CREER EN JESUCRISTO

JEAN MOUROUX

"Y la vida eterna es: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo" (Jn 17, 3). Este es el corazón del misterio de la fe cristiana.

El hombre que ha sabido unir Dios, Cristo y la vida; el hombre que, a través de su adhesión, adoración y compromiso, ha entrado en comunión con el Hijo y el Padre; el hombre cuya existencia en el mundo ha sido transformada, porque se ha convertido en una nueva criatura en Cristo, ése posee la fe, y ha pasado de la muerte a la vida. Dada la imposibilidad de tratar en pocas páginas un tema semejante, partiremos simplemente de tres dificultades mayores, o de tres tentaciones permanentes que debe afrontar el hombre de hoy; e intentaremos mostrar cómo una catequesis válida se ha de esforzar en responderlas.

NACIDO DE MUJER E HIJO DE DIOS

Restaurar un Cristo auténtico es tarea siempre necesaria, y hoy más que nunca. ¿Quién es Cristo? Esta es la cuestión esencial para el bautizado.

1. J/D-H: Esta tarea implica primeramente verdades que no desarrollaremos, pero que forzosamente debemos indicar. Cuando Cristo vino entre nosotros, se dirigió al pueblo de Israel. Alguien, desde hacía siglos, Dios había preparado para su venida. Y es sobre la base de la antropología y del monoteísmo bíblicos como Cristo se revela. La Encarnación del Hijo, la revelación de la Trinidad, el esclarecimiento radical de la existencia humana, todo esto era imposible sin un monoteísmo absolutamente riguroso, sin una afirmación clara del ser humano en su unidad y en su relación con Dios. Y si Cristo da cumplimiento al Antiguo Testamento, no es sólo porque realiza la promesa, sino también porque se apoya, para perfeccionarlas, en la idea de Dios y la idea del hombre expresadas en la Biblia.

Así, pues, dado el contexto cultural en que vivimos, nos podemos preguntar qué representa para nuestros contemporáneos, y, por consiguiente, para muchos cristianos, la idea de un Dios verdadero -personal, creador, Padre de los hombres- y la idea del hombre, concebido como la unidad de un cuerpo y de un alma espiritual, capaz de pensamiento, de libertad y de eternidad. Y, sin embargo, estas dos verdades están implicadas en el mensaje cristiano; un Hombre-Dios es incomprensible y absurdo, sin un reconocimiento verdadero de Dios y del hombre. Estas dos verdades son, a la vez, estructuras racionales y reveladas, no sólo presupuestas de antemano, sino interiores al misterio mismo de Jesús, Y un bautizado tendrá una fe segura, solamente si la catequesis manifiesta incansablemente, en su contenido real, el misterio de Dios y el misterio del hombre. Únicamente estos dos misterios pueden dar su sentido verdadero a Cristo, y en compensación, encuentran en El su consistencia, su verdad y su culminación.

2. Porque Cristo es precisamente el Hijo de Dios hecho hombre; Dios perfecto y hombre perfecto; uno y otro sin confusión ni mezcla, sin disociación ni separación posibles. Es una sola Persona -divina-, subsistente en dos naturalezas perfectas. Esa es la fe de Calcedonia, esa es nuestra fe hoy. Pero no basta. Es incluso tan difícil de captar, que, en el contexto étnico, cultural y político en que se realizó la proclamación conciliar, en lugar de cimentar la comunión entre los cristianos, acarreó una terrible separación entre las iglesias y provocó el cisma del Oriente cristiano: primero, iglesia persa, y después, las iglesias copta, armenia, siria. A partir de entonces, ortodoxos, nestorianos, monofisitas estarán enfrentados en comunidades rivales; esto paralizó la admirable expansión misionera en Asia; y también dio la oportunidad favorable al Islam.

3. J/MISTERIO: Además, es difícil hoy -y lo será siempre- tener una fe totalmente auténtica en el misterio de Cristo. Como se ha subrayado frecuentemente, la primera tentación que acecha al cristiano es volatilizar la humanidad de Jesucristo. Tentación que se remonta a muy lejos, fue una de las primeras herejías cristológicas. Y si la señalamos es porque anida espontáneamente en la mentalidad cristiana. Cristo es el "Dios", semejante a nosotros porque tiene un cuerpo, pero que no necesita un alma como la nuestra. ¿Para qué la quiere si El es Dios, el sitio está ocupado, y no se ve en qué puede servirle?

