SANTA-PECADORA - TEXTOS

 

1. I/AMARLA-DIFICIL
"Amar a la Iglesia-que-debería-ser... es una enorme ilusión. Pero 
para amar a la Iglesia-que-es encuentro dificultades que sólo se 
superan mediante una intervención poderosa de la gracia de Dios "

José M GONZALEZ Ruiz

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2.
La unión de lo divino con lo humano no es únicamente unión con la 
unilateralidad humana, con la insuficiencia del espíritu y con la 
debilidad del corazón, sino también con el pecado humano. El 
autoextrañamiento de Dios alcanza aquí su punto más profundo. 
Pío XII toma actitud frente a la cuestión de la Iglesia de los 
pecadores en la encíclica Mystici Corporis: 
«Pero si en la Iglesia se ve algo, que traiciona la debilidad de 
nuestra naturaleza humana, ello no es inculpable a su constitución 
jurídica, sino más bien, a la lamentable inclinación del individuo hacia 
el mal. Su divino fundador soporta esa debilidad, incluso en los 
miembros más altos de su Cuerpo místico, para que sea probada la 
virtud del rebaño y de los pastores y crezcan en todos los méritos de 
la fe cristiana. Pues, como hemos dicho ya, Cristo no quiso excluir a 
los pecadores de la comunidad por El fundada. Por tanto, el hecho de 
que algunos miembros padezcan achaques espirituales, no es razón 
ninguna de disminuir nuestro amor a la Iglesia, antes bien de tener 
mayor compasión de sus miembros. 
Sin defecto resplandece nuestra venerable Madre en sus 
sacramentos, con los que da a luz y alimenta a sus hijos, en la fe que 
conserva siempre incólume, en sus santas leyes por las que obliga a 
todos, y en los consejos evangélicos a los que ella anima, finalmente 
en los dones y carismas celestiales, por los que con inagotable 
fecundidad produce ejércitos innumerables de mártires, vírgenes y 
confesores. No se puede hacerles reproches, si alguno de sus 
miembros está enfermo o herido. Diariamente implora a Dios en 
nombre de ellos: «Perdónanos nuestras deudas» y se dedica a su 
cuidado espiritual continuamente con fuerte corazón de madre.» 

