JESÚS Y LA VOLUNTAD DE DIOS,
SU PADRE


"Yo tengo otro alimento
que vosotros no conocéis".


José A. GARCÍA
Director de la Revista Sal Terrae
Valladolid

Tan central aparece en la vida de Jesús el tema de la voluntad de Dios que cualquier intento de minimizarlo o prescindir de él sería un fraude cristológico. No hay conocimiento del Jesús histórico que no incluya el ahondamiento en esa relación, ni seguimiento de Jesús que no beba en esa fuente. Un número como éste, que pretende, por un lado, deshacer los equívocos que rodean a la expresión «voluntad de Dios» y sus contenidos, sin renunciar, por otro, a su centralidad en la vida cristiana, tenía que partir de ahí, del lugar que ocupó en la autocomprensión que Jesús tuvo de sí mismo y de su misión la voluntad de su Padre, y de lo que ese hecho puede tener de normativo e inspirador para nuestra existencia creyente.

Ésa será la trayectoria del presente artículo. Lo que se pretende en él es plantear de un modo simultáneo la experiencia de Jesús con su Padre -y la nuestra con Dios a su luz- bajo el prisma de alguien que se siente e interpreta a sí mismo como fruto de un Amor, objeto de un Envío, copartícipe de un Sueño, y cuyo mayor empeño consistirá en la fidelidad más total y absoluta a ese Amor, a ese Envío, a ese Sueño. Un gran intérprete de la vida de Jesús, el autor de la Carta a los Hebreos, vinculó su poder salvador con su capacidad de obediencia al plan de Dios, lo que le convirtió en «consumador» de la fe y en «pionero» de nuestra propia fe (Heb 5,8;12,1). Estoy convencido de que nuestra capacidad de traer un poco de salvación a nuestro mundo, la salvación de Dios, sigue estando vinculada, como en el caso de Jesús, a nuestra mayor o menor disposición para hacernos obedientes al Deseo de Dios sobre nuestras vidas y sobre el mundo. Eso es lo que quisiera poder transmitir en estas líneas a través de pequeñas afirmaciones sobre Jesús y sobre nosotros que trataré de explicar brevemente.

I

1. Para Jesús, Dios es alguien personal, un Amor inteligente y libre, al que atribuye una voluntad concreta sobre sí mismo y sobre el mundo. De Él como Padre se siente Jesús originado y enviado. Unificarse y totalizarse hacia la búsqueda y realización del «deseo de Dios» constituye para Jesús su pasión dinamizadora y envolvente.

Fue P. Ricoeur quien dijo, hace ya mucho tiempo, que al hombre moderno le era necesario recuperar la «segunda ingenuidad». ¿En qué consiste esta segunda ingenuidad por contraposición a la primera? Primera ingenuidad es confundir a Dios con cualquiera de nuestras proyecciones sobre él, su deseo con nuestros deseos. Esa ingenuidad no puede ser objeto de la fe. Pero, al salir de ella por la dura prueba del discernimiento -Feuerbach es un auténtico río de fuego para esa ingenuidad-, al hombre moderno le quedan dos salidas: o el distanciado agnosticismo que pone en entredicho la afirmación de que Dios tenga deseos buenos sobre el mundo, o la segunda ingenuidad como apertura y acogida de Dios y de su concreta libertad sobre nosotros. Esa es la ingenuidad de que carece el hombre moderno, creyente o no. Que carezcan de ella el hombre y la mujer no creyentes parece normal. Que no la tengamos los creyentes radica en la posibilidad siempre abierta de convertir a Dios en una idea o incluso en un programa moral, pero des-habitado. Naturalmente, ni las ideas ni los programas, por bellos y humanos que sean, son susceptibles de esa segunda ingenuidad que consiste en creer que sobre mí existe un Amor y una Voluntad histórica concreta.