J/H/AUTENTICO: En realidad, aquí se juega todo el cristianismo. Si Cristo no es un hombre como nosotros, semejante a nosotros en todo, excepto en el pecado; si no tomó un alma y un cuerpo de hombre; si no los entregó a la muerte para salvarnos, entonces no fuimos rescatados y no hay verdadera Redención. Pero, en realidad, "nos amó y se entregó por nosotros" (Ef 5, 2), en un acto maravilloso de libertad; "por la ofrenda del cuerpo de Jesucristo, hecha una sola vez", fuimos salvados (Heb 10, 5), y por el poder de su Resurrección nos llega hoy la salvación y un día seremos definitivamente transformados.

Por tanto, tenemos que insistir en la autenticidad de la humanidad de Jesucristo. Por el «cuerpo de su carne», se sumerge en el inmenso haz de vida que le une a todos los hombres; nace de la Virgen María, crece, trabaja y muere. Por su alma de hombre, por su conciencia encarnada, vive -como un hombre- una vida de conocimiento, de amor, de libertad. Vive de cara al Padre que le envía, de cara a los hombres que viene a salvar. Si penetra, de manera única, por su alma, en el misterio de Dios, vive, a partir de ese momento, una experiencia humana absolutamente auténtica. Niño que aprende a hablar, a jugar, a rezar, que obedece a sus padres, pero más aún a su Padre. Hombre que trabaja, que enfrenta la dura realidad de su aldea. Profeta que anuncia con autoridad, hasta entonces no vista, la Palabra de Dios, y maestro espiritual que reúne y forma a sus discípulos. Testigo extraordinario, misterioso, humilde y fulgurante, inaguantable hasta tal punto que le quieren matar, que conocerá la agonía, la tortura, el deshonor, la muerte. Todo eso es absolutamente auténtico: esa vida humana, ese servicio humano, esa pasión humana, esa libertad maravillosa, son, para siempre, el modelo perfecto de lo que todos los creyentes debemos intentar vivir: Perfectus Homo.

4. Pero, para el cristiano, esta humanidad es transparente. Revela y comunica la divinidad, porque no existe más que asumida por el propio Hijo de Dios, que la hace existir en la unidad de su persona y, así, la anima y sostiene en el ser y en el obrar. Cristo, el Hijo de María según la humanidad, es el Hijo Único del Padre según la divinidad. Es «luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado», Verbo igual a su Padre, un solo Dios con El. Y porque su humanidad tiene densidad propia y no es absorbida por la potencia divinas puede así manifestar la divinidad.

Esa revelación se realiza alguna vez en un destello de gloria -ángeles de Belén, algunos milagros, la Transfiguración-. Pero lo más frecuente es que tome una forma discreta, como conviene al Servidor, dulce y humilde de corazón. A través de unas actitudes de vida, de unas intencionalidades precisas, de unas "afirmaciones implícitas", es como se revela, ante todo, el Hijo de Dios: perdona los pecados, obra como el Señor del Sábado, exige que lo quieran más que a nadie, lee en los corazones, conoce el futuro, Juzgará a los hombres en el último día y ejecuta una multitud de milagros como la cosa más natural del mundo.

En esa existencia se destacan palabras sorprendentes: El mismo se designa con un nombre humilde y glorioso a la vez: "el Hijo del Hombre". Afirma unas relaciones únicas -y recíprocas- entre el Padre y El. Acepta que lo llamen el "Hijo del Dios viviente", y proclama que a través de la muerte, vendrá como Vencedor y Señor.

Todo esto en San Juan se expande en un universo en el que la misma sangre se empapa de la gloria: Jesús es la Epifanía existencial de Dios y de su Agape, porque es el Verbo hecho carne. Enviado por su Padre, pero uno con El. Servidor de los suyos, y, no obstante, Maestro y Señor, que tiene derecho al nombre divino. Ofreciéndose como el Cordero a la vez pascual, expiatorio y triunfal porque la Cruz es la Victoria del Cordero inmolado. Resucitando para comunicar soberanamente el Espíritu Santo. Dando cumplimiento a las grandes figuras -símbolos o personas- del Antiguo Testamento, pero de una manera inaudita y que sobrepasa el mundo del devenir y de] tiempo: Abraham vio mi día y se regocijó, porque «antes que Abraham naciera, Yo soy» (Jn 8, 56-58).