Los hombres que con el bautismo entran en comunidad de vida con 
Cristo y viven con El, son ciertamente arrebatados a la esfera del 
pecado y trasladados al mundo celestial (Eph. 2, 6). Pero sólo es 
infundido en ellos el germen de la gloria de Dios. Está todavía oculto y 
tiene que crecer hasta el pleno desarrollo. En la muerte acabará su 
crecimiento y maduración. Hasta entonces el pecado tiene poder 
incluso sobre los unidos con Cristo. Incesantemente amonesta la 
Escritura a hacer una vida conforme a la unión con Cristo. La unidad 
con Cristo, en que se encarna el amor de Dios, y con el Espíritu de 
Cristo, el Espíritu Santo, amor personal de Dios, se realiza, cuando el 
egoísmo humano no opone resistencia, en una vida de amor 
sacrificado y desinteresado, al servicio de los hermanos y hermanas. 
Quien quiera hacer una vida que corresponda a su ser más íntimo 
está, por tanto, obligado a dominar en sí mismo las fuerzas del 
egoísmo y egocentrismo. Cuanto más se dedique a esa tarea 
continua, tanto más dolorosamente le revelarán su poder las fuerzas 
del egoísmo. Es libre de dejarse dominar por ellas y de permitir que 
configuren su vida. Entonces se ve con evidencia que la santificación 
no es un proceso mecánico, sino una lucha continuada para imprimir 
la figura de Cristo hasta en las últimas ramificaciones de nuestro 
pensar, desear y querer. Hay que contar con los fallos y con el 
cansancio. El egoísmo de cada bautizado aparece entonces como 
pecado de la Iglesia, porque el individuo no puede hacer nada, sino 
como miembro de la Iglesia. Todo lo bueno y malo que hace, lo hace 
como perteneciente al abarcador «nosotros» que es la Iglesia. La 
Iglesia aparece como pecadora, cuando los miembros pecan. Por 
tanto, todos los miembros son responsables de que la Iglesia sea 
pecadora o santa. 
Denunciaría una falsa idea de la Iglesia, el medir su pecaminosidad 
o santidad por la santidad o pecado de algunos miembros 
especialmente destacados, exclusivamente. Puesto que todos los 
bautizados constituyen y representan a la Iglesia, en todos juntos y en 
cada uno de ellos se hace visible la santidad y pecado, la dignidad e 
indignidad de la Iglesia. No es, por tanto, necesario recordar los siglos 
X y XVI, cuando se habla de la pecaminosidad de la Iglesia. Es peor la 
tibieza e indiferencia, la soñolencia y pereza, la falta de amor y la 
envidia, de que está llena la vida diaria de los cristianos. La pereza de 
los buenos es más fatal que la maldad de los malos. Por tanto, no es 
exclusivamente la santidad o pecado de los portadores de un oficio 
eclesiástico lo que hace aparecer a la Iglesia como pecadora o santa, 
sino la santidad e indignidad de todos los bautizados. Cierto que 
llaman más la atención la indignidad y santidad de miembros de la 
Iglesia en los que ella se representa con la máxima claridad. El 
egoísmo es irritante y sorprendente, sobre todo en quienes, por razón 
de su oficio, tienen una obligación especial de servicio. Pero 
justamente el oficio que nosotros conocimos como protección y 
salvador de la violencia de las llamadas personalidades conductoras, 
puede ser también una tentación para los hombres. Esto no le 
extrañará a quien sepa que precisamente los dones más altos 
implican los máximos peligros. 
Si el mal en el mundo de Dios santo es ya un oscuro misterio, el 
pecado en la Iglesia, que vive de la santidad de Cristo, es un misterio 
inexplicable. Tiene su fundamento de posibilidad en la libertad 
humana y en la providencia divina. El pecado en la Iglesia es una 
parte del misterio que representa el autoextrañamiento del Hijo de 
Dios en la naturaleza humana y el hecho de que el Hijo de Dios 
encarnado fuera tentado por el demonio. Cristo predijo que el 
demonio que trató de hacer fracasar la obra de la salvación, trataría 
de impedir la realización de la salvación (/Lc/22/03). Del mismo modo 
que intentó vencer a Cristo, intenta también vencer a la Iglesia y no 
sólo desde fuera, sino desde dentro y para ello hace todos los 
esfuerzos posibles para arrojarla al pecado, al egoísmo, a la caída. 
Las tentaciones que puso a Cristo, se las pondrá a la Iglesia hasta el 
último día de su existencia. A Cristo le exigía poner su poder divino al 
servicio de fines terrenos, cumplir su obra salvadora con medios 
terrenos, demostrando poder terrestre, y no por la Cruz y la muerte, y 
finalmente rendirse a la gloria de esta tierra (Mt. 4, 1-11). Jamás vive 
la Iglesia sin una de esas tentaciones y todo pecado significa caer en 
una de ellas. Cristo predijo también que los esfuerzos del demonio 
tendrían éxito. En las redes de la Iglesia habrá también peces malos. 
En el campo crecerá la cizaña entre las espigas de trigo. La mitad de 
las vírgenes llegarán tarde a la procesión nupcial. Cristo reprende a 
sus discípulos cuando disputan por el primer puesto y les precave 
contra la vanagloria y envidia, contra la voluntad de señorío y poder 
(Mc. 10, 3S-45). ¿Cómo esperar otra cosa? Precisamente donde se 
haga la lucha contra el pecado con más seriedad y eficacia, el «padre 
de la mentira», el contradictor de todo lo bueno hará los máximos 
esfuerzos por inducir a los hombres al pecado. No lo logrará del todo, 
mientras la Iglesia conozca el pecado y haga penitencia por él. Así 
obra en realidad, aunque a veces disculpe o encubra los pecados de 
alguno de sus miembros. 
La Iglesia, que es configurada por el Espíritu Santo, por el poder 
personal de Dios que arguye al hombre de pecado (Jo. 16, 8); conoce 
el pecado con más horror y preocupación que nadie. Nadie condena 
el pecado en la Iglesia con más dureza que la Iglesia misma. Conoce 
el abismo y horror del pecado porque lo mide con la santidad de Dios. 
Inundada por las fuerzas de la santidad se sabe bajo la justicia de 
Dios santo. La fe en la santidad de Dios y en su propio ser la impulsa 
a superar el mal y a apartarlo de sí. Este es precisamente el sentido 
de su existencia. La Iglesia dejaría de ser Iglesia si abandonara esa 
misión. Pero no ocurre como si un grupo de miembros de la Iglesia 
cumplieran esa tarea en otro, de forma que los pecadores y 
no-pecadores estuvieran frente a frente, sino que es toda la Iglesia 
quien la cumple continuamente en todos los miembros con 
preocupada fe. Cada uno tiene en ella diversas funciones, pero todos 
los miembros de la Iglesia son enseñados a rezar diariamente: 
perdónanos nuestras deudas. Todos tienen que hacer la confesión 
de sus culpas al ofrecer el Sacrificio. Después de la consagración del 
pan y del vino, el sacerdote, aunque dice las demás oraciones en voz 
baja, tiene que rezar en voz alta por el perdón de los pecados. 
Continuamente es administrado el sacramento de la penitencia a cuya 
recepción están obligados todos los cristianos, incluso el papa, los 
obispos y sacerdotes. La Iglesia hace ininterrumpidos esfuerzos para 
vencer el mal en sí misma. Trabaja sin darse jamás por satisfecha. Si 
lo estuviera, caería en las tentaciones del demonio. Pero la santidad 
de Dios la mantiene en desasosiego y movimiento. Jamás se 
concluye, siempre está haciéndose, en tanto que los hombres que la 
constituyen tienen que crecer continuamente en el amor de Cristo. La 
Iglesia vive, por tanto, continuamente en la tensión del presente 
pecador hacia el santo futuro, del ahora hacia el después. Vive 
orientada hacia su figura futura. Reza interminablemente por la venida 
de Cristo, no sólo por la venida al juicio final, sino por su venida al 
tiempo, para que la libre del pecado y de la culpa La Iglesia es 
peregrina no sólo en el sentido de que camina a través de todos los 
tiempos y lugares, sino más, y más significativamente, porque está en 
camino desde el pasado arrepentido, por el penitente presente hacia 
el santo futuro, es decir, hacia la santidad de Dios. Pero la llegada 
sólo ocurrirá al fin de los tiempos. Sería fantástico esperar que la 
Iglesia va a poder formar a los hombres a lo largo de los siglos de 
manera que no se entreguen ya más al mal. No es fallo de la Iglesia, 
que después de tan larga actividad irrumpan con no disminuida 
violencia la crueldad y el odio. El amor y disposición de sacrificio no 
se heredan de generación en generación como una cualidad 
corporal. La santificación no es un proceso orgánico. Sólo se alcanza 
mediante la decisión del corazón y de la voluntad. Cada hombre y 
cada generación debe encontrar para sí esa decisión. En cada 
hombre y en cada generación tiene la Iglesia que empezar de nuevo 
su obra santificadora. Siempre tiene que empezar desde el principio. 
Cuanto más se acerquen los tiempos a su fin, tanto más costosa y 
agotadora será su obra santificadora. El odio se multiplicará. Las 
caídas ocurrirán en una medida insospechada.

