Fue crucificado
La muerte de Jesús no fue ni casual ni accidental. Fue una
muerte inducida y violenta en la que se manifestó la conflictividad
esencial que se da entre el Reino de Dios que Jesús anunciaba e
inauguraba -el Reino de la filiación en la fraternidad y la
solidaridad- y el reino de los intereses y egoísmos de este mundo,
incluidos los egoísmos disfrazados de fidelidad religiosa.
Es curioso lo que pasa en la muerte de Jesús. Intervienen casi
todas las fuerzas religiosas, sociales, económicas y políticas del
momento: los escribas y los sacerdotes, que eran los
representantes autorizados de la religión de Israel; los fariseos,
gente piadosa y hasta puritana; los saduceos, gente adinerada; las
autoridades políticas, tanto las de ocupación como las autóctonas:
Pilato, de la administración romana, y Herodes, que representaba
lo que quedaba de pseudo-autonomía judía; el pueblo manipulado
y cambiante, y hasta algunos seguidores de Jesús. Y resulta
entonces algo que es muy típico en estas situaciones: todos tienen
responsabilidad en lo que sucede, pero ninguno se siente
responsable. Es el anonimato del mal. El mal tiende a hacerse
anónimo. Pilato se lava las manos. Unos dirán que han sido los
romanos, y los romanos que ha sido cosa de los judíos... Todos
aportan lo suyo, pero nadie se reconocerá directamente
responsable. Los estudiosos modernos aún investigan quién fue
jurídicamente el último responsable de la muerte de Jesús y no
logran ponerse de acuerdo. A aquella muerte contribuyeron todos,
pero nadie quiere cargar con ella.
J/MU/CAUSAS: ¿Por qué mataron a Jesús? Podriamos
preguntarnos, como los abogados tradicionales, cui bono? ¿A
quién aprovecha, qué intereses favorece la muerte de Jesús? La
gente que quiere el orden mata a Jesús porque perturba el orden
establecido, el orden social. Jesús es un perturbador del orden al
declarar que Dios es Padre de todos por igual. Estamos muy
acostumbrados a decir «Padre nuestro», y seguramente no nos
damos cuenta de que esta expresión implica que realmente no
puede haber privilegiados ante Dios. Y esto Jesús lo mostró tan
patentemente con su manera de actuar que los privilegiados no lo
pudieron soportar. Con sus palabras y con su manera de
comportarse con los socialmente marginados y excluidos de la
sociedad y de la religión, Jesús anulaba los privilegios de los que
se tenían por auténticos judíos, en lugar de endosarlos y
confirmarlos, que es lo que ellos esperaban del Mesías que había
de venir. El conflicto nace de ahí: esperaban un Mesías que
confirmase los intereses de los bien situados religiosa y
socialmente -los buenos de siempre-, y hete ahí que llega uno con
pretensiones de Mesías que acabará destruyendo el fundamento
mismo de todo privilegio. Desde el primer momento y en toda su
actuación posterior, Jesús no cuenta para nada con los bien
situados. No es extraño que estos no le reconozcan: nace pobre
en Belén; crece en Nazaret, un lugar sin importancia, hijo de una
mujer de pueblo y de un carpintero; tiene una juventud escondida,
sin estudios, etcétera. No es nadie en absoluto. Sólo esto ya era
ofensivo. Y toda su vida sigue así: escoge a unos cuantos
pescadores y a una gente que no contaba para nada dentro del
sistema teocrático.
Pensemos lo que esto tenía que provocar en quienes creían en
el sistema. Jesús no muestra ningún interés por las
reivindicaciones nacionalistas y políticas de los grupos fanáticos,
los «zelotes», especie de «guerrilla» en revolución permanente
contra los romanos. Alguien ha querido defender que Jesús se
habría identificado con estos grupos; pero no hay ningún
fundamento histórico suficientemente sólido que lo confirme. En
cambio, sí podemos decir que Jesús, sin tomar actitudes
directamente políticas, proclamaba y practicaba actitudes
religiosas y humanas que traían consigo graves consecuencias
políticas y sociales. Proclamar que Dios es Dios de todos por igual,
y atender particularmente a los más necesitados no es hacer
ningún manifiesto político, pero es minar las bases de toda política
basada en el mantenimiento de privilegios y desigualdades. Por
eso encontramos en la pasión de Jesús una mezcla de acusación
religiosa y política muy bien manipulada: aparentemente religiosa
ante el tribunal religioso y política ante el tribunal político. Siempre,
tanto en un lado como en el otro, Jesús es un estorbo, una
molestia que tiene que ser eliminada. La figura se repite hoy en las
acusaciones contra los sacerdotes que "hacen política" cuando
defienden la libertad o la dignidad de la vida de los débiles, en
Sudamérica o en cualquier parte del mundo.