5. Este equilibrio extraordinario y propiamente inimaginable es el que debemos mantener siempre, para alimentar la fe: perfectus Deus, perfectus homo. Cristo no es un mito, un ser creado por el hombre para explicar su situación existencial en el mundo. Es un ser real, a la vez histórico y transhistórico, fundamento y verdad de todos los otros. Pero afirmar que El mismo es, conjuntamente, hombre verdadero y el Dios verdadero, es afirmar la paradoja esencial, y, más exactamente, el escándalo mismo de la fe. En efecto, no se puede aceptar a Cristo como Salvador del mundo si no se acepta y supera el escándalo del Hombre-Dios, si no se afirma, de la manera más enérgica, más completa, más radical, la humanidad perfecta y la divinidad perfecta de Cristo Jesús. El pobre aldeano, el oscuro carpintero de un oscuro pueblo, el hombre de quien conocemos padre y madre, tíos y tías, primos y primas -pensemos lo que esto representa en una aldea oriental-, ese es el Rabí sin igual, el taumaturgo, el profeta, el Señor y el Salvador, el Hijo de Dios.

J/ESCANDALO  ENC/ESCANDALO: Ese paso a través del escándalo fue pedido a los judíos mucho antes de la Cruz: recordemos el "escándalo" de la gente de Nazaret (/Mc/06/01-03). O la respuesta de Cristo a los enviados de Juan Bautista (Mt 11, 2-6), que evoca las obras específicamente mesiánicas de Jesús, en un contexto típicamente de Isaías -lo que sin duda no esperaba Juan Bautista- y que termina con una frase grave: "¡Feliz quien no se escandaliza de mí!" De una forma u otra, hay que morir para resucitar, y la fe es ese paso de la muerte a la vida. El hombre que se convierte sabe lo que eso quiere decir. El niño no, pero el adolescente, el joven, el adulto lo descubrirán en muchas ocasiones, y tendrán que aceptar franquear el escándalo, para desembocar en la luz de vida. Ciertamente, la Cruz de Jesús está en el corazón de esta prueba; pero yo me pregunto si, en nuestra época de controversia radical, no es la Encarnación misma, dicho de otro modo, la posibilidad y la significación de un Hombre-Dios, quien plantea un problema mayor y aparece como algo realmente increíble, porque no es serio. La catequesis hará muy bien en plantearse este asunto y en reconciliar sin cesar el doble aspecto, tan profundamente bíblico, de aparición (humana) y de irrupción (divina) que caracterizan el misterio mismo de Jesús.

EL ÚNICO MEDIADOR ENTRE DIOS Y LOS HOMBRES: J/MEDIADOR Una segunda dificultad de la fe en Jesucristo concierne no ya a su existencia de Hombre-Dios, sino a la significación y al papel exactos de esa existencia para toda la humanidad y para cada uno de nosotros.

1. Cristo es el único en quien y por quien nosotros podemos, en el Espíritu, tener acceso a Dios y a los bienes de Dios. Pero tenemos el peligro de convertir este mediador en un intermediario, al verlo finalmente como otro distinto de Dios. Y, en consecuencia, podemos reducirlo a un mediador humano, que se interpone entre las dos partes para reconciliarlas, que separa y une al mismo tiempo, a través del cual hay que pasar para desembocar en Dios, y en quien frecuentemente uno se detiene en lugar de entregarse a ese movimiento vivo que es El mismo y que nos hace alcanzar a Dios. Una veces, en efecto, uno se contenta con ese mediador interpuesto, sin buscar más allá, profesando empíricamente una especie de cristocentrismo absoluto, que se abre al Dios Trinidad. Otras, uno se entusiasma con ese Salvador que es hermano, amigo, camarada, con el que se llegaría gustosamente a la "mayor intimidad y tuteo", y entonces puede deslizarse a una religión humanizada y vacía de trascendencia auténtica. Y otras veces uno se indigna y se rebela ante este hombre que se interpone como necesario para una relación más íntima entre Dios y la conciencia. Con Dios sí, pero ¿por qué Cristo?, ¿por qué este ser entre Dios y yo?, ¿por qué esta persona, siempre atravesada, cuando intento alcanzar a Dios?, ¿por qué me fuerza a pasar por El, cuando mi espíritu en su pureza está hecho para captar a Dios en verdad?

Por supuesto, esta posición sin fundamento está peligrosamente reforzada por la opinión de los no-cristianos sobre Cristo, ya se trate del Cristo no-conformista, revolucionario, e incluso comunista, cuyo mensaje impugna y recusa radicalmente a todas ]as Iglesias, y sobre todo a la Iglesia católica. O del héroe espiritual infinitamente respetable, uno más entre otros, al lado de Buda, de Mahoma, de tantos sabios o dioses. O bien del hombre que ha levantado, sobre un mundo que anhela vivir, la Cruz, las tinieblas, el dolor, la muerte, y que llama a los suyos a todas las resignaciones y esclavitudes.