Jesús, que fue tentado él mismo de primera ingenuidad y nos alertó contra ella, es un modelo eximio de ingenuidad segunda. El Evangelio de Juan, interesado como ninguno en explorar el mundo interior de Jesús, las fuentes ocultas de su acción y de su entrega, lo repetirá de mil formás distintas. «Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre y llevar a cabo su obra>, (/Jn/04/34); «Yo no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (/Jn/05/30); etc. Pero no sólo Juan. También los sinópticos captaron la centralidad de este tema en la vida de Jesús, «Estar en las cosas del Padre» (Lc 2,49) aparece como el santo y seña, el programa del Jesús niño. La identificación con él no la miden los lazos de la carne, la sangre o la etnia, sino el entroncamiento personal y activo en la voluntad del Padre (Mc 3,35). Tampoco el acceso al Reino estará en función directa de invocarle a él como Señor, de haber comido y bebido con él, sino de hacer la voluntad de Dios (Mt 7,21). Su oración personal estará transida siempre por el deseo de la voluntad de Dios (Mt 6,10 par.), aunque esa disponibilidad atraviese e incluya su propia muerte (Mc 14,36).

Pocas dudas caben de que el Jesús histórico se entendió y vivió a sí mismo, no sólo como originado amorosamente por su Padre sino también como enviado por él con una misión, una voluntad a la que será radicalmente obediente. La osadía de Jesús no consiste solamente en llamar a Dios «Padre», «Abba», sino también en suponer concluyentemente que Dios tiene un gran Sueño sobre el mundo y en proclamarse intérprete del mismo. Una radical teonomía recorre la vida entera y la acción de Jesús, incluida en ellas su propia muerte.

Ahí radica, creo yo, el escándalo que produce al hombre y mujer de la primera ilustración, al hombre y mujer modernos, toda forma de religión, y concretamente el cristianismo. Se sospecha que toda forma de religión es una forma de heteronomía. No importa que sean ya legión los hombres y mujeres creyentes que han demostrado con su vida lo contrario. La crítica filosófica vuelve una y otra vez, hasta la exasperación -es cierto que de modos cada vez menos dogmáticos y más matizados-, a lo mismo: en la referencia a Dios, el ser humano pierde su don más preciado, la autonomia personal con la que construir (o destruir) el mundo y la historia.

Pues bien. Contra viento y marea dos cosas están claras en Jesús: que se sintió radicalmente entroncado en Dios -y, en ese sentido no autónomo- y que su total disponibilidad y obediencia a su Sueño no fue en absoluto factor de enajenación, sino justamente todo lo contrario. Ese entroncamiento amoroso y obediente en el Amor funcionó en él como despliegue máximo de su libertad. A un máximo de teonomia, un máximo de autonomía, no de alienación. Eso es lo que sucedió en Jesús, y eso es lo que podría suceder en nosotros. ¿Cómo? ¿Bajo qué condiciones?

2. Todos vivimos -Jesús también- frente a un tú, sea éste personal, psicológico o cultural. Que esta inexorable realidad se convierta en bendición o maldición para el hombre y la mujer depende exclusivamente de la calidad de ese tú y de la calidad de nuestra relación con él.

TU/RV-DE-YO: Vuelven a reeditarse las obras de M. Buber. Es tanto como decir que vuelve a ponerse sobre el tapete aquella afirmación de que «sólo un tú descubre verdaderamente quién soy yo». Por supuesto, ese tú que nos revela y hace posible así el despliegue de nuestra libertad no está hecho sólo de personas concretas. Es también un tú cultural en cuya matriz nos vamos haciendo humanos, afirmación que no tendría por qué poner en entredicho la importancia del tú personal en la tarea de descubrir la verdad más profunda de nuestro yo y la liberación de nuestra libertad.

Que todos vivimos frente a algo o frente a alguien, es cosa que ya poca gente sensata discute. Nadie existe desde un yo puro, incontaminado, silente. Ese algo o alguien puede ser la ambición, el poder, el dinero; puede ser la búsqueda de la felicidad, la sabiduría o el placer; puede ser la honradez personal, la lucha por los derechos humanos, un ideal ético o político. Y puede ser también una persona amada, desde la cual se percibe mejor y se cobran energías para todo lo demás. ¿No tenemos acaso todos la experiencia de que, en el encuentro con esa persona, es ella precisamente la que descubre y pone en juego lo más insospechado y mejor de nosotros mismos, nuestra más profunda verdad? ¿Hace una experiencia así que nos sintamos heterónomos, menguados en nuestro ser y libertad o, más bien, inmensamente agradecidos por los desconocidos dinamismos que el otro ha hecho nacer en nuestro interior?

