LA IGLESIA, SACRAMENTO DE SALVACIÓN*
I. LA ESTRUCTURA SACRAMENTAL DEL MISTERIO SALVIFICO
I/SACRAMENTO: El concilio Vaticano II definió a la Iglesia «como un
sacramento» 6. Con ello no quería afirmar el Concilio que, además de
los siete sacramentos, hubiera un sacramento más. Sino que, así como
los sacramentos son verdaderos instrumentos de Cristo para distribuir
la gracia de Dios y la vida de hijos de Dios entre los hombres, de un
modo parecido es la Iglesia entera una institución visible que sirve a
Cristo de instrumento para realizar su obra de salvación universal.
Es claro, como afirma el mismo Concilio, que en todo tiempo y lugar
son aceptos a Dios los que le temen y practican la justicia (Act 10,35);
pero no es menos cierto que Cristo es el único mediador entre Dios y
los hombres (cf. 1 Tim 2,5) y que él instituyó a su Iglesia como
instrumento necesario de salvación. Por lo cual, «no podrían salvarse
quienes, sabiendo que la Iglesia católica fue instituida por Jesucristo
como necesaria, desdeñaran entrar en ella o no quisieran permanecer
en ella» 7.
Ahora bien, Cristo no dio tan sólo los sacramentos a su Iglesia para
que fueran los medios de gracia que perpetuaran en el mundo su obra
salvifica, sino que, ante todo y sobre todo, le dio su Palabra, es decir,
el conjunto de su mensaje para que lo transmitiera fielmente a todos
los hombres de todas las generaciones: Predicad el Evangelio a todos
los hombres (Mc 16,15), enseñándoles a observar todo cuanto yo os
he mandado (Mt 28,20).
Esto quiere decir que la palabra de Dios lo mismo que la gracia
sacramental del bautismo y de los demás sacramentos, nos llega
canalizada por el conducto de instrumentos humanos. Y esto no tiene
nada de extraño desde el momento en que Dios mismo buscó el
encuentro con los hombres sirviéndose de la humanidad de Jesús
como instrumento de redención universal.
I/MEDIACION MEDIACION/I: Cuando ]. J. Rousseau exclamaba:
«siempre testigos humanos entre Dios y yo! ¡Siempre hombres que me
dicen lo que otros hombres han dicho! ¡Cuántos hombres entre Dios y
yo!>>8, mostraba que no había captado la profunda dimensión de la
sacramentalidad de la Iglesia, ni había penetrado, por consiguiente, en
el misterio de la Encarnación. Tampoco penetraron en él los
contemporáneos de Jesús: No es éste el hijo del carpintero? Y se
escandalizaban de él (/Mt/13/55).
Es el escándalo de quien no puede asimilar lo que hoy llamamos el
concepto de sacramentalidad: lo divino operante mediante humanas
estructuras. Por eso, ya en el siglo II, separaron los gnósticos a la
Iglesia institucional y visible, de la Iglesia espiritual e invisible. Esta
tentación se ha perpetuado a través de ciertos movimientos
espiritualistas de la Edad Media, y aparece siempre que falta el
equilibrio justo para armonizar dos extremos distintos en la unidad
vivida de la Iglesia. Von Allmen escribe: «Hay una tendencia de cierto
protestantismo, que, por lo demás, no ha dejado de influir a los fieles
de tipo católico, que considera al Espiritu de Dios refractario, por
principio, a las instituciones doctrinales, sacramentales, ministeriales. El
Espiritu aparece entonces como prisionero de la Iglesia, y no puede
ansiar sino la libertad que la Iglesia se obstina en negarle... Esta
tendencia, que no debe su invención al protestantismo (es ciertamente
mucho más antigua que él), y que ciertas páginas de la historia de la
Iglesia se encargan, por desgracia, de alimentar, esta tendencia,
decimos, está completamente ausente del Nuevo Testamento» 9.
El Vaticano II es claro a este respecto: «La sociedad dotada de
órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo... no han de
considerarse como dos cosas, porque forman una realidad compleja,
constituida por un elemento humano y otro divino» 10.
Esta es, en definitiva, la estructura sacramental que prolonga en el
mundo la presencia de Cristo, verdadero sacramento original, porque
en él se une la humanidad visible y la divinidad invisible, en la única
persona de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios. La humanidad de Cristo
es instrumento, pero instrumento que realiza eficazmente la salvación
del mundo, por razón de su indisoluble unión con la divinidad.
Ni el magisterio, pues, ni los demás sacramentos de la Iglesia son, en
modo alguno, pantallas que se interponen entre Dios y los hombres.
Como tampoco fue una pantalla la humanidad de Cristo. Son eso:
instrumentos humanos queridos por Dios, instituidos inmediatamente
por Cristo, mediante los cuales es él mismo quien hace llegar a los
hombres de todos los tiempos su palabra y su amor: Yo estaré con
vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos (Mt 28,20).
II. ESTRUCTURA SACRAMENTAL DE LA FE
Es un hecho que la estructura misma de la fe cristiana, tal y como
aparece en las fuentes de la revelación, exige un magisterio visible y
perpetuo; y que ese magisterio lleva consigo una fuerza interlor que
garantiza su fidelidad al mensaje revelado. Esto quiere decir que el
magisterio de la Iglesia es un aspecto de la sacramentalidad de la
misma, por cuanto está integrado de elementos humanos y visibles,
pero lleva consigo una garantía superior, que excede las capacidades
del instrumento humano. Esa garantía puede llamarse, con las
matizaciones convenientes, la infalibilidad.
San Pablo expone en su carta a los Romanos, de un modo muy
conciso, la dinámica global del magisterio: ¿Cómo creerán si no han
oído hablar de él? ¿Cómo oirán si no hay quien predique? ¿Cómo
predicarán si no han sido enviados? (Rm 10,14-15)
El término final del magisterio es la siembra de la fe (¿cómo
creerán?); el medio para llegar a la fe es la escucha de la predicación
(¿cómo oirán sin predicador?); las credenciales que avalan la
autenticidad de la predicación son la misión (¿cómo predicarán si no
son enviados?). La fe requiere la escucha, la escucha requiere la
predicación; la predicación requiere la misión.
Es evidente que Dios podría haber hecho las cosas de otro modo.
Pero, de hecho, ha ligado los destinos salvificos de la humanidad a una
institución visible, que es sembradora de la fe, es decir, a unos
hombres que son enviados a predicar un mensaje que ellos mismos
recibieron de Cristo y que Cristo mismo recibió del Padre; un mensaje
que exige la respuesta de la fe y que llega hasta los hombres a través
del instrumento visible y externo de otros hombres.
a) La fe requiere la predicación
FE/FILOSOFIA/DIFES: El cardenal Ratzinger observa muy
certeramente 11, que <<la fe procede de la práctica de oír y no es,
como la filosofía, fruto de la reflexión. No consiste esencialmente en
reflexionar sobre algo que pudiera ser objeto de mi pensamiento y que,
al final, se convirtiera en un producto mío y a mi disposición. Lo que
determina a la fe es, más bien, el hecho de que procede de oír. La fe
es aceptación de algo que yo no he pensado hasta el final. La reflexión
es siempre y en definitiva, en la fe, una reflexión posterior sobre
aquello que se ha escuchado y se ha aceptado con anterioridad».