2. Pero lo que hay que explicitar y rechazar es el punto de partida inconsciente, el fundamento escondido, de ese malestar o tentación. Cristo es otro que Dios, porque es ese hombre que es Dios; no es otro que Dios, porque es Dios mismo hecho hombre por nosotros. Por esta razón, de ninguna manera separa, sino que de todas maneras une; y se define por su misma función: unir en su ser y por su acción la humanidad con Dios. El es, en todos sus aspectos, el único camino hacia Dios. La vía necesaria. Aquel por quien, en el Espíritu, tenemos acceso al Padre; Aquel en cuyo rostro resplandece la gloria del Padre. Aquel que es el rostro de Dios para nosotros: "Quien me ve a Mí, ve a mi Padre.»

P/REDENCION: Dios escogió este camino para reparar el pecado. Porque si el hombre está al mismo tiempo unido a Dios y separado de El por la creación, por el pecado está literalmente cortado de Dios. Porque el pecador alcanza a Dios en su pensamiento y en su amor (expresados y realizados), porque se opone al Reino de Dios en él y por é], porque pone un obstáculo a la expansión de los bienes divinos ligados a la acogida del Reino, por todo eso, no es ya un hombre que vive auténtica y plenamente, es un muerto ante Dios y su existencia está corroída por la «vanidad». Ha rechazado a Dios, y ese rechazo termina volviéndose contra él mismo, destrozándolo. Un salmo insertado al final del libro de Isaías lo expresa rudamente: "¡No!, la mano de Yahvé no es demasiado corta para salvar, ni su oído tan duro como para no oír. Pero vuestras iniquidades han abierto un abismo entre vosotros y vuestro Dios" (/Is/59/01-02). Literalmente, el pecador no sabe, no puede, no quiere ya ser esa criatura formada por Dios, que ve claro, que es alegre, llena de amor, que canta la gloria de su Señor.

Pero Dios hizo a Cristo, para transformar la condición pecadora desde su cima, y abrirle de nuevo su Reino y sus bienes. Cristo es ese mediador en el que Dios y el hombre son uno solo dentro de un respeto total a su alteridad, y esa nueva Alianza es indestructible. El es el Salvador, cuyo obrar consciente, libre, generoso, se explicita en funciones mediadoras -profética, sacerdotal, real-, y por lo cual el hombre es salvado. Indicaré solamente dos puntos.

3. Cristo nos abre el acceso a Dios, primeramente revelándonos el doble misterio de Dios y del hombre, pues lo primero que hay que hacer es «abrir los ojos a los ciegos». Cristo culmina, transfigurándola, toda la revelación hecha a los Padres y a los Profetas. Revela la misericordia infinita de un Dios que quiere salvar al hombre, y de ningún modo castigarle, y que para eso envía a su propio Hijo. Revela a su Padre revelándose a sí mismo: a través de su amor, de su obediencia, de su piedad filial, se dibujan, poco a poco, los rasgos inseparables del uno y del otro. Revela al Espíritu Santo al prometérnoslo, al enviarlo desde el Padre, al dárnoslo de una manera triunfal y al mismo tiempo extraordinariamente interior. De este modo revela al único Dios verdadero que es sociedad de personas en una unidad absoluta de comunicación y de vida; al Dios vivo, eterno, bendito; al Dios espíritu y amor. Aquí no hay sitio para un "Dios malo" y envidioso del hombre: porque Dios es todo él amor absoluto y generoso.

Porque Cristo es "la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo" (/Jn/01/09), porque transforma desde dentro el corazón humano y sus tinieblas, esta revelación es ya la curación del hombre en su centro espiritual, en su conciencia que juzga el bien y el mal, la gracia y la mentira. Esta "luz" alcanza no sólo la razón, sino también la inteligencia como poder para dar sentido a la existencia; no es solamente intelectual, sino cordial, porque Cristo es el Verbum spirans Amorem, y porque Jesús en la Cruz es manifestación esplendorosa del amor eterno. No es luz ciega, impasible, o muerta, sino luz de vida porque arranca al hombre de la miseria y de la muerte, porque da vida, abre el camino de salvación, alimenta el alma que peregrina, y confiere su significación verdadera a la existencia. Pero esta luz es cada vez un cuestionar profundamente al pecador y una llamada a la conversión. También, y de manera permanente, para todo cristiano, nunca completamente iluminado y siempre en vías de conversión. Pero cada vez que los hombres encuentran a Cristo, "el pueblo que yacía en las tinieblas ve una gran luz". Bajo el aspecto que sea, toda catequesis debe hacer brillar esa gran luz, que -en palabras de San Pablo- resplandece a través del mismo Evangelio, como un rayo de gloria surgiendo de Cristo (2 Cor 4, 4-6).

