La dominación masculina,
por Pierre Bordieu

        

 7 - Una líbido institucional - Notas         

  La mujer objeto 

El habitus masculino se construye y se realiza en relación con el espacio reservado donde se efectúan, entre hombres, los juegos serios de la competencia, ya se trate de juegos de honor, cuyo límite es la guerra, o de juegos que, en las sociedades diferenciadas, ofrecen a la libido dominandi, bajo todas sus formas (económica, política, religiosa, artística, científica, etc.), campos de acción posibles. Al estar excluidas de hecho o de derecho de esos juegos, las mujeres se hallan acantonadas en un papel de espectadoras, o como señala Virginia Woolf, como espejos lisonjeros que devuelven al hombre la figura engrandecida de él mismo, a la cual debe y quiere equipararse, y que le refuerzan de este modo el cerco narcisista en una imagen idealizada de su identidad.(70) En la medida en que se dirige o parece hacerlo a la persona en su singularidad, y hasta en sus bizarrías o sus imperfecciones, o incluso al cuerpo, es decir la naturaleza en su facticidad, que arranca a la contingencia constituyéndola como gracia, carisma, libertad, la sumisión femenina aporta una forma irreemplazable de reconocimiento, justificando al que hace de ello el objeto de existir y de existir como existe. Es probable que el proceso de virilización en favor del cual conspira todo el orden social no pueda llevarse a cabo por entero más que con la complicidad de las mujeres, es decir, en y por la sumisión oblativa, atestiguada por la ofrenda del cuerpo (se habla de "darse") que constituye la forma suprema del reconocimiento otorgado a la dominación masculina en lo que tiene de más específico. 

Sigue en pie que la ley fundamental de todos los juegos serios, sobre todo de todos los cambios de honor; es el principio de isotimia, de igualdad de honor: el desafío, porque se envuelve en el honor, no vale nada salvo si se dirige a un hombre de honor, capaz de dar una réplica que, en tanto que encierra también una forma de reconocimiento, se traduce en honor. Dicho en otras palabras, sólo puede realmente honrar el reconocimiento otorgado a un hombre (por oposición a una mujer) y por un hombre de honor, esto es, alguien que pueda ser aceptado como un rival en la lucha por el honor. El reconocimiento que persiguen los hombres en los juegos donde se adquiere y se invierte el capital simbólico tiene tanto más valor simbólico cuanto que quien se lo otorga es él mismo. 

De este modo, las mujeres quedan literalmente fuera de juego.(71) La frontera mágica que las separa de los hombres coincide con "la línea de demarcación mística", de la que habla Virginia Woolf, y que distingue a la cultura de la naturaleza, lo público de lo privado, confiriendo a los hombres el monopolio de la cultura, es decir, de la humanidad y de lo universal. Al quedar recluidas en el ámbito de lo privado, por tanto excluidas de todo lo que es del ámbito público, oficial, no pueden intervenir en tanto que sujetos, en primera persona, en los juegos en los que la masculinidad se afirma y se realiza, a través de los actos de reconocimiento mutuo que implican todos los cambios isotímicos, cambios de desafíos y respuestas, de dones y contradones, entre los cuales el primer lugar lo ocupa el cambio de mujeres.

El fundamento de esta exclusión original, que el sistema mítico-ritual ratifica y amplía, al punto de hacer de ello el principio de división de todo el universo, no es otra cosa que la disimetría fundamental que se instaura entre el hombre y la mujer sobre el terreno de los intercambios simbólicos, la del sujeto y la del objeto, del agente y del instrumento. El ámbito de las relaciones de producción y reproducción del capital simbólico, del cual el mercado matrimonial es una realización paradigmática, descansa en una suerte de golpe original que hace que las mujeres no puedan aparecer salvo como objetos o, mejor, en tanto que símbolos cuyo sentido está constituido fuera de ellas y cuya función consiste en contribuir a la perpetuación o al aumento del capital simbólico detentado por los hombres. La cuestión de los fundamentos de la división entre los sexos y del dominio masculino encuentra así su solución: en la lógica de la economía de los intercambios simbólicos y, más precisamente, en la construcción social de las relaciones de parentesco y del matrimonio que asigna a las mujeres, universalmente, su estatuto social de objetos de intercambio definidos conforme a los intereses masculinos (es decir, primordialmente como hijas o hermanas) y destinadas a contribuir así a la reproducción del capital simbólico de los hombres, es donde se halla la explicación del carácter primado otorgado universalmente a la masculinidad en las taxonomías culturales. El tabú del incesto en el cual Lévi-Strauss ve el acto fundador de la sociedad, en tanto que imperativo del intercambio pensado en la lógica de la comunicación equitativa entre los hombres -lo que también es-, constituye de hecho el reverso del acto inaugural de violencia simbólica por el cual a las mujeres se les niega como sujetos del intercambio y de la alianza que instauran a través de ellas, pero reduciéndolas al estado de objeto: las mujeres son tratadas como instrumentos simbólicos que, al circular y hacer circular las señales fiduciarias de importancia social, producen o reproducen el capital simbólico, y que al unir e instituir relaciones, producen o reproducen capital social. Si ellas son excluidas de la política, remitidas al mundo privado, es con la finalidad de que puedan ser instrumentos de política, medios para asegurar la reproducción del capital social y del capital simbólico. 