Dicho de otra manera: En la fe, la palabra tiene preferencia sobre la
idea, y esto es lo que la distingue estructuralmente del proceso
filosófico. En la filosofía, la idea precede a la palabra; las palabras,
producto de la reflexión, vienen después de ésta, y serán las que
tratan de expresar la reflexión. La fe, en cambio, le llega al hombre
desde fuera; y este llegar desde fuera, es justamente algo esencial a la
fe.
Esto quiere decir que la fe no es, ni puede ser, algo imaginado por
mí, sino algo que me llega desde fuera, y de lo que no puedo disponer
arbitrariamente, ni modificarlo caprichosamente.
Pero hay más. La filosofía es, por naturaleza, obra del individuo que
busca la verdad como tal. La idea, lo pensado, es algo que, al menos
aparentemente, me pertenece, puesto que procede de mí (aunque es
cierto que nadie vive tan sólo de sus propias ideas, sino que,
consciente o inconscientemente, debe mucho a los demás). El espacio
donde se forma la idea es el espacio interior del espíritu. Al principio, la
idea vive sólo dentro de mí y, por tanto, su estructura es individualista.
Por el contrario, la fe es comunitaria; porque comienza por una
llamada a toda la comunidad. Más aún, a toda la humanidad; y tiende a
la unidad del espíritu, porque suscita la unidad de una misma palabra
predicada, cuya fuente es el único Cristo y cuyo término es la vivencia
de la única fe en El: Un solo Señor, una sola fe (Ef 4,5).
Ahora bien, aun cuando el acto de fe, que es la respuesta a la
palabra predicada, se realiza en lo más íntimo de la conciencia, la
palabra predicada es algo sensible, perceptible, visible. Y esto, a tres
niveles: en la predicación de Cristo, palabra viviente de Dios, que habla
cuanto El mismo ha oído de su Padre (Jn 15,15); en la predicación de
los apóstoles, que transmiten lo que oyeron de labios de Cristo: Lo que
hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo quie hemos
contemplado fijamente y han palpado nuestras manos... acerca de la
Palabra de vida, eso os anunciamos (1 Jn 1,1-3); y finalmente, en la
predicación de aquellos que sucedieron a los apóstoles y recogieron
de sus manos la antorcha que los apóstoles habían recibido de Cristo.
b) La predicación requiere la misión
Ahora bien, si es cierto que la fe requiere la predicación y la
predicación nos llega en ese triple estadio: Cristo, los apóstoles, sus
sucesores, no es menos cierto que la predicación debe gozar de una
garantía de autenticidad a ese triple nivel. Esa garantía es la misión. Y
este sello de garantía es tan importante, que, si faltara la misión, ni
siquiera la predicación de Cristo podría considerarse como auténtica.
Por eso se esfuerza Jesús en que se reconozca su misión (Jn
11,42;17,8.18.23) y que su doctrina no es suya, sino de aquel que lo
ha enviado (Jn 14,24). Y los evangelistas, sobre todo San Juan,
subrayan que Jesús es el gran enviado del Padre (cf. Jn
3,34;5,24.30;6,38;9,4;10,36, etc.), o, como se escribe en la carta a los
Hebreos, el Apóstol del Padre (3,1).
Pero Jesús, enviado del Padre, envía, a su vez a los apóstoles; y por
eso los llama apóstoles, es decir, enviados (cf. Lc 6,13). No se trata de
una misión distinta; es la misma misión de Cristo que se continúa:
Como el Padre me ha enviado a mi, así os envío yo a vosotros (Jn
20,21); Como Tú me has enviado al mundo, así los envío yo al mundo
(Jn 17,18); Id, pues... (Mt 28, 18-20).
El apostolado y la misión de los discípulos, tiene como modelo
primario y fuente única el apostolado y la misión de Jesús: El
Padre-Cristo-los apóstoles. Hay, pues, una continuidad en la misión: la
misión de Cristo se continúa en los apóstoles; el Padre se hace
representar por Cristo, Cristo se hace representar por los discípulos: El
que me ve a mi, ve a mi Padre (Jn 14,9); El que a vosotros oye, a mi me
oye (Lc 10,16). Y por esto, porque el magisterio y la predicación de los
apóstoles es continuación de la misión de Cristo, es por lo que el
magisterio de los apóstoles no sólo es externo y visible, como el de
Cristo, sino que ha de ser perpetuo.
c) La misión es perenne
Una de las diferencias entre el enviado judío (el Schaliah) y el
apóstol cristiano reside en el hecho de que la misión del embajador
judío estaba ligada a un negocio determinado y circunstancial. Por
consiguiente, una vez ventilado el negocio, la misión se daba por
terminada. Por el contrario, la misión de los apóstoles es continuación
de la misión de Cristo; y ésta no es nada circunstancial, sino universal
en el tiempo y en el espacio. Es decir, que se extiende a todos los
hombres de todos los tiempos y latitudes: Predicad el Evangelio a todos
los hombres, según expresión de San Marcos; hasta los confines de la
tierra, como añade San Lucas; y hasta el final de los tiempos, que
completa San Mateo (cf. Mc 16,15; Act 1,8; Mt 28,20).
De ahí que los apóstoles, lo mismo que lo hizo Cristo, tuvieron que
buscar sus representantes y sucesores que actualizaran el mensaje de
Cristo en cada sección de la historia, a fin de que los hombres
pudieran acceder a la fe, sin la cual nadie puede agradar a Dios (Heb
11,6).
Así, pues, la misión es la misma: la que Jesús recibió del Padre; la
que los apóstoles recibieron de Jesús; la que los apóstoles confiaron a
sus sucesores.
Ya en el año 96 de nuestra era estaba nítidamente formulado este
principio de sucesión, por el papa San Clemente Romano en su carta a
la Iglesia de Corinto: «Los apóstoles fueron constituidos por Jesucristo
nuestros predicadores del Evangelio; Jesucristo fue enviado por Dios.
Así, pues, Cristo fue enviado por Dios; los apóstoles, por Cristo. Y
ambas cosas se realizaron ordenadamente, según la voluntad de Dios.
Así, pues, recibido este mandato y plenamente asegurados por la
resurrección del Señor Jesucristo y confirmados en la fe por la palabra
de Dios, los apóstoles salieron con la plena seguridad que les daba el
Espiritu Santo, predicando el Evangelio de que el Reino de Dios estaba
al llegar. Y así, a medida que iban predicando por lugares y aldeas,
iban instalando como obispos y servidores de los que habían de creer,
a las primicias [de los que habían creído], una vez que los habian
experimentado en el espiritu» (1 Clem 42,1).