4. Finalmente, Cristo abre el acceso a Dios por su sacrificio, su Muerte y su Resurrección. Con el misterio pascual estamos en el centro de la existencia cristiana y también, por consiguiente, de la catequesis. No repetiré datos que todos conocemos, simplemente quisiera hacer algunas observaciones sobre el sentido mismo del misterio.

Cristo se ofrece a la muerte para salvarnos, porque, por un lado, la muerte es el acto capital de la persona, donde toda la libertad se acumula para dar un sentido definitivo a la existencia temporal; y, por otro, porque tiene objetivamente el sentido tremendo de ser el salario del pecado y la última, la invencible enemiga. Pero Cristo penetró, libremente, en la muerte para trastocar su significado y destrozar su aguijón. "Murió según las Escrituras", cumpliendo el plan de Dios, tal como Isaías y los Salmos lo habían profetizado, tal como El mismo, sobre esta base, lo había asumido y anunciado. Esa muerte se realizó a través de una doble libertad: la libertad criminal de los hombres (ambición de los jefes, nacionalismo carnal del pueblo, capitulación del poder político, brutalidad de los soldados -símbolos del pecado humano-; la libertad maravillosa del Señor que se ofrece a su Padre por nosotros, en un amor, una obediencia y una decisión igualmente admirables. De esta manera, desciende hasta el fondo de la miseria humana, "la lleva sobre sus hombros y la hace saltar"; y la libertad del segundo Adán recobra y devuelve la libertad salida del primer Adán, aunque "la condición humana ha cambiado", ya que, en Cristo, la humanidad se entrega de nuevo a Dios, expía su pecado y recupera el camino del Paraíso: "Hoy estarás conmigo en el Paraíso" (Lc 23, 43). En adelante, la propia muerte no es ya una condenación, sino una redención; ya no es una derrota, sino una victoria; ya no es un aniquilamiento, sino un misterioso y maravilloso nacimiento.

Porque la Cruz no termina nada; abre un camino. Es el paso al Padre y, en consecuencia, a la Resurrección, por tres razones al menos: Porque cumple el designio eterno, manifestado por las profecías del Antiguo y Nuevo Testamento, y realizado en el movimiento existencial -normativo- que va de la humillación a la exaltación. Porque es un acto de amor del Hijo que se entrega a su Padre y merece así su propia resurrección. Porque es un acto de libertad soberana (Jn 10, 17-18), con el que Cristo entrega su vida sólo para volverla a tomar, y realiza así el acto mismo de la victoria sobre la muerte, el pecado y el demonio. La significación última de la muerte de Cristo nace, por consiguiente, de su fin inmediato, de su término previsto: la intencionalidad profunda y eficaz de esa muerte es la Resurrección y la vida. De ahí que -lo diremos una vez más-, lo que, por el mediador en acto de Redención, se transforma, es la significación humana y espiritual de la muerte. Expiación y triunfo, cara terrible y radiante de la muerte de Cristo, se han hecho inseparables para siempre.

En fin, la Redención se culmina en la Resurrección, que no debemos separar ni de la Ascensión, ni de la efusión del Espíritu. La Resurrección es la culminación definitiva de la historia de Cristo en sí misma. Le ha hecho vivo para siempre: «Fui muerto y ahora vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del infierno» (Ap 1, 18). Lo constituye en plenitud Hijo, Cristo, Señor, Salvador, capaz de manifestar y de cumplir su soberanía redentora sobre la humanidad entera. En efecto, la Resurrección es el acto definitivo de salvación, porque causa la irrupción irresistible del Espíritu Santo entre los hombres: en lo sucesivo, desde el seno de la gloria y a la derecha del Padre -dicho de otra manera: en la actualidad eterna de una mediación todopoderosa-, Cristo salva a los hombres, forma la Iglesia, establece su Reino suscitando la fe en los corazones convertidos.

Y en el poder de la Resurrección nos alcanza la eficacia de la muerte, aunque los dos no formen más que un único misterio de salvación, con una sola eficacia creadora de vida (Rom 4, 4). Finalmente, si la Resurrección es el gran juicio de Dios sobre el mundo y, por consiguiente, el gran signo de la verdad de los testigos, del mensaje y de la fe cristiana (I Cor 15, 12-22), es al mismo tiempo el principio, la prenda y las primicias de la humanidad resucitada y del mundo regenerado.

