EL ENCUENTRO PERSONAL CON DIOS EN CRISTO:

EN LA PERSONA Y EN LA SITUACION DE LOS POBRES

Gonzalo Fernández, cmf

Lo nuestro es una «fascinación» por Jesucristo. Lo dice el mural que preside la Semana y lo decimos nosotros en momentos de lucidez espiritual. Pero, ¿qué es una fascinación sin encuentro? A veces, un puro espejismo. Jesucristo nos «fascina» porque nos sentimos encontrados por El, porque entre El y nosotros se ha establecido una relación interpersonal, una amistad. Lo suyo no es una droga que uno se inyecta para viajar allende este mundo concreto, sino un amor que se verifica con los pies en la tierra.

De este encuentro y de esta tierra quisiéramos hablar esta tarde. Primero, preguntándonos sin miedo, para, luego, acoger las respuestas que eventualmente vayamos descubriendo.

 

1. ¿Es que puede uno «encontrarse» con Cristo?

Estamos celebrando la Pascua del Señor. Y, como cada año, junto al gozo, se han disparado las preguntas. Si la fe cristiana no es sólo una bella metáfora, ni sólo un rito popular, ni sólo una moral o una doctrina... entonces, ¿qué significa la afirmación «Jesús vive» que durante estos días prodigamos con hinchada facilidad? De la respuesta que demos a esta cuestión depende la respuesta a la pregunta por la posibilidad de «encontrarnos» con El. Porque no es posible, hoy por hoy, «encontrarse» con un muerto. Conviene, pues, que procedamos paso a paso, aunque repitamos ideas ya meditadas.

Que «Jesús vive» parece que no significa que su cadáver reanimado se mueva por las calles, calzado con sandalias y con luenga barba, tal como lo presentan los posters de los años 70. Nadie se ha encontrado con «este» Jesús al salir del metro, ni siquiera en el umbral de las iglesias.

Que «Jesús vive» parece que no significa tampoco que su causa siga adelante; es decir, que unos cuantos millones de personas esparcidas por el mundo continúen inspirándose en su persona y su mensaje. Si así fuera, Jesús no se distinguiría en nada de Marx, Mozart o James Dean, a no ser en solera y número de seguidores. También ellos siguen «vivos» en los que buscan una sociedad sin clases o disfrutan con los compases de la Sinfonía 40 o viendo «Rebelde sin causa» y vistiendo vaqueros ajustados.

¿Qué queremos decir, entonces, cuando nos empeñamos en afirmar que este Crucificado, muerto en un oscuro rincón del Imperio Romano, sigue vivo? Queremos expresar una experiencia de fe1, no una crónica periodística ni un suceso de ciencia ficción.

Los primeros cristianos —como nosotros hoy— tuvieron serios problemas para explicar esta novedad, completamente irreductible a las experiencias ordinarias de la vida. En un primer momento, tanto en el ámbito de la liturgia como de la catequesis, se sirvieron de fórmulas como éstas: «Jesús ha resucitado» o «Jesús es el Señor»2. Más tarde, echaron mano de relatos de apariciones para tratar de ilustrar plásticamente —a veces sobre el trasfondo de las teofanías veterotestamentarias— una experiencia de por sí inexpresable.

A través de fórmulas cultuales o catequéticas, a través de relatos (apariciones, tumba vacía), pretendían levantar acta de una realidad: «Dios, en su inmenso poder, ha rehabilitado al Nazareno que murió en la cruz». Por su potencia, el Jesús que conocieron en el tiempo, el que vieron y tocaron (sujeto histórico), ha llegado a ser el Cristo (predicado teológico), ha entrado en un nuevo orden de realidad que sobrepasa las coordenadas espacio-temporales. En virtud de este rompimiento, el Viviente puede convertirse en el «contemporáneo» de todos los hombres. Una contemporaneidad que no viene determinada, como es obvio, por la presencia física o meramente simbólica, sino por la acción presencializadora del Espíritu. Es él quien permite a cada hombre reconocer en el Jesús de Nazaret transmitido por la tradición histórica al Señor y al Cristo. Historia y fe se implican mutuamente. No hay, pues, «encuentro» con el Resucitado, sea en la primera hora de la Iglesia naciente, sea hoy, si no es mediante la acción del Espíritu y el testimonio de la Iglesia.

Alguien puede pensar que estamos disparando la reflexión sin tener en cuenta las condiciones en las que hoy vivimos, singularmente empiristas y escasamente crédulas. Sin embargo, también aquí podemos hablar de una «verificación», aunque ésta no posea las características de las verificaciones científicas. Cuando, mediante la fe en Cristo (que es encuentro), un hombre o una mujer desarrollan su humanidad y contribuyen al desarrollo de las demás personas, incluso en condiciones adversas, entonces la potencia del Resucitado se hace historia. La «prueba» de la Resurrección es el caudal de humanidad que desata.