A casi dos mil años de distancia, el concilio Vaticano II expresa la
misma idea y doctrina católica, casi en los mismos términos: «Esta
divina misión confiada por Cristo a los apóstoles, ha de durar hasta el
final de los tiempos (cf. Mt 28,20), puesto que el Evangelio que ellos
deben transmitir es en todo tiempo el principio de la vida para la Iglesia.
Por lo cual, los apóstoles, en esta sociedad organizada
jerárquicamente, tuvieron cuidado de establecer sucesores». Y
termina: «Enseña, pues, este santo Concilio, que los obispos han
sucedido por institución divina en lugar de los apóstoles, como
pastores de la Iglesia» 12
III. LA GARANTÍA DE INFALIBILIDAD
Magisterio visible y externo; magisterio perpetuo; el magisterio de la
Iglesia es también infalible. El término resulta incómodo cuando se
aplica a la Iglesia o al Romano Pontífice pero, hechas las salvedades
oportunas, no se ve por qué no haya de emplearse. La idea de
infalibilidad, entendida como una radical fidelidad al mensaje
evangélico, es fundamental en el Nuevo Testamento, algo así como es
fundamental la fidelidad de Cristo al mensaje que su Padre le encargó
transmitir a los hombres.
Por eso es importante subrayar la identidad y continuidad entre la
misión de Cristo, la de los apóstoles, y la de los que sucedieron a los
apóstoles. Porque la misión es la misma: la de rescatar la humanidad,
para hacer de ella la familia de los hijos de Dios; el objeto es el mismo:
la predicación del Evangelio; la garantía debe ser y es la misma: la
fidelidad en la transmisión del mensaje evangélico. No se puede
separar a Cristo de la Iglesia. Ambos han recibido la misma misión;
ambos han sido enviados por el mismo Dios; ambos cuentan con la
misma garantía de fidelidad: Cristo, naturalmente, en la raíz y por
derecho propio; la Iglesia, por participación.
Esto resulta claro si tenemos en cuenta que el origen último de la
misión de la Iglesia no hay que buscarlo en Cristo, Cristo mismo es un
enviado del Padre que, al morir, ha entregado la antorcha viva de su
misión a la Iglesia; es decir, a los apóstoles y sus sucesores. Es
importante tener esto en cuenta, a la hora de examinar el problema de
la infalibilidad de la Iglesia. El papa Juan Pablo II lo ha recordado en su
encíclica Redemptor hominis, cuando escribe: «Con profunda emoción
escuchamos a Cristo mismo cuando dice: La palabra que oís no es
mía, sino del Padre que me ha enriado (/Jn/14/24). En esta afirmación
de nuestro Maestro, ¿no se advierte, quizá, la responsabilidad por la
verdad revelada, que es propia de Dios mismo, si incluso él, Hijo
unigénito que vive en el seno del Padre (Jn 1,18), cuando transmite
como profeta y maestro, siente la necesidad de subrayar que actúa en
plena fidelidad a su divina fuente? La misma fidelidad debe ser una
cualidad constitutiva de la fe de la Iglesia, ya sea cuando la enseña, o
la profesa» 13
De ahí que para comprender con más exactitud y profundidad el
fundamento de la infalibilidad de la Iglesia, sea imprescindible examinar
primero algunos aspectos que garantizan la fidelidad de Cristo al
transmitir el mensaje que recibió de su Padre.
a) Infalibilidad del magisterio de Cristo
Ahora bien, es impensable que Jesús hubiera alterado el mensaje de
su Padre, aun en el caso de que su entendimiento humano y su
voluntad libre de hombre estuvieran sujetos a tentación y desmayo,
como nos lo muestra la misma revelación divina en el pasaje de las
tentaciones (cf. Mt 4,1-11; Mc 1,1213; Lc 4,1-13), en todo semejante a
nosotros, menos en el pecado (cf. Heb 4,15).
El Nuevo Testamento no puede, ni por asomo, sospechar tal
posibilidad. Esta hipótesis sería el fracaso más grande que podría
imaginarse en Dios; seria un gran absurdo que hiciera fracasar a Dios
precisamente aquel que es la imagen del Dios invisible (Col 1,15), el
resplandor y manifestación salvadora del Padre (Jn 1,14). Cristo no
debía ni podía falsear la doctrina del Padre, porque él no era dueño
arbitrario de ella: Mi doctrina no es mía, sino del Padre que me envió
(Jn 7,16). Por eso descubre a los discípulos todo cuanto ha oído de su
Padre (Jn 8,26;15,15) y manifiesta el ser de Dios a los hombres (Jn
17,6), hasta el punto de que quien lo ve a El ve a su Padre (Jn
12,45;14,9). Y con tanta fidelidad realizó su misión, que pudo decir con
verdad que había cumplido plenamente el apostolado para el que su
Padre le envió (Jn 17,4); él que es el camino, la verdad y la vida (Jn
14,ó).
Ahora bien, para el cumplimiento de su misión en plena fidelidad al
mensaje de su Padre, cuenta Cristo con tres elementos de suma
trascendencia: 1) la presencia de su Padre; 2) la guía del Espíritu
Santo; 3) los medios humanos que empleó para asegurar su docilidad
a la voluntad del Padre: muy especialmente la oración. Una leve
indicación:
1) La presencia del Padre en Cristo.—No deja de llamar la atención
la insistencia con la que San Juan, que es quien más subraya la
identidad de la misión de Cristo con la de los apóstoles, repite la idea
de la presencia del Padre en Jesús: como tú, Padre, en mi y yo en ti (Jn
17,21). Y por eso predica con toda libertad la doctrina, porque su
doctrina no es suya, sino del Padre (Jn 7,16); y El no está solo, sino
que el Padre está con él (Jn 16,32); de forma que quien lo recibe a El,
recibe al Padre que lo envió (Jn 13,20), y quien rechaza su doctrina,
rechaza al Padre que da testimonio de El (Jn 8,18).
2) La consagración del Espiritu Santo.—Aunque Jesús estaba lleno
del Espíritu Santo desde el momento de su encarnación, la verdadera
consagración de Cristo como profeta del Padre que iba a predicar el
evangelio del Padre, tuvo lugar durante el bautismo del Señor 14: Los
cielos se abrieron, el Espiritu Santo se posó sobre El en forma
corporal, como de paloma, y una voz del Padre bajó desde el cielo: Tú
eres mi Hijo amado, en ti me he complacido (Lc 3,21-22). San Lucas
advierte que éste era el comienzo del ministerio de Jesús. Y todo
cuanto Jesús realiza después, desde la subida al desierto donde fue
tentado (Lc 4,1) y su discurso inaugural en Nazaret (Lc 4,14), hasta el
momento de expirar en la cruz (Heb 9,14), todo lo hace guiado por la
fuerza del Espíritu Santo, del que estaba lleno desde el momento de la
encarnación.
No deja de tener importancia el que tanto la subida al desierto donde
fue tentado, cuanto el primer anuncio oficial en Nazaret, aparezcan en
Lucas bajo el mismo denominador común de la presencia del Espíritu.