Dios ha incluido también el pecado en su plan salvífico. 
Precisamente el pecado es un continuo estimulo para el 
arrepentimiento y la penitencia, para el amor y el agradecimiento. 
Esto no mengua la responsabilidad del pecador. Tiene que haber 
escándalos. Pero ¡ay del hombre por quien vengan! (/Mt/18/07). Para 
quien ve y vive el mal, el mal puede convertirse en maldición o 
bendición. Aunque la verdad de la predicación eclesiástica es 
independiente de la santidad o indignidad del predicador, a los 
hombres les es más fácil creer en un misterio que demuestra su 
fuerza en la vida del predicador. Viceversa, algunos toman la 
indignidad del predicador como pretexto para negar fe a sus palabras. 
En realidad, precisamente el pecado dentro de la Iglesia, que oculta lo 
divino, deja espacio al hombre para decidirse continuamente al «sin 
embargo» de la fe. Le defiende del dejarse fascinar y cegar por la 
grandeza y dignidad humanas del culto a lo humano, manteniendo así 
el corazón libre para Dios. Y así adquiere la fe su verdadero 
fundamento, que no es nada humano, sino Dios que se revela. «Por 
el hecho del mal vinieron al mundo la Revelación y la Salvación; por 
ese hecho tenemos que decidirnos de nuevo por la Revelación y 
Salvación de Cristo, hacernos cristianos en sentido profundo.» «Por 
el hecho del mal se ve hasta qué punto estoy arraigado en la Iglesia, 
hasta qué punto creo en ella. Por tanto, el mal en la Iglesia prepara el 
misterio de mi elección o reprobación. Por el mal soy obligado a 
buscar el buen contenido más profundo. El mal en la Iglesia siempre 
es tal, que en un estrato más profundo irrumpe en ella el bien» 
(Feurer, Unsere Kirche in Kommen, 1938, 147. 153). Por tanto, quien 
ame a la Iglesia, tiene que amarla en su figura concreta, lo mismo que 
solo ama verdaderamente a su mujer quien la ama en su apariencia 
concreta no en una idealización irreal.

