CRISTO ES LA VERDAD - VIDA


Así, pues, Cristo es la Verdad. Al decir que es la Verdad afirma 
que El interpreta auténtica y fielmente el mundo y también al 
hombre y a Dios. Quien quiera saber y vivir lo que es el hombre y 
Dios, el mundo y la Historia, debe atender las palabras de Cristo. 
Cristo dice la última verdad y no la penúltima; reveló lo que es el 
hombre delante de Dios y lo que es Dios para los hombres; da 
siempre la medida definitiva, el último criterio. Sobre el tema dice el 
teólogo danés -Kierkegaard, en su libro Enfermedad para la muerte: 
"¡Qué infinita realidad logra el hombre cuando tiene conciencia de 
que existe ante Dios, de que es una mismidad humana cuya medida 
y criterio es Dios! Un vaquero que fuera él-mismo frente a sus vacas 
(si eso fuera posible) sería una abyecta mismidad; y lo mismo un 
señor que es él-mismo frente a sus esclavos; propiamente no tienen 
mismidad, no son ellos-mismos; falta el criterio y la medida. El niño 
que sólo ha tenido como criterio a sus padres, llega a ser él mismo, 
llega a ser varón cuando acepta al estado como medida; pero ¡qué 
infinito contenido se carga en la mismidad cuando se acepta a Dios 
como medida!" Cristo anuncia la verdad existencial, la verdad en 
que se decide la salvación o condenación. Afirmarle, significa 
salvarse; negarle, significa caer; la verdad que El anuncia exige 
reconocimiento incondicional; es una llamada que obliga a obrar. El 
oyente puramente interesado no se justifica; se asemeja a la 
simiente que cae en tierra pedregosa, y no puede echar raíces y 
termina secándose. No basta el interés religioso. La verdad de 
Cristo exige entrega y obediencia. Comparad con ella, las verdades 
que pueden encontrar los hombres son vulgares y de segundo 
orden; también tienen su importancia y son imprescindibles para la 
vida de este mundo; sin ellas faltaría a la existencia humana la luz 
que el hombre necesita para poder moverse por el mundo, para 
captar el sentido de la vida. Son las verdades de la ciencia, de la 
filosofía y del arte; sirven a la cultura, al orden económico, político y 
social. Estas verdades pueden parecer las últimas a todos los que 
tienen a este mundo como criterio definitivo. Por muy digno de 
esfuerzo que sea su descubrimiento, no pueden, sin embargo, 
responder a las últimas cuestiones que mueven al hombre, y aún 
dentro del ámbito en que son válidas, no ofrecen nunca una 
seguridad absoluta. Están además sometidas al cambio y a la 
evolución. Por eso el hombre no se siente obligado 
incondicionalmente por las verdades descubiertas por él; sabe que 
sólo sirven para establecer un orden de necesidades. En cambio, 
Cristo predica la verdad que responde a las últimas cuestiones; la 
predica con una obligación incondicional. El mismo respondió por la 
verdad que había predicado con su muerte; y exige del que oye su 
predicación y la capta la misma actitud.
Cristo, por tanto, es más el predicador de la verdad, su 
revelación. Esa verdad que dice, que es no sólo una palabra en la 
que se explica la realidad, sino más bien la realidad misma. El 
hombre debe mantenerse en esa verdad y vivir de ella. Debe 
adueñarse de él y dominarla como un poder inflexible y a la vez 
consolador. Lo que se ha dicho de la verdad, en la que el hombre 
debe mantenerse y por la que debe rezar a Dios, es mucho más 
claro en la palabra griega; aletheia significa lo no-escondido, la 
realidad patente y desvelada, y más exactamente la realidad de 
Dios. Cristo logró que Dios, antes inaccesible al hombre a causa del 
pecado, se hiciera accesible. En El se hizo Dios próximo y accesible 
al hombre, pues El es el Revelador del Padre, la mirada de Dios 
vuelta al mundo y revelada. En Cristo ha vuelto a encontrarse el 
hombre con Dios dentro de la historia; en El tiende Dios la mano al 
hombre. Por increíble y paradójico que parezca, es cierto que quien 
coge la mano de Cristo coge la mano de Dios. En Cristo Dios se 
convierte de lejano en íntimo y se deja asir en la fe y amor a Cristo.
Por la fe se vuelve el hombre al tú divino que se ha vuelto a él en 
Cristo. Quien ve a Cristo ve al Padre, porque Dios se hizo accesible 
y se reveló en Cristo. Quien me ve a mí, ve al Padre. Esta visión no 
es un puro conocimiento interesado. La palabra "ver" tiene aquí un 
sentido intenso y profundo; significa unirse, desposarse. Las 
palabras de Cristo tienen aquí un sentido lleno de significación: 
quien se une a mí por el amor, se une también al Padre. El Padre 
viene a él para hacer morada: será formado y configurado por Dios: 
será deiforme. Cristo revela, pues, a los hombres una realidad 
distinta de la de este mundo. Por eso la vida del que cree en Cristo 
no se desarrolla dentro de los límites de este mundo. La vida de 
esta tierra no es para él lo último y definitivo; ni son tampoco 
definitivos para él los placeres de este mundo.
El mismo Cristo prepara morada a los suyos en la casa del Padre. 
Tiene derecho a ello, porque en la casa del Padre tiene los 
derechos del Hijo y Heredero. Al prometer a los suyos una morada, 
les promete también plenitud y seguridad para sus vidas. La morada 
es más que una mera habitación. Esta resguarda de las 
inclemencias de la intemperie; la morada, en cambio, da 
cumplimiento a todos los anhelos de la existencia: es la expresión 
de la esencia del morador. La morada que Cristo prepara a los 
suyos es acomodada a ellos y ellos se sentirán en ella como en su 
casa y hogar.
Cuando Cristo habla de muchas moradas, promete también la 
plenitud del hogar, la intensidad del acogimiento y seguridad 
(Beheimatung). El que entra en la morada preparada por El está 
definitivamente seguro (beheimatet), de forma que ya no volverá a 
estar lejos ni ser extraño. Allí está en la casa que el corazón estaba 
deseando, en el amor del Padre. Mientras el hombre no llega a esa 
morada, es empujado por el desasosiego del viajero y del 
peregrino. Cuando llega a ella ya no volverá a intranquilizarse. Allí 
logra la plenitud de todo lo que en él anhelaba plenitud. El hombre 
llega así mismo en Dios, cuya puerta Cristo abrió.

