¿QUIÉN ES JESÚS?
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EL HOMBRE PARA LOS DEMÁS

José Luis Martín Descalzo

Cuando hemos escrito que Jesús era un hombre «equilibrado» no lo hemos hecho en sentido socrático, como si Jesús fuera alguien que ha dominado las fuerzas de su alma porque las ha adormecido, o como alguien que está tan poseído de si mismo que jamás manifiesta ningún tipo de pasiones. Este tipo de hombres suele ser una montaña de egoísmo. Y Jesús era precisamente todo lo contrario. Alguien ha escrito que, en definitiva, los hombres más que en buenos y malos, listos y tontos, ricos y pobres, se dividen en generosos y egoístas, en hombres que tienen dentro de si el centro de si mismos y en hombres que tienen ese centro mucho más allá que ellos mismos. En definitiva: en hombres abiertos y cerrados. Si la distinción es válida, tendríamos que decir que Jesús fue el hombre más abierto de la historia, absolutamente abierto en todas las direcciones. Por eso, en éste y en el próximo apartado del capitulo, proseguiremos este «retrato» de Jesús, que estamos haciendo antes de adentrarnos de lleno en su vida pública, estudiando esa doble apertura hacia arriba -hacia el Padre- y hacia todos los costados por los que le rodeaba la humanidad.

El enviado

Porque, en una lectura en profundidad de los textos evangélicos, veremos que lo que, en definitiva, define a Jesús no es ni su equilibrio, ni su dulzura y ni siquiera su bondad, sino su condición de enviado. Descubriremos que él no vino a triunfar y ni siquiera a morir; vino a cumplir la voluntad de su Padre y que, si murió y resucito, es porque ambas cosas estaban en los planes de quien le enviaba. Sí, la verdadera fuerza motriz de Jesús fue esa entrega total, sin reservas a la voluntad paterna. Karl Adam -que junto con Guardini ha calado como nadie esta misteriosa raíz- escribe con justicia que en toda la historia de la humanidad jamás se encontrará persona alguna que haya comprendido, como él, en toda su profundidad y extensión, absorbiéndolo tan exclusivamente durante toda su vida, el antiguo precepto: Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas. Tendremos, pues, que detenernos a estudiar esta fuerza-clave antes aún de acercarnos a los hechos concretos. Lucas, como si lo hubiera intuido con aguda profundidad, colocará bajo ese signo las primeras palabras de Jesús y las últimas que pronuncia antes de su muerte. ¿No sabéis que yo debo ocuparme en las cosas de mi Padre? (Lc 2, 49). No se trata del fruto de una simple decisión personal o de una reflexión. Habla de un «deber». No sólo es que él quiera hacer esto o aquello. Es que «debe» hacerlo. Es algo que él acepta, pero que va mucho más allá de su voluntad personal. Es el cumplimiento de una orden que, a la vez, le empuja y le sostiene. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23,46). Son las últimas palabras de quien, al hacer el balance de su vida, sabe que todo se ha consumado (Jn 19, 30) tal y como se lo encargaron. Entre aquella aceptación y esta comprobación, se desarrolla toda la vida del enviado.

