y gracia del Espíritu, fue concebido sin pecado. Además, la
unión hipostática, según la cual la persona divina del Verbo es
sujeto de los actos humanos de Jesús, excluye cualquier sombra de
imperfección y pecado.
Pero entonces, ¿cómo explicar las tentaciones reales de Jesús?
¿Cómo se han de entender su fe y su esperanza? ¿Qué significa su
condición de homo viator y su crecimiento en gracia y sabiduría?
Una cristología que parte de la humanidad de Jesús, en la que se va
vislumbrando su divinidad, nos podrá iluminar el valor permanente
de la verdad tradicional acerca de la impecabilidad de Jesús. La
impecabilidad es la forma negativa de expresar la unión de Jesús
con Dios y de Dios con Jesús. Jesús fue un hombre continuamente
centrado en Dios. Santidad es la cualidad de quien está en Dios,
unido a él y penetrado por él. Pecado es lo contrario: es cerrarse en
sí mismo hasta excluir a Dios, centrar el yo en sí mismo, incapacidad
de amar sin egoísmo. Dado que Jesús estaba vacío de sí y
totalmente centrado en Dios, no tenía pecado. En cuanto
permanecía en esta actitud fundamental, no sólo no peco, sino que
tampoco pudo pecar. La impecabilidad de Jesús, por tanto, no
consiste en la pureza de sus actitudes éticas, en la rectitud de sus
actos individuales, sino en la situación fundamental de su unión con
él. Si el pecado original en el hombre consiste en la esquizofrenia de
su ser histórico tal como se encuentra, que lo incapacita para amar,
para descentrarse radicalmente de sí mismo y lo distorsiona
ontológicamente, hasta en sus últimos repliegues biológicos,
impidiéndole colocarse en una posición reverente ante Dios,
entonces debemos decir que Jesús estuvo totalmente libre del
pecado original. Se encontraba siempre en una posición recta ante
Dios. Asumió nuestra condición humana, marcada por el pecado;
pero por gracia y obra del Espíritu Santo, le faltaba el núcleo
degenerador de todos los actos humanos. Decir que asumió la
condición humana pecadora significa que asumió la historia del
pecado humano.
El hombre es un nudo de relaciones en todas direcciones, pero
un nudo enredado tanto en su vida consciente como en su
inconsciente personal y colectivo. Y eso tiene su historia. Jesús,
aunque sin pecado, asumió todo eso y, dentro de su vida, por su
amor, por su comportamiento, ante los hombres y Dios, fue
superando la historia del pecado en su propia carne (cf. Rom 8,3),
fue desatando el nudo de relaciones dentro de cada etapa de la
vida humana, hasta poder relacionarse adecuadamente con el
mundo, con el otro y con Dios. La resurrección representa la
definitiva liberación de la estructura pecaminosa de la existencia
humana y la realización cabal de las posibilidades de relación del yo
personal con la totalidad de la realidad. Jesús redimió al hombre
desde dentro, venció las tentaciones, las alienaciones y los
estigmas que el pecado, en su historia, dejó en la naturaleza
humana. Por eso, él es para nosotros un ejemplo y el
prototipo-arquetipo del verdadero hombre que cada cual debe ser y
todavía no es.
Según la psicología de los complejos de C. G. Jung, cada hombre
resume en sí y lleva en su inconsciente toda la historia de las
experiencias logradas y frustradas que la psique humana ha
realizado desde sus orígenes más primitivos animales y cósmicos.
Cada cual, a su modo, es la totalidad. Admitida la racionalidad de
esta hipótesis, ella podrá iluminar la realidad recóndita y profunda
de la encarnación. El Verbo, al hominizarse, asumió toda esta
realidad contenida en la psique humana, personal y colectiva,
positiva y negativa, abrazando así toda la humanidad. Desde dentro
fue desenmascarando las tendencias negativas que crearon una
anti-historia y una verdadera segunda naturaleza humana, fue
activando los arquetipos de positividad y especialmente el arquetipo
de mismidad (el arquetipo de Dios) y haciendo aparecer al hombre
realmente a imagen y semejanza de Dios. Jesús abarca así toda la
humanidad, asumiéndola a fin de liberarla para sí mismo y para
Dios.
TODOS ESTAMOS DESTINADOS A SER IMAGEN Y SEMEJANZA
DE CRISTO
Lo que acabamos de decir y profesar en la fe sobre Jesús a partir
de Jesús mismo posee una enorme importancia para nosotros los
hombres. Si Jesús es verdadero hombre, consustancial a nosotros,
como aseveró la formulación dogmática de Calcedonia, entonces lo
que se afirma de él debe afirmarse también, en alguna medida, de
cada hombre. A partir de Jesús, el más perfecto de todos los
hombres, podemos entrever quiénes y cómo somos nosotros
mismos. Como Jesús, todo hombre se encuentra en una situación
de apertura a la totalidad de la realidad. El hombre no está abierto
solamente al mundo o a la cultura. Está abierto al Infinito, que él
entrevé en la experiencia del amor, de la felicidad, de la esperanza,
del sentir, del querer y conocer que anhela por eternidad y
totalidad. El hombre no quiere sólo esto y aquello: lo quiere todo. No
quiere sólo conocer a Dios; desea ardientemente poseerlo, gozarlo
y ser poseído por él.
El hombre es capaz de infinito, rezaba una fórmula clásica de los
pensadores medievales, especialmente entre los franciscanos.