No podemos ahora explicitar más esta pista. Debemos señalar, más bien, el camino que sienta las bases para fundamentar el tema de esta exposición. La fe de la Iglesia reconoce en Cristo al Hombre Nuevo (Gaudium et Spes, 22). Tras su exaltación, El ha cristificado el universo entero, hasta el punto de que cualquier experiencia humana, cualquier lugar... pueden ser ámbitos de encuentro con El, símbolos de su nueva presencia. Se dan, sin embargo, además de los sacramentos reconocidos, algunas condensaciones que podríamos llamar «sacramentales», por su energía simbólica. A ellas se refiere el número 7 de la Sacrosanctum Concilium 3 cuando habla de la eucaristía, del ministro ordenado, de los demás sacramentos, de la Palabra y de la comunidad eclesial. A todas estas presencias habría que añadir una más radical aún, más subrayada y más discutida hoy: la presencia de Cristo en el pobre.

Es de tal envergadura esta afirmación, está tan ligada a la posibilidad de un encuentro real con el Resucitado, que no tenemos más remedio que liberarla de cualquier tiranía publicitaria y, desde su ancho fundamento bíblico y tradicional, elevarla a la categoría de «articulus stantis et cadentis fidei».

También éste es un discurso multiforme y poliédrico. ¿Qué queremos decir al afirmar que el hombre contemporáneo puede —más aún: debe— encontrarse con Cristo en la persona y la situación de los pobres?

2. ¿Pobres? ¿Qué pobres? Esta y otras preguntas de obsesiva realidad

Cuando el 14 de noviembre de 1964, durante una memorable misa en San Pedro, Pablo VI depositaba la triple tiara sobre el altar como un don de la Iglesia a los pobres del mundo, se iniciaba simbólicamente una conversión eclesial que se está haciendok más acuciarte en los últimos años.

Pero, ¿por qué esta obsesión? Hay una respuesta primera que es, en sí misma, inaguantable. Cuando, por primera vez en la historia de la humanidad, el hombre dispone de recursos suficientes para librar de la pobreza a más de sus dos terceras partes, no se puede acallar la voz que recuerda al mundo su inaplazable obligación moral. Pero hay más. Para la Iglesia es una cuestión de vida o muerte. Sin los pobres, la Iglesia pierde casi todo. En palabras de monseñor Grechi, obispo brasileño, «pierde su universalidad, convirtiéndose en una iglesia de élites, pierde el sentido de la historia y su función de fermento en el mundo; pierde la fuerza del enraizamiento en la realidad concreta y dolorosa de las mayorías que sufren; pierde el vigor de su unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad; pierde, finalmente, a su Señor, el cual se identificó con ellos y los constituyó jueces definitivos del mundo»4.

Difícilmente se encuentra a alguien que no suscriba esta inquietud. Los problemas nacen cuando nuestra debilidad o nuestra mala fe se enredan en interminables vericuetos teóricos para encontrar una luz que sólo el compromiso con la realidad proporciona. En este sentido, la primera barrera con la que solemos enfrentarnos es la determinación precisa del término pobre 5, preocupación obsesiva de todos aquellos que nos encontramos algo lejos de la realidad misma. Con todo, podemos decir:

1. Que los pobres, en este mundo nuestro del último tercio del siglo xx, constituyen un fenómeno personal y colectivo. Que no son simples casos aislados, aunque numerosos, frutos de la ignorancia, de la desidia o de la voluntad de Dios.

2. Que la pobreza de gran parte de la humanidad es el resultado de un largo proceso social y que está ligada directamente al progresivo enriquecimiento de una minoría.

3. Que tal pobreza genera dos tipos humanos algo diversos, pero igualmente minusvalorados:

  • Los marginados (es decir, los que están excluidos del sistema social y económico dominante: parados, miserables, mendigos, subproletarios, etc.).