La gente de orden condena a Jesús porque perturba el orden
social, y la gente religiosa, la gente de perfección, porque perturba
el orden religioso. Los fariseos creían que sólo ellos se salvarían,
porque cumplían la ley; lo esperaban todo de sus buenas obras,
practicadas con exactitud meticulosa. Pero viene Jesús y se atreve
a decir que las prostitutas y la hez del pueblo les precederían en el
Reino, y que los que llegaban a última hora a trabajar en la viña
tendrían el mismo sueldo que los esforzados de la primera hora.
Con estos principios, todo el sistema religioso, basado en la ley, el
templo, los sacrificios, el orden social, se tambaleaba. Un profeta
así era peligroso; había que eliminarlo. Estaban tan ciegos en la
defensa de su sistema que no podían reconocer que un profeta
así podía ser el enviado de Dios para recuperar la vida y la
dignidad de los que la habían perdido, a causa de los pecados y
los egoísmos de los hombres. Todo se podría resumir
sencillamente diciendo que Jesús es condenado porque viene a
proclamar a Dios no como poder, sino como amor solidario. Y este
Dios no podrá ser aceptado por los que tienen su vida basada en
el poder, ya social-político, ya religioso, y quieren que Dios venga
a confirmarlo.
Estas serían las causas históricas de la muerte de Jesús.
Veamos ahora su sentido teológico. En la 2ª carta a los Corintios,
capitulo 5º, versículos 19 y siguientes, leemos: «En Cristo, Dios
estaba reconciliando al mundo consigo mismo y no tenía en cuenta
las transgresiones de los hombres, sino que ponía en nuestros
labios palabras de reconciliación». Ya hemos hablado de la
insuficiencia de ciertas concepciones de la salvación como
satisfacción jurídica o pago de un rescate. Aquí encontramos otro
lenguaje muy distinto: reconciliar. Previamente había como una
enemistad y, a partir de ahora, una reconciliación. Y ¿cómo se
hace esta reconciliación? «En nombre de Cristo os lo pedimos:
dejaos reconciliar con Dios», dice San Pablo, «el cual por nosotros
hizo pecado al que no conocía el pecado para que nosotros
lleguemos a ser, por El, justicia de Dios». Cristo es el hombre al
que Dios hizo pecado, sin que El hubiese conocido el pecado.
Cristo es el justo que vino a predicar la justicia de Dios en medio
de aquellos hombres que eran gente de orden, gente piadosa,
perfecta, gente de autoridad, centrada en sus privilegios y en su
propia autoridad. Y cuando el Justo viene en medio de esta gente
pecaminosa, cuyo pecado es precisamente el orden y la religión
-un orden falso y una falsa religión-, tendrá que ser
inevitablemente víctima de ellos. El, el Justo que no hizo pecado,
enemigo del pecado, se encuentra en este mundo pecador; y es
natural que lo destrocen, porque los pecadores no quieren que el
justo les perturbe su sistema desordenado.
El libro de la Sabiduría lo ha descrito lucidamente:
"Tendamos lazos al justo que nos fastidia,
se enfrenta a nuestro modo de obrar,
nos echa en cara faltas contra la Ley
y nos culpa de faltas contra nuestra educación.
Se gloría de poseer el conocimiento de Dios
y se llama a sí mismo hijo del Señor.
Es un reproche de nuestros criterios,
su sola presencia nos es insufrible,
lleva una vida distinta de todos
y sigue caminos extraños.
Nos tiene por bastardos,
se aparta de nuestros caminos como de impurezas;
proclama dichosa la suerte final de los justos
y se ufana de tener a Dios por padre.
Veamos si sus palabras son verdaderas,
examinemos lo que pasará en su tránsito.
Si el justo es hijo de Dios, él le asistirá,
le librará de las manos de sus enemigos.
Sometámosle al ultraje y al tormento
para conocer su temple y probar su entereza.
Condenémosle a una muerte afrentosa,
pues, según El, Dios le visitará.
Así discurren, pero se equivocan;
los ciega su maldad;
no conocen los secretos de Dios,
no esperan recompensa por la santidad
ni creen en el premio de las almas intachables.
Porque Dios creó al hombre incorruptible,
le hizo imagen de su misma naturaleza» (Sab 2,12-23).