Jesús realizó de forma absoluta y cabal esta capacidad humana,
hasta poder identificarse con el Infinito. La encarnación significa la
realización exhaustiva y total de una posibilidad que Dios colocó, por
la creación, en la existencia humana. Esta es la tesis fundamental
del más sagaz y sutil de todos los teólogos medievales, el
franciscano Juan Duns Escoto (+ 1308). El hombre puede, por
amor, abrirse de tal modo a Dios y a los otros que se vacíe
totalmente de sí mismo y se llene, en la misma proporción, de la
realidad de los otros y de Dios. Eso se dio exactamente en
Jesucristo. Nosotros, hermanos de Jesús, hemos recibido de Dios y
de él el mismo desafío: abrirnos cada vez más a todo y a todos para
poder ser, a semejanza de Cristo, colmados de la comunicación
divina y humana. En nuestra alienación y pecado, realizamos de
modo deficiente la relación que Jesús de Nazaret concretó de forma
exhaustiva y absoluta en su vida terrestre y pneumática. El hombre
que cada uno es debe ser interpretado no tanto a la luz de su
pasado biológico cuanto a la luz de su futuro. Este futuro se
manifestó en Jesús encarnado y resucitado. El futuro de cada
hombre está no en la tierra, sino en la muerte y en el más allá de la
muerte, en el poder realizar la capacidad de infinito que Dios
infundió en su ser. Sólo entonces realizará en plenitud la imagen y
semejanza de Cristo, que marca toda su existencia. La encarnación,
por tanto, encierra un mensaje concerniente no sólo a Jesucristo,
sino también a la naturaleza, al destino de cada hombre. Por ella
sabemos quiénes somos de hecho y a qué estamos destinados,
quién es Dios, que en Jesucristo nos vino al encuentro con una
imagen semejante a la nuestra para —respetando nuestra
alteridad— asumirnos y colmarnos con su divina realidad.
LEONARDO BOFF
JESUCRISTO Y LA LIBERACION DEL HOMBRE.
EDICIONES CRISTIANDAD. MADRID 1981. Pág.
207-216
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2. J/HIJO-DE-DAVID:
JESÚS ES EL PUNTO OMEGA DE LA HISTORIA,
EL MESÍAS, EL HIJO DE DAVID ESPERADO,
EL HIJO DE DIOS
J/GENEALOGIAS: La resurrección muestra que, con Cristo, la
historia llega a su punto Omega, porque la muerte ha sido vencida y
el hombre totalmente realizado e insertado en la esfera divina. Por
eso, él es el Mesías y, como Mesías, de la familia real de David.
Con las genealogías de Jesús tanto Mateo (1,1-17) como Lucas
(3,23-38) quieren probar que Jesús, y nadie más que Jesús, surgió
cuando la historia había llegado a su punto Z; que él ocupa en la
genealogía davídica el lugar exacto que corresponde al Mesías y
que se inserta en esa genealogía, de tal forma que se cumple la
profecía de Isaías (7-14) -de ser hijo de una virgen- al recibir el
nombre y con ello su inclusión genealógica de su padre adoptivo
José.
Según Esdras 14,11-12, desde Adán se esperaba al Mesías,
Salvador de todos los hombres para el final de la undécima semana
del mundo. Once semanas del mundo son 77 días del mundo.
Lucas construye la genealogía de Jesús desde Adán, mostrando
que el mismo Jesús apareció en la historia cuando se cumplieron los
77 días del mundo, cada día con un antepasado de Jesús. Por eso,
la genealogía contiene, desde Adán hasta José, 77 antepasados.
La historia llegó a su punto Omega cuando Jesús nació en Belén.
Se trata de una genealogía artificialmente construida, como se ve,
comparándola con la de Mateo. Además, hay muchos espacios
vacíos entre una generación y otra.
Mateo utiliza un procedimiento semejante para probar que Jesús
es hijo de David y el Mesías esperado. Al sustituir las consonantes
del nombre David (las vocales no cuentan en hebreo) por sus
respectivos números resulta el número 14 (D = 4, V = 6, D = 4; total:
14). Mateo elaboró la genealogía de Jesús de modo que resultaran,
como él mismo lo dice expresamente (1,17), tres veces 14
generaciones. El número 14 es el doble de 7, número que para la
Biblia simboliza la plenitud del plan de Dios o la totalidad de la
historia. Las 14 generaciones, desde Abrahán hasta David,
muestran el vértice de la historia judía: las 14 generaciones de
David hasta la deportación a Babilonia revelan el punto más bajo de
la historia santa; y las 14 generaciones desde el cautiverio
babilónico hasta Cristo evidencian el definitivo punto culminante de
la historia de la salvación, que jamás conocerá ocaso, porque en él
surgió el Mesías. A diferencia de Lucas, Mateo incluye en la
genealogía de Jesús cuatro mujeres, todas ellas de mala fama: dos
prostitutas, Tamar (Gn 38,1-30) y Rahab (Jos 2; 6,17.22ss) ; una
adúltera, Betsabé, mujer de Urías (2 Sm 11,3; 1 Cr 3,5), y una
moabita pagana, Rut (Rut 4,12ss). Mateo quiere insinuar así que
Cristo asumió los altibajos de la historia y tomó también sobre sí las
ignominias humanas. Cristo es el último miembro de la genealogía,
exactamente aquel con quien la historia llega a su punto Z,
completando tres veces 14 generaciones. Por tanto, sólo él puede
ser el Mesías prometido y esperado.
ID. Pág. 181-182)