  • 4. Que, sin perdernos en análisis interminables, reconocemos tres tipos de pobres:

    5. Que, dada la magnitud del problema, el simple asistencialismo

     

    3. Bienaventurados los pobres porque tienen a Dios por Rey. Una buena noticia más allá de toda esquizofrenia

    ¿Por qué demonios un pobre ha de ser privilegiado a los ojos de Dios? No un «pobre de espíritu», sino un «pobre» como acabamos de entenderlo. Esta es, con frecuencia, la pregunta nerviosa del devoto y del legalista, pero también la pregunta honesta de quien aspira a cumplir mejor la voluntad de Dios. ¿Es que acaso la pobreza es deseable por sí misma? ¿Es que, siendo un mísero, se contribuye mejor al plan de Dios? ¿Será menester, para ser un buen cristiano, defender una suerte de «infimología» (es decir, defensa de lo ínfimo) que haga a uno mejor cuanto menos dinero tenga, cuanto peor vista, cuanto más sucio se presente, cuanto más inculto sea?

    A estas conclusiones, llanamente absurdas, se llega cuando se pretende construir una «espiritualidad de la pobreza» en clave ascética, pero insuficientemente alimentada por la Palabra. Aquí está también la raíz de muchas esquizofrenias actuales, sobre todo en aquellos que hemos hecho de Madonna Pobreza nuestra compañera de camino. Por una parte, se nos pide desarrollar al máximo nuestros talentos como dones de Dios al servicio de todos (cf. Gn 1,28; Mt 25,14-30; Filip 4,8; Gaudium et Spes, 34) y, por otra, se nos pide un recorte generoso de todos ellos como oblación y solidaridad, como medio excelso de realización cristiana. ¿No estaremos aventurándonos en un túnel sin salida, estéril, frustrante y... anticristiano?

    Acaso la Palabra de Dios puede despejar el horizonte. Intentemos leer el mensaje de las bienaventuranzas, que son, como solemos decir, la quintaesencia del evangelio 6.

    De las dos versiones que los Sinópticos nos ofrecen (Mt 5,1-12 y Le 6,20-26) —diversas en muchos aspectos: número, estructura, etcétera—, las dos coinciden en que se trata de anunciar, ante todo, una buena noticia. Más aún, las dos están colocadas al comienzo de un discurso programático de Jesús: en la montaña (en el caso de Mateo) o en la llanura (en el caso de Lucas), como para indicar las claves de interpretación de todo lo demás.

    Tomemos como modelo la primera de Lucas. El tenor literal es el siguiente: «Makárioi hoi ptojoí hoti hymetéra estín he basileía tou Theou». Solemos traducirla así: «Dichosos los pobres porque vuestro es el Reino de Dios». Una traduccón más ajustada al sentido sería: «Dichosos los que ahora sois pobres porque Dios es vuestro Rey».

    - Ahora bien, ¿por qué razón los pobres se encuentran en una situación privilegiada? Aclaremos, en primer lugar, quiénes son. De las 25 veces que aparece el término pobre en los evangelios, 20 se refiere a los necesitados que precisan ser socorridos con limosnas. En los 5 casos restantes, los pobres aparecen corno los destinatarios de la Buena Nueva en relación con el oráculo del Is. 61,1. Nunca, pues, solos, sino formando conjunto con los cautivos, los presos, etc. Se puede decir, pues, que el sentido general del término es «menesteroso».

    - Las objeciones más frecuentes a esta interpretación provienen de los que consideran que la pobreza de la que habla Jesús no es un estado sociológico o económico, sino una actitud espiritual de apertura a Dios, para la que no es siempre necesaria la pobreza material en sentido estricto. Pero ésta, aun siendo una actitud necesaria en todo creyente, no debe ligarse a esta bienaventuranza para no forzar su sentido primario:

    - ¿Por qué se declara dichosos a los pobres? Leamos todo el texto, porque en él se dice explícitamente: «porque tienen a Dios por Rey». Gallarda y bella respuesta que debemos desentrañar para no confundirla con un simple recurso literario.

    Una vez que hemos visto que el contenido más obvio de la bienaventuranza es un anuncio de dicha (sentido primero), una palabra de gracia pronunciada libremente por Dios con independencia de nuestra rectitud, podemos deducir los otros dos:

  • ¿Cómo puede Dios ser históricamente Rey para los pobres de la tierra? A través de aquellos que, sintiéndonos amados por El, queremos «vivir como Dios». La Buena Noticia se hace entonces (momento segundo) un imperativo ético.

  • Sólo después (momento tercero) se deduce una espiritualidad de la pobreza. El que quiera experimentar verdaderamente a Dios como su Rey y el que quiera estar cerca de sus hermanos pobres tendrá que renunciar a toda autosuficiencia (sea económica, moral o religiosa). De otro modo, no podría acoger la Buena Nueva gratuita de Dios. Y, sin acogerla y sentirse curado por ella, no podría comunicarla.

  • 4. ¿Qué tiene Mateo 25,31-46 que tanto incordia?