A esa posibilidad de gracia se opone otra que no habría por qué ocultar. Al igual que el encuentro con un tú personal o cultural puede desvelar lo mejor de nosotros mismos, puede también despertar lo peor. Un tú ideológico puede poner en pie de guerra al «fanático» que llevamos dentro. Un tú supeficial y consumista puede muy bien hacer de nosotros un «zombie». No son posibilidades abstractas. Están entre nosotros, y contra ellas nos alertan muchos vigías sociales.

Parece, por tanto, que, puesto que es inevitable vivir frente a algo o alguien como única manera de ser y hacerse humanos, todo estriba en la calidad de ese tú, personal o cultural, frente al que vivimos, y del modo como nos relacionamos con él. Existen todas las razones del mundo para temer el encuentro con un tú perverso, porque puede pervertirnos también a nosotros; pero hay razones muy hondas para desear el encuentro con un tú que descubra y active nuestro yo interior, nuestra libertad siempre amenazada de parálisis o de apuntar a derroteros inhumanos.

Jesús es el paradigma del encuentro con un Tú como realidad de gracia, como descubrimiento y despliegue de la propia libertad. Como cada uno de nosotros, Jesús vive inmerso en un tú cultural que le moldea y del que recibe mensajes mezclados: unos buenos; otros no tanto y hasta perversos. Dentro de ese tú cultural del que forma parte una fuerte religiosidad, Dios se le aparece a Jesús con dos rasgos esenciales: como Padre y como Reino (Jon Sobrino), es decir, como Amor personal y como Proyecto sobre el mundo. Tan invadido se siente Jesús por esa aparición de Dios, tan nacido de Él y enviado por Él tan identificado con ese Amor y ese Proyecto que -al decir, sobre todo de Juan, el explorador del mundo interior del Señor- Jesús no derivará su libertad, su palabra y su acción de sí mismo, sino de la libertad de su Padre, de lo que ha visto y oído en la comunión con él de su voluntad salvadora, con la que se siente identificado y en la que se entroncará históricamente. El amor con que Dios ama al mundo pasará a ser su propio amor; la libertad y voluntad de Dios, su propia libertad y voluntad (ya veremos con qué costos). En Jesús se hace verdad histórica que el Tú de Dios desvela hasta el infinito el propio yo y que el entroncamiento en su voluntad como Deseo de salvación dél mundo lleva a un máximo, no de apatía, sino de implicación. En Jesús floreció la más bella subjetividad y la entrega pública más valiente, no a pesar de su fe y obediencia a Dios, sino justamente por ellas. Haría falta estar llenos de pre-juicios ideológicos para no reconocer que esto fue históricamente así.

II

3. Cuál fuera el deseo de Dios sobre el mundo, su voluntad no ofreció para Jesús ningún género de duda. Dios «sueña» al mundo como familia humana y, por tanto, como Reino de inclusión.

Los aspectos problemáticos con respecto a la voluntad de Dios, vividos también por Jesús y de los que hablaremos más adelante, no deberían confundirnos con respecto a lo que esa voluntad tiene de evidente. Son problemáticas las mediaciones que hagan real el deseo de Dios al igual que son imprevisibles los costos humanos de ese empeño. Lá lógica del Reino resulta casi siempre desconcertante para nuestra lógica mundana. Pero el Reino, el Sueño de Dios sobre el mundo, su voluntad, son claros como la luz del día. Jesús que se hizo totalmente transparente a Dios por el olvido de sí y totalmente entregado a los demás por su apertura a Dios, no tuvo ninguna duda al respecto. Lo que Jesús ha «visto» en la estrecha e inefable comunión con su Padre, las palabras que le ha «oído», la misión que de Él ha «recibido», le hablan inequívocamente de que la pasión de Dios apunta hacia la utopía de una humanidad que llegue a ser familia humana, estructurada, par tanto, bajo la doble ley de la paternidad-filiación y de la fraternidad solidaria.

