Una interpretación bíblica de la bajada del Hijo
El sentido profundo de lo que entendemos con la palabra
«bajada» se puede comprender, en cierto modo, siguiendo la larga
historia de esta palabra a través del Antiguo y del Nuevo
Testamento; de ellos desciende un riachuelo que recoge a su paso
otros arroyos y afluentes, convirtiéndose así en una corriente de
caudal cada vez mayor. En el relato de la construcción de la torre
de Babel nos encontramos con una primera bajada de Dios, una
bajada presidida por la cólera, a la que se contrapone, en la
historia de la zarza ardiente, una nueva bajada que se caracteriza
por la misericordia y el amor. En el contexto de estos Ejercicios, no
podemos seguir punto por punto esta historia; limitémonos a
considerar un pasaje del capítulo 10 de la carta a los Hebreos, en
el que se contiene una de las interpretaciones más profundas de la
bajada del Hijo, que se presenta despojada de toda concepción de
tipo espacial, de manera que viene a situarse a plena luz el
contenido personal y espiritual de la palabra. El autor de la carta
vuelve una vez más a su concepción fundamental de que las
ofrendas de animales no son capaces de restablecer la relación
entre el hombre y Dios, y prosigue: «por lo cual, entrando en este
mundo Cristo dice: No quisiste sacrificios ni oblaciones, pero me
has preparado un cuerpo. Los holocaustos y sacrificios por el
pecado no los recibiste. Entonces yo dije: Heme aquí que vengo
-en el volumen del Libro está escrito de mí- para hacer, ¡oh Dios!,
tu voluntad» (/Hb/10/05-07: cf. /Sal/040/07-09) Con las palabras
de un salmo que se presenta como oración de Jesús al entrar en el
mundo, la carta nos ofrece una verdadera y exacta teología de la
Encarnación, en la cual no hay vestigio alguno de niveles
cósmicos: el «bajar» y el «entrar» se interpretan más bien como un
proceso de oración; la oración se comprende, pues, como un
pre-camino, como un compromiso que arrastra la existencia entera,
la cual se orienta radicalmente a partir de la oración,
desvinculándose de sí misma, sublimándose a sí misma. El ingreso
de Cristo en el cosmos se entiende aquí como acontecimiento
intencional y responsable, como cumplimiento real de aquella línea
de pensamiento y de fe que se expresa en la piedad de muchos
salmos.
Examinemos ahora más de cerca el texto del salmo y su
transformación neotestamentaria. ¿Qué expresa este salmo?
Expresa la acción de gracias de aquel a quien Dios ha despertado
de la muerte. Pero el orante da gracias a Dios de acuerdo con su
concepción de la verdadera piedad y no sirviéndose del sacrificio
de un animal; fiel a la tradición profética, sabe que «no te
complaces tú en el sacrificio y la ofrenda; me has dado oído
abierto» (v.7). Esto significa que Dios no quiere más que el oído
del hombre: su escucha, su obediencia y, a través de esta
disponibilidad, quiere al hombre mismo. Su acción de gracias a
Dios, en conformidad con el Dios verdadero, es entrar en la
voluntad de Dios. Este proceso de escucha y respuesta constituye
el sacrificio en el que Dios se complace.
Según la carta a los Hebreos, estas palabras del salmo forman
parte de aquel diálogo entre Padre e Hijo que es la Encarnación.
En esta carta, la Encarnación se percibe como proceso
esencialmente trinitario y espiritual. A la luz de la profecía, la carta
a los Hebreos cambia una sola palabra del salmo: en lugar del
término «oído» introduce la palabra «cuerpo»; me has preparado
un «cuerpo». Con la palabra «cuerpo» se entiende la humanidad
misma, el ser con naturaleza humana. La obediencia se encarna.
En la plenitud de su realización, ya no es simple escucha, sino que
se hace carne. La teología de la palabra se hace teología de la
Encarnación. La consagración del Hijo al Padre emerge del diálogo
intradivino y se hace aceptación del ser humano y, en
consecuencia, consagración al Padre de la creación reasumida en
el hombre. Este cuerpo, o mejor, la humanidad de Jesús, es
producto de la obediencia, fruto del amor agradecido del Hijo; y, al
mismo tiempo, es oración concretamente realizada. En este
sentido, la humanidad de Jesús es, en su mismo origen, un hecho
enteramente espiritual y «divino».
Si se medita en esto, resulta evidente que el descendimiento de
la Encarnación, e incluso el descenso que se realiza en la cruz, se
encuentra en una profunda correspondencia interna con el misterio
del Hijo: el Hijo, esencialmente, es donación y restitución de sí
mismo; «ser hijo» no significa otra cosa. La Encarnación del Hijo,
desde el principio, significa: «se hizo obediente hasta la muerte»
(Flp 2,8). Pero el texto se dirige de nuevo a nosotros desde la
altura del misterio: no somos imágenes de Dios cuando nos
afirmamos en una actitud autárquica, cuando perseguimos la
autonomía sin fronteras de quien ha llegado a emanciparse por
completo. Semejantes esfuerzos tropiezan siempre con su
contradicción interna, con su falsedad de fondo. Nos hacemos
semejantes a Dios en virtud de nuestra participación en el gesto
del Hijo. Nos transformamos en Dios en la medida en que nos
volvemos «niños», en la medida en que nos hacemos «hijos»; esto
significa que llegamos a serlo cuando entramos en el diálogo de
Jesús con el Padre y cuando este nuestro diálogo con el Padre
penetra en la carne de nuestra vida cotidiana: «Me has preparado
un cuerpo...» Nuestra salvación estriba en llegar a ser «cuerpo de
Cristo», como Cristo mismo; en aceptarnos cada día como viniendo
de él; en restituir, en ofrecer cada día nuestro cuerpo como lugar
de la palabra. Llegamos a serlo cuando le seguimos, tanto al bajar
como al ascender. Todo esto se contiene en la sencilla expresión
«descendit de caelis». Habla de Cristo, y justamente por ello habla
de nosotros. Esta confesión no se agota en un coloquio. Remite de
la palabra al cuerpo: sólo en el paso de la palabra al cuerpo y del
cuerpo a la palabra puede realizarse cabalmente.
JOSEPH
RATZINGER
EL CAMINO PASCUAL
BAC POPULAR MADRID-1990.Págs.
76-79