    Puede que sintamos la impresión de haber realizado un viaje extraño, pero acaso estamos ahora en mejores condiciones para acoger ese mensaje incordiante (¡al fin y al cabo se trata de un juicio!) que nos transmite Mt 25,31-46 y que constituye la carta magna de la cuestión que pretendemos esclarecer en este encuentro. Lo que ahí se nos dice es, de nuevo, una verdad de fe antes que un mandato o una consigna moral. Una verdad que hunde sus raíces en algo tan elemental como esto: Dios vino al hombre por el camino de la pobreza. Por ese mismo camino es como el hombre llega a Dios. Recordemos el texto de Pablo: «Conocéis el amor gratuito de nuestro Señor Jesucristo que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros a fin de enriquecernos con su pobreza» (2 Cor 8,9). La «humillación» de Cristo no es algo anecdótico: forma parte del misterio de la Encarnación, determina la forma como Dios llega al hombre y, por tanto, digámoslo una vez más, la forma como el hombre llega a Dios. Hasta tal punto es así que el Concilio Vaticano II llega a decir: «Así como Cristo consumó la obra de la redención en la pobreza y la persecución, también la Iglesia está llamada a seguir este camino» (Lumen Gentium, 8).

    Jesucristo no sólo fue pobre en este sentido encarnatorio sino que vivió históricamente como tal y, sobre todo, se puso incondicionalmente de parte de los pobres para mostrar el verdadero rostro del Padre del Reino frente a la imagen distorsionada del Dios de la moral oficial judía.

    En el texto de Mateo, de sesgo escatológico, se da un nuevo paso al identificar a Cristo con el pobre. Este, en sus distintas versiones (hambriento, sediento, desnudo, enfermo, etc.), aparece como la mediación viva del Señor, como su expresión real y no como un intermediario o una ocasión para alcanzar méritos religiosos. No se trata, como nuestra mentalidad podría llevarnos a pensar, de una identidad ontológica abstracta, como si pudiéramos formularla en forma de ecuación: «el pobre igual a Cristo». Se trata, más bien, de una identificación sacramental concreta: «el pobre en Cristo».

    Cristo se encuentra en el pobre pobremente, no en su esplendor divino sino en su ocultamiento. Por eso, su presencia resulta escandalosa como escandalosa es la cruz. Y por eso puede pasar desapercibida para todos aquellos que tienen una idea idolátrica de Dios, triunfalista y ahistórica. Siempre estamos tentados de entender la relación con Cristo al margen de las mediaciones históricas, especialmente de aquellas que nos obligan a romper nuestra autosuficiencia. Por esta razón, el texto de Mt 25 es un incordio permanente, porque nos obliga a dejar la idolatría de un Dios lejano y nos confronta con la fe en un Dios humanado, porque no traslada el juicio a la esfera del más allá, sino que lo inserta en el más acá de la historia.

    5. En el centro mismo de la sacramentalidad

    Llegados aquí, podemos decir que «el pobre es un sacramento amargo de recibir. Sin embargo, sigue siendo el único sacramento absolutamente necesario para la salvación. Los sacramentos rituales tienen excepciones y no pocas. Pero la pobreza no tiene ninguna. Y es también el sacramento absolutamente universal de salvación. El camino de Dios pasa necesariamente, para todos sin excepción, por el camino del hombre, del hombre necesitado, sea cual fuere su necesidad» 7. Y hasta tal punto, que la decisión ante él es decisión —incluso anónima— ante el mismo Señor Jesús.

    Estas palabras de Pixley y Boff son graves y deben ser matizadas, pero subrayan algo verdadero. Decir que el pobre está en el centro de la sacramentalidad (es decir, de las mediaciones simbólicas y eficaces de la gracia de Dios) significa acoger al hombre humillado con la reverencia con que se acoge a la imagen de Dios. Ningún horizontalismo, por tanto.

    Hay unas famosas palabras del Cardenal Lercaro, pronunciadas el 6 de diciembre de 1962, que reflejan esta realidad: «El misterio de Cristo siempre estuvo y está en la Iglesia, pero el misterio de Cristo está hoy principalmente en los pobres, en cuanto que la Iglesia es la Iglesia de todos, pero principalmente es la Iglesia de los pobres»8.

    6. El «cuerpo de Cristo» es un rompe-esquemas 9

    Todo esto da mucha guerra, la ha dado a lo largo de la historia y seguirá dándola. Siempre hay cristianos dispuestos a adorar reverentemente al Cristo eucaristía y a ignorar, al mismo tiempo, al Cristo pobre, o a asistirlo como una forma de salvaguardar la propia conciencia. Sabemos bien que no hay verdadero reconocimiento del Señor en la eucaristía si no va ligado al reconocimiento en el pobre. Culto y justicia son —como ya subrayaban los profetas— dos caras de la misma moneda.