De esta forma, en el Poder y en la Luz de la Resurrección es donde la fe cristiana en su totalidad se capta, se comprende, se vive y se transmite. Donde el pecado, la muerte, el diablo se convierten en vencidos. Donde surge, a través de la fe y del bautismo, la vida resucitada en Jesucristo. Donde todo el misterio de la vida cristiana se abre en la riqueza que recibe y en su exigencia de acción, en esa tensión indestructible entre lo indicativo (lo dado) y lo imperativo (lo exigido) (Rom 6, 6 ss.): sois libres del pecado, ¡no os convirtáis más en esclavos!; habéis muerto al pecado, ¡no viváis más según sus apetencias!; estáis bajo la dirección de la gracia, ¡no permitáis que el pecado reine sobre vosotros! Cristo vino a liberar y a regenerar libertades, en la libertad de la fe es donde se llega a ser y donde se permanece cristiano.

Cristo es, pues, ese punto sencillo, ese centro esplendoroso, en el que se unen todo el misterio de Dios -revelado y comunicado- y todo el misterio del hombre -revelado, liberado y transfigurado. Brevemente, El es el mediador en quien se cumple y se consume, con una pureza infinita, la mediación misma: En Cristo, la mediación no desbanca al mediador, se identifica con él; y el mediador no ejerce una actividad ajena a su ser: es la mediación misma. "En verdad, Jesús Dios-Hombre es en su misma persona una mediación; de ahí que, adherirse a El es, por el mismo hecho, alcanzar a Dios». Efectivamente, El es las dos partes en una unidad y una distinción igualmente perfectas -Dios y el hombre-, siempre inconfundibles, que no hacen más que un solo Ser. Así, pues, es necesario arraigar profundamente la acción de Cristo en su ser: no solamente por su obrar; es por su existencia misma por lo que Cristo reconcilia a los hombres en El, los congrega en El, y comienza a formar con ellos el Hombre perfecto, que realiza la gloria de Dios viviendo en la felicidad de Dios.

OMNIA IN IPSO CONSTANT J/PLENITUD-CREACION 

El fundamento del ateísmo contemporáneo -se ha dicho frecuentemente- es la creación misma. Es preciso que Dios no exista, para que el hombre sea, y el hombre es; la relación hombre-mundo es la relación en que se nos da y se agota toda la realidad. Hacer que la humanidad se entregue a transformar el mundo es la única tarea y la única esperanza. ¿Qué pinta Cristo ahí en medio? ¿Ese hombre perdido en un punto ínfimo del espacio y del tiempo?, ¿en la superficie de un planeta perdido a su vez en un universo de dimensiones aterradoras? El tiempo de Cristo se acabó: miremos hacia el porvenir; y a construirlo. Una catequesis debe responder a esta mentalidad que empapa, desde su infancia, al frágil ser humano; y debe enraizar sin miedo a Cristo en el universo, precisamente porque le es absolutamente trascendente.

1. Y en primer lugar: Cristo no es un punto perdido en el inmenso universo. Si es verdad que el hombre está ligado necesariamente al universo, más con su espíritu que con su cuerpo, Cristo es el hombre en quien y por quien se sostiene y encamina el universo entero (/Hb/01/03). El es el aglutinante radical del mundo, Aquel fuera del cual nada existe, y que da existencia y significación al mundo, porque es su creador permanente y su salvador universal. El es "el Principio y el Fin", porque toda la humanidad parte de El como de su Creador y Redentor de origen, y camina hacia El como hacia su plenitud consumada. Más aún, El es el centro mismo de la humanidad, el punto donde la totalidad concreta de los sujetos personales se encuentra centrada, ubicada en su ser, llamada a la verdadera vida y lanzada a la magnífica y temible aventura de la libertad. Y cada hombre, finalmente, encuentra su consistencia, su vocación, su valor dentro de una relación con Cristo, que es absolutamente constituyente y a la vez libremente aceptada o rechazada.

Así Cristo no puede ser mirado, de ningún modo, como algo superado, caduco, perdido en el espacio y el tiempo aterradores del universo. Por el contrario, es Aquel que crea el universo y el espacio y el tiempo. Que abre, en su conciencia de hombre, el tiempo universal de la salvación, de Adán (su reverso de la medalla) al último de los justos. Que realizará todas las cosas cuando el duro peregrinar de los hombres haya cesado, cuando se abra la eterna juventud de los cielos nuevos y de la tierra nueva. La conciencia humana de Cristo es ciertamente un punto pero como es la conciencia del Hijo de Dios hecho hombre, de ese punto sagrado, el universo entero -por formidable que sea- extrae su existencia, su significación y su salvación. Esta universalidad debe manifestarse; y su manifestación es precisamente la unidad católica de la Iglesia -"ese signo levantado en medio de las naciones". Pero se comprende también qué terrible es, desde ese punto de vista, la división de las iglesias cristianas, y cuán urgente trabajar con todas las fuerzas para que cese este escándalo en el camino de la fe, y para devolver al "signo" su posibilidad eficaz de irradiación.