¿Qué quiere decir esto? Al menos tres cosas:

1ª Retomando la concentrada y preciosa metáfora de Ion Sobrino, que Dios se acercó a Jesús y se acerca a nosotros como Padre significa que el deseo de Dios sobre el mundo no se agota en un ideal de «humanidad responsable», aun en el caso de que ese ideal fuera posible sin un fundamento paterno. ¿Es posible la familia humana sin la figura de un Padre-Madre común? El deseo de Dios sobre el mundo le incluye a Él como Amor originante, como Compañero peregrino y como Promesa, es decir, no por lo que su ausencia supusiera de pérdida para Él, sino por lo que supone de pérdida para nosotros. Y no por lo que perdamos para la «otra vida», sino por lo que perdamos para ésta, en forma de sentido y de gozo, de implicación y de esperanza. De hogar y familia humana. La voluntad de Dios incluye su Deseo de ser Padre-Madre de esa familia como su fundamento amoroso y su dinamizaci6n fraternal.

Por lo mismo, que Dios se acercó y se acerca a nosotros como Reino significa que el deseo de Dios, su voluntad, no se cierra en la mera relación filial con él dentro de un reino espiritual, por cálido y confortable que pueda ser, sino que esa voluntad se estira hacia el mundo y hacia todo el haz de relaciones económicas, políticas y culturales que lo configuran. «Extra mundom, nulla salus», se atrevió a decir con toda verdad E. Schillebeeckx, formula correlativa para nosotros de aquella otra de S. Ireneo, «gloria Dei homo vivens", que mira más al deseo de Dios.

Hay una luminosidad en la manera como Jesús entiende y vive la relación dialógica entre Padre y Reino, que para nosotros se convierte en objeto de añoranza y de plegaria. Él vio claramente que entrar a fondo y totalmente en la experiencia de Dios como Padre no le alejaba del mundo, sino que le entroncaba en él, porque el deseo de Dios es el mundo; y que implicarse en el Reino no tenía por qué hacerse al margen de Dios, sino ante Él y con Él. Somos muchos los que quisiéramos ex-ponernos a esa formidable síntesis de vida espiritual. Vivir a Jesús «como lámpara en lugar oscuro» (2 Pe 1,19), ese lugar oscuro de nuestras tergiversaciones secularistas o misticoides.

2ª Como esa realidad soñada por Dios para el mundo no existe, o existe únicamente en fragmentos y formas muy precarias, Jesús vinculó totalmente la voluntad de Dios sobre su vida a la implicación de todas sus energías en el anuncio y la llegada del Reino. No hace falta insistir demasiado en ello. Porque Jesús vio con claridad que el Sueño de Dios no era «realidad» por eso entendió que un Reino era necesariamente un Reino de inclusión de todos los excluidos de la vida -cojos, ciegos, lisiados, muertos- y del amor -publicanos, prostitutas, gentes de mal vivir. Por eso se le conmovían las entrañas cada vez que alguna de esas pobres gentes, entrando de las pupilas al corazón, se le aparecía como un sacramento real del mundo que Dios no quiere y como una invitación a cambiarlo. Siempre será hipócrita en nosotros la presunción de estar en onda con la voluntad de Dios, si esta presunción no incluye la disponibilidad para ese Reino de la inclusión. Esa voluntad de Dios sobre nosotros está fuera de toda duda. Dios nos sueña al servicio de su Sueño.

3ª Al llegar aquí, a esta tercera consecuencia, se produce un quiebro de suma importancia. Es claro que la implicación personal y comunitaria en la voluntad de Dios conlleva costos y riesgos. Siempre. Pero, así como es claro que la voluntad de Dios incluye lo dicho en los dos números anteriores, no lo es tanto que se relacione tan directamente con los sufrimientos que produce la implicación en el Reino. ¿No habría que decir, más bien, que esos sufrimientos no son voluntad de Dios -más aún, que Dios está frontalmente contra ellos-, sino consecuencias ineludibles, físicas o morales, de tal implicación? Soy muy consciente de que tocamos aquí un problema espinoso e irresuelto, el del mal y su relación con Dios, y de que incluso el lenguaje bíblico oscurece en muchas ocasiones el panorama en vez de iluminarlo. Pero también es cierto que la exégesis y la teología nos ofrecen un material cada vez más depurado para acercarnos cristianamente a él.