    El texto de 1 Cor 11,29: «Quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo» parece orientarse en esta dirección. Es decir, quien participa del sacramento de la eucaristía sin discernir el sacramento que es el Cuerpo de la Iglesia miente.

    Poder decir ante el rostro del pobre: «Este es el Cuerpo de Cristo» —como lo decimos en la comunión— rompe todos nuestros esquemas, pero es el rumbo hacia el que el Espíritu nos encamina, tal como la Iglesia de hoy lo va entendiendo al hablar de «opción preferencial por los pobres»10.

    7. Apuntes urgentes para religiosos «tocados»

    Hace cuatro años se publicó en Italia un libro que lleva por título Il povero, il primo dopo l'Unico (El pobre, el primero después del Unico)11. Constituye un buen resumen de todo lo que estamos queriendo esclarecer en la reflexión de esta tarde. Partíamos de una pregunta: ¿Es que puede uno encontrarse con Cristo? Creemos haber llegado a una respuesta nítida: Sí, el rostro del Cristo se reconoce en el rostro de los pobres del mundo. El camino no es ninguna metáfora, sino una consecuencia de la lógica del Reino.

    Cada vez hay más cristianos, y más religiosos, que, en medio de confusiones teóricas y de indecisiones prácticas, nos sentimos tocados por este sacramento, hasta el punto de comprobar que el resto de nuestra vida sacramental languidece cuando no incorporamos esta esencial dimensión. A veces, desde que la gracia de Dios nos permite intuir esta realidad hasta que conseguimos expresarla, pasa mucho tiempo. Para todos los que se encuentran en situaciones semejantes van estos apuntes conclusivos:

    1. No hay ninguna razón para la esquizofrenia que paraliza el crecimiento espiritual, aunque nunca nos veremos libres de la tensión que supone vivir a un tiempo nuestra condición de creadores y nuestra opción por los pobres.

    2. Vivir la buena noticia del Dios defensor del pobre debe estimular nuestra acción en su favor. No se trata de conseguir que los pobres pasen de la pobreza a la riqueza —como hoy se entienden ambas magnitudes en el mundo capitalista—sino de la indignidad a la dignidad, de modo que la fe en Dios Padre no resulte hiriente e históricamente irrelevante.

      Acaso podamos y debamos suscribir la frase de Víctor Hugo: «Yo no soy de los que piensan que puede suprimirse el sufrimiento de este mundo... pero soy de los que afirman que puede erradicarse la miseria». Y ésta es también una consecuencia del Reino que está llegando.

    3. Nada de esto es una moda pasajera, un virus del que la Iglesia irá defendiéndose poco a poco. Nada de esto es el sarampión contemporáneo de los Institutos Religiosos, pasado el cual todo recobrará su tranquila normalidad. Es un viaje sin retorno al núcleo del evangelio. Conviene recordarlo y pedir el Espíritu de Dios para no errar el camino.

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    1. Cf. por su brevedad y penetración: J. GÓMEZ CAFFARENA, Condiciones del encuentro auténtico del creyente actual con Jesucristo (Madrid, 1982).

    2. Cf. B. FORTE, Jesús de Nazaret (Madrid, 1983), 81 ss.; W. KASPER, Jesús, el Cristo (Salamanca, 19793) 151 ss.

    3. Cf. VARIOS, Comentarios a la Constitución sobre la Sagrada liturgia: BAC, 238 (Madrid, 1964), 172 ss.

    4. PIXLEY, J. BOFE, C., Opción por los pobres (Madrid, 1986), 13-15.

    5. Cf. Communio 5 (1986): Bienaventurados los pobres; MENOZZI, D. Chiesa, poveri, societá nell'etá moderna e contemporanea (Brescia, 1980); VARIOS, La pobreza en España (Madrid, 1984); JARAMILLO, P., «Pobrezas, carencias y marginaciones en la España actual» en Sal Terrae 2 (1986), 135-148.

    6. Cf. DUPONT, J.,, El mensaje de las bienaventuranzas
    (Estella, 19802).

    7. PIXLEY, J. BOFF, C., o.c. 133

    8. Acta Synodalia Scr. Con. Vat. II, vol. I/IV, 327.

    9. Cf. PAGOLA. J. A., «La Eucaristía, experiencia de amor y de justicia» en Sal Terrae, 2 (1986), 115-133.

    10. DOCUMENTOS DE PUEBLA, 897-930.