La respiración del alma

J/ORACION: Tendremos que hablar repetidamente de cómo la oración es para Cristo mucho más que la respiración de su alma. Aquí subrayaremos sólo que la oración es el signo visible de ese contacto permanente con quien le envió. Efectivamente, todos los momentos importantes de Jesús están marcados por esta comunicación con el Padre. Cuando Jesús es bautizado -primer acto de su vida pública- oró y se abrió el cielo (Lc 3,21). Al elegir a sus apóstoles subió a un monte para orar. Y al día siguiente los llamó (Lc 6,12). La mayor parte de sus milagros parecen ser el fruto de la oración; mira, antes de hacerlos, al cielo, tal y como si, para ello, necesitase ayuda de lo alto. Alza los ojos antes de curar al sordomudo (Mc 7, 34), antes de resucitar a Lázaro (Jn 11, 41), antes de multiplicar los panes (Mt 14, 19). Cuando sus apóstoles llegan gozosos porque han hecho milagros, no se alegra del éxito obtenido, sino de que la voluntad del Padre se haya cumplido en esos signos: El se alegró vivamente exclamando: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra (Mt 11, 25). Y toda su vida está llena de estas pequeñas oraciones de diálogo directísimo con el Padre y de plena conformidad con él: Te alabo, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los pequeños, porque así te plugo hacerlo (Mt 11, 25). Padre, te doy gracias por haberme escuchado (Jn 11, 41). Padre, no como yo quiero, sino como tú (Mt 26, 39). Pero en todas estas oraciones de Jesús hay una serie de características que las distinguen de las demás humanas. Son, en primer lugar, oraciones en soledad. Jesús siente ante la plegaria algo que se ha definido como un «pudor viril». Pide a los suyos que, cuando tengan que orar, vayan a su cámara, cierren la puerta y oren a su Padre en secreto (Mt 6, 6). El lo hará siempre así, se irá al monte para orar solo (Mt 14, 23; Me 6, 46; Jn 6, 15) y, aun cuando pida a alguno de los suyos que le acompañen, terminará por alejarse de ellos como un tiro de piedra (Lc 22,41). Y allí, en el silencio y en la noche, se encontrará con su Padre en una soledad que sólo puede ser definida como sagrada. Porque no se trata de una soledad psicológica, sino de algo mucho más profundo. Cuando Jesús ora -dice exactamente Karl Adam- se sale completamente del circulo de la humanidad para colocarse en el de su Padre celestial. Es éste uno de los datos fundamentales si queremos entender muchos de los misterios de la vida de Jesús. El, que tendrá un infinito amor a su madre y una total entrega a sus apóstoles, nunca terminará de confiarse del todo a ellos. Sólo después de su muerte le entenderán ellos, porque Jesús nunca se abría en plenitud. Convivió tres años con los apóstoles, pero nunca le vemos sentado a deliberar con ellos, jamás les consulta las grandes decisiones. Si en algún caso parece precisar de su compañía, siempre, al final, se queda lejos de ellos, siempre les hace quedarse en una respetuosa distancia. Había efectivamente en Jesús -cito de nuevo a Adam- algo íntimo, un sancta sanctorum al que no tenía acceso ni su misma madre, sino únicamente su Padre. En su alma humana había un lugar, precisamente el más profundo, completamente vacío de todo lo humano, libre de cualquier apego terreno, absolutamente virgen y consagrado del todo a Dios. El Padre era su mundo, su realidad y su existencia y con él llevaba en común la más fecunda de las vidas. Por eso podrá decir sin vacilaciones «Yo no estoy solo» (Jn 8, 16) y hasta dar la razón: porque mi Padre está conmigo (Jn 16, 32). La oración no es, para él, una especie de puente que se tiende hacia el Dios lejano, es simplemente la actualización consciente de una unidad con el Padre que nunca se atenúa. Por eso jamás veremos en él una oración que sale desde la hondura de la miseria humana, nunca le oiremos decir: Padre, perdóname. Incluso apenas oiremos en su boca oraciones de petición de cosas para sí. Pedirá por Pedro, por sus discípulos y aun cuando como en el huerto pida algo para sí, vendrá enseguida la aclaración de que la voluntad del Padre es anterior a su petición (Jn 12,27). Sus oraciones serán, en cambio, casi todas, de jubilosa alabanza: Padre, yo te glorifico (Mt 11, 25) o Padre, te doy gracias (Jn 11, 41). Y todas surgirán llenas de la más total confianza: Yo sé, Padre, que siempre me escuchas (Jn 11, 42). Padre, quiero que aquellos que tú me has dado, permanezcan siempre conmigo (Jn 17, 24).