D/MAL-SUFRIMIENTO: Dios no quiere el mal, el sufrimiento. Ni siquiera «lo permite» según esa expresión dulcificada de la misma blasfemia que consistiría en vincular al Amor con la creación o permisión del dolor. ¿No habrá que suponer, más bien, que el Dios definido por Jesús como Padre, Amor siempre acogedor, Bueno, está con-nosotros- contra-el-mal, ese mal y sufrimiento que generan, no su voluntad o permisividad, sino las limitaciones del mundo físico y la perversión de la libertad humana? Según tal interpretación, a la que me adhiero -aun consciente de que no resuelve todos los problemas-, Dios sufre con nosotros el mal del mundo, los costos de la implicación en su Sueño, y estando a nuestro lado hace posible que el sufrimiento no nos destruya «por dentro». ¿Habría otra manera de imaginar a Dios sobre la cruz de Jesús que no incluyera la horrenda imagen de un Padre que causa o permite el dolor del Hijo? Creo sinceramente que no.

Desde esa perspectiva, podría decirse que Dios «cuenta» con el dolor humano, que el dolor humano entra a formar parte de su plan de salvación, pero nunca que sea una realidad querida o permitida por él. Él está siempre con nosotros contra el mal. Él es el anti-mal (Torres Queiruga).

Demos ahora un paso más que complete el tema.

4. Aunque la voluntad de Dios, su deseo salvador sobre el mundo, estuvieran claros para Jesús, no lo estuvieron en absoluto las mediaciones históricas de esa voluntad y los modos concretos de llevarla a cabo, objeto como fueron en su vida de continua basqueda. Tampoco los costos personales de su obediencia. Dios fue siempre para Jesús un Padre accesible, pero ese Padre fue siempre para Jesús un Dios libre.

Accesibilidad y libertad de Dios son dos características de la tradición bíblica anterior a Jesús (W. Brüggemann) que Jesús hereda como componentes esenciales de su propia fe. ¿Qué significa que Jesús experimentó a Dios como totalmente accesible y, a la vez, como soberanamente libre?

Los Evangelios hablan con toda claridad de que Dios se le aparece a Jesús como amor personal en quien se puede confiar, a quien él conoce y por quien es totalmente conocido, de quien recibe la vida y la misión y a quien entrega su vida y su muerte. La cifra de esa relación la constituyen las dos expresiones correlativas, Padre-Hijo amado. De hecho, Jesús experimentó a Dios como un Padre accesible.

Pero a esos mismos Evangelios no se les escapa que ese modo de ser de Dios, su esencial accesibilidad, lo vive Jesús conjuntamente con otra característica de ese mismo Dios: su libertad soberana. No sólo para nosotros es Dios un Deus semper maior. También lo fue para Jesús. En esa clave habría que entender la expresión del evangelio de Juan «mi Padre es mayor que yo» y, sobre todo, más allá de las palabras, hechos claves en su vida de los que no cabe la menor duda histórica, como sus tanteos y cambios de estrategia en la misión, sus expectativas primeras y fallidas con respecto a la venida del Reino, las tentaciones, Getsemaní y el grito en la cruz. Jesús conoce el Proyecto de Dios, la finalización de su deseo, pero no los vericuetos de su realización, que se convierten para él en objeto de experimentación y de búsqueda, de sorpresa y, finalmente, de rendida aceptación y obediencia.

Ambas cosas, accesibilidad y libertad de Dios, quedarán patentes en la oración de Jesús, una mezcla constante de comunión, alabanza y entrega al Padre -expresión de su accesibilidad- y de búsqueda, desconcierto, angustia, dolorosa aceptación -expresión de su libertad. Dios fue siempre para Jesús Padre accesible, pero ese Padre fue siempre para él Dios libre.

Así pues, Dios manifiesta siempre una vertical hacia abajo que le clava a la tierra como Amor y Sueño de inclusión, pero también una vertical hacia arriba que le hace libre e inmanipulable para nuestros deseos de omnipotencia infantil y nuestra aterrada huida del sufrimiento. La fidelidad a estas dos dimensiones de Dios le clava a Jesús en la cruz. Sin su fidelidad a la primera, no habría podido anunciar y actuar el amor salvador y partisano de Dios. Sin su fidelidad a la segunda, habría desertado seguramente de su misión.