c) I/ESCANDALO ESCANDALO/I: Como la Iglesia tiene existencia 
histórica, está mezclada en las luchas y tensiones, en las oposiciones 
y contradicciones, porque transcurre la historia. Su participación en la 
historia es de tipo espacial. No le interesan los órdenes de lo 
terrestre, sino la re-creación y transformación del corazón humano, su 
liberación de la autonomía humana, su introducción en la vida de 
Cristo. El hombre es llamado y obligado por el amor de Dios. La 
autonomía y egoísmo humanos se defienden. El hombre autónomo se 
defiende contra la Iglesia, lo mismo que defendió contra Cristo. 
Rechaza la exigencia de la Iglesia y en esa repulsa se siente tanto 
más justificado, cuanto menos puede la Iglesia legitimar el carácter 
divino de su exigencia, dada su externa debilidad e impotencia. Se 
escandaliza de ella. La repulsa puede llegar a odio y persecución. El 
odio a Cristo condujo a matarlo. Y también el odio al Cuerpo de 
Cristo, la Iglesia, continuará hasta la aniquilación de la existencia 
visible de la Iglesia y de sus miembros. La Iglesia no puede oponer 
ningún poder externo al poder externo que la oprima. Considerada 
por fuera, está desvalida frente a él. Cristo predijo este destino: «Os 
envío como ovejas en medio de lobos; sed, pues, prudentes como 
serpientes y sencillos como palomas. Guardaos de los hombres, 
porque os entregarán a los sanedrines y en sus sinagogas os 
azotarán. Seréis llevados a los gobernadores y reyes por amor de mí, 
para dar testimonio ante ellos y los gentiles. Cuando os entreguen no 
os preocupe cómo o qué hablaréis, porque se os dará en aquella 
hora lo que debéis decir» (/Mt/10/16-19). Al principio los Apóstoles no 
pudieron comprender toda la importancia de estas palabras. Pero 
tuvieron que rastrear su seriedad, cuando se cumplieron literalmente 
en ellos. Entonces experimentaron que el siervo, en realidad, no está 
sobre su Señor (Jo. 15, 20). El «mundo» con sus inclinaciones 
puramente intramundanas fue intranquilizado por Cristo y el mundo 
buscó la tranquilidad aniquilando a Cristo. La misma razón tiene para 
proceder contra la Iglesia, que actualiza la obra de Cristo en todos los 
tiempos. «Si el mundo os aborrece, sabed que me aborreció a mí 
primero que a vosotros. Si fueseis del mundo, el mundo amaría lo 
suyo; pero porque no sois del mundo, sino que yo os escogí del 
mundo, por eso el mundo os aborrece. Acordaos de la palabra que yo 
os dije: No es el siervo mayor que su señor. Si me persiguieron a mí, 
también a vosotros os perseguirán; si guardaren mi palabra también 
guardarán la vuestra. Pero todas estas cosas haránlas con vosotros 
por causa de mi nombre, porque no conocen al que me ha enviado» 
(/Jn/15/18-21). La Iglesia no estará sin apuros (/Jn/16/33). A 
consecuencia de su comunidad con Cristo no puede sustraerse al 
destino de Cristo. Cristo, su Cabeza, fue glorificado, ciertamente, pero 
llegó a la gloria pasando por la muerte. La Iglesia se encuentra 
todavía en ese paso. Su camino conduce a la Cruz. Atraviesa por la 
muerte en todos sus hijos. La salvación de los hombres no ocurre 
como que Cristo hubiera abierto una puerta, por la que el hombre 
entra en el cielo, sino que el hombre se incorpora a Cristo y con El 
pasa de algún modo el mismo camino de muerte que El pasó. En su 
muerte venció Cristo los poderes del mal. Su muerte fue un triunfo. 
Del mismo modo, en la Cruz vence la Iglesia al pecado y a la muerte. 
I/PERSECUCIÓN: En su Cruz crece la gloria. No son, pues, los 
tiempos de paz externa y de posesión indiscutida los más gloriosos 
para la Iglesia, sino los de persecución y muerte. Así se comprende la 
confianza de San Pablo: «Pero llevamos este tesoro en vasos de 
barro para que la excelencia del poder sea de Dios y no parezca 
nuestra. En mil maneras somos atribulados, pero no abatidos; en 
perplejidades no nos desconcertamos; perseguidos pero no 
abandonados; abatidos, no nos anonadamos, llevando siempre en el 
cuerpo la mortificación de Jesús, para que la vida de Jesús se 
manifieste en nuestro cuerpo. Mientras vivimos estamos siempre 
entregados a la muerte por amor a Jesús, para que la vida de Jesús 
se manifieste también en nuestra carne mortal. De manera que en 
nosotros obra la muerte; en vosotros la vida» (2 Cor. 4, 7-12). «En 
nada demos motivo alguno de escándalo, para que no sea vituperado 
nuestro ministerio, sino que en todo mostrémonos como ministros de 
Dios en mucha paciencia, en tribulaciones, en necesidades, en 
angustias, en azotes, en prisiones, en tumultos, en fatigas, en 
desvelos, en ayunos, en santidad, en ciencia, en longanimidad, en 
bondad, en el Espíritu Santo, en caridad sincera, en palabras de 
veracidad en el poder de Dios, en armas de justicia ofensivas y 
defensivas, en honra y deshonra, en mala o buena fama; cual 
seductores siendo veraces; cual desconocidos siendo bien conocidos; 
cual moribundos bien que vivamos; cual castigados, mas no muertos; 
como mendigos, pero enriqueciendo a muchos; como quienes nada 
tienen poseyéndolo todo» (2Co. 6, 3-10). 