Un misterio de obediencia

Pero se trata de algo más hondo aún que la oración. Es que toda la esencia de la vida de Jesús se centra en el cumplimiento de unos planes establecidos previamente por su Padre. La religión, en la mente de Jesús, es simplemente un ejercicio de obediencia. Hoy no nos gusta a los hombres esta palabra, pero sin ella no puede entenderse ni una sola letra de la vida de Jesús. Quien la analiza en profundidad comprueba que Jesús se experimenta a si mismo como un embajador, un emisario, que no tiene otra función que ir realizando al céntimo lo que le marcan sus cartas credenciales. Es una misión que él realiza libremente y porque quiere, pero es una misión y muy concreta. Durante toda su vida escrutará la voluntad de Dios, como quien consulta un mapa de viaje, y subirá hacia ella, empinada y dolorosamente. En el comienzo de su vida dirá con toda naturalidad que debe ocuparse de las cosas de su Padre (Lc 2, 48). Tras su resurrección explicará con idéntica naturalidad que era preciso que estas cosas padeciese el Mesías y entrase en su gloria (Lc 24, 25). En ambos casos lo dirá como una cosa evidente, y se maravillará de que los demás no comprendan algo tan elemental. Toda su vida estará bajo ese signo: Irá al Jordán para que se cumpla toda justicia (Mt 3, 15). Al desierto será empujado por el Espíritu (Mc 1, 12). Rechazará al demonio en nombre de toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt 4, 4). Cuando alguien le pide que se quede en Cafarnaún dirá que debe predicar en otros pueblos pues para eso he salido (Mc 1, 38). Un día afirmará que su comida es hacer la voluntad de aquel que me ha enviado y acabar su obra (Jn 4, 31). La voluntad de Dios es, para él, un manjar. El tiene hambre de esa voluntad, como los hambrientos de su bienaventuranza. Hay un momento en que el peso de esta voluntad parece desmesurado. Es aquél en que le dicen que, mientras predica, ahí están su madre y sus parientes. Y él, pareciendo negar todo parentesco humano, responde: He aquí a mi madre y mis hermanos. Quien hiciere la voluntad de Dios, ese es mi hermano, y mi hermana y mi madre (Mc 3, 32). Ese cumplimiento es para él más alto que los lazos de la sangre que le unen con su madre. Y al decirlo no ofrece un símbolo ni una frase hermosa. Precisa Guardini:

La voluntad del Padre es una realidad. Es un torrente de vida que viene del Padre a Cristo Una corriente de sangre, de la que él vive, más profunda, más real, más fuertemente que de la corriente de su madre. La voluntad del Padre es verdaderamente el núcleo del que él vive.

Esta voluntad es, en realidad, lo único que le interesa. No duda en abandonar a los suyos -primero por tres días en el templo, luego por tres años a su madre- por cumplir esa voluntad. Ante ella desaparecen todos los demás intereses. No le retienen cautivo las cadenas doradas de las riquezas, no le preocupan los honores de la tierra, huye de los aplausos. Incluso evita hablar de sus milagros. Porque sabe que éstos sólo tienen sentido en cuanto realización de esa voluntad. Cuando entra en juego el egoísmo de los nazaretanos no puede hacer ningún milagro dice crudamente el texto evangélico (Mc 6, 5) ya que esos milagros, mucho antes que prodigios y curaciones, son signos del reino de Dios que llega, son un «si» a la omnipotencia de quien todo lo puede. Y cuando hace un prodigio, no se olvida de subrayar que no es a él, sino al Padre, a quien deben quedar agradecidos los curados (Lc 17, 18). Podemos, pues, decir con plena justicia que es cierto aquello que escribe Karl Adam:

En la historia de los hombres, aun de los más grandes, no se conoce un camino tan constantemente orientado hacia las alturas. Un Jeremías, un Pablo, un Agustín, un Buda, un Mahoma ofrecen bastantes sacudidas violentas, cambios y derrotas espirituales. Sólo la vida de Jesús se desliza sin crisis y sin un desfallecimiento moral. Tanto el primer día como el último, brillan con la misma luz esplendorosa de la santísima voluntad de Dios.