2. Si esto es así, Cristo no es un salvador exterior a la humanidad. Es más interior que ella misma. Precisamente su trascendencia absoluta le permite esa interiorización universal. Nosotros estamos obsesionados por la cantidad y nos apoyamos en una imaginación limitada. Pero aquí se trata sólo del amor creador y redentor; y por el poder de este amor Cristo abraza a todos y a cada uno de los hombres. Así lo decía admirablemente San Juan CRISOSTOMO cuando comentaba la frase de San Pablo: "Me amó y se entregó por mí» (/Ga/02/20). Dice eso para mostrar "que cada uno de nosotros debe a Cristo una gracia tan grande como si únicamente hubiera venido para él. Porque no habría dudado en realizar una tal «economía», aun para un solo hombre. Es que Cristo ama a cada uno con una medida de amor tan grande como todo el universo".

Porque todo movimiento hacia Dios se realiza en Cristo, porque Cristo es la vida de nuestras vidas y la vid que hace vivir a los sarmientos, por eso, todo el obrar de los cristianos está animado, penetrado, valorizado por Cristo. Y no sólo las cosas grandes, las grandes victorias, los grandes dolores; sino también, y más aún, el trabajo más humilde, el esfuerzo más monótono, "lo de todos los días". Todo eso adquiere una profundidad y una extensión infinitas en Cristo. Cristo le da plenitud y, por consiguiente, le transfigura. Pero también todo esto consuma la plenitud de Cristo, edifica su Cuerpo y hace avanzar su Reino. Todo lo que un cristiano realiza como cristiano, lo realiza "en Cristo", porque es Cristo quien le confiere su capacidad más radical para pensar, amar, obrar y le da el querer y el realizar.

Cristo tiene su casa, incluso, más allá del cuerpo visible de la Iglesia. Las innumerables multitudes están constituidas por hombres que conoce, y llama a cada uno por su nombre, como si cada uno fuera el único a sus ojos. Se incrusta en la trama incesante de sus días, en las decisiones más secretas de su conciencia (Rm/02/14-16), en el movimiento más profundo de su vida. Se identifica misteriosamente con ellos, le invita a hacerse prójimo del otro, los juzgará por la caridad que hayan tenido con él, a través de los otros; incluso sin haberlo reconocido. En consecuencia, está presente, invisible pero eficazmente, en la raíz del movimiento oculto e irresistible que, a través de una apariencia incomprensible o alarmante, arrastra realmente la historia de los hombres hacia su culminación divina. Si la humanidad está en génesis permanente, Cristo Salvador es la fuente, el sentido y el fin del movimiento, que la muerte detiene -empíricamente- solamente para culminar -espiritualmente- en la vida eterna.

3. J/COSMOS: En fin, muy lejos de ser indiferente al universo, Cristo es su culminación. "El universo": designa a un tiempo el mundo material (cosmos) y la humanidad. Pero el cosmos no es solamente un marco, más o menos neutro, donde se juega el destino de la humanidad: por intención divina, está ligado al hombre desde dentro; y, finalmente, es una dimensión concreta de la existencia humana, porque es el cuerpo de nuestro cuerpo, porque está implicado en la Alianza hecha con el hombre -con Abraham, con Noé, con Adán antes de la caída-, porque participa del destino de la criatura humana. Hombre fiel y universo fraternal, hombre pecador y universo hostil, hombre glorificado y universo transfigurado: todo esto está en el pensamiento bíblico y testimonia la conexión necesaria entre el estado del hombre y el del cosmos.

H/DIVIDIDO: Pero el hombre es hoy un ser dividido: rescatado ya y todavía pecador, a un tiempo, libre y todavía sometido a las asechanzas del mal, salvado y capaz aún de perdición. Como consecuencia, el universo participa de su condición (/Rm/08/19-23). Siempre es la maravillosa criatura de Dios, y, sin embargo, para el hombre es ambiguo, tentador y peligroso y se le resiste. Se ocultan en él fuerzas de bendición y de maldición: está aún en esclavitud y, por consiguiente, gimiendo, esperando, deseando dolorosamente la libertad total. Brevemente, está "en dolores de parto" porque espera «la plena manifestación de los hijos de Dios», el advenimiento de su «libertad gloriosa» que traerá para él la transfiguración definitiva.