Aparentemente, Dios abandona al justo en manos de los
pecadores. Quizá el momento mas terrible de la pasión es el del
silencio denso que sigue a las palabras de escarnio de los
enemigos de Jesús: «Si es el Hijo de Dios, que venga su Padre y le
salve». Y el Padre no viene. Y el Hijo se siente abandonado. La
auténtica respuesta a esta malévola provocación la encontramos
en el evangelio de San Juan: «Dios amó tanto al mundo que le
entregó a su propio Hijo único, para que todo el que crea en El no
se pierda, sino que tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al
mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve
por medio de El» (/Jn/03/16-17). «Entregar» a su Hijo quiere decir
dejarlo en nuestras manos para que hagamos lo que queramos:
confiar en El y seguir el camino que El muestra -«creer en El»- o
rechazarlo. Unos pocos le siguieron, pero la mayoría, el pueblo con
sus jefes, lo rechazaron. La solidaridad del Justo con nosotros es
la solidaridad de la justicia misericordiosa de Dios con nosotros a
través de este Justo. Pero la justicia y la religiosidad humanas,
demasiado humanas, rechazan esta justicia de Dios hecha
solidaridad. Me temo que, si ahora viniese Cristo, nosotros, la
gente buena, piadosa, amante del orden, lo volveríamos a
rechazar, porque desmontaría nuestros montajes religiosos y
sociales que mantenemos celosamente, bajo la pretensión de
defender y promover con ellos la gloria de Dios. La pasión del
Señor tendría que actuar constantemente como crítica de todas las
cosas que promovemos y defendemos en nombre de Dios, cuando
realmente sólo promovemos y defendemos nuestros intereses
egoístas, nuestra seguridad, nuestro poder o nuestra tranquilidad
descuidada.
J/MU/VD VD/MU/J: El Padre, por amor a nosotros, nos entrega
a su propio Hijo, el Único, en nuestras manos; y nosotros
entregamos a este Hijo único de Dios a la muerte. San Pablo
comenta: "el que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo
entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará en El todas las
cosas?" (/Rm/08/32). El Padre no envía al Hijo a la muerte, sino a
la solidaridad con nosotros. Una decisión que corría un riesgo que
Dios no «escatimó». Si hubiéramos aceptado plenamente la
solidaridad ofrecida en Jesús, aquella entrega habría sido un acto
de amor sólo positivo. Pero como, desde nuestra situación de
pecado, lo hemos rechazado, aquella entrega toma la forma
negativa, de muerte. El Padre no quiere la crucifixión de Cristo;
pero quiere de tal manera la solidaridad, la reconciliación entre
nosotros, que está dispuesto a pagar el precio de la muerte de su
propio Hijo, sin «escatimarlo».
CZ/RV/A-D: Podríamos decir que la cruz -en aquel momento
supremo en el que Jesús exclama «¡Dios mío, Dios mío!», ¿por
qué me has abandonado?»- es la máxima manifestación del amor
de Dios hacia los hombres. Hablando a la manera humana,
podríamos llegar a decir que Dios, entre compadecerse de su
propio Hijo natural o mostrarnos su amor hacia nosotros, sus hijos
adoptivos, ha decidido mostrarnos más amor a nosotros que a su
propio Hijo. «Tanto amo Dios al mundo que le entregó a su propio
Hijo»; «no lo escatimó»; «no se compadeció». Parece una locura,
pero lo dice la misma Escritura Sagrada. Y a este acto de amor
supremo del Padre, corresponde el acto supremo de amor del Hijo
hacia el Padre y hacia nosotros: «Padre, que no se haga mi
voluntad, sino la tuya». «Nadie tiene un amor tan grande como
aquel que da la vida por los que ama» (Jn 15,13).
San Pablo dirá que «la muerte es el precio, el sueldo del
pecado» (/Rm/06/23). Lo es para nosotros, sueldo de nuestros
pecados; y lo es para Cristo, que ha cargado sobre sí los pecados
de los hombres; que se ha hecho, por amor, solidario de los
hombres pecadores. Que el mismo Hijo de Dios, cuando se hace
solidario del pecado de los hombres, tenga que sufrir la
consecuencia del pecado que es la muerte, es la máxima
manifestación del poder maléfico y monstruoso del pecado. El
pecado siempre mata: sólo puede matar. La monstruosa muerte de
Jesús, el Hijo de Dios, en la cruz nos tendría que abrir los ojos para
hacernos ver la monstruosidad del pecado del mundo, de nuestro
propio pecado.