La hora

Pero hay en la vida de Cristo una obediencia central: la de su muerte. Que no dura sólo las horas del Calvario, sino todos los años de su existencia. No ha existido en toda la historia del mundo un solo hombre que haya tenido tan claramente presente en todas sus horas el horizonte de la muerte. Jesús sabe perfectamente que tiene que ser bautizado con un bautismo ¡y qué angustias las suyas hasta que se cumpla! (Lc 12, 50). Jesús vive en esa espera con serena certeza. A lo largo de su vida son docenas las alusiones a esa hora que le espera. En Cana le dice a su madre que no anticipe los tiempos, que aún no ha llegado su hora (Jn 2, 4). Más tarde dirá a la samaritana que llega la hora (Jn 4, 21) en que los creyentes verdaderos adorarán a Dios en todas partes. Sus convecinos de Nazaret tratan de matarle, pero nadie puede cogerle porque no había llegado su hora (Jn 7, 30). En su último viaje a Jerusalén anuncia a sus discípulos que es llegada la hora en que el Hijo del hombre sea glorificado (Jn 12, 23). Se reúne lleno de amor a cenar con sus discípulos sabiendo que era llegada la hora (Jn 13, 1). Y en su oración eucarística se vuelve a su Padre para decirle: Padre. llegó la hora, glorifica a tu hijo (Jn 17, 1). Luego, en el huerto, dirá a sus discípulos: Descansad, se aproxima la hora (Mt 26, 45). Y a quienes le apresan les confesará: Esta es la hora del poder de las tinieblas (Lc 22, 53). Bajo el signo de esta hora amenazante vivirá. Y no será sencillo entrar en esa estrecha puerta señalada por la voluntad del Padre. La agonía del huerto es testigo de que esa obediencia no es sencilla. El Hijo quisiera escapar de ella y sólo entra en la muerte porque la voluntad del Padre así se le muestra, tajante e imperativa, no retirando el amargo cáliz de sus labios. Será entonces, en plena libertad, cuando el Hijo lo apure hasta las heces.

Una obediencia que es amor

Pero nos equivocaríamos si sólo viéramos la cuesta arriba que hay en esa obediencia. En realidad -dice Guardini- la voluntad del Padre es el amor del Padre. Jesús está abierto a ese amor, del que la sangre es una parte. Y está abierto con verdadero júbilo. Porque todo es amor. Como el Padre me amó, yo también os he amado; permaneced en mi amor, como yo guardo los preceptos de mi Padre y permanezco en su amor (Jn 15, 9). Guardar los preceptos y permanecer en el amor son la misma cosa. Y esa misma cosa es la alegría. Cuando Jesús hace balance de su vida en su discurso del jueves santo se siente satisfecho mucho más por haber cumplido la voluntad del Padre que por el fruto conseguido: Yo te he glorificado sobre la tierra -dice con legitimo orgullo- llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar (Jn 17, 4). Y enseguida añadirá bajando en picado al fondo del misterio «Que todos sean uno, como tú, Padre estás en mi y yo en ti (Jn 17, 20) Ahora sí hemos llegado al fondo del misterio. Esa oración no es un simple contacto externo y provisional. Esa obediencia es mucho más que una adhesión total. Es unidad. La más intima unidad de vida que pueda concebirse. Dejemos, por ahora, aquí este misterio. Bástenos, de momento, saber que Jesús no fue sólo un hombre perfecto. Bástenos la alegría de descubrir que ha habido un hombre que tuvo conciencia de estar en la unión más íntima de vida y amor con su Padre celestial. Y ¿quién es? ¿quién es, entonces, este hombre? ¿quién este misterioso y obediente emisario?

IV. EL HOMBRE PARA LOS DEMÁS

Si Cristo tuvo su corazón tan centrado en el amor a su Padre y en la tarea de cumplir su voluntad ¿le quedaron tiempo e interés para preocuparse de la miseria humana que le rodeaba? La pregunta es importante. Y hoy más que nunca. Porque en ella se juega buena parte de la fe de nuestros contemporáneos: ahí está el quicio de la problemática religiosa de cristianos e increyentes de hoy.