d) Los múltiples riesgos y peligros de la Iglesia, de dentro y de 
fuera, jamás serán superados. Es la criatura más débil e impotente ya 
que está totalmente entregada a manos del hombre libre con su 
terquedad y obstinación. Cuanto más puramente ha vivido su propia 
misión, cuando menos se ha abandonado a la espada y al arco, a los 
carros y caballos, a los brazos humanos, cuando menos mundana ha 
sido, tanto más indefensa ha estado, tanto más ha irritado a los 
orgullosos (Newman). Pero a la vez es la criatura más independiente y 
poderosa, ya que es el Cuerpo de Cristo resucitado, y está llena de 
las fuerzas de su Cuerpo glorioso sustraído a todo ataque humano. 
Como Cristo, o el Espíritu Santo enviado por El, es su más honda 
razón vital, es indestructible. El Espíritu Santo es la fuerza personal e 
invencible, de resistencia frente al pecado. Por mucho que el pecado 
la desfigure, no la dominará jamás del todo. El Espíritu Santo, 
Santidad personificada, obra en ella y por eso es siempre santa en su 
núcleo más íntimo, en su corazón. Desde su santo centro fluyen 
fuerzas de santidad también a través de sus miembros. Por eso no 
faltarán jamás en ella santos, sean conocidos o desconocidos. Jamás 
declinarán en ella la fe valiente y el amor dispuesto al sacrificio. 
Jamas faltarán en la Iglesia las actitudes a que tiende la obra del 
santo (Gal. 5, 22). La historia da al que sabe ver una abundante 
prueba de ello. Lugar y garantía de la influencia santificante del 
Espíritu Santo son preferentemente los sacramentos. En ellos Cristo, 
como invisible administrador principal, infunde a los creyentes su 
propia vida en el Espíritu Santo. La eficacia de los sacramentos no 
puede ser impedida por la corrupción de su administrador ni 
esencialmente aumentada por su santidad. Pues Cristo, o el Espíritu 
Santo, respectivamente, obra por medio de un instrumento digno y 
por medio de un instrumento indigno con la misma fuerza irresistible. 
Los sacramentos obran ex opere operato, es decir, en razón de su 
realización. En esto está la garantía de que la santidad no faltará 
jamás en la Iglesia. 
I/INVENCIBLE: Y así la indestructible santidad y la esencial 
invencibilidad de la Iglesia se sigue de su esencia, ya que es una 
comunidad formada y hecha por la santidad en persona. La razón 
interna de la indefectibilidad de la Iglesia dentro de la historia es su 
unión con Cristo y con el Espíritu Santo. A ello se añade como 
garantía seria de su invencibilidad la promesa expresa de Cristo: las 
puertas del infierno no prevalecerán contra ella (/Mt/16/18). En esta 
promesa se dicen dos cosas: la Iglesia estará siempre en lucha con 
los poderes de las tinieblas, pero jamás será vencida en esa lucha sin 
fin. No se promete su victoria y triunfo, su poder y gloria, en este 
mundo. Se dice únicamente que no será aniquilada por los poderes 
destructores. Esto es cierto aunque se le hagan grandes heridas y se 
le preparen grandes crisis (K. Adam, Das Problem des 
Geschichtlichen in Leben der Kirche, en: «Jahresbericht der 
Gorresgesellschaft», 1936, 76). Estos dos puntos de vista son 
ofrecidos también en la parábola de la cizaña (Mt. 13, 24-43) y en la 
de la pesca (Mt. 13, 47-50). 
PAPA/INFALIBLE INFALIBLE/PAPA: Cristo hizo portador visible de 
su promesa al Apóstol Pedro, roca viva, sobre la que edificó su 
Iglesia, que se continúa en los sucesores de Pedro, los obispos de 
Roma. En su oficio magisterial y pastoral ancla la solidez y seguridad 
de la Iglesia. La Iglesia recibe su máxima seguridad en la infalibilidad 
del papa y de la totalidad de los obispos con él unidos. En la 
infalibilidad del papa ancla la infalibilidad de la Iglesia. El individuo 
creyente puede equivocarse en cosas de la fe, también cada uno de 
los obispos, y hasta el papa cuando escribe un libro o una carta por 
cuenta propia o habla a un determinado grupo de oyentes. Pero 
cuando predica e interpreta la palabra de Dios a toda la Iglesia y 
como obispo de toda la Iglesia, es infalible. En las palabras del papa 
habla entonces toda la Iglesia. En sus palabras se confiesa a favor de 
Cristo toda la Iglesia. En sus palabras, finalmente, da testimonio de 
Cristo el Espíritu Santo, configurador de la Iglesia. La infalibilidad no 
se funda, pues, en las fuerzas, dones o concienciosidad de los 
hombres, sino en el Espíritu Santo. La esperanza de los cristianos en 
la invencibilidad de la Iglesia no se apoya en seguridades exteriores, 
sino en la certeza de que el Espíritu Santo es su corazón. Este hecho 
no es comprobable por los sentidos. Tampoco se puede demostrar 
con ponderaciones racionales. Pero lo sabemos y somos conscientes 
de él por la fe. Por eso la Iglesia sigue estando tranquila y segura en 
las mayores amenazas. Tiene conciencia de ser mantenida por la 
fuerza de Dios mismo. Esta seguridad última y fidelísima no garantiza, 
claro está, la tranquilidad externa ni la externa posesión, sino la 
indestructibilidad de su vida interior. Por amor a esa vida, no pocas 
veces, cuando en la Iglesia hay enfermos algunos miembros 
importantes, Dios suscita, como la historia indica, tormentas, que 
irrumpen desde fuera sobre ella, que «abaten todo lo podrido y 
corrompido y crean luz y aire para los gérmenes que brotan nuevos». 
«¿No fueron precisamente las apasionadas luchas de nacionalidades, 
que, desde Felipe el Hermoso y Luis de Baviera hasta las guerras 
italianas por la libertad, se desencadenaron contra la Silla Apostólica 
y la llevaron al borde del abismo, el medio providencial de librar a la 
Cátedra de San Pedro de los lazos enredados de los poderes 
políticos y de hacerla volver a su idea original de un primado 
puramente espiritual?» (K. Adam). Cosa semejante se podría 
demostrar de los movimientos del Humanismo, Renacimiento, 
Ilustración y Reforma. Dios, Señor de la historia, prueba a la Iglesia en 
los temporales y tempestades, para que no olvide nunca, que es 
peregrina en esta tierra y que su tarea consiste en transformar el 
mundo conforme a la imagen de Cristo y llenarlo de su espíritu y vida. 
Es el instrumento de Dios para infundir el espíritu de Cristo en la 
historia humana. Dios la cincela y martilla hasta hacerla un 
instrumento apropiado. Por amor a esa tarea no morirá a pesar de 
todos los cambios de figura, mientras la historia esté de camino hacia 
Dios. 