Lo primero, porque es necesario que comprendamos que Jesús no
realizó su misión de profeta de Dios sin dificultades, angustias y
esfuerzos terribles, como corresponde a un hombre que en todo era
semejante a nosotros, menos en el pecado (cf. Heb 4,15;2,1018). Lo
segundo, para que sepamos que la fidelidad a la misión recibida sólo
puede realizarse por la correspondencia, sumisión y disponibilidad a la
fuerza del Espíritu que le guiaba, sin anular su plena voluntad libre de
hombre.
J/TENTACIONES-ORA
3) Los medios a su alcance, especialmente la oración.—Jesús no se
lo encontró todo hecho. Experimentó el cansancio, la angustia, el
hastío. Sufrió la incomprensión de sus mismos discípulos y tuvo la
tentación de abandonar el camino marcado por su Padre. No fue sólo
en el desierto; esta tentación le acompañó a lo largo de su vida: las
turbas le piden milagros y señales maravillosas (Mt 12,39), Herodes
quiere ver un milagro divertido (Lc 23,8), sus enemigos le piden que
baje de la cruz (Mt 27,43), sus mismos seguidores le quieren hacer rey
(Jn 6,15), e incluso Pedro trata de convencerlo para que abandone el
camino de la cruz (Mt 16,22).
J/ORACION: Ante todas estas seducciones, la respuesta de Jesús
es siempre la misma: él no ha venido a hacer milagros espectaculares
o a usarlos en beneficio propio, sino a proclamar la grandeza soberana
de Dios, cumpliendo exactamente su voluntad. En esta decisión,
mantenida invariablemente durante su vida, no admite vacilaciones, ni
componendas, ni flirteos con el tentador. Y esta conciencia de su
misión, esta total sumisión y dependencia del Padre, la profundiza
Jesús en el silencio de la oración. San Marcos nos relata un episodio
que tiene sin duda la frescura de los recuerdos más personales de la
catequesis de San Pedro. Jesús ha curado a la suegra del apóstol, y a
la caída de la tarde se agolpan los enfermos delante de la casa. Jesús
cura a muchos; pero antes del amanecer se retira a un lugar desierto y
allí hacia oración (Mc 1,35). La primera y última palabra de Jesús que
refiere San Lucas, tienen que ver con la oración: No sabíais que yo
debo de ocuparme en las cosas de mi Padre? (Lc 2,49); y la oración
propiamente dicha, con la que acaba su vida: Padre, en tus manos
entrego mi espiritu (Lc 23,46). Entre esos dos momentos, es San Lucas
quien nos hace ver que todas las decisiones claves las toma Jesús en
conexión con la oración. La venida del Espíritu Santo en el Jordán,
venida que le consagra para su misión de Profeta del Padre, es la
respuesta sensible a la oración callada de Jesús: Cuando él estaba en
oración, se abrió el cielo y bajó el Espiritu Santo sobre él... (Lc
3,21-22); consciente de la gravedad de su decisión, Jesús pasa toda la
noche en oración antes de elegir a los doce (Lc 6,1213); lo mismo hará
la noche anterior a la confesión de Cesarea, y lo sabemos solamente
por San Lucas: Hacía oración en un lugar solitario, y estaban con él
sus discíipulos. Y les preguntó: Quién dicen los hombres que soy yo?
(Lc 9,18). Lucas es también el único que hace notar la relación entre la
oración de Jesús y el suceso de la transfiguración, que tanta
importancia había de tener en la confirmación de la fe de los discípulos
(cf. 2 Pe 1,16-19): Y mientras oraba, su rostro tomó otro aspecto, y su
vestido se volvió blanco y resplandeciente (Lc 9,28-29). Finalmente, es
también Lucas quien hace notar que el encargo dado a Pedro de
«confirmar a sus hermanos», está avalado por la oración de Jesús,
como garantía indiscutible de la eficacia de su ministerio: Yo he rogado
por ti a fin de que tu fe no desfalleciera. Y tú, una vez convertido,
confirma a tus hermanos (Lc 22,32).
b) Infalibilidad del magisterio eclesiástico
Ahora estamos en disposición de comprender mejor los tres
elementos que actúan en los apóstoles y en sus sucesores para llevar
adelante su misión de transmitir el mensaje evangélico, dentro de una
fundamental fidelidad: 1) la presencia de Cristo; 2) la fuerza del Espíritu
Santo; 3) los medios humanos, sobre todo, la oración.
1) La presencia de Cristo.—Aquí reside la diferencia esencial que
distingue el apostolado cristiano de cualquier otra forma de misión
institucionalizada y jurídica conocida en el mundo profano. El
apostolado no se funda en una simple misión jurídica, todo lo eficaz y
válida que se quiera. Porque esta misión jurídica supondría en los
apóstoles una presencia también jurídica de Cristo, como la patria está
simbólicamente presente en la bandera, o el rey en su embajador. ¡No!
La presencia de Cristo en los apóstoles es verdadera, real y dinámica,
aunque no sustancial. Porque la misión de los apóstoles es
continuación de la misión de Cristo: Como el Padre me ha enviado a mi,
así os envio yo a vosotros (Jn 20,21; 17,18), hace falta que Cristo esté
presente en ellos, de modo parecido a como el Padre está presente en
Cristo fundando su misión. Así, y únicamente así, sería real el
paralelismo que Cristo establece. Es imposible que Cristo se separe de
los apóstoles a quienes envía, como es imposible que el Padre se
separe de Cristo: él está en el origen y en el término de la misión de los
apóstoles.
Por eso, en el momento más solemne de todo el evangelio, cuando
el resucitado envía sus apóstoles al mundo entero, Mateo encuadra la
misión entre dos polos igualmente necesarios: el sumo poder de Cristo,
constituido Señor: Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra,
y la promesa de una presencia dinámica, eficaz y perenne en los
apóstoles: Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos
(Mt 28,18). La fórmula «yo estaré contigo» aparece unas cien veces en
el A. T. para indicar una ayuda especial de Dios, en virtud de la cual
saldrá adelante el enviado en la misión a la que Dios le envía 15.
Además, la misión no es una simple invitación, sino un mandato regio
que compromete la autoridad del Maestro que envía: Pablo, apóstol de
Jesucristo según el mandato regio de Dios (1 Tim 1,1). Por lo cual,
Pablo usa como sinónimos estos dos términos: siervo y apóstol de
Jesucristo (Tit 1,1). Esto exige por parte del Señor una vigilancia eficaz
que garantice la conformidad entre la predicación apostólica y la
revelación cristiana: Yo estaré con vosotros.
Tengamos en cuenta que esta presencia no está limitada a la vida
de los apóstoles, sino que se hace precisamente cuando ya los
apóstoles van a ser privados de la presencia visible de Jesus.