FE/ALIENACION: En los finales del siglo XIX y los comienzos del XX la gran acusación a los cristianos era la de haber abdicado de la tierra, haberse olvidado de la conquista del mundo, de tanto pensar en el reino de los cielos. Jean Giono lo resumía en una bella frase terrible: El cristiano, en su felicidad de elegido, atraviesa los campos de batalla con una rosa en la mano. ¿Cristo habría sido, entonces, el portador de esa rosa de salvación y el maestro que habría enseñado a los suyos a olvidarse de que en el mundo hay guerra y sufrimientos, extasiados con el olor fragante de sus almas en gracia? Renán dijo antes algo parecido: El cristianismo es una religión hecha para la interior consolación de un pequeño número de elegidos. ¿Cristo sería, entonces, este selecto jefe que habría venido para acariciar los espíritus de sus también selectos amigos? Gide fue aún más cruel: en su obra «Edipo» dibujó la figura del cristiano bajo la de quien se arranca voluntariamente los ojos para no ver el dolor que le rodea. ¡Dentro su alma es tan bella! ¿Y Cristo seria, entonces, este mensajero de la ceguera voluntaria? Albert Camas pondría en boca de uno de sus personajes una frase con la que él quería gritar y acusar a todos los cristianos: Hay que trabajar y no ponerse de rodillas. ¿Cristo, entonces, nos habría enseñado a no tener ante el dolor del mundo otra respuesta que la de un levantar los ojos al cielo, aunque, a costa de ello, nuestras manos dejaran de trabajar en la tierra? Son preguntas verdaderamente graves. Porque, si la respuesta fuese afirmativa, la fe se les habría hecho prácticamente imposible a los cristianos de hoy. Los hombres de todos los siglos han buscado y necesitado un Dios que ilumine sus vidas, además de ser Dios. Pero los ciudadanos de este siglo XX han colocado esa liberación humana y ese progreso del mundo como la prioridad de prioridades y exigen esa respuesta a sus preguntas como un pasaporte para reconocer la identidad de Dios. Cansado de respuestas evasivas, el hombre actual tiene terror a lo puramente celeste y aun a todo lo que le llega de lo alto. Diríamos que tolera a Dios, pero únicamente si mete las manos en la masa.

El que da la mano

Hay en esto mucho de orgullo y no poco de ingenua rebeldía. Pero también hay algo sano teológica y cristianamente. El Dios de los cristianos no es el de los filósofos. En Cristo, metió verdaderamente las manos y toda su existencia en esta masa humana. Y si estuvo abierto hacia su Padre, también lo estuvo hacia sus hermanos, los hombres. Y esto, no como un añadido, sino como una parte sustancial de su alma. En Jesús -formulará con precisión González Faus- lo divino sólo se nos da en lo humano; no además o al margen de lo humano. Por eso el cristiano no es, como afirmaba Giono, el que lleva una rosa de olvidos en la mano, sino, como decía el creyente Peguy, cristiano es el que da la mano. El que no da la mano ese no es cristiano y poco importa lo que pueda hacer con esa mano libre. No será, por ello, mala definición de Cristo la que le presente como el que siempre dio la mano, el que vino, literalmente, a darla. Lo formula con precisión teológica el texto de una de las nuevas anáforas de la misa cuando dice que al perder el hombre su amistad con Dios, él no le abandonó al poder de la muerte, sino que, compadecido tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busque. Esa mano tendida de Dios se llama Cristo. Y toda la vida -¡y toda la muerte!- de Jesús son un testimonio permanente de ese estar abierto por todos los costados.

La antropología de Jesús

El primer hecho con el que nos encontramos es la altísima visión que Jesús tiene de la humanidad. Para él, después de Dios, el hombre es lo primero, el verdadero eje de la creación, la gran preocupación de su Padre de los cielos. Si Dios se preocupa de vestir a los lirios del campo (Lc 12, 27), si lleva la cuenta de los pájaros del cielo, de modo que ni uno muere sin que él lo sepa, ¿cuánto más se preocupará por los hombres? (Mt 10, 29). Según la visión que Jesús nos trasmite, con una imagen bellísima, el hombre es tan importante para Dios que él tiene hasta contados los pelos de sus cabezas y ni uno sólo cae sin que él lo permita (Mt 10, 30). La misma organización de lo religioso adquiere en Jesús un giro trascendental en función del hombre. Si en el planteamiento mosaico el hombre está sometido, no sólo a Dios, sino también a las formas más externas de la ley, ese concepto, en Jesús, cambia de centro: la ley se convierte en algo al servicio del hombre para facilitar su amor a Dios. Y lo dice con frase tajante: El hombre no está hecho para el sábado, sino el sábado para el hombre (Mc 2, 27). No es que Cristo cambie el teocentrismo en antropocentrismo, es que sabe que, desde su encarnación, los intereses del hombre son ya intereses de Dios y viceversa; sabe además que ciertos «teocentrismos» terminan por poner el centro, no en Dios, sino en los legalismos.