Es notorio que los grandes ritos institucionales, por los cuales los grupos asignan una identidad distintiva a menudo contenida en un nombre, sean grandes ceremonias colectivas y públicas que buscan atribuir un nombre propio (como el bautismo), es decir, un título que da derecho de participación al capital simbólico de un grupo e impone el respeto del conjunto de los deberes dictados por la voluntad de aumentarlo o conservarlo o, en sentido más amplio, todos los actos oficiales de nominación que realizan todos los detentadores legítimos de una autoridad burocrática y que implican casi siempre una afirmación de la fractura mágica entre los sexos (convendría entender en la misma lógica el cambio de nombre que es casi siempre impuesto a la mujer en el momento de contraer nupcias). 

De este modo se comprende que la exclusión impuesta a las mujeres no sea jamás tan brutal y tan rigurosa como cuando la adquisición de capital simbólico constituye la única forma de acumulación verdadera, como en Kabilia, donde la perpetuación del honor social, es decir, del valor socialmente reconocido a un grupo por un juicio colectivo construido según las categorías fundamentales de la visión del mundo común, depende de su capacidad de establecer alianzas propias para garantizar capital social y capital simbólico. Así las cosas, las mujeres no son únicamente símbolos; constituyen también valores que es preciso conservar a salvo de la ofensa o la sospecha y que, al invertir en intercambios, pueden producir alianzas, es decir, capital social, y aliados prestigiosos, esto es, capital simbólico. En la medida en que el valor de esas alianzas, por ende en el beneficio simbólico que pueden procurar, depende en gran parte del valor simbólico de las mujeres disponibles para el intercambio y abundantes beneficios simbólicos potenciales, el pundonor de los hermanos o de los padres, que conduce a una vigilancia tan celosa, hasta paranoica, como la de los maridos, es una forma de interés bien entendible. 

Como encuentra su principio y las condiciones sociales de su reproducción en la lógica relativamente autónoma de los intercambios, a través de los cuales se garantiza la reproducción del capital simbólico, el dominio masculino puede perpetuarse más allá de las transformaciones de los modos de producción económicos, habiendo afectado la revolución industrial relativamente poco la estructura tradicional de la división del trabajo entre los sexos:(72) el hecho de que las grandes familias burguesas dependan en buena medida, aún hoy en día, de su capital simbólico y de su capital social para el mantenimiento de su posición en el espacio social, explica que perpetúen, más de lo que sería de esperar, los principios fundamentales de la visión masculina del mundo.(73) 

El peso determinante de la economía de los bienes simbólicos que, a través del principio de división fundamental, organiza toda la percepción del mundo social, se impone al universo social, es decir, no sólo a la economía de la producción material sino también a la economía de la reproducción biológica. Por ello se puede explicar que, en el caso de Kabilia y en muchas otras tradiciones, la obra propiamente femenina de gestación y de alumbramiento se encuentra como anulada en favor de la obra propiamente masculina de fecundación. En el ciclo de la procreación, al igual que en el ciclo agrícola, la lógica mítico-ritual privilegia la intervención masculina, siempre marcada, con ocasión del matrimonio o del inicio de la labranza, por ritos públicos, oficiales, colectivos, en detrimento de los periodos de gestación tanto la de la tierra como de la mujer, que no dan lugar más que a manifestaciones potestativas y casi furtivas: de un lado, una intervención discontinua y extraordinaria en el curso de la vida, acción arriesgada y peligrosa de apertura que es lograda solemnemente -a veces, como a propósito de la primera labranza, públicamente, frente al grupo-; del otro, una suerte de proceso natural y pasivo de hinchamiento en el cual la mujer o la tierra son el lugar, la ocasión, el apoyo, el receptáculo, y que no exige más que prácticas técnicas o rituales de acompañamiento asignados a las mujeres o actos "humildes y fáciles" destinados a asistir a la naturaleza en su labor, como la recogida de la hierba para los animales, y por ende condenadas por partida doble a permanecer ignoradas: familiares, continuas, ordinarias, repetitivas y monótonas, se realizan en su mayoría fuera de la vista, en la oscuridad de la casa, o en los tiempos muertos del año agrícola.(74) 