Cristo, solidario de toda la humanidad pecadora, cargado con el
pecado de todos, tiene que pagar el precio del pecado de todos,
que es la muerte. Cristo crucificado es como el paradigma del
sufrimiento del mundo a consecuencia del pecado, la
manifestación de la dialéctica de pecado-muerte que atraviesa
fatídicamente toda la historia de la humanidad. El pecado es, en
último término, ofensa de Dios; pero se manifiesta siempre como
ofensa y muerte del hombre (con minúscula) y como ofensa y
muerte del Hombre (con mayúscula), del Hombre-Dios. Pecar es
negar la paternidad de Dios negando y conculcando la fraternidad
humana. Cada vez que un hombre es ultrajado, despreciado,
escarnecido, engañado, maltratado, degradado, oprimido,
marginado... hay un pecado que causa la muerte: muerte de los
hombres y muerte del Hombre: Cristo es siempre crucificado de
nuevo. Monseñor Romero, mártir, lo veía así con toda claridad.
P/MU-J J/MU/P: "Ahora sabemos mejor lo que es pecado.
Sabemos que la ofensa de Dios es la muerte del hombre. Sabemos
que el pecado es verdaderamente mortal, pero no sólo por la
muerte interna de quien lo comete, sino por la muerte real y
objetiva que produce... Pecado es lo que da muerte al Hijo de Dios,
y pecado sigue siendo lo que da muerte a los hijos de Dios... Y la
peor ofensa a Dios es convertir a los hijos de Dios en víctimas de
la opresión y de la injusticia, en esclavos de apetencias
económicas, en despojos de la represión política..." (O.
·Romero-Oscar, Discurso de Lovaina, 2-11-80).
Cuando leamos aquellas palabras del Evangelio ("lo que habéis
hecho a uno de estos más pequeños, a mí me lo habéis hecho»),
no pensemos sólo en las obras de caridad, como dar de comer y
dar de beber o vestir a alguien, sino también en: si habéis hecho
sufrir a cualquiera de estos, a mí me habéis hecho sufrir. Si Dios
se identifica con los hombres en el bien que se les hace, también
se identifica con el sufrimiento de los hombres, cuando se hace
sufrir a cualquier persona. Esta consideración nos tendría que
llevar a preguntarnos: ¿hacia dónde mira, hacia donde está
orientada nuestra actitud en la vida: hacia crucificar al otro o hacia
darle vida? ¿Somos instrumentos de vida o de muerte? ¿Somos
agentes de amor o de crucifixión? Tener un ideal de vida de
dominio, de posesión, de disfrutar insolidariamente, equivale a
tener un ideal de muerte, que mata. ¿Cuál es nuestro ideal de
vida: dar vida con la gratuidad del amor o hacer morir con la
autoafirmación de nosotros mismos? La piedad antigua hablaba de
consolar a Jesús en su pasión. Hay aquí algo muy profundo.
¿Dónde se ha de consolar a Jesús hoy? Ciertamente, donde
padece Jesús hoy. Nuestra "reparacióN" ha de llegar adonde Jesús
está siendo hoy crucificado. Y hoy Jesús es crucificado de nuevo
en los suburbios miserables, en Centroamérica, en el hambre de
Etiopía, en las guerras absurdas de Oriente Medio, dondequiera
que haya hombres que sufren. La Pasión sigue, porque la Pasión
es la identificación de Jesús con el sufrimiento de todos los
hombres, la solidaridad de Dios con el sufrimiento de todos los
hombres. Y la reparación mejor es estar con el que sufre.
RESIGNACION/MAL MAL/RESIGNACION: La pasión del Señor
no se ha de utilizar como argumento en favor de la resignación
ante el mal del mundo. Al contrario. La pasión de Cristo, y la
pasión de los hombres con los que se identifica Cristo, no es algo
querido por Dios, sino traído por el pecado. Si Dios no lo quiere,
tampoco nosotros podemos quererlo ni podemos resignarnos.
Hemos de luchar para que se eliminen o, al menos, disminuyan los
sufrimientos de los hombres en el mundo. Esto es solidarizarse con
Cristo en su pasión y con el Padre, que sufre al ver el dolor de su
Hijo y de sus hijos. La pasión de Cristo no es sólo la pasión del
Hijo, sino también la pasión del Padre al ver que el Hijo sufre y que
su misión de amor y de perdón a los hombres no ha sido aceptada,
sino que acaba en una muerte afrentosa. No tiene que pesarnos
hablar así del «padecimiento de Dios»: es sólo lo que dice la
Escritura.
En la cruz se ve como Dios ha hecho todo lo que ha podido
-hasta la muerte- por mostrar su amor a los hombres. Y cómo los
hombres han hecho todo lo que han podido para rechazar a Dios.
Nos queda por ver cómo, a pesar de todo, Dios es Dios y triunfa de
la maldad humana en la resurrección de su Hijo.
CREER EL CREDO
EDIT. SAL TERRAE
COL. ALCANCE 37
SANTANDER 1986.Págs. 123-135