2) La fuerza interior del Espíritu Santo.—La misión del Hijo de Dios
como profeta enviado por el Padre a los hombres quedó consagrada
definitivamente cuando se realizó la consagración del Espíritu Santo en
el bautismo. Por eso era necesario que la misión de los apóstoles
(enviados de Cristo) se viera consagrada también con el Espiritu
Santo. No en vano San Lucas, que comienza los relatos de la vida y la
misión de Cristo con la bajada del Espiritu Santo en la encarnación y
en el bautismo, comienza también la historia de la Iglesia con la
irrupción maravillosa de Pentecostés, que consagra al nuevo Pueblo
de los ciento veinte discípulos, símbolo de la totalidad de la Iglesia.
Porque la misión de Cristo se funda en la consagración: Y por ellos
me consagro, para que ellos sean consagrados también en la verdad
(Jn 17,18-19). Por eso, antes de morir, les promete un abogado: el
Espíritu Santo, como Espíritu de verdad (Jn 14,17), que dará testimonio
de Cristo (Jn 15,26) y les conducirá a la verdad completa (Jn
16,12-13). Y una vez resucitado, soplará sobre ellos, significando con
este rito la transmisión del Espíritu Santo que los consagra, y les dirá:
Recibid el Espiritu Santo (Jn 20,21).
Juan tiene presente el trasfondo tan característico en él: la lucha
entre el mundo y Jesús. Jesús ha dado a conocer a los discípulos
cuanto ha oído de su Padre (Jn 15,15), para que ellos, a su vez, lo
transmitan a los hombres. Ahora van a quedar huérfanos de Cristo, y
es natural que sientan miedo, porque la dificultad de la empresa está
por encima de sus posibilidades. Esta es la actitud que se refleja
también en los profetas ante una misión divina. A esta pusilanimidad ha
respondido Mateo con la fórmula: Yo estaré con vosotros. Pero Juan
completa el misterio de la misión apostólica, resaltando el último
constitutivo que la hace semejante a la misión de Jesús: el envío del
Espíritu Santo, que es el Espíritu de Cristo. Sin este envío, la misión de
los apóstoles no sería en realidad semejante a la misión de Cristo.
Ahora bien, en esta lucha del mundo contra Jesús, el Espíritu Santo,
que ya está junto a los discípulos, estará con ellos; más aún, estará
dentro de ellos con una presencia permanente e interior (cf.
/Jn/14/16-17). Tres partículas usadas por San Juan, que indican una
progresión. Y está como abogado defensor. San Juan aplica este
término una sola vez a Cristo que nos defiende ante el Padre (1 Jn
2,1). Pero de ordinario lo refiere al Espíritu Santo. Y no precisamente
vuelto al Padre para interceder por los discípulos, sino vuelto a los
discípulos para aconsejarlos, iluminarlos, defenderlos en su fe contra el
mundo, enemigo de Jesús.
Por eso los discípulos no tendrán que temer, porque siempre les
acompañará; más aún, estará dentro de ellos el Espíritu de Jesús, el
Espíritu de verdad, que les enseñará y les recordará todo cuanto han
oído de Jesús. Se trata de un abogado defensor que les mantendrá en
la verdad evangélica.
No es que les enseñe nuevas verdades, porque es precisamente el
Espíritu del Hijo que vendrá para dar testimonio de Cristo: un
testimonio interior y permanente que atestiguará la verdad de Cristo.
No una verdad nueva, sino la misma verdad de Cristo, cuya
profundidad y cuyas consecuencias serán conocidas bajo la
iluminación del Espíritu Santo. Y esto de tal manera, que su acción no
quedará limitada a la vida de los apóstoles, puesto que permanecerá
con ellos para siempre, lo mismo que la presencia de Jesús resucitado
los acompañará hasta la consumación del mundo.
Para San Juan es impensable que la Iglesia, regida por los apóstoles
y sus sucesores «hasta la consumación de los siglos», pueda
disociarse de la doctrina de Cristo. No podría pensarse fracaso mayor
de la presencia «eficaz» de Cristo y de su Espíritu de verdad prometido
a los apóstoles y a sus sucesores tan solemnemente por Jesús.
FE/FIDELIDAD
3) Los medios humanos.—La presencia de Cristo y de su Espíritu de
Verdad no eximen a los apóstoles ni a sus sucesores del esfuerzo
humano que requiere el uso de todos los medios a su alcance por
conservar la auténtica doctrina de Cristo, profundizarla y transmitirla
incontaminada. Difícilmente podrá encontrarse en el mundo ninguna
institución humana más tradicional, ni que cuente con más garantías de
fidelidad al mensaje primitivo. Y esto, sencillamente, porque la ley
fundamental de esa institución llamada Iglesia es la dependencia
absoluta del mensaje original. Los mismos apóstoles buscan, cuando
se trata de sustituir a Judas, un discípulo que haya sido testigo de la
resurrección del Señor, y que lo haya seguido desde los comienzos de
su predicación (cf. Act 1,21-23); el mismo Pablo, a pesar de que
reivindica en repetidas ocasiones su título y derechos de apóstol de
Jesucristo, sube a Jerusalén para confrontar su evangelio con los
demás apóstoles, y no exponerse a correr en vano (cf. Gál 2,2). De
aquí proviene el cuidado en seleccionar personas que hayan asimilado
el Evangelio, de forma que puedan transmitirlo a otros: Cuanto de mi
oíste por muchos testigos, confíalo a hombres fieles, que sean, a su
vez, capaces de enseñar a otros (2 Tim 2,2). Para los apóstoles, es
fundamental la vigilancia sobre la pureza de la fe: Te encargué que
permanecieras en Efeso, a fin de intimar a algunos que no enseñen
doctrinas extrañas (1 Tim 1,3). Pablo hace un juramento, cuya
solemnidad no tiene parangón en ninguna de sus cartas, intimando a
su discípulo Timoteo en presencia de Dios y de Jesucristo, para que
conserve intacto e irreprochable el mandato que ha recibido
(/1Tm/06/13-14). A Tito, por su parte, le ordena que reprenda
severamente a los cretenses, a fin de que conserven la fe sin tacha y
no den oídos a fábulas ni a preceptos de hombres, que vuelven las
espaldas a la verdad (Tit 1,13-14). Nada digamos de la recomendación
final a Timoteo: Guarda el depósito. Evita las palabrerías profanas y
también las objeciones de la falsa ciencia (1 Tim 6,20). En la segunda
carta vuelve a insistir en la idea de fidelidad a lo recibido: Ten por
norma las palabras sanas que de mí oíste en la fe y en la caridad de
Cristo Jesús; conserva el precioso depósito, por el Espíritu Santo que
habita en nosotros (2 Tim 1,13-14). La carta a los Hebreos es
especialmente interesante, pues la recomendación va dirigida a los
fieles en su relación con aquellos que les han transmitido la fe:
Acordaos de vuestros superiores, los que os predicaron la Palabra de
Dios... No os dejéis arrastrar por doctrinas diferentes (Heb 13,7-9).