¿Cómo no ver que, aun si son aparentemente reconocidas o ritualmente celebradas, las actividades asociadas a la reproducción biológica y social de la descendencia se hallan todavía muy depreciadas en nuestras sociedades? Si pueden ser impartidas exclusivamente a las mujeres es porque son negadas en cuanto tales y permanecen subordinadas a las actividades de producción, únicas en recibir una sanción económica y un reconocimiento social verdaderos. Se sabe que la entrada de las mujeres en la vida profesional ha proporcionado una prueba asombrosa de que la actividad doméstica no es socialmente reconocida como un verdadero trabajo: en efecto, negada o denegada por su evidencia misma, la actividad doméstica ha continuado imponiéndose a las mujeres por añadidura. Joan Scott analiza el trabajo de transformación simbólica que los "ideólogos", aun los más antagónicos a la causa de las mujeres, como Jules Simon, han debido realizar, a lo largo del siglo XIX, para integrar en un sistema de representaciones renovado esta realidad impensable que es la "obrera", y sobre todo para rehusar a esta mujer pública el valor social que debería garantizarle su actividad en el mundo económico: transfiriendo, por un extraño desplazamiento, su valor y sus valores en el terreno de la espiritualidad, la moral y el sentimiento, es decir, fuera de la esfera de la economía y del poder, se le niega tanto a su trabajo público como a su invisible trabajo doméstico el único reconocimiento verdadero que constituye en adelante la sanción económica.(75) Pero no hay necesidad de ir tan lejos en el tiempo y en el espacio social para hallar los efectos de esa denegación de existencia social: como si la ambición profesional fuera tácitamente rehusada a las mujeres, basta que sean ejecutadas por mujeres para que las reivindicaciones normalmente otorgadas a los hombres, sobre todo en tiempos cuando son exaltados los valores viriles de afirmación del yo, sean de inmediato desrealizadas por la ironía o la cortesía dulcemente condescendiente. Y no es raro que, aun en las regiones del espacio social menos dominadas por los valores masculinos, las mujeres que ocupan posiciones de poder sean de algún modo sospechosas de deber a la intriga o a la complacencia sexual (generadora de protecciones masculinas) las ventajas tan evidentemente indebidas y mal adquiridas. 

La negación o la denegación de la contribución que las mujeres aportan no sólo a la producción sino también a la reproducción biológica, corre pareja con la exaltación de las funciones que les son impartidas, en tanto objetos más que sujetos, en la producción y reproducción del capital simbólico. Al igual que, en las sociedades menos diferenciadas, eran tratadas como medios de intercambio que permitían a los hombres acumular capital social y capital simbólico mediante matrimonios, verdaderas inversiones más o menos arriesgadas y productivas que facultaban a establecer alianzas más o menos extensas y prestigiosas, en la actualidad intervienen en la economía de los bienes simbólicos en tanto objetos simbólicos predispuestos y encargados de la circulación simbólica. Símbolos en los cuales se afirma y se exhibe el capital simbólico de un grupo doméstico (hogar, descendencia, etc.), ellas deben manifestar el capital simbólico del grupo en todo lo que contribuye a su apariencia (cosmética, indumentaria, etc.): por eso, y más que en las sociedades arcaicas, están colocadas en el ámbito del parecer, del ser percibido, del complacer, y les incumbe volverse seductoras mediante un trabajo cosmético que, en ciertos casos, y sobre todo en la pequeña burguesía de representación, constituye una parte muy importante de su trabajo doméstico. 