La sombra del mal

Esto no quiere decir que Jesús tenga una visión ingenua de la humanidad, un angelismo roussoniano que ignore la existencia del mal y el pecado. Jesús la ve tal y como ella es, con sus manchas, sus contradicciones, sus flaquezas. Habla de esta «raza adúltera y mala» (Mt 16, 4). Comenta que aquellos galileos a quienes mató Pilato o aquellos otros que fueron aplastados por el derrumbamiento de la torre de Siloé no eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén (Lc 13, 4). En una palabra, contrapone la bondad de Dios con la condición de los que le escuchan, que son malos (Mt 7, 11). Conoce la obstinación y caprichos de esos niños a los que, sin embargo, tanto ama (Mt 11, 16). Percibe la tendencia humana a juzgar y condenar en el prójimo las vigas que se perdona en su propio ojo (Mt 8, 3). Sabe de la intolerancia con que sus apóstoles quieren hacer bajar fuego del cielo contra aquellos que no piensan como ellos (Lc 9, 55). No ignora cuánta cizaña hay en este mundo nuestro (Mt 12, 29). A veces, hasta se le hace difícil soportar a sus apóstoles, por su ceguera, por su dureza de corazón (Mc 9, 19; 8, 17; 7, 18). Incluso su discípulo más intimo, Pedro, tiene en su corazón zonas en las que Jesús no puede menos de ver al demonio (Mt 16, 23). Y hay un texto especialmente duro, por su carácter casi metafísico, en el que Jesús habla de la humanidad que le rodea: Después de haber señalado que Jesús hizo en Jerusalén por los días de la pascua muchos milagros y que, como consecuencia, muchos creyeron en él san Juan añade este tremendo comentario: Pero Jesús no contaba en ellos, porque les conocía a todos y porque no tenía necesidad de que nadie le diera testimonio sobre el hombre, pues él sabia qué hay en el hombre (/Jn/02/25). Sabia qué hay en el hombre. Probablemente nunca nadie lo ha sabido jamás tan en profundidad. Advertía cuáles son nuestras posibilidades de mal y cuáles nuestras esperanzas de conversión y penitencia. Palpaba qué torpes y lentos de comprensión eran sus apóstoles y no dudaba, sin embargo, en encomendarles la tarea de continuar su obra. Comprendía que cuando los hombres hacen mal, en definitiva no saben lo que hacen (Lc 23, 34). Conocía que el hombre necesita ser perdonado setenta veces siete (Mt 18, 22), pero estaba convencido de que ese perdón debía ser setenta veces siete concedido. Y esta última confianza centraba su vida. Hay que subrayar esto: Cristo jamás vio a la humanidad como una suma de mal irredimible, tuvo siempre la total seguridad de que valía la pena luchar por el hombre y morir por él. Quizá nadie como Jesús ha sido tan radical en esta última confianza en las posibilidades de salvación de lo humano. Ver nuestro mal no fue para él paralizante, sino exactamente al contrario: le empujaba a un mayor y total amor.

Un amor realista

Amor, esta es la palabra clave y la que nos descubre el concepto que verdaderamente tenia Jesús sobre la humanidad. Karl Adam describe perfectamente las características de este amor:

Es un amor del máximo realismo, que difiere igualmente del entusiasmo ingenuo del que diviniza lo humano como del fanático que lo maldice. Se trata del amor consciente de un hombre que conoce las más nobles posibilidades de la humanidad para el bien, así como sus tendencias más bajas, y a la que, a pesar de todo, se entrega de todo corazón. Este «a pesar de todo» hace su amor incomparable, tan único, tan maternalmente tierno y tan generoso, que permanecerá inscrito para siempre en el recuerdo de la humanidad. Es sumamente atractivo analizar en la fisonomía de Jesús, este amor a los hombres, cuyo rasgo fundamental será la compasión de sus sufrimientos, compasión en su primitivo significado: padecer con otro.