SCHMAUS
TEOLOGIA DOGMATICA IV
LA IGLESIA
RIALP. MADRID 1960.Págs. 418-427

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3. I/PIDE-PERDÓN
Pedir perdón 
Tengo la impresión de que se interpretan mal los gestos de la 
Iglesia de pedir perdón por sus "errores" en el pasado. Unos 
desconfían de que no sea más que una táctica con la que lavar su 
propio desprestigio o el terreno perdido en la sociedad moderna, 
otros aprovechan para atacarla reafirmándose con el "ya lo decíamos 
nosotros" y otros, en su perfecta imperfección, se avergüenzan de 
que la Iglesia haga algo que consideran indigno y humillante. 
Lo cierto es que estos gestos, que muestran a una Iglesia santa 
pero siempre necesitada de conversión, dirigidos a Dios, al pueblo 
cristiano y a todos los hombres de buena voluntad, no siempre son 
acogidos como un signo de su deseo de purificación y de mayor 
fidelidad a su Señor y como una invitación a la reconciliación entre los 
hombres. 
Duele que no se valoren estas acciones, pero hasta cierto punto 
es comprensible, porque para entenderlas hay que estar en sintonía 
con sus motivos y hay que saber quien la mueve a actuar de este 
modo es una fuerza interior, el Espíritu Santo, que siempre termina 
llevándola por los caminos de la verdad y la fidelidad. 
Aunque la Iglesia podría disculparse con las circunstancias 
históricas en las que ocurrieron los hechos, no le tiene miedo al 
arrepentimiento porque sabe que eso es lo que la purifica y le 
devuelve la transparencia que quiso y siempre quiere para ella Jesús. 