Cuando Cristo, al despedirse de los suyos, les mandó no tener 
miedo aunque les amenazara la muerte, les enseñó el Camino hacia 
la realidad de Dios, revelada por El y que es una realidad de amor. 
El mismo es ese camino (/Jn/14/04-05). No hay otro. Todos los 
demás no son más que semejanzas. Los hombres recorren por el 
mundo muchos caminos para lograr la plenitud de su vida. Por 
muchos senderos quieren llegar allí adonde su corazón les empuja. 
Individuos y sociedades no se ahorran trabajos y esfuerzos para 
encontrar el camino en que está señalada la meta de sus anhelos. 
Pero todos los caminos de esta tierra terminan siendo callejones sin 
salida; todos acaban en este mundo; dentro de él pueden sin duda 
llevar muy lejos; conducen hasta el tú humano, en el que el 
humano-yo cree encontrar la liberación de su soledad; llevan al 
pueblo, al estado, a la comunidad, hasta el honor y la riqueza, el 
poder y la fama; hasta la cumbre de la cultura, del arte o de la 
ciencia. Pero después de recorridos, siempre queda el desasosiego 
y un impulso hacia más allá. Quien lOs recorre tiene que descubrir 
necesariamente que no hay ningún camino que lleve hasta donde el 
anhelo y el corazón quieren ir. Todos los caminos de la tierra 
terminan volviendo sobre sí mismos, dando vueltas en círculo 
cerrado. Si sólo existen esos caminos, el peregrinaje errabundo del 
hombre no tiene una esperanza definitiva.
Pues en verdad para los hombres no hay más que penúltimas 
esperanzas, es decir, no hay esperanza. Si se da cuenta de que un 
camino no lleva a ninguna parte, puede emprender otro y pronto 
llegará a saber que tampoco ése ofrece una promesa definitiva.
La situación del hombre es en definitiva cerrada y sin camino. 
Puede intentar quedarse en esta cerrazón con ánimo decidido; 
puede intentar soportar una vida sin esperanza última. Entonces se 
le abre una mirada sobre la nada. El horizonte del hombre que no 
conoce más caminos que los de la tierra, es el nihilismo; el nihilista 
es un hombre desesperado. En esta situación, grita Cristo su 
palabra de consuelo y promesa: "Yo soy el camino." Eso quiere 
decir que sólo El es el verdadero y auténtico Camino; un camino 
distinto de todos los demás de la historia humana. Su camino 
conduce hasta más allá de la Historia y del Cosmos; lleva hacia una 
realidad que trasciende de la Naturaleza y la Historia. No es una 
prolongación de los caminos terrestres, sino otra especie de 
camino. La realidad que está al fin de ese camino, está presente en 
el espacio y en el tiempo; pero es cualitativamente distinta de ellos: 
es la realidad del yo divino. El Camino que Cristo abre a los suyos 
lleva verdaderamente a la meta; más allá de ella nada existe; quien 
llega a ella siente que ya nada le empuja a seguir caminando.
No es que Cristo enseñe ese camino o sea su indicador; El mismo 
es el Camino; el hombre lo recorre por la fe; quien cree en Cristo 
emprende el camino que lleva al Padre. No hay otro hacia El. Por 
Cristo llega el hombre al Padre y a sí mismo. Quien recorre ese 
camino llamado Cristo y que logra lo que ningún otro de la tierra 
logra, no puede olvidarse de los caminos del mundo.
Camina por ellos de una a otra parte, de un sitio a otro, pues 
debe administrar la tierra. Pero peregrinando los caminos terrestres, 
recorre uno invisible que, más allá del tiempo, conduce hasta la 
eternidad.

TEOLOGIA DOGMATICA III
DIOS REDENTOR
RIALP. MADRID 1959
.Pág. 270-280