Esa cruz de la «fe de Jesús» es también la de sus seguidores. En esos dos palos estamos invitados a vivir. Y, puesto que no es el amor de Dios lo que nos da pánico, sino su libertad inmanipulable, se nos hace necesario vivirla «a la sombra del Señor», con él y en él. Al final, creo yo, la victoria de Jesús sobre los miedos que proyecta la libertad de Dios tuvo como base el convencimiento y la experiencia, tantas veces sentidos por él, de que la esencia íntima de la Libertad de Dios es también el Amor. Una libertad que no esté hecha de amor es siempre temible, como lo demuestran la historia de la humanidad y sus barbaries. Una libertad hecha de amor, aunque en ocasiones sobrepase nuestra capacidad de comprensión y nos desconcierte por ello, no lo es en absoluto. ¿No es ésa la clave en que vivió Jesús la libertad de Dios?

Que no «poseamos» la voluntad de Dios en lo tocante a los modos concretos de realizarla, significa todavía una cosa más para estos tiempos en que tan importantes resultan la práctica del discernimiento y la toma de decisiones no previamente garantizadas.

Ni todos los discernimientos del mundo juntos, incluso bien hechos, podrían «asegurar» que hemos alcanzado con ellos la voluntad concreta y total de Dios. Eso significaría negar su libertad, su ser siempre mayor e inabarcable por nosotros. El paso del tiempo vendrá a confirmarnos algunas veces que la decisión tomada bajo un buen discernimiento fue la mejor posible, y otras veces a desmentirlo. ¿A quién encontramos, entonces, en aquella práctica evangélica de discernir el querer de Dios: a Dios o a nuestra cortedad y falta de visión?

Una pregunta así sigue aferrada, en el fondo, a la convicción de «poseer» a Dios y a la negación de su libertad. Más simple sería reconocer que la fidelidad a Dios está más en la búsqueda continua de la voluntad de Dios -hecha de apertura y disponibilidad a él, de plegaria, de dedicación al Reino, de diálogo fraterno, de mirada compasiva hacia el mundo...: actitudes sin las cuales todo discernimiento personal o comunitario es un engaño- que en la compulsión dogmática e inapelable de haber dado con lo que él quiere. Se hace verdad aquí aquello de que la meta está en el modo de andar el camino; la fidelidad a lo que Dios quiere de nosotros, en el modo de buscarlo. Se hace verdad también que la madurez humana no consiste en tomar siempre las decisiones correctas -¿quién podría presumir de ello?-, sino en procesar creativamente las decisiones mal tomadas. (A. Tornos).

III

5. «Otro alimento que vosotros no conocéis...» ¿Qué experiencias y qué empeños hacen de la voluntad de Dios el «pan» de Jesús?

Decíamos más arriba, en la primera de las afirmaciones, que unificarse y totalizarse para la búsqueda y realización de la voluntad de Dios fue para Jesús su pasión dinamizadora y envolvente. Falta preguntarse, para terminar, cuáles fueron las fuentes en las que alimentó Jesús esa pasión, por ver si podemos hacerlas también nuestras. En torno al «pan» del que cada uno vive se estructura toda una antropología y hasta una política. Ese pan pueden ser o nuestros deseos o el Deseo de Dios. En el primer caso, se termina inexorablemente machacando al prójimo. En el segundo, erigiéndolo en centro de nuestra atención.

¿Cómo convirtió Jesús el Deseo salvador de Dios en su pan cotidiano? ¿Cómo podríamos convertirlo nosotros en nuestro propio pan? Voy a atreverme a expresar algunos pasos de ese proceso, dejándolos al nivel de simple sugerencia:

1) El encuentro con el Deseo de Dios sobre el mundo y sobre nosotros funciona como Buena Noticia: produce alegría y movilización. Así lo expresó Jesús en esas dos bellas parabolitas del tesoro y la perla (Mt 13, 45-45), donde seguramente no hace más que narrar lo que sucedió en su propia vida. Nada de voluntarismos previos, de decisiones «heroicas», de desgarrones ascéticos... Que Dios desea la salvación de todos a través necesariamente de la salvación de los olvidados -¿cómo sería si no, salvación de todos?- y que Dios me quiere al servicio de ese sueño de humanidad, puede meterse en el corazón como una Buena Noticia, como una inmensa alegría que lleva a venderlo todo en función del Reino de Dios.