Jesucristo realiza ambas cosas. "Transformará nuestro cuerpo de miseria, conformándolo a su cuerpo glorioso" (Flp/03/21), y al mismo tiempo, en un parto formidable, transformará nuestro universo en «un cielo nuevo y una tierra nueva» (Ap/21/01). No podemos imaginar esta transformación radical -ruptura y culminación todo junto- de la humanidad y del cosmos humanizado por ella.

Pero sabemos que Cristo encierra y conduce por entero la creación, desde el primero al último día. Sabemos que "apareció" una primera vez para salvar al hombre, comenzar la Redención del universo y transfigurarle en símbolo, de manera permanente, por la consagración eucarística. Sabemos que "aparecerá una segunda vez" (Heb 9, 28) para salvar a los que lo esperan, hacerles plenamente hijos de Dios y hacer partícipe al universo, enriquecido por el trabajo milenario de las generaciones, de su "libertad de la gloria" (Rom 8, 21), que es finalmente su propia gloria y su propia libertad.

Por eso, a lo largo de su peregrinación:

"La Iglesia no se defiende tan sólo por sus doctores, por sus santos, por sus mártires, por el glorioso Ignacio, por la espada de sus hijos fieles. ¡Ella llama al universo! Atacada por bandidos en un rincón, ¡la Iglesia católica se defiende con el universo!" (1)

Es uno de los más bellos homenajes que la Iglesia puede tributar a Aquel «en quien todas las cosas encuentran su principio de existencia», una de las formas más auténticas de su fe: "la fe en un centro supremo de personalización, de concentración y de cohesión donde sólo puede concebirse la salvación del universo" (2).

Una fe alimentada por estas verdades capitales no debe temer nada del universo, ni de su crecimiento formidable a nuestros ojos, ni de las fuerzas terribles que se alzan para atacarla, pues ella misma es «la victoria que vence al mundo» (1 Jn 5, 4). Todavía más, una catequesis auténtica de Cristo la hará crecer, permanecer y triunfar.

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Pero eso no es para el cristiano, porque el cristianismo no es una religión para gente apoltronada y tranquila. Cristo viene para arrancar al hombre de la perdición, para llamarlo a la salvación, no para condenarlo, sino para salvarlo. Sólo que por ese mismo hecho compromete la libertad humana. La impide cerrarse y dormirse. La abre, mal que le pese, cuando es necesario, a cosas más grandes que ella misma. Y la obliga a escoger. Por esa razón el encuentro con Cristo es siempre algo muy serio. Invita a la alegría y a la felicidad, pero a través de la Cruz. Inquieta nuestras posibilidades de negativa al mismo tiempo que suscita nuestro poder de acogida y de adhesión. En una palabra, nos juzga cuando rechazamos, y también debemos presentarlo así. Todo el Evangelio nos testifica de este drama: Jesús fue enviado no para condenar, sino para salvar, y, sin embargo, es "signo de contradicción", y aquí abajo, la libertad pecadora lo transforma en Juez, obligándolo -¡y con qué dolor! (Mt/23/37-39) a anunciar y a convertirse El mismo en juicio (Jn/03/17-21).

Grave dimensión de la catequesis, que no debe ser disimulada, sino todo lo contrario, puesta en plena evidencia: ante Cristo el cristiano, sencillamente, se juega su vida. El hombre de hoy no acepta que lo consideren como menor de edad; quiere que lo reconozcan como adulto y que pueda tomar sus responsabilidades. Hay que hacerle ver que su responsabilidad más grave, la que califica a todas las demás, es la de la fe en Jesucristo o el rechazar esa fe: "El que cree en Mí no es juzgado; el que rehúsa creer ya está juzgado" (Jn/03/18, y cf. Mc/16/16). Las distinciones, las precisiones, los matices que exigen la interpretación de estas palabras no deben atenuar su firmeza soberana. Porque sólo la gravedad de la llamada y del encuentro, puede asegurar el carácter inaudito, trastornador, dichoso, del Amor del Padre, de la Buena Nueva del Reino y de la Salvación en Jesucristo.

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1) P. CLAUDEL, Soulier de satin, 2ª journ. sc. 5.

2) TEILHARD DE CHARDIN, H. De LUBAC, La Pensée religieuse de Teilhard de Chardin, pág. 57.

JEAN MOUROUX
MENSAJE DE LA CATEQUESIS CRISTIANA
CELAM-CLAF.MAROVA MADRID-1969.Págs. 105-120