Para los que creemos en ella y la amamos, estos gestos nos llevan 
a darle gracias a Dios por haber sido llamados a compartir la fe y la 
vida cristiana en una familia que es capaz de asumir públicamente sus 
responsabilidades como camino de reconciliación con Dios y con los 
hombres.

AMADEO RODRÍGUEZ


4.

I/SANTA-PECADORA: La Iglesia es una comunidad con problemas. Los problemas acompañan siempre a las comunidades cristianas desde sus mismos comienzos. Afirmamos con razón que la Iglesia es santa; pero este es un misterio que no puede cerrar nuestros ojos a la realidad, y es que, aunque la cabeza es Cristo, los miembros de este Cuerpo seguimos siendo pecadores.

En Antioquía, cuando todavía vivían los Apóstoles, surgió el primero de los problemas: para ser discípulo de Jesús, para formar parte de la comunidad de hermanos, ¿hay que observar la Ley de Moisés? La solución adoptada la relata S.Lucas en un texto que no tiene desperdicio: "Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables: que no os contaminéis con la idolatría, que no comáis carne ni animales estrangulados y que os abstengáis de la fornicación"(Hcho 15. 28-29).

La Iglesia, nuestra Iglesia, tiene una historia blanca y limpia y otra historia negra, muy negra. ("Soy negra, pero hermosa". /Ct/01/04).

Debemos de lamentar su historia negra, la de las tácticas y apariencias. La historia de los contrasentidos, errores y paradojas; su historia llena de barro más próxima a la Babilonia prostituta que a la Jerusalén celestial.

La Iglesia que se desposó con el poder y la política viviendo en alegre y consentido maridaje; que volvió la espalda al hambre de los pueblos y se dedicó a dorar y policromar sus templos y vaticanos; que encendió la cerilla en las hogueras de la Inquisición y eliminó a cristianos más fieles al Espíritu que ella misma; que construyó cárceles y ató demasiadas cadenas; que se embriagó y mareó con el tufillo de su autoridad y verdad, haciendo de la Jerarquía coraza tras la que ocultó sus propias perezas y turbios intereses. Que se arrogó títulos de maestra indiscutible de todos los saberes y en todas las ciencias, frenando investigaciones y condenando avances. Que bendijo espadas, bautizó cruzadas, legalizó muertes. Lamento sus alegres infidelidades al esposo, su manía de legislar hasta la respiración de los creyentes. El poder mundano la invadió a los pocos siglos de nacer de la cruz de Cristo y surgió la cristiandad.

Decía ·Victor/Hugo: "El Papa y el Emperador, estas dos mitades de Dios". Esta frase demuestra que los genios no son sólo genios en la inteligencia. Llegan a serlo también en la estupidez.

Cuando el César se convierte en Dios, cuando el Estado se convierte en Iglesia, a lo sumo hace reír. Pero cuando Dios es presentado con el rostro y las actitudes del César, esto resulta sin duda un espectáculo repugnante y blasfemo. Entonces queda ridiculizada la fe cristiana. (Mt/22/21: Para que los creyentes se lo entregaran todo y no tuvieran que repartirse entre Dios y el César tuvo el diabólico engendro de divinizar al César -Franco, caudillo de España por la Gracia de Dios, y de "cesarizar" a Dios:había que ser católico hasta para ser alcalde pedáneo) Esa mezcla repugnante que propugnaba Victor Hugo, la cristiandad, es la que ha regido a lo largo de todos los siglos que se han llamado cristianos. Un creyente no puede leer una historia de la Iglesia, sin horrorizarse casi en cada página. Basta leer las vidas de los santos pare ver quién les ha perseguido (Teresa de Jesús, definida por el nuncio papal: fémina inquieta y andariega, desobediente y contumaz, que a título de devoción inventa malas doctrinas, andando fuera de clausura contra la orden del concilio Tridentino y prelados, enseñando como maestra contra lo que san Pablo enseñó". cf.NUEVO DICCIONARIO DE MARIOLOGÍA pág.1400).