Esta persuasión es la misma en el tiempo postapostólico: la norma
que hay que conservar intacta, porque de ella depende la vida de la
Iglesia, es la doctrina de Cristo transmitida por los apóstoles. La Didaje
o Doctrina de los doce Apóstoles, documento del siglo I, consigna esta
ley: «No descuides los mandatos del Señor; guardarás lo que has
recibido, sin añadir ni quitar nada» (4,13). Es éste un verdadero
comentario de lo que significa el depósito y de la fórmula usada por
San Pablo, cuando explica a los fieles de Corinto el misterio
eucarístico: os transmito lo que he recibido. Porque éste era el
significado jurídico del depósito: algo que no se da en propiedad, sino
en custodia, para devolverlo intacto. Esta expresión encierra todo un
talante consustancial con el cristianismo. No interesan doctrinas
extrañas: lo que interesa es la conservación y profundización en la
doctrina recibida de los apóstoles. La Iglesia de los primeros tiempos,
como la Iglesia posterior, se caracteriza por una mística de
conservación del depósito de la revelación. Y todos se agrupan en
torno a los presbíteros y obispos, para vivir de la Palabra de Dios tal y
como les ha sido transmitida y para transmitirla a su vez sin
mixtificaciones.
Este esfuerzo humano de seria critica, de investigación en las
fuentes reveladas y en la tradición de la Iglesia, de consultas y
encuestas previas para asegurarse de la autenticidad cristiana de una
doctrina, ha sido siempre una constante en la vida de la Iglesia. De tal
forma que el mismo concilio Vaticano I hizo a ello referencia en la
definición de la infalibilidad del Romano Pontífice: «Los Romanos
Pontífices, por su parte, según lo exigían los tiempos y los asuntos,
unas veces convocando concilios generales, o auscultando el parecer
de la Iglesia extendida por el mundo, otras veces mediante sínodos
particulares, otras empleando diversos medios que la divina
Providencia deparaba, definieron que había que mantener aquellas
cosas que ellos reconocieron, con la ayuda de Dios, que eran
conformes con la Sagrada Escritura y las tradiciones apostólicas.
Porque el Espiritu Santo no fue prometido a los sucesores de Pedro
para manifestar una nueva doctrina recibida por él por revelación, sino
para que, con su asistencia custodiaran santamente y expusieran
fielmente la doctrina recibida de los Apóstoles» [cf. n.700-701].
Téngase además en cuenta que la doctrina apostólica no es una
simple expresión conceptual de realidades objetivas, todo lo
verdaderas que se quiera; sino que es vida: la vida de los hijos de Dios
sobre la tierra. Por esta especial naturaleza de la Palabra de Dios se
ve la necesidad de que aquellos que habían recibido de Cristo la
misma misión que él había recibido de su Padre, es decir, la de
predicar el Evangelio a todos los hombres, fueran al mismo tiempo los
dispensadores efectivos de los misterios de Dios (cf. 2 Cor 6,4) y los
maestros de la vida cristiana: enseñándoles a observar todo cuanto os
he mandado (Mt 28,18ss). San Pedro exhortaba a los presbíteros a
apacentar la grey de Dios, siendo modelos de la grey (1 Pe 5,3), y
Pablo podía decir a los fieles: Sed imitadores míos, como yo lo soy de
Cristo (1 Cor 4,16; 11,1. Cf. Flp 3,17; 1 Tes 1,6).
VCR/MARTIRIO-TTNO: Esto supone no sólo la fidelidad conceptual
al mensaje evangélico, sino el amor y la vivencia de dicho mensaje. La
misión del magisterio apostólico no es sólo la predicación o el anuncio,
sino que es ante todo y sobre todo el testimonio: Daréis testimonio de
mi (Lc 24,48; Act 1,8). La tradición cristiana reservó muy pronto la
palabra testimonio [martirio] para el testimonio por excelencia que se
daba con el derramamiento de la sangre. Pero también muy pronto, en
el siglo III, fue San Cipriano quien habló de la vida cristiana como
martirio, o sea, como testimonio de Cristo. Toda la vida cristiana con lo
que tiene de amor a Jesús, de vivencia de su mensaje, de imitación de
su vida, de seguimiento de su cruz, de firmeza en la esperanza, de
afirmación de Dios en un mundo sin Dios, de compromiso con el
prójimo, es un verdadero testimonio-martirio.
Cuando el Evangelio se separa del testimonio, cuando la palabra
predicada no se hace vida, hay una especie de docetismo de la
predicación, que es la mejor manera de hacerla infructuosa. La
redención del hombre se llevó a cabo de verdad, porque la Palabra de
Dios se hizo hombre verdadero en Cristo y no, como decían los
docetas, tomando una apariencia de hombre.
La primera cuestión que debería hacerse todo aquel que ha recibido
la misión de transmitir la fe de la Iglesia, es la de saber si esa
transformación se hace por medio de palabras articuladas que se las
lleva el viento, o se ha sustantivado en el testimonio callado de la
propia vida. Porque si el predicador no encarna lo que predica,
haciéndose modelo como decia San Pedro (1 Pe 5,3), no hay que
extrañarse de que el oyente se contente, como añadía Santiago, con
ser oyente de la Palabra, sin cumplir sus exigencias (Sant 1,23). Cristo
predicó ciertamente palabras; pero si esas palabras no se hubieran
sustantivado en la gran Palabra heroica que murió en la cruz, el mundo
estaría aún por redimir.
c) Limitaciones de la infalibilidad
Karl Barth declaraba que allí donde se reconoce un carácter infalible
a una autoridad terrestre, no tenemos más remedio que decir un no
resuelto. «Nuestra actitud con respecto al catolicismo no puede ser
otra sino la de la misión, la de la evangelización, de ningún modo la de
la unión» 16. Sin embargo, H. Ott, que sucedió a Barth en la cátedra de
Basilea, hacía una confesión sorprendente, después de haber
estudiado detenidamente la definición del Vaticano I 17. Ott no
encuentra en ella una oposición insalvable con las posturas del
protestantismo, sino más bien un punto de partida para el diálogo
ecuménico. Por eso, conviene examinar las limitaciones que tiene el
concepto de infalibilidad de la Iglesia.
1) La infalibilidad de la Iglesia, del episcopado universal, del papa,
incluso de los apóstoles no es una infalibilidad intrínseca ni absoluta,
que ésta es sólo de Dios. Todo entendimiento humano, tanto del papa,
como de los obispos, como de los apóstoles, e incluso el entendimiento
humano de Cristo es limitado y, de suyo, falible. La infalibilidad no
viene a la Iglesia por una cualidad intrínseca que eleve el
entendimiento de los apóstoles o de sus sucesores a una esfera
sobrehumana. Les viene simple y llanamente por una asistencia divina,
que no les exime de su trabajo e investigación personal; por eso,
tampoco es absoluta. Sólo en determinadas materias, es decir,
aquellas materias que son competencia del magisterio de la Iglesia, se
da esa asistencia divina especial; y dentro de esas materias, sólo en
muy determinados casos, bien definidos, la Iglesia, en virtud de esa
asistencia, no podrá equivocarse. Y aquí tenemos indicada la segunda
y tercera limitación de la infalibilidad. Para conocer bien los términos de
estas limitaciones es importante el discurso de Mons. Gasser, en el
Vaticano I 18.