Esta última es, evidentemente, la característica que diferencia sustancialmente la antropología de Jesús de todas las de los demás pensadores o filósofos. Muchos han discurrido sobre la condición humana, algunos han querido revolucionarla, nadie se ha metido tan radicalmente en esa miseria del hombre; nadie -y menos viniendo desde las felices playas de la divinidad- ha aceptado tan plenamente ese dolor, esa pobreza, ese cansancio, ese mismo pecado que Jesús tomó sobre sí e hizo suyo. En Jesús hay una mezcla sorprendente de servicio a una gran idea y de atención a los pequeños detalles humanos. Es propio de todos los genios el haberse engolfado de tal modo en su tarea, que llegan a ignorar a quienes les rodean. Miran tan a lo alto, que pisotean por el camino a las hormigas. No pasa así en Jesús. Viene nada menos que a cambiar los destinos del universo, y se preocupa de acariciar a los niños, de llorar por sus amigos o de que tengan comida quienes le siguen para escuchar su palabra. Nunca un líder tan alto se ocupó tanto de cosas tan bajas. Nunca nadie tan centrado en lo espiritual tuvo tan fina atención a los problemas materiales. Nunca nadie estuvo tan radicalmente «con» los hombres. Con todos. Pero especialmente con los pobres y los oprimidos. Hay en Jesús una especialísima e innegable dedicación a los habitualmente marginados por la sociedad: los miserables, los pecadores, las mujeres de la vida. los despreciados publicanos. Un jefe extraño éste, que había venido a servir y no a ser servido y que se arrodillaba, como un esclavo, para lavar los pies a sus discípulos (Jn 13, 1-18). Esta su extraña dedicación a lo más humilde y sucio de la humanidad desconcertaría a sus contemporáneos y a los poderosos de todos los tiempos. Entonces, le acusaban de convivir con publicanos, borrachos y pecadores. Ahora, procuran sentarle en tronos dorados para que se nos olvide que vivió -según pregona el titulo de una reciente obra sobre él- en malas compañías. Pero, guste o no a los inteligentes, la verdad es que nació en un pesebre entre dos animales y murió en un patíbulo entre dos ladrones. Y, en medio, hay una larga vida de mezcla con enfermos, extranjeros, mujeres despreciadas y miserables de todo tipo. Y esta predilección que vemos en la práctica, la encontramos también en la teoría. Cuando cuenta quién es el prójimo, señala a quien yace en el sufrimiento y la miseria (Lc 10, 29). Cuando nombra a los preferidos de su Reino, éstos son los pobres, los que lloran, los que tienen hambre, los perseguidos por la justicia (Lc 6, 20). Esta predilección no es, no obstante, una opción de clase. Si sería incorrecto dar a las bienaventuranzas una interpretación puramente mística, no lo sería menos convertir a Jesús en un luchador social que ama a éstos contra aquellos. Tendremos que volver más de una vez sobre este tema. Baste hoy decir que, sin excluir esta predilección basada en la apertura de espíritu que tiene el pobre y las ataduras que amenazan y casi siempre amordazan al rico, es claro que la salvación que Jesús anuncia y vive es universal y sin exclusiones. Admite también a los ricos. Conocemos sus relaciones con Simón el fariseo (Lc 7, 36), con Nicodemo, doctor de la ley (Jn 3, 1 ) con el rico José de Arimatea (Mt 27, 57). Y entre las mujeres que le siguen nos encontramos a una Juana «mujer de Susa, procurador de Herodes» (Lc 8, 3).

Los gozos y las esperanzas

Jesús está, pues, con los hombres, con todos los hombres. Y con ellos comparte como dice el texto conciliar refiriéndose a la Iglesia -los gozos y las esperanzas las alegrías y las tristezas. Vemos que tenía compasión del pueblo, porque eran como ovejas sin pastor (Mc 6, 34; 8, 2; Mt 9, 36; 14, 14; 15, 32; Lc 7, 13). Le vemos conmoverse ante el llanto de una madre y llorar sobre la tumba de su amigo Lázaro. Pero también le vemos participar en el regocijo de los recién casados o celebrar con alegría el regreso jubiloso de los apóstoles que, por primera vez, han ido solos a predicar. Sus enemigos le llamarán «hombre comilón y bebedor de vino» (Mt 11, 19), pero a él no parecen preocuparle las calumnias. Cultiva la amistad, se rodea de los doce apóstoles y, aun dentro del grupo, acepta a algunos más íntimos. Con ellos practica siempre el juego limpio: les reprende cuando interpretan estrechamente sus predicaciones y hasta usa palabras terribles cuando alguien quiere desviarle de su pasión. Pero también les acepta verdaderamente como los compañeros del esposo, sus invitados (Mt 10, 25), les confió no sólo sus secretos, sino la altísima tarea de fundar su iglesia. Y, cuando llega la hora de su pasión, parece que se olvidara de sí mismo para preocuparse por ellos. Así se lo pide al Padre en su oración del jueves santo. Y cuando los soldados le prenden, parece que su único interés es pedir que, si le buscan a él, dejen ir a estos (Jn 18, 8).