Esta es la forma de permanecer Cristo en la Iglesia: la kénosis de Dios, que continúa hasta el fin del mundo (cf. "Jesucristo, el viviente en la Iglesia". NUEVO DICCIONARIO DE ESPIRITUALIDAD, pág. 762). Por eso, alguien ha dicho que quien haya superado la historia de la Iglesia, ha superado todas las dificultades de la fe.

Sin embargo, esta no es toda la historia de la Iglesia. Existe la otra, la historia blanca y limpia, más importante y menos conocida.

En el haber de la Iglesia hay un acontecimiento, un regalo, un don capaz de reducir a nada y cenizas todos sus yerros y pecados: es el hecho de habernos conservado vivo el recuerdo de Jesús; de habernos entregado viva la persona de Jesús; de habernos transmitido vivificante la Palabra de Jesús; nos da continuamente la posibilidad de encontrarnos personalmente con Cristo y sentirnos contemporáneos suyos a través de los sacramentos.

Yo amo a este Iglesia santa y pecadora. La "casta-meretrix" que definía san ·Agustín-SAN. La "puta-virgen": virgen incontaminada, porque Jesús es la cabeza; puta y pecadora, porque nosotros somos sus miembros. Esta Santa Iglesia, vieja madre, fea y arrugada, aun en la noche más negra de su historia ha seguido siendo paridora de hombres nuevos: Pablo de Tarso y Agustín, Francisco de Asís y Tomás de Aquino, Benito de Nursia y Bernardo de Claraval, Francisco de Asís y Catalina de Siena, Teresa de Jesús y Teresita del Niño Jesús, Ignacio de Loyola y Francisco Javier, Carlos de Foucauld y el abbé Pierre, Juan XXIII y Teresa de Calcuta, y miles y miles de hombres y mujeres "una muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas... que lavaron sus vestiduras y las blanquearon con la sangre del Cordero". (Ap/07/09/14).

Yo creo en esta Iglesia que, día a día, soporta las impertinencias de este empedernido y engreído pecador y de todos sus detractores, y una y otra vez, en nombre de Dios, perdona nuestros pecados y rabietas. No tengo derecho a juzgarla asomado ladinamente a su puerta como mero espectador; me creo en el deber de sentirme dentro de ella -mi barro es su barro y mi tiniebla su tiniebla- y desde allí hacerle sitio a la luz.

Yo creo y admiro con González de Cardenal a esta Iglesia que "sufre y ama en silencio, que se entrega a los pobres en pobreza, que ora sin gritos y espera sin alaridos, que da su vida por los demás sin hacer drama, que siendo consciente de su inadecuación con el evangelio, sin embargo, lo anuncia completo y exigente y tiende a conformar su vida con él. Esa Iglesia que siembra amor sin provocar escándalos, que derrama aceite sobre las llagas sin avisar a las cámaras de televisión, que gasta su vida sin poner anuncios en los periódicos...".

Me siento orgulloso de la Iglesia, mi Iglesia, que llega con su amor y con su pan a los hombres, sin nombre, a los que la justicia volvió la espalda, la iglesia que derrocha tiempo, amor y cuidados en la cabecera del dolor, la iglesia de las grandes encíclicas sociales y del Vaticano II, la Iglesia de tanta vida consagrada, de tanta savia nueva en su faceta misionera, la Iglesia antiviolencia, eterna trovadora del amor.

Yo creo rabiosamente en la Iglesia porque a pesar de todos nosotros ella, insobornable roca, sigue en pie.


5.

DECÍA EL POETA

SOBRE EL FANGO

Sobre un diamante caer;
puede también de este modo
su fulgor obscurecer;
pero aunque el diamante todo
se encuentre de fango lleno,
el valor que lo hace bueno
no perderá ni un instante,
y ha de ser siempre diamante
por m
ás que lo manche el cieno.


6. Qué oportuna la cita encontrada en “La ventana indiscreta”, el blog de Federico de Carlos:

“Pertenecer a la Iglesia lleva consigo aceptar la compañía de canallas, de gente belicosa, de farsantes, pederastas, asesinos, adúlteros, e hipócritas de todo tipo.

Ahora bien, en la Iglesia también estás siempre acompañado por los santos, y en ella te identificas con las personas más sublimes: gente llena de un espíritu heroico y de un alma tan bella como única.

La Iglesia sigue mostrando la misma imagen que nos ofreció ya desde el comienzo: en la crucifixión, Dios colgado entre delincuentes”.

(R. Rolheiser, The Holy Longing)