Al estar así socialmente inclinadas a tratarse a sí mismas como objetos estéticos, destinados a suscitar la admiración tanto como el deseo, y en consecuencia a atraer una atención constante a todo lo relacionado con la belleza, la elegancia, la estética del cuerpo, la indumentaria, los ademanes, se encargan de manera natural, en la división del trabajo doméstico, de todo lo relacionado con la estética y, de modo más amplio, de la gestión de la imagen pública y las apariencias sociales de los miembros de la unidad doméstica, los niños, pero también los maridos, que les delegan con harta frecuencia la elección de su ropa. Ellas asumen también el cuidado y la preocupación del decoro de la vida cotidiana, del hogar y su decoración interior, de la parte de gratuidad y finalidad sin fin que encuentre siempre ahí su lugar, aun entre los más desheredados (los apartamentos más sencillos de las ciudades obreras tienen sus macetas con flores, sus adornos y sus cuadros). Son ellas quienes garantizan la gestión de la vida ritual y ceremonial de la familia, organizan las recepciones, las fiestas, las ceremonias (de la primera comunión a la boda, pasando por la comida de aniversario y las invitaciones de los amigos) destinadas a asegurar el mantenimiento de las relaciones sociales y de la irradiación de la familia.

Encargadas de la gestión del capital simbólico de las familias, están llamadas a trasladar ese papel al seno de la empresa, que les confía casi siempre las actividades de presentación y representación, recepción y acogida, y también la gestión de los grandes rituales burocráticos que, a semejanza de los rituales domésticos, contribuyen al mantenimiento y al aumento del capital social de relaciones y capital simbólico. Huelga decir que esas actividades de exhibición simbólica, que son a las empresas lo que las estrategias de presentación en sí son a los individuos, exigen, para ser llevadas a cabo decentemente, una atención extrema a la apariencia física y a las disposiciones a la seducción, que son afines al papel más tradicional asignado a la mujer. Y es también por una simple extensión del papel tradicional que se puede confiar a las mujeres las funciones (a menudo subordinadas, aunque el sector de la cultura sea uno de los pocos en donde pueden ocupar posiciones directivas) de la producción o el consumo de los bienes y de los servicios simbólicos o, más precisamente, de señas de distinción, luego los productos o los servicios de belleza (peluqueras, especialistas en belleza, manicuristas, etc.), hasta los bienes culturales propiamente dichos. 

Agentes privilegiados, al menos en el sentido de la unidad doméstica, de la conversión del capital económico en capital simbólico, la gestión de los ritos y las ceremonias destinados a manifestar el rango social de la unidad doméstica, el más típico de los cuales es el salon littéraire las mujeres juegan un papel determinante en la dialéctica de la presunción y la distinción que constituye el motor de toda la vida cultural. A través de las mujeres, o mejor dicho, a través del sentido de la distinción que lleva a unos a alejarse de los bienes culturales devaluados por la divulgación, o a través de la presunción que lleva a otros a apropiarse en cada momento de las señales de distinción más visibles del momento, se pone en marcha esta suerte de máquina infernal en la cual no hay acción que no sea una reacción a otra acción, agente que sea realmente el sujeto de la acción más directamente orientada hacia la afirmación de su singularidad. Las mujeres de la pequeña burguesía, de las que se sabe ponen una gran atención en el cuidado del cuerpo o la cosmética y se preocupan por la respetabilidad ética y estética,(76) son las víctimas favoritas de la dominación simbólica, pero también las agentes designadas para turnar los efectos en dirección de las clases dominadas. Atrapadas por la aspiración de identificarse con los modelos dominantes, las mujeres se muestran más inclinadas a apropiarse a cualquier precio, muy a menudo a crédito, de las propiedades distinguidas, distintivas de los dominantes, y a imponerlas, con el fervor del recién converso, en favor sobre todo del poder simbólico circunstancial que puede garantizarles su posición en el aparato de producción o circulación de los bienes culturales.(77) Convendría retomar aquí el análisis de los efectos de dominación simbólica que se ejercen a través de los mecanismos implacables de la economía de los bienes culturales para hacer ver que las mujeres que no pueden lograr la emancipación (más o menos aparente), salvo mediante una participación más o menos activa en la eficacia de esos mecanismos, están condenadas a descubrir que no pueden alcanzar su liberación real salvo mediante una subversión de las estructuras fundamentales del campo de la producción y de la circulación de los bienes simbólicos, como si éste no les diese los visos de libertad más que para mejor conseguir de ellas la sumisión diligente y la participación activa en un sistema de explotación y de dominio del cual ellas son las primeras víctimas.(78)
   

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