2) La segunda limitación es obvia. Porque la asistencia divina se da
para garantizar la fiel transmisión del mensaje evangélico. Cualquier
obispo, cualquier papa podrá hablar de otras materias: economía,
finanzas, física, astronomía. Pero eso no pertenece al campo del
magisterio eclesiástico, ni para eso cuenta con ninguna asistencia
divina especial. Sus afirmaciones valdrán tanto cuanto valgan los
argumentos de su ciencia personal.
El campo propio del magisterio suele designarse con la fórmula
tradicional: «materias de fe y costumbres», o con otras fórmulas
equivalentes que emplea el Vaticano II: «doctrina de fe y de conducta»,
«fe que ha de creerse y aplicarse a la vida», «revelación que hace
fructificar», y constituyen lo que Juan Pablo II llama en su encíclica
Redemptor hominis (n.19) «la verdad divina». Evidentemente, estas
fórmulas significan primariamente las verdades reveladas de contenido
salvifico, que exigen la respuesta de la fe (objeto primario del
magisterio).
Sin embargo, hay otra serie de verdades no reveladas en sí mismas,
pero que están tan intima e intrínsecamente ligadas con las verdades
reveladas, que lógica y necesariamente dependen unas de otras. Aun
cuando el concilio Vaticano I no pretendió definir que estas verdades
formen parte del objeto (secundario) del magisterio, Gasser lo supone
en la Relación previa a la definición de la infalibilidad del Romano
Pontifice 19; el Vaticano II lo enseña en la constitución Lumen
gentium20 y la Iglesia las ha definido en más de una ocasión. Como
quiera que en estos casos no define la Iglesia dichas verdades «como
reveladas», puesto que no están reveladas, tendríamos una definición
infalible de la Iglesia que no constituye un dogma de fe.
3) La tercera limitación hay que situarla en el ámbito espacial de la
doctrina. No se olvide que el magisterio del papa y de los obispos es un
servicio a la fe de la Iglesia. Lo importante es la fe de la Iglesia,
considerada en su totalidad porque, si esa fe naufragara, habría
dejado de existir la Iglesia universal. De ahí que, propiamente
hablando, no hay sino una sola infalibilidad: la infalibilidad del conjunto
de los fieles, que llamamos Iglesia; la enseñanza del magisterio
eclesiástico, para que tenga la garantía suprema de infalibilidad,
necesita ser universal. Lo cual puede ocurrir de tres modos. El primero,
y el más ordinario, cuando el episcopado universal coincide entre sí y
con el Romano Pontífice en la doctrina «de fe y costumbres» que
enseñan a los fieles. El segundo, cuando enseñan esa misma doctrina
reunidos en concilio universal. Tercero, cuando el papa, que tiene
jurisdicción universal, ordinaria y episcopal en toda la Iglesia y en cada
una de las diócesis, se dirige, como Pastor supremo, a toda la Iglesia.
Por eso enmarca el Vaticano I la definición sobre la infalibilidad del
Romano Pontífice en la perspectiva general de la infalibilidad de la
Iglesia; y el Vaticano II evitó deliberadamente decir que el papa actúa
en sus definiciones solemnes «como cabeza del Colegio episcopal».
Porque en esos casos actúa «en calidad de maestro supremo de la
Iglesia universal, en quien singularmente reside el carisma de la
infalibilidad de la Iglesia misma» (LG n.25).
Y así debía de ser en una perfecta coherencia con los datos que la
revelación nos proporciona sobre el ministerio de Pedro. Porque debe
notarse que la revelación posee la estructura de lo universal en lo
concreto. Esto quiere decir que la revelación que se dirige a todos y se
hace acontecimiento para todos, ocurre siempre en concreto: en un
suceso histórico, en hombres individuales, mediante una palabra
determinada, mediante un hecho especial. La culminación y plenitud de
la revelación en la persona de Jesús de Nazaret v en la realidad-Cristo,
es la realización insuperable de lo universal en lo concreto.
La aplicación a nuestro tema es obvia. La promesa dada a toda la
Iglesia, representada en el Colegio Apostólico y sus sucesores, de que
permanecerá en la verdad y la verdad en ella, no exige que cada uno
de los miembros de la Iglesia posea el carisma de la verdad de la
misma manera; pero exige que este carisma esté en la Iglesia
universal. Ahora bien, esto no excluye su concretización particular en
un acto del magisterio extraordinario del papa, sino que (como en el
caso del universal en lo concreto) la hace posible y real. De ahí se
sigue también, según la misma ley, algo que debe ser esclarecido
teológicamente, es que la carencia de error concedida a toda la Iglesia
sería problemática, caso de no ser posible su concretización en una
última palabra de aquel que es el primero, el pastor supremo, el
fundamento de la Iglesia, y de cuyo ministerio forma parte el robustecer
y confirmar a los hermanos en la fe (cf. Lc 22,32).
4) Queda una última limitación: y es que la doctrina se proponga por
el magisterio definitivamente. No basta que la Iglesia universal, el
episcopado o el papa sostengan una doctrina como opinión teológica,
porque entonces no quedaria comprometida la fe de la Iglesia. Pero
cuando toda la Iglesia se expresa en símbolos de fe universales o el
episcopado universal disperso por el mundo o reunido en concilio
afirman definitivamente que una doctrina está revelada, entonces sí
queda comprometida la fe de la Iglesia; y, por consiguiente, es infalible
la presencia de Cristo y la asistencia del Espiritu de verdad para que la
Iglesia no naufrague en la fe. Es indiferente que la enseñanza definitiva
del magisterio se proponga por medio de actos ordinarios o
extraordinarios, como sería un concilio ecuménico o una definición «ex
cathedra». Los simbolos de fe de la Iglesia primitiva no son actos del
magisterio extraordinario; pero representan la fe de la Iglesia universal.
Por el contrario, el concilio Vaticano II es un acto del magisterio
extraordinario y universal; pero no trata de definir ninguna doctrina de
fe.
Ahora bien, puesto que el objeto del magisterio se extiende también
a aquellas verdades no reveladas, pero necesarias para la «inviolable
custodia y la fiel exposición del depósito de la revelación» (LG n.25), se
deduce que también éstas pueden ser definidas infaliblemente por la
Iglesia, aunque no constituyan un dogma de fe. En todo caso, debe
constar positivamente la voluntad de definir.
d) Magisterio y Escritura
No se diga que con esto se mitifica el magisterio de la Iglesia o se
desconoce el valor excepcional que tiene la Sagrada Escritura.