¿Experimentamos realmente la voluntad de Dios en esa clave de Buena Noticia para el mundo y para nosotros? ¿Lo transmitimos así a los demás? ¿No deberíamos, tal vez, prohibirnos hablar de Dios y de Jesucristo si no es como esa Alegría movilizadora que llega gratuita y amorosamente hasta nosotros?

2) El Deseo de Dios, su voluntad, no se equipara con la Ley, pero tampoco con la propia subjetividad sin más. Hay que buscar otro punto de arranque. No hace falta identificar a Jesús con un demoledor sistemático de las leyes y costumbres de su pueblo -que no lo fue- para saber que tampoco las erigió como «señal» de la voluntad de su Padre. Esto lo tenemos hoy muy claro... y no hace falta insistir más en ello.

Lo que no tiene tan claro la sensibilidad, entre moderna y postmoderna, de nuestro tiempo es que la alternativa a la ley no puede ser la propia subjetividad, el mundo compulsivo y muchas veces caótico de nuestros deseos. ¿Dónde encontrar entonces el punto de anclaje de nuestro deseo con el de Dios? Pablo, siguiendo en ello a Jesús, lo expresará muy claramente: en la escucha y fidelidad al Espíritu que «gime» dentro de nosotros. Ese Espíritu que ha recibido de Jesús la encomienda de ser su memoria viva y su imaginación creadora en nuestro corazón. Ése es, en principio, el lugar de la escucha de Dios y de la obediencia a su voluntad. Invadido por él, pudo saber Jesús qué quería Dios para el mundo y de su propia vida.

3) Jesús se encarnó en la marginalidad y, desde ella, se hizo salvador universal. El Espíritu que nos legó, único lugar teologal del encuentro con la voluntad de Dios, habita también en los márgenes y tira hacia ellos. Jesús afirma que su misión hacia las periferias del mundo está provocada por el Espíritu de Dios (Lc 4,16ss). En esas periferias y para ellas se mueven su vida y su acción, como sabemos muy bien. ¿Sería posible dar con ese Espíritu desde la indiferencia hacia los márgenes o la des-implicación en su futuro?

¿Podríamos conocer verdaderamente a Dios y reconocer a Jesucristo, en sí mismos y en su voluntad hacia nosotros, desde el alejamiento cordial y operativo de esos lugares? Ya afirmó Jesús que las cosas del Padre, esas en las que él «está siempre» (Lc. 2,49), Dios se las oculta a los sabios y prudentes (Mt 11,25), en clara alusión a quienes no aceptaban su Reino y su praxis de inclusión. No se trata, por supuesto, de un acto de dureza por parte de Dios, sino de incapacidad para percibir su Proyecto, su voluntad. Porque, si la vida y los intereses de los sabios y prudentes de este mundo se mueven en otros espacios ajenos e indiferentes a la realidad histórica que encarnó y defendió Jesús, realidad en la que sigue palpitando y citándonos su Espíritu, ¿cómo habrían de encontrarse la inmisericordia y el Espíritu? El verdadero obstáculo para encontrar lo que Dios quiere no es otro que la apatía, en esa triple forma de ignorancia del sufrimiento, ausencia de compasión e incapacidad de padecimiento. (J. Moltmann).

Por otra parte, Jesús dirá también: «El que quiera cumplir la voluntad de Dios verá si mi doctrina es de Dios» (/Jn/07/07). Querer cumplir es la expresión del deseo de entroncar la propia libertad en el Proyecto de Dios. Lo que afirma aquí Jesús es que tal deseo es camino para reconocerle a él y su mensaje como la verdad de Dios para nosotros, como Palabra y Voluntad suya sobre nosotros y sobre el mundo. El verdadero conocimiento depende del deseo de implicación en el proyecto de Dios.

* * *

En resumen, el pan del que vive Jesús, ese «otro alimento que vosotros no conocéis», está amasado por la alegría del encuentro con su tesoro y el deseo del Reino; por la encarnación en los márgenes y la implicación en el futuro de los pobres; por la confianza en Dios como Padre accesible y la búsqueda continua de su voluntad como Dios libre. Sólo queda ya terminar con la plegaria anhelante del Salmo 143:

«Enséñame a conocer tu voluntad,
porque tú eres mi Dios.
Tu Espíritu, que es bueno,
me guíe por una tierra llana» (v.10).

José A. GARCÍA
SAL-TERRAE 1993, 10. Págs. 675-687