J/BUEN-PASTOR: Esta ternura de Jesús es algo también inédito entre los grandes líderes de la historia. En éstos, el servicio a la gran idea se convierte casi siempre en un vago humanitarismo. Quieren salvar al mundo o cambiarlo, pero suelen olvidarse de los pequeños que en ese mundo les rodean. Se preocupan mucho más por el rebaño que por las ovejas que lo forman. Encuentran incluso natural que esas ovejas sufran en el servicio de un futuro mundo mejor para todos. Para Jesús, en cambio, es el ser humano concreto y presente lo primero que cuenta. El es el Buen Pastor que se preocupa de cada una de las ovejas y que, incluso, está dispuesto a olvidar a las 99 sanas para preocuparse de la perdida.

El porqué de un amor

Hay otra característica en esa apertura de Jesús que no debe pasar inadvertida: el absoluto desinterés de su amor. El no es un político que sirve al pueblo para servirse de él. No busca el aplauso, casi le molestan las muestras de agradecimiento, huye de los honores, vive de limosnas, pide a sus apóstoles que oculten sus momentos de brillo, sabe, desde el primer momento, que no recibirá de los hombres otro pago que la ingratitud y la muerte. ¿Por qué lo hace entonces? ¿Qué delicias puede encontrar entre los hijos de los hombres (Prov 8, 31 )? Estas preguntas no tienen respuesta en lo humano. Sólo la tienen en la misma naturaleza de quien era sólo amor. Amar -ha escrito un poeta- era para él tan inevitable como quemar para la llama. El era el hermano universal que no podía no amar. Los hombres de nuestro siglo entienden muy especialmente esta dimensión de Cristo quizá porque viven en un mundo de multiplicados egoísmos. Por eso, según escribe Ben F. Meyer, a la pregunta «¿quién decís que soy yo?» los hombres de nuestro siglo pueden responder honestamente y sin reservas. «El que es para todos, el Hombre-para-los-demás». Porque no vivió para si mismo. Selló una vida para los demás con una muerte para los demás: para los puros y para los impuros, para el judío y para el gentil.

El para qué de un amor

Pero aún podemos y debemos dar un paso más. Para descubrir que la antropología de Jesús encierra no sólo una comprensión de lo que es la humanidad, no sólo una convivencia de los dolores y esperanzas de la raza humana, sino, sobre todo, la construcción de una humanidad nueva. Jesús trae la gran respuesta a la pregunta humana sobre su destino. Y su respuesta no es teórica sino transformadora. La historia -escribe también Meyer- está sembrada de escombros de extravagantes promesas hechas a la humanidad, sembrada de paraísos nunca encontrados. Jesús trae nada menos que una nueva vida. No sólo un nuevo modo de entender la vida, sino una vida realmente nueva que puede construir una humanidad igualmente nueva. El que los ciegos vean, los cojos anden, los leprosos queden limpios, oigan los sordos, resuciten los muertos y la buena noticia sea predicada a los pobres (Lc 7, 22) son los signos visibles de esa nueva vida que Jesús trae. Toda la existencia de Cristo, toda su muerte no será sino un desarrollo de esa vida que anuncia y trae. Para dársela a los hombres Jesús pierde la suya. Alguien definió a Jesús como el expropiado por utilidad pública. Lo fue. Renunció por los hombres a una vida suya, propia y poseída. En todos sus años no encontramos un momento que él acapare para sí, no hay un instante en que le veamos buscando su felicidad personal. Fue expropiado de su bienestar, de su vida, de su propia muerte, puesta también a la pública subasta. Jean Giono debió de equivocarse de piso. Sería curioso preguntarle en qué página evangélica puede encontrarse a Cristo el único verdadero y total cristiano que ha existido embriagado con el hermoso olor de su rosa y olvidado de los que mueren a su lado en el campo de batalla.

J. L. MARTIN DESCALZO
VIDA Y MISTERIO DE JESÚS DE NAZARET/1
Págs. 307-319