1) Téngase en cuenta que la asistencia divina no puede confundirse
con la inspiración. La inspiración es una moción divina que influye
positivamente en el autor sagrado; de tal manera, que lo que él escribe
o compone pueda a justo titulo llamarse Palabra de Dios, porque Dios
es el autor principal. La asistencia, ni supone un influjo positivo de
parte de Dios, ni las definiciones de la Iglesia pueden llamarse Palabra
de Dios. La asistencia no cambia nada en el interior del acto infalible,
que sigue siendo un acto pura y totalmente humano, aunque en las
circunstancias anteriormente señaladas exista la garantía, extrinseca al
acto mismo, de que será ciertamente conforme con la doctrina
revelada.
La asistencia, pues, no puede fomentar una pasividad confiada y
perezosa que descuide todo esfuerzo por la búsqueda ardiente de la
verdad en una penitencia y renovación constante del espíritu
evangélico. Cualquier cristiano puede zozobrar en la fe y en la fidelidad
a Jesús, incluido personalmente el papa. De ahí que la promesa de
Cristo no pueda servir de adormidera para nadie. Porque si es verdad
que la Iglesia universal es infalible, no ocurre lo mismo con las
localizaciones de esta Iglesia, rondada siempre por seductores,
asaltada por enemigos y atraída por toda suerte de tentaciones.
2) Téngase además en cuenta que los escritos inspirados han
nacido en una comunidad viva, como expresión de una fe que es
anterior a dichos escritos y cuya fiel custodia, conservación e
incontaminada vigencia ha sido confiada a los Pastores de la Iglesia. El
magisterio de la Iglesia no es Palabra de Dios; esos escritos inspirados,
en cambio, son Palabra de Dios. El magisterio de la Iglesia no está
sobre la Sagrada Escritura, sino al servicio de ella, para velar porque
siempre se conserve intacto el mensaje original. Ya los mismos
apóstoles reconocen que en la Sagrada Escritura hay pasajes difíciles
que requieren una recta interpretación (cf. 2 Pe 3,16), y que hay
algunos que depravan su recto sentido. La historia de la exégesis
muestra que todas las herejías se han amparado en alguna expresión
bíblica desencarnada de su contexto vital. De ahí que siempre haya
recurrido la Iglesia a la tradición viva, como órgano que transmite,
defiende y precisa el verdadero sentido de la Palabra de Dios escrita;
es decir, a «aquellos que en la Iglesia poseen la sucesión desde los
apóstoles y que han conservado la Palabra sin adulterar e
incorruptible»21. El mismo San Ireneo ilustra esta enseñanza con una
comparación muy sugestiva: la de los centones homéricos. A saber:
había un juego consistente en tomar un trozo literario o las piezas de
un mosaico y formar con ellas el pensamiento o la figura original. Si no
se colocaban justamente, el número de piezas era idéntico, pero el
pensamiento o la figura era distinta. Sólo aquel que está familiarizado
con Homero podrá reconocer la falsedad del pensamiento, aun cuando
contenga exactamente las mismas palabras. Y esto es lo que hacen los
herejes. Por eso advierte Ireneo que «han de leerse las Escrituras bajo
la tutela de los presbíteros de la Iglesia, en quienes se halla la doctrina
apostólica»22. Así educado en el seno de la Iglesia, «posee el canon
inflexible de la verdad que ha recibido mediante el bautismo, y
reconocerá perfectamente los términos, las expresienes y las
parábolas que se hayan tomado de las Escrituras; pero no reconocerá
el asunto blasfemo que han tratado (los herejes). Reconocerá las
piedras, pero no tomará el zorro por el retrato del rey; al contrario,
colocará cada texto en su rango correspondiente y lo adaptará al
asunto de la verdad y así podrá desenmascarar la ficción y mostrará su
inconsistencia»23.
El mensaje cristiano ha sido entregado por Cristo al magisterio de los
apóstoles y de sus sucesores. Y aunque es cierto que por inspiración
divina quedó fijado en los evangelios y en los demás escritos del Nuevo
Testamento, estos escritos no pueden entenderse sino dentro de la fe
de la Iglesia en la que han nacido. Afirmar que el magisterio se erige en
juez y patrón de la Sagrada Escritura es tan injusto como decir que los
apóstoles se hacen dueños y señores de la Palabra de Jesús cuando
velan porque el mensaje de Jesús no se adultere con vanas
palabrerías. Ni los obispos ni el papa, ni los apóstoles son dueños de la
Palabra de Jesús, sino que están sometidos a ella; su autoridad es el
carisma permanente para la fiel transmisión de esa Palabra. Por eso,
cuando la Iglesia define un dogma de fe, es una liviandad hablar del
dogmatismo de la Iglesia. Porque ella no impone, propiamente
hablando, nada nuevo a los fieles. Lo único que hace es testificar con
certeza que tal o cual verdad está contenida en el depósito de la
revelación cristiana. El acto de fe en un dogma definido no es fe a la
Iglesia, sino a la Palabra de Dios que nos llega a través del magisterio
de la Iglesia desde el tiempo de los apóstoles. Y una vez que consta
con certeza que es Palabra de Dios, el magisterio es el primero que
tiene que someterse a ella.
LA FE DE LA LA IGLESIA CATÓLICA
JUSTO COLLANTES. BAC. 1984
Págs. 5-25
........................
* El título es mío. Este texto pertenece a la Introducción
6 Lumen gentium 1, 8, 9, 48; Sacrosanctum Concilium 5.
7 Lumen gentium 14.
8 La Profession de foi du Vicard Savoyard, en Oeuvres (Paris 1856-1863) II 4,89.
9 El Espíritu de Verdad os guiará hacia la verdad completa, en La infalibilidad de
la Iglesia (ed. Estela, Barcelona t964) 14.
10 Lumen gentium n. 8.
11 Hay una traducción castellana, Introducción al cristianismo (Salamanca
1971).
12 Lumen gentium n.20.
13 AAS 71 (1979) 305.
14 Cf. I. DE LA POTTERIE, L'onction du Christ: NRT 80 (1958) 225-252.
15 U. HOLZMEISTER, Dominu tecum: Verbum Domini 23 (1943) 232-237;
252-262.
16 Foi et Vie (1948) 495.
17 Die Lebre des I Vatikanischen Konzils (Basilea) 162-163.
18 Msi 52,1204 t232.
19 Msi 52,1226ss
20 Al discutirse la materia del n.25 de la constitución Lumen gentium, pidieron
cuatro Padres que se declarase la infalibilidad de la Iglesia respecto a estas
verdades ligadas con la revelación. La Comisión teológica respondió que de
ello se habla en las palabras del texto: «Esta infalibilidad... se extiende a
cuanto abarca la inviolable custodia y la fiel exposición del Depósito de la
divina Revelación». Acta Synodalia sacrosancti concilii oecumenici Vaticani II,
vol. lIl, pars VlIl (Typis polyglottis vaticanis, 1976) 89.
21 SAN IRENEO, Adv. haer. 4,26,5.
22 Adv. haer. 4,32,1.
23 Adv